la muerte del quinto sol

Relato de Ce Malinalli, apodada La Malinche o Doña Marina

No entramos en Xocotlán aquel día. Teníamos un aspecto demasiado cansado, íbamos demasiado sucios y nos dolían los pies; así no podíamos impresionar a nadie. Después de montar las tiendas a prudente distancia, cogimos fruta para cenar y recogimos pálidas flores de espliego que los totonacs trenzaron en guirnaldas.

Cortés mandó mensajeros para anunciar nuestra llegada y explicar nuestras amistosas intenciones al rey, un regente que siempre era varón, pero que siempre también recibía el nombre de Madre del Huerto. Y, mientras tanto, los xocotlanos observaban desde sus atalayas un ejército totonac y una banda de peludos duendes, algunos con cuatro patas y otros con piel metálica, todos ellos posados en el umbral de su país.

A los totonacs les preocupaba que la ciudad de los Huertos hubiera sido vasalla de los aztecas por una gavilla de años, porque sospechaban que la costumbre podía haber hecho que el yugo pareciera más ligero. Cresta de Delfín, el más importante de los intérpretes totonacs y uno de sus jefes militares, dijo:

– Después de una generación, la gente llega a acostumbrarse a que los aztecas les arrebaten a sus hijos y se les lleven la mitad de su comida. Empiezan a considerar a los recaudadores de impuestos como a los huracanes o las sequías, algo terrible pero que forma parte de la naturaleza.

Yo lo dudaba. Recordé la ira de los habitantes de Jalisco, el resentimiento de los agricultores de la Guarida de la Serpiente, la rebelde jactancia de los mercaderes y peregrinos. Su odio era infinito; llegaba de la dirección de Tenochtitlán y llevaba sin duda las órdenes de Moctezuma.

Mientras los totonacs se inquietaban y celebraban sus ritos, los españoles encendieron hogueras, aunque la noche era templada, y luego se sentaron a su alrededor, bromeando y descansando después de un duro viaje. Ahora que el frío paralizante de la montaña había desaparecido, sentí que mis ánimos revivían. Cuando me reuní con los soldados, me saludaron educadamente, incluso con afecto, y no parecieron sorprenderse de que estuviera allí con ellos; la dureza del camino me había convertido en su camarada. Cuando Cortés me cogió la mano y la mantuvo entre las suyas, nadie nos dedicó ni una sola mirada.

A la mañana siguiente el ejército se puso en marcha en formación compacta, con las armas cargadas y las flechas ajustadas en las ballestas. Como de costumbre, Cortés guiaba la columna, con aspecto grave y divino sobre Conductor de Mulas. Yo andaba a su lado, a pocos pasos delante de Aguilar, el padre Olmedo y el capellán, que llevaban cruces los tres. Seguía después un grupo de jinetes, escogidos porque eran los que tenían los caballos más fogosos; después venían los que llevaban los tambores y las trompetas, todos completamente armados y revestidos de armadura. Y así avanzamos con matracas, trompetazos y relinchos, una entrada asombrosa. Detrás de nosotros marchaban los soldados de a pie, guardando los cañones, y luego más caballería. Los totonacs, entonando himnos a Serpiente con Plumas, cerraban la retaguardia.

A llegar a la amplia avenida que conducía a la plaza y los templos, sentí de nuevo un estremecimiento de poder y de orgullo; pero, cuando estudié la escena en la que me encontraba, sin que pareciera que la examinaba, mi emoción se trocó en cautela.

Todos los veinticinco mil habitantes estaban allí, agolpándose en el lado derecho de la calle principal y en los planos tejados de las casas. Pero aunque el lado derecho estaba completamente lleno, el izquierdo permanecía desierto; sólo había en ese lado unos cuantos perros xolos, atados, que ladraban hacia nosotros desde las puertas de las casas y se batían en retirada cuando captaban la imagen y el olor de nuestros grandes perros de caza. Para los xolos era la misma sensación que si los hombres se enfrentaran con gigantes.

