la tierra sin mal guaranies

Desde el mismo momento de la conquista hispánica, llamó la atención de los conquistadores y colonizadores el hecho de que los guaraníes no poseyeran templos, ni ídolos o imágenes para venerar, ni grandes centros ceremoniales. Muchos cronistas de la época no dudaron en concluir que se trataba de un pueblo sin ningún tipo de creencias religiosas. La verdad era otra, la religiosidad existía y era profundamente espiritual, a tal punto de no necesitar de templos ni de ídolos tallados.
Ñanderuvuzú, Nuestro Padre Grande, o Ñamandú, el primero, el origen y principio, o Ñandeyara, nuestro dueño, eran los nombres que hacían referencia a una divinidad que era concebida como invisible, eterna, omnipresente y omnipotente. Una entidad espiritual concreta y viviente que podía relacionarse con los hombres, por ejemplo bajo la forma perceptible de Tupá, el trueno. Se manifestaba en la plenitud de la naturaleza y del cosmos, pero nunca en una imagen material. Ñanderuvuzú no era el dios exclusivo de los guaraníes, era el dios padre de todos los hombres. Esta idea de universalidad de la divinidad resulta realmente asombrosa por su grado de desarrollo, si la visualizamos en el concierto de las concepciones de la divinidad elaboradas por las otras culturas prehispánicas americanas.
Frente a Ñanderuvuzú, el padre bondadoso, el dador de vida y sustento del equilibrio del orden universal, estaba la otra dimensión de la realidad espiritual, el Mal, expresado en el concepto de Añá. Esta fuerza maléfica era la generadora de la muerte, la enfermedad, la escasez de alimentos y las catástrofes naturales. La realidad era comprendida como un débil equilibrio que podía ser roto por Añá en un instante cualquiera. De allí la trascendencia otorgada socialmente a la figura del chamán o payé, única persona capáz de conjurar con sus poderes sobrenaturales a las fuerzas del mal, pero al mismo tiempo muy temida por su capacidad de dominar y de valerse del mal como instrumento.
Para los guaraníes esta tierra y esta vida eran la imperfección. Existía un lugar donde todo era perfecto, la Tierra sin Mal.
La vida del hombre era un andar hacia aquel sitio, al que se podía llegar luego de la muerte física, y –en algunos casos excepcionales– corporalmente, sin pasar por el trance de la muerte. La Tierra sin Mal no constituía un mito para los guaraníes. Era un lugar real, concreto, que se ubicaba imprecisamente hacia el este, más allá del Gran Mar (Océano Atlántico). Esta creencia en la Tierra sin Mal generaba periódicamente grandes migraciones en su búsqueda, inspiradas por el mesianismo de algunos chamanes o payé.