La otra mexicanidad

La otra mexicanidad

Greco Sotelo

Cada primer domingo de noviembre llegan en procesión a la iglesia de Santiago Tlatelolco, de paso hacia el destino final: la Basílica de Guadalupe. Descargan sus mochilas para vestir sus cuerpos con el peso de la leyenda compartida. La transformación por el atuendo, la mutación simbólica es tan efectiva hoy como antes. El propósito, sin embargo, es muy distinto. El reportaje de Greco Sotelo es ilustrador al respecto, y pone al lector frente a una comunidad que quizá esta semana no estará tan ocupada gritando vivas a “los héroes que nos dieron patria”, como en la búsqueda y afirmación de su (“otra”) mexicanidad.

Aquellos mexicanos, hombres, mujeres y niños que huyeron de la conquista -dice Sotelo- vienen de regreso, atraídos por ella y con un propósito común: el encuentro devoto con Tonantzin-Guadalupe, la Madre Sintética de quienes habitamos este territorio, la Gran Bisagra entre pasado y presente, “la que pudo perdonar al Cortés que todos llevamos dentro, la que supo consolar a nuestro íntimo Cuauhtémoc”.

La “mexicanidad”: ríos de familias emplumadas lanzándose contra los muros de la Basílica de Guadalupe. La “mexicanidad”: desconfiados, hoscos danzantes guerreros vociferando contra el tímido sajón que se repliega sobre sus pasos en el Zócalo. La “mexicanidad”: santo y seña de modernos tenochcas inconformes, cofradía de la desilusión, círculo mágico contra la historia y la perversión de Occidente, tibio resguardo del copal amnésico.

El llanto se extiende, las lágrimas
[gotean allí en Tlatelolco.
Por agua se fueron ya los mexicanos;
semejan mujeres; la huida es
[general…

Es el 8 de noviembre de 1998, sobre la calzada de Guadalupe. Aquellos mexicanos que huyeron de la conquista vienen de regreso, apegados, amorosos, atraídos por ella. Hace exactamente 479 años, otro 8 de noviembre, el capitán español Hernán Cortés penetró en la ciudad de México con el fin de ganar para su Dios y para sí mismo a una nación de paganos. De México-Tenochtitlan a México Distrito Federal, esa nación no parece haber cambiado mucho en su raíz profunda: el alma indígena. Pero la memoria es corta y complaciente en unos; larga, triste y revanchista en otros.

Llorad, amigos míos,
tened entendido que con estos hechos
hemos perdido la nación mexicana.

“El mundo indígena prehispánico es nuestro gran mito de origen -señala el doctor Antonio Rubial, reconocido colonialista de la UNAM-, de allí esa fácil identificación con un paraíso perdido. Según la `mexicanidad`, en el mundo prehispánico todo era armonía y belleza, un espacio idílico donde el hombre y la naturaleza vivían sin contradicciones”. Los errores, los desajustes, los cataclismos naturales y sociales, el odio entre las almas, el divorcio irreparable de nuestra Madre nutricia y protectora: males todos oriundos del hombre blanco, del falso Quetzalcóatl que violentó de una vez para siempre la prístina inocencia del indígena. “Yo creo que hay que retomar las raíces lo más que se pueda -afirma Nadia Morales, de 21 años, contemplando los grupos de danzantes-: el sincretismo fue utilizado por los indígenas de una manera inteligente, para mantener sus tradiciones. Pero ahora no existe necesidad de eso”.

Hacia las 11 de la mañana, sobre el atrio de la iglesia de Santiago Tlatelolco, nutridos grupos de hombres, mujeres y niños han descargado sus mochilas para vestir sus cuerpos con el peso de una leyenda compartida. Se quitaron las chamarras, los suéteres, las camisas; se zafaron los pantalones, los zapatos. Luego, en un ambiente de regocijo general, se amarraron el maxtli sobre la cadera, la tilma sobre los hombros, las ajorcas de ayoyotes en los tobillos y -quienes pudieron costearlo- el copil de plumas sobre la orgullosa frente. La transformación por el atuendo, la mutación simbólica es tan efectiva ahora como antes. El propósito, sin embargo, es muy distinto. El guerrero negro con su penacho de plumas; el “conchero” de vistoso faldón; la “Malinche” reverente con su sahumerio y sus banderas tienen ahora un propósito común: el encuentro devoto con la Tonantzin-Guadalupe.