Las caras de la gente eran solemnes, incluso hostiles, aunque se habían vestido con ropa de fiesta; los hombres con capas de color naranja y verde, taparrabos teñidos y sandalias con borlas. Las mujeres llevaban faldas y capas bordadas. Vi, entre la multitud, algunos abanicos de hojas de palmera pintadas y algunos atados de plumas, pero no se veía ningún arma; las lanzas debían hallarse inmediatamente después de las puertas. Me causó una impresión extraña y ominosa el hecho de que la multitud, brillante como un arco iris en el marco de las paredes encaladas, permaneciera en el más absoluto silencio.

Cuando estábamos a mitad de camino de la plaza oí unos pocos vítores cautelosos de algunos que amaban a Serpiente con Plumas y luego los indiferentes gritos de una claque alquilada por los totonacs la noche anterior. Más importante fue el hecho de que vi algunas personas haciendo silenciosamente el signo de Serpiente con Plumas con los dedos curvados. La mayoría eran mujeres, y los hacían furtivamente.

Cortés me dijo, inclinándose hacia mí:

– Así que nos dan la bienvenida, después de todo. En silencio, pero es una bienvenida.

– Media bienvenida, mi señor. Sólo media.

Él miró de nuevo y asintió, aunque no llegó a entender por completo el sentido de que estuviera desierto el lado izquierdo de la calle, el lado consagrado al azteca Colibrí. Dudo que se diera cuenta de que las flores que unos pocos agitaban en señal de saludo estaban pasadas y mustias, como señal de que nuestra bienvenida podía deteriorarse con rapidez.

El rey Madre del Huerto había decidido mantener Xocotlán neutral de momento. Nos iba a aclamar con un mano y a ignorar con la otra. Era como la antigua costumbre de llevar una antorcha encendida en plena luz del día para demostrar que, para el que la lleva, es aún de noche, que ha decidido ser ciego ante lo que está sucediendo delante de sus ojos. Tales son los delicados signos de la diplomacia.

Nos reunimos en formación en la gran plaza, los españoles al frente, los totonacs detrás. Esperamos mientras el sol iba ascendiendo y empezaba a hacer calor. Madre del Huerto retrasaba su llegada para mostrar falta de interés y superioridad. Podía imaginarle arrastrándose ante Moctezuma y diciendo con su voz lastimosa:

– Respetado Portavoz, dejé que esos demonios se asaran al sol durante dos horas. Estaban secos como el adobe.

Finalmente Cortés se enojó. El Templo de Espejo Humeante tenía cuatro pisos, cada uno con una plataforma colocada a trece peldaños de distancia de la inmediatamente inferior. Los fieles debían arrodillarse en cada una de las plataformas para purificarse antes de llegar al sanctasanctórum de la cima. Cortés, con una colérica exclamación, espoleó de repente a Conductor de Mulas y subió hasta la primera plataforma, donde el caballo se encabritó y dio la vuelta, como para desafiar a la multitud. Otros tres jinetes siguieron su ejemplo, y las pezuñas calzadas de hierro sacaron chispas de los peldaños. Aguilar y los sacerdotes corrieron a reunirse con ellos, y yo también.

Cortés vaciló, miró a su alrededor como buscando al rey, luego subió a la carga hasta la siguiente plataforma, hasta donde nosotros también le seguimos. Por entonces, todo el ejército se había reunido en la base del templo.

El enjambre de xocotlanos empezó a cuchichear con ira mezclada con miedo. En pocos minutos cortés subiría al santuario de Espejo Humeante, y los xocotlanos sabían ciertamente lo que le había sucedido a los dioses de piedra de otras ciudades.

Un sacerdote asomó su cabeza de cuervo entre las cortinas del alto santuario y gritó:

– ¡Pedidle al rey que se dé prisa! ¡Estos demonios profanarán el santuario!

Otros se hicieron eco del grito, y los guerreros se acercaron a las puertas de las casas, a sus armas. De repente sentí la presencia de sangre derramada tan fuertemente que creí era un presagio; luego reconocí el olor, y vi que era verdadera sangre lo que iba escurriéndose por un canal que habían cortado en la balaustrada del templo. Los españoles aún no se habían dado cuenta.

