Tenochtitlan

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A VECES los libros se convierten en guías para un turismo imposible que nos lleva a lugares que ya no existen y nos presenta con personas que ya no viven. Aunque la inmensa ciudad de México está asentada sobre el mismo espacio geográfico que ocupara la gran Tenochtitlan, es evidente —y lamentable— que el Valle de Anáhuac ya no cuenta con las faccciones ni el semblante que definieron su belleza de hace siglos. Sólo por libros sabemos que este majestuoso valle, que se eleva a más de dos kilómetros por encima del nivel del mar, mostraba un limpio paisaje de lagos como espejos, bosques como alfombras e imponentes montañas y volcanes nevados que se dejaban ver sin el estorbo de la moderna contaminación.

FONDO 2000 presenta aquí una selección del célebre libro Tenochtitlan en una isla, de Ignacio Bernal, quien, a través de hondas investigaciones entre los restos de nuestra memoria prehispánica y gracias también a incansables lecturas de las primeras crónicas españolas de la Conquista, realizó una de las mejores descripciones de lo que él mismo definió como “un cuadro de fantástica belleza”. Más que hacer un minucioso panegírico de las grandezas de la civilización azteca, Bernal se preocupó por desentrañar las diversas etapas en el poblamiento del Valle de Anáhuac que precedieron a la época del esplendor mexica, realizando un recorrido historiográfico, por las sucesivas generaciones que “perecieron víctimas de sus locuras y destrozadas por los eternos bárbaros”.

Nacido en la ciudad de México en 1910, Ignacio Bernal dedicó su vida al estudio de la antropología y llegó a se director general del Instituto Nacional de Antropología e Historia de 1968 a 1970; ocupó en dos ocasiones la dirección del Museo Nacional de Antropología (1962-68 y 1970-76) y desempeñó diversos encargos diplomáticos. Prolífico autor de artículos, ensayos y libros, Bernal fue miembro de El Colegio Nacional y de la Academia Mexicana de la Lengua así como de la de Historia. En 1969 recibió el Premio Nacional y a lo largo de su vida obtuvo numerosas distinciones internacionales.

Como un moderno Bernal Díaz del Castillo, Ignacio Bernal es un testigo privilegiado del grandioso paisaje de nuestro pasado. El lector de estas páginas recorrerá los espacios de un paisaje sumergido en la noche de los tiempos, una planicie ahora sembrada de edificios y cuadriculada por miles de kilómetros de asfalto, que antiguamente mostraban maravillosos lagos y fértiles tierras, los cuales, en palabras del propio autor, “son también los creadores y destructores de los pueblos que allí vivieron. Ahora, secos, cobran venganza de la ciudad haciendo de ella un barco que se hunde lentamente”.

Los nuevos bárbaros
Con la caída de Tula , otra gran oleada de pueblos nómadas se dirige como un torbellino hacia el sur, invade las tierras de los pueblos sedentarios y arrasa todo a su paso. Son los cazadores bárbaros que se enfrentan de nuevo a los agricultores civilizados. Tula vencida, no quedaba ningún poder lo bastante fuerte para oponerse a sus incursiones. Conocemos a estos nómadas con el nombre genérico de chichimecas. Esta palabra no indica una tribu específica sino más bien un conjunto de grupos, a veces bastante diferentes, que se alían en ciertos momentos y en otros combaten entre ellos, pero cuyo rasgo común es un seminomadismo.

La palabra chichimeca en náhuatl significa, según se dice, “linaje de perros”. No debemos dar a este nombre el sentido infamante que tendría entre nosotros, ya que muy probable se refiere a un nombre tribal en que el perro es el tótem de la tribu, como es tan frecuente encontrar en otras varias partes de América y aun, a veces, en el centro y noroeste de México. Con el tiempo, el significado de este nombre se amplió hasta incluir no sólo a los chichimecas originales, sino a todos los recién llegados o a los emigrantes que llevaban vida nómada. Por lo tanto, en un sentido general, vino a simbolizar la oposición entre el chichimeca bárbaro y el tolteca culto. Es posible también, como lo ha sugerido Jiménez Moreno, que el nombre chichimeca provenga de una vieja leyenda de origen huichol. Cuentan que la madre de los dioses habló a un leñador anunciándole un diluvio en el que morirían todos los hombres, para salvarse debía encerrarse en un tronco hueco, en la curiosa compañía de una perra. Esto hizo el leñador y como la diosa cerró muy bien el tronco, éste flotó hasta que pasó la inundación y salieron el leñador y su perra. Se instalaron en una cueva y él salía diariamente a cortar leña. Como el leñador era el único hombre sobreviviente, le extrañaba muchísimo que, al regresar a la cueva, todos los días encontrara agua del río y tortillas calientes. Presa de curiosidad decidió esconderse y entonces vio que la perra se quitaba la piel y se convertía en una mujer. Mientras iba al río a traer agua, el leñador quemó la piel de la perra. La mujer inmediatamente empezó a gritar sintiendo terribles dolores en la espalda, y es que tenía la espalda quemada al igual que la piel de la perra. El leñador le echó el agua con la que se preparaba la masa para las tortillas y con eso se alivió. Después se casaron y sus hijos explican las palabras “linaje de perros”. Tal vez sea el recuerdo de esta historia lo que hizo que al aparecer los chichimecas en el valle de Puebla les arrojaran el agua del nixtamal, llamándolos hijos de perros.

A primera vista resulta un poco difícil entender cómo estos cazadores nómadas pudieron reunir la fuerza suficiente para asediar y aun vencer a los grandes imperios establecidos. Pero las ruinas de Chalchihuites y especialmente de La Quemada, así como sitios en Durango, Querétaro y otros indican que estas tribus, aunque fundamentalmente nómadas, no lo eran del todo. Habían construido centros donde probablemente se reunían para las fiestas o para comerciar, que sirvieron de núcleo de atracción a grupos esparcidos. Durante siglos recibieron influencias teotihuacanas y toltecas y muchos rasgos civilizados. La Quemada, en Zacatecas, es una ciudad de extensión considerable rodeada de muchas otras poblaciones que dependían de alguna fuente permanente de abastecimientos. Esta fuente no podía ser sino la agricultura; es decir que, en este caso, como en varios otros, se habían formado en el área de los nómadas islotes agrícolas más ricos y poderosos. En otras palabras, la frontera de Mesoamérica se extendía más al norte que en el siglo XVI. Estos sitios demuestran la existencia de grupos con una cohesión más o menos permanente y una población bastante mayor que la que jamás hubiera podido tener una simple tribu de cazadores-recolectores. Sin embargo, La Quemada, con todo y su tamaño y el evidente esfuerzo que representa, está lejos de llegar a los refinamientos de otras ciudades de su época. Los edificios son de piedra sin tallar y sin empleo de mezcla. Las paredes no están revestidas de estuco y no encontramos ningún rastro de murales o de escultura. Esto es cierto en todos los sitios al norte de Mesoamérica.

Es probable que de esta ciudad, o de otras similares, salieran los innumerables grupos que en diversos momentos se lanzaron a la conquista de sus vecinos del sur.

Entre todos estos grupos se mueve uno de mínima importancia y que quizá sólo asistió como espectador, o cuando menos con un papel insignificante, a la ruina del imperio tolteca. Debía, con el tiempo, ilustrarse extraordinariamente; se trata de los mexicas, que aparecen por primera vez en el escenario de la historia.

Los datos más antiguos que poseemos sobre ellos son semihistóricos y semilegendarios. Se cuenta que salieron de una cueva situada en una isla llamada Aztlán, de donde, por cierto, deriva su nombre de aztecas, aunque éste era más bien su nombre de “mexicas”, de aquí el mexicano de hoy. Con el tiempo y las grandezas se harán llamar “culhuas”, para indicar con ese término su descendencia tolteca, es decir, civilizada.

Eran, por lo pronto, una pequeña tribu dirigida por cuatro jefes-sacerdotes cuya única posesión de valor era un bulto en el que estaba envuelta la estatua de un dios, hasta entonces desconocido: Huitzilopochtli. Este dios, al triunfar su tribu, se convertiría en el gran dios del Anáhuac. Después de largas emigraciones se habían instalado en los alrededores de Tula, y ahí había tenido lugar un acontecimiento mitológico-astronómico que tanto había de pesar en sus destinos futuros. Cuenta su leyenda que vivía en Tula una señora viuda, de conducta irreprochable, que había tenido una hija y cuatrocientos (es decir, innumerables) hijos. Un día estaba esta piadosa señora barriendo el templo y se encontró una bola de plumas que guardó en su seno. Pasados algunos meses notó que estaba encinta y, un poco más tarde, su hija y sus hijos se dieron cuenta de ello. Indignados ante lo que consideraban como una ligereza de su madre, decidieron matarla. Armáronse los 400 hijos y marcharon contra la viuda. En ese momento oyó una voz dentro de ella que le decía: “No temas”; y nació un hijo grande y vigoroso armado de todo a todo, como la Minerva clásica. Llevaba en las manos no sólo el átlatl y el escudo, sino una nueva arma divina de efectos definitivos: la serpiente de fuego, que es el rayo, con la cual cortó la cabeza de su hermana y mató a los innumerables hermanos. Este guerrero prodigioso era nada menos que el dios Huitzilopochtli.

Es curioso comprobar cómo se conservó viva y profundamente creída la historia de este nacimiento y la eficacia infinita de la serpiente de fuego. En 1521, en los últimos días de la defensa de la capital azteca contra Cortés, Cuauhtémoc decide que ha llegado el momento de recurrir al arma suprema. Se implora al dios Huitzilopochtli y se viste a un guerrero joven y valiente con los vestidos de un antiguo emperador conocido como gran general victorioso. Sobre todo se le pone en la mano el arma del dios con la cual podrá vencer a los españoles. Sale a la lucha, pero tras una ligera escaramuza en la que sólo logra tomar prisioneros, tiene que retirarse. El arma divina había fracasado. La conquista era, pues, inevitable.

Pero volviendo al mito del nacimiento de Huitzilopochtli, la viuda significa la Tierra, de donde nacen todas las cosas; la hija es la Luna y los 400 hijos son las estrellas que palidecen y desaparecen totalmente al levantarse el Sol representado por el dios Huitzilopochtli. Siendo éste el dios de los mexicas, su identificación con el Sol es de primera importancia, pues los convierte en el “pueblo del Sol”, como lo ha dicho brillantemente Alfonso Caso.

Serán, por lo tanto, los representantes del Sol en la Tierra y los encargados de mantenerlo con vida. Esta dignidad y esta obligación van a pesar fuertemente sobre su historia y nos explican muchos de sus episodios. Pero dejemos esto para más tarde, ya que por ahora sólo se trata de una tribu de ínfima importancia.

El fin del siglo XII y los primeros años del siglo XIII ven sucederse una serie de interminable de pequeñas invasiones chichimecas que sólo son un preludio de la gran invasión de 1224, la de los chichimecas llamados de Xólotl. Éstos parecen proceder de una región cercana al valle del Mezquital. Su jefe, Xólotl, los lanza en una carrera de conquistas que había de acabar, como en todos los casos, por establecer una nueva dinastía y un nuevo imperio sobre las ruinas de los anteriores. En los códices pictóricos, este grupo de Xólotl aparece como un cazador vestido con pieles de venado y habitando cuevas.