Mientras la procesión se fragua en Tlatelolco, mítico lugar de sacrificios, una vieja decrépita es depositada intempestivamente por un coche sobre el camellón de la calzada de Guadalupe, a pocos metros de la rampa que conduce a la Basílica. Increíblemente vieja y encorvada, su cuerpo derrengado viste un traje hechizo con glifos prehispánicos en pegotes azules. Avanza con dificultad, el magro cuerpo descoyuntado, sosteniendo una sonaja de lata. No tendrá menos de 95 años, aunque es imposible saberlo, porque apenas habla. Jovita, su acompañante, la ayuda a reclinarse sobre una banca del camellón: “Nosotros nos adelantamos, porque ella por su edad se queda atrás, y la peregrinación viene muy aprisa. Ella me dijo que viene aquí desde que tenía 13 años, con el grupo Quetzalcóatl. Para que usted entre al grupo, sólo necesita tenerle fe a la Virgen, y tener ganas de danzar. Pero debe usté jurar. Y si ya juró y luego sale con que `no quiero ser danzante`, luego le va mal a usté, luego se arrepiente_”.

La conversación se corta abruptamente ante el arribo de los primeros contingentes, anunciados por bandas de coheteros que acompañan la peregrinación a ambos lados del camellón. Las viejas huyen sobre la rampa, los cohetes estallan arriba con un silbido prolongado y melancólico. Abajo, el tráfico habitual de domingo en las inmediaciones de la Basílica se confunde en letreros, bocinazos y mentadas de madre: “VILLA-METRO HIDALGO”, “REFORMA-METRO GARIBALDI”. El cohetero de adelante prende la mecha, sin prisa, oteando el cielo; el cohetero de atrás lleva su carga explosiva con paso cansado, mirando el suelo.

El tumulto de emplumados avanza, barriendo el suelo sobre el camellón. Todos son los indígenas de antaño, todos son los católicos presentes, todos son los devotos de la Madre Sintética de los mexicanos. Guadalupe-Tonantzin, la Gran Bisagra entre pasado y presente. Guadalupe-Tonantzin, la que pudo perdonar al Cortés que todos llevamos dentro, la que supo consolar a nuestro íntimo Cuauhtémoc. El estruendo de bandas musicales y de tambores apaleados con furia llena la opaca y caliente mañana de domingo. “La danza es mejor que el yoga -comenta eufórico Florencio Gutiérrez, de 77 años, vestido a la usanza guerrera-: toda mi familia es como un clan, y yo lo comando según las costumbres de nuestros ancestros chichimecas”.

Es imposible retener visualmente cada parte del caos. La banda de músicos de la comunidad oaxaqueña de Yatzachi El Alto revienta el aire a trompetazos; delante de ellos, un grupo de niñas bailan agitando globos y rosas rojas. El sonido de los cohetes se mezcla con el de las bandas, los tambores y los agudos gritos infantiles; la visión de los estandartes, con el humo del copal, los atuendos de colores chillantes y el ornamento plumario. En un momento dado, la vista de la Basílica parece imprimirle a la procesión un ritmo frenético. Pasan tundiendo el suelo las “danzas chichimecas de conquista”, con su blasón donde ondean los padres franciscanos; los pobrísimos vestidos romanos de los campesinos de Tenango del Valle muestran, al mismo tiempo, su entusiasmo y su miseria; la ferocidad guerrera de la Peregrinación Azteca se pasea en trajes de cuero y pieles de ocelote, contrastando con las niñas multicolores de la Corporación de Concheros de México, y las mandolinas afónicas pulsadas por viejos encorvados del Grupo Xochipili.

Han venido desde todos lados, subiendo y bajando cerros. Han venido en camiones comunales, en autobuses alquilados, en los desvencijados autos familiares, en la mustia uniformidad del Metro. Para llegar al encuentro de su fe, salieron temprano desde Santa María del Monte, Santiago Zapotitlán, Chalma, Jocotitlán, desde el pueblo de San Rafael y desde Santa Rosa de Lima. Llegaron de la colonia Renovación de Iztapalapa, y de la Caracol de Ecatepec, de Nezahualcóyotl y del mismo Templo Mayor, entraña profunda de la antigua Anáhuac. “Venimos por nuestra devoción, por nuestro gran amor que sentimos por la Virgen -comenta una adolescente acompañada de su madre-, y también por Dios”. También por Dios, el invitado de última hora. Dios se ha colado al festín de Guadalupe, subordinada en rango, mas no en audiencia. “El día 12 de diciembre, que venimos a bailarle aquí a la virgen, no tenemos oportunidad de entrar a la iglesia a oír misa -explica Porfirio Ponce, de Iztapalapa-, es por eso que muchos preferimos venir este día, porque es el día especial de los danzantes”.