Se produjo una conmoción en uno de los lados de la plaza -el lado derecho, naturalmente, no el dedicado a Colibrí- y los heraldos llegaron corriendo para anunciar la llegada inminente del rey. El truco de Cortés había resultado bien: había hecho salir de su escondite al monarca, que se retrasaba a propósito. Cuando la muchedumbre se abrió para dejar paso al palanquín real, nos quedamos atónitos. La plataforma, llevada por una docena de porteadores, no tenía cortinas a los lados y, sentado con las piernas cruzadas, venía en ella el Jefe Gordo de Zempoala que parecía haber llegado, por arte de magia, antes que nosotros a Xocotlán y ahora se dirigía a nuestro encuentro ataviado con una elaborada capa y una tirada nuevas.

Pedro Alvarado exclamó:

– ¡Por el culo de Satanás, es el mismo gordito! ¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿Qué truco es éste?

Luego, cuando el palanquín estuvo más cerca, me di cuenta de que después de todo no se trataba del jefe Gordo sino de alguien aún más obeso que el regente totonac, un montón de carne gelatinosa tan redondo, que dudo de que hubiera podio levantarse sin una cuadrilla de hombres para elevarlo. Parecía un enorme dios olmeca tallado en un solo peñasco y que podría rodar por la ladera como una pelota.

Un heraldo gritó:

– ¡Se acerca el rey Olintetl el Feroz!

No dijo Madre del Huerto, por lo que sin duda esto encerraba desprecio.

– ¡Olintetl se acerca!

Pero, en lugar de acercarse, el rey ordenó a los porteadores que se detuvieran a un tiro de arco de la escalera del templo, donde esperó, mirando a Cortés con ira, sólido como una montaña. Los sacerdotes que le acompañaban hicieron sonar matracas y soplaron en silbatos de hueso.

Cuando Cortés espoleó a Conductor de Mulas para descender la escalera contuve el aliento, y lo mismo hizo Aguilar. Si Conductor de Mulas se plantaba o tropezaba ahora, Cortés sufriría una terrible pérdida de dignidad.

Pero Conductor de Mulas se comportó como si le hubiesen entrenado en los peldaños de un templo, y los otros caballos le siguieron sin grandes vacilaciones. Yo me apresuré a seguirles y encontré un lugar en la balaustrada de piedra donde, permaneciendo de pie, tenía la cabeza algo más baja que el yelmo de Cortés, pero algo más alta que el rey. Necesitábamos todas las ventajas posibles. La sangre que se escurría por el canal casi me tocaba la suela de la sandalia.

El rey empezó a hablar en voz muy alta.

– Moctezuma, el omnisciente y todopoderoso, me ha pedido que os reciba como es debido, forasteros. Veo que tanto vosotros como vuestros… -Vaciló, no sabiendo cómo referirse a los caballos-… amigos de cuatro patas os habéis sentido ya atraídos hacia el alto templo. Eso es exactamente lo que esperaba. -¡Qué buen mentiroso era!-. Os atraía la sangre de nuevos sacrificios. Esta misma mañana, mientras os acercabais, sacrificamos a quince muchachos y muchachas en vuestro honor. Su sangre está aún fresca para que podáis beberla si vosotros y vuestros… – miró de nuevo a los caballos-… compañeros tuvierais sed.

– ¡Serpiente con Plumas repudia el sacrificio sangriento!- dije, sin esperar a que hablara Cortés.

Cuando Cortés entendió lo que había sucedido mantuvo su calma exterior. Su voz era suave pero fría como el viento de la cima de la montaña.

– Dile a este monstruo que sólo salvajes y bestias fieras beben sangre humana. ¡Me da asco!

Los españoles parecieron inquietos ante su franqueza. Yo suavicé las palabras al traducirlo y añadí una cita que muchos xocotlanos probablemente conocerían: la famosa advertencia de Serpiente con Plumas acerca del sacrilegio que representa matar.