“Cuando se establecieron nuestros antepasados, nuestros primeros, quienes vinieron a gobernar el país incultivado de las yerbas y los árboles, el páramo; los bienes que traían consigo eran codornices, serpientes, conejos y venados y los comían cuando pasaban a sus años y días en las caminatas. Dieron buen ejemplo los demás porque levantaron y conservaron sus pueblos y su señorío sólo con la ayuda del Ipalnemoani, porque en todo vive el Señor del mundo”.

En pocos años parecen haberse apoderado de una gran parte del valle de México y tras algún otro intento establecen su capital en un nuevo sitio llamado Tenayuca. En este lugar levantan una pirámide que sería continuamente ampliada por sus sucesores; resulta muy importante hoy día, pues es el único monumento chichimeca del valle de México que conocemos bien. Toma muchos de sus elementos arquitectónicos de templos más antiguos; pero inaugura cuando menos una nueva idea más económica: el colocar dos templos separados sobre un solo basamento. En sus primeras épocas, una enorme escalinata lleva a los dos santuarios. Más tarde es separada en dos secciones iguales por una ancha alfarda. En esta forma cada uno de los templos conserva su independencia y tiene la misma importancia. Uno de ellos estaba dedicado al representante principal de la civilizaciones antiguas, Tláloc, el dios de la lluvia; el otro, al gran dios tolteca-chichimeca, Tezcatlipoca.

El templo de Tenayuca, hábilmente explorado y en parte reconstruido hace unos años, resulta una de las visitas interesantes que hace en los alrededores de la ciudad de México. Sus numerosas superposiciones están construidas con el mismo sistema: un núcleo de piedra y tierra revestido de pequeñas piedras, recubierto a su vez de una gruesa capa de estuco. Independientemente de la magnitud del edificio mismo, se admiran las espléndidas serpientes y cabezas que lo rodean y que, siguiendo en parte la tradición inaugurada en Tula, forman el “muro de serpientes”. Se han encontrado en Tenayuca alrededor de 800 serpientes de formas y tamaños diversos.

Indudablemente que se trata en conjunto de un edificio dedicado al culto solar, especialmente al de sol poniente, el sol moribundo que tanto preocupará al alma indígena. Así este aspecto del culto solar, como el muro de serpientes, como los dos templos colocados sobre la misma base, serán imitados siglos más tarde en Tenochtitlan, sólo que en proporciones mucho mayores. Allí Tláloc seguirá reinando en uno de los templos, pero en el otro encontraremos a Huitzilopochtli en vez de a Tezcatlipoca, puesto que se trata del gran templo mexica donde naturalmente su propio dios habrá tomado el sitio principal. Este cambio en realidad es menor de lo que pudiera imaginarse a primera vista, ya que Huitzilopochtli no es sino un Tezcatlipoca de cuño más reciente.

Xólotl, con todo y la construcción que empieza de este santuario de Tenayuca, sigue siendo fundamentalmente un nómada y por tanto cambia continuamente de residencia. Las crónicas nos dicen que sus agentes no sembraban, lo que no es exactamente cierto. No sembraban maíz, pero sí algunas otras semillas. Aunque eran fundamentalmente cazadores, completaban el producto de la caza, para entonces bien escasa en el valle de México, con cosechas temporales que no necesariamente implican una permanencia fija en un sitio determinado.

Xólotl es un nuevo Mixcóatl. Nos lo representan las fuentes como otro conquistador siempre victorioso y como el terror de los pueblos que lo rodean. Podría fácilmente compararse a Gengis Khan; los dos son la avalancha que viene de las estepas y que, como un Atila —a pie— seca todo a su paso. Además, tanto Xólotl como Mixcóatl son los primeros en usar en la América Media el arco y la flecha, arma mucho más eficaz que el átlatl de los viejos sedentarios.

Si Xólotl no tiene la fortuna de procrear un hijo tan ilustre como Quetzalcóatl, en cambio se convierte en el origen de un linaje que había de reinar casi sin interrupción hasta la conquista española. Sus descendientes, además de ocupar el trono chichimeca, se mezclarán con todas las familias reinantes; entre ellos se cuenta otra de las figuras más extraordinarias del México antiguo, Nezahualcóyotl, el rey poeta de Tezcoco.

Los restos de los toltecas venían sufriendo persecuciones sin cuento a manos de los nuevos pueblos dominantes. En una forma muy pintoresca, la historia tolteca-chichimeca nos relata la forma en que, civilizando a los chichimecas, lograron una vida más fácil.

“Durante un año los colonos hicieron sufrir mucho a los toltecas, porque querían destruirlos. Por eso los toltecas suplicaron a su dios y amo llorando de tristeza y de tribulaciones y le dijeron: ‘Señor nuestro, amo del mundo, por quien todo vive, nuestro Creador y Hacedor, ¿ya no nos brindarás aquí tu protección? Los xochimilcas y los ayapancas nos molestan mucho porque desean destruir nuestro pueblo. Tú sabes bien que no somos muchos. Que no perezcamos a manos de enemigos. Compadécete de nosotros que somos tus vasallos y aleja la guerra. Dios hombrudo, escucha nuestro lamento y llanto. Que no seamos destruidos. Antes bien, que el poderío de nuestros enemigos sea aplastado y que perezca su pueblo y su dominio, su nobleza y su gente’. Y luego él contestó y ellos escucharon una voz que les dijo: ‘No estéis tristes ni lloréis. Yo ya lo sé. Ya os digo, Icxicóuatl y Quetzalteuéyac, idos al cerro de Colhuaca, allá están los chichimecas, grandes héroes y conquistadores. Destruirán a vuestros enemigos, los xochimilcas y ayapancas. No lloréis. Idos ante los chichimecas e imploradles insistentemente. Observadlo bien. Todo esto os lo mando’.”

Después de seis días de marcha, llegaron al cerro de Culhuacan y encontraron a los chichimecas dentro de la cueva. Tras una serie de ritos mágicos, obtuvieron los embajadores toltecas que salieran los chichimecas junto con su intérprete, necesario ya que hablaban una lengua distinta. A continuación, dijeron los embajadores: “Escucha, Couatzin (el interprete), venimos a apartaros de vuestra vida cavernaria y montañesa”. Terminada la conversación, ambas partes entonan un canto prácticamente ininteligible para nosotros y los chichimecas entienden por fin el fondo del mensaje. Consiste éste en proponerles un acuerdo por medio del cual los toltecas civilizarán a los chichimecas y éstos les ayudarán en la guerra contra sus opresores. “Nos buscan”, dicen, “por motivo de su guerra y la vara tostada y el escudo son nuestra suerte y nuestro destino”. Terminada la conferencia, los embajadores toltecas ennoblecen a los jefes chichimecas, perforándoles el septum de la nariz en la forma tradicional con el hueso del águila y del jaguar. Y como dice la crónica, “aquí terminan los caminos y los días”.

Esta extraordinaria transacción, en la cual cada parte permuta los productos que posee —los toltecas la civilización, los chichimecas la fuerza armada—, produce con el tiempo magníficos resultados. Veremos la fusión de las dos fuerzas, tradición y novedad, producir el imperio mexica. Este proceso que la crónica indígena nos muestra en forma mágica y simplificada, se desarrollará durante los siglos XIII y XIV. Y nos recuerda lo que ya había acontecido con los nonoalcas en Tula. Los chichimecas, rodeados de los viejos pueblos sedentarios que habían conquistado, sin hacerlos desaparecer, absorbieron poco a poco la vieja cultura tolteca. Es el caso típico entre Grecia y Roma.

Esta fusión se acelera con la llegada, bajo el reinado de Tlotzin, nieto de Xólotl, de una serie de emigrantes más cultos portadores de antiguos conocimientos. Los más interesantes son los que las crónicas nombran los “regresados”. Probablemente se trate de un pueblo que había vivido en el valle, emigró a la Mixteca, adquiriendo allí la refinadísima cultura de esa gente y después volvió al valle de México, de donde el nombre con que la conocemos. Posiblemente a estos “regresados” se deba la fina orfebrería mexica, descendiente directa del estilo mixteco, así como el arte de pintar los jeroglíficos y los libros históricos que tan desarrollado se encontraba en esa región oaxaqueña. Se dice que estos emigrantes, junto con otros que llegaron en ese época, levantaron las primeras casas de Tezcoco hacia 1327 e introdujeron entre un grupo chichimeca la agricultura, la cerámica y muchos otros adelantos. Debido al aumento que en esta época tiene el nivel de los lagos, las chinampas vuelven a ser una importante fuente de productos.

Los cambios causan un cisma, ya que una parte de los chichimecas, más reaccionaria que la otra, se negó a aceptar estas novedades y trató de imponerse; pero fue vencida y desde ese momento el grupo más adelantado obtiene el predominio y lleva a la monarquía chichimeca a convertirse, un siglo más tarde, bajo el reinado ilustre de Nezahualcóyotl, en el centro mismo de la cultura indígena, lo que con el tiempo valió a Tezcoco el nombre de la “Atenas americana”.

Para llegar a este momento glorioso, la monarquía chichimeca fue —como la España de los Reyes Católicos— una monarquía sin capital fija. Sólo a mediados del siglo XIV se instala definitivamente en Tezcoco, volviéndose sedentaria. Pero antes de proseguir con la historia de estos chichimecas, nos es necesario estudiar en somera revista cuando menos algunos de los grupos más importantes que se habían instalado en diversas fechas en el valle de México. Sin ellos serán ininteligibles los acontecimientos ocurridos en los siglos XIII a XVI.

Durante el tiempo de la supremacía chichimeca en el valle de México se conserva un último reducto, Culhuacan, donde han venido a refugiarse los toltecas vencidos. Allí reina, durante el siglo XIII y parte del siglo XIV, una dinastía que legítima o ilegítimamente se hace descender de los reyes de Tula y por tanto de Quetzalcóatl. A esto debe su prestigio. Además, aprovecha hábilmente esta situación, ya que había de ser un imperativo que el gobernante tuviera sangre tolteca. Por ello vamos a ver a los jefes de los nuevos grupos que entran en el valle desear un jefe o una mujer de la casa de Culhuacan. Para los señores de Culhuacan, estas alianzas dinásticas permiten, cuando menos, una sombra de independencia.

Habíamos dejado a los mexicanos en Tula, convirtiendo a su dios en sol; ni por esta transformación divina había de mejorar rápidamente su situación. Así los vemos ir de sitio en sitio hasta que después de 1215 llegan al valle de México, donde siguen cambiando continuamente de residencia. En general son mal recibidos en todas partes y a poco tiempo de instalados expulsados, ya que su conducta resulta insufrible a sus vecinos. Rápidamente adquirieron una fama —bien merecida— de pendencieros, crueles, ladrones de mujeres, falsos a su palabra. Por otro lado, en extremo valientes, “los mexicanos se sostuvieron únicamente mediante la guerra y despreciando la muerte” como dicen los Anales de Tlatelolco.