La peregrinación se aproxima a su teocalli en el fin del segundo milenio. El tono de la música es triste, festivo o marcial, según la naturaleza del grupo. Las alabanzas de los concheros tienen un timbre piadoso y plañidero: son los sincréticos, los conquistados de buen modo. Por el contrario, las danzas guerreras de aztecas y chichimecas son agresivas, de un protagonismo rebelde y desafiante: son los nostálgicos de un pasado impoluto, los conquistados de mal modo. El atuendo y los instrumentos, símbolos al fin, atestiguan las convicciones de unos y de otros. Los “concheros” son partidarios del pudor de las ropas largas, y la “concha” o mandolina es la aceptación cultural de Occidente. Los “aztecas” y “chichimecas”, por su parte, prefieren llamar Tonantzin a la madre que a pocos metros les espera. Bailan semidesnudos, portan el salvaje maxtli, los orgullosos pectorales, las soberbias plumas de los que no hubieron de someterse fácilmente. Por convencimiento propio han abandonado las cuerdas occidentales, y han retornado al mítico retumbar de sus huehuetls.

En los espacios que se han creado entre grupo y grupo, niños prehispánicos con cintas rojas en la cabeza corren sosteniendo bolsas de limonada entre los dientes. De un momento a otro, los costados del camellón a lo largo de la calzada aparecen atestados de puestos efímeros: aguas frescas, frutas enchiladas, gorras y rebozos de lana, casetes, sombreros de paja. El ambulantaje del siglo XX se ha puesto a las órdenes del carnaval de la nostalgia, del teatro apabullante de lo que una vez fuimos. A derecha y a izquierda, adelante y atrás, una ciudad indiferente es testigo de la más exótica de las peregrinaciones guadalupanas. De sur a norte han bailado cruzando la avenida Consulado y Robles Domínguez, la Henry Ford, Tesoro y Talismán; a su paso, enormes letreros sucios de hollín y grasa cotidiana han atestiguado los sahumerios, los gritos, el canto melancólico de los concheros: Porcelanite, Banamex, Wall Mart, McDonalds. “No que no, sí que sí, ya volvimos a salir: el Pasado Prehispánico”. “Este maxtli sí se ve, este huehuetl sí se siente”. Es preciso demostrar lo que somos, como diría Ortega, “bajo la forma de haberlo sido”. Es necesario anunciar al mundo (y a nosotros mismos) que seguimos allí, que la imagen del espejo no ha cambiado, que seguimos siendo iguales a nosotros mismos: eterna polea vuelta sobre sí, insaciable deseo de autoafirmación: la mexicanidad del mexicano.

“Los pueblos que tienen una conciencia nacional no necesitan predicarla o explicarla -sostiene el doctor Rubial-, la tienen, y punto. La `mexicanidad` es, de alguna manera, la confesión de que no hemos asimilado una cultura nacional propia, en términos de conciencia colectiva”. Concheros contra danzantes, danzantes contra chimaleros, chimaleros contra concheros. Entre la mano hispanista que pulsa la mandolina, y la indígena que azota el huehuetl, se alza conciliadora y pura la virgen bicéfala, la Mestiza, la que mira al pasado y al futuro de la nación mexicana.

Traspasando el enrejado del atrio, abierto de par en par, las conformidades y grupos de danzantes van ocupando los distintos puntos de la explanada. Para llegar allí, los contingentes han tenido que adelgazarse en el penoso embudo del pórtico, atiborrado de imágenes religiosas, fritangas y puestos de todo tipo. Uno que otro danzante no ha podido resistirse al pambazo, el huarache o el agua fresca. Pero en un momento alcanza también la explanada, busca a los suyos, se integra otra vez al grupo. Bailan de frente a Ella, los ojos puestos en su Casa, en su Misericordia. Son poco más de las dos en una tarde cálida y sin viento. Sobre el dintel de la Basílica, la pregunta infinita de la Virgen cae sobre sus hijos: “¿Acaso No Estoy Yo Aquí, Que Soy Tu Madre?”.

