Seleccion 40 Ciencia Ficcion

CONTENIDO
Presentación: La gran tradición fantástica 4
LA RELIQUIA, de Gary Jennings 6
LOS EXTRAORDINARIOS VIAJES DE AMELIE BERTRAND, de Joanna Russ 27
LA VISTA DESDE LA ESCARPA SIN FIN, de Marta Randall 39
ROJO COMO LA SANGRE, de Tanith Lee 56
NORMA DE LA CASA, de Poul Anderson 66
EL PRINCIPIANTE, de Philip José Farmer 76
LA PRIMERA MISIÓN A MARTE, de Robert F. Young 95
UN MAGO MODERNO, de Olaf Stapledon 105
Contraportada 115

Presentación

LA GRAN TRADICIÓN FANTÁSTICA

Más aún que en su temática, el parentesco de la ciencia ficción con la ciencia estriba en su método, en su carácter eminentemente especulativo: partiendo de unas premisas imaginarias, contrafácticas (generalmente obtenidas por extrapolación de la realidad actual), el relato de ciencia ficción desarrolla sus consecuencias conservando la lógica interna del mundo ficticio creado.
Y, como en la ciencia, estos desarrollos especulativos van configurando unas pautas, unas vertientes, unos convencionalismos (es decir, una serie de temáticas y planteamientos), y en la ciencia ficción, más que en ningún otro género, es frecuente que un autor recoja una idea a partir de donde otro la dejó o elabore variaciones sobre viejos temas.
Y en esta constante (y consustancial) tarea de recuperación y replanteamiento, la cienciaficción no se limita a su propio terreno (cuyos límites, por otra parte, son sumamente difíciles de precisar), sino que a menudo se adentra en los dominios colindantes de la fantasía, la mitología o la leyenda. (Hay, por ejemplo, una importante vertiente de la ciencia ficción constituida por los relatos que proponen explicaciones racionales de los mitos clásicos.)
En esta selección se incluyen varios relatos clara y deliberadamente inspirados en grandes temas y/o autores de la narrativa fantástica. Desde una poética versión vampírica del cuento de Blancanieves hasta una turbadora visita al Marte de Edgar Rice Burroughs, pasando por sendos homenajes a Verne y Lovecraft, la antología propone un insólito y renovador recorrido por lo que ya constituye nuestra tradición fantástica.
Y como ejemplo de extrapolación de los grandes temas mitológicos, un inquietante —por lo verosímil— relato de «religión-ficción» —La reliquia— destacado en las listas de popularidad del pasado año en Estados Unidos.
Mención aparte merece Un mago moderno, relato postumo de Olaf Stapledon recientemente descubierto entre sus papeles. Para quien no conozca a Stapledon y quede escasamente impresionado por esta muestra «menor» de su producción, conviene recordar que Stapledon, fallecido en 1950, es el autor de Hacedor de estrellas, Juan Raro, Sirio y otros clásicos del género, y tal vez sea el escritor al que más debe la ciencia ficción moderna. (Entre otras cosas, ha sido decisiva su influencia en Asimov, Clarke, Heinlein, Van Vogt, Simak y otras primeras firmas del género.)
Nada más adecuado que un inédito de este maestro de maestros como colofón de una antología que intenta ofrecer una visión del carácter orgánico y evolutivo de la ciencia ficción actual.
CARLO FRABETTI

LA RELIQUIA
Gary Jennings

Summa Theologica, alrededor de 1273
Quien ama a otro honra lo que perdura tras la muerte. Por tanto es nuestro deber honrar las reliquias del difunto, en especial el cuerpo, que fue templo y morada del Espíritu Santo, en que El habitó y obró, y que en la Resurrección se asemejará al cuerpo de Cristo.
Atenas, Grecia, 1978 (Associated Press)
Monjes ortodoxos griegos que se encuentran en el Monte Sinaí han anunciado públicamente un importante hallazgo de textos cristianos primitivos descubiertos por accidente en su monasterio de Santa Catalina hace dos años. «Podría tratarse del descubrimiento más importante desde los papiros del Mar Muerto», manifestó a Associated Press un profesor de la Universidad de Salónica.
Afirmó que los miles de fragmentos de pergaminos y papiros, que se remontan a los primeros tiempos del cristianismo incluyen al menos un auténtico hallazgo: ocho páginas perdidas del Códex Sinaíticus, un manuscrito antiguo y de inapreciable valor que se halla en la actualidad en el Museo Británico.
Roma, Italia, 31 de marzo de 1979
—Hemos considerado debidamente todos los detalles pertinentes al plan propuesto —dijo el hombre de edad madura, pese a encontrarse a solas en el despacho de lujoso mobiliario. Apretó el botón de pausa de su grabadora, suspiró y continuó hablando con voz ronca—: Hemos ponderado la naturaleza de la reliquia largamente venerada por nuestros hermanos belgas en la estimada ciudad de Brujas. Hemos examinado copias de los textos descubiertos no hace mucho en el Sinaí. Aunque no sin azoramiento, hemos discutido con la Academia de Ciencias Pontificia los últimos avances en experimentación biológica. Hemos prestado atención a las admoniciones de Santo Tomás de Aquino en relación con la justa honra debida a determinadas reliquias en espera de la Resurrección. Hemos rezado, con súplicas sumamente tenaces y devotas, para obtener una guía en este empeño sin precedentes que se nos ha propuesto.
Hizo una segunda pausa y usó un fino pañuelo de lino para enjugar el sudor de su frente abombada.
—Creemos que la decisión no ha sido tomada por nosotros —prosiguió—, sino para nosotros. Ahora, en consecuencia, con la autoridad apostólica y ordenando el secreto más extremo respecto al contenido de estas instrucciones, requerimos por la presente…
Roma, 2 de abril
—…requerimos por la presente que el proyecto sea puesto en práctica del modo exacto en que se ha propuesto. —Todo lo anterior había sido dicho en latín. La voz ronca añadió bruscamente en italiano—: Distruggete questa cassette, al piu presto.
Hubo un clic final y se hizo el silencio.
—Destruidla inmediatamente —repitió el mayor de los dos hombres entrados en años que escuchaban la grabación—. Lo haré yo mismo.
Pulsó el botón de expulsión de su grabadora y guardó la cinta en un pliegue de sus ropas rojas.
—No comprendo —dijo el otro hombre, el que vestía de púrpura—. ¿Cómo puede su…?
—Per favore, nada de títulos, nada de identificaciones personales. Abundan los micrófonos ocultos, incluso aquí, en mi despacho. Se nos ordena secreto y ello hará preciso un circunloquio. En cuanto a la fuente de nuestras instrucciones, a partir de ahora nos referiremos a ella como El Mayor.
—Muy bien. Pero no comprendo cómo El Mayor emprende esta aventura impetuosa. Nuestros… nuestros Mayores, desde la época de Galileo, han mostrado desconfianza ante cualquier coalición de la Iglesia y las ciencias más radicales.
—Sólo cuando esas ciencias han controvertido el dogma —replicó el hombre de rojo—, y esta aventura trasciende cualquier non placet que yo conozca.
—¿Pero por qué ahora? —insistió el hombre de púrpura—. Esa reliquia ha sido venerada en Brujas durante más de ocho siglos. Incluso diría que ha sido algo embarazoso para tanto tiempo. En realidad, jamás ha sido autentificada.
—Están sucediendo varias cosas simultáneas en la actualidad y El Mayor no cree en lo que los materialistas toscos denominan coincidencia. Cree que esta concatenación de hechos recientes es Deo gratia, evidencia de causalidad divina.
—¿Qué hechos recientes?
—Son tres. Primero, los numerosos adelantos de esas ciencias biológicas relacionadas con la manipulación genética. Segundo, la existencia en Brujas de esa discutible reliquia…
—Poco tiene de reciente —interrumpió el otro con una expresión de desdén.
—Cierto, pero su autentificación lo sería.
—¿Qué?
—La explicación reside en el hecho número tres. El descubrimiento de esos antiguos textos bíblicos… en especial las páginas del Códex Sinaíticus largo tiempo perdidas. Una de las revelaciones que no podemos mantener siempre en secreto es que las páginas del códice describen la sepultura de Nuestro Señor Jesucristo por José de Arimatea.
—¿Y bien? Así lo hacen los textos de Marcos, Mateo, Juan…
—Estas páginas ofrecen detalles, más bien «abundantes, de los servicios prestados por José. Podrían interpretarse como una confirmación de esa vieja reliquia de Brujas que habéis designado como un «embarazo» para la Iglesia.
—Salve! —El hombre de púrpura quedó asombrado—. Y ahora se nos ordena… adquirir esa reliquia. Y en absoluto secreto. Pero ¿cómo?
—La Iglesia no debe verse envuelta, no puede recaer en ella ni la más remota sospecha. Por fortuna, disponemos de laicos leales de gran distinción y mayor ingenio. —El hombre de rojo tocó rápida y ligeramente su grabadora—. Una carta, con mi papel y sobre personales, al Sacro Consiglio, Priorato Principale, Or dine Sovrana dei Cavalieri…
Roma, 3 de abril
—La Soberana Orden de los Caballeros Hospitalarios de Jerusalén está a vuestras órdenes, Su…
—Per favore, nada de títulos, nada de identificaciones personales —dijo el hombre de rojo—. ¿Trajo mi carta, signore?
—Pues, claro que sí —contestó el anciano consigliere del Gran Priorato de los Caballeros. Iba incómodamente vestido al recargado estilo medieval de su Soberana Orden—. Fue preciso traer la carta para obtener audiencia de Su… eh… del signore.
—Perfecto. Póngala aquí.
El hombre de vestiduras rojas quemó la carta en un gran cenicero que había en su escritorio. El consigliere contempló, asombrado, cómo las cenizas eran aplastadas hasta quedar reducidas a polvo.
—Vuestra carta contenía poco que quemar, signore —se aventuró a decir—. Sólo la orden de que me presentara. No se decía el porqué.
—Deseo hacer una o dos preguntas. Sus Caballeros Hospitalarios tuvieron una vez considerable poder en Jerusalén y más tarde en toda la cristiandad. Su orden posee un establecimiento en la ciudad de Brujas, en Bélgica. ¿No es cierto?
—Sí, signore.
—También en Brujas reposa una reliquia, muy famosa, conocida como la Santa Sangre, que la ciudad obtuvo originalmente, según se cree, de Jerusalén. Cuénteme todo lo que sabe al respecto.
El otro anciano pasó unos instantes ordenando sus pensamientos.
—Nuestro Señor —dijo por fin— fue descendido de la cruz a última hora del viernes de crucifixión. Se aproximaba la puesta del sol, y con ella el sabat de los judíos. Puesto que en el sabat no se hace trabajo alguno, ni siquiera enterrar a los muertos, los restos corpóreos del Salvador habrían yacido sin sepultar, de un modo bárbaro, al menos otro día, de no haber sido por la intervención de un compasivo judío…
—José de Arimatea.
—Sí, signore. Obtuvo permiso de Pilato para trasladar el mutilado cadáver y buscar para él una tumba. De acuerdo con algunos relatos, José fue un hombre rico que aposentó el cuerpo de Nuestro Señor en la esmerada tumba que él, José, ya había construido para sí mismo. En otros relatos se dice que José, simplemente, encontró una cueva adecuada en el monte Gólgota.
—En cualquier caso, José fue indiscutiblemente el último ser humano que tocó el cuerpo de Jesucristo. Es decir, antes de que las mujeres descubrieran la tumba vacía y a Cristo en pie.
—Oh, indiscutiblemente. Y se dice que José recogió en un recipiente una gota, o quizá varias, de la sangre de Jesús. También se dice que el recipiente permaneció algunos siglos bajo la custodia de los posteriores metropolitanos cristianos de Jerusalén. En cuanto a cómo y cuándo ese recipiente haya llegado a Bruselas, confieso que, lamentablemente, carezco de información. Pero con toda seguridad, la biblioteca del Vaticano…
—Supongamos que no deseo que el bibliotecario del Vaticano conozca mi interés por el tema.
—Comprendo —dijo el consigliere—. En ese caso puedo hacer averiguaciones a través de mis hermanos caballeros de Brujas.
—Le quedaré muy agradecido. Quiero saber la historia de la reliquia, su paradero actual, los pormenores de su tamaño y aspecto, las medidas tomadas para su conservación, su accesibilidad al público…
—Para todo esto, signore, mis informadores probablemente deberán inquirir a los guardianes tradicionales de la reliquia, la Fratérnitas Nóbilis Sánguinem Sanctus.
—Que lo hagan, pero con discrección. Quizá un caballero, disfrazado de turista entrometido, podría simular un encuentro casual con un miembro de esa Noble Hermandad de la Santa Sangre.
—Una sugerencia excelente, signore. Me ocuparé de ello. Con permesso.
Brujas, Bélgica, 5 de abril
Un hombre de edad madura estaba sentado en una mesa al aire libre del Café de la Bourse, comiendo bocaditos de queso de Wingene y sorbiendo cerveza flamenca de un alto pichel. Su llamativo atavío turístico, completado con una cámara Instamatic enlazada a su muñeca, le hacían pasar desapercibido. En la adoquinada Grand’ Place se escuchó la música del carillón del imponente campanario —unos cuantos compases de una aria de Mozart—, señalando las dos y cuarto de una tarde de primavera extemporáneamente benigna.
—Ah, la bonne Bruges vieillotes —dijo el hombre, y suspiró en éxtasis—. La ciudad medieval menos cambiada y malograda de toda Europa. El viejo y apreciado campanario, las casas con gabletes y salientes escalonados, los tranquilos canales, sus puentes corcovados, sus cisnes blancos flotando majestuosamente…
—El nauseabundo y clamoroso tráfico rodado. Helas, algunas cosas sí que cambian —opinó su compañero de mesa, al que acababa de conocer y que era, no por casualidad, miembro de la Noble Hermandad de la Santa Sangre—. Nuestros tranquilos canales están tan polucionados por las aguas cloacales que los tradicionales cisnes de Brujas emigraron hace mucho tiempo. Los que se ven en la actualidad son de madera pintada, puestos en los canales por las autoridades locales para que los turistas como usted puedan fotografiarlos. —No sin cierto desprecio, señaló la Instamatic del otro—: Pero, grace a dieu, algunas cosas no cambian. Por ejemplo, usted se interesaba por la Santa Sangre. Esa reliquia, más preciada que cualquier otra salida de Tierra Santa, está en Brujas y permanecerá aquí para siempre.
—¿Pero por qué en Brujas? —preguntó el turista—. Yo habría pensado que un tesoro así había sido adquirido por el Museo Vaticano o recibido una capilla en el de San Pedro.
—No fue ofrecido a la madre Iglesia, sino a un laico como usted y yo, aunque de clase más elevada: el entonces conde de Flandes.
—¿Por qué? ¿Cuándo?
—Se trata del conde Thierry de Alsacia, que mandó el contingente flamenco en la segunda cruzada. Como quizá ya sabrá, aquella cruzada resultó un fracaso más bien funesto. No obstante, el conde de Alsacia en persona hizo tal demostración de valor que, antes del regreso de los cruzados a Europa en 1150, el metropolitano de Jerusalén le obsequió con el recipiente que contenía una gota de la Santa Sangre. Thierry le puso una cadena y lo colgó al cuello de su capellán castrense. Este digno sacerdote no se quitó la reliquia, ni de día ni de noche, durante todo el viaje de vuelta a Brujas. Finalmente, el conde la ofreció a la ciudad y todavía pertenece a ésta, no a la Iglesia.
—Entonces —dijo el turista sonriendo—, es posible que la Iglesia sienta celos y que por tal razón jamás haya considerado oportuno autentificar su reliquia.
—Quizá. En todo caso, siempre que un sacerdote la saca de la bóveda de la Capilla de la Santa Sangre, un policía de Brujas se halla presente como representante de la autoridad civil, además, claro está, de uno o varios de nosotros, los hermanos guardianes. Si usted, monsieur, puede alargar sus vacaciones hasta el lunes siguiente al segundo día de mayo, verá la Santa Reliquia conducida por las calles de Brujas en una esplendorosa procesión de tipo medieval.
—¿Y el resto del tiempo permanece encerrada en la bóveda de una capilla? —El turista aparentó estar ligeramente consternado—. Sí, confiaba en ver la Santa Sangre, pero ¿es la procesión de mayo la única ocasión en que se exhibe en público la reliquia?
—Mais non, m’sieu. La Capilla de la Santa Sangre se halla en la calle de al lado, casi detrás mismo de este café. En la misa del viernes, y mañana es viernes, puede verse la reliquia. En realidad se puede incluso besar.
—¿Besar la reliquia?
—Se lo aseguro. Nuestro Señor sangró en la cruz en un viernes. Por lo tanto, si se comulga en la misa que todos los viernes se celebra en la capilla, además de compartir la carne y sangre de Cristo en forma de una hostia sacramental, los fieles pueden besar el recipiente que contiene la auténtica sangre.
Al día siguiente, el caballero hospitalario fue a misa, pero ya no llevaba la molesta cámara Instamatic, sino una diminuta Minox perfectamente ocultada.
Roma, 7 de abril
—Esa reliquia, más preciada que cualquier otra salida de Tierra Santa —se burló el hombre de ropas color púrpura. Estaba leyendo el informe del caballero—. Besan ese objeto cuando participan de la hostia. Lo transportan en una grandiosa procesión anual. ¡Son culpables de superstición extremada si no de idolatría!
—Alto, alto —replicó con aire ausente el hombre más viejo, vestido de rojo—. He consultado el Rituale Romanum. Su procesión es oficialmente una processio in quacunque tribulatione, y permisible en consecuencia. —Estaba examinando con todo detalle, con la ayuda de una lupa de joyero, el fajo de fotografías enviado por el caballero—. De todos modos, haría mejor no burlándose. Si la reliquia resulta ser auténtica, mal puede hablarse de idolatría.
—Si lo es —murmuró el otro hombre, estremeciéndose involuntariamente—, y si hacemos con ella lo que ha sido propuesto…
—Si podemos apoderarnos de ella. Concentrémonos primero en los problemas más importantes. Mire esta fotografía.
La imagen mostraba el ornamentado dosel de la Santa Sangre, tras el cual había un sacerdote de abultados carrillos que sostenía reverentemente con ambas manos la disputada vasija. A su derecha se hallaba un guardián de la Fratérnitas Nóbilis Sánguinem Sanctus, un caballero cargado de años y totalmente calvo vestido con ropas ceremoniales de color negro, plata y escarlata, asiendo una maza ritual. A la izquierda del cura se encontraba un impasible policía belga con el típico uniforme azul y, pese a estar en una iglesia, casco blanco.
Mirado a través de la lupa, el relicario sostenido por el sacerdote aparecía como un cilindro transparente de tamaño aproximado al de un vaso de agua de lados rectos. Ambos extremos estaban cerrados por tapas de oro con intrincados grabados, de las que salían los dos extremos de una gruesa cadena de plata de dos metros que pasaba por la parte posterior del rollizo cuello del cura.
—Hay un reflejo en el vidrio —se lamentó el hombre de púrpura—. No puedo ver el interior de la vasija.
El hombre de rojo le entregó otra fotografía que podía tratarse de una atrevida toma en primer plano o de una amplificación sumamente clara. La superficie del recipiente era bastante más gruesa que la de cualquier vaso de vidrio normal. En el centro de la parte inferior del transparente cilindro no había una ostensible mancha roja, sino una manchita de un indefinido color pardorrojizo.
—Con todo el respeto y devoción debidos —dijo el hombre de púrpura—, parece un trofeo muy insignificante para que nosotros nos… apropiemos de él. Pero no importa. ¿Cómo nos apropiamos de él?
—Sustitución —contestó el hombre de rojo—. Un orfebre de confianza de Via da Guardiagreli está haciendo una copia para mí en estos momentos. Afirma que puede ver con toda claridad, en las fotografías, los grabados en oro de las tapas y que podrá imitarlos a la perfección. Y lo mismo con respecto a la cadena de plata. Las manos del sacerdote en la fotografía le proporcionan la escala. Nuestro duplicado será perfecto en tamaño, aspecto y todos los detalles.
—Un duplicado perfecto —murmuró el hombre de vestiduras púrpuras—. En todos los detalles.
París, Francia, 10 de abril
Sentado en la parte posterior del coche patrulla, un modelo Citroen, y esposado entre dos policías, el caballero de traje elegante y aspecto eminentemente distinguido no opuso resistencia, aunque protestó a gritos.
—¡Exijo saber bajo qué mandamiento están actuando ustedes, salauds!
Se tranquilizó cuando el automóvil se detuvo, no ante alguna comisaría de barrio, sino frente a una puerta gótica que conocía perfectamente.
—¡Santo cielo! —dijo en cuanto los policías le liberaron y se marcharon—. Me han detenido muchas veces, pero jamás para llevarme ante el cura de mi parroquia. ¿Qué cosa tan terrible dije en mi última confesión?
—Te limitaste a recordarme que en mi congregación se encuentra el más ilustre criminal que ha atemorizado París desde la buena época de Cartouche —respondió el sacerdote—. Ahora te pido que, por una vez en tu vida, pongas tu talento y contactos a disposición de una causa loable. Observa esas fotografías. Y escucha.
Cuando el cura hubo concluido, el hombre protestó.
—Pero esta… esta sustitución que usted necesita… Padre, soy un vulgar carterista.
—Merde —replicó con rudeza el sacerdote—. El mocoso que yo rescataba tan a menudo de la granja reformatorio de Montesson era un carterista. Tus habilidades han crecido con el paso de los años.
—Naturalmente haré cualquier cosa por usted, padre. Pero la ciudad de Brujas está fuera de su parroquia, por lo que deduzco que no me está haciendo una petición personal. ¿Puedo preguntar por qué la Iglesia pretende conseguir la ayuda de un Barrabás?
—Non.
—¿Eh? —El experto criminal se encogió de hombros y después volvió a estudiar las fotos—. Dice usted que nadie debe enterarse de la sustitución. Eso descarta la posibilidad de entrar a robar en la bóveda de la capilla, sería imposible hacerlo sin dejar algún rastro. También descarta cualquier acción cuando se exhibe la vasija durante la misa. Sería muy arriesgado maniobrar tan abiertamente. Hay que hacerlo durante esa procesión de la Santa Sangre. Un acto así siempre ocasiona mucha agitación y un poco más no tendrá importancia. Pero debo decir que yo rara vez manifiesto tanta audacia a plena luz del día y ante tantos testigos.
—Alégrate, entonces, de que estemos en el año 1979.
—¿Cómo?
—Sólo se trata de una procesión. Si estuviéramos en 1977 habría más que un simple desfile. Cada año quinario, la reliquia es el foco de atracción de una magnífica representación son et lumiére de la Pasión. El drama dura casi tres horas, implica el concurso de cerca de tres mil actores y músicos, y la Grand’ Place se queda pequeña para los más de diez mil espectadores. Antorchas, focos, fogatas…
—¿De verdad? Hum. Eso sería todo un reto.
—¡No me vengas con ideas jactanciosas! No vamos a esperar hasta 1982. La sustitución debe efectuarse tan pronto como sea posible. Si te decides por el día de la procesión, eso será… veamos… el siete de mayo de este año.
—Lo que me da menos de un mes para hacer planes. Padre, necesitaré un plano a gran escala de Brujas, con el trayecto señalado exactamente. Me harán falta detalles de la procesión: orden de marcha, carrozas y bandas y todas esas cosas. Detalles de las barreras para el público, medidas de seguridad, fonctionaires y policías de tráfico a cargo del orden… Sobre todo, detalles relativos a por dónde y cómo se transporta la reliquia. Si se trata de la piece de resistance, confío en que será muy visible.
—Tendrás todos esos datos. Pero creo que el arzobispo de Utrecht se sienta en una silla lujosa y pequeña, sosteniendo en alto el recipiente para que todos lo contemplen.
—Merde.
—¿Acaso es un problema?
—Padre, puedo coger microfilms ultrasecretos de una faja provista de cremallera que lleve encima un agente de la KGB o la CIA, aunque esté bajo ropa interior térmica, y él no lo notará. Puedo robar el flamante anillo matrimonial del delicado dedo de una recién casada y ella no lo notará. Pero fíjese bien: el arzobispo hará el recorrido en una posición elevada, por encima de las cabezas del público; y no sólo sostendrá la reliquia con sus dos manos, sino que la llevará asegurada con una cadena en torno a su reverendo cuello.
—¿Y bien?
—Que así no puedo robarla. El arzobispo deberá estar cabeza abajo.
Roma, 12 de abril
—Ateniéndome únicamente a las fotografías —dijo el anciano de atavío púrpura—, debo decir que me parece una copia idéntica. —Dio vueltas y más vueltas al cilindro entre sus dedos, con cierta cautela.
—El único detalle del que no podemos estar seguros es el peso —comentó el anciano de rojo—. Imitamos el espesor con toda la exactitud posible. Y suponiendo que el relicario auténtico sea tan suntuoso como merece ser, el orfebre usó oro de dieciocho quilates para los extremos del cilindro y plata de ley de novecientas noventa y nueve milésimas para la cadena. Pero aunque el verdadero esté formado por, digamos, oro más barato de catorce quilates y plata del tipo para acuñar de novecientas setenta y cinco milésimas, dudo que ni siquiera un guardián que lo haya tenido en sus manos todos los viernes de su vida advierta la diferencia.
—¿Y qué hay respecto a… la sangre? —preguntó el hombre de ropaje púrpura, señalando la oscura mácula del interior del recipiente—. Me refiero a que… Suponga que a otra persona se le ocurra emprender de nuevo, algún día, nuestra temeraria empresa.
—Si la nuestra triunfa, nadie más necesita intentarla de nuevo, nunca. En cualquier caso, esa sangre la puso ahí para mí un maquillador de Cinecittá. Es lo que usan en esas películas sangrientas… chocolate teñido, creo que me dijeron.
—Entonces, ¿no deberíamos poseer una copia extra de este objeto como…? ¿Cómo lo llaman? ¿Sustituto? ¿No existe algún riesgo de que esta vasija, o la auténtica, se rompiera por accidente durante el intercambio?
—No es probable. La auténtica está hecha de cristal de sosa, no de vidrio de ventana, igual que ésta.
—Ah, bien. Si una se rompe, usted y yo será mejor que nos retiremos rápidamente, y para toda la vida, a un monasterio de la Patagonia u otro similar.
—No prepare el equipaje todavía. Disponemos de un individuo excelente a cargo del proceso de sustitución.
—¿Quién?
—No lo sé y no lo preguntaré. Todo lo que sé es que París es la ciudad más sofisticadamente perversa del mundo y que mi sobrino tiene una iglesia en el barrio latino, la parte más inicua de esa ciudad tan malvada. Ha obtenido los servicios de uno de sus feligreses… un gran personaje de la Mafia o algo por el estilo. La cuestión es que el hombre parece conocer su oficio. Lo primero que pidió fue toda esta información.
El hombre de rojo extendió una mano hacia los papeles colocados en la mesa que le separaba del hombre de púrpura. Este cogió el plano urbano de Brujas.
—¿Esta será la ruta de la procesión? —inquirió.
—Sí. Bastante tortuosa, ¿no es cierto? Supongo que los participantes se alegran de que la ciudad vieja ocupe un óvalo tan pequeño. Pero aún así, deben acabar con los pies doloridos. Salen de la Capilla de la Santa Sangre… aquí… Rodean la manzana y pasan ante el campanario de la Gran’ Place, luego recorren todas estas calles y plazas y todo el camino que hay hasta el convento de Béguinage. Despues regresan, vuelven a cruzar el campanario y al final llegan otra vez a la Capilla.
—Creo que necesitan una ruta tan larga simplemente para dar cabida a un cortejo tan inmenso —opinó el hombre de vestiduras púrpuras—. No puedo imaginar quién contempla la procesión. Todos los habitantes de Brujas parecen estar dentro de ella. —Siguió leyendo en voz alta uno de los informes—. Trompeteros y tambores.
«Abanderados.
«Cruzados montados, con estandartes y lanzas.
«El clero, con capas consistoriales.
«Directores de coro, con sobrepellices.
«Guardia de a pie de la Noble Hermandad de la Santa Sangre.
«El arzobispo de Utrecht, llevando la Santa Reliquia y sentado en la silla de honor transportada por los miembros más jóvenes y fuertes de la Soberana Orden de los Caballeros Hospitalarios de Jerusalén.
«Guardia de a pie de la Real y Principesca Hermandad de Honorables Ballesteros de San Jorge.
«Gaiteros. (¿Gaiteros?)
«Magistrados laicos, profesionales, miembros de sociedades comerciales y gremiales, todas las comunidades con su propia banda de músicos.
«Monjes.
«Monjas.
«Niños.
—Y en un momento del trayecto —dijo el hombre de atavío rojo—, el arzobispo se pone cabeza abajo.
—¿Qué? ¿El arzobispo de Utrecht? ¿Ese viejo pomposo, artrítico y…?
—Quizá mi sobrino haya confundido el código, pero eso es lo que decía su telegrama cifrado.
—Per Bacco! —exclamó el hombre de púrpura, invocando un dios cuya existencia se suponía que debía repudiar—. ¡Me gustaría verlo yo mismo!

