Los gnawas: chamanismo islámico

Por Á. Lafuente Laarby

Uno de los grupos que practican trance sin posesión más inte­resantes de África del Norte son los gnawas. Pertenecen a una minoría étnica procedente de lo que antiguamente conformó el Gran Imperio del Oeste, que se extendía desde el océano Atlántico hasta el Mar Rojo, y que en la actualidad está dividido en naciones como Guinea, Senegal, Mali, Níger, Chad y Sudán.

En 1591 el sultán de Marrakech, Ahmed Al Mansour (de la dinastía de los saadianitas), invade y conquista Mali. Trae a Marruecos como esclavos unos guerreros sudaneses que han sido capturados en el campo de batalla.

Posteriormente, en un momento decisivo de la guerra, llevada a cabo para conseguir el control de la ciudad de Tombuctú (a orillas del río Ní­ger, en Mali), estos hombres, en un alarde de valor y sacrificio, socorrieron a las tropas de Al Mansour. El sultán, en agradecimiento, no sólo les devolvió la libertad, sino que pasaron a formar parte del ejército que un día los capturara. Se les concedió la manumisión y el privilegio de ser miembros de la guardia negra al servicio personal del sultán. La extraor­dinaria importancia de Al Mansour y sus gestas se extendió también por Europa. (El pico más alto de las montañas centrales de la Península Ibé­rica, en la sierra de Gredos, Ávila, lleva el nombre de Al Mansour, Al­manzor en dialecto romance castellano. Mayordomo de la princesa Subh de Córdoba, murió en el año 1002 después de atacar Barcelona y conquistar Santiago de Compostela donde destruyó y saqueó la catedral, res­petando sólo la tumba del santo.)

Los sucesores de Al Mansour, el sultán Mulay Ismail (de Meknes, 1672-1727) y Mulay Abdellah (de Essaouira, 1757-1790), continuaron manteniendo la guardia gnawa durante doscientos años.

Distribución geográfica

Integrados en la vida del reino de Marruecos, se encuentran también en otras ciudades del Magreb (noroeste de África). Así, en el área de Tú­nez viven pequeñas comunidades en la región de Djerba, en la que se les conoce por estambalis o sudanis. En Argelia están localizados en su ma­yoría en el norte, concretamente en Constan tina, y aún se les conoce como usfan (esclavos). También pueden encontrarse, aunque de manera muy diseminada y escasa, en Libia, donde están desapareciendo acaso por razones socioeconómicas e históricas que es difícil evaluar.

Es en Marruecos donde los gnawas se extienden a lo largo y ancho de la nación, configurando tres principales grupos distribuidos geográfica­mente de la manera siguiente:

– Los gnawas del norte, asentados en Tánger, Larache y Tetuán.

– Los gnawas del interior, en Meknes, Fez y Dar el Beiba (Casa­blanca).

– Los gnawas del sur, distribuidos entre las ciudades de Essaouira, Marrakech, Tamsloht y Tafilalet.

Actividades

Los gnawas, comenzaron a formar parte de las tarikas (cofradías) sufies desde el mismo instante en que abrazaron la religión musulmana, apor­tando su riquísimo y variado conocimiento esotérico basado en el trance cinético y otros estados modificados de consciencia, llamados tasawwuf en la terminología sufi.

Se pusieron bajo la advocación de un mismo santo, patrón general de la hermandad, el Vali sidi Bilal, un esclavo negro liberado por el mismí­simo Mahoma, al que Dios bendiga y le otorgue la paz, que luego lle­garía a ser el primer muezzin del islam.

Las zauias, lugares en que se reúnen, son un conjunto de construccio­nes amplias que conforman una mezcla de mezquita, escuela coránica y comunidad de trabajo. Allí se celebran sus ritos, se baila, se reza y se canta a la Divinidad. Estas tradiciones se han ido pasando de padres a hi­jos, generación tras generación, sin apenas cambios, de forma oral y constante a través de los siglos.

