Las artes y las ciencias prehispánicas Toltecáyotl, el conjunto de las artes y

Las artes y las ciencias prehispánicas

Origen del arte nahua

Los grupos prehispánicos que habitaron el Valle de Anáhuac se decían descendientes de los toltecas, los cuales influenciaron a los pueblos de su época y también a los posteriores, después de desaparecer misteriosamente.

Para exaltar su pasado glorioso, las culturas prehispánicas mexicanas con frecuencia hablaban de los tiempos idos como algo maravilloso donde tuvo su origen la Toltecáyotl, es decir, el conjunto de las artes y los ideales de los toltecas que también se cultivó en las ciudades de Huexotzinco, Chalco y Texcoco en los siglos XV y principios del XVI de nuestra era.

Cuando fray Bernardino de Sahagún llegó a la Nueva España escuchó de sus informantes indígenas las narraciones sobre el pasado floreciente de Tula, la ciudad principal de los toltecas, quienes construyeron soberbias casas y palacios con columnas de serpientes, incrustaciones de mosaicos de turquesa, pulidos y cubiertos de estuco. Habían sido los toltecas gente sabia y sensible al canto y a la poesía, fue así que la palabra toltécatl llegó a significar “artista” en lengua náhuatl.

Los artistas nahuas, herederos de la gran tradición tolteca, tenían su propia concepción acerca del arte, ésta se resumía en “la flor y el canto de las cosas”, es decir, el simbolismo que se expresa con una visión profunda y humana. Era necesario que el artista “dialogara con su propio corazón”.

Por la Colección de Cantares Mexicanos, se sabe que en las sociedades nahuas había reuniones de danzantes, cantores y poetas; Ixtlilxóchitl refiere en la Historia Chichimeca que existían academias literarias, musicales y de canto, parecidas a las de ahora, donde los distintos artistas recibían educación especial. Había: músicos, pintores, poetas, alfareros, orfebres y artistas plumarios, entre otros.

La poesía. Era común que los gobernantes del México prehispánico también desempeñaran la función de poetas y sacerdotes. La poesía náhuatl, a través del canto, estaba íntimamente ligada al sacerdocio, nada tenía que ver con el papel político del gobernante.

La pintura. Los tlahcuilos o pintores eran los artistas más importantes de la cultura náhuatl, pues hacían los códices y los murales y eran conocedores de las diversas formas de escritura náhuatl.

El arte plumario. Los amantécatl eran artistas que se encargaban de confeccionar exquisitos abanicos, penachos, mantos y cortinajes; para ello utilizaban plumas finas de distintas aves muy preciadas por los indígenas, sobre todo por los nobles.

La alfarería. Amasar el barro para que éste tomara la forma de cualquier figura era la tarea de los zuquichiuhqui, quienes con gran sabiduría transformaban la tierra. Los alfareros, dialogando con su propio corazón “hacían vivir las cosas”.

La orfebrería. Los artistas del oro y la plata fundían estos metales con carbón y cera para diseñar sus modelos, generalmente inspirados en seres vivos, es decir, imágenes en movimiento.

La escultura. Estaba ligada a los grandes conjuntos y construcciones arquitectónicas que florecieron en el México antiguo. Las principales creaciones consistieron en altares, yugos, palmas y cabezas colosales. La escultura está considerada entre las mejores manifestaciones de las culturas prehispánicas, como muestra están la Piedra del Sol o Calendario Azteca, el Océlocuauhxicalli y la Coatlicue.

La música. Antes de la llegada de los conquistadores, los pueblos del Valle de México –sobre todo los aztecas– habían alcanzado una evolución musical que seguía en ascenso, aunque en la actualidad no ha sido posible encontrar algún códice o clave que informe cuál pudo ser el aspecto melódico, rítmico o estructural.

La danza. Tenía un sentido profundamente religioso y mágico; cualquier error en su ejecución demeritaba su propósito y constituía una ofensa al bienestar público. Por otra parte, había danzas de placer expresamente para los festejos personales. Se tiene conocimiento de la existencia de academias de danza en Tenochtitlan, Tlacopan y Texcoco, mismas que gozaban de notoria importancia dentro del Estado. Dichas escuelas se llamaban mixcoacalli (“casa de la Vía Láctea”) y a ellas concurrían los alumnos, generalmente jóvenes, quienes eran instruidos, separados en cuartos para hombres y mujeres, en el arte del movimiento artístico corporal.

Las ciencias prehispánicas
Hay quienes afirman que, en general, el nivel intelectual de la Europa del siglo XV, en muchos aspectos era menor con relación al desarrollado por las civilizaciones de América. De haber preservado la metodología y los conocimientos indígenas, es probable que hubieran contribuido al enriquecimiento de las ciencias europeas; por el contrario, fueron destruidos y por lo poco que sobrevivió, es como se conocen algunos aspectos de las ciencias prehispánicas.

La medicina. Después de la Conquista Bernardino de Sahagún a través de unos doctores indígenas de Tlatelolco, obtuvo informes sobre la medicina mexicana, en particular, de algunas curaciones.

Los conocimientos del médico o curandero se transmitían de generación en generación, de padre a hijo o de madre a hija, para esta disciplina existía un idioma propio que solamente los “iniciados” conocían.

