En torno a la cosmogonía maya Por José Vila Selma

En torno a la cosmogonía maya
Por José Vila Selma

La cosmogonía mayence, como todas las amerindias, es el resultado de la búsqueda del dios entre los cuatro puntos cardinales dentro de cuyo espacio se dan los hechos naturales y actúan los elementos básicos que componen la realidad que al hombre conciernen, y cuya naturaleza humana no se hurta ni desprecia su condición natural.

Estas palabras, definitorias, dentro de lo que cabe ser Preciso en estas materias, no son de Redfield exactamente, sino que están deducidas de un texto del sabio citado, acaso uno de los más clarividentes, entre todos los que se han escrito sobre la mentalidad maya. y, desde luego, válido también para todos los grados en que se expresa la inmensa variedad de formas de cultura.

Porque el texto de Redfield no sólo nos ha permitido llegar a una aproximación de lo que sea una cosmogonía, haciendo hincapié y poniendo todo el énfasis en que siempre es el resultado de una busca humana afanosa Y delirante a veces, y siempre angustiosa, sino que nos permite afirmar, desde este ángulo paradigmático, la universalidad de ese esfuerzo humano, o, con otras palabras, que la búsqueda humana universal lleva a resultados homólogos y semejantes e iguales, incluso, en todos los ámbitos culturales en donde la mentalidad humana acepta el desafío de su encuadramiento dentro de una realidad creada.

Si Mircea Eliade ha demostrado hasta la saciedad la existencia universal del mito del eterno retorno, lo que nadie ha señalado, ni siquiera el mismo Redfield, es que ese mito es autóctono, sin adherencias ni influencias, de la mentalidad mayence; es un fruto análogo, pero no determinado por influencias extrañas. Este rasgo idiosincrásico de la autoctonía no debe ser perdido jamás de vista cuando se reflexiona en busca de la fisonomía real de lo amerindio.

Todos los años el dios Ka’k’och destruía el mundo, pero Hachäkyum no lo sabía, nos dice Chan K’in, un viejo lacandón en su testimonio grabado magnetofónicamente en 1974.

Fijémonos que el testimonio del eterno retorno está vigente en la mente del lacandón en 1974, pero que en ese mismo informante advertimos que no todos lo saben: es decir, se trata de una situación de transición: mientras los guardadores y conservadores de la tradición saben y creen en el mito universal, hay quienes comienzan a no saberlo, a no reconocerlo, y viven de espaldas a la tradición, bajo el imperio de la cotidianeidad que impera y domina sus mentalidades afanadas por aquello que no es permanente. Sólo el mito vive permanente; los otros cuidados que pueden colmar las ansiedades del lacandón actual son efímeros hasta su despersonalización.

Y dada esta situación crítica, se advierte hasta qué punto es necesario que las investigaciones reflexivas y profundas en lo posible sobre la tradición oral son hoy más necesarias que jamás lo fueron, porque de ellas se puede derivar no sólo la conservación del vigor del Mito y de la Fábula, sino, sobre todo, la capacidad convictiva para que esos mitos no pierdan su influencia dinámica sobre las etnias amerindias actuales.

Ciertamente, que seríamos bastante superficiales si no nos preguntáramos sobre la causa de que la cotidianeidad y sus afanes estén anulando la virtualidad actual y operativa del mito, y debemos tener en cuenta que, paralelamente, se está dando una dispersión del núcleo inicial y básico de la familia amerindia, con lo que vínculo paterno filial, que era el medio conductor de la tradición oral, y de todo el acervo de cultura elaborada se deshilacha. Al menos ésta es la opinión de Dumézil.

La familia amerindia no siempre, ni en todas partes, está sufriendo la misma descomposición de sus fuertes vínculos unitivos. Pero es cierto que cuando esa desmembración de la familia se da, siempre se debe a que la sumisión a los afanes de la cotidianeidad, el consumismo, que en el caso de los amerindios lleva —como es cultura chicana y la situación sociopolítica de las minorías insertas dentro del stablishment americano— a la despersonalización cierta, aparentemente otorga al individuo una dudosa capacidad de posesión, que hace agigantarse después de haber conocido las condiciones escasas de vida material de su etnia, la noción que de sí mismo tiene. Pero este gigantismo, a mi entender, no es sino la transposición, dentro de condicionantes propios de la idiosincrasia del homo economicus, del gigantismo del que nos habla la Fábula. Es necesario que, en aquellos tiempos, in hilo tempore, el gigante era el enemigo natural del hombre corriente y acaba siempre vencido por éste. ¿Por qué? El hombre corriente encuentra en el dharma, en la perfección, la plenitud de sí mismo, pero esta perfección es proporción entre las partes, mientras que el gigantismo es precisamente el símbolo significativo de todo lo contrario, de la desproporción y, por tanto, de la incapacidad para conseguir la perfección a la que los dioses le llaman, para la que lo santo le creare.