Como ocurre en las tarikas sufies cada grupo gnawa se reúne en torno a un maalen o «maestro», líder espiritual de la comunidad y responsable ante la misma de todos los ritos. Es también el encargado de enseñar y hacer respetar la tradición y de que ésta se mantenga en una pureza constante. Realiza funciones de maestro de música y entrena a los neófitos en las distintas formas de ejecución del variadísimo repertorio de la percu­sión gnawa. El guembri, las craqueb y los tambores, gangas y ferradis, son sus instrumentos principales, conservados en la más pura de las tra­diciones tal y como llegaron a Marruecos de la mano de los primeros gnawas.

Instrumentos gnawas

El guembri, dentro del conjunto de útiles musicales, es el más relevan­te ya que no es sólo el encargado de puntear el ritmo sino también de marcar el tiempo. Se fabrica con el tronco de un árbol de 55 cm de largo y 20 cm de ancho, cortado longitudinalmente y vaciado con sumo cuida­do para que no padezca ningún tipo de rotura o grieta. A esta caja de re­sonancia se le añade un mástil de caña grueso de unos 100 cm de longi­tud. La caja de madera se cubre con piel de camello curtida de manera especial para que su sonido sea lo más nítido posible. A este conjunto se le dota de tres cuerdas confeccionadas con tripa de cabra, cada una con una longitud de vibración distinta, lo que hace que esta especie de membráfono se convierta en un instrumento con la extensión musical de una octava. Su poder de vibración y alcance es extraordinario, nos mueve in­ternamente y nos inunda de paz y tranquilidad cuando lo oímos sin otro acompañamiento.

Antes de ejecutar alguna melodía, tradicionalmente hay que añadir en el extremo superior del mástil la sersera, una especie de sistro metálico que resuena al mismo tiempo que vibran las cuerdas del guembri; normalmente van adornados con bolsas de incienso, conchas marinas y abalorios de colores, lo que les dota de una baraka (cualidad muy especial) al vibrar.

Los tambores, tbola, son instrumentos confeccionados con maderas escogidas de granado y piel de cabra. Una vez construidos se les pasa mediante perforaciones en los bordes de los parches una cuerda de espar­to para poder afinarlos. Éste es el proceso más delicado de su construc­ción ya que las pieles han de estar muy bien curadas para que no se des­garren. La afinación se hace momentos antes de ser percusionados ya que las cuerdas para ponerlo s a punto permanecen flojas mientras los tambores están en reposo. El músico se cuelga el tambor en el lado iz­quierdo con una bandolera de cuero curtido, grueso, que va adornada de abalorios y monedas antiguas.

La percusión se ejecuta con dos baquetas diferentes. La sahala, curva­da y hecha de rama de higuera, se maneja con la mano derecha y con ella se golpea en el centro del parche. La tarrash es fina y alargada, se mane­ja con la mano izquierda y con ella se golpea el borde de la piel.

Según la tradición, los tambores se han de percusionar a pares y siempre hay uno grande (de unos 110 cm de alto) que se llama gonga, con el que se ejecuta el acompañamiento. El solo corre a cargo de un tambor más corto (de unos 55 cm de alto) que recibe el nombre de ferradi.

El ritmo profundo y trepidante de los tambores busca conmover inter­namente, movilizando al baile. Son instrumentos para poner a los dan­zantes en contacto con el ritmo universal y natural a través de un sonido penetrante y sutil. Los movimientos se van realizando de manera intui­tiva.

Las craqueb tienen el mismo fundamento que las castañuelas en la música flamenca. Sin embargo, en lugar de tener un solo elemento doble, son varios que resuenan a la vez. El término «cárcavo», según el Diccio­nario de la Real Academia Española, significa «en forma de cuenco».

En su origen, se construían con el tronco del corazón de las palmeras, pero debido a que esta madera debe conservarse y cuidarse se optó por hacerlas de metal. Consiste en ocho elementos convexos a modo de plati­llos de 10 o 12 cm de diámetro, unidos entre sí por una pieza estrecha y alargada de unos 10 cm de largo. Están agujereadas en su centro y en los bordes para poder unirse entre sí mediante tiras de cuero que se introdu­cen por los mencionados orificios y se cuelgan de los dedos de cada mano para percursionarlas y obtener el ritmo y el sonido adecuados.

Las craqueb se utilizan con el guembri haciendo el acompañamiento rítmicamente; pero nunca se utilizan de forma simultánea tambores, cra­queb y guembri.