6 comentarios

  • Crow

    Brujas, 16 de abril
    Todavía a cierta distancia, los dos hombres intercambiaron señales de manos que ningún transeúnte podía advertir, pero que establecieron su identidad mutua. Luego se reunieron en una mesa vacía del café al aire libre del Hotel Le Panier d’Or, se sentaron y pidieron jarras de cerveza.
    —Es todo un honor, para los que conocemos su reputación —dijo el hombre más joven—, que haya venido a visitar nuestra humilde y rústica Brujas, monsieur…
    —Barrabás, para esta ocasión.
    —Monsieur Barrabás, el honor es todavía mayor para mí, que he sido elegido para…
    —No hay tiempo para intercambiar ramos de flores. Ese es el campanario de la plaza, ¿no es cierto? ¿Y la procesión pasa dos veces por aquí?
    —Oui. Al principio cruza la plaza de derecha a izquierda. Al final, unas dos horas más tarde, lo hace de izquierda a derecha.
    —El arzobispo con su litera es el centro de atención. Y tras su silla va… —El hombre consultó una libreta de bolsillo— va una hermandad de ancianos conocida con el nombre de Honorables Ballesteros de San Jorge. ¿Llevan ballestas en realidad?
    —Oui.
    —¿Ballestas de verdad? ¿Disparan, quiero decir?
    —Oui. Disparan una flecha corta y de punta cuadrada.
    —¿Son expertos con las armas esos viejos bastardos?
    —Oui. Tremendamente expertos. Siempre están participando en concursos, competiciones y demostraciones públicas de su habilidad. Un dardo de ballesta es tan exacto como una bala de rifle hasta un alcance de sesenta metros. —El joven aclaró su garganta—. Pardon, monsieur Barrabás, pero no se me informó de que éste fuera un trabajo a sueldo.
    —¡No lo es! —respondió con irritación el otro—. Limítese a responder mis preguntas, sin hacer conjeturas, o prepárese para una carrera de por vida como alcahuete ayudante en el Reeperbahn de Hamburgo.
    —Oui, m’sieu. —El joven empezó a sudar.
    —Bien. Ahora necesito tener acceso a la litera del arzobispo o algún medio de construir un duplicado exacto. ¿Qué responde?
    —Puede ver la silla auténtica, monsieur Barrabás, justo allí, en el almacén del campanario. Al asistente le emocionará que un turista se tome tanto interés.
    Mientras el momificado y desdentado asistente mascullaba explicaciones en flamenco acerca de la historia, abolengo, dimensiones y riqueza de la silla, los dos hombres la estudiaron. Era como un trono, cubierto con rico brocado oro y blanco y unido a dos palos lo bastante largos para que los asieran cuatro hombres a cada lado. La construcción era notablemente sólida y sus piezas estaban unidas mediante anticuadas espigas de madera en lugar de clavos o tornillos. El hombre que se hacía llamar Barrabás pasó la mano por el brocado, levantando una pequeña nube de polvo acumulado desde hacía un año.
    —No tema, mynheer —dijo el anciano asistente (el hombre joven iba traduciendo)—. Todos los años, unos días antes de la procesión, se encarga a un artesano que examine la litera con todo detalle. Efectuar cualquier refuerzo que sea preciso, limpiar el tapizado, zurcir lo que haga falta…
    —¿Pero qué es esto? —preguntó Barrabás, inclinándose sobre el acolchado asiento de la silla. Encima de ella había un cinto con hebilla, adornado con brocado en la superficie externa, la que se veía, pero con una lisa tira de cuero en la interna.
    —Un cinturón de seguridad —repuso el hombre joven—. Como el de un avión.
    —Qué precaución tan notable —dijo el otro para sí mismo.
    —Ah, bien —intervino el asistente al tiempo que se encogía de hombros y alzaba ambas palmas de sus manos—. Hasta los caballeros más jóvenes que llevan la litera, mynheer, no son tan jóvenes. Y buena parte de nuestras calles están pavimentadas con adoquines. Hacia el final de la procesión, cuando los portadores se cansan, puede suceder que uno de ellos se tambalee… o que incluso se desmaye y caiga. El arzobispo no debe salir despedido, aunque la silla oscile. Puede sufrir una sacudida momentánea, pero no soltará la Santa Sangre.
    —Excelente —dijo Barrabás. Salió del campanario junto al ayudante asignado, y los dos hombres se abrieron paso entre el tráfico de la Grand’ Place—. Hará falta sobornar a cuatro hombres y hacerlo con gran esplendidez. El hombre que cuida de esa silla antes de la procesión. Dos de los caballeros que la llevan. Y uno de los ballesteros que marchan detrás de ella. ¿Puede hacerse?
    —Todo el mundo puede ser sobornado para hacer cualquier cosa —respondió el ayudante, como citando la Sagrada Escritura. Y se aventuró a añadir—: No estaría mal darles algún pretexto que justifique esos espléndidos sobornos.
    —Explíqueles que somos americanos ricos haciendo una travesura.
    —¿Una travesura?
    —De un americano puede creerse cualquier cosa. Y ustedes tienen payasos en sus procesiones, muy a menudo, hein? Me enteré en el tren, leyendo un folleto sobre los festivales belgas.
    —Cierto, pero en procesiones festivas, no en las de días santos. Sin duda leyó usted acerca del bromista más famoso de todos los tiempos, Tijl Uilenspiegel, y su… ¿cómo le llaman ustedes? ¿Socio? Su socio Lamme Goedzak. Numerosas personas creen que el malicioso Tijl es una simple fábula, pero en realidad existió. Incluso está enterrado aquí, en Flandes, en…
    —¿Todavía se le representa en los desfiles? ¿A él y a su socio?
    —Oui, y todavía hacen bromas. Como arrojar cáscaras de huevo llenas de tintas indelebles. Los participantes y espectadores de esos festivales visten los peores andrajos que tienen. Pero…
    —¿Hay trajes especiales de Tijl Uilenspiegel y Lamme Goedzak?
    —Oui. Son parecidos a la ropa de los antiguos bufones de la corte. Hay infinidad de fotografías. Será muy fácil hacer imitaciones.
    —No nos arriesgaremos a que las modistillas de aquí pregunten el porqué. Me los harán en París.
    —Pero… Perdone mi insistencia, monsieur Barrabás. Los bromistas estarán totalmente fuera de lugar. Se trata de una solemne procesión religiosa.
    —En ese caso no intervendremos cuando cruce la plaza por primera vez. Pero tras dos horas de caminata, los participantes acogerán de buena gana un poco de diversión. Actuaremos al finalizar la procesión, cuando ésta vuelva a pasar frente al campanario. Yo seré Tijil Uilenspiegel y usted será Lamme Goedzak.
    París, 17 de abril
    —Disfraces, oui, puedo comprenderlo—dijo el sacerdote hablando por teléfono—. Pero ¿cáscaras de huevo…?
    Roma, 18 de abril
    —Cáscaras de huevo en camino —dijo el hombre de ropas rojas, con curiosidad, mientras decodificaba el telegrama de su sobrino—. Llenas de… ¿tintas de colores?
    Brujas, 7 de mayo
    La gran campana del Triunfo del campanario retumbó de modo portentoso y las trompetas resonaron con estruendo en la torrecilla más elevada del edificio.
    Un cura de abultados carrillos, situado en el balcón del segundo piso de la Capilla de la Santa Sangre, alzó el relicario y entonó una plegaria «por la paz y unidad de la Iglesia, por Su Santidad el Papa, por el clero de la Santa Iglesia Católica y Romana, por los hombres de todas las condiciones, por nuestro gracioso soberano, el rey Balduino, por los catecúmenos, por los enfermos y afligidos, por herejes y cismáticos, por judíos y paganos…» Luego entregó el relicario a las rugosas manos del arzobispo, ayudó a éste a pasarse la cadena en torno al cuello… y así se inició la edición número ochocientos veintinueve de la procesión de la Santa Sangre.
    El inicio fue plácido. La mayoría de los participantes aguardaron en el lugar que les correspondía mientras los contingentes de cabeza se separaban lentamente y salían de la fachada de la capilla, bordeando la esquina de la calle que conducía a la Grand’ Place. Los trompeteros hicieron sonar sus instrumentos y los tambores redoblaron con sumo vigor. La brisa de mayo provocó ondulaciones y restallidos de las banderas. Los miembros de los coros cantaron con tal dulzura que sus voces apenas se oyeron entre el estridente sonido de las gaitas.
    La plaza había sido despejada por completo, tanto del tráfico en movimiento como de las inmóviles falanges de automóviles aparcados. Los fotógrafos y operadores de televisión, procedentes de todos los medios de difusión de Bélgica (y otros países), se movieron, saltaron y se acuclillaron en torno a la procesión, tomando las obligadas fotos con el campanario como fondo escénico. Y después todos se precipitaron hacia sus coches y unidades móviles, situados en calles laterales, para tratar de entregar sus artículos y comentarios antes del límite de tiempo fijado… dejando así de lado el inesperado «aspecto de interés humano» que se manifestó a continuación.
    Los fotógrafos aficionados y los turistas actuaron de un modo muy distinto. Aguardaron, apretujados en sus puestos, para disparar sus cámaras de nuevo cuando la procesión volvio a la plaza dos horas más tarde, moviéndose con bastante más lentitud y tocando una música mucho menos exuberante. Cuando la litera del arzobispo se movió majestuosamente de arriba abajo frente a la escalera de entrada al campanario, hubo una sacudida entre la multitud que se encontraba en el lado opuesto de la plaza. Una de las gaitas de la procesión emitió un sonido más extraño de lo normal en tanto que la cabeza del gaitero hizo un movimiento brusco y adquirió de repente un color azul brillante.
    Dos hombres, una difusa masa de electrizantes y caprichosos colores verdes y rojos, saltaron por encima de la barrera de caballetes que delimitaba la ruta de la procesión. Sus manos describieron frenéticos movimientos al coger las granadas de cáscara de huevo que llevaban colgadas al hombro en un saco y lanzarlas en todas direcciones. Hubo consternación entre los miembros de la procesión que, para esta ocasión, no iban vestidos con ropas inservibles, sino con trajes que imitaban modas antiguas y habían costado mucho dinero y sacrificio, o con vestimentas cuidadosamente guardadas y remendadas una otra vez, quizá durante siglos. Los participantes rompieron filas, los espectadores empezaron a arremolinarse en el lugar y la Grand’ Place se llenó de chillidos, gritos y maldiciones irreligiosas. Muchos de los presentes no vieron lo que sucedió a continuación.
    De los ocho caballeros hospitalarios que llevaban la litera del arzobispo, los dos que estaban detrás y a ambos lados de la silla extendieron el brazo y soltaron las espigas de madera, especialmente retalladas, de las varas que sostenían el asiento. Dependiendo sólo de las dos espigas delanteras, el trono cayó hacia atrás. Las piernas del anciano volaron por el aire, igual que su mitra. Cualquier hombre forzado de repente a dar una voltereta hacia atrás extenderá sus manos en busca de apoyo adicional, aunque se trate de un arzobispo que, además, está asegurado por un cinturón. El arzobispo había estado sosteniendo en alto la Santa Sangre. Cuando la soltó para aferrarse a los brazos de su sillón, el relicario pareció quedar suspendido en el aire por un momento antes de que cayera. La cadena se desprendió del cuello y cabeza del religioso.
    El cilindro y su cadena fueron a parar a los adoquines que estaban justo debajo de los hinchados ojos del arzobispo, colocado cabeza abajo como estaba, con un tintineo que quizá sólo oyera él. Según declaró posteriormente, el arzobispo juró haber oído un segundo sonido de metal rebotando en la piedra, más fuerte que el primero y acompañado de un centelleo, mientras el sagrado objeto desaparecía repentinamente de su vista y se deslizaba entre los pies de la multitud.
    —Pero los habitantes de Brujas son buenos y devotos —manifestó a los periodistas que se apresuraron a regresar al centro de la ciudad—. En cualquier otra parte, un vándalo podría haber cogido con toda facilidad la Santa Sangre y quedársela como, Dios nos guarde, un recuerdo. Pero cuando los caballeros, con abundantes excusas, me ayudaron a bajar con mucho cuidado y enderezaron mi silla, un honrado ciudadano se acercó a mí, sosteniendo con todo respeto la Santa Reliquia y devolviéndomela intacta. Y ahora… —Su voz temblorosa adoptó un tono severo— …sólo me queda aguardar la noticia de que esos dos sacrilegos camorristas han sido detenidos. La policía de Brujas me asegura que la detención se efectuará de un momento a otro.
    Vuelo Alitalia 401, Roma-Munich, 10 de mayo
    —Esto ha costado ya el rescate de un rey —refunfuñó el hombre que vestía un traje normal de color gris oscuro, en lugar de su habitual atavío púrpura. Dio una palmada al maletín que descansaba en su regazo—. Y ahora… ahora hemos de comprometernos a un enorme gasto adicional.
    —¿Y si El Mayor está en lo cierto? —preguntó el hombre del asiento contiguo, vestido en esta ocasión con un traje normal de color verdeazulado—. ¿Y si todo esto ha sido instigado de un modo divino? Conocido el desenlace, ¿no pensaría que esto vale la pena? —apretó con más fuerza su bolsa de viaje cuando el avión entró en un bache de aire.
    —Ni puedo ni quiero criticar la decisión del Mayor —dijo su acompañante—. Pero considérelo de esta forma: existen más de treinta Clavos Santos que todavía se conservan como reliquias. Si todos ellos fueran auténticos, Nuestro Señor crucificado se habría parecido a uno de esos cuadros de San Sebastián que describen al santo como un puerco espín. Otro ejemplo: piense en la Santa Cruz. En iglesias y relicarios de todo el mundo hay ahora suficientes fragmentos de la cruz auténtica para construir otra arca de Noé.
    —Tenemos nuestras órdenes —expuso el hombre que acostumbraba vestir de rojo—. Y nuestra fe.
    Munich, Alemania Occidental, 11 de mayo
    El despacho del doctor en el Mandlstrasse estaba amueblado de una forma austera, quizá deliberadamente, para exhibir mejor la vista de su ventana panorámica al inmenso parque del Englischer Garten. En el escritorio del doctor sólo había una pluma, un cuaderno y un cuadrado de vidrio cilindrado, incomprensible, pequeño y curiosamente pintarrajeado con tinta negra brillante.
    —Es ist hier —dijo el hombre del traje verdeazulado. Abrió su bolsa de viaje, sacó la vasija de cristal con tapas de oro (de las que se había quitado la cadena) y la puso en el escritorio.
    —Ohne Zweifel —repuso fríamente el doctor.
    Ojeó la mancha que había dentro del vidrio. La conversación prosiguió en alemán.
    —Confiamos en que será una… eh… una muestra suficiente para que usted trabaje con ella —dijo el hombre de traje gris oscuro, al tiempo que señalaba la reliquia.
    —Ja, en un solo corpúsculo hay multitud de células. Una sola gota de sangre puede permitir hacer bastantes experimentos como para ocupar el resto de mi vida. Ahora… herr Schmidt, herr Braun —expuso, acompañando sus palabras con leves inclinaciones de cabeza—, nuestra correspondencia ha sido abundante, pero vamos a asegurarnos de que las dos partes nos entendemos perfectamente. Afirman ustedes que su… eh… amigo murió prematuramente, antes de que terminara un importante trabajo en que estaba comprometido. Desean que ese trabajo prosiga. Por mi parte, no puedo prometer nada. La tecnología involucrada se halla todavía en fase embriónica. Puedo intentarlo y dedicar a ello todo mi tiempo y energías, pero no puedo empezar a estimar el costo.
    Herr Braun, el hombre del traje gris oscuro, abrió su maletín. Sacó de uno en uno varios fajos de billetes, sujetos con tiras de papel, y fue apilándolos en el escritorio.
    —Aquí tiene un millón de marcos alemanes para empezar —dijo.
    —Un buen anticipo —admitió el doctor—. Pero sólo eso, un anticipo. Por otra parte, es prácticamente lo que cuesta un microscopio de exploración electrónica. No pueden imaginarse el material y personal que necesitaré para este trabajo.
    Herr Braun añadió otra pila de fajos de dinero.
    —Dos millones de marcos alemanes —anunció—. Pensamos que era una imprudencia viajar con más dinero en metálico. Pero si quiere más, sólo tiene que pedirlo. Atenderemos todas sus peticiones. Los fondos que están a su disposición son, y serán, ilimitados.
    —¿Ilimitados? —El doctor, hasta entonces imperturbablemente frío, pareció impresionarse—. ¿Puedo confiar en ello?
    —Absolutamente. Comprendemos que usted no puede garantizar el éxito, pero tenemos fe… Es decir, nuestros superiores confian en sus credenciales y no escatimarán los medios requeridos. Su capital es ilimitado.
    —¿Puedo preguntar, mein Herrén, si representan a una de las grandes compañías multinacionales? ¿O tal vez a una familia real?
    —Podríamos contestar que sí a cualquier pregunta, herr Doktor —replicó herr Schmidt, tras soltar una risita—, y sus conjeturas seguirían estando muy alejadas de la verdad. La única condición especificada es que se observe un total anonimato y secreto.
    —¿Puedo saber el nombre del fallecido, como mínimo?
    —No es apropiado —contestó herr Schmidt, negando también con la cabeza.
    —Perfecto. N/A. —El doctor tomó una nota—. Pero hay ciertos detalles en el historial del caso que realmente debería conocer. Sé que el individuo era varón. ¿Cuál era su edad al fallecer?
    —Creemos que treinta y tres años. Con un posible error de dos años en más o en menos.
    —Bastante exacto. ¿Y la fecha de la defunción?
    —N/A —contestó herr Braun.
    —Ach, vamos. Comprendo la necesidad del anonimato, pero…
    —No murió recientemente —dijo herr Braun—, y eso nos preocupa. O me preocupa a mí, en cualquier caso. —Miró de reojo a Schmidt—. Por esa mancha de sangre, herr Doktor, puede deducir que no hemos venido aquí directamente desde el lecho mortuorio de nuestro amigo. Puesto que murió hace algún tiempo, ¿no deberían haber muerto también todas esas células?
    —Morir es una palabra propia de un profano y muy imprecisa… —empezó a decir el doctor en tono didáctico.
    —Una excelente forma de exponerlo —murmuró Schmidt. Extendió las manos, con los dedos separados, y sonrió benignamente. El doctor le miró con curiosidad y prosiguió su explicación.
    —No es preciso que cite las numerosas ocasiones en que la vida humana ha sido prolongada por medio de prótesis después de que uno o varios órganos vitales hayan muerto, utilizando su expresión. Sin embargo, por lo que respecta al caso que nos ocupa, debo decir, simplemente, que las células de esta mancha de sangre no necesitan guardar todavía calor y movilidad. Considérenlas como tarjetas de programación de una computadora. No importa su antigüedad o grado de desecación. Cada una de ellas sigue conteniendo «bits» de información genética. Todas y cada una, implantadas en un óvulo vivo y fértil, provocarán en ese óvulo un proceso de mitosis, división celular o, en pocas palabras, crecimiento. Y dicho crecimiento será programado por los «bits» de información de las células implantadas. Todo, desde el color de los ojos al coeficiente de inteligencia. Hablo, como es lógico, de un experimento que logre un éxito ideal. Hasta la fecha, estos éxitos sólo han sido obtenidos en los órdenes animales inferiores, aún no en el hombre.
    —Usted mencionó que ya había obtenido algunos progresos limitados —dijo herr Braun—. De otro modo no estaríamos aquí.
    —Les mostraré el resultado de un experimento —anunció el doctor.
    Apretó un botón situado bajo su escritorio. Una enfermera entró en el despacho, conduciendo ante ella a un muchacho. El niño se acercó tímidamente al escritorio y los tres hombres.
    —Sólo para demostrar que no se trata de un Doppelganger (1) —dijo el doctor. Deslizó el extraño bloque de vidrio y su libreta hacia el muchacho y ordenó bruscamente—: El pulgar, Hansel.
    (1) Sosia.
    El niño alzó su mano derecha, lenta y deliberadamente, apretó su pulgar en la tinta del vidrio y luego en la página abierta de la libreta. El doctor hizo lo mismo y a continuación acercó la libreta a sus clientes. Los herrén Schmidt y Braun se inclinaron sobre las dos huellas dactilares y ajustaron sus lentes trifocales. Desde luego, una huella era más grande que la otra, pero no hacía falta ser un experto, ni siquiera disponer de una lupa, para comprobar que las curvas y espirales de ambas huellas eran idénticas.
    —Sorprendente —musitó Braun. Contempló atentamente el rostro del niño, luego el del doctor y añadió—: Misterioso. El parecido.
    —Ja —intervino el doctor—. Partí de una sola célula tomada de la membrana mucosa del interior de mi labio.
    —Y sin embargo… —empezó a decir Schmidt—. Y sin embargo… hay algo en su aspecto que es sutilmente incorrecto.
    —Sí, por desgracia —admitió el doctor. Ordenó a la enfermera que llevara a Hans a su habitación. Cuando los dos salieron continuó diciendo—: Habrán notado el sesgo de los ojos, las orejas, extrañamente pequeñas, y otras distorsiones menores, aunque notables, en su réplica de mis rasgos físicos. Los médicos lo denominan síndrome de Down, y vulgarmente se conoce con el nombre de mongolismo. El chico es un idiota mongoloide. Ahora tiene seis años, pero su mente es la de un niño de tres. Cuando su inteligencia alcance el nivel de los seis años, Hans tendrá cerca de diecinueve… si es que no ha muerto. Los mongólicos rara vez llegan a los veinte años.
    Los visitantes quedaron silenciosos, bastante impresionados por el pronóstico clínicamente insensible del doctor.
    —Mis colegas científicos opinan que mis logros hasta la fecha son trascendentales —prosiguió el doctor—. Para ustedes resultan inservibles e insuficientes. Su amigo dejó inacabado su trabajo al morir a los treinta y tres años de edad. Ustedes querrán que él viva hasta superar un poco, al menos, esa edad. Y un idiota, tenga los años que tenga, apenas les será de utilidad. —Extendió las manos—. Es obvio que aún debemos recorrer un largo camino para perfeccionar la programación, por así decirlo. ¿Hace falta que aclare, mein Herren, que ninguno de ustedes dos vivirá para ver la culminación, sea cual fuere?
    —Eso carece de importancia —murmuró Schmidt—. Nuestros superiores presenciarán el resultado. Y los términos del contrato sobrevivirán a nuestra muerte. Usted es libre para experimentar a su gusto, tendrá todo el dinero que precise y no se le impondrá límite de tiempo.
    —Sehr gut. Y ustedes serán tenidos al corriente de todo progreso, por mínimo que sea, a través de esa dirección de conveniencia. —El doctor cogió la reliquia y examinó con indiferencia el complejo grabado áureo—. Como ya les he informado, el experimento se inicia, literalmente, en una probeta. Cuando se logra la mitosis, si es que se logra, se procede al transplante a la matriz de la madre-huésped. Por cuestiones de seguridad prefiero una multípara, es decir, una mujer que ha dado a luz a un niño como mínimo. —Sus ojos grises centellearon con frialdad—. A menos que sus superiores insistan en que utilice una mujer virgen cuando llegue ese momento afortunado.
    Vuelo Lufthansa 312, Munich-Roma, 12 de mayo
    —Sigo estando intranquilo —admitió herr Braun a herr Schmidt—. Esas páginas redescubiertas del Códex Sinaíticus afirman que José de Arimatea embotelló y conservó realmente una gota de la sangre de Jesús. Eso es seguro. Pero yo sugiero que José no tenía a mano una bonita vasija de cristal y que no derrochó oro para adornarla. Y ese recipiente estuvo en Jerusalén más de un milenio antes de que fuera entregado al cruzado de Brujas. Luego, durante sus ocho siglos en Brujas, ha estado en peligro muy a menudo. Oculta en las paredes de rústicas casas de campo durante dos guerras mundiales. ¿Quién sabe cuántas veces ha estado así con anterioridad? En el transcurso de casi dos mil años han existido innumerables oportunidades para que fuera robada, para que se perdiera o rompiera… y fuera sustituida por otra vasija. O también, la Santa Sangre original pudo haberse evaporado, o perder el color hasta quedar reducida a nada, hace mucho tiempo, y haber sido remplazada por una gota distinta. ¡Dios mío! ¡Suponga que el doctor está trabajando con la sangre de alguna nulidad de Jerusalén, un criminal ejecutado, una bruja medieval! ¡Suponga que sea sangre de un animal! ¡Suponga que sea algo así como jugo de remolacha!
    —Suponga que no lo sea —replicó herr Schmidt, escueta y serenamente.