La “Historia de Tlatelolco desde los tiempos más remotos” menciona su pobreza y su simplicidad primitivas: “su indumentaria y sus bragueros eran fibra de pluma, sus sandalias de paja entretejida, asimismo sus arcos, sus morrales”. La descripción de los mexicanos en este nivel cultural nos recuerda a los nómadas del norte de Mesoamérica, en donde, hasta el siglo XVI, el modo de vida casi no cambió ya que no participaron de la civilización con la que lindaban al sur. El descubrimiento de la cueva de la Candelaria, cerca de Torreón, ha mostrado algunos objetos probablemente similares a los usados por los mexicas en la época de su peregrinación. En efecto, en la Candelaria se conservaron cosas de madera o de tela que la humedad ha destruido en otras partes: sandalias de fibra, arcos o lanzadores, cuchillos de piedra con mango de madera pintada, redes utilizadas como bolsas, gruesas mantas coloreadas con que se envolvía a los muertos, etcétera.

Por fin, no sabemos bien cómo, lograron establecerse en Chapultépec, donde, gracias al valor estratégico del lugar, permanecieron bastantes años, posiblemente hasta una fecha que varía entre 1299 y 1323. El cerro famoso, de gran valor estratégico, donde años después los emperadores mexicanos mandarían grabar sus retratos en la roca viva, donde edificarán una casa los virreyes españoles, donde tendrá lugar la defensa heroica de los Niños Héroes y Maximiliano dejará un espléndido palacio, es hoy —muy justamente— el Museo de Historia Mexicana. Aquí los mexicanos conocieron los primeros años de una tranquilidad relativa.

Para entonces tenían una cultura más avanzada y aun bastante completa. Habían aprendido algo de las técnicas agrícolas, aun de las más avanzadas, como la de las chinampas. En los momentos de crisis volvían a su pobreza original, pero conocían —aunque no pudiera utilizarla— la civilización de sus vecinos. Así sabemos que ya tenían entonces libros pintados, un calendario, fiestas cíclicas y aun construcciones de piedra, por muy rudimentarias que hayan sido. Pero Huitzilopochtli velaba, y logró hacerlos cada vez más odiosos a sus vecinos hasta que se formó una coalición contra ellos encabezada por los tepanecas y la gente de Culhuacan. Por traición lograron los aliados que salieran los hombres de su fortificación y mientras tanto cayeron sobre las mujeres y los niños. Con esto desmoralizaron a los mexicanos y los vencieron llevándolos prisioneros. El jefe, Huitzilíhuitl el Viejo, fue sacrificado en Culhuacan y los demás quedaron cautivos de los culhuas. Un poema antiguo narra este episodio:

La margen de la tierra se rompió
funestos presagios se levantaron sobre nosotros
el cielo se dividió sobre nosotros
y sobre nosotros bajó Chapultépec
aquel por quien todo vive…

Se dice con toda razón
que los mexicas no existen más
que en ninguna parte más está la raíz de su cielo;
mas aquel por quien todo vive dice:
“oh, aunque ya no seas grande, no llores”.
Él no será privado de sus criaturas.

¿Entonces por qué permanece alejado?
Su corazón llora
porque perecerán sus vasallos.
Por el escudo volteado hacia varios lados
perecimos en Chapultépec.
Yo, el mexicano.
El colhua se cubrió de gloria, el tepaneca se cubrió de gloria.
Los mexicas fueron llevados como esclavos hacia los cuatro puntos cardinales.
El jefe Huitzilíhuitl se deplora
cuando en Culhuacan pusieron en su mano la bandera del sacrificio.
Mas los mexicas, que escaparon de las manos enemigas
los viejos se fueron al centro del agua…
allí donde los tules y la caña se mueven susurrando…

Después dice el mexicano Ocelopan:
“Qué felices son los nobles señores Acolnauácatl y Tezozomoctli,
quienes ganaron este país mediante ejercicios de penitencia.
Quizá no sea favorable la palabra de los príncipes de Azcapotzalco.
Ojalá que el tepanécatl no lleve a vuestros hijos al país de los muertos
que no nos sobrevenga enemistas y sangre”.

Poco después de la terrible derrota de Chapultépec, Achitómetl, rey de Culhuacan, les da tierras en Tizapan con la esperanza secreta de que las innumerables serpientes de ese sitio destruyan a los mexicanos, pero irónicamente cuenta la crónica que “los mexicanos se alegraron grandemente en cuanto vieron las serpientes y las asaron y cocieron todas y se las comieron”. Cuando los emisarios del rey de Culhuacan le contaron esto, dijo desolado: “Ved pues cuán bellacos son: no os ocupéis de ellos ni les habléis”.

Con todo y la atracción de tan deliciosos banquetes, los mexicanos no duraron mucho en Tizapan; su dios velaba y no les permitía establecerse en el lujo, muy relativo, de un festín de serpientes.

Según la Crónica mexicáyotl les dijo Huitzilopochtli: “Oíd, no estaremos aquí sino más allá donde se hallan quienes apresaremos y dominaremos; mas no iremos inútilmente a tratar familiarmente a los culhuacanos, sino que iniciaremos la guerra; os lo ordeno, pues, id a pedirle a Achitómetl su vástago, su hija doncella, su propia hija amada; yo sé y os la daré yo”.

Incontinenti fueron los mexicanos a pedir a Achitómetl su hija doncella; rogáronsela diciéndole: “Todos te suplicamos nos concedas, nos des tu collar, tu pluma de quetzal, tu hijita doncella, la princesa, noble nieta nuestra que la guardaremos allá en Tizapan”. Y al punto dijo Achitómetl: “Está bien, mexicanos, lleváosla pues”. En cuanto llegaron a Tizapan dijo Huitzilopochtli: “Matad, desollad os lo ordeno, a la hija de Achitómetl y cuando la hayáis desollado vestidle el pellejo a algún sacerdote. Luego id a llamar a Achitómetl”. Los mexicanos hicieron lo ordenado y Achitómetl, habiendo aceptado la invitación, se presenta con hule, incienso, papel, flores, tabaco y alimentos para ofrecérselos al dios. Coloca su ofrenda a los pies del pretendido dios que se encontraba en un cuarto oscuro, pero al hacer fuego para quemar el incienso se da cuenta de que el dios no es sino un sacerdote vestido con la piel de su hija. “De inmediato, llamó a gritos a sus copríncipes y a sus vasallos diciéndoles: ‘¿Quiénes sois vosotros, ¡oh culhuacanos!, que no veis que han desollado a mi hija? No durarán aquí los bellacos, matémoslos, destruyámoslos y perezcan aquí.”

La consecuencia de esta horrible historia es naturalmente otra guerra en la que los mexicanos son expulsados de Tizapan; como nadie quiere aceptarlos, se ven obligados a refugiarse en el agua, en los pantanos, a esconderse entre los juncos. Huitzilopochtli, terrible e inmutable, sigue ordenándoles todo lo que han de hacer. La vida casi acuática de esta gente en estos momentos permite a los sacerdotes del dios dar su dictado supremo, el más hábil de cuantos habían pronunciado: la fundación de Tenochtitlan sobre una isla. Insignificante el principio, este acontecimiento debía tener las más grandes repercusiones sobre el futuro de México.

La Crónica mexicáyotl en forma poética narra este episodio. Nos cuenta que estando desterrado y sin sitio en el cual colocar el templo de su dios Huitzilopochtli se les aparece de nuevo y les ordena que sigan buscando hasta encontrar el lugar preciso que, desde el principio de los tiempos, él tiene señalado para la fundación de la capital mexicana. “Dentro del carrizal, se erguiría y lo guardaría él, Huitzilopochtli, y ordenó a los mexicanos. Inmediatamente vieron el ahuehuete, el sauce blanco que se alza allí y la caña y el junco blanco y la rana y el pez blanco y la culebra del agua y luego vieron había una cueva. En cuanto vieron esto lloraron los ancianos y dijeron: ‘De manera que aquí es donde será, puesto que vimos lo que nos dijo y ordenó Huitzilopochtli, el sacerdote’… Luego volvió a decir Huitzilopochtli: ‘Oíd que hay algo más que no habéis visto todavía e idos incontinenti a ver el Tenoch en el que veréis se posa alegremente el águila, la cual pone y se asolea allí por lo cual os satisfaréis, ya que es donde germinó el corazón de Copil. Con nuestra flecha y escudo nos veremos con quienes nos rodean, a todos los que conquistaremos, apresaremos, pues ahí estará nuestro poblado, México, el lugar en que grita el águila, se despliega y come, el lugar en que nada el pez, el lugar en que se desgarrada la serpiente y acaecerán muchas cosas’. Y llegados al sitio vieron cuando erguida el águila sobre el nopal come alegremente desgarrando las cosas al comer y así que el águila los vio agachó muy mucho la cabeza, aunque tan sólo de lejos la vieron y su nido todo él de muy variadas plumas preciosas, y vieron, asimismo, esparcidas allí las cabezas de muy variados pájaros. E inmediatamente lloraron por esto los habitantes y dijeron: ‘Merecimos, alcanzamos nuestro deseo, puesto que hemos visto y nos hemos maravillado de donde estará nuestra población. Vámonos y reposemos’…”

“Asentaremos luego el Tlachzuitetelli y su Tlalmomoztli. Así, pues, paupérrima y misérrimamente hicieron la casa de Huitzilopochtli; cuando erigieron el llamado oratorio era todavía pequeño, pues estando en tierra ajena cuando se vinieron a establecer entre los tulares y los carrizales de dónde habían de tomar piedra o madera, puesto que eran tierras de los tepanecas así como de los tezcocanos encontrándose en el lindero de los culhuacanos, por todo lo cual sufrían muchísimo. Todo esto en el año 2-casa (1325) de que naciera Jesucristo, nuestro Salvador, fue cuando entraron, llegaron y se asentaron dentro del tular y el carrizal, dentro del agua en Tenochtitlan los ancianos mexicanos aztecas”.

La fundación de Tenochtitlan resulta no sólo el episodio más característico de toda la historia azteca, sino el que mejor nos revela su modo de ser, esa combinación de inteligencia práctica y habilidad política mezclada al fanatismo y al desdén del sufrimiento.

Así, es interesante hacer notar, en primer lugar la selección aparentemente absurda, en realidad extraordinaria, que los sacerdotes hicieron del sitio en que habían de fundar su ciudad. Un pequeño islote, casi un pantano del que sólo sobresalían una rocas, rodeado de cañaverales, en el lago de Tezcoco. Sitio tan poco atractivo, que ninguno de los innumerables habitantes anteriores lo había ocupado. Los brillantes directores aztecas deben haber comprendido el valor estratégico y político que representa este sitio. Tratándose de una isla la defensa era muy fácil, ya que sólo podía atacársela por agua; pero además estaba colocada en los confines de tres reinos, por lo que en realidad, siendo de los tres, no era de ninguno. Daba a los nuevos pobladores una posición de relativa independencia y les permitía apoyarse en cualquiera de sus vecinos, en contra de los otros.