Tambores y craqueb juntos pueden conseguir la inducción de estados alterados de consciencia de manera casi imperceptible. Se piensa que pueden poner al sujeto en contacto con emociones desagradables o que se viven como amenazadoras produciendo una liberación en forma de sonido y movimiento. Al tratarse de un estado de trance sin posesión, el sujeto puede tomar más consciencia del estado expansivo y de liberación que se va alcanzando.

La preparación de la ceremonia de la derdeba

La derdeba es una ceremonia de curación. También se la conoce como el Rito de los Siete Colores. En ella se combinan música, color, ritmo y oración, lo que convierte la fiesta en un acto excepcional lleno de armo­nía y fuerza, en el que se tiene la oportunidad de vibrar con los colores y la música, penetrando profundamente en la experiencia subjetiva del «ser». A la vez, evoca en muchos casos un mundo simbólico, lo que pue­de permitir estructurar la experiencia con nuevos significados.

Días después de haber participado activamente en la ceremonia de cu­ración, seguirán perdurando el recuerdo y las sensaciones vividas direc­tamente, de primera mano, como testigos directos de nuestra fuerza consciente.

La convocatoria de la lila o noche de derdeba viene precedida por una ceremonia de curación realizada en el hogar, la costa, los bosques, los ríos o lugares donde se hubieran realizado sacrificios de animales de for­ma habitual.

Cada uno de los rituales curativos que se practican es asociado con un color. Son entendidos como actos para aplacar a un espíritu bueno o per­verso, que puede afectar a la persona o al lugar donde habita. Estos espí­ritus, conocidos como jinin (jinum, en plural, o muluk), son considerados fuente de aflicción, desgracia, infertilidad o intolerancia.

Estos actos pueden ser entendidos como «exorcismo s», en la medida en que la enfermedad se considere originada por agentes externos que operan sobre el cuerpo o la mente de un individuo. La salud, como un estado que va más allá de la carencia de enfermedad, está vinculada a los santos del panteón gnawi.

Los colores rituales

De los siete colores ya mencionados, dos son femeninos: el amarillo y el rosa, que quedan bajo la invocación de la Lala Mira. Hay elementos femeninos muy importantes en la ceremonia de cura­ción, pero éstas siempre son dirigidas por los maalen, maestros varones. Las ceremonias previas a la noche de la convocación de la derdeba se realizan de la siguiente manera:

El color blanco está bajo la invocación de sidi Jilali, vinculado con aquellas personas que llevan una vida espiritual muy intensa, siendo puestas a prueba continuamente por los muluk que habitan el color blan­co. Estas personas rezan, dan limosnas, meditan, viven en silencio, con recogimiento, están en una continua actitud positiva, son muminin (cre­yentes sinceros). El rito es convocado por el maalen de la tarika elegido para hacer el trabajo, que se efectúa en el propio domicilio del convocante. Allí acuden los amigos íntimos y familiares para asistir a la cere­monia, todos vestidos con túnicas blancas. Se encienden velas blancas y se prepara un hornillo de barro para quemar incienso del mismo color (Jawi Biad). Un gallo de color blanco podrá ser sacrificado por el mkaden, el hombre encargado de efectuar el sacrificio y que junto con el maestro dará un sentido sagrado a la ceremonia.

Los participantes se sitúan en círculos portando las velas encendidas, en el centro están el maalen y el mkaden; el primero dice para comen­zar: «En el nombre de Alá, el misericordioso y clemente.» Al mismo tiempo, el mkaden sopla tres veces seguidas en la boca del gallo, dos para librarlos de los malos espíritus y una para pedirle permiso para el sacrificio al que va a ser sometido.

Los presentes comienzan a rezar pidiendo por la libertad del convocante de la ceremonia. Inmediatamente y una vez realizado el sacrificio, el que busca remedio pasará tres veces por encima del animal sacrificado para ver­se libre de toda opresión o enfermedad. Acto seguido, todos los presentes se abrazan o saludan y entregan al maalen las túnicas blancas para que las co­loque en la tbeka o fardo de túnicas de diferentes colores que ha ido acumu­lando en anteriores ceremonias. Serán utilizadas en la noche de la derdeba. El color blanco tiene un ritmo y una vibración característicos dados por el guembri.