    LOS EXTRAORDINARIOS VIAJES DE AMELIE BERTRAND
    Joanna Russ
    Hommage á Jules Verne

    En el verano de 192… se produjo el hecho más extraordinario de mi vida.
    Estaba efectuando un viaje de negocios y me hallaba en la campiña francesa, no lejos de Lyon, esperando mi tren en un pequeño andén ferroviario situado en las afueras de una población que llamaré Beaulieu-sur-le-Pont. (Este no es su nombre real.) El tiempo era frío, pese a que ya estábamos en junio, y en el andén sólo había otra persona: una rolliza mujer de al menos cuarenta años, que no era hermosa pero iba vestida muy respetablemente, el genuino tipo de nuestra bonne bourgeoise provinciana; estaba sentada en el banco dispuesto para comodidad de los viajeros y no paraba de hacer punto en cierta prenda de vestir indeterminada.
    La estación de Beaulieu, como tantos de nuestros apeaderos ferroviarios en pequeñas poblaciones, consta de un edificio central de ladrillos rojizos a través del cual se extiende un pasaje, también de ladrillos rojizos, que divide la estructura de la estación en dos partes. En una se hallan el despacho de billetes y la sala de espera, y en otra una pequeña cafetería. De modo que si uno ha estado esperando en el lado equivocado de la estación (porque hay vías a ambos lados del edificio), tiene que atravesarla para subir a su tren, por lo normal en el último segundo.
    Eso fue lo que me ocurrió a mí. Oí que se aproximaba mi tren, saqué el reloj y descubrí que el suave tiempo primaveral me había hecho entregarme a un ensueño no sólo prolongado, sino en un lugar distante de la vía correspondiente. El tren doscientos cincuenta y uno para Lyon estaba a punto de entrar en Beaulieu, pero yo estaba mal situado para subir a él. Si no me daba prisa, iba a perderlo.
    Bendiciendo a los fundadores de Beaulieu-sur-le-Pont por su previsión al dividir así la estación, caminé rápidamente, aunque no demasiado, hacia el pasillo. No tenía la más mínima duda de que iba a alcanzar mi tren. Incluso tuve tiempo de meditar sobre el puente que se menciona en el nombre del pueblo y recordar que, por lo que yo sabía, había sido destruido en la época de Caractacus. Después avancé entre los edificios. Noté que mis pisadas producían ecos en los muros del pasaje, un fenómeno observable al entrar en cualquier espacio confiando. A mi izquierda y derecha había paredes de ladrillo rojo. El ambiente era fresco, vigorizante, el tiempo soleado y claro, y delante se encontraba el andén de madera, las matas bien podadas y los geranios plantados en macetas al otro lado de la estación de Beaulieu.
    Nada podía haber sido más vulgar.
    Luego vi de reojo que la dama del andén, la que había visto haciendo punto, estaba entrando en el pasaje detrás de mí, a una distancia apropiada. Al parecer íbamos a ser compañeros de viaje. Me volví y alcé mi sombrero hacia ella, con la intención de proseguir. No podía ver el tren de Lyon, pero juzgando por el sentido del oído deduje que estaba tomando la curva exterior de la estación. Volví a ponerme el sombrero, llegué al centro del pasaje…
    ¿Va a creerme? Es probable. Usted es inglés y las nieblas y la literatura de su infortunado clima le predisponen a los prodigios. Sus inviernos le obligan a leer mucho. Sus autores reflejan para usted en sus obras la romántica imaginación de un refuge del frío y la humedad al que todo puede sucederle…, ¡aunque ese tiempo sólo lo haga al otro lado de sus ventanas! Yo soy un producto de otro suelo, soy lógico, positivo, francés. Igual que mi famoso compatriota, exclamo: «¿Dónde está ese portento? ¡Que lo muestre!» Ni yo mismo creo en lo que me sucedió. Creo tanto en ello como en que Phineas Fogg circunnavegara el globo en la década de 1870 y viva actualmente en Londres con la dama que rescató de una pira funeraria en Benarés.
    Sin embargo, intentaré describir lo sucedido.
    La primera sensación fue una dilación del tiempo. Me pareció haber estado en el pasillo de Beaulieu un rato muy largo. El mismo pasadizo me dio la impresión de convertirse de repente en una distancia doble, o incluso triple. Luego mi cuerpo se hizo pesado, como en un sueño. También experimenté una pérdida de equilibrio, como si el pasaje se inclinara hacia su extremo más alejado y un aumento de gravedad tirara de mí en esa dirección. Un fenómeno aún más inquietante fue la peculiar nebulosidad que repentinamente oscureció la parte delantera del pasaje, como si Beaulieu-sur-le-Pont, lejos de gozar de la cálida temperatura de un excelente día de junio, se estuviera fundiendo en el calor. ¡Sí, calor! Un ardor como el de un horno, y no obstante húmedo, desconocido para nuestro clima, que es moderado hasta en pleno verano. Mi ropa veraniega quedó empapada en sudor en sólo unos instantes y me pregunté horrorizado si me atrevería a romper las habituales reglas de urbanidad y aflojarme el cuello. El estruendo del tren de Lyon, lejos de desaparecer, me rodeó por todos lados como si una docena de trenes estuvieran convergiendo en Beaulieu-sur-le-Pont o como si soplara un viento tenaz (que me empujaba hacia adelante). Traté de atisbar en la nebulosidad que había frente a mí, pero no pude ver nada. Di un paso más y los remolinos de niebla se apartaron a un lado. Detrás de ellos parecía haber una explosión de verdor. (En realidad, distinguí perfectamente las ramas de una palmera iluminada por un sol intenso.) Y a continuación, en medio de ese panorama, apareció una serpiente grisácea, larga, gruesa y sinuosa que culebreó de un lado a otro hasta acabar fijándose en el tronco de la palmera y ofreciendo a la vista un flanco gris tan grande como la abertura del pasaje, cuatro inmensas columnas del mismo color y dos largos colmillos de marfil.
    Era un elefante.
    El bramido del animal me hizo recuperar mis sentidos. Hasta entonces me había comportado como en un sueño sorprendente. Me giré y traté de volver sobre mis pasos… encontrándome con que a duras penas podía subir por el empinado pasaje y enfrentarme al viento furioso que me golpeaba. Percibí el ambiente de Beaulieu, tranquilo, fresco y tan familiar para mí, como algo pequeño y precioso que se presentaba en la forma de una fotografía o una escena observada a través de unos gemelos de teatro, pero no por su lado amplificador, sino por las lentes del objetivo, de modo que me era imposible llegar hasta allí. Fue entonces cuando un brazo vigoroso asió el mío y regresé al andén del que me había aventurado a salir hacía muchísimo tiempo. (¡Así me lo pareció!) Mientras estaba sentado en el banco de madera, la buena burguesa de atuendo oscuro y decente me preguntó cómo me encontraba.
    —¡Pero esa palmera…! —grité—. ¡El clima tropical, el elefante!
    —No se inquiete, monsieur —dijo ella con toda la tranquilidad del mundo—. Se trataba de Uganda, simplemente eso.
    Debo decir, por cierto, que madame Bertrand, pese a no encontrarse en su primera juventud, es una mujer cuyos ojos negros fulguran con un encanto extraordinario. Hay que estar ciego para no advertir este detalle. Su preocupación es sincera, su porte séduisante, y bastaron menos de cinco minutos de conversación para que ella abandonara las barreras de la reserva y me explicara no sólo la naturaleza de la experiencia que yo había vivido, sino también (en el café de la estación de Beau-lieu, tomando un helado de limón) su personal y extraordinaria historia.
    —Poco antes de acabar la gran guerra —dijo madame Bértrand—, inicié un hábito que he mantenido hasta hoy: siempre que mi esposo, Aloysius Bértrand, se ausenta de Beau-lieu-sur-le-Pont por cuestiones de negocios, cosa que ocurre muy a menudo, visito a mi cuñada de Lyon, saliendo de Beaulieu a mitad de semana y regresando al día siguiente. Al principio mis visitas carecieron de novedad. Luego, un desgraciado día, hace únicamente dos años, me encontré en el lado equivocado de la estación tras haber comprado mi billete y corriendo por ese corredor abovedado o pasillo en que usted, monsieur, acaba de aventurarse. Los efectos fueron idénticos, pero los atribuí a una cierta debilidad por mi parte y seguí mi camino esperando una hora de viaje hasta Lyon, la compañía de mi cuñada, el cine, el restaurante y el habitual viaje de vuelta al día siguiente.
    «Imagine mi sorpresa… no, mi estupefacción, cuando en lugar de encontrarme en un tosco andén de madera me vi rodeada de inmensas rocas y aguas plomizas, ¡y en lugar que me resultaba absolutamente desconocido! Hice averiguaciones y descubrí, para mi ilimitado asombro, que me hallaba en la última estación ferroviaria, o terminal, de Tierra del Fuego, el extremo más meridional del continente sudamericano, y que me había comprometido a navegar como sobrecargo en un barco ballenero contratado para surcar las aguas de la Antártida durante los dos años siguientes. El sol estaba bajo, las nubes se amontonaban en el cielo y detrás de mí (siguiendo la curva de la bahía repleta de rosas) había un bosque de abatidos pinos, cuyos troncos retorcidos expresaban la violencia del clima.
    »¿Qué podía hacer? Mi vestimenta era victoriana, la nave estaba a punto de partir y la noche de seis meses se nos echaba encima. No se esperaba otro tren hasta la primavera.
    «Para abreviar esta larga historia, me embarqué.
    »Sería de esperar que una dama, expuesta a una situación así, sufriera más los detalles desagradables y molestos. Así fue. Pero también existe un sombrío encanto en aquellas apartadas latitudes meridionales, algo que sólo conoce el que ha viajado hasta allí: las estrellas brillando en los témpanos, el sol a baja altura, los pingüinos, los icebergs, las ballenas… Y además los marineros, hijos de lo agreste, jóvenes, ardientes y sinceros. En especial uno de ellos, un verdadero Apolo de frente amplia y bigotes dorados. Para ser franca, no me mantuve apartada. Nos conocimos, una cosa condujo a otra y, enfin, aprendí a amar el olor del aceite de ballena. Dos años después, apeándome del tren que había tomado para ir a Nome, Alaska, con la intención de adquirir mi trousseau (porque tras haber hecho indagaciones telegráficas sobre Beaulieu-sur-le-Pont, descubrí que no existía ningún monsieur Bertrand y me consideré viuda), me encontré, no con mi ropa victoriana en la bulliciosa y frígida Nome, esa capital comercial del norte con sus proscritos, perros y esquimales vestidos con pieles que transportan otras pieles en sus trineos, sino vestida con mi vieja y familiar ropa de visita (la que llevaba puesta cuando había salido de Beaulieu hacía tanto tiempo) y en el andén de Lyon, con mi cuñada esperándome. Y no sólo eso. En los dos años largos que había estado fuera, no había transcurrido más tiempo en el que debo llamar mundo auténtico que la hora de viaje del tren desde Beaulieu hasta Lyon. Había esperado que Garance se me echara al cuello con gritos de sorpresa por mi ausencia y la extrañeza de mis ropas. En lugar de eso, Garance me preguntó por mi salud y, sin aguardar respuesta, empezó a describir de la forma más vulgar y con todo detalle la carne de ternera que había comprado aquella tarde para la cena.
    »Al principio estaba tan confusa y desconsolada que pensé que, de alguna forma, había confundido el tren de Nome y que si volvía inmediatamente de Lyon a Beaulieu podría regresar a Alaska. Estuve a punto de interrumpir mi visita a Lyon fingiendo encontrarme mal. Pero pronto comprendí lo absurdo que era suponer que una vía férrea podía atravesar miles de kilómetros de océano. Además, mi cuñada estaba muy recelosa (durante la visita, sin que pudiera evitarlo, se me escapó algún suspiro y la expresión “Mon cher Jack!”) Me dominé y únicamente di rienda suelta a mis sentimientos en el viaje de vuelta a Beaulieu… que, lejos de terminar en Nome, Alaska, acabó en la estación de Beaulieu y a la hora exacta prevista por el horario ferroviario.
    »Llegué a la conclusión de que mis vacaciones de dos años habían sido tan sólo lo que los expertos de la ciencia psicológica denominarían un sueño anormalmente completo y detallado. Creo que los antiguos chinos eran famosos por sus vividos sueños. Se dice que uno de sus poetas experimentó toda una vida de amor, miedo y aventura mientras se lavaba los pies. Este era mi caso. Allí estaba yo, ni un día ni una hora más vieja, y nadie sabía lo sucedido en la Antártida. Sólo yo.
    »Era una explicación razonable, pero adolecía de un defecto grave que la invalidaba por completo.
    »Era falsa.
    »Desde entonces, monsieur, he realizado mis peculiares viajes, mis vacaciones, mes vacances, como yo las llamo, no una sino docenas de veces. Mi alfombra mágica es la estación de Beaulieu o, para ser más precisa, el pasillo que hay entre el despacho de billetes y el café, a las tres menos diez en punto de la tarde. Si atravieso el pasadizo a cualquier otra hora, salgo simplemente al otro lado de la estación, pero si lo hago en el momento preciso llego a cualquier lugar apartado y exótico del globo. Quizá Ceilán, con sus muchedumbres de abigarrado aspecto, su aroma de incienso, sus pagodas y jinrikishas. O los desiertos de Al-Iqah, con las multitudes de bedawi, de sueltos ropajes blancos y armados con rifles, muchos de ellos dando vueltas unos en torno a otros a lomos de caballos. O puedo encontrarme en las apacibles islas de Tahiti, con amables y morenos nativos ofreciéndome cuencos de poi y guirnaldas de flores cuya belleza no tiene igual en cualquier otro lugar de la parte tropical del globo. Tampoco mis vacaciones se limitan por entero a las regiones terrestres. El mes de febrero pasado atravesé el pasillo y me encontré en las arenas de una playa primitiva bajo un cielo gris y tormentoso. Pude oír, muy lejos, los rugidos de los saurios. Por encima de mí estaban las hojas gigantescas, de color púrpura y bordes mellados, de alguna planta palmácea, una especie que resultó ser totalmente desconocida para la ciencia botánica.
    »No, monsieur, no se trataba de Ceilán. Era Venus. Es cierto que yo prefiero un clima menos nuboso, pero, con todo, no era como para lamentarse. Estar sumida en la oscuridad de la noche venusiana, tumbada en las sedosas arenas volcánicas, bajo las brillantes hojas del laradh, mientras inhalas el millón de perfumes de las flores nocturnas y escuchas la música del karakh… De verdad, no se echa de menos el azul del cielo. Aunque hace tan sólo algunas semanas estuve en un lugar que también me complació. Imagínese un cielo inmenso, de color azul blanquecino, un desierto con enormes montañas en el horizonte y los buscadores de agua, enjutos y tenaces, con sus varas de zahori, botas de tacón alto y grandes sombreros que protegen caras ya curtidas y arrugadas por el sol intenso.
    »No, no era Marte, sino Texas. Son gente maravillosa esos pioneros americanos. Los hombres son apuestos y lacónicos, las mujeres recias y eficientes. Y luego, un día, tomé el tren de Lyon sólo para encontrarme en un andén que parecía una pecera hecha de vidrio coloreado y rodeada de montañas fantásticamente sutiles que se alzaban hacia un cielo negro donde las estrellas brillaban como mármol sólido, sin centellear apenas. Yo llevaba un casco de vidrio y ropas que se asemejaban a las de un buzo. No tenía idea alguna respecto a dónde me encontraba. Hasta que me moví y, para mi tremenda sorpresa, en lugar de moverme normalmente, ¡brinqué en el aire!
    »Me hallaba en la Luna.