En el transcurso del siglo siguiente habían de aprovechar a fondo esta ventajosa posición y los vamos a ver, como mercenarios de Azcapotzalco, atacar a los demás, luego aliarse con Tezcoco para vencer a los tepanecas y así sucesivamente, hasta colocarse por encima de todos, conservando siempre su ciudad libre de ataques enemigos. Desgraciadamente no nos es posible saber hasta qué punto los jefes se dan cuenta de todas estas ventajas; pero es evidente, a través de toda la historia de la peregrinación, que aunque sea confusamente, buscaban un sitio similar, una “tierra prometida”, y que estaban decididos, por todos los medios, a llevar a su pueblo a la hegemonía de los valles.

Con el tiempo, la isla había de presentar otra gran ventaja; ésta de tipo comercial. El sistema de transporte que prevalecía en el México antiguo era tan primitivo que solamente el hombre podía utilizarse como animal de carga. Como la rueda no pasó de ser un juguete, no había vehículo alguno de tracción. En estas condiciones, el transporte de mercancías, sobre todo cuando se trataba de alimentar una ciudad grande, se convertía en un problema prácticamente insoluble. En cambio una sola canoa, con poco esfuerzo, podía hacer el trabajo de muchos hombres durante varios días. Este factor constituye seguramente una de las causas del desarrollo extraordinario que pronto había de alcanzar Tenochtitlan. Otra vez el lago parece dictar los destinos mexicanos.

Otras de sus armas eran la austeridad y el fanatismo. No permitiendo durante siglos que la población se quedara nunca permanentemente en parte alguna, obligándola continuamente a moverse, impedían así la acumulación de riquezas, el aprovechamiento de tierras cultivadas, o la formación de costumbres de ocio y de lujo, los hombres aztecas estaban eternamente preparados para la guerra o para el sacrificio, justamente porque tenían tan poco que perder, porque su vida estaba lejos de ser agradable. La pobreza misma del sitio escogido los obligaba a tratar continuamente de arrebatar a sus vecinos más ricos todas las cosas que ellos no tenían, o si no podían hacerlo por la fuerza, a trabajar sin descanso para obtenerlas por comercio; así vemos, por ejemplo, que a poco de fundada su ciudad se dedican a reunir una gran cantidad de peces, camarones, anfibios y otros productos de la laguna para permutarlos por madera o piedra para construir el templo de su dios, aun antes que sus propias casas. Trabajo, austeridad, fanatismo.

Ya es tiempo de preguntarnos quién es ese Huitzilopochtli que a través de siglos guía a su pueblo convirtiéndolo en un “pueblo elegido”. En las crónicas siempre aparece como el dios supremo cuya voz es escuchada con temor y reverencia por los sacerdotes. Evidentemente se trata de un pequeño, muy pequeño grupo —tal vez no más de cuatro personas— de sacerdotes-directores que, usando del artificio de la voz divina, guían a su pueblo y forman el destino de los mexicas. Lo interesante del caso es que desde el principio de su historia se tiene la impresión muy clara de que seguían un verdadero programa preestablecido, programa que se desarrollará a través de siglos; de una concepción de gobierno brutal pero genial que, seguida al pie de la letra por esta pequeña, indomable élite, llevará a su pueblo a través de miles de peligros, privaciones y sacrificios, hasta obtener el triunfo final, el imperio. El pueblo es empujado sin consideración a su cansancio o a su hambre, con todo y las mujeres y los hijos que se mueren, contra todo, hacia el destino que esta élite le ha prometido. Claro que es imposible pensar en que los mismos dirigentes pudieran haber establecido y seguido este plan, casi diabólico, a través de tanto tiempo. Pero los primeros formaron el “tipo” que fue seguido por sus descendientes hasta el fin. Huitzilopochtli habla sin descanso, en todas las ocasiones importantes, como el más cruel pero también como el más hábil de los políticos. Nunca se cansa, nunca se detiene, nada le basta. Durante quince generaciones su voz temible abruma al pueblo de trágicos consejos de violencia sin un minuto de reposo.

El triunfo —mucho más tarde— ha de significar para Huitzilopochtli, como para todos los pueblos que triunfan brutalmente, el principio del fin. Al momento del apogeo mexica ya no oímos su voz poderosa repercutir a través de las crónicas. Ya el pequeño grupo de jefes se ha convertido en una vasta aristocracia que no puede tener ni la fuerza ni la coherencia originales. El imperio y la riqueza habrán de gastar la voluntad inquebrantable de los primeros tiempos.

El momento culminante de la historia de estos sacerdotes geniales y terribles, el momento en que mejor vemos trabajar su brillante inteligencia, es justamente éste de la fundación de su ciudad.

Sabían que para un pueblo como ellos, sólo este sitio de Tenochtitlan, despreciado por todos lo demás, les daba la posibilidad de llegar al fin de sus ambiciones, de convertirse en un gran poder. Empiezan por comprender que sólo si son forzados querrán los mexicas vivir en esa isleta pantanosa. Tal vez por ello los obligan a representar el drama que había de costar la vida a la hija de Achitómetl de Culhuacan. Entonces ya no es cuestión de escoger; ya no queda sino el lago, eterno centro de los destinos del México antiguo. Pero no bastaba la compulsión física; era necesaria la compulsión moral. Entonces resulta que al establecerse en el lago se cumplen las profecías, ya que en el lago descubren muy a su satisfacción la famosa águila, sobre el tunal, sobre la piedra, comiéndose a la serpiente, en el sitio mismo donde había sido arrojado el corazón de Copil.

Una vez asentados los mexicanos en su isla y construido el primer templo de su dios, que no fue sino un pobre edificio que desaparecerá en el esplendor futuro, comprenden que no es posible ir demasiado aprisa. Aún no son siquiera dueños del islote en que se han refugiado. Aprovechando sus cualidades principales, el valor y la habilidad guerrera, se convierten en mercenarios del poder más cercano a ellos constituido en este tiempo por los tepanecas que reinan en Azcapotzalco. Éstos les imponen además de la obligación de ayudarlos en la guerra, una serie de tributos, a veces excesivos, a cambio de su protección. Son, por tanto, en parte mercenarios y en parte tributarios de los tepanecas. Éstos, para molestarlos, les pedían como tributo cosas imposibles; por ejemplo, debían llevarles patos de la laguna que pusieran huevos en el momento de ser entregados.

En 1367, siempre en provecho de Azcapotzalco, destruyen Culhuacan, el último centro de alguna importancia donde todavía, como una verdadera supervivencia histórica, reinaban gentes que se consideraban toltecas. Este evento tiene una importancia futura, ya que abría la “sucesión tolteca” que años más tarde los mexicanos reinvindicarán en su provecho. En 1371, la otra fracción mexicana, los tlatelolcas, toman Tenayuca, que conquistan también para provecho de Azcapotzalco y a expensas de los señores chichimecas de Tezcoco.

Cinco años más tarde, se consideran lo bastante importantes para tener un rey, como lo han hecho ya los de Tlatelolco. Entonces, con su gran habilidad política, no lo piden a la casa reinante de Azcapotzalco, la aparentemente más fuerte, sino que eligen a un descendiente del desposeído rey de Culhuacan. Este primer señor de los mexicanos se llamaba Acamapichtli. Esta selección, a primera vista insignificante, iba a darles un cierto derecho a reivindicar a su favor la sucesión tolteca, puesto que se considerarían de aquí en adelante como los legítimos herederos de los viejos reyes. Había de germinar esta idea y este vago derecho en forma tan fructífera, que cien años más tarde los mexicanos serían dueños no sólo de casi todo el imperio tolteca sino aun de tierras mucho más extendidas, pretendiendo ser los reivindicadores de una herencia ancestral.

Pero esta gloria futura todavía está en la mente de los dioses. Por lo pronto, Acamapichtli, dominado por Azcapotzalco, se lanza en una larguísima guerra contra la gente del valle de Morelos, guerra que no debía terminar sino muchos años después de su muerte y cuyos episodios relataremos más tarde.

Ya hemos hablado mucho de los tepanecas de Azcapotzalco. Es necesario regresar un poco atrás para ocuparnos de este grupo que va a llenar el escenario político del valle hasta la segunda década del siglo XV. Esta gente, originaria del valle de Toluca, había conservado en grado bastante alto la civilización tolteca, ya que esa región no parece haber sido invadida en el siglo de confusión que sucede a la caída de Tula. Una vez en el valle, establecen su capital en el sitio que había servido de epílogo a la civilización teotihuacana: Azcapotzalco, hoy día un barrio al noreste de la ciudad de México. Este acontecimiento sucede hacia 1230. Durante poco más de un siglo, Azcapotzalco progresa lentamente bajo una serie de reyes oscuros. Pero hacia 1363 ocupa el trono un hombre extraordinario, Tezozómoc, bajo cuyo reinado, que dura hasta 1426, Azcapotzalco se convierte en la ciudad más importante del valle.

El largo reinado de Tezozómoc está marcado por una serie interminable de guerras. Ya vimos que, utilizando como mercenarios a los mexicanos, conquista Culhuacan. Esta victoria abre a la ambición tepaneca todo el sur del valle y la posibilidad futura de pasar a los llanos de Morelos. Vimos también cómo conquistaron Tenayuca, la hasta poco antes capital de los señores chichimecas. Esta nueva conquista despierta su apetito hacia la posibilidad de englobar finalmente todo el antiguo imperio de Xólotl. En efecto, con momentos de tregua y otros de guerra, Tezozómoc no abandona un instante su empresa hasta lograr mucho más tarde el triunfo total.

Pero para lograr sus fines necesita consolidar su posición en la región del sur del valle de México, absorbiendo un grupo considerable de señoríos independientes de los que no nos hemos ocupado aquí para no hacer aún más confusa esta historia, pero que daban a los valles centrales durante le siglo XIII y la mayor parte del XIV un carácter feudal a base de muchos pequeños señoríos en continuas luchas, alianzas y rupturas. Esta situación recuerda la de Italia en época similar, donde vemos el mismo juego eterno y vano de ligas más movedizas que la arena, de estériles batallas y de efímeras victorias.

Habiéndose apoderado de todo el centro del valle entre Culhuacan y Tenayuca, podía Tezozómoc proseguir tanto hacia el norte como hacia el sur. En esta dirección ya hemos visto que lanza sus mercenarios como punta de flecha sobre la región de Morelos. Al norte quedaban, aislados y listos para ser vencidos, por un lado Xaltocan y por otro el poderío chichimeca. Xaltocan cae hacia 1400 y entonces ya sólo falta llevar a su fin la conquista de Tezcoco y de su imperio.

Este imperio había sido dividido en señoríos, lo que facilitó la empresa. Así lo vemos caer uno a uno. Cuando Ixtlilxóchitl sube al trono de Tezcoco, probablemente en 1409, la situación ya es angustiosa y su reinado de nueve años se pasa en continuas alertas y falsas promesas de paz de parte de Tezozómoc.