El color azul marino está bajo la advocación de sidi Musa Al Bahri, o «el marino».

Este ritual lo convoca todo aquel que vive del mar y desea verse propi­ciado por buenas capturas o protegido de los temporales. También por los que viven en las zonas costeras o personas que se piensa que han sido poseídas por un espíritu maligno, que tienen miedo al mar o padecen de hidrofobia.

Como en el rito anterior, se convoca al maalen y al mkaden. Los parti­cipantes se dirigen de madrugada a una playa solitaria y el ritual comien­za en el mismo instante en que aparecen los primeros rayos de sol. Se utiliza incienso azul y un gallo azulado o con pintas o reflejos de ese tono. Las túnicas son del mismo color.

Se sigue la misma secuencia que en el rito anterior en cuanto al sacri­ficio, con la variante de que se ha de colocar el cuchillo con el que se practica el ritual bajo las alas del animal sacrificado, que es pasado por encima del cuerpo del convocante mientras se pide por su curación. Des­pués se deja al animal sobre la arena de la playa y se comienzan las ora­ciones. Una vez acabadas éstas, se le entregan al maalen las túnicas y los participaptes toman baños rituales en el mar. Cuando salen del agua, se quema el incienso haciendo una limpieza general de los presentes y to­dos se alejan del lugar, salvo el maalen que, una vez a solas, envuelve el gallo en un paño azul y lo arroja al mar. Luego, devuelve el cuchillo al mkaden, quien lo pondrá nuevamente en su funda. Este cuchillo sólo po­drá ser utilizado en los rituales que conlleven sacrificio. El maestro guarda las túnicas para unirlas a la tbeka.

A este color se le atribuyen ritmos y cualidades específicas. La persona que hace el ritual con el color azul prepara la noche de la derdeba una taza de barro de color azul con incienso, agua del mar y una caracola marina que, al ser considerada un elemento de protección, el convocante guardará en un lugar solitario de su propia casa una vez acabada la reunión.

El color rojo. Está bajo la invocación de sidi Bacha Hammu y Mua­lin Al Gurna, amos de los lugares de los sacrificios donde corre la san­gre.

Normalmente este trabajo lo convoca quien se asusta al ver sangre, sea humana o animal. Puede haber sufrido un accidente, haberla pisado (aun­que sea de manera fortuita), haberla visto correr en una reyerta o en al­gún acto violento. Este ritual es aconsejado a aquellos que realizan la asistencia a heridos o practican intervenciones quirúrgicas. También está indicado para los que se alimentan de carne cruda o no siguen las pres­cripciones relativas a su consumo.

El lugar preferido para el ritual es un matadero o algún otro lugar don­de se hayan hecho sacrificios de animales para consumo humano.

Se visten túnicas rojas y se lleva incienso y un gallo, también rojos. Si la persona que solicita el trabajo está muy afectada o muy enferma, po­dría necesitar el sacrificio de un animal más grande, como una cabra para una mujer o un cabrito para un hombre.

El día de la ceremonia, el o los convocantes acuden al lugar preesta­blecido en completo silencio, aprovechando las primeras horas de la ma­ñana, Se procura que no haya ningún ser ajeno a la misma. Una vez en el lugar, se procede como en los rituales anteriores. El mkaden coloca el cuchillo de sacrificio bajo las alas del gallo o entre las piernas de la ca­bra o cabrito para que los presentes pasen sobre ellos. En el caso de estos últimos se les despelleja, se quitan las tripas y se arrojan al lugar donde se ha derramado la sangre, junto con las patas y las cabezas. La carne se en­vuelve y se regala a los pobres como baraka. Una vez acabada la cere­monia se entregan las túnicas al maestro.

Durante la noche de la derdeba se cantarán y bailarán melodías de sidi Bacha Hammun para que haga posible la sanación total de las personas y las libere de toda influencia negativa originada por los jinin o malos espí­ritus. Esa noche se limpiarán las personas y el lugar donde se realice la derdeba con incienso rojo.

