SEÑORES DE LAS NUBES

De: Alias de MSNThe_dark_crow_v301  (Mensaje original) Enviado: 16/09/2005 11:23

SEÑORES DE LAS NUBES

Herederos de antiguas ciudades perdidas en la selva, los tzotziles son hombres y mujeres que se distinguen por su genuino orgullo y su mirada firme, casi retadora. Dicen ser los batsil uinic, “hombres verdaderos”, y sus raíces están profundamente enterradas en la América prehispánica.

Por David Díaz Gómez

Los tzotziles integran un pueblo que durante siglos ha sabido conservar sus costumbres en las partes altas del estado mexicano de Chiapas. La mayoría vive en pequeños valles o las cimas de los cerros, entre las nubes, a alturas que van de los 1 500 a los 2 700 metros sobre el nivel del mar.

    El pueblo tzotzil han mantenido de manera oral sus costumbres ancestrales. En pequeños asentamientos dispersos en las montañas, llamados parajes, es posible escuchar los conceptos mitológicos que tienen los batsil uinic del medio a su alrededor. Por ejemplo, para los totiques (personas venerables) del poblado de Zinacantán, el mundo es un cubo rodeado de agua sostenido por las deidades de los cuatro puntos cardinales; cuando alguno de estos titanes se mueve, sea por cansancio o porque cambia el cubo de un hombro al otro, ocurren los terremotos.

    Cinco siglos de colonización cristiana no pudieron desterrar los conceptos que este pueblo tiene de los dioses habitantes del cielo, las montañas o el inframundo. Al contrario, con el tiempo se ha creado un sincretismo de santos y vírgenes con atributos de deidades prehispánicas, lo cual desembocó en una serie de creencias que han provocado dolores de cabeza a muchos representantes de la iglesia católica.

    El tzotzil más conocido, Juan Pérez Jolote, cuenta en su biografía que “antes que naciera San Manuel, el sol estaba frío igual que la luna. En la tierra vivían los pukujes (demonios) que se comían a la gente. El sol empezó a calentar cuando nació el Niño Dios… Cuando aclaró bien el día y los pukujes huyeron, se escondieron en cerros, en barracas, para que no los vieran”.

    Por su parte, los zinacantecos cuentan que cuando la imagen del santo patrono San Lorenzo llegó al pueblo, hablaba mucho, pero que a los principales no les gustaba que los santos hablasen, por lo que le echaron agua caliente en la boca y así lo callaron por siempre.

    Para los tzotziles todas las cosas del universo tienen chulel o alma, incluyendo lo material y lo natural. El alma de un hombre es algo que se puede perder o se puede robar; cuando esto sucede, el ser humano se enferma y corre el riesgo de morir. La creencia dice que si el tzotzil se porta mal con su familia, si maltrata el bosque sin razón o se niega a servir a la comunidad en la jerarquía religiosa (servicio que todos los tzotziles tienen que realizar) pierde parte de su chulel y enferma, anda malhumorado o triste. En el mundo mágico de los tzotziles impera el equilibrio: todo hombre nace con un doble animal que habita en el territorio de las deidades. Si el humano se porta mal, la dualidad animal cae en desgracia, deja de recibir la protección divina y puede sufrir un accidente, ser herida o cazada en el mundo real, lo que implica serios males para su par.

    El diagnóstico y la curación de las enfermedades del alma únicamente pueden ser realizados por el ilol o curandero. Varios rezos, ofrendas de flores y velas ante imágenes sagradas en iglesias, en los ojos de agua o en las cuevas de los cerros, son suficientes para rehabilitar el chulel del tzotzil. Los curanderos también son expertos en dar buenos consejos que orienten al “hombre verdadero” en su comportamiento cotidiano con la familia, la sociedad y la naturaleza, evitando así que cometa actos de consecuencias funestas para su alma.

LA SOCIEDAD TZOTZIL

El mundo real de los tzotziles no es tan poético como el mitológico. La mayoría de las mujeres siguen pariendo a sus hijos arrodilladas en el suelo, con el auxilio de suegras y cuñadas o con la asistencia de una comadrona. Niñas y niños ayudan a sus mayores en labores cotidianas. Los varones asisten en las milpas y en el corte de la leña. Las niñas aprenden a preparar las tortillas, acarrean agua—a veces desde sitios a varios kilómetros del hogar—y siguen la tradición materna de tejer sus prendas. Si hay tiempo, van a la escuela.

    La dieta del tzotzil se basa en el maíz y el frijol, algunas verduras y hortalizas que ellos mismos cosechan y de cuando en cuando huevos y pollo. La carne de res es para momentos especiales como festejos religiosos o matrimonios.

    Los hombres emigran a trabajar por temporadas en fincas cafetaleras o campos de maíz de otras regiones del estado. Laboran como peones y ahorran gran parte del dinero que ganan: los jóvenes para casarse y los adultos para sufragar gastos de la jerarquía religiosa y civil de su comunidad.