– Porque incluso el grillo es sagrado, y no se debe despreciar a la humilde hormiga. ¡cuánto más preciosas son, por lo tanto, las vidas de vuestros hermanos y hermanas, los hijos de Ometeotl!

Madre del Huerto tuvo el buen gusto de mostrar, por su aspecto, que comprendía que había sido censurado y decidió al instante alejar a los españoles del templo.

– La comida os está esperando, si queréis seguirme. Será una comida pobre, pero es lo mejor que tenemos. -Hizo un gesto de ofrenda cordial. Después cambió el tono al añadir-: Nuestras mujeres y niños pasarán hambre para que podamos ofreceros nuestra hospitalidad.

Otra vez la bienvenida a medias, la contradicción, la doble máscara.

Nos dirigimos hacia una plaza secundaria, pasando junto a templos y palacios que los españoles encontraron más magníficos que yo. La arquitectura de Xocotlán es hermosa, pero monótona.

La comida, servida por viejas feas y viejos excéntricos, fue escasa y sosa. Mientras comimos, el rey habló de las glorias de Tenochtitlán y Moctezuma; en realidad, parecía uno de esos recitadores de alabanzas públicas que los pretendientes tabascos alquilan para impresionar a la familia de la futura novia.

– Tenochtitlán, la más grande de las ciudades del mundo, está construida sobre aguas profundas, y sólo se puede entrar en ella por calzadas elevadas. Estas tres calzadas elevadas están interrumpidas por puentes levadizos, cinco o seis en cada una. Todas las casas, decenas de miles de ellas, tienen tejados planos y pueden convertirse en fortalezas con mayor rapidez que la empleada por una garza para volar sobre la ciudad. Tenochtitlán es magnífica, inaccesible, invencible.

Una vez terminada nuestra mísera comida, se sirvió el banquete del propio rey y de sus cortesanos: grandes y humeantes fuentes llenas de carne y adornadas con pasteles de maíz teñidos y formando flores. A nadie le cupo la menor duda acerca del origen de aquella carne: esta matanza se había hecho en el templo. La cara de Cortés se volvió cenicienta; todos los españoles parecían sentirse enfermos.

Para empeorar las cosas con respecto a Cortés, muchos de los cortesanos estaban allí con su pareja, un amante varón; ésta era una costumbre bastante corriente en todas partes, pero especialmente frecuente y estimulada en Xocotlán. Ahora estos amantes aparecían cogidos con afecto de las manos, orgullosos de presumir de su pareja ante los recién llegados. Se acariciaban mutuamente, pero yo no vi nada indecoroso.

Cortés mantuvo los ojos clavados en la escena por un momento, después dio un golpe tan fuerte sobre la mesa con el recipiente de donde bebía que lo rompió en pedazos. Se puso de pie.

– ¡Diles que todo esto es abominable a los ojos de Dios! Deben apartarse del canibalismo, de la sodomía y de la adoración de los demonios.

El rey Madre del Huerto reflexionó sobre el conjunto de exhortaciones, después deliberadamente rodeó con su robusto brazo la cintura del joven más cercano.

– Pensaremos sobre ello. Los sacrificios y la absorción de fuerza a través de la carne de las ofrendas es una cuestión religiosa. Consultaremos a los sacerdotes. Pero la mutua atracción de los hombres jóvenes es parte de la naturaleza. Si los españoles desean cambiar la naturaleza, son ellos quienes deben realizar el milagro, no yo. Personalmente, creo que este punto de vista es necio y antinatural.

Traté de traducirlo y fracasé. Aguilar no podía ayudarme, porque todo cuanto podía hacer era tartamudear y enrojecer. Pero mi señor comprendió que sus demandas habían sido rechazadas.

Yo le dije a Madre del Huerto:

– Con el tiempo comprenderás el acierto de lo que aquí se ha dicho. Nosotros no queremos pelearnos.

Madre del Huerto asintió amablemente, pero Cortés se apartó de allí pesaroso. Yo sabía que su conciencia, su esencia divina, había sido ofendida.