Esta contraposición entre gigantes y hombres normales es común y es universal en todas las culturas; es una de las fases de la creación del hombre en Popol Vuh; pero el sentido fabulado de esta contraposición no es otro que el de demostrar que no puede haber excepciones y no le es permitido al hombre, que ha de integrarse en una comunidad, singularidad alguna; y la mente prefilosófica inventa al gigante como el colmo de la singularidad posible humana; la presencia del gigantismo es un clamor por la unidad, por la igualdad, por la sumisión a una institución que se llama y se siente entre los amerindios como conciencia histórica y obediencia a un destino comunitario, por medio del cual, o el cual, consiste en el cumplimiento de una misión entre los cuatro puntos cardinales que enmarcan los horizontes geográficos y cosmogónicos de la mentalidad prefilosófica.

El sentido de unidad básico para el cumplimiento de misión comunitaria en el tiempo histórico, lo encontramos en las funciones atribuidas a las denominaciones de la divinidad, según el amerindio, el maya advierte que actúa sobre su conciencia:
Tzacol?Bitol Creador, formador
Alom Diosa madre
Qaholom Dios Padre
Hunahpú?Vuch Dios del alba, recordemos el texto pawni
Hunahpú?Utiú Diosa de la noche
Zaqui?Vima?Tziis Diosa abuela.
Nim-Ac Donsorte de la diosa abuela.
Tepeu Soberano, que tiene como misión conservar la tradición y propagarla de generación en generación.
Goumatz, Cuc Hombre civilizador, difusor y de cultura y ordenador de los valores comunitarios.
U Qux Cho Espíritu del agua.
U Qux Oaló Espíritu del mar.
Ah Raxá Lac Señor de la Tierra.
Ah Raxá Tzel Señor del cielo.
Ikpiyacoc, Ixrnucané conservadores de las cosas materiales e inspiradores de su conservación para el buen uso:

es evidente la similitud de esta gama descendente de funciones vivas y verificables de lo santo, como una familia.

Así, las funciones de la dignidad se convierten, dándoles nombre, en partes tangibles, cercanas a la conciencia del hombre a través de la palabra que las designa; la Palabra es el vínculo único entre el hombre y la divinidad.

Pero tan pronto como la noción de función entra a formar parte, a integrarse en la conciencia humana, el reconocimiento expreso de esta realidad hace que el hombre sepa como conducir su propio destino hasta y hacia su consumación: ha comenzado la Historia.

“Habiendo pronunciado… la palabra exacta y justa para la Tierra, ésta nace al instante», dice Rafael Girard, acaso uno de los más profundos comentadores del Popol Vuh, en la década de los cuarenta, cuando se iniciaron los estudios algo más que antropológicos y algo menos que de simple erudición. En esta escuela de hombres estudiosos de la realidad amerindia, se destaca la importancia la Palabra, sin la cual no sólo es imposible la expresión cualquier forma de cultura o de mentalidad o de actitud ante el universo, sino que también es imposible la comunión del hombre con la divinidad, porque no podría imaginarse adecuadamente la funcionalidad de estas relaciones, es decir, la forma como el atributo dinámico divino determina el ritmo de la vida cotidiana.

Todo el Popol Vuh, hasta que lo divino encuentra satisfactoria la creación del hombre, no es sino el intento de conseguir que esta criatura pueda expresarse mediante palabras, y si la divinidad no consigue esta perfección en lo humano, no es porque le falte a aquélla omnipotencia, sino por la resistencia de la materia informe de que esta compuesta la criatura humana hasta que recibe el aliento divino. El aire divino, la participación en la inmaterialidad de lo santo.

“La comunidad indígena constituye una unidad perfectamente homogénea, cultural y lingüísticamente, y se identifica por el uso del mismo vocablo con que dos miembros designan a Dios. Cualquier nombre o alteración de la pronunciación del nombre divino implica diferenciación dialectal, por tanto, separación política, porque la lengua —la Palabra, diría yo— es consustancial a la tribu y se extiende con ella”, escribió Ricard, ya mencionado.

En consecuencia, con lo afirmado por este sabio, no es el militarismo la causa de la identificación y del dominio de determinadas etnias sobre otras y de la sucesión de acontecimientos políticos que pueden constituir, y en realidad constituyen, la historia política de la amerindia, sino la expansión de una determinada concepción de la divinidad, de acuerdo con la semántica profunda e histórica y tradicional con que está formado su semantema y la radical significación de los fonemas que forman su semantema.