El problema se plantea desde los primeros días del reinado. En 1410, Ixtlilxóchitl convoca a la ceremonia de su jura como soberano chichimeca. A ella no asisten, según su historiador descendiente del mismo nombre, sino dos señores. Los demás se excusan pretextando la defensa de las fronteras. Pero la ausencia más ominosa a esta ceremonia es la de Tezozómoc, el viejo tirano, que no sólo se niega a asistir, sino que pretende competir en la sucesión ya que ambos reyes eran descendientes de Xólotl. Manda a Ixtlilxóchitl una embajada portadora del supremo insulto: una carga de algodón en bruto para que le sea devuelta en mantas tejidas. Esto indica, según la costumbre indígena que considera a Ixtlilxóchitl como una débil mujer que sólo es capaz de hilar algodón. El problema es crucial para Ixtlilxóchitl. Si devuelve el algodón con palabras injuriosas manteniendo así su dignidad, esto significa de inmediato la guerra contra Tezozómoc. Ixtlilxóchitl. no tiene ejércitos ni armas preparadas. Entonces se somete, para ganar tiempo. Manda reclutar soldados, fabricar armas y concentrar en el centro mismo de su país todas las fuerzas, hasta entonces dispersas en sus posesiones lejanas.

Así, al principio las pretensiones del rey tepaneca parecen no tener éxito, e Ixtlilxóchitl toma el poder muy a pesar de su rival. Se casa con una hermana de Chimalpopoca de México, por cierto nieta de Tezozómoc, y empieza a reinar.

En 1414 Ixtlilxóchitl ve claramente que la situación se vuelve cada vez más desesperada. Decide en ese año hacer jurar a su hijo, Nezahualcóyotl, como su heredero. Con ello piensa obtener dos ventajas: salvar , si no su reino, cuando menos el derecho futuro de su dinastía, y además saber cuáles señores le son aún leales. Era difícil definir esto sin una ceremonia que claramente deslindara los campos, ya que Tezozómoc emplea no sólo la guerra, sino la astucia, la traición, las alianzas y aun la corrupción para allegarse amistades en el campo opuesto.

Ixtlilxóchitl da cita a todos los jefes cerca de Huexotla en una gran llanura donde ha mandado construir un trono. Llegado el día, se desarrolla pomposa ceremonia conforme a los viejos ritos toltecas: pero en presencia de muy pocas personas importantes, pues la mayor parte ha preferido no asistir por temor a Tezozómoc.

El lamentable resultado de esta junta inicia la agonía del trono de Ixtlilxóchitl. Éste, con un nuevo ejército, logra empezar otra campaña, al principio victoriosa, ya que invade terrenos de Azcapotzalco y aun dice su cronista (muy favorable a él y por tanto difícil de aceptar íntegramente) que Tezozómoc, perdido, pidió la paz. Ixtlilxóchitl la acepta, considera la guerra terminada y manda disolver su ejército. El hecho es que en 1418 las tropas de Tezozómoc están a las puertas de Tezcoco: muchos de sus antiguos enemigos se han pasado a su campo e Ixtlilxóchitl se encuentra casi solo.

Acompañado de su hijo Nezahualcóyotl, y rodeado de sus últimos fieles, se hizo fuerte en un bosque donde, viéndose perdido, se retiró a una barranca profunda. Bajo un gran árbol caído pasó la noche en compañía de su hijo y de dos capitanes. Al salir el sol, al día siguiente, llegó un soldado a decirle que lo habían descubierto y que a gran prisa venía gente armada para matarlo. Entonces pidió a los soldados que lo dejaran solo, llamó a su hijo y le dijo: “Hijo mío muy amado, brazo de león, Nezahualcóyotl, ¿adónde te tengo de llevar que haya algún deudo o pariente que te salga a recibir? Aquí ha de ser el último día de mis desdichas y me es fuerza el partir de esta vida; lo que te encargo y ruego es que no desampares a tus súbditos y vasallos, ni eches en olvido de que eres chichimeca, recobrando tu imperio que tan injustamente Tezozómoc te tiraniza y vengues la muerte de tu afligido padre, y que has de ejercitar el arco y las flechas. Sólo resta que te escondas entre estas arboledas porque no con tu muerte inocente se acabe en ti el imperio tan antiguo de tus pasados”.

Después de tan tierna escena, el pequeño príncipe se esconde y entre las ramas ve cómo los enemigos matan a su padre, Una vez idos, recoge el cuerpo y ayudado por algunos amigos adereza el cadáver y lo quema. Ixtlilxóchitl fue el primer emperador chichimeca quemado según los ritos y ceremonias toltecas en vez de ser enterrado en una cueva con sus antepasados.

Con la muerte de Ixtlilxóchitl comienza el “gobierno en exilio” de la dinastía chichimeca representada por el joven Nezahualcóyotl, “el coyote hambriento”, legítimo heredero del imperio. Este muchacho, de juventud tan azarosa, había de convertirse en la figura más ilustre de su siglo por lo pronto tiene que refugiarse de un sitio a otro, perseguido implacablemente por el odio de Tezozómoc, que deseaba verlo desaparecer ya que era el único rival legítimo que quedaba. Poco después se establece en Tlaxcala y a veces en la corte de su tío Chimalpopoca.

Nos relatan las crónicas innumerables episodios más o menos verídicos, de las aventuras que ocurrieron a Nezahualcóyotl durante su exilio. Los peligros no le impidieron, como dice su descendiente, irse “por diversas partes de las tierras no dejando reino, ciudades, provincias, pueblos y lugares que no entrase en ellos para conocer los designios y voluntades de los señores de estas partes. En unas le recibían con mucho regocijo; en otras muy secretamente, avisándole que se guardase de sus enemigos. A veces disfrazado entraba y oía lo que se decía de él, averiguando por tanto la opinión de los señores y las órdenes de Tezozómoc”. Tanto preocupaba su vida al tirano que hasta dicen que lo soñó dos veces. “La una hecho águila real, que le daba grandes rasguños sobre su cabeza y que parecía que le sacaba las entrañas y el corazón y que le despedazaba los pies”.

En medio de aventuras sin cuento, escapando siempre de la ira de Tezozómoc, protegido a veces por su astucia y otras por los muchos parientes importantes que tenía, el joven Nezahualcóyotl ve pasar con amargura los años del exilio, pero mientras él tiene la juventud que le permite esperar, su rival, el viejo Tezozómoc, está cada vez más enfermo no de enfermedad sino de años, “y era tan viejo, según parece en las historias y los viejos principales me lo han declarado, que lo traían como a una criatura entre plumas y pieles amorosas metido y siempre lo sacaban al sol para calentarlo y de noche dormía entre dos braseros de fuego grandes que jamás se apartaba de la calor porque le faltaba la calor natural”. Como era de esperarse en estas circunstancias, por fin muere el tirano en 1426, y un aire de independencia sopla entonces en el valle.

El largo reinado de Tezozómoc, 63 año tuvo una importancia mucho más grande que la simple consolidación de la supremacia tepaneca. Tezozómoc fue el primero que, desde los días ya lejanos de la caída de Tula, logró unir bajo su dominio directo o indirecto, por medio de su quíntuple alianza”, todo el valle de México, gran parte de los otros valles circundantes y aun terrenos mucho más lejanos, ya que sus tropas llegaron hasta la región de Taxco. Esto marcó el fin de innumerables pequeños señoríos que se habían dividido esas tierras como una consecuencia de la dispersión de los toltecas. A los tepanecas, en cierto modo, cabe el honor de haber puesto fin a esta situación. al reunir esos feudos semiindependientes, preparan la unificación mayor que harán los mexicas.

Pero Tezozómoc gobernaba un grupo que no era realmente local, ya que hablaba el matlatzinca, en vez del náhuatl, y cuyas raíces por tanto no pudieron ser tan hondas. Ésta era la debilidad profunda de su imperio, oculta durante su brillante reinado, pero que a su muerte debía aparecer muy claramente.

La extraordinaria inteligencia de Tezozómoc, ayudada por su perfidia y su falta total de escrúpulos, fue completada por la fortuna de una larguísima vida que le permitió llevar a cabo su obra. Logró así prestigio incomparable. Pero su obra, como todas las obras de violencia, no podía perdurar.

No sólo utilizó la guerra como arma de expansión, sino una tortuosa política de alianzas y traiciones que le habían de valer el apoderarse de un número de sitios que no había podido vencer con su fuerza militar, o cuya conquista lo hubiese obligado a una serie de campañas. Apoyó su proceder con una sistemática serie de alianzas dinásticas. Con el tiempo había casado a muchos de sus hijos y nietos con los herederos de casi todos los señoríos del valle de México. A través de su dispersa familia intervino en los asuntos de todas las ciudades y se convirtió en el señor indiscutido de la región.

Desgraciadamente tenemos pocos datos sobre este personaje, que sería muy interesante conocer más a fondo. Aparece y desaparece fugazmente en las crónicas; pero lo poco que sabemos de su personalidad nos hace pensar que, mucho mejor que César Borgia, habría servido como modelo para El príncipe de Maquiavelo.

Dejó en la mente de sus sucesores políticos una nueva fórmula del arte de gobernar, fórmula admirablemente adaptada a las calidades de los mexicanos que, como dice Jiménez Moreno, “aprendieron en la escuela de Tezozómoc de Azcapotzalco”. Los vamos a ver pronto aplicar brillantemente esos principios de realismo brutal. Pero antes necesitamos regresar un poco hacia atrás para estudiar lo que durante los años del esplendor tepaneca aconteció en Tenochtitlan.

A la muerte de Acamapichtli, el primer señor, sube al trono su hijo Huitzilíhuitl, que siempre por cuenta de Tezozómoc, guerrea victoriosamente contra varios pueblos del valle y sobre todo continúa la lucha contra la gente del valle de Morelos, capitaneada ésta por el señor de Cuernavaca.

Entre las pausas de la lucha, nos cuenta la Crónica mexicáyotl cómo Huitzilíhuitl se enamora de la hija del señor de Cuernavaca: “Su corazón fue solamente a Cuernavaca, por lo cual inmediatamente envió a sus padres a pedirla por esposa”.

Pero el padre de la joven era un brujo: “Llamaba a todas las arañas así como al ciempiés, la serpiente, el murciélago y el alacrán, ordenándoles a todos que guardasen a su hija doncella, que era bien ilustre, para que nadie entrase donde ella ni bellaco alguno la deshonrara; estaba encerrada y muy guardada hallándose toda clase de fieras por todas puertas del palacio; a causa de esto había muy gran temor y nadie se acercaba al palacio. A esta princesa la solicitaban los reyes de todos los poblados porque querían casarla con sus hijos; pero su padre no aceptaba ninguna petición”.