Aquellos que después de la derdeba desean rezar a sidi Hibrahin pere­grinan a las montañas más altas de Marruecos, donde piden al genio de las alturas que se manifieste en un pájaro de vivos colores verdes y les proteja y llene de prosperidad. Para esta peregrinación se lleva henna, una torta de pan y leche de vaca.

Una vez en el lugar elegido se traza un círculo en el suelo con la leche y la henna disueltas. Luego se coloca en el centro el pan con las velas verdes encendidas. Quienes hacen el trabajo llevan la cabeza cubierta con pañuelos o turbante s verdes, duermen en el lugar señalado y tienen muy en cuenta los sueños, buscando anticipar el futuro.

Una vez acabado el trabajo y de regreso a la ciudad, las túnicas se dan al maalen junto con un incienso especial traído de La Meca, llamado hod al kamar («palo de la luna»). Así finaliza la peregrinación del color verde.

El color verde. Bajo la advocación de Mulay Hibrahin, santo de Ma­rrakech. Es el santo al que se atribuye allanar los caminos, hacer la vida más fácil, propiciar la fertilidad. Se le pide fuerza y vigor para afrontar la vida con optimismo. Los que desean pedir estos dones convocan directa­mente a sus amigos y parientes a una noche de derdeba. Todos han de vestir alguna prenda verde y se verán afectados especialmente cuando el maalen les entregue durante el baile túnicas del mismo color.

El baile, dedicado a sidi Hibrahin, se hace con tortas de pan blanco que llevan en su centro dos velas verdes, símbolos de fuerza y fertilidad.

Durante una hora se baila con estos panes y las velas encendidas, rogan­do al santo Hibrahin que derrame sus dones sobre los presentes. Termi­nadas las danzas, se subastan los panes con las velas, En primer lugar pu­jan aquellos que han bailado por la ofrenda. En este acto se pueden alcanzar cifras exorbitantes, ya que poseer uno de estos panes o una de las velas supone un tiempo de prosperidad y suerte.

El trabajo del color azul celeste se hace en el monte, un día claro y despejado de primavera. Los convocantes deben mantener un estado muy especial de belleza y gracia, de alegría y de mucho amor, en contacto con el sentimiento y la fuerza que proviene del firmamento. El día señalado se visten con túnicas azules y portan velas del mismo color e incienso blanco para quemar en la ceremonia. La celebración es festiva, pretende expandir la bondad interior en un acto de hermandad con los seres que habitan cerca de nosotros. Se hacen comidas en el monte. Se pretende que el acto alcance a todos aquellos que padecen enfermedades y desgra­cias.

Este trabajo tiene una variante para los que se sienten perdidos y muy nerviosos, En tal caso, se sacrifica un gallo que tenga siete colores, se pasa sobre él y se realizan las limpiezas con incienso blanco. La sangre del sacrificio se recoge en una taza del mismo color; iluminándola con una vela el maestro podrá «leer» en los fluidos de la sangre y decidir el tipo de dolencia que padece el afectado. Puede prescribírsele la peregri­nación a sidi Hibrahin, donde llevará a cabo el ritual descrito anterior­mente para los verdes, De regreso a su hogar celebrará una derdeba, vis­tiendo una túnica multicolor y bailando en honor del santo que ha visitado. Al día siguiente se retirará a su casa, donde deberá permanecer tres días en silencio, rodeado de mucha calma y dando gracias a Dios por su sanación.

El trabajo del color marrón se hace para las personas que habitan en los bosques (llamadas hausien), y buscan el poder a través de los anima­les que viven en dichos espacios. Su animal preferido es la serpiente, de la que les interesa su fuerza y su astucia.

Para este trabajo hay que invitar a un guerrab o portador de agua; se ha de disponer de una sábana blanca de algodón o cualquier otra fibra natural y elegir un lugar alejado del paso o las miradas de cualquier per­sona ajena a la ceremonia. Una vez allí el maalen sacará incienso, lim­piará la tbeka y distribuirá túnicas de distintos colores entre los partici­pantes. Luego hará que los asistentes agarren las sábanas blancas por los bordes y que dos de ellos se introduzcan bajo la sábana y se tumben en el suelo, donde entregará a cada uno un huevo de color blanco. Una vez cumplidos estos requisitos comenzarán a bailar al ritmo de las craqueb imitando los movimientos serpenteantes de los reptiles de los que se pre­tende obtener fuerza y astucia, al tiempo que sorben la yema del huevo haciendo un pequeño orificio en la cáscara con los dientes, procurando en todo momento no romperla. Una vez hecho el trabajo, vuelven a su si­tio y otras dos personas ocupan su puesto bajo la sábana. Lo importante en esta ceremonia es imitar en todo momento el ritmo y la fuerza de la serpiente, cuyo poder se pretende.