    »Sí, monsieur, la Luna, aunque a cierta distancia en el futuro. El año dos mil ochenta y nueve, para ser precisa. En esa fecha, los seres humanos habían fundado una colonia en la Luna. Mi carruaje entró rápidamente en uno de los cráteres y aterrizó en la ciudad principal, un palacio de hadas con torres puntiagudas y cúpulas de vidrio, ya que usan como material de construcción un cristal fabricado a partir de la grava silícea nativa. Allí, en la Luna, fue donde adquirí todas las teorías que ahora poseo en relación a mis peculiares experiencias con el pasillo de Beaulieu-sur-le-Pont. Conocí al matemático más eminente del siglo XXI, una dama elegantísima, y expuse mi problema. Debe usted comprender que en la Luna les négres, les juifs, incluso les femmes, pueden ocupar posiciones elevadas y tener gran influencia. Es una república auténtica. Esta dama me presentó a su colega, un físico negro dedicado a los hechos supranormales, o parafísica, como ellos lo denominan, y los dos discutieron el asunto durante todo un día (no un día selenita, por descontado, ya que ello habría significado un tiempo igual a veintiocho de nuestros días). No pudieron ponerse de acuerdo, pero en pocas palabras, tal como me dijeron, sólo había dos posibilidades: o el pasaje de la estación de Beaulieu-sur-le-Pont posee una conectividad infinita, o está encantado. Para ser totalmente sincera, deploré abandonar la Luna. Pero cada cual tiene sus obligaciones. Mi alfombra mágica de Beaulieu toma la forma de un pasillo de estación y, en mes vacances, siempre me encuentro al principio situada en un andén. De la misma manera, mi regreso también debe efectuarse a través de ese medio tan poéticamente denominado camino de acero. Me coloqué en la vía que enlaza dos de los principales cráteres selenitas y… ¡hop!, me apeé en el andén de Lyon, sin haber envejecido un solo día.
    »En realidad, monsieur —madame Bertrand tosió con delicadeza—, puesto que los dos formamos parte del mundo, puedo mencionar que otros determinados procesos biológicos también se detienen, un hecho que no es enteramente de mi gusto, ya que mi querido Aloysius y yo carecemos de familia. Pero esta detención tiene sus ventajas. Si yo hubiera envejecido tanto como he vivido, la mujer que estaría hablando con usted en estos momentos sería una anciana de setenta años. A decir verdad, ¿cómo se puede envejecer en mundos que no son, hablando con toda franqueza, realmente auténticos? Aunque es posible que, si hubiera permanecido para siempre en uno de tales mundos, también yo habría empezado a envejecer igual que sus otros habitantes. Eso constituiría un placer en la Luna, porque mi amiga matemática tenía doscientos años cuando la conocí, y la persona que me presentó, el profesor de paraphysique, doscientos cinco.
    Madame Bertrand, cuyo relato había estado escuchando casi sin atreverme a respirar, dejó de hablar de repente. Su helado de limón permanecía intocado sobre la mesa. Yo estaba tan lleno de proyectos para que el mundo conociera esta historia sorprendente que, al principio, no advertí el cambio en la expresión de madame Bertrand.
    —El Instituto Nacional —empecé a balbucear—. La Académie… no, las universidades. Y también los periódicos…
    Pero la encantadora dama se levantó con una mirada horrorizada.
    —Mon dieu! —gritó—. ¡Mi tren! ¿Qué pensará Garance? ¿Qué dirá de mí? ¡Monsieur, ni una palabra de esto a nadie!
    Imagínese mi consternación cuando madame Bertrand salió a toda prisa del café y empezó a cruzar la estación dirigiéndose hacia el ominoso pasillo.
    —¡Pero, madame, piénselo! —fue lo único que pude decir—. ¡Ceilán! ¡Texas! ¡Marte!
    —No, es demasiado tarde —replicó ella—. Sólo a la hora anterior del horario ferroviario. ¡Monsieur, recuérdelo! ¡Ni una palabra de esto a nadie!
    Me levanté para seguirla.
    —Pero si usted no vuelve… —objeté. La señora Bertrand volvió a obsequiarme con su deliciosa sonrisa.
    —No se angustie, monsieur —dijo rápidamente—. He aprendido a reconocer ciertas sensaciones… un frisson en el cuello y las paletillas que me advierte del estado del pasillo. En la hora siguiente no hay peligro, pero… ¡mi tren!
    Y así me abandonó madame Bertrand. ¡Qué mujer tan sorprendente! Viajera no sólo de las apartadas regiones de la Tierra, sino también de los dominios de la imaginación. Y pese a ello, totalmente respetable, cumpliendo con placer los deberes de la vida familiar y reuniéndose puntualmente (con la salvedad de esta ocasión) con su cuñada, mademoiselle Garance Bertrand, en el andén de Lyon.
    ¿Se trata del final de mi relato? No, porque yo estaba destinado a volver a ver a Amélie Bertrand.
    Mis ocupaciones, que ya he mencionado, me hicieron regresar a Beaulieu-sur-le-Pont a finales de aquel mismo verano. Confieso que deseaba encontrarme con madame Bertrand, ya que estaba decidido a notificar, al menos a varias de nuestras principales instituciones, los extraordinarios poderes que poseía el pasillo de la estación de Beaulieu. Pero no podía hacer tal cosa sin el consentimiento de madame Bertrand. Faltaba poco para las tres en punto de la tarde y, de nuevo, el andén estaba desierto. Vi una figura que tomé por la de madame Bertrand, sentada en el banco reservado a los pasajeros, y me apresuré en llegar hasta allí, no sin antes lanzar una exclamación de alegría…
    Pero no era Amélie Bertrand. Era una mujer bastante vieja y delgada, vestida de arriba abajo de negro, uno de los negros más apagados que pueda verse, y por completo desprovista del encanto que yo había esperado encontrar en mi compañera de viaje. Un momento después oí que pronunciaban mi apellido y me alborocé al ver a madame Bertrand, saliendo del despacho de billetes, vestida con ropas veraniegas de discretos colores.
    Pero ¿dónde estaba la jovialidad, el encanto, el agradable ambiente de junio? El rostro de madame Bertrand estaba contraído, sus ojos vigilantes y su expresión resuelta. Yo pensaba exponer inmediatamente mis grandes proyectos, pero la dama me hizo callar con un movimiento de cabeza, señalando la figura que antes he mencionado.
    —Mi cuñada, mademoiselle Garance —dijo. Confieso que en aquel momento pensé, muy nervioso, que el mismo Aloysius Bertrand iba a aparecer. Pero estábamos solos en el andén—. Garance, éste es el caballero que desgraciadamente me hizo perder el tren el mes de junio pasado.
    Mademoiselle Garance, como desmintiendo la reputación de locuaz que yo había escuchado se le atribuía a principios del verano, no dijo nada, limitándose a apretar contra su descarnado pecho una pequeña maleta.
    —He explicado a Garance —me dijo la señora Bertrand— su indisposición del pasado mes de junio y la forma en que los empleados de la estación me retuvieron. Me alegro de verle con tan buen aspecto.
    Fue una clara insinuación de que mademoiselle Garance no debía saber nada acerca de la historia de su cuñada. Así pues, asentí e hice una ligera reverencia. Deseé tener la oportunidad de conversar con más libertad con madame Bertrand, pero no podía hablar en presencia de su cuñada.
    —¿Van a coger hoy el tren…? —empecé a preguntar, lleno de desesperación.
    —Por simple nostalgia —explicó madame Bertrand—. Después de hoy jamás volveré a poner los pies en un vagón de ferrocarril. Garance tal vez lo haga, si quiere, pero yo no. Aviones, automóviles y barcos me bastarán. Quizá aprenda a volar, como la famosa americana, madame Earhart. Aloysius me dio la buena noticia esta misma mañana: un cambio en su trabajo nos permite trasladarnos a Lyon, cosa que haremos a final de mes.
    —¿Y en las semanas que faltan…? —pregunté.
    —No habrá ningún tren —contestó madame Bertrand, sin perder la compostura—. Van a demoler la estación.
    ¡Vaya golpe! Y allí estaba sentada la vieja solterona, mademoiselle Garance, totalmente inconsciente de la inminente pérdida que sufriría la ciencia. Balbuceé algunas palabras, no sé cuáles, pero mi buen ángel se apresuró a rescatarme.
    —¡Oh, monsieur, mi conciencia está tremendamente apenada! —dijo madame Bertrand, acompañando sus palabras con un movimiento ligerísimo de los dedos—. Garance, ¿podrás creer que expliqué a este caballero las historias más descabelladas? Le dije, muy seria entonces, que el pasillo de esta estación…, ¡era la entrada a otro mundo! No, a muchos mundos, y que yo había estado en todos ellos. ¿Podrás creerme? —Se volvió hacia mí—. Oh, monsieur, usted fue un magnífico oyente, quiso creer en lo que yo le contaba. Seguramente no puede imaginarse que una mujer respetable como yo abandone a su esposo utilizando un pasillo de estación que ha llegado a poseer una conectividad infinita.
    Madame Bertrand me miró de forma inquisitiva, pero yo no lograba entender su intención al hacer tal cosa y no dije nada. Ella prosiguió hablando, con un ligero estremecimiento de su cabeza.
    —Debo confesarlo —dijo—. Soy adicta a contar historias. Siempre que mi querido Aloysius salía de casa para emprender sus viajes de negocios, me decía: «Occupe-toi, occupe-toi, Amélie!» ¡Ay! Y me he distraído, pero demasiado bien. Pensé que mi fantasía podría apartar su mente de su malestar y, así, le narré a usted una fábula inverosímil de viajes ex-traordinarios. ¿Puede perdonarme?
    Di una respuesta educada, algo que no recuerdo ahora. Todavía estaba aturdido por la inesperada noticia, como ya podrá comprender. ¡Todo aquello era una simple fábula! Pese a todos los detalles y circunstancias plausibles narradas por madame Bertrand en su relato. Mi única sensación debía ser de alivio por no haber escrito al Instituto Nacional. Estaba a punto de insistir en que ambas damas me acompañaran a tomar un refresco, cuando madame Bertrand, llevándose una mano al corazón, en un gesto repentino que me pareció excesivo, gritó:
    —¡Nuestro tren! —Luego se volvió hacia mí—. ¿Querrá acompañarnos a cruzar el pasillo?
    Algo me hizo dudar, pero no sé qué fue.
    —Piense, monsieur —dijo madame Bertrand, manteniendo la mano apretada contra su corazón—. ¿Dónde será esta vez? ¿Tal vez un Londres del futuro, protegido contra el clima y construido enteramente de vidrio? ¿O quizá las majestuosas y altas llanuras de Colorado? ¿O nos encontraremos en una de las ciudades subterráneas de las lunas de Júpiter, en cuyos terribles cielos sale y se pone el poderoso planeta con un diámetro aparente que supera el de los Alpes terrestres? —Sonrió alegremente a mademoiselle Garance—. Así eran las historias que conté a este caballero, querida Garance. Una auténtica novela.
    Vi que estaba fastidiando amablemente a su cuñada, que naturalmente no sabía a qué venía todo esto.
    Mademoiselle Garance se aventuró a decir, con gran timidez, que a ella le «gustaba leer novelas».
    Incliné la cabeza.
    De pronto oí el sonido del tren en las afueras de Beaulieu-sur-le-Pont.
    —¡Nuestro tren! —gritó madame Bertrand, en un tono extremadamente prosaico—. ¡Garance, vamos a perder nuestro tren! Monsieur, ¿querrá acompañarnos?
    Asentí con un gesto de cabeza, pero me quedé inmóvil. Madame Bertrand, acompañada por la delgada y encorvada figura de su hermana política, se adentró con rapidez en el pasillo que separa el despacho de billetes de la diminuta cafetería de la estación de Beau-lieu-sur-le-Pont. Confieso que cuando las dos damas llegaron al punto medio del eje longitudinal del pasillo, cerré involuntariamente los ojos. Y al abrirlos de nuevo, él pasillo estaba desierto.
    No sé por qué lo hice, pero me encontré atravesando a toda prisa el pasillo, teniendo en mente la imagen de madame Bertrand abordando el tren de Lyon junto a su cuñada, mademoiselle Garance. En realidad se podía oír el tren. El sonido de su motor llenó toda la estación. Creo que me dije, o traté de convencerme, que deseaba cambiar una última frase de cortesía. Llegué al otro extremo de la estación…
    Y allí no había ningún tren de Lyon.
    No había damas en el andén.
    A decir verdad, ¡no existe ningún tren doscientos cincuenta y uno a Lyon! ¡No existe en el horario de ninguna línea!
    Imagine mis sentimientos, mi querido amigo, al saber que la historia de madame Bertrand… ¡era real en su totalidad! ¡Es cierta, del todo cierta! ¡Todos los detalles son auténticos! ¡Y mi Amélie se ha ido para siempre!
    Sí, la llamo «mi» Amélie. Pero todavía pertenece, según la ley, a Aloysius Bertrand, que, sin duda alguna, volverá a contraer matrimonio tras el necesario período estatuario de espera y se convertirá así en un bigamo respetable… y sin saberlo.
    Ese animal nunca habría entendido a Amélie!
    Ahora mismo, si me permite usar la frase, Amélie Bertrand puede estar navegando en una góndola por uno de los grandes ríos venusianos, escuchando la música del karakh. Ahora mismo puede estar realizando actos de heroísmo en la pista número uno o charlar con su amiga matemática en un balcón que da a las elevadas torres y plazas repletas de flores del capitolio selenita. No me cabe la menor duda de que si usted tratara de encontrar los lugares que madame Bertrand mencionó, buscando en la Enciclopedia o cualquier otra obra de referencia similar, fracasaría por completo. Tal como ella misma dijo, no son «realmente auténticos». Son extrañas discrepancias.
    ¡Ay!, amigo mío, compadézcame. En estos momentos, toda mi preocupación es académica, puesto que la estación ferroviaria de Beau-lieu-sur-le-Pont ha desaparecido, sustituida por una vasta construcción en la que bullen los obreros. Es un hangar gigante (aprendí el nombre de boca de uno de los trabajadores), es decir, un edificio destinado a contener aviones. Me han dicho que grandes cantidades de estas máquinas volarán pronto de hangar a hangar por todo el país.
    Pero piense en esto: ¿Acaso los aviones no serán usados a su debido tiempo, para vulgares viajes de negocios, para visitas programadas a lugares frecuentados u otros similares? ¿Acaso no se trata de los ferrocarriles de una nueva era? ¿No es posible que se reproduzca la misma situación, sea de conectividad infinita o encantamiento, quizá en el mismo lugar donde los viajes de mi ángel desaparecido han establecido un precedente o predisposición? Amigo mío, confabúlese conmigo. Pronto estará terminado el hangar de Beaulieu, o así lo leí en los periódicos. Pienso trasladarme al campo y establecerme cerca de este hangar. Compraré un billete para dar un paseo en uno de estos nuevos aparatos, y luego ya veremos qué sucede. Quizá sólo goce de una placentera ascensión en el aire y un descenso parecido. Tal vez, por contra, sienta ese frisson en el cuello y paletillas del que habló madame Bertrand. Bien, no importa. Mis hijos han crecido, mi esposa goza de una renta generosa y el frisson no me desanimará. Pasearé por el corredor o pasillo, dentro o alrededor del hangar, exactamente nueve minutos antes de las tres y cruzaré el espacio que separa los mundos. Volveré a sentir la extraña dilación del tiempo y la pesadez del cuerpo, veré la nebulosidad al otro extremo del túnel, atravesaré el viento furioso en medio de la niebla que me envolverá, con el rugido de un avión invisible en mis oídos, y después actuaré. Madame Bertrand fue muy amable al retrasar sus vacaciones para llevarme de vuelta desde Uganda. Y lo bastante generosa como para ofrecerme compartir la travesía del pasillo por segunda vez. ¡Tanta amabilidad y generosidad merece lograr resultados! En esta tercera ocasión no me detendré. Abandonaré mi profesión, mi periódico, mis partidas de ajedrez, mi digestif… en pocas palabras, me alejaré de todos esos hábitos que, se entiende, se nos ofrecen para sustituir la felicidad. Huiré de las insignificantes molestias de la vida, de una sombría vejez, de las confusiones y terrores de una Europa cada vez más turbulenta, para…
    …¿Qué?
    Esta copia de una carta jue encontrada en un tomo de la Enciclopedia (U-Z) en la Bibliothéque National. Se cree, a partir de la evidencia, que el escritor desapareció en una determinada población de provincias (llamada «Beaulieu-sur-le-Pont» en el manuscrito) poco después de sacar un billete para un vuelo en avión en el campo de aterrizaje de dicha localidad, un popular pasatiempo para los que están de vacaciones.
    Nunca se le ha vuelto a ver.