Acaso: grieta de la certidumbre, posibilidad del naufragio. Acaso. Poco a poco la explanada adquiere las dimensiones de una verbena fáustica. Es casi imposible hablar si no es a gritos. Como siempre, predomina el rugido de los huehuetls, de los tambores; debajo, insistente y monótono, el murmullo de los ayoyotes completa la música pagana. Desgañitadas alabanzas concheras vienen temblando, a veces, desde el fondo del atrio. Las últimas conformidades van llegando, arrastrando a su paso la cuota habitual de enfermos mortecinos, de tullidos sin remedio, de penitentes asfixiados por culpas inaudibles. “¿Acaso no estoy yo aquí, que soy tu Madre?”. Responderán con su corazón los que no son escépticos, los que han llegado caminando sobre sus manos y rodillas, los que han venido a descargar al hijo atravesado por puñal o picahielo, los que piden un lugar para dormir esta noche, los miserables de esta tierra.

Hacia las cinco de la tarde, la intensidad de la fiesta ha mermado. Abajo, sobre las escaleras que dan al pórtico, algunos puestos han empezado a levantarse, y desaparecen las portadas de los últimos diarios: “Debate civilizado en torno al Fobaproa, pide López Obrador”. “Amenazan epidemias; temen brotes de dengue y malaria por culpa de `Mitch`”. Mitch, Fobaproa: los nuevos nombres de los viejos males. Pero la Virgen, acaso. Es necesario acogerse a su gracia, con plumas caras de faisán o guacamaya, con plumas baratas de guajolote o gallo blanco. Ella no distingue entre la gamuza de los guerreros pudientes y el plástico de los que apenas se acabalan. Ella es la patrona y protectora de los melódicos “concheros”, de los rudos “chichimecas”, de los soberbios “aztecas”, y aun de los desprestigiados “chimaleros”, que podrían venderla a Ella en un descuido, como han vendido -dicen- la memoria y la imagen de sus padres indígenas.

“¡El es Dios!”: el sincretismo conchero

“La señal del sincretismo cayó sobre San Gremal -explica un joven conchero, metiendo la mano sobre una bolsita de nanches en el Zócalo-: allí, una noche, los fieles católicos estaban escuchando misa cuando los indios bajaron de los montes cercanos. Se armó la batalla. Y en eso estaban cuando el cielo se abrió, deslumbrándolos a todos. Quedaron paralizados de terror divino, indios y católicos. Entonces, mirándose unos a otros, dijeron: “¡El es Dios!”.

Los demás jóvenes del grupo escuchan por enésima vez la historia, regocijados, atentos. Casi puede advertirse en ellos un estremecimiento, como si el cielo se hubiese abierto de nuevo mostrándoles toda la verdad de esa revelación: ni indios paganos ni católicos hispanos. Simplemente mexicanos. Entre Tezcatlipoca y Jesús se alza ahora la verdad de un Cristo extensivo, piadoso, ilimitado, que bien podría apellidarse Ometecutli-Omecíhuatl, dualidad infinita, creadora de todo cuanto hay. Llámale cómo quieras: “El es Dios”.

La anécdota de San Gremal, mito fundacional de los concheros, no es otra que la antiquísima leyenda sobre el origen de la ciudad de Querétaro, en la tercera década del siglo XVI. Pero a los jóvenes danzantes de la conformidad Ollin Ayacaxtli, las precisiones históricas parecen importarles menos que la paralizante visión que encierra ese pasaje. Cuando pregunto algo, o pido una opinión, tres o cuatro muchachos se disputan la palabra. “No te vayas”, le dice uno a otro: “Tú también estás embarcado”. Embarcado en la devoción conchera, navegando sobre modernas religiosidades gastadas y credos infecundos. Los grupos de concheros son -así lo percibe el extraño- cofradías regocijadas de amigos en torno a una fe viva: El es Dios.

“Entre los grupos de danzantes, me parece que los `concheros` tienen mucho más qué ofrecerse entre sí -comenta Mario Giraud, pintor y poeta indigenista-, tienen un respeto hacia sus tradiciones antiguas; las cuidan, las promueven dentro de sus comunidades. A sus hijos les enseñan el sentido de la danza, su por qué. En cambio, el `chimalero` no es otra cosa que un vendedor de imagen. Es la verdad. Danzan para ganarse una lana, lo que no es otra cosa que devaluar la identidad que dicen respetar”. A sólo unos meses del final del segundo milenio, la devoción de los concheros parece efectivamente a salvo del marasmo y la rigidez de los credos tradicionales. Sus agrupaciones son por lo general fuertes, disciplinadas, solidarias. Por más que las manifestaciones de su fe se llamen “obligaciones”, es evidente que las velaciones, danzas y peregrinaciones concheras están movidas por un afán de encontrarse, de reconocerse en los otros a través de la fe en un Dios formalmente católico, pero acechado por sombras paganas y panteístas. “El es Dios, pero, ¿quién es El?”. “Bueno, mejor cantemos nuestras alabanzas”.