En cuanto oyó el de Cuernavaca que el señor de México solicitaba a su hija, dijo a los enviados: “¿Qué es lo que dice? ¿Qué podrá él darle? Lo que se da en el agua, de modo que, tal como él se viste con ropa de lino acuático, así la vestirá. Y de alimentos ¿qué le dará? ¿O acaso es aquel sitio como éste donde hay de todo, viandas y frutas muy dilectas, el imprescindible algodón y las vestiduras? Idos a decir todo esto a vuestro rey antes que volváis aquí”. Muy afligido se hallaba Huitzilíhuitl al saber que había sido rechazada su petición cuando en sueños se le apareció el dios Tezcatlipoca y le dijo: “No te aflijas, que vengo a decirte lo que habrás de hacer para que puedas tener a la doncella. Haz una lanza y una redecilla con las cuales irás a casa del señor de Cuernavaca donde está enclaustrada su hija. Haz también una caña muy hermosa; ésta adórnala cuidadosamente y píntala bien plantándole además en el centro una piedra muy preciosa, de muy bellas luces. Irás a dar allá por sus linderos, donde flecharás todo e irá a caer la caña en cuyo interior está la piedra preciosa allá donde está enclaustrada la hija del rey de Cuernavaca y entonces la tendremos”. El enamorado hizo exactamente lo que el dios le había indicado y cuando cayó la caña la doncella la vio bajar del cielo, la tomó, la rompió por el medio y vio dentro la piedra preciosa. Quiso, muy femeninamente, asegurarse de que era buena la piedra, mordiéndola; pero se la tragó y ya no pudo sacarla, con lo cual se halló embarazada. Siendo el señor de México la causa del embarazo, su padre se la dio por esposa.

Al leer cuidadosamente la crónica, nos damos cuenta de que esta página de amor es bastante menos romántica de lo que parece a primera vista; en realidad, así como la joven demuestra su interés al morder la piedra para ver si era fina, el móvil verdadero del señor de México era menos la pasión que el deseo de obtener la rica producción de algodón de la región de Morelos y desquitarse justamente de lo que le reprochaba su futuro suegro, o sea, de andar vestido de ropa tejida con plantas acuáticas. A partir de estas fechas se podía adquirir ropa de algodón en el mercado de Tlatelolco.

A la muerte de Huitzilíhuitl, en 1417, lo hereda Chimalpopoca, nieto, por su madre, de Tezozómoc de Azcapotzalco.

Este parentesco fue muy provechoso a los mexicanos, ya que el abuelo de su nuevo rey les exigía cada vez menos tributos. Probablemente se deba al parentesco de Chimalpopoca con Tezozómoc el que haya sido elegido al rango supremo, pues apenas tenía doce años cuando subió al trono. Los diez años de su reinado fueron poco importantes en los anales mexicanos. En 1426 muere cargado de años y de gloria el viejo Tezozómoc y estalla entre dos de sus hijos una guerra, pues ambos pretendían ser sus herederos.

Chimalpopoca comete el peor error que pueda hacer un gobernante: apoya al hermano que pierde la batalla. El vencedor, Maxtla, manda matar a la mayor parte de los que, partidarios de su hermano, han conspirado contra él. Chimalpopoca fue encarcelado y parece que ahí se le ahorcó a los 22 años de edad.

Con la muerte de Tezozómoc y el fin poco glorioso de su nieto Chimalpopoca, llegamos al momento más importante de la historia mexicana, cuando se inicia una nueva etapa que lleva a Tenochtitlan a la hegemonía sobre los valles centrales.

2 comentarios

  • Crow

    Los mexicas

    En 1427 los mexicas eligen un nuevo rey, Izcóatl, que era hijo de Acamapichtli, el primer rey mexicano, y de una esclava. Éste es el único caso en el que subió al trono un hombre que no tuviera por madre una mujer de sangre tolteca; la elección se debió seguramente a las cualidades del candidato, cuyo genio militar y cuya habilidad política debían, en los trece años de su reinado, transformar el destino de su pueblo.

    Con motivo de la querella entre los hijos de Tezozómoc, los diferentes “gobiernos en exilio”, causados por las conquistas de aquél, comprendieron que era el momento de volver a sus diferentes países y de liberarse del yugo de Azcapotzalco. Entonces se forma una alianza entre los mexicanos y varios otros grupos. De éstos, con mucho el más importante es el que representaba a la antigua dinastía chichimeca que había reinado sobre Tezcoco hasta la derrota de Ixtlilxóchitl, que ya hemos relatado. Los aliados obtienen la neutralidad de algunas de las ciudades tepanecas y, después de una guerra en extremo difícil, Azcapotzalco mismo fue tomado en 1428. Esto no marca el fin de la contienda, ya que Maxtla se refugió en Coyoacan y en sitios más lejanos, hasta que por fin es derrotado definitivamente en 1433. Entonces, Nezahualcóyotl puede regresar a Tezcoco e inicia el largo reinado que no había de terminar sino con su muerte en 1472.

    Los despojos de los tepanecas vencidos y su vasto imperio se reparten entre los tres vencedores principales: México, Tezcoco y Tacuba como cabeza de las ciudades tepanecas que apoyaron a la alianza.

    En 1434 se forma la triple alianza compuesta por esas tres ciudades que deciden unirse para siempre, conquistar en común y repartirse el botín de acuerdo con un porcentaje especificado. Durante el reinado de Nezahualcóyotl y debido a su prestigio personal, la alianza funciona mal que bien; pero a su muerte los señores mexicanos se convierten cada vez más ya no en miembros de una alianza sino en jefes de ella. En realidad, a la hora de la conquista española, dos de los antiguos aliados estaban a punto de convertirse en sujetos del tercero.

    Con el motivo de este nuevo estado de cosas en el valle de México, las tres potencias aliadas se distribuyen los títulos y los grados: Itzcóatl de Tenochtitlan se adjudica el título más ilustre de todos: culhuatecuhtli, o sea, el señor de los culhuas. A primera vista puede extrañar este nombre; pero recordemos que Culhuacan, o sea la capital de los culhuas, era el sitio donde se había conservado viva la dinastía tolteca. Por lo tanto, al adoptar este título, Itzcóatl se hace llamar señor de los toltecas y cierra en su favor la larga “guerra de la sucesión tolteca”. Esto indica inmediatamente que México se considera, desde este momento, la legítima representante de la vieja cultura y la heredera, en todos los sentidos, de la gloria tolteca. Es por ello que los caciques del río Grijalva, al hablar de México por primera vez ante Cortés, lo llaman Culhua, cosa que muy naturalmente no pudieron entender los españoles y, como dice Bernal Díaz, “como no sabíamos qué cosa era México ni Colhua mal pronunciado, dejábamoslo pasar por alto”.

    Una vez pasada la guerra tepaneca y consolidado el poder de México, Itzcóatl se lanza en nuevas campañas para establecer su poder sobre ciudades que Tenochtitlan había conquistado antes, pero por cuenta de Azcapotzalco. Así empieza la expansión fuera de los valles centrales que tan lejos había de llevarlos.

    En 1440, a la muerte de Itzcóatl, sube al trono otro gran gobernante, Moctezuma I, su sobrino, que había de reinar hasta 1469. Con este nuevo rey se consolida interiormente la posición de Tenochtitlan y es, desde este momento, cuando se constituye realmente el imperio mexicano.

    Inmediatamente empieza la guerra de conquistas que, en diferentes regiones, había de continuarse durante todo su reinado, llevándolo a Oaxaca y a la costa del Golfo de México. La conquista de los totonacos, habitantes de esta última región, se debe en parte a uno de esos episodios característicos de la historia de Tenochtitlan en donde se mezclan la codicia, el patriotismo, la religión y una falta total del sentido de la gratitud. En efecto, entre 1450 y 1454, una gran sequía inusitadamente prolongada lleva a los mexicanos a una terrible hambre. Según cuenta una de las fuentes, hasta las bestias salieron de los montes para atacar a los hombres y en los caminos los muertos eran devorados por los buitres. Para salvarse de esta catástrofe, los mexicanos recurren a dos procedimientos: por un lado, obtienen maíz prestado de los totonacas y, por el otro, inician una era de sacrificios humanos en proporciones hasta entonces desconocidas para implorar el favor de los dioses. Pasada la crisis —me temo que más bien debido al maíz totonaco que a la sangre derramada—, Moctezuma I comprende que las ricas tierras de la costa son su mejor garantía contra un nuevo periodo de hambre y entonces, con su ingratitud proverbial, se desparraman las tropas mexicanas sobre la región costera; tras de ataques tan feroces como inesperados, conquistan toda el área, obteniendo así, en forma permanente, el granero más importante del México antiguo y en donde todavía hoy se encierra gran parte de su futuro.

    Los triunfos continuos y tan extensos de Moctezuma I, y el terror que logró imponer entre todos, nos indican que practicaba una estrategia cuya violencia era hasta entonces desconocida. Como un verdadero alud caen las tropas mexicanas sobre los pueblos, vencen la resistencia desorganizada por lo inesperado del ataque, capturan al jefe si ello es posible, suben al templo y lo incendian. Ésta es la señal de la victoria y ya no queda sino repartirse el botín, las mujeres y los prisioneros, establecer un gobierno sumiso a Tenochtitlan, fijar el tributo y marcharse hacia una nueva conquista.

    Entre las batallas y los gritos de guerra hay un pequeño episodio que nos recuerda la victoria de Alejandro sobre los persas. Allá por 1461 las tropas mexicanas conquistan un importante señorío —Coixtlahaca— en las motañas de Oaxaca y, tras de una gran batalla, vencen y matan a su señor. Se traen a México a la viuda del vencido, de quien inmediatamente se enamora Moctezuma. Era una mujer joven y de gran belleza; como la mujer de Darío, prefiere dignamente seguir siendo prisionera que casarse con el vencedor de su marido.

    La época de Moctezuma I tiene felizmente aspectos menos trágicos, ya que al mismo tiempo que gran conquistador es un gran constructor. Trae a un grupo de arquitectos de Chalco que tenían gran fama. Con ellos inicia la transformación de su capital, que de una pobre ciudad de lodo va a convertirse en una metrópoli de piedra. No sólo se interesa en arquitectura, sino que durante su reinado se inicia un gran estilo de escultura que ha dejado algunos de los monumentos más interesantes del arte azteca.

    Entre otras cosas, mandó grabar su retrato en la roca de Chapultépec, ejemplo que habían de seguir sus sucesores formando así una interesantísima galería de reyes mexicanos que desgraciadamente el tiempo no ha respetado y de la que sólo quedan algunos restos informes.

    Moctezuma, como todo buen azteca, es también un amante de las plantas y de las flores. En un rico valle de la región de Morelos manda constriur un verdadero jardín botánico en el que colecciona las plantas de todos los diversos climas y las flores más raras y bellas que pudo procurarse. Sus sucesores también se habían de interesar en la botánica y el magnífico jardín no desaparece sino hasta fines del siglo XVI; todavía en la región muestran una huerta a la que llaman “el jardín de Moctezuma”.

    Con la instauración del imperio, la construcción de la ciudad y el establecimiento del patrón religioso, resulta muy claro que Moctezuma I es el verdadero forjador del imperio azteca. No inventa prácticamente nada; pero recoge en favor de su pueblo, por fin llegado al poder, la herencia milenaria de todos los que lo habían precedido.