  • Crow

    LA VISTA DESDE LA ESCARPA SIN FIN
    Marta Randall

    La afilada estructura de la última nave avanzó por entre la escasa capa de nubes, dejando en su estela un rastro de gases. Aún estaba a la vista cuando Markowitz saltó del reseco montón de piedras en que estaba oculta, corrió hacia la pista de aterrizaje y empezó a dar brincos como una posesa. Chilló, lloró, suplicó a la nave que regresara… El vehículo espacial no vaciló en su ascenso, y en el momento en que abandonó la implacable esfera de cielo azul, la mujer yacía exhausta sobre el duro cemento, arañándolo con los dedos y murmurando con voz jadeante. El despegue no había tenido lugar exactamente como ella lo había planeado, pero el resultado era idéntico y la desdichada Markowitz era probablemente el único ser humano que quedaba en el planeta.
    Un peri particularmente valiente se escurrió colina abajo, se acercó a la mujer con grandes precauciones y, tras un instante de vacilación, arrojó una piedra. Markowitz lo maldijo, pero no se movió. El peri alzó su cabeza, estrecha y de hocico prominente, y lanzó el agudo e irritante plañido típico de los peris cuando se reían. Al momento, la población de tres tribus distintas descendió por la colina y se esparció por el pueblo abandonado, arrebatando, robando y peleándose por los destartalados restos de la otrora soberbia colonia. Los peris desfilaron alrededor de la pista de aterrizaje, cubierta de escombros. Un macho viejo y flaco cubrió el pelaje gris de sus hombros con una chaqueta deshilachada, puso una lata abollada sobre su cabeza y caminó torpemente mientras adoptaba un aire de gran dignidad. Pero Markowitz no sintió ningunas ganas de reírse. Al cabo de una hora, todo el pueblo había desaparecido, a excepción de los destrozados cimientos de las casas. Y también éstos irían siendo conducidos gradualmente, fragmentados y troceados, a los pueblos peris. A Markowitz no le importaba. La nave se había ido. La nave no regresaría. Transcurrido un tiempo, las palabras dejaron de repetirse de un modo automático y ella contempló el azul chillón del cielo con la mente en blanco. Los peris se fueron, arrastrando tras ellos el último botín.
    El sol se movía lentamente. Markowitz apartó su mirada de él y recordó a Thompson. Aquella histeria absurda en el campo de aterrizaje… Ella no era mejor que los demás. Con la misma facilidad habría supuesto que él estaba muerto para salvar su propio pellejo. Volvió la cabeza de nuevo, avergonzada y aliviada, y se puso en pie frente a una desolación absoluta, un paisaje abrasado y seco en el que no se movía nada salvo su sombra a través de la agrietada tierra. Comió bayas verdes y raíces amargas. La bomba del pozo del pueblo había desaparecido, pero Markowitz hizo descender su taza por la estrecha abertura del conducto y obtuvo un poco de agua tras una hora de trabajo. Necesitó otras dos horas para llenar su cantimplora. A media tarde abandonó las ruinas del pueblo y caminó lentamente hacia el borde de la Escarpa Sin Fin. Se sentó bajo un árbol agostado, con los pies colgando sobre el inmenso precipicio, y aguardó la caída de la noche.
    La vista desde la Escarpa Sin Fin había sido una vez, aunque por poco tiempo, la de un paraíso. Los terrestres habían llegado a un lugar seco y muerto y producido lluvias para permitir su cultivo e ir obteniendo flores y frutos de la tierra. En sólo una generación peri habían cambiado la faz de aquel mundo y a los mismos peris. Estos ya no necesitaron seguir a los animales migratorios, puesto que su casa empezó a permanecer todo el año en la alta meseta, retenida allí por la abundancia de alimentos. Ya no necesitaron buscar bayas y raíces en la extensa llanura, dado que empezaron a tenerlas en abundancia y por todas partes. Ya no necesitaron sembrar, ni siquiera las mínimas cosechas que los peris habían plantado en el transcurso de sus migraciones, diseminando las semillas en los descuidados campos y volviendo a coger la cosecha una estación después. Ya no necesitaron hacer construcciones muy sólidas, puesto que cuando las casas se derrumbaban y el terreno se volvía inhabitable, existían muchos lugares igualmente buenos para levantar un pueblo.
    Los peris nunca habían sido constructores en los siglos de nomadismo. No tenían, pues, necesidad alguna de serlo en una época mejor.
    Gruesas nubes comenzaron a deslizarse hacia el este, procedentes del mar, sobre las elevadas laderas del continente, para verter su lluvia en los ángulos de la Escarpa y en la gran llanura. Los ríos ensancharon y profundizaron sus cauces, el desierto se volvió verde. Los terrestres plantaron árboles y éstos florecieron. Sembraron semillas y éstas crecieron. Los peri empezaron a engordar bajo sus pelajes plateados y los terrestres fueron a sus pueblos para curar a los enfermos, abrir escuelas, escuchar la música peri y ofrecer la suya. Los peris rieron, brincaron y aceptaron las enseñanzas de los terrestres, sabiendo que en dos generaciones, o tal vez cuatro, los peris se convertirían en versiones reducidas de sus benefactores. Los terrestres habían recibido un mundo desierto para colonizarlo y lograron transformar en verde un fragmento de dicho mundo. Se multiplicaron. Beneficiaron a los nativos. Prosperaron. Se sintieron muy orgullosos de sí mismos.
    El cielo había pasado de azul a rosado. La sombra de la Escarpa Sin Fin se proyectaba extensamente, dedos rojizos sobre la devastada llanura. Ni siquiera los meka, árboles muy resistentes, crecían ahora. Habían muerto de un exceso de prosperidad y no habían reaparecido con la vuelta de la sequía. Markowitz miró fijamente la oscuridad cada vez mayor, esperando, como siempre, ver un fulgor de luz tenue y distante. El día dejó paso a la noche y no apareció hoguera alguna. Si Thompson había encendido alguna hoguera a modo de señal, lo habría hecho más allá de la curva del horizonte. Markowitz no dudaba de que esa hoguera estaría allí, en alguna parte. Y mientras seguía mirando sintió un profundo y repentino anhelo, no de la seguridad de las naves de rescate que ya habían partido, sino del dudoso consuelo de los brazos de Thompson. Cerró los ojos, acosada por recuerdos táctiles, y luego agitó la cabeza con enfado y contempló el desierto. Las reminiscencias constituían ahora un impedimento y debía volver a la realidad. Su visión se aclaró y los matices rosados de la llanura se hicieron de un color púrpura más oscuro. El ambiente se enfriaba con gran rapidez.
    Cogió la chaqueta que llevaba en la cintura y se la puso. Después recorrió cueva tras cueva, arrancando grandes piedras de diversos rincones y recogiendo todo lo que había ocultado. Algunos peris la seguían de lejos, movidos por la curiosidad. Examinaron rápidamente todos los escondites después que ella los hubiera vaciado, pero no se acercaron a la mujer. Ella no les prestó atención. No robarían sus pertenencias mientras las llevara encima.
    Encendió un fuego en la boca de la última cueva y, aprovechando aquella luz fluctuante, metió sus víveres en la mochila, sujetó los cuchillos a su cinturón y comió un puñado de bayas. Humedeció sus labios con la cantimplora y, tras extender enredaderas en la entrada de la cueva a manera de alarma, se tumbó en el suelo con la cabeza sobre la mochila y contempló la porción de noche enmarcada por las rocas. Un millón de estrellas, ninguna hoguera. Finalmente se durmió.
    Veinte años de prosperidad. Luego, en un mes sombrío y aterrador, el motor del cambio dejó de funcionar. Cuando las ventiscas amainaron y los terremotos cesaron, cientos de terrestres y miles de peris habían muerto, y los colonizadores vivos fueron investigando el origen del desastre. Una tormenta ártica había averiado la inaveriable estación medidora instalada en el polo. Falló la unidad auxiliar, se rompió una funda defectuosa del dispositivo de autorreparación y penetró el frío mortal. El circuito averiado activó un relé inadecuado del delicado mecanismo sensor y transmisor situado en el núcleo del monitor. Y después murió Hohbach en el último terremoto, y con él una posible explicación de por qué un cambio tan simple había provocado la catástrofe. Lo único que supo la colonia es que la señal incorrecta fue transmitida a los enormes mecanismos climáticos de los satélites, que respondieron con un derroche energético que superó sus límites de seguridad y los destruyó en un terrible estallido. La luna, tan cuidadosamente cambiada de órbita, tan precavidamente modificada para variar las mareas, se retorció en el espacio y emprendió un nuevo curso. La tierra se alzó y crujió, y los vientos aullaron de forma incontenible. Cuando el planeta se estabilizó, varió el contorno de los océanos. Las lluvias cayeron en alta mar y, al cabo de una estación, la extensa y verde llanura se agostó y el río se redujo a un delgado hilo de agua, luego a charcos fangosos y, por fin, incluso éstos desaparecieron sometidos a la feroz luz solar.
    Las piras funerarias de los peris ardieron largamente en la noche, ya que en aquella época todavía honraban a sus muertos. Los terrestres recogieron y enterraron a los suyos, consolándose con los ritos y responsos. Grupos de exploración partieron hacia el oeste y regresaron agonizantes para informar que el océano era innavegable, que las tormentas no amainarían durante décadas enteras. Algunas porciones de la costa se hundían, otras seguían hostigadas por olas gigantescas, y en ninguna parte había agua dulce. El desierto se extendía hacia el este, sin que los exploradores, al límite de sus fuerzas y con las cantimploras vacías, hubieran encontrado sus fronteras No encontraron una sola fuente ni tierra cultivable, ninguna esperanza o remedio. Los peris propusieron una caminata hacia el este hasta un terreno frondoso que afirmaban conocer. Aunque los terrestres no pudieron convencerlos de que una tierra así, suponiendo que hubiera existido, habría desaparecido con la catástrofe, pocos peris partieron. Los terrestres pensaron que se trataba de un lugar mitológico y lo olvidaron. Las fuentes empezaron a fallar. Durante algún tiempo, la colonia mantuvo estaciones destiladoras a lo largo de la costa oceánica y el agua fue laboriosamente transportada a través de las bajas colinas costeras hasta el pueblo. Pero las estaciones dejaron de funcionar, o fueron saqueadas por los peris, o las inutilizaron las tormentas, y cesó el suministro de agua salobre. Gastaron el resto de su menguante energía abriendo pozos muy profundos en el pueblo. Limitaron la ración de agua a un vaso diario por persona y enviaron llamadas de socorro.
    La respuesta llegó cuatro años más tarde. La colonia había mermado, pasando de dos mil habitantes a menos de cuatrocientos. Murieron por falta de agua, comida o esperanza. También fallecieron peris. Las costumbres funerarias fueron las primeras en olvidarse, tanto las ceremonias crematorias iniciadas bajo la tutela de los terrestres como los antiguos rituales de la época nómada. Dejaron de sembrar todo tipo de semillas, las de la estación lluviosa como las de la estación de sequía. Habitaban sus pueblos hasta que las casas se pudrían a su alrededor y se trasladaban a otras sólo un poco menos deterioradas. Olvidaron los ritos del matrimonio, el bautismo, las estaciones y la vida. Pero seguían riendo, sentados bajo los crueles rayos del sol mientras se morían de hambre. Reían y bailaban torpemente en una terrible parodia de sus danzas. Veían con excelente humor como ellos y los terrestres morían, cloqueaban, se tambaleaban y extraían piojos peris de sus deslustrados y malsanos pelajes.
    —Lo hicimos mejor que los peris —dijo Markowitz en su sueño, y se despertó preguntándose de dónde habían salido esas palabras.
    Los peris lo habían perdido todo: alimentos, agua, cultura y, finalmente, hasta su deseo de ayudar al prójimo, el sentirse compañeros de la misma creación. Robaban agua y comida a los moribundos. Se gastaban entre sí bromas de fatales consecuencias. Se reunían en las afueras del pueblo terrestre y reían tontamente mientras observaban a sus antiguos benefactores pugnando por sobrevivir, racionando con todo cuidado agua y comida, ayudando a los enfermos y musitando palabras de ánimo en la densa luz solar o en la gélida noche. Markowitz recordó a su madre yendo de casa en casa, cuidando a los enfermos y los viejos, llevándoles sus raciones de alimentos y agua, hablándoles de las naves de rescate que se aproximaban, lo que no era cierto, y que llegarían en cualquier momento. Discutía, mimaba y animaba a la gente a vivir. Cuando ella murió, la mayor parte de ellos la acompañaron a la tumba.
    La madre de Markowitz murió mientras buscaba bayas y raíces. Cayó, rompiéndose una pierna, y no pudo arrastrarse para salir del barranco en que se encontraba. A los peri les pareció una muerte muy divertida. Cuando Markowitz la encontró, ya era demasiado tarde.
    Markowitz siseó furiosamente en la oscuridad de la cueva y arrojó una roca que alcanzó las enredaderas de la entrada y produjo un sonido alarmante y aterrador en la noche. En el exterior, gritos y risas de los peris. Markowitz los maldijo y trató de volver a conciliar el sueño.
    Se despertó con la pálida luz del amanecer. Los peri seguían riendo. Markowitz examinó su mochila y salió de la cueva sin mirar atrás. Descendió la empinada pendiente de la Escarpa Sin Fin y empezó a recorrer la llanura en dirección este.
    La mayoría de los perí que la seguían desistieron en su empeño a lo largo de la mañana. Sólo uno de ellos, más audaz que el resto, continuó siguiendo el rastro de la terrestre. Cuando ésta se detuvo para descansar, durante la parte más calurosa del día, el peri se agazapó al abrigo de un árbol moribundo.
    —Dame comida —pidió sin abrigar demasiadas esperanzas.
    Markowitz se rehusó a complacerlo. El peri no insistió, pero permaneció cerca de la mujer, contemplando sin objetivo alguno la calcinada llanura. Al cabo de un rato se levantó y empezó a alejarse muy despacio, volviendo tras la terrestre cuando ésta reanudó su caminata.
    —¿A dónde vas? —preguntó cuando la alcanzó.
    —Hacia el este.
    —No hay nada hacia el este —afirmó con toda convicción.
    Markowitz no respondió y apretó el paso. El peri corrió para no perderla de vista y, aunque no tardó mucho en jadear, la siguió sin vacilar. La mujer decidió caminar más despacio, no por simpatía sino a causa de la fatiga. Las sombras de ambos, alargadas y bien definidas bajo el sol de la tarde, se proyectaban en el sólido suelo que se extendía ante ellos. El borde de la llanura desaparecía en un horizonte de polvo en suspensión. La monotonía sólo quedaba rota por algunos tocones y árboles agonizantes. El silencio era absoluto.
    —Me llamo Kre’e —se presentó el peri.
    —-Kre’e —repitió ella con una cortesía mecánica. Hizo una mueca—. Kre’e, vete a casa. No deseo tu compañía.
    —Lo que ocurre es que voy en la misma dirección —replicó el peri con aire ofendido.
    —Pues ve por otro camino.
    —Este es el único camino que va al este.
    Markowitz miró la uniforme llanura. Cualquier otra ruta era igual de buena que ésta. Kre’e siguió la mirada de la terrestre, volvió a sonreír y, aunque se quedó un poco más atrás, la siguió. Caminaron en el silencio nocturno.
    Markowitz acampó aquella noche en la orilla de un río seco. Mientras ella escarbaba el lodo en busca de agua, Kre’e encontró algunas raíces resecas. El peri comió tantas como pudo y luego ofreció las restantes, muy pocas, a la mujer, que había desistido en su empeño y buscado el calor de la hoguera.
    —No las quiero —dijo ella, eludiendo así el intento del peri de exigir el derecho a compartirlo todo.
    —Dame agua.
    —Busca agua para ti.
    —Pero tú tienes más agua en la bolsa, suficiente para los dos.
    —Tengo la justa para mí. Me hará falta mañana. Busca agua para ti.
    —¿Por qué dices eso? Bebámosla ahora, mañana tendremos más agua.
    —¿Dónde?
    —Oh, siempre hay agua.
    —Pero no estás seguro. No quieres trabajar ahora, pero mañana tendrás sed.
    —El trabajo de hoy es la recompensa del mañana —dijo el peri con cierta gazmoñería, repitiendo como un loro las lecciones aprendidas en las escuelas peris de la época del paraíso.
    Markowitz le miró fijamente y rió.
    —Bien, Kre’e —dijo—. Tienes buena memoria, pero deberás buscarte agua de todas formas.
    —Debemos compartir todas las cosas —afirmó con aire solemne.
    —Ve a buscar las tuyas.
    Kre’e hizo un gesto de indiferencia, rió y se metió en el lecho del río. Markowitz le contempló, distinguiendo apenas su pálida figura a la luz de la hoguera. El peri parecía joven, justo entrando en la flor de su vida. Tendría siete u ocho años como mucho. Lo bastante maduro para haber asistido a las escuelas para nativos de la colonia, para haber vivido el mes de terror y cambio. La mujer apartó la vista del peri, pasó los brazos en torno a sus rodillas y se quedó mirando el fuego.
    Kre’e volvió al cabo de un rato y se inclinó tanto sobre la hoguera que Markowitz le pidió que se retirara un poco. El peri se sentó a poca distancia de las llamas y metió sus manos, pequeñas y oscuras, entre sus muslos.
    —No te fuiste con los otros —comentó.
    —No.
    —¿Por qué no? Se iban a una tierra de abundantes lluvias. —Al ver que la terrestre no respondía, añadió—: Quizá no te permitieron ir con ellos. Es posible te lo prohibieran por algo que hiciste.
    Markowitz tuvo curiosidad por saber qué consideraría aquel peri, mentiroso, ladrón y cruel, como crimen aborrecible. Pero guardó silencio. Las llamas empezaron a perder altura.
    —Hay un hombre que tiene una nave —dijo ella finalmente, casi hablando para sí misma—. En alguna parte hacia el este, hay un hombre con una nave que sigue esperándonos. El no debería estar abandonado allí, no debería aguardar en soledad. —Miró al peri—. ¿Le conoces? ¿Conoces al hombre de la nave?
    —Hacia el este no hay nada y luego está el Valle. Quizá. Pero el Valle no es nada, es una tontería. Una tontería tan grande como que un hombre con una nave desprecie una tierra abundante en lluvias.
    —¡Tú le conoces!
    —Claro. Acabas de hablarme de él.
    Markowitz apretó los puños y volvió a mirar la hoguera. La mano del peri se movió distraídamente hacia la mochila, pero la mujer le vio y apartó de un tirón sus pertenencias. Kre’e rió y se tumbó de costado, al tiempo que ella miraba rápidamente a su alrededor para asegurarse de que nada que le perteneciera estuviera al alcance del otro. Pasaportes para Thompson, pensó abstraída conforme iba tocando sus cuchillos y cantimplora. Una vez más, le echaba de menos.
    —Ah —dijo Kre’e con un aire de repentina comprensión—. No te fuiste con los otros porque no tienes familia que reclame pasaje para ti. Comprendo.
    —¿Cómo has sabido eso? —preguntó Markowitz, volviéndose hacia el peri con furia en sus ojos—. ¿Dónde te has enterado?
    —Es que tu madre murió cerca del pueblo…
    —¿La viste? ¿Estabas allí? ¿Viste morir a mi madre?
    —¿Por qué gritas? Ella era una vieja enferma, ya no era útil.
    —Vete —chilló Markowitz. Saltó por encima del fuego, aferró el menudo cuerpo del peri y lo empujó hacia la oscuridad—. ¡Vete! ¡No vuelvas! ¡Lárgate!
    Pena y rabia hicieron que sus gritos carecieran de coherencia. Se arrastró en torno a la hoguera, amontonó todas sus pertenencias y se tumbó sobre ellas. Finalmente, la furia se desvaneció y Markowitz lloró hasta quedarse dormida.
    La colonia tenía una diminuta nave, sólida y capaz de viajar por el espacio, que salió una noche durante la catástrofe y jamás regresó. Al tercer año del desastre, Thompson dijo a Markowitz que había calculado el vuelo de la nave, teniendo en cuenta todos los cambios, y que creía conocer su localization. La nave no era lo bastante grande como para albergar la colonia original, pero sí suficiente, pensaba él, para acoger a los supervivientes de aquel mundo agonizante. Ambos habían hablado en voz baja al respecto, abrazados en la fría intimidad de su vivienda, que se derrumbaba por momentos. Y Thompson la convenció basándose en palabras, en mapas bosquejados en el polvo, en simples esperanzas que, muy probablemente, carecían de fundamento.
    Muchos terrestres, los suficientes, acabaron por creer a Thompson. Y así, siete de ellos abandonaron el pueblo en una soleada mañana, siguiendo a Thompson y sus cálculos extremadamente optimista. Markowitz les contempló desde la Escarpa Sin Fin mientras marchaban penosamente por la llanura, hasta que se desvanecieron en el polvo omnipresente. Después permaneció atenta a las débiles emisiones de la única radio que quedaba, dispuesta a conducir a los supervivientes hasta la nave cuando llegara la señal. Durante dos meses estuvo todas las noches ante el receptor a la hora convenida, escuchando los débiles y vacíos chirridos de la radio. La décima semana oyó tenuemente la voz de Thompson. Habían encontrado la nave y podían repararla sin grandes problemas. Cinco de ellos habían muerto. El vehículo estaría listo en otros cuatro o cinco meses. Markowitz pidió toda la chatarra que quedaba en el pueblo, cables, metal, todo lo que aquellos dedos y cerebros expertos pudieran usar en la reparación. Un equipo tras otro emprendió la marcha a través de la llanura, todos sus componentes cargados de esperanza y desechos. La mayoría murieron. La colonia se reunió por las noches para escuchar los informes de Thompson y hablar en voz baja de fe y liberación. Una noche, los informes variaron de contenido. Thompson y los suyos estaban agonizando en un punto muy lejano situado hacia el este. Sed, hambre, calor, largas jornadas de trabajo, malos materiales, peligrosas herramientas improvisadas… La colonia envió sus gritos de ánimo a través del vínculo radiofónico que se debilitaba rápidamente. Después se rompió ese vínculo y, un mes más tarde, llegaron las naves de rescate, surgiendo del denso vacío del espacio. Estamos salvados, dijeron los colonos. Estamos salvados, estamos salvados. Thompson ha muerto, es lo más probable, dijeron los rescatadores. Formamos parte de un carguero, tenemos que seguir un programa, no podemos perder tiempo explorando vuestro mundo en busca de un cadáver. El ha muerto, Markowitz. Ha muerto, seguro que ha muerto.