“Es difícil saber hasta dónde se remontan estos grupos de concheros, que manejan todo un discurso sobre el pasado indígena y el sincretismo -señala el doctor Rubial-, pero su tradición es evidentemente cristiana. Los santuarios son cristianos, los santos son cristianos. Hay un rescate de elementos indígenas, pero son mínimos. Yo creo que es sobre todo a partir de la revolución cuando los `concheros` generan un discurso nacionalista más articulado”. Aunque en los contenidos esenciales la fe conchera sea indiscutiblemente católica, su práctica íntima y externa bordea sin duda la excentricidad pagana. “En alguna ocasión fui reconvenido por un padrecito -recuerda Alberto Avila, viejo conchero de la palabra de don Ernesto Ortiz-, porque se me ocurrió identificar a Cristo con Ometecutli. En realidad, no fue más allá, sólo me pidió que había que evitar confusiones”.

Acostumbrada desde siempre a lidiar con paganos insumisos y culturas indoblegables, la Iglesia ha sabido convivir con las conformidades concheras en armonía y santa paz. Caminan juntas, en la misma dirección, pero diríase que no precisamente tomadas de la mano. Hay demasiadas caracolas, sahumerios de copal y llantos quejumbrosos por la mítica Tenochtitlan en estos “compadritos”. Y tantos, que el mismo Alberto Avila, hijo de refugiados españoles, reconoce que se ha visto algunas veces compelido a equilibrar la balanza. “En una ocasión, al perder mi primer uniforme, decidí vestirme con un hábito de fraile. Quise recalcar que esto es producto de un sincretismo, y que no sólo el copal y las plumas pesan”.

La velación de un conchero

Es una noche fría de mediados de noviembre, y el Renault destartalado de Alberto Avila se ha detenido ante un humilde zaguán de la calle Texcoco, en la colonia La Laguna, Tlalnepantla. Alberto, un hombre alto, delgado, con una barba espesa y canosa, avanza hacia una larga cochera improvisada como santuario. Lleva un pantalón ordinario de mezclilla, una sudadera Everlast, una veladora en la mano y la “concha” o mandolina bajo el brazo. Su paso es rápido, decidido, con la desenvoltura que le han dado 25 años de tradición “conchera”.

Saludando a los viejos “compadritos” con la mirada, espera su turno para “presentarse” ante el altar, donde una mujer morena recibe a los danzantes con sahumerios de copal. Es, en el lenguaje “conchero”, “La Malinche”, y sus ojos recuerdan los de Melquíades en la descripción de García Márquez: unos ojos orientales que parecen conocer el otro lado de las cosas. De todas las jerarquías del rito -el Capitán, las Palabras, el Regidor, el Sargento- “La Malinche” es sin duda la advocación más significativa. En la liturgia conchera, la Traidora por excelencia, el pecado original del derrumbe mexica, ha venido a consolidarse como la figura central de la reconciliación.

Llegada la ocasión, Alberto entrega la veladora, se reclina, intercambia ósculos devotos con la sacerdotisa, y pone sus labios sobre la “sombra” o “arbolito”, el estandarte de su conformidad. “La Malinche”, por su parte, bendice el “arma” o “concha” del danzante con el humo sagrado. Para él, la velación en memoria de la muerte del viejo jefe, don Ernesto Ortiz, ha comenzado. Las alabanzas, el intercambio del tradicional saludo “conchero”, y el embriagante copal se mueven por el recinto:

¡En esta santa Mesa, sí hay conformidad
válgame el Misterio de la Trinidad…
Allá en la gran, en la gran Tenochtitlán.
Allá en la gran, en la gran Tenochtitlán!