Después del trabajo se llama al guerrab para que reparta agua entre los participantes y, acto seguido, se convoca al genio de los bosques, llamado Mamario, mientras el maalen reparte la baraka entre todos los presentes.

El santo del color negro es sidi Maimun. Este color representa el es­píritu de los bosques, enigmáticos, mágicos, muy poderosos al tiempo que numerosos. Los principales son mujeres: la primera Lalla Maimuna y la última Marhaban, «bienvenida».

Sidi Maimun es el santo procedente de Sudán protector de la gente de color y el malik, el señor de los negros gnawas.

Para hacer este trabajo hay que convocar una derdeba previamente, que puede realizarse o en una zauia o en el bosque; si es en la primera se preparan hornillos de barro con carbón vegetal encendido y si es en el bosque hay que preparar con antelación hogueras que rodeen el lugar de la ceremonia y construir en el centro una zanja de dos metros de ancho por tres de largo que se rellenará con ascuas encendidas.

Normalmente ese trabajo se hace a las personas que tienen miedo a la oscuridad, han recibido cualquier sobresalto o han sido amenazadas de muerte. El sacrificio es el de un cabrito negro o un gallo del mismo color y las túnicas han de ser de color negro. Si la noche de la derdeba se lleva a cabo al aire libre, se preparará el lecho de fuego para que en el momento adecuado los participantes pasen sobre las ascuas encendidas. Este espacio estará iluminado por las ho­gueras que rodearán el lugar dándole un aspecto lleno de magia y de fuerza.

Si es en un lugar cerrado se utilizarán hornillos encendidos con carbón vegetal, algunos de los cuales se volcarán en el suelo. Es imprescindible disponer de espacio suficiente para bailar encima de las ascuas. El resto de los hornillos servirán para iluminar la estancia.

A la hora del sacrificio, el maalen forma un círculo alrededor de las ascuas, toma a los animales y los pone en el suelo frente a él, haciendo que las personas que estén enfermas pasen tres veces sobre el gallo antes del sacrificio; una vez hecho esto, el mkaden realiza el sacrificio, reco­giendo parte de la sangre en una taza para, una vez acabada la ceremo­nia, «leer» el tipo de enfermedad que afecta a la persona que ha pasado sobre el gallo, al tiempo que limpia la estancia con incienso negro.

Finalizada esta parte del ritual, los presentes se sitúan en círculo y se retiran los sacrificios. El maestro toca una melodía con el guembri (lla­mando tres veces a los espíritus negros de la noche: «Marhaba, Marhaba, Marhaba —bienvenidos— a Maimun») para que los muluk abandonen la estancia llevándose consigo las enfermedades. Los músicos gnawas acompañan con su craqueb los ritmos del guembri mientras que las per­sonas participantes bailan y pasan descalzas sobre el lecho de ascuas, marcando con este gesto su fortaleza y decisión. De esta forma termina­rán al amanecer los ritos en honor de sidi Maimun.

Las túnicas negras son entregadas al maalen para que vayan a engrosar el resto de la tbeka.

El color de todos los colores

Una vez descritos los ritos anteriores, vamos a hablar de uno de los ac­tos gnawas más celosamente guardados y que rara vez ha llegado a ser visto por algún occidental. Me refiero al culto en honor de sidi Heddi Buhala, el patrón de los «locos», esos hombres que conciben el conoci­miento como un camino lleno de dificultades y renuncias, un camino que sólo aquellos que no están en su sano juicio pueden perseguir.

Los seguidores de sidi Heddi Buhala se distinguen por sus ropas mul­ticolores, llenas de parches, remiendos y roturas. Son considerados como santones por la mayoría de la población marroquí, seres solitarios que sólo de tarde en tarde se reúnen en unas de las zauias gnawis situadas en los lugares más alejados y aislados de la nación.