    El fuego se redujo a brasas y éstas a cenizas. Markowitz se levantó de repente, en medio de sus pertrechos, y miró hacia el este. La oscuridad total sólo estaba rota por el bellísimo e inconsciente danzar de las estrellas.
    Durante todo el día siguiente, Kre’e permaneció a buena distancia de ella, aunque Markowitz pudo verle siguiendo su ritmo de marcha a unos cincuenta metros por detrás de ella. Una vez, cuando Markowitz encontró una pequeña porción de terreno en la que habían sobrevivido frutas tae y se detuvo para recogerlas, el peri se aproximó, pero ella le mantuvo a distancia arrojándole piedras y maldiciones.
    Al atardecer, Markowitz llegó a una tierra que en otro tiempo había sido un bosque recien surgido. Entre los agostados árboles jóvenes halló leña suficiente para encender una hoguera impresionante en el claro que eligió para pasar la noche. Se levantó una ligera brisa en dirección este-oeste, acompañada por un olor de sequedad, por un polvo denso y asfixiante. Markowitz embozó su nariz y boca con su fina chaqueta, cubrió sus ojos con su gran sombrero rojo y se acurrucó bajo la doble y solitaria protección de tela y polvo, sintiéndose profundamente sola.
    Levantó la chaqueta un momento para sorber un poco de agua y comer un puñado de semillas. Después dobló la cabeza sobre su pecho, agobiada por el estupor de la fatiga. El dolor de sus pies fue convirtiéndose en una palpitación distante y tuvo la sensación de que sus ojos eran pura arenisca. Se durmió mientras prestaba atención al posible ruido que Kre’e haría si intentaba acercarse con ánimo de robar sus pertenencias.
    Se despertó, alarmada, al sentir calor y oler a humo. Apartó la chaqueta de su cara. El fuego había saltado sobre sus límites de tierra. El bosque de árboles muertos que rodeaba a la terrestre ardía en llamas. Markowitz asió su mochila. La cantimplora ya estaba quemándose, pero también la cogió, sacudiéndola contra sus pantalones. Huyó del bosque en dirección contraria a la del viento, sintiendo la quemazón de sus manos, y siguió corriendo en plena llanura. La cantimplora siguió ardiendo hasta que surgió de ella un siseo y las llamas se apagaron. El agua que contenía cayó sobre la reseca tierra. Kre’e empezó a brincar a pocos metros de distancia, exaltado por el vigor de su típica risa peri, aguda y burlona. Vio las manos quemadas de la terrestre y la inservible cantimplora y su risa aumentó. El brutal resplandor del incendio provocó reflejos rojizos en su pelaje plateado.
    —¡Dame agua! —gritó.
    Tal era su diversión que empezó a rodar por el suelo. Markowitz corrió hacia él y le pateó. El peri jadeó y tosió a causa de la risa y siguió rodando fláccidamente mientras recibía las patadas de la mujer, en tanto que ésta sollozaba. Markowitz tropezó y cayó exhausta al suelo. Kre’e dio un salto y corrió hacia la abandonada mochila. La cogió y se la llevó hacia la oscuridad.
    —¡Dame comida! —gritó, sin dejar de reírse hasta que su voz se hizo inaudible.
    Markowitz se puso en pie lentamente cuando ya estaba amaneciendo. Tenía las manos en carne viva, los dedos resecos y todo el cuerpo dolorido. El incendio había consumido todos los árboles jóvenes, pero aún proyectaba algunas columnas de humo a través del aire. Polvo, cenizas, desolación… Markowitz conservaba sus ropas, su sombrero, el cinturón lleno de cuchillos y sus botas. Poco a poco fue recobrando la tranquilidad. La vista era idéntica en todas direcciones, salvo por la silueta anublada, apenas visible, de la Escarpa Sin Fin, que se alzaba en el horizonte occidental. Como un autómata, Markowitz volvió sobre sus pasos y prosiguió su penosa marcha hacia el este.
    Aquel primer año estaban llenos de vigor y esperanza. Eran, después de todo, la crema de la civilización galáctica, y su estirpe era la misma de quienes habían conquistado las estrellas. Sobrevivirían, no había duda. Todo lo que debían hacer era perseverar.
    Jema, la hija más joven de Markowitz, volvió corriendo al pueblo para decir a su madre que los peri parecían dispuestos a emigrar, y pronto varios terrestres se presentaron en la población de los nativos, preparados para explicar la necesidad tribal de seguir a las manadas, al menos hasta que los terrestres volvieran a hacer funcionar sus máquinas climáticas. Ánimos para los nativos. Buenas palabras para los extranjeros. Artículos de uso doméstico yacían apilados en las estrechas callejuelas que separaban las cabañas. Los maderos de los techos habían sido atados con sogas para formar vehículos de arrastre, y Kore’ah, el más viejo, estaba sentado tranquilamente en su puesto de observación, dirigiendo los preparativos. Los peris aún cooperaban entonces, y los peris parecían estar mudándose.
    —Hay un valle hacia el este, muy lejos —explico Kore’ah cuando hablaron con él—. Siempre hay agua, hay una estación lluviosa y mucha caza. Allí, en el extremo opuesto de la llanura —concluyó, señalando vagamente hacia el este.
    Los peris partieron, arrastrándose por el desierto. Sólo cincuenta de ellos, de todas las edades. Los niños correteaban en torno a los adultos y éstos se gritaban órdenes contradictorias unos a otros. Los peris de los pueblos cercanos acudieron a presenciar la partida y uno de ellos, acuclillado junto a Markowitz, hizo el típico gesto peri de burla.
    —Kore’ah es un idiota —dijo despectivamente—. No existe ningún valle. Me lo ha dicho el hermano del padre de mi madre, y él estuvo una vez allí.
    —Si estuvo allí, entonces ha de haber un valle.
    —¿Sí? Oh, sí, claro que existe. Naturalmente que hay un valle —dijo el peri muy convencido—. Lo único que yo digo es que tendrán muchos problemas para llegar hasta allí. Pero el valle está allí, seguro.
    —Si existe el valle, ¿por qué no vais todos con ellos?
    —No somos bobos, como Kore’ah.
    —¿Crees que él no llegará al valle?
    —¿Qué valle?
    Jema, fatigada por tanta excitación, se durmió y Thompson tuvo que llevarla en brazos hasta casa, subiendo el empinado sendero que conducía al pueblo. Kore’ah no volvió, aunque en el medio año que siguió a su marcha siete u ocho miembros de su tribu se rezagaron y regresaron a la Escarpa. Ninguno de ellos explicó con claridad cómo se encontraba el resto de sus compañeros. Los terrestres se encogieron de hombros, dijeron «peris» con aire muy juicioso y se olvidaron del asunto.
    El padre de Markowitz falleció, igual que sus hijas. El Valle empezó a mencionarse con más frecuencia. Otra tribu peri levantó el campo y fue seguida durante varias semanas, hasta que dio la impresión de que se limitaban a caminar en círculos, con gran seriedad e incluso esforzándose por no reír cuando uno de ellos se derrumbaba a causa del hambre o la sed. El observador terrestre regresó convencido de que los peris estaban gastando una elaborada broma y, una vez más, la historia del Valle fue motivo de controversia.
    Años más tarde, tras la partida de Thompson, cuando la esperanza renació, Markowitz preguntó a un peri que acababa de llegar:
    —¿Vienes del Valle?
    —Nosotros tenemos nuestro valle, vosotros vuestra nave.
    El peri hizo unas rápidas cabriolas sobre el agostado terreno y luego se marchó corriendo.
    Markowitz alzó los hombros y volvió a inclinarse sobre el suelo para verter diez preciosas gotas de agua en una planta macilenta.
    Todo aquel día estuvo marchando a trompicones hacia el este, mientras que Kre’e, encogido bajo el peso de la gran mochila que llevaba a la espalda, avanzaba delante de ella, apenas al alcance de la vista. Markowitz encontró un hueco del terreno donde habían crecido raíces de faran, pero Kre’e había estado allí antes, comido hasta hartarse y quemado las raíces sobrantes con su mechero. Markowitz masticó tallos secos para aplacar el hambre. Tenía los labios resecos. Siguió al peri a través del desecado lecho de un lago y, aunque Kre’e enlodó el único agujero que tenía agua, se las arregló para tragar unos sorbos antes de que el barro la atragantara. El peri aguardó en la orilla opuesta hasta que la mujer volvió a ponerse de pie y entonces siguió andando. Al caer la noche, Markowitz estaba tan fatigada que ni siquiera tuvo fuerzas para odiarle.
    Kre’e encendió una pequeña hoguera y no prestó atención a la terrestre cuando ésta se agazapó tiritando justo tras la zona iluminada. No hubo risas aquella noche. La cara del peri mostró una extremada impasibilidad conforme fue devorando el puñado de insectos que había recogido durante el día. Markowitz observó, desairada y hambrienta, cómo el peri comía el último insecto, pateaba la hoguera y se encogía para dormir. Al tratar de acercarse al círculo de fuego, Kre’e empezó a tirar piedras. Markowitz se preguntó dónde habría encontrado el peri aquellos bichos.
    A la mañana siguiente, la Escarpa Sin Fin estaba más allá del horizonte y el mundo era totalmente plano. Pero la imagen había sido engañosa, ya que hacia el mediodía llegaron a una zona de barrancos, que se extendían en dirección norte-sur o noreste-suroeste. Sus empinadas caras estaban cubiertas de zarzas y tracioneras capas de piedras deslizantes. Markowitz observó a Kre’e y aprendió a deslizarse sentada por las laderas, usando las zarzas como punto de apoyo en los ascensos de las caras opuestas. El barro que había puesto en sus quemados dedos el día anterior, se secó y desprendió. La mujer, con el rostro ceñudo, forzó sus manos a cerrarse en torno a los espinosos tallos y ramas que, a menudo, se rompían y desintegraban entre sus dedos. El calor y la sed fueron debilitándola y mareándola cada vez más, y tardó más tiempo en las continuas bajadas y ascensos. Pero Kre’e se las arreglaba siempre para no estar más de un barranco por delante, y Markowitz le encontró muchas veces sentado tranquilamente sobre la mochila, aguardándola antes de introducirse en la próxima garganta. Cuando vacilaba y caía, Markowitz podía oír la risa del peri y el sonido bastaba para obligarla a levantarse y seguir adelante.
    Markowitz deseó matarle. Pensó en ello mientras apartaba el polvo y la tierra de sus labios, mientras pasaba por alto el dolor de sus manos. Seguiría andando hasta la caída de la noche. Se mantendría apartada del campamento del peri hasta que éste se durmiera. Y entonces buscaría una piedra afilada y dejaría la cabeza Kre’e reducida a astillas. Luego se quedaría cerca del cadáver y cuando algún ave de carroña se posara sobre él, la mataría y se la comería. Esta parte del plan le dio un cierto placer anticipado y durante el día pulió los detalles, analizando la mejor forma de matar al ave. ¿Debería matarla antes o después de que empezara a picotear el cadáver de Kre’e? Si hacía lo segundo, ¿comería o no el estómago del ave? ¿Podría hacer una bolsa de agua con su piel? ¿O con la de Kre’e? ¿Debería curtirla primero? ¿Contendría agua ahora? Y Markowitz se dio cuenta de que había estado tumbada en el suelo, inmóvil, durante un largo rato. No podía levantarse. Estaba tendida en lo alto de un barranco, a plena luz del sol, y aunque el delgado tallo de una zarza yacía a menos de un metro de sus debilitados dedos, Markowitz no pudo reunir las fuerzas suficientes para arrastrarse hasta tan lejos.
    En la lejanía, Kre’e empezó a cantar. El apagado sonido era el de una melodía sencilla que se repetía una y otra vez. La voz iba bajando al llegar a la parte más lastimera de la canción. Markowitz giró la cabeza con lentitud y miró al peri. Su imagen distorsionada oscilaba entre el haz de calor que ascendía de la próxima barranca y su aspecto era espectral, incluso muy parecido a la mítica peri que había dado nombre a su pueblo. Hacía años que Markowitz no había oído cantar a un peri, pero no obstante reconoció el sonido pesaroso de los tonos de Kre’e, apenas audibles, y comprendió que el peri estaba cantando la canción de la muerte para ella. Pero ella se negó a morir. No pensaba dar a Kre’e esa satisfacción. Con desmesurada lentitud se apoyó en manos y rodillas y, finalmente, se puso en pie. La canción de Kre’e se disolvió en una cadencia de risa, dulce y floja, cuando Markowitz avanzó tambaleándose hacia él.
    Una hora más tarde la terrestre encontró al peri al pie de una ladera, mordiscando un pequeño ratón peri del que aún brotaba sangre. Kre’e la obligó a retirarse con algunas certeras pedradas y, cuando había devorado tres cuartas partes del ratón, se levantó dejando el resto sobre unas rocas. Luego gateó hasta el borde opuesto del barranco y desapareció de la vista. Fue un gesto caritativo sin precedentes, tratándose de un peri. Markowitz mordió y masticó hasta que no quedó otra cosa más que un puñado de huesos pelados y, todavía ávida, cayó dormida encima de ellos.
    Las naves de rescate descendieron entre una nube de llamas y polvo. No hubo vítores al abrirse las compuertas y salir la tripulación. Los apáticos supervivientes se limitaron a observar los cuerpos redondeados, la sólida carne, la piel limpia y los ojos brillantes de los astronautas. También los rescatadores se quedaron mirando el panorama. Uno de ellos vomitó. El médico de la nave empezó a llorar.
    Cuidaron a los sobrevivientes, les dieron de comer, los curaron y fortalecieron. Los recién llegados hicieron cosas el doble de extrañas que los peris. Pasearon en torno a la decaída población dando pasos largos y elásticos y hablando en voz alta. Derramaron agua en el suelo sin preocuparse en absoluto de ello. Abrieron bolsas de alimentos y se desprendieron de las envolturas sin detenerse a lamer los pequeños restos de comida, y gritaron a los colonos que trataron de reparar su falta. Se horrorizaron al saber que los supervivientes no podían recordar la localización de todas y cada una de las tumbas. Montaron grandes duchas y bañaron a los colonos, dejando que un agua preciosa cayera al suelo, en tanto que los peris se reían sonoramente y los colonos no creían en lo que estaban viendo. El rescate, la alimentación de los famélicos terrestres y la curación de los enfermos fue causa de que aumentara el buen humor entre los peris. Lo más divertido de todo, para los nativos, fue el entierro de los muertos. Los peris se reunieron en grupos de tres, cuatro o cinco individuos en torno al cementerio para contemplar a los tripulantes que, con un hastío solemne, derrochaban energías excavando hoyos, dando discursos y arrojando suciedad sobre los restos. ¡Qué ruina! Los cadáveres atraían aves de carroña y éstas, una vez muertas, servían de alimento. Los peris mostraron su lamento con risas. Los colonos observaron entre sorprendidos y aburridos. Y los rescatadores se apresuraron a concluir sus tareas, ansiosos por abandonar un mundo tan loco y terrible, deseosos de cumplir con su obligación programada de rescatar a los extenuados colonos, dejar a los supervivientes en Solón, Gates o cualquier otro planeta médico y emprender trabajos más beneficiosos. Markowitz fue de uno a otro de los astronautas, implorando que salvaran la vida de su amado.
    —He perdido a mi padre, mi marido, mi madre, mis hijos, mis hermanos… ¿También debo perder a Thompson? ¿Por qué vosotros no podéis perder el tiempo?
    —El ha muerto, mujer —murmuraban todos los tripulantes, rechazando su fastidiosa solicitud—. No podemos ir a la caza de fantasmas. Tenemos cosas que hacer.
    Así pues, Markowitz se ocultó durante el bullicio de la partida y ellos no se tomaron demasiadas molestias en buscarla. Se despertó, inclinada sobre los restos de un ratón ex-traterrestre, a un mundo con más fantasmas de los que ella podía concebir. Kre’e estaba tumbado en la parte superior del barranco y la mujer empezó a subir lentamente hacia él. El peri se despertó mucho antes de que Markowitz llegara a su altura. Empezó otro día.
    Aquél fue el día en que ella encontró un charco antes que el peri. Bebió todo lo que pudo, extendió barro sobre sus quemaduras y finalmente pisoteó el agujero hasta que sólo quedó una masa de lodo. Kre’e no hizo intento alguno por detenerla. La mochila le forzaba a ir encogido y Markowitz acabó por caminar a la misma velocidad que él a través del inhóspito terreno. Por delante, muy lejos, una cordillera se alzaba sobre el desierto, oculta en las brumas del horizonte oriental.
    —¿A dónde vas? —preguntó Kre’e desde lo alto de un barranco.
    —Al este.
    —No hay nada hacia el este.
    —Nada.
    Llegó la noche. La zona de barrancos quedó a sus espaldas. Por la mañana, el desierto se extendía sobre la curva del horizonte hasta confundirse con las distantes montañas.
    —¿Por qué haces esta caminata?
    —¿Por qué haces esta caminata?
    Kre’e se rió largo y tendido, aunque visiblemente debilitado.
    Un día después tropezó y cayó un trecho por un barranco. Markowitz rió tanto que se vio obligada a sentarse.
    —Eres una peri —dijo Kre’e. Yacía inmóvil con las piernas dobladas de un modo extraño.
    —No —replicó la terrestre. Dejó de reír.
    —Eres una peri.
    Aquellas palabras alzaron a Markowitz hasta una repentina meseta de claridad, desde la que vio su progreso desde la Escarpa Sin Fin. Caminatas, hogueras, charcos, comida, odio, risa… Todos y cada uno de esos hechos se perfilaron con una asombrosa nitidez, una aterradora luminosidad de visión. Aturdida, miró al peri. Kre’e estaba en una pequeña hondonada y se había partido una pierna. Su pierna estaba rota. Su pierna…
    Kre’e no opuso resistencia cuando Markowitz le arrebató la mochila, como tampoco dijo una sola palabra mientras ella enderezaba y entablillaba la pierna dañada. La mujer sacó gasas y pomadas y curó sus manos. Luego se echó la mochila a la espalda, ató bien fuerte las correas y levantó a Kre’e en sus brazos. El peri pesaba muy poco, pero Markowitz se tambaleó y tuvo que esforzarse para mantener el equilibrio.
    —Te estás portando como una estúpida —dijo Kre’e.
    —Cállate.
    —Yo no haría esto por ti.
    —No soy una peri.
    No volvieron a hablar. Al cabo de tres horas, los dos estaban arrastrándose. Veinte kilómetros de desierto. Necesitarían doce días. Buena parte del pelo plateado del peri cayó. La piel de Markowitz colgaba con tanta flacidez que rozaba la tierra y le era imposible sentarse sobre sus doloridos huesos. Avanzaron a rastras en silencio, sin mirar al frente más que para comprobar su dirección, sin detenerse más que para tratar de aliviar el calor del día o beber en un charco ocasional. Markowitz capturó una lagartija, aunque lo normal era que se alimentara de insectos. Kre’e tiraba de su pierna entablillada, Markowitz de su mochila. La mujer no supo que habían llegado al pie de las montañas, ni notó que el terreno empezaba a subir. Pero puso una mano sobre algo extraño y áspero al tacto, vio que era hierba y se desmayó.
    Markowitz despertó a regañadientes, porque Kre’e estaba dándole patadas. Lo hacía para despertarla. El peri la estaba despertando para darle agua.
    Dos días después de atravesar aquella charca, encontraron un círculo de piedras repleto de cenizas y, en el pliegue del terreno cercano, los restos de la nave. Había esqueletos diseminados por el pequeño valle, rectos o encogidos entre huesos de aves. Markowitz no pudo determinar cuál era el de Thompson. Quizá era el que tenía la mano caída sobre la inservible radio. Apartó la mano y giró los mandos del aparato. Clic. Clic. Clic. Kre’e la contempló y luego recorrió lentamente el campamento, recogiendo las esqueléticas figuras y metiéndolas en la nave. Markowitz observó sin moverse. Cuando terminó, Kre’e cerró la puerta del vehículo, adoptó un aire solemne y alzó los brazos.
    —La ceniza vuelve a la ceniza —dijo tras cierta vacilación—. Eh… el barro al barro, con suerte. El sol a la luna, a lo que sea. Y así sucesivamente.
    Ella le miró, estupefacta, y Kre’e se puso tan serio que la mujer empezó a reír imitando a los peris. La risa dio paso a las carcajadas. Markowitz recorrió el campamento dando vueltas por el suelo, gritando su regocijo delante de todos los esqueletos, de toda su inutilidad, de toda la muerte. Luego se levantó, golpeó a Kre’e tan fuerte como le fue posible y se alejó cansinamente del lugar. Kre’e la siguió al cabo de un rato.
    Tras un día de ascenso a las montañas descubrieron otro pequeño valle, apenas un pliegue del terreno, oculto entre la aridez. Algunos matorrales con frutos, algunas plantas con raíces comestibles. Una pequeña fuente de la que brotaba un litro escaso de agua dos veces diarias. Se quedaron allí dos meses. Las manos de Markowitz sanaron. El hueso roto de la pierna de Kre’e se soldó, aunque con la secuela de una torcedura permanente que le forzó a cojear. El vigor fue volviendo poco a poco, pero no con tanta lentitud como la confianza.
    Llegó el día en que Markowitz capturó una serpiente arborícola y ofreció a Kre’e parte de ella. Llegó el día en que la mujer resbaló y se torció una pierna, y Kre’e, en lugar de reír, la ayudó a volver renqueante al campamento. Llegó el día en que, en lugar de devorar bayas o ratones peris en cuanto los encontraban o capturaban, guardaron agua suficiente, encendieron una noguera y cocinaron un guisado.
    Llegó el día en que ella dijo:
    —¿A dónde vas?
    —Hacia el valle —contestó Kre’e.
    —¿Qué valle?
    —Más allá de las montañas. El camino es duro.
    —¿Agua? ¿Frutos? ¿Caza?
    Kre’e asintió con la cabeza.
    Markowitz pensó en las tumbas de la Escarpa Sin Fin y empezó a irritarse,.
    —Hay muchas formas de morir de hambre —dijo Kre’e—. Puede hacerse sentado o andando. En silencio o en plena diversión.
    Markowitz quiso replicar, pero recordó su propia risa y guardó silencio.
    —Y hay lugares más allá de la risa —prosiguió Kre’e en tono casual—. Uno de ellos es el valle. Otro es el odio.
    Ella comprendió cuatro días después, a medio camino montaña arriba. Se sentaron juntos en un borde rocoso, contemplando los últimos rayos del sol barriendo la llanura, y Markowitz tuvo la sensación de que el desierto resplandecía de vida. Si existe vida en la aridez, existe esperanza para toda la vida. Donde hay odio, hay esperanza de amor.
    Markowitz suspiró, se recostó y contempló el desierto en dirección hacia el oeste. La visión desde aquí era mucho mejor que la vista desde la Escarpa Sin Fin.