    Huitzilopochtli, asociado al origen mismo de este pueblo, no era en realidad sino un pequeño dios tribal, un aspecto del dios Tezcatlipoca, hasta que el triunfo de su pueblo lo eleva a la categoría de un dios creador. Entonces se convierte en el sol mismo, que es el dador de la luz, del calor, de los días y de todas las cosas necesarias para la vida; pero el sol, como todo ser creado por la pareja divina, necesita alimentarse, ya que debe luchar diariamente contra sus enemigos: los tigres de la noche, representados por la luna y las estrellas. Recordemos que esto es exactamente lo que tuvo que hacer el pequeño Huitzilopochtli al nacer plenamente armado; pero el sol, desgraciadamente para los vecinos del pueblo azteca, sólo se alimenta con el más preciado de todos los manjares: con el néctar de los dioses, o sea, la sangre humana. Entoces, para tenerlo permanentemente en vida y darle fuerzas en su lucha diurna es indispensable sacrificar a los hombres. Los aztecas se sienten obligados por su historia misma a ser guardianes, así como sus sustentadores; en otras palabras, a ellos les toca proveer al sol de sangre humana. Éste es, por lo tanto, el excelente motivo de indiscutible altura moral con que ellos mismos pretenden absolverse de todas las guerras y de todas las muertes; pero para sus vecinos, ¡qué tragedia vivir junto al pueblo elegido!

    En algunas regiones indígenas de México queda un recuerdo lejano de esta idea, según la cual el hombre tiene como misión defender al sol. Recuerdo que hace unos años, estando en un pueblo cerca de Acapulco, hubo un eclipse parcial de sol. Inmediatemente salió la población, hombres, mujeres y niños, armados de cuanto objeto es capaz de producir sonido: instrumentos musicales, cajas vacías, tablas, láminas viejas, etc. El objeto era hacer tanto ruido que los tigres que estaban devorando al sol se asustaran con el escándalo y se fueran. Felicitémonos que ahora el ruido solo es capaz de llenar el cometido que antes tenían los corazones humanos.

    Aun con todos estos datos, nos resulta muy difícil entender lo que podríamos llamar la gloria o el deseo del sacrificio. Por ejemplo: hasta qué punto el que iba a ser sacrificado estaba conforme con su destino. Por un lado sabía que iba a morir; pero por otro se iba a asimilar al dios, a convertirse prácticamente en esencia divina. Tenemos una serie de datos contradictorios sobre este asunto. Guerreros ilustres que han sido hechos prisioneros y a los que se ofrece la vida por considerarlos muy valiosos no aceptan y son sacrificados por su propio deseo. También en algunos grupos, como las tarascos, los prisioneros que lograban escapar habían defraudado a los dioses, que ya contaban con esa sangre. Pero también se nos habla de cárceles en las que se guardaba a los prisioneros hasta el día del sacrificio y aun de que eran amarrados para que no escaparan. Aunque la opinión pública los criticara y sus propias gentes no desearan verlos volver, es evidente que muchos prisioneros tenían la reacción normal de salvar su piel aun corriendo el riesgo de que el dios pasara un poco de hambre.

    Evidentemente es absurdo suponer, como lo han dicho muchos historiadores, que el móvil de la guerra era simplemente un móvil religioso. La guerra, como en todas partes, pretendía obtener ventajas materiales, conquistas, botín, tributos y una continua extensión de linderos. Los mexicanos no son los iniciadores ni los responsables del “estado de guerra casi permanente” en el que vivieron. Hemos visto cómo la guerra se había convertido, desde los tiempos ya bien antiguos de Mixcóatl y creo que desde tiempos olmecas, en un rasgo cultural siempre presente. La guerra es un factor social, un estado de cosas. La vemos menos clara en ciertos momentos, como durante la época teotihuacana, pero esa serie de imperios efímeros y de señores feudales eternamente insurrectos demuestra una situación político-social en la que la guerra es “necesaria”; situación que los aztecas han heredado, como desgraciadamente ha sucedido en otras épocas y otros lugares a través de la historia humana.

    Lo que los mexicanos parecen llevar más lejos que otros es el sentido religioso de la guerra, especialmente en una de las más curiosas instituciones de que se tenga noticia entre pueblo alguno: la guerra florida. No sabemos cuándo se inicia realmente esta costumbre, pero por 1375 ya existía entre los tepanecas, de quienes probablemente la heredaron los mexicas. Consiste en que dos Estados se ponen de acuerdo para celebrar, en un sitio determinado y en una fecha fija, una gran batalla cuyo único objeto es tomar prisioneros vivos. Cualquiera de las dos partes que gane no obtendrá de la otra territorios, ni saqueará a su pueblo, sino simplemente se llevará a los prisioneros hechos para sacrificarlos. No eran por tanto interesantes sino vivos, ya que los muertos en la batalla no representaban utilidad alguna. De acuerdo con el número de prisioneros que hubiera hecho un soldado, subía de grado en el ejército y obtenía autorización para ostentar ciertas insignias. Esta idea debía, en las guerras de la conquista, salvar la vida de muchos españoles, ya que los indígenas deseaban tenerlos vivos, lo que frecuentemente permitía a los prisioneros escapar. El mismo Cortés, caído y rodeado de enemigos, logró salvarse porque, en vez de matarlo, trataron de llevarlo vivo.

    Bajo Moctezuma I, probablemente con motivo de la necesidad cada vez mayor de víctimas, se instituye dicha costumbre entre Tenochtitlan y algunas de las ciudades del valle de Puebla. En esta forma no había que ir demasiado lejos para encontrar prisioneros; pero lo evidente tenía que suceder, o sea, que, poco a poco, los mexicanos no se conformaron con la simple guerra florida, sino que empezaron a conquistar en serie grandes secciones de la región de Puebla, hasta que al fin la república de Tlaxcala quedó trágicamente rodeada.

    Mientras tanto, Nezahualcóyotl sigue reinado sobre Tezcoco. Tuvo la fortuna de vivir muchos años, durante los cuales se convierte en el monarca más célebre de su siglo. Aparte de sus múltiples victorias militares y del ensanchamiento continuo de su reino, logra hacer de su capital el cerebro de su época. Es un gran constructor. Desgraciadamente, las vicisitudes por las que pasa Tezcoco después de su muerte han hecho desaparecer totalmente los inmensos palacios que mandó construir y los templos de sus dioses. Sólo queda como recuerdo material de esta época una piscina o más bien un estanque, parte de un sistema de riego situado muy adecuadamente, desde donde, entre árboles y flores, se domina el paisaje del valle de los lagos. Pero la gloria principal de Nezahualcóyotl no radica en sus edificios sino en su influencia sobre las letras, las leyes y la religión. Poeta él mismo, reúne en su corte a un grupo selecto de aficionados a la poesía y al teatro y gran parte de la literatura indígena que nos queda proviene de la escuela de Tezcoco o está fuertemente influida por ella.

    Su prestigio como legislador es tan poderoso que otras ciudades copiaron sus leyes; ahora nos parecen terribles, ya que la pena capital se aplicaba a casi todos los delitos, algunos de los cuales son de menor importancia a nuestro parecer. A través de esas ordenanzas se asoma un poco de la mentalidad indígena y de su concepto del bien y del mal. Muchas de las leyes están basadas en necesidades prácticas, pero otras emanan de puntos de vista morales. Indican una rigidez extraordinaria, un verdadero puritanismo donde, por ejemplo, todo pecado sexual así como la embriaguez, se castigan con la muerte. A veces se trata de respetar tabúes o ideas mágicas, como en el horrible caso del hermafrodita de Tlaxcala.

    Nezahualcóyotl mismo aplica tan rigurosamente sus leyes que en un caso condena a muerte a su propio hijo por adulterio. Todo ello no quiere decir que las costumbres del pueblo fueran tan rígidas, y bajo el reinado de su hijo pierden algo de su dureza.

    Nezahualcóyotl, influido tal vez por las viejas historias de Quetzalcóatl que corrían en todas las bocas, construye una religión mucho más elevada y mucho más pura. Cree en un dios supremo, simple espíritu sin cuerpo, del que no pueden hacerse estatuas y que no desea sacrificios humanos. Esta religión filosófica y abstracta, en la que no hay templos ni ceremonias, no es seguida por la masa que no se divierte con ella y se conserva sólo entre una pequeña élite de sacerdotes.

    Con la muerte de Nezahualcóyotl empieza la decadencia de Tezcoco. Lo sucede en el trono su hijo Nezahualpilli, el “príncipe hambriento”, quien es una figura curiosísima enteramente decadente y profundamente civilizada.

    En 1469 sube al trono Axayácatl, también descendiente de Acamapichtli, y como todos lo demás reyes mexicanos, se lanza en una serie de nuevas conquistas, que extienden cada vez más la superficie del imperio.

    Un episodio importante del gobierno de este Señor lo constituye la conquista de la ciudad rival Tlatelolco. Aquí, desde tiempo antiguo se había formado una ciudad-estado que durante más de un siglo se consideró aliada de Tenochtitlan. Aunque cada vez más dominada por ésta, conservaba, cuando menos, una apariencia de autonomía. Por motivos de tipo político y aun por razones personales, Axayácatl decide terminar la independencia de Tlatelolco. El rey de este lugar se había casado, indudablemente por conveniencias diplomáticas, con una hermana del señor de México, “la pequeña piedra preciosa” a quien “le hedían grandemente los dientes, por lo cual jamás se holgaba con ella el rey de Tlatelolco”. “Su marido no la estimaba en nada por ser endeble, de feo rostro, delgaducha y sin carnes y la despojaba de cuanta manta de algodón le enviaba Axayácatl, dándoselas a todas sus mancebas. Sufría mucho la princesa, se la obligaba a dormir en un rincón junto a la pared, en el sitio del metate, y tan sólo tenía para sí una manta burda y andrajosa… su marido la alojaba en casa aparte de sus mancebas, en ningún sitio se le daba valía alguna y precisamente nunca quería el rey dormir con la princesa, ‘pequeña piedra preciosa’, y dormía solamente con sus mancebas [que eran] hembras muy garridas.”

    No tardó en llegar a oídos de Axayácatl la triste historia de su hermana y, tomando como pretexto el insulto personal, decidió llevar a cabo lo que la ambición le dictaba: la conquista de Tlatelolco. La lucha fue difícil, ya que hasta las mujeres defendieron valerosamente su ciudad. Pero por fin debió sucumbir ante el ímpetu azteca, cuyos soldados subieron al gran templo y desde esa altura arrojaron el rey de Tlatelolco, con lo que terminó la guerra en 1473.

    Tlatelolco tenía relaciones estrechas con la gente del valle de Toluca; tal vez por esto, a su caída, Axayácatl se dedica a la conquista de todas las ciudades de esa región. En varias de ellas quedan ruinas interesantes; pero con mucho, las más notables son las del templo monolítico de Malinalco. Con un plan de trabajo que debe haber sido preparado muy cuidadosamente de antemano, se fue recortando la piedra blanda hasta formar una gran cámara circular, con sus escaleras de acceso y esculturas. La puerta representa la cara de un enorme serpiente con la boca abierta, a cuyos lados se tallaron dos esculturas. De un lado, una serpiente con escamas en forma de puntas de flecha, que sirve de pedestal a una figura humana de la que desgraciadamente sólo quedan los pies y que muy posiblemente representara a un caballero-águila. Al otro lado, un caballero-jaguar, también incompleto, está de pie sobre un tambor forrado de piel de jaguar. Pasada la puerta se encuentra uno en un cuarto circular rodeado de una banca. En ésta se representó la piel de un jaguar con la cabeza, la cola y las garras de este animal; a sus lados y también sobre la banca, dos pieles de águila de admirable factura, y otra, en el centro, completan la decoración. El techo cónico debe de haber sido de paja. Todos los elementos de este edificio indican que se trata de un lugar donde se efectuaban ceremonias de las dos órdenes militares llamadas caballeros-jaguares y caballeros-águilas. Por lo que sabemos de estas órdenes, sólo podían pertenecer a ellas los guerreros más ilustres a quienes se confería, como un honor muy especial, uno u otro de estos dos títulos. Curiosamente, como las órdenes de caballeras medievales, combinaban el espíritu militar con obligaciones religiosas que, en el caso de los mexicas, consistían principalmente en rendir culto al sol. De aquí podemos deducir que el templo de Malinalco estaba dedicado principalmente a este astro.