Para llevar a cabo sus ritos han de celebrar primero las fiestas en ho­nor de sidi Heddi Buhala. La convocatoria es secreta y se realiza enviando emisarios desde el lugar donde se ha de celebrar la ceremonia hacia todo el país, señalando a los convocados el día, hora, lugar de reunión y dis­tancia a cubrir (este proceso es muy largo, por eso entre el momento de la convocatoria y el de la reunión pueden pasar de seis meses a un año).

Cada peregrino asistente a la ceremonia partirá de su lugar de origen en solitario, vestido con sus túnicas rotas y llenas de remiendos, y portará consigo un tambor multicolor de pequeño tamaño que en la mayoría de los casos habrá pasado de generación en generación, y que se guarda y cuida con especial cuidado. Durante el camino marchan en silencio y so­ledad, viven de las limosnas que la caridad ajena les reporta y sólo ha­blan lo imprescindible para impartir la fatha (conocimiento).

Cuando llegan a su destino ocupan un lugar en la zauia. Se saludan con gestos, no hablan entre sí y hasta el día de la derdeba sólo rezan y meditan. El maestro convocante de la ceremonia les provee de la comida y demás necesidades básicas.

El día de la convocatoria comienza con un diker al aire libre; toda la co­munidad buhali se pone en círculo con sus tambores multicolores frente a ellos. Este acto puede durar varias horas y mientras se van recitando versícu­los del sagrado Corán. Paulatinamente van entrando en un estado modificado de consciencia de tipo místico. La comunicación con la divinidad es sentida por cada uno de los participantes. El tiempo transcurre de un modo diferente y el sentimiento se hace patente en cada gesto, palabra o movi­miento corporal. El ambiente propicio busca generar armonía y creatividad durante los siguientes diez días que dura toda la reunión buhali.

Una vez acabado el diker se sientan en el mismo lugar, sin romper el círculo. El maalen enciende una enorme narguila (pipa de agua árabe) cargada de saluban (un incienso especialmente preparado para la oca­sión). Encendida la mezcla, el maestro fuma suavemente y la pasa a la persona que tiene junto a él. Así va de mano en mano hasta completar el círculo.

Cuando la narguila llega de nuevo a manos del maestro comienza la gran derdeba. Los participantes hacen sonar sus tamborcillos multicolo­res con una fuerza tal que sus parches vibran de manera que a través de ellos se expande una energía sutil muy poderosa que va invadiendo el ánimo de todos los presentes haciendo que su cuerpo se transforme en energía pura; ya no hay cansancio, ni sueño, sólo el convencimiento que da el saberse «unido al orden universal» a través de la vibración que emi­ten los parches de sus tambores, que no dejan de sonar un solo instante durante los diez días que dura la ceremonia; cuando el que toca el tam­bor se retira para comer o dormir unas horas, lo sustituye otro inmediata­mente; se inhala rape y se fuma de la narguila, se reza y se canta día y noche sin dejar que los tambores callen (no hay craqueb ni guembri).

Al atardecer del décimo día y con un gesto solemne del maalen los tambores callan súbitamente, y se hace el silencio. Es como si todos los se­res que pueblan el universo se hubiesen puesto de acuerdo para callar, como si la nada del principio de los tiempos hiciese acto de presencia; el momento es de una belleza imposible de describir. No se sabe lo que es la profundidad penetrante del espíritu hasta que no se vive una ceremo­nia de este tipo.

Uno no está seguro de si el tiempo ha pasado o se ha quedado suspen­dido en el infinito y el ser humano ha encontrado el poder de la inmorta­lidad. Lo que sí puedo decir es que el corazón apenas late, su sonido se hace inaudible, la sangre se desliza con muchísima lentitud por las venas, cada músculo, cada cabello, cada miembro del cuerpo se hace silencio y así te vas observando como algo irreal, fantasmagórico; un halo de luz violeta lo inunda todo y en ese mismo momento se tiene constancia feha­ciente de que Dios existe y ha hecho acto de presencia entre los partici­pantes a la gran derdeba buhali.

Cuando las primeras sombras de la noche comienzan a devolver a la realidad a los gnawas «