  • Crow

    ROJO COMO LA SANGRE
    Tanith Lee

    La bellísima reina bruja abrió la caja de marfil del espejo mágico. De oro oscuro era el espejo, oro oscuro como el cabello de la reina bruja que caía en abundancia sobre su espalda. De oro oscuro era el espejo y tan antiguo como los siete atrofiados árboles negros que crecían más allá del pálido vidrio azul de la ventana.
    —Speculum, speculum —dijo la reina bruja al espejo mágico—. Dei gratia.
    —Volente Deo. Audio.
    —Espejo, ¿a quién ves?
    —Te veo a ti, señora. Y al resto del reino. Con una excepción.
    —Espejo, espejo, ¿a quién no vees?
    —No veo a Bianca.
    La reina bruja se santiguó. Cerró la caja del espejo y, caminando lentamente hasta llegar a la ventana, observó los viejos árboles a través de las hojas de vidrio de color azul pálido.
    Otra mujer había estado frente a esta ventana hacía catorce años, pero ella no era como la reina bruja. Su cabello negro le llegaba a los tobillos y vestía una túnica carmesí que se ceñía bajo sus pechos, puesto que se encontraba en avanzado estado de gestación. Y esta mujer había abierto la ventana de vidrio que daba al invernadero, donde los viejos árboles se agazapaban en la nieve. Después, tomando una puntiaguda aguja de hueso, la había clavado en su dedo y vertido sobre la tierra tres brillantes gotas.
    —Que mi hija tenga cabello negro como el mío —había dicho la mujer—, negro como la madera de estos retorcidos y arcanos árboles. Que tenga la piel como la mía, blanca como esta nieve. Y que tenga mis labios, rojos como mi sangre.
    Y la mujer había sonreído y chupado su dedo. Llevaba una corona en su cabeza que brillaba en la oscuridad como si fuera una estrella. Jamás se acercaba a la ventana antes del anochecer, no le gustaba el día. Ella fue la primera reina y no poseyó un espejo.
    La segunda reina, la reina bruja, sabía todo esto. Sabía cómo, al dar a luz, había muerto la primera reina. Su ataúd había sido conducido a la catedral y se habían ofrecido misas. Corría un horrible rumor: unas gotas de agua bendita habían caído sobre el cadáver y la carne muerta había despedido humo. Pero la primera reina había sido considerada como una desgracia para el reino. Después de su llegada se había producido una extraña plaga, una enfermedad devastadora para la que no hubo remedio.
    Transcurrieron siete años. El rey desposó con la segunda reina, tan distinta de la primera como el incienso lo es de la mirra.
    —Y ésta es mi hija —dijo el rey a su segunda reina.
    Era una niña menuda de casi siete años de edad. El cabello negro caía hasta sus tobillos y su piel era blanca como la nieve. Sus labios eran rojos como la sangre y sonreía con ellos.
    —Bianca —dijo el rey—, debes querer a tu nueva madre.
    Bianca sonrió esplendorosamente. Sus dientes brillaban como puntiagudas agujas de hueso.
    —Ven —dijo la reina bruja—. Ven, Bianca. Quiero que veas mi espejo mágico.
    —Por favor, mamá —replicó suavemente Bianca—. No me gustan los espejos.
    —Es muy modesta —se disculpó el rey—. Y delicada, también. Nunca sale de día. El sol la angustia.
    Aquella noche, la reina bruja abrió la caja de su espejo.
    —Espejo, ¿a quién ves?
    —Te veo a ti, señora. Y al resto del reino. Con una excepción.
    —Espejo, espejo, ¿a quién no ves?
    —No veo a Bianca.
    La segunda reina regaló a Bianca un minúsculo crucifijo de filigrana dorada. Bianca no lo aceptó. Corrió hacia su padre y murmuró:
    —Tengo miedo. No me gusta pensar en Nuestro Señor agonizando en Su cruz. Ella quiere asustarme. Dile que se lo lleve.
    La segunda reina cultivaba blancas rosas silvestres en su jardín e invitó a Bianca a pasear por allí tras la puesta del sol. Pero Bianca se acobardó.
    —Las espinas me pincharán —musitó a su padre—. Ella quiere que me haga daño.
    Cuando Bianca tenía doce años, la reina bruja habló con el rey.
    —Bianca debería recibir la confirmación —dijo—. De ese modo, podría comulgar con nosotros.
    —Eso es imposible —replicó el rey—. Te lo explicaré. Ella no ha recibido el bautismo, porque en sus últimas palabras mi primera esposa se opuso a ello. Ella me lo suplicó, ya que su religión era distinta a la nuestra. Los deseos de los moribundos deben ser respetados.
    —¿No debería gustarte ser bendecida por la Iglesia? —preguntó la reina bruja a Bianca—. ¿Arrodillarte en el reclinatorio dorado ante el altar de mármol? ¿Cantar a Dios, gustar el Pan ritual y probar el Vino ritual?
    —Ella quiere que traicione a mi verdadera madre —dijo Bianca al rey—. ¿Cuándo dejará de atormentarme?
    El día que cumplió trece años, Bianca se levantó de la cama y vio en ella una mancha roja, roja como una flor roja.
    —Ya eres una mujer —explicó su aya.
    —Sí —contestó Bianca.
    Se acercó al joyero de su verdadera madre, extrajo la corona que había llevado ella y se la puso en la cabeza.
    Al caminar bajo los viejos árboles negros, la corona brilló como una estrella.
    La enfermedad devastadora, qae había dejado en paz al reino durante trece años, volvió a manifestarse repentinamente. Y no había remedio.
    La reina bruja se sentó en una silla muy alta ante una ventana verde claro y blanco oscuro. En sus manos sostenía una Biblia forrada en seda rosada.
    —Majestad —dijo el cazador, al tiempo que hacía una profunda reverencia.
    Era un hombre fuerte y apuesto, de cuarenta años y experto en el oculto saber de los bosques, el oculto saber de la tierra. También era capaz de matar sin un solo titubeo, pues tal era su oficio. Podía acabar con el frágil y esbelto ciervo, las aves alígeras y las liebres de terciopelo de ojos tristes y prescientes. A él le daban pena, pero aun así, las mataba. La piedad no podía detenerle. Era su oficio.
    —Mira el jardín —ordenó la reina bruja.
    El cazador observó el jardín a través de un oscuro vidrio blanco. El sol se había hundido en el horizonte. Una doncella paseaba bajo un árbol.
    —La princesa Bianca —dijo el cazador.
    —¿Y qué más?
    El cazador se persignó.
    —Por Nuestro Señor, mi reina —dijo—. No lo diré.
    —Pero lo sabes.
    —¿Y quién no lo sabe?
    —El rey no lo sabe.
    —No lo sabe.
    —¿Eres valiente? —preguntó la reina bruja.
    —En verano he cazado y matado al jabalí. En invierno he masacrado lobos.
    —¿Pero eres lo bastante valiente?
    —Si tú lo ordenas, señora —replicó el cazador—, me esforzaré en serlo.
    La reina bruja abrió la Biblia en una determinada página y extrajo de ella un crucifijo de plata, muy delgado, que había reposado junto a las palabras: No temerás el terror de la noche… Ni la pestilencia que se pasea en la oscuridad.
    El cazador besó el crucifijo y se lo puso en torno a su cuello y por debajo de su camisa.
    —Acércate —ordenó la reina bruja—, y te explicaré qué debes decir.
    Al cabo de un rato, el cazador entró en el jardín cuando las estrellas relucían en el firmamento. Avanzó a grandes pasos hacia el atrofiado árbol enano bajo el que se hallaba Bianca y se arrodilló.
    —Princesa —dijo—. Perdóname, pero debo darte malas noticias.
    —Dámelas —replicó la muchacha, jugando con el largo tallo de una flor macilenta y nocturna que había arrancado.
    —Tu madrastra, esa bruja detestable y celosa, quiere verte muerta. No puedes hacer otra cosa que no sea huir del palacio esta misma noche. Si me lo permites, te acompañaré hasta el bosque. Allí se hallan personas que cuidarán de ti hasta que puedas regresar sin ningún temor.
    Bianca le miró fijamente con ojos que expresaban confianza.
    —Siendo así, iré contigo —contestó.
    Salieron del jardín por una puerta secreta, cruzando un pasadizo subterráneo, un huerto enmarañado y un sendero tortuoso que se extendía entre enormes setos crecidos en exceso.
    La noche era una vibración profundamente azulada y titilante cuando llegaron al bosque. Las ramas de los árboles se cruzaban y entrelazaban, como formando una ventana, y el cielo resplandecía tenuemente, pareciendo extenderse al otro lado de hojas de vidrio de un color azulado.
    —Estoy cansada —se quejó Bianca en un suspiro—. ¿Puedo descansar un momento?
    —Por supuesto —respondió el cazador—. Los zorros acuden de noche a ese claro, allí. Mira en esa dirección y los verás.
    —Cuan inteligente eres —repuso Bianca—. Y cuan apuesto.
    La muchacha se sentó en el césped y contempló el claro. El cazador sacó silenciosamente su cuchillo y lo ocultó en los pliegues de su capa. Luego se agachó junto a la doncella.
    —¿Qué estás cuchicheando? —inquirió el cazador, poniendo su mano sobre el negro cabello de Bianca.
    —Una poesía que mi madre me enseñó, sólo eso.
    El cazador la agarró por los pelos y la obligó a levantar la cabeza, de modo que el cuello de la muchacha estuviera dispuesto para acuchillarlo. Pero no usó su arma. Porque allí, en su mano, sostenía la cabellera de oro oscuro de la reina bruja, y veía su rostro sonriente. Riendo, la mujer le rodeó con sus brazos.
    —Mi buen servidor, mi dulce servidor —dijo ella—, sólo deseaba probarte. ¿Acaso no soy una bruja? ¿Acaso no me amas?
    El cazador se estremeció, porque la amaba y ella le abrazaba con tal fuerza que el corazón femenino parecía latir dentro de su propio cuerpo.
    —Aparta el cuchillo —ordenó la mujer—. Despréndete de ese absurdo crucifijo. No necesitamos nada de eso. El rey no es ni la mitad de hombre que tú.
    Y el cazador la obedeció, arrojando cuchillo y crucifijo entre las raíces de los árboles. Se apretó contra ella y la mujer hundió el rostro en su cuello. El dolor de su beso fue lo último que sintió en este mundo.
    El cielo se ennegreció, el bosque todavía más. Ni un solo zorro correteaba en el claro. La luna fue elevándose y tiñendo de blanco las ramas y los vacíos ojos del cazador. Bianca limpió sus labios con una flor muerta. . —Siete dormidos, siete despiertos —dijo Bianca—. Madera por madera. Sangre por sangre. Tú por mí.
    Se oyó un sonido como el de siete inmensas rasgaduras que provenía de más allá de los árboles, un sendero tortuoso, un huerto y un pasadizo subterráneo. Y otro sonido que parecía el de siete inmensas pisadas. Más cerca. Más cerca todavía.
    Hop, hop, hop, hop. Hop, hop, hop.
    En el huerto, siete temblores de la negrura.
    En el sendero tortuoso, entre los elevados setos, siete negras figuras arrastrándose.
    Matorrales crujiendo, ramas restallando.
    Siete seres retorcidos, deformes, encorvados y atrofiados avanzaron penosamente por el bosque en dirección al claro. Un pelaje musgoso, negro y leñoso, máscaras desprovistas de secretos. Ojos como grietas relucientes, bocas cual húmedas cavernas. Barbas de liquen. Dedos de cartílagos rámeos. Sonriendo. Arrodillándose. Rostros apretados contra la tierra.
    —Bien venidos —dijo Bianca.
    La reina bruja estaba de pie frente a una ventana de vidrio cuyo color semejaba el del vino diluido. Miró el espejo mágico.
    —Espejo, ¿a quién ves?
    —Te veo a ti, señora. Veo un hombre en el bosque. Estaba cazando, pero no al ciervo. Sus ojos están abiertos, pero está muerto. Veo al resto del reino. Con una excepción.
    La reina bruja se tapó las orejas con. ambas palmas de la mano.
    En el exterior, el jardín estaba vacío. Le faltaban sus siete árboles negros, enanos y atrofiados.
    —Bianca —dijo la reina.
    Las ventanas habían sido cubiertas con colgaduras y no daban luz. La luz brotaba de un recipiente poco profundo. Luz en un haz, como trigo color pastel. Iluminaba cuatro espadas que apuntaban a este y oeste, a norte y sur.
    Los cuatro vientos y el polvo gris plata del tiempo habían irrumpido en la cámara.
    Las manos de la reina bruja flotaban como hojas desprendidas a merced del aire.
    —Páter omnípotens, mítere digneris sanctum Angelum tuum de Infernis —recitaron los resecos labios de la reina bruja.
    La luz decayó y se hizo más brillante.
    Allí estaba el ángel Lucefiel, entre las empuñaduras de las cuatro espadas, lúgubremente dorado, con el rostro en la sombra y sus alas áureas abiertas y guarneciendo su espalda.
    —Puesto que me has llamado, conozco tu deseo —dijo—. Es un deseo triste. Quieres dolor.
    —Tú hablas de dolor, señor Lucefiel. Tú, que sufres el más despiadado dolor de todos. Peor que los clavos en los pies y muñecas. Peor que las espinas, la esponja de vinagre y la lanza en el costado. Ser convocado por amor del diablo, cosa que yo no hago, hijo de Dios, hermano del Hijo.
    —Entonces, me reconoces. Te concederé lo que pides.
    Y Lucefiel (llamado por algunos Satán y Rex Mundi y, sin embargo, la mano izquierda, la mano siniestra de la concepción de Dios), arrebató un rayo del éter y lo arrojó a la reina bruja.
    El rayo la alcanzó en el pecho. Se derrumbó.
    El haz de luz se elevó e iluminó los ojos dorados del ángel, unos ojos terribles, aunque luminosos a causa de la compasión. Las espadas se hicieron añicos y Lucefiel desapareció.
    La reina bruja se levantó del suelo de la cámara. Había dejado de ser bella. Era una bruja arrugada y babeante.
    El sol nunca lucía en el corazón del bosque, ni siquiera al mediodía. Las flores crecían en la turba, pero eran incoloras. Por encima de ellas, el techo verdinegro albergaba retículos de una espesa y sombría luz verdosa en los que polillas y mariposas albinas se agitaban febrilmente. Los troncos de los árboles eran lisos como los tallos de algas submarinas. Durante el día revoloteaban los murciélagos y otras aves que creían ser como ellos.
    Había un sepulcro cubierto de musgo goteante. Los huesos yacían esparcidos en torno al pie de siete árboles enanos y retorcidos. Parecían árboles. A veces se movían. Otras veces, algo que semejaba un ojo o un diente brillaba en la sombría humedad.
    En el umbráculo de la puerta del sepulcro estaba sentada Bianca, peinando su cabello.
    Agitados movimientos turbaron la espesa oscuridad.
    Los siete árboles volvieron sus cabezas.
    Una bruja surgió del bosque. Era una mujer jorobada y su cabeza casi calva estaba inclinada hacia el suelo como si fuera un ave rapaz, un buitre.
    —Por fin hemos llegado —dijo la bruja con la voz de un buitre.
    Se acercó. Sus huesos crujieron cuando se paso de rodillas y hundió su rostro en la turba repleta de flores sin colorido.
    Bianca volvió a sentarse y la contempló. La bruja se levantó. Sus dientes formaban una empalizada amarillenta.
    —Te traigo el homenaje de las brujas y tres presentes —dijo la anciana.
    —¿Y por qué?
    —Una niña tan despierta, con sólo catorce años… ¿Por qué? Porque te tememos. Te traigo presentes para congraciarnos contigo.
    Bianca rió.
    —Enséñamelos —ordenó.
    La bruja movió su mano, haciendo un pase en el aire verdusco. Apareció un cordón de seda, curiosamente trenzado con cabellos humanos.
    —Aquí tienes un cinto que te protegerá de las artimañas de los curas, del crucifijo y el cáliz, de la detestable agua bendita. En él están anudados los cabellos de una virgen, de una mujer no mejor de lo que debería ser y de una mujer muerta. Y aquí tienes… —un segundo pase y surgió en su mano un peine de laca, color azul sobre verde— …un peine del mar profundo, una joya de sirena, para fascinar y seducir. Peina tus cabellos con él y el aroma del océano henchirá el olfato de los hombres y quedarán ensordecidos por el ritmo de las mareas, las mareas que atan a los hombres como si de cadenas se trataran. Y por último, ese antiguo símbolo de perversidad, la fruta escarlata de Eva, la manzana roja como la sangre. Muérdela, y el entendimiento del Pecado, del que la serpiente se jactó, te será dado a conocer.
    La bruja ejecutó su último pase en el aire y ofreció la manzana, junto con el cinto y el peine, a Bianca.
    Bianca miró un instante los siete árboles atrofiados.
    —Me gustan sus presentes, pero no confío mucho en ella.
    Las escuetas máscaras atisbaron desde sus toscas barbas. Sus ojillos destellaron. Sus garras ramosas restallaron.
    —Es igual —decidió Bianca—. Dejaré que me ate el cinto y peine mi pelo.
    La bruja obedeció, sonriendo bobamente. Se arrastró hasta Bianca como un sapo y ató el cordón. Peinó los cabellos de ébano. Brotaron chispas blancas del cinto. Surgieron fulgores como el ojo del pavo real del peine.
    —Y ahora, bruja, da un mordisco a la manzana.
    —Será un orgullo contar a mis hermanas que he compartido esta fruta contigo —respondió la bruja.
    La vieja mordió la manzana, masticó ruidosamente, tragó el bocado y chasqueó los labios.
    Bianca cogió la fruta y mordió un trozo.
    Bianca chilló… y se atragantó.
    Se puso en pie de un brinco. Sus cabellos se arremolinaron en torno a ella como una nube de tormenta. Su rostro se puso azul, luego gris, finalmente blanco de nuevo. Cayó sobre las pálidas flores y quedó inmóvil, sin respirar.
    Los siete árboles enanos batieron sus extremidades y sus rámeas cabezas de oso. Fue en vano. Faltos del arte de Bianca, no podían saltar. Estiraron sus garras y rasgaron los escasos cabellos y el manto de la bruja, que se escabulló entré ellos. Huyó a la zona del bosque iluminada por el sol, siguió por el tortuoso sendero, pasó el huerto y se introdujo en un pasadizo subterráneo.
    La bruja volvió al palacio, entrando por la puerta secreta, y subió por una escalera oculta hasta la cámara de la reina. Estaba el doble de encorvada que antes y sostenía sus costillas. Abrió la caja de marfil del espejo mágico con una mano extremadamente flaca.
    —Speculum, speculum. Dei gratia. ¿A quién ves?
    —Te veo a ti, señora. Y al resto del reino. Y veo un ataúd.
    —¿De quién es el cadáver que yace en el ataúd?
    —Eso no puedo verlo. Debe de ser el de Bianca.
    La bruja, que en otro tiempo había sido la bellísima reina bruja, se hundió en su silla alta ante la ventana de vidrio color pepino y blanco oscuro. Sus drogas y pócimas estaban dispuestas para anular el terrible conjuro de vejez que el ángel Lucefiel había ejecutado en ella, pero no las tocó todavía.
    La manzana había contenido un fragmento de la carne de Cristo, la sagrada hostia, la Eucaristía.
    La reina bruja cogió su Biblia y la abrió al azar.
    Y atemorizada, leyó la palabra Resurgat.
    El aspecto del ataúd era vitreo, de un vidrio lechoso. Había tomado esa forma después que un humo tenue y blanco hubiera brotado de la piel de Bianca. La muchacha despidió humo igual que una hoguera sobre la que cae una gota de agua extinguidora. El trozo de pan eucarístico se había atravesado en su garganta. La Eucaristía, agua extinguidora para su hoguera, hizo que Bianca humeara.
    Después llegó el frío rocío del anochecer y el viento aún más gélido de la medianoche. El humo de Bianca se congeló en torno a su cuerpo. La escarcha se formó rodeando todo el bloque de hielo nebuloso que contenía a Bianca, en un exquisito trabajo de ornamentación en plata.
    El corazón frígido de Bianca no podía calentar el hielo, como tampoco podía hacerlo la oscura luminosidad verdosa de un día sin sol.
    Podía verse a la muchacha, tumbada dentro del ataúd, a través del vidrio. ¡Qué hermosa estaba Bianca! Negro de ébano, blanco de nieve, rojo de sangre.
    Los árboles pendían sobre el ataúd. Pasaron los años. Los árboles tendieron sus ramas en torno al féretro, abrigándolo con sus brazos. De sus ojos brotaron lágrimas de hongos y resina. Verdes gotas de ámbar se solidificaron sobre el ataúd de vidrio como si fueran joyas.
    —¿Qué es eso que yace bajo los árboles? —preguntó el príncipe cuando su cabalgadura le llevó hasta e! claro.
    Una luna dorada parecía acompañarle, brillando en torno a su áurea cabeza, en la armadura de oro y en la capa de blanco satén decorada en oro, sangre, tinta y zafiro. El caballo albo pisoteó las descoloridas flores, mas éstas volvieron a erguirse una vez las pezuñas acabaron de pasar. Del fuste de la silla pendía un escudo, un escudo muy extraño. En un lado tenía la cabeza de un león, en el otro la de un cordero.
    Los árboles crujieron y sus cabezas se abrieron para formar enormes bocas.
    —¿Es éste el féretro de Bianca? —inquirió el príncipe.
    —Déjala con nosotros —contestaron los siete árboles.
    Tiraron de sus raíces. La tierra tembló. El ataúd de hielo vitreo sufrió una gran sacudida y se partió en dos mitades.
    Bianca tosió.
    La sacudida había arrojado de su boca el fragmento de hostia.
    El féretro estalló en un millar de trozos y Bianca se sentó. Miró al príncipe y sonrió.
    —Bien venido, amado mío —dijo.
    Se puso en pie, sacudió sus cabellos y empezó a caminar hacia el príncipe y su caballo blanco.
    Pero Bianca pareció entrar en una sombra, en una sala púrpura. Luego en otra habitación carmesí cuyas emanaciones la alancearon como cuchillos. Después entró en una sala amarilla en la que oyó un sonido de lloros que desgarró sus oídos. Bianca se sintió desnuda, sin cuerpo. Era un corazón latiente. Los latidos de su corazón se convirtieron en dos alas. Bianca voló. Primero fue un cuervo, luego una lechuza. Voló hasta el centelleante vidrio de una ventana. El fulgor la tiño de blanco. Blanco de nieve. Era una paloma.
    Se posó en el hombro del príncipe y ocultó su cabeza bajo un ala. Ya no tenía nada de color negro, nada de color rojo.
    —Ahora empieza de nuevo, Bianca —dijo el príncipe.
    La tomó de su hombro. En su muñeca había una señal que semejaba una estrella. En otro tiempo, un clavo había sido hincado allí.
    Bianca se alejó hacia el techo del bosque. Llegó a una ventana de exquisito color vino. Estaba en el palacio. Tenía siete años de edad.
    La reina bruja, su nueva madre, colgó un crucifijo de filigrana en torno a su cuello.
    —Espejo —dijo la reina bruja—. ¿A quién ves?
    —Te veo a ti, señora. Y al resto del reino. Veo a Bianca.