Este es u n aspecto no nuevo, pero sí inadvertido por los estudiosos de lo amerindio. Y aunque es verdad que hay que seguir profundizando en él, lo que ha sido imposible por la repugnancia instintiva que siente todo historiador con resabios positivistas a conceder importancia a la conciencia religiosa de los pueblos para conseguir su realización histórica, no es menos cierto que nuestro antimilitarismo, que deseamos sustituir por una fenomenología de la mentalidad religiosa, nos sitúa ante una doble vertiente de posibilidades:

1. La negación concluyente, de la impotencia de la historia positivista, y de su secuela la antropología para explicar algo humano en profundidad.

2. La nuclear condición religiosa de la mentalidad amerindia no sólo en los tiempos, en sus formas mentales y sus expresiones de cultura, ejercieron un dominio y unas determinadas influencias, sino también ahora, como vimos en el testimonio, supra, de Chan K’in.

Huamán Poma escribió:

Tenían una sombra y luz del conocimiento del Creador y Hacedor del Cielo, de la tierra y de todo lo que hay en ella. Su fe se manifestaba tan solo exclamando runa camac, pacha rurac (= Creador del Hombre, Hacedor del Mundo), es decir, tradicionalmente, que no repetición de modelos sino por pervivencia de modelos mentales, hoy se puede decir lo mismo.

La mentalidad cosmogónica amerindia, maya, nace de una permanente e inalterable actitud optativa del espíritu aborigen, cualquiera que sea su etnia o su ubicación geográfica.

Y siguen afirmando de generación en generación:

«Todo fue creado por nuestro Padre Dios y por su Palabra», leémos en el Libro del Consejo de Chilam Balam.

La mentalidad y la fabulación cosmogónica no puede ser, tras estas consideraciones que llevamos hechas, sino la explicación trascendente de lo cotidiano.

Los cuatro soles, los katunes maléficos, para los aztecas, para los mayas «marcan o indican una especie de evolución, no en el orden natural, sino en la sabiduría alcazada de lo divino… El progreso no se consuma gradualmente, sino por manifestaciones determinadas por la reflexión de las inteligencias divinas, al contemplar las obras realizadas», no solo por las divinidades y denominaciones de la participación de lo divino en lo cotidiano, sino también por los hombres como respuesta a esa participación de los dioses en los días humanos, escribió, y yo comento, Girard.

Meditación reflexiva sobre todo lo que sucede dentro de los límites de la cruz trazada por los cuatro puntos cardinales.

Parece mentira que nadie haya advertido que, precisamente, porque el signo de la cruz, con plenitud de semántica cosmogónica, está presente en amerindia, es por lo que podemos hablar de validez universal de su mentalidad prefilosófica.

En 1560, Garcilaso de la Vega, el Inca, llama la atención sobre el hecho de que la cruz existía en el área aymará desde tiempos inmemoriales; en el Museo etnográfico de Berlín, podemos admirar cruces de sanandres en unos pendientes, sellos para tatuajes, en estilo peruano antiguo, con una cruz ank ansata egipcia.

En algunas vestimentas, con harta frecuencia, con que se representa la figura histórica de Quetzacoatl. en sus vestidos están grabadas tanto la cruz de sanandres como la griega. En Palenque encontramos un relieve, quiché, en donde la cruz esta presente.

Sobre las vestimentas de Buda se puede advertir la presencia de la cruz svástica, wan, lo que significa que el indio no es lo que ostenta la primacía en el mundo, sino que el principio de todo es la divinidad y que toda la humanidad está contenida en lo Santo —de ahí sus brazos en ángulo recto, como queriendo contener el espacio en donde cupiere toda la humanidad, todos los hombres, y esos brazos en ángulo recto se pueden prolongar hasta el infinito— fue por eso signo de imperio en el racismo alemán; esa cruz con esos brazos rectangulares si gira, el cosmos gira, engendra torbellinos que unen la materia y el espíritu.

En el Ramayana encontramos un Profundo respeto hacia la forma svástica, en los templos prehistóricos de la India, Siam, China, Tibet; en sánscrito, svasti = salud, salvación. En las espaldas de los colosos de la Isla de Pascua, ese resto del continente lemuriano, están esculpiloponas de cruz, la ank. En Benarés y en Madera podemos encontrar pagodas cuya planta tiene el trazado la cruz latina. Y todo hace pensar que la cruz es un signo interior al mismo período diluvial. Pero hubo que esperar a San Pablo para que nos fuera revelado el misterio prefilosófico y arcaico de la cruz: atraer la divinidad todo a sí, a través del sufrimiento del karma divino.

Si las cosmogonías parten de la existencia de los cuatro puntos cardinales, los cuatro brazos del signo de la cruz son la única forma gráfica de simbolizar la irreversible dependencia de todo el universo para con la divinidad.

* Publicado en La mentalidad maya, textos literarios, edición de José Vila Selma, Editora Nacional, 1982.