Diferencias entre medicinas tradicionales y occidentales> una entrevista

De: Alias de MSNThe_dark_crow_v301  (Mensaje original) Enviado: 02/06/2005 23:59

Una entrevista interesante

Esta entrevista sale hoy en la prensa
(www.lavanguardia.es/lacontra/index.htm). Me ha parecido una visión
equilibrada de los contrastes entre la medicina tradicional africana
y la medicina occidental. Esta mujer no cae en fanatismo de ningún
tipo (ni occidentalistas ni indigenistas), dandose cuenta de que lo
más adecuado en muchos casos es un abrazo entre ambos mundos, y una
limpieza de los aspectos innecesarios.
Saludos

Marta
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TÒNIA CORTADELLAS, HA SIDO DOCTORA EN EL TERCER MUNDO 30 AÑOS

Presentación: Tengo 62 años: con cada cumpleaños me siento más rica
en vida. Nací en el Eixample barcelonés: éramos 12 hermanos y mi
padre era cirujano. Tengo dos hijos: una es ginecóloga y el otro
agrónomo. He aprendido mucho de mis pacientes, curanderos y colegas
del Tercer Mundo porque me han enseñado a vivir y a curar de otra
manera

Cuando acabé Medicina supe que no tendría bastante con ejercerla
aquí: sentía que tenía que dar y recibir más, que para mí no era
suficiente con dejar pasar los años en una consulta y me fui.

–¿Adónde?

Al hospital de Ngovayang, en Camerún. Llegué dispuesta a comerme el
mundo y a revolucionar la vida de aquella gente, pero, poco a poco,
me di cuenta de que ellos tenían también mucho que darme…

–¿Cómo?

Pedí consulta con un curandero local de gran prestigio, Papa
Étienne. Tuve que pagarle el equivalente a 1.000 pesetas y una
botella de vino tinto.

–¿Tenía alguna idea de medicina?

Pasé tres días con él y descubrí que poseía profundos conocimientos
de anatomía… ¡Ay, si a mi me hubiesen explicado anatomía como la
explicaba él! Sabía fitoterapia y muchísima medicina tradicional.

–Curioso.

Los buenos curanderos son muy buenos y yo aprendí con él cosas que
hoy pongo en práctica, pero tuve un disgusto muy grande.

–¿Por qué?

Un día un empleado del hospital se emborrachó y empezó a chillar que
Papa Étienne me había regalado sus poderes y que ya no tenía el don
de curar. Indagué y era cierto. Ya no recibía pacientes. Yo me sentí
fatal.

–Mujer, no era culpa suya.

Pero yo no quería interferir en su cultura. Así que fui a verle y le
pregunté cómo podíamos hacer que recuperara sus poderes.

–¿Los recuperó?

Sí, él me devolvió el dinero que le había pagado y así recuperó su
capacidad curativa.

–Buena lección.

Sí. También descubrí que era inútil curar caso a caso en el hospital
si no mejorábamos las condiciones de vida, del agua, de la
alimentación: allí la medicina tiene que empezar por ser social; si
no, te sientes inútil. Y la clave de toda mejora eran las mujeres.

–Eso dicen los expertos.

Volví a París a estudiar a la Sorbona, viajé a China para estudiar
medicina tradicional y me casé y fuimos a Afganistán enviados por la
Unicef: vivimos en un pueblo del norte del país. Íbamos a
planificar, pero acabamos haciendo de médicos porque nos venían a
buscar desde cientos de kilómetros.

–Supongo que se sentía muy útil.

Sí, el gran premio es sentirse útil. Tuvimos que salir de Afganistán
después del golpe prosoviético del 73: nos creían espías. Así que
volví a África, a Costa de Marfil.

–¿Más curanderos?

No. Trabajé en cooperación con las comadronas tradicionales
intentando reducir el tétanos neonatal.

–¿Cómo?

El parto era un momento mágico, secreto en el que yo no podía estar
presente porque protegían al niño de cualquier conjuro. Así que les
pedí que escenificaran con un mimo el momento del nacimiento. Lo
hicieron gesto por gesto… hasta que cortaban el cordón
umbilical… ¡y ahí estaba el problema!

–¿Dónde?

El cuchillo con el que cortaban el cordón era el machete que el
padre utilizaba para cosechar. Era un modo de poner al niño en
contacto con la fertilidad de la madre Tierra.

–Y de paso con sus virus.

Sí. Les intenté convencer de que cambiaran el machete por cuchillas.
No dio resultado. Así que les expliqué que la enfermedad se escondía
en el machete y que había que pillarla allí, quemarla. Convencí a
las comadronas tradicionales, y ellas a las mujeres, de que pusieran
el machete en el fuego al rojo vivo antes de cortar el cordón.

–Bien.

Erradicamos el tétanos neonatal en tres años. Luego me concentré en
su alimentación. El beriberi hacía estragos porque su dieta
consistía en arroz blanco día tras día. Les pasaba películas
didácticas, pero ellos suplicaban: “Es que está tan bueno…”

–¿Logró algo?

Poco a poco. También conseguimos evitar que el gobierno prohibiera
la actividad de las comadronas tradicionales en nombre de la salud
oficial “científica”. Y después volvimos a Francia a trabajar en un
proyecto pionero de salud en la Cévenne.

–¿Tan mal están allí?

¡Ja, ja! No. Investigábamos los hábitos de salud de los campesinos
tradicionales, de sus hijos que volvían a industrializar el campo y
de los neorrurales profesionales urbanos universitarios que decidían
abandonar la ciudad e irse a vivir al campo.

–¿Y…?

Curioso. Los campesinos tradicionales vivían justito con 50 ovejas,
las castañas y la miel. Sus hijos iban a estudiar Agronomía a la
ciudad y al volver montaban explotaciones semiindustriales de
cientos de ovejas…

–Aquí lo hacen con los cerdos: seis millones de cerdos, nadamos en
purines.

Allí la masificación ganadera causaba problemas medioambientales y
les convertía en esclavos de los bancos y mendigos de la subvención.
En cambio, los neorrurales de formación universitaria optaban por el
rebañito de ovejas tradicional y la apicultura artesanal y lo
complementaban con teletrabajo informático. Y les iba mucho mejor a
ellos que a los industrializadores del campo.

–Una historia que suena familiar.

Luego, Marruecos, Burkina, Guinea, Cabo Verde, Congo… Y por fin
decidimos regresar a Catalunya, compramos una casa en Matadepera y
estudié medicinas alternativas, que, con lo que he aprendido de Asia
y África, es la medicina que quiero ejercer ahora.