En la cirugía y patología externa, los médicos prehispánicos utilizaban métodos semejantes a los de nuestros días. Para las fracturas y luxaciones usaban emplastos que endurecían sobre la parte del cuerpo afectada, asimismo hacían entablillamientos. Las sangrías eran las operaciones de pequeña cirugía que se practicaban aunque muchas veces tenían fines religiosos más que medicinales; las hacían de dos maneras: ya sea locales, usando las púas huecas de huitztlacuatzin (puerco espín americano) o las de maguey; o bien las generales, verdaderas sangrías muy apreciadas entre ellos.

En la odontología tuvieron un avance considerable: curaban las caries rellenándolas con una pasta a base de raíces, zumo de hojas o polvos que eran usados como sedantes.

Respecto a la medicina interna, obtuvieron también avances importantes. Reconocieron las enfermedades infecciosas como el matlalzáhuatl (tifo), fiebres eruptivas, intermitentes, de la piel, parasitarias, etc. Asimismo, tenían prácticas muy avanzadas en obstetricia.

Cabe señalar que el tratamiento médico para las curas de pacientes estuvo respaldado por una excepcional botánica que contribuyó al enriquecimiento de la farmacéutica prehispánica, que todavía perdura en algunas poblaciones indígenas.

Las matemáticas, la astronomía y la cronología. Los pueblos nahuas mostraron excepcional genio matemático al inventar una serie de signos que conforman la expresión numérica o cronológica más singular en toda la historia de las ciencias exactas. La época y el lugar de invención son desconocidos; varios de esos símbolos han aparecido unidos a formas elementales de contabilidad.

Los antiguos astrónomos mexicanos dejaron testimonio de un gran número de cálculos que integran interciclos lunisolares y planetarios de singular precisión que necesitan para ser comprobadas las cifras astronómicas modernas, con cuatro y hasta con ocho decimales.

Por medio de datos que han sido rescatados –aunque incompletos– se ha podido reconstruir el sistema cronológico-astronómico de los pueblos indígenas. Sin embargo, lo más importante radica no sólo en lo que se podría definir como concepción geometrizada del tiempo, en cuanto a la correlación de las cinco unidades calendáricas utilizadas —260, 360, 364, 365 y 365.2421987— sino en la naturaleza cósmica del sistema cronológico indígena. Sin lugar a dudas, La Piedra del Sol o Calendario Azteca es el ejemplo más importante de la medición del tiempo en el mundo indígena prehispánico.

Canto de primavera*
En la casa de las pinturas
comienza a cantar,
ensaya el canto,
derrama flores,
alegra el canto.

Resuena el canto,
los cascabeles se hacen oír,
a ellos responden
nuestras sonajas floridas.

Derrama flores,
alegra el canto.

Sobre las flores canta
el hermoso faisán,
su canto despliega
en el interior de las aguas.

A él responden
varios pájaros rojos,
el hermoso pájaro rojo
bellamente canta.

Libro de pinturas es tu corazón,
has venido a cantar,
haces resonar tus tambores,
tú eres el cantor.

En el interior de la casa de la primavera,
alegras a las gentes.

Tú sólo repartes
flores que embriagan,
flores preciosas.

Tú eres el cantor.

En el interior de la casa de la primavera,
alegras a las gentes.

Amantécatl
El buen artista de las plumas:
hábil dueño de sí,
de él es humanizar el querer de la gente.

Hace trabajos de plumas,
las escoge, las ordena,
las pinta de diversos colores,
las junta unas con otras.

El torpe artista de las plumas:
no se fija en el rostro de las cosas,
devorador, tiene en poco a los otros.

Como un guajolote de corazón amortajado,
en su interior adormecido,
burdo, mortecino,
nada hace bien.

No trabaja bien las cosas,
echa a perder en vano cuanto toca.

Tlahcuilo
El buen pintor: entendido,
Dios en su corazón,
que diviniza con su corazón a las cosas,
dialoga con su propio corazón.

Conoce los colores, los aplica, sombrea.

Dibuja los pies, las caras,
traza las sombras, logra un perfecto acabado.

Como si fuera un tolteca,
pinta los colores de todas las flores.

Zuquichiuhqui
El buen alfarero:
pone esmero en las cosas,
enseña al barro a mentir,
dialoga con su propio corazón,
hace vivir a las cosas, las crea,
todo lo conoce como si fuera un tolteca,
hace hábiles sus manos.

El mal alfarero:
torpe, cojo en su arte,
mortecino.

* Ms. Romances de los señores de la Nueva España, trad. Miguel León Portilla, Trece poetas del mundo azteca.

Fuentes consultadas

Álvarez, José Rogelio. Enciclopedia de México, tomo.I. México, 1977, 607 pp.
Alvelais Pozos, Luis. Los cantos de Nezahualcóyotl. Instituto Mexiquense de Cultura, Primera edición: 1993, México, 140 pp.
Clavijero, Francisco Javier. Historia antigua de México, Editorial del Valle de México, México, 1991, 521 pp.
León Portilla, Miguel. La filosofía estudiada en sus fuentes. Prólogo de Ángel María Garibay. Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1993, 463 pp.
Martínez López Bago, Mario. Esplendor del México Antiguo. Editorial del Valle de México, México, 1988, 140 pp.