    Independientemente del despliegue de habilidad que indica, ya que el menor error era irreparable, estéticamente las esculturas de animales pueden colocarse entre los ejemplares más bellos del arte azteca. Tienen ese estilo realista muy esquematizado, donde unos cuantos rasgos indican, mejor que la más precisa de las copias, las características del objeto esculpido.

    En una de las cámaras laterales se conserva un fragmento de fresco que representa una fila de guerreros caminando. Además de su interés iconográfico, es una de las rarísimas pinturas murales de esta época en existencia; del valle de México no se conserva casi ninguna.

    Como resultado de las conquistas en el valle de Toluca, los mexicanos se convirtieron en colindantes del gran reino tarasco. Hacia 1480 se inició la inevitable guerra entre los dos poderes militares más importantes del momento; por primera vez la técnica de los mexicanos no dio el resultado acostumbrado y sus ejércitos fueron derrotados. A partir de entonces se estableció entre los dos reinos rivales una curiosa situación de “guerra fría” y los dividió una “cortina de piedra”, ya que ambos bandos construyeron a lo largo de la frontera una serie de puntos fortificados con carácter más bien defensivo que ofensivo. Los mexicanos trataron de rodear al enemigo conquistando toda la región de Guerrero para poder atacar a los tarascos también por el sur; pero esta estrategia tampoco les sirvió, pues jamás lograron atravesar el río Balsas.

    Esta situación de jaque continuo duró hasta que la conquista española vino a alterar el equilibrio de las fuerzas. Tal vez se debiera al hecho de que al ímpetu de los soldados aztecas, los tarascos oponían armas superiores, ya que frecuentemente eran de cobre.

    La exploración de algunas de estas fortalezas, en realidad apenas iniciada, ha permitido sin embargo conocer bastante del arte militar de la época. Están construidas en cerros de difícil acceso y rodeadas de uno o varios círculos de murallas y a veces de fosos. Eran defendidas por pequeñas guarniciones de soldados, pero no formaban verdaderas poblaciones permanentes; conservaban, pues un carácter estrictamente militar.

    El gobierno de Axayácatl, aparte de las guerras mencionadas, se caracteriza por una serie de otras con las cuales el terror que infundían los soldados aztecas creció de día en día. Ya en ese momento, está bien implantado el odio que inspira el imperialismo azteca; odio cuyas consecuencias han de ser de primera importancia a la llegada de Cortés.

    Por otro lado, Axayácatl sigue la tradición de Moctezuma I; se hace construir un gran palacio, y continúa las obras magnas del templo mayor. De su época parece ser la gran escultura generalmente conocida con el nombre de calendario azteca, y que es en realidad una piedra votiva en honor del sol. Este monumento, de una rara perfección y de importante simbolismo, conservado hoy en día en el Museo Nacional de Antropología de México, inicia la época de la escultura monumental azteca, la cual continuará durante los reinados siguientes.

    El sucesor de Axáyacatl, Tízoc, reina sólo de 1481 a 1486 y según parece murió envenenado. Aun en tan corto plazo logró bastantes nuevas conquistas, inmortalizadas en un momento magnifíco: la piedra de Tízoc. Es un gran cilindro de basalto alrededor del cual están representadas las victorias del emperador. Ésta lleva las insignias y los atavíos de Huitzilopochtli ya que, como gran sacerdote del dios, se vestía como él. Después de su muerte lo sucede a su hermano, Ahuízotl, tan terrible y brutal conquistador que su nombre ha llegado hasta nuestro días como símbolo de algo temido o que de continuo nos persigue o molesta.

    Al año de reinar, en 1487, se termina la construcción del gran templo. Ahuízotl decide inaugurar la obra con solemnidades hasta entonces nunca soñadas. Para ello emprende una verdadera cacería de prisioneros y se dice que logró sacrificar 80 000 hombres, con lo que indudablemente el sol debió adquirir nuevas fuerzas. Parece altamente exagerado el número de víctimas que se señala; pero cualquiera que haya sido la cantidad de sacrificados, dejó un recuerdo imborrable en las memorias indígenas.

    El terror de los ejércitos o el recuerdo de los sacrificios convenció a todos lo pueblos aún no sometidos del poder de los mexicanos. Éstos emprendieron otra campaña hacia el sur, con la que no sólo completaron sus conquistas en Oaxaca y en el istmo, sino que también llegaron hasta la frontera actual de Guatemala, cayendo en sus manos toda la región del Soconusco.

    La muerte de este gran conquistador no estuvo a la altura de sus hazañas. En 1502 se rompió un dique, lo que produjo una inundación en México; y al querer escapar, Ahuízotl se golpeó en un dintel y, como Carlos VIII de Francia cuatro años antes, murió a consecuencia de ello.

    Con su muerte termina la serie de grandes jefes militares que habían reinado en Tenochtitlan desde Moctezuma I y cuyas conquistas habían hecho de la pequeña ciudad construida sobre una isla del lago, la capital de un vasto imperio.

    La organización de los ejércitos, cada día más importantes; la dirección del imperio con todos sus problemas políticos y económicos; y aun la constitución de una vida urbana, desaparecida desde hacía varios siglos, hubo de transformar profundamente la estructura del pueblo azteca. Ya la pequeña horda, nómada y despreciada, se ha convertido en el grupo dirigente y dominador de pueblos tan diversos como numerosos. El viejo sistema tribal no podía continuar; la sociedad se divide en clases, y hay nobles, plebeyos y esclavos. Asimismo hay mercaderes, sacerdotes, obreros especializados en numerosas técnicas manuales y toda una burocracia. Este cambio radical se nota también en la persona misma del jefe, que se convierte cada vez más en autócrata y que bajo Moctezuma II, se va a transformar en una especie de dios. Como a los césares romanos, el poder se les había subido a la cabeza y la antigua organización era cada día más un despotismo de tipo oriental.

    En 1502, cuando Moctezuma II, fue elegido emperador, tenía la reputación de un capitán valeroso que hábilmente había sabido dirigir los ejércitos; pero sobre todo, la de un sacerdote profundamente conocedor de la religión; una especie de místico sencillo y humilde. Rápidamente cambió toda esta situación para convertirse en un déspota rodeado de todo un ceremonial cortesano muy complicado. Nadie podía verlo, sino debía presentarse ante él con los ojos bajos; no se lo podía tocar. Los pocos que tenían derecho a visitarlo debían entrar descalzos haciendo una serie de genuflexiones, llamándolo Señor, Mi Señor, Mi gran Señor.

    Los primeros 17 años de su reinado pasan en continuas guerras y en la sofocación de rebeliones de algunos pueblos que, desesperados por la opresión, se levantan en armas esperando vanamente evitar el tributo que se les había impuesto. Pero Moctezuma II tiene poca participación personal y más bien vive en la ciudad, dedicado a los placeres y a los deberes religiosos.

    Era un hombre inteligente y refinado aunque profundamente superticioso, y toda su vida estuvo basada en sus creencias. En 1519 estalla, como un grito espantoso, la terrible noticia: Quetzalcóatll ha regresado. Desde el primer momento Moctezuma sabe que su reino se ha acabado, que las profecías sa han cumplido, que la lucha contra un dios es imposible. Entonces sigue el único camino abierto, la única forma de oponerse a un dios: obtener la ayuda de los otros dioses y tratar de convencer a Quetzalcóatll de que se regrese.

    Por un lado, envía a Cortés las insignias del dios: el penacho de plumas, la máscara de oro y los numerosos regalos con que espera convencerlo. Éstos lo convencen; pero precisamente de lo opuesto a lo que deseaba Moctezuma, o sea, de seguir su marcha, engolosinado por el oro.

    Por otro lado, reúne Moctezuma a los sacerdotes y a los brujos que, tras largas discusiones, deciden llevar contra Cortés toda una campaña mágica que lo inmovilizará. Como era de esperarse, una tras otra fracasan las tretas. Los embrujos son infructuosos y, sin hacer caso de la desesperación de Moctezuma, Cortés se presenta un día ante las puertas de México.

    Moctezuma, por última vez representa su papel de rey y sale a recibir al conquistador: “Ya que llegábamos cerca de México a donde estaban otras torrecillas, se apeó el gran Moctezuma de las andas y traíanle de brazo aquellos grandes caciques, y debajo de un palio muy riquísimo a maravilla, y el color de plumas verdes con grandes labores de oro, con mucha argentería y perlas y piedras chalchius, que colgaban de unas como bordaduras, que hubo mucho que mirar en ello. Y el gran Moctezuma venía muy ricamente ataviado según su usanza y traía calzados unos como cotaras, que así se dice lo que calzan; las suelas de oro y muy preciada pedrería por encima en ellas, y los cuatro señores que le traían del brazo venían con rica manera de vestidos a su usanza, que parece ser se los tenían aparejados en el camino para entrar con su Señor, que no traían los vestidos con los que nos fueron a recibir, y venían, sin que ellos cuatro señores que venían delante del gran Montezuma, barriendo el suelo por donde había de pisar, y le ponían mantas porque no pisase la tierra. Todos estos señores ni por pensamiento le miraban en la cara, sino los ojos bajos y con mucho acatao, excepto aquellos cuatro deudos y sobrinos suyos que lo llevaban del brazo, Y como Cortés vio y entendió y le dijeron que venía el gran Montezuma, se apeó del caballo y desde que llegó cerca de Montezuma, a una se hicieron grandes acatos. El Montezuma le dio el bienvenido y nuestro Cortés le respondió con doña Marina que él fuese el muy bien estado; y paréceme que Cortés, con la lengua doña Marina, que iba junto a Cortés, le daba la mano derecha y Montezuma no la quiso y se la dio a Cortés. Y entonces sacó Cortés un collar que traía muy a mano de unas piedras de vidrio, que ya he dicho que se dicen margaritas, que tienen dentro de sí muchas labores y diversidad de colores y venía ensartado en unos cordones de oro con almizcle porque diesen buen olor, y se le echó al cuello al gran Montezuma y cuando se le puso le iba a abrazar y aquellos grandes señores que iban con Montezuma le tuvieron el brazo a Cortés que no le abrazase, porque lo tenían por menosprecio”.

  • Crow

    Lecturas complementarias

    Ignacio Bernal, Tenochtitlan en una isla, Fondo de Cultura Económica, 1995.

    —, Introducción a la arqueología, Fondo de Cultura Económica, 1952.