    Además de las autoridades que exige el gobierno, en cumplimiento de las leyes mexicanas, los tzotziles poseen sus propios jerarcas civiles quienes, en la práctica, rigen la vida de sus comunidades. Estos “gabinetes morales” están integrados por al menos cincuenta miembros, entre mayordomos, mayores, alcaldes viejos, alféreces y regidores. Ellos se encargan de arreglar los problemas de tipo familiar, doméstico y social en los parajes; para asuntos más graves recurren a las autoridades oficiales. La jerarquía religiosa, por su parte, tiene a su cargo el mantenimiento de los festejos a los santos, la conservación y observación de los rituales y proveer lo indispensable para que el ciclo vital y espiritual de la comunidad se realice conforme a las tradiciones.

    Cualquier tzotzil que se digne de serlo debe participar, cuando menos una vez en su vida, en la jerarquía tradicional de su pueblo. El hombre está obligado a dejar a su pareja durante un año y atender, en la sede del cabildo tradicional, todas las acciones que demande su investidura. Sus deberes principales son colaborar y organizar los festejos dedicados a los santos patronos que le sean asignados. Esto significa un complejo ciclo anual de festejos que termina por abatir los bolsillos de los participantes.

    Las mujeres son las verdaderas arcanas de la tradición tzotzil. Cuando los hombres se ausentan, ellas asumen la responsabilidad de la economía familiar. Laboran en la milpa con los hijos y los suegros, se hacen cargo de la cría de borregos —cuya lana es materia prima para sus prendas de vestir— y comercian con el excedente de sus parcelas, hortalizas y granjas domésticas. Muchas trabajan el barro y tejen textiles artesanales que posteriormente venden en mercados de ciudades como San Cristóbal de las Casas o Tuxtla Gutiérrez, la capital.

    A diferencia de los hombres, las mujeres portan con orgullo el traje típico y conocen al detalle leyendas e historias de sus parajes, las cuales transmiten de manera oral de generación en generación. La educación de los hijos es parte de su tarea cotidiana y la emprenden con mucho amor y paciencia.

    El matrimonio entre tzotziles exige un previo y largo ritual de cortejo por parte del joven ante sus futuros suegros. En él intervienen pedidores —miembros respetables de la comunidad— y un buen número de regalos para la familia de la novia. Antes de pedirla en matrimonio, los padrinos se presentan frente a los padres de la muchacha para exponer las bondades del aspirante a yerno. Cuando se formaliza la relación, el joven pretendiente efectúa periódicas visitas llevando prebendas como frutas, algo de maíz, frijol, dulces para los cuñados menores y botellas de aguardiente (posh, en tzotzil) para el suegro o piezas nuevas de madera para el telar de la suegra. También hace trabajos en el campo que lo congratulen con la familia de la novia.

    Después de año y medio de cortejo el padre de la novia entrega a su hija, quien se va a vivir con los padres del novio en lo que éste construye su propia vivienda. Primero se casan ante las autoridades civiles, conforme a las leyes mexicanas, después ante la ley tzotzil en una vistosa y cara ceremonia supervisada por un anciano experimentado en los rituales.

    Los matrimonios tzotziles se tratan con sumo respeto, cada quien abocado a su responsabilidad dentro del núcleo familiar. Sólo en la jerarquía religiosa la mujer nunca ocupa un puesto de autoridad. La infidelidad casi no existe pues, según la tradición, los hombres que la cometen corren el riesgo de perder parte de su alma y las mujeres pueden ser víctimas de Viniktón, fantasma con cuerpo de burro que mata a las infieles en el bosque.

    Sólo se permiten los excesos durante la semana de Carnaval. En el poblado de Chenalhó, por ejemplo, hombres y mujeres casados pueden disfrutar sexualmente los kin tajimoltic (días locos) con otra persona sin temor al castigo.

    El rechazo de los tzotziles a todo aquello que no provenga de sus tradiciones y creencias va más allá de instalar autoridades paralelas. Cuando enferman, por ejemplo, acuden primero al curandero antes que consultar en un centro de salud oficial. Los iloles son expertos en herbolaria tradicional y en sus recetas la mezclan con rezos, velas y el sacrificio de algunas aves de corral. El diagnóstico parte de lo que la sangre “dice”. Para lograr esto el ilol toma el pulso del enfermo y “escucha” lo que el flujo sanguíneo le dicta. Los curanderos también obtienen sus diagnósticos “tirando el maíz”: por la forma en que caen al piso los granos de un puño de maíz pueden saber cuántas partes del alma del enfermo se han perdido. Si el mal es una enfermedad de ladino (todo aquel que no es tzotzil es un caxlán o ladino), como viruela, tuberculosis o gripe asiática, el curandero aconseja al paciente acudir a un centro de salud.

    Así es el mundo mágico de los tzotziles. Un mundo en el que el relieve, la vegetación y el clima son menos importantes para determinar el paisaje que las formas de asentamiento, los métodos económicos ancestrales y los signos culturales. Un mundo en el que cerros, valles, bosques y manantiales están cargados de un profundo significado.