Los saludos informales, el bullicio, la complicidad de las anécdotas contadas en grupo, las sonrisas, escapan al tono habitual de las ceremonias del catolicismo burocrático. Hay un ambiente cálido, fraterno en esta improvisada galería presidida al fondo por las figuras del Santo Niño de Atocha y de la Virgen de San Juan de los Lagos. El alabancero desgrana sus coplas en honor del jefe desaparecido:

El Señor vive feliz con el Jefe Ernesto Ortiz
La sonrisa del Niñito, la Virgen de los Laguitos

Los miembros de la conformidad de Ernesto Ortiz van llenando poco a poco el espacio preparado para recibirlos en el domicilio del extinto capitán. A lo largo del corredor se han dispuesto sillas para los invitados y cordones con papel picado blanco y negro acentúan a un tiempo el tono regocijado de la ceremonia, y su carácter luctuoso. Una fuerte lona, atada a los muros, resguarda a los “compadritos” del frío y concentra la atmósfera del copal. “Antes de entrar a la danza yo me comprometí con el asunto cristiano, católico -señala Alberto Avila- y entendí que cualquier rollo hacia el futuro tendrá que ser sincrético y cristo-céntrico. Por eso me molestan estos intentos por volver al pasado sin aceptar nuestra cultura actual. Jesús realizó una hazaña que compromete a la humanidad entera con la reconquista del paraíso. Y esta tarde, que es de todos, se encuentra en el futuro, no en el pasado”.

Apostado a la entrada del zaguán, un hombre gordo metido en un poncho de lana se levanta de la silla para sonar la caracola. Anuncia la llegada de la primera conformidad visitante. A lo lejos, la caracola de la “Danza de las Insignias Aztecas” responde al saludo con un lamento largo y quejumbroso. Vienen cantando; vienen repartiendo el sahumerio por los cuatro vientos; vienen anunciando su homenaje al viejo jefe Ernesto Ortiz:

Estos son los Símbolos que el Señor mandó
para el cumplimiento de la Obligación;
allá en la gran, en la gran Tenochtitlán,
allá en la gran, en la gran Tenochtitlán…

Tras el final de cada copla, cerrando la intervención agradecida de cada invitado, las voces se alzan diciendo, repitiendo: “¡El es Dios!”, “¡El es Dios, compañero!”. Ataviados con ropas distintas, entonando diferentes alabanzas, las mesas o conformidades van llegando respetuosamente al recinto. Entre una y otra, un “compadrito” silencioso barre el polvo sobre el pórtico del zaguán. Su humildad no es menos ejemplar que la del “capitán” que conduce, o “La Malinche” que “bendice”, o el “caracol” que abre los vientos y anuncia la llegada. Todos los grupos se llaman, significativamente, “conformidades”: Conformidad de las Danzas Aztecas, Conformidad Xinaxtli, Conformidad Ollin Ayacaxtli, Conformidad Azteca de la Gran Tenochtitlan. Es la conformidad con la conquista, con el perdón, con el mestizaje, con esta ambigua manera de olvidar -recordando- la tragedia de México-Tenochtitlan.

Asomado a la ventanilla de la Miscelánea Chabelita, frente a la velación, el “compadrito” Alberto compra seis paquetes de pastillas de menta para repartir entre los desgañitados “concheros”. “Esa era mi gran bronca, cuando de joven quería estudiar medicina”, recuerda: “¿Quién tiene una solución al problema de la muerte?”. Sobre la calle, la luz mortecina de cuatro farolas revela una hilera de casas de cemento y ladrillos sin escalar. Perros moviendo la cola hacen una guardia famélica frente a un puesto de tacos, en la esquina. El frío aprieta en Tlalnepantla, en un barrio popular no del todo olvidado por la mano de Dios.

“Ser católico hoy en día es una cuestión muy problemática -continúa Alberto-, la fe no es una cosa que se transmita genéticamente, o por mandato. Por imponerle a alguien la fe, le quitamos su libertad de decidir y de acercarse a ella libremente”. Mientras habla, a sus espaldas, grupos de gentes con cintas rojas, plumas y melodiosas “conchas”, van ingresando en la atmósfera del copal bendecida por la presencia del Santo Niño. Con sus cantos, con sus alabanzas, rinden un homenaje al jefe muerto, dan gracias a sus santitos y a la Virgen y -al mismo tiempo- ayudan al Sol a enfrentar exitosamente la diaria batalla contra los dioses nocturnos. No hay contradicciones: “El es Dios”. Alberto, sus “compadritos” y “comadritas”, han elegido libremente una catolicidad pintada por la nostalgia de un pasado para siempre perdido. Católicos, apostólicos y romanos. Sí, pero con la honda tristeza de haber dejado algo de sí mismos, allá, muy lejos, allá, “en la gran Tenochtitlan”.

Greco Sotelo es historiador, egresado de la UNAM. Correo: vitabrevis@latinmail.com