  • Crow

    NORMA DE LA CASA
    Poul Anderson

    Buscadla por todas partes y a cualquier hora, durante el día, el crepúsculo o la noche, en una antigua callejuela, en un terreno baldío o un bosque donde cazadores cuyos ojos no siguen el rastro podrán pasar a su lado sin verla. Yo mismo encontré la manija de su puerta bajo mis dedos y su letrero crujiendo sobre mi cabeza cuando estaba a punto de entrar al salón de un buque en alta mar. Es imposible buscar esta casa; ella te buscará a ti. Pero debes estar alerta a su efímera presencia y lo bastante animado, o curioso, o desesperado, o ansioso de aventuras para entrar esa primera vez. A partir de entonces, si no abusas de su hospitalidad, se te permitirá volver de vez en cuando.
    Naturalmente, todas las probabilidades están en tu contra. Pocos tienen esta suerte. Pero también tú puedes resultar favorecido algún día, ya que nadie sabe las condiciones que pone el propietario para admitir a sus huéspedes y, cuando se las preguntan, se limita a decir que acepta a las personas que tengan buenas historias con que pagarle. Así pues, mantente dispuesto a todo y quizá, sólo quizá, tendrás la gran suerte de unirte a nosotros en la taberna llamada el Viejo Fénix.
    No sé exactamente por qué el tabernero y su esposa creen que yo merezco el honor. Hay muchísimas personas de más valía, en todos los infinitos manojos dimensionales, a las que jamás he conocido. Cuando sugiero tal posibilidad, mi anfitrión se encoge de hombros, sonríe y evade elegantemente la cuestión, una táctica en la que es experto. Simplemente, no he coincidido con algunas de tales personas, es indudable. Al fin y al cabo un huésped sólo puede quedarse hasta la mañana siguiente. Después la casa no reaparecerá para él durante un lapso que en mi caso siempre había sido de un mes como mínimo. Además, sospecho que, aparte de ser un nexo de universos, la taberna existe en varios niveles espacio-temporales propios.
    Bien, no especulemos con lo incontestable. Quiero narrar un incidente que me es imposible apartar del pensamiento.
    Aquella noche habría sido muy espectacular, aunque no hubiera sucedido nada más que mi conversación con Leonardo da Vinci. Reconocí a ese hombre alto y de barba dorada en el instante que entró en la taberna y sacudió las gotas de lluvia de su capa, y me aventuré a presentarme. En conjunto, los que estamos en el Viejo Fénix formamos un grupo amigable e informal. Lo que fundamentalmente hacemos es conocer a otras personas. Además, nadie de entre los que ya estaban allí, excepto el tabernero, su esposa y yo, sabía hablar italiano. Oh, Leonardo podía haberse entendido en latín o francés con la monja que estaba sentada aparte y que nos escuchaba en silencio. Con todo, sus acentos habrían hecho muy laboriosa la conversación.
    La tabernera estaba ocupada sirviendo cerveza a Erik el Rojo, Sancho Panza y Nicholas van Rijn, haciendo de intérprete y charlando en noruego primitivo, un dialecto campesino del español y el argot de un futuro de viajes espaciales, en tanto que de vez en cuando se servía ella misma una jarra llena. Mi anfitrión, entre cuyos múltiples nombres yo solía elegir el de Tabernero, estaba en un oscuro rincón en compañía de seres que yo no distinguía bien, excepto por su apariencia incorpórea y repleta de pequeñas chispas que parecían estrellas. La redondeada cara del Tabernero era más solemne de lo acostumbrado, se pasaba muchas veces la mano por su pelada coronilla, y los sonidos que salían de su boca, en respuesta a esos huéspedes, eran un murmullo de vibraciones y zumbidos.
    De modo que Leonardo y yo estuvimos solos hasta que la monja se inmiscuyó, sentándose tímidamente a nuestra mesa. Mis conocimientos lingüísticos incluyen variedades medievales del francés. Ser cliente del Viejo Fénix estimula poderosamente tales estudios. Pero en aquel momento estábamos tan excitados los dos que, pese a saludar a la religiosa con toda la cortesía que el Tabernero espera de nosotros, ninguno prestó atención a su nombre. Por mi parte, apenas observé que el rostro oculto bajo la toca era francamente hermoso. Entendí que ella estaba en un convento de Argenteuil del siglo XII. Pero la monja se conformó con sentarse y tratar de seguir nuestra plática. El florentino del renacimiento no era un dialecto desesperadamente extraño a su lengua materna.
    La charla se desarrolló fundamentalmente en torno a Leonardo. Con un par de vasos de vino para tranquilizarle, su mente se remontó y planeó como un águila sometida a la violencia del viento. Era su segunda noche en la taberna, y la primera, como es lógico, había constituido una experiencia tan sorprendente que todavía estaba asimilándola. Pero la bebida de nuestra taberna, igual que la comida, es sobrenaturalmente soberbia. (No puede ser de otra forma. El Tabernero puede surtirse en todos los mundos, en todas las etapas de un hipercosmos que, quizá, está infinitamente ramificado en sus líneas de probabilidad.) Leonardo no tardó mucho en sentirse a gusto. En respuesta a una pregunta, me dijo que estaba viviendo en Milán en el año 1493 y que tenía cuarenta y un años de edad. Esto concordaba con mis conocimientos. Con toda probabilidad, era el mismo Leonardo que había existido en mi continuo. Ciertamente, por lo que dijo, se hallaba en la cumbre de su fama, esplendor, facultades y anhelos.
    —Pero, Messer, ¿por qué no podéis explicaros mejor? —me preguntó. Su voz era profunda y musical.
    —Podría hacerlo —repliqué—. Nadie me ha dado nunca una relación de normas estrictas. Supongo que juzgan individualmente todos los casos. Pero… ¿se arriesgaría usted a ser excluido para siempre de este lugar?
    Su corpulenta figura se agitó en la silla. Iba lujosamente vestido, aunque el colorido de su ropa habría sido considerado apagado en una época de tintes sintéticos como la mía. Recorrió la taberna con la mirada y en ese momento vi a la monja admirando la silueta de Leonardo. ¿Lo hacía conscientemente? Era francamente hermosa, admití para mis adentros. Un hábito oscuro y deforme, hecho de lana más bien maloliente y, con toda probabilidad, pesado e irritante, no podía ocultar del todo una figura joven y esbelta. Rasgos delicados y unos ojos muy grandes destacaban en su pálido semblante. Me pregunté por qué se había hecho religiosa. Era algo inexplicable, por más que viviera en un mundo determinado.
    Estábamos encerrados en una sala alegre y espaciosa con paredes de madera de roble tallada y bajo un sólido techo, también de madera. En el elegante hogar de piedra ardían unos troncos que despedían un grato aroma y daban más calor del que podía esperarse, de la misma forma que las velas de los candelabros proporcionaban más iluminación de la previsible. Esa luz descendía sobre sillas que rodeaban pequeñas mesas, sillones solitarios y bancos que flanqueaban la gran mesa central, dispuesta de modo ideal para favorecer la camaradería. El resplandor llegaba a las paredes e iluminaba libros, fotografías y recuerdos de mundos lejanos. En un extremo, tras alumbrar la barra donde permanecía en pie la tabernera con sus jarras de cerveza, botellas y vasos, la luz se desvanecía más allá de una puerta abierta. Pero pude distinguir una escalera que conducía a unas habitaciones limpias y sencillas en que se podía dormir si se deseaba. (Los clientes raramente lo hacen. La compañía es demasiado buena y las horas demasiado preciosas.) Las ventanas siempre están cerradas, tal vez porque no darían a ninguno de los mundos a que se abre la puerta principal, sino a algo muy peculiar. Ese pensamiento hace que el interior resulte todavía más confortable.
    —No —dijo Leonardo tras suspirar—. Creo que yo también me mostraré precavido. Y sin embargo…, es difícil de entender. Si estamos aquí más que nada para dialogar, para que Messer Albergatore disfrute del espectáculo y los relatos, ¿por qué pone límites a nuestra conversación? Por ejemplo, os aseguro que no tengo miedo de saber a través de vos la fecha y forma de mi muerte, si es que lo sabe. Dios me llamará cuando El lo desee.
    —Una gran verdad —respondí—, porque yo no formo necesariamente parte de su futuro. Por todo lo que sabemos, puedo estar viviendo en el futuro de otro Leonardo da Vinci cuyo destino no es, o no fue, el suyo. En consecuencia, sería absurdamente desagradable discutir ciertas cuestiones.
    —¿Pero y todo lo demás? —protestó—. Me habéis dado a entender la existencia de máquinas voladoras, autómatas, elixires inyectados en la carne que evitan las enfermedades… ¡Oh, un sinfín de maravillas! ¿Por qué debéis limitaros a insinuar las cosas?
    —Messer, usted posee el intelecto preciso para saber la razón. Si le proporcionara un excesivo conocimiento o visión del futuro, ¿qué resultaría de ello? Carecemos de sabiduría y moderación, somos mortales. El Tabernero tiene una… ¿una licencia?… para distraer a algunos de nosotros. Pero debe ser una estricta distracción. Nada decisivo puede suceder aquí. Aquí, al Viejo Fénix, llegamos y partimos como en sueños.
    —¿Qué podemos hacer, entonces?
    —Oh, podemos hablar de cualquier arte, contar historias reales o imaginarias, discutir los misterios eternos de nuestra naturaleza, objetivo y significado, cantar, jugar, contar chistes o, simplemente, estar juntos… Pero no es correcto que me muestre tan ampuloso con usted. Me siento muy honrado y embarazado y me gustaría escuchar cualquier cosa que usted quiera decirme.
    —Bien, si no vais a explicarme cómo funciona la máquina voladora… —replicó, humanamente complacido—. De todos modos, lo comprendo. Saberlo no me sería de gran utilidad, puesto que carezco del conocimiento y medios acumulados durante cuatro o cinco siglos. Así pues, os ruego que prosigáis en el punto donde os interrumpí. Acabad de relatar vuestra aventura.
    Narré mis recuerdos acerca de un avión que se había visto forzado a aterrizar a la altura del Círculo Ártico y la ayuda que habíamos recibido de algunos esquimales. Las preguntas de Leonardo en torno a éstos fueron muy incisivas, llevándole a recordar sus propias experiencias y efectuar observaciones sobre la variedad y rareza del hombre. Tal como he dicho antes, sólo esto, aunque no hubiera sucedido nada más, habría hecho de aquella noche una de las más memorables de mi vida.
    La puerta se abrió y cerró. Oímos una pisada y captamos fugazmente calles de una ciudad, que también servían de vertederos y cloacas, y apiñadas casas de madera bajo un cielo nuboso. El hombre recién llegado era más bien bajo de estatura para mi criterio o el de Leonardo, y sus facciones, muy arrugadas aunque todavía vigorosas, indicaban que estaba en edad madura. Un cabello oscuro y entrecano le caía por debajo de las orejas. Llevaba un sencillo gorro de terciopelo y vestía ropa monástica, con rosario y crucifijo, aunque con zapatos y medias en lugar de sandalias. Su porte era esbelto y erguido, su mirada extraordinariamente vivaz.
    El Tabernero se excusó ante sus compañeros de plática y se apresuró a saludar al recién llegado.
    —Ah, bien venido, bien venido de nuevo —dijo en francés antiguo. En langue d’oil, para ser exacto—. En aquella mesa hay dos caballeros cuya compañía seguramente le complacerá. —Cogió al monje por el brazo—. Venga, permítame que le presente, ilustre maestro Abélard…
    La voz de la monja le interrumpió. La mujer se levantó bruscamente, volcando la silla.
    —¡Pier! -—gritó—. Oh Jesús, María… ¡Pier!
    Y él se quedó inmóvil durante un instante, como si una espada clavada en sus entrañas le impidiera andar.
    —Héloise —dijo con voz ronca—. Pero vos estáis muerta. —Se persignó repetidas veces—. ¿Habéis vuelto vos, vos, a confortarme, Héloise?
    El Tabernero parecía estar desconcertado. Debía haber olvidado la presencia de la monja. Las conversaciones y el ruido de los dados sobre la barra cesaron. Los clientes difusos y estrellados se quedaron inmóviles. Los únicos sonidos procedían del hogar.
    —No, qué estáis diciendo. Estoy viva, Pier —balbuceó la monja—. Pero vos, mi pobre y herido amor…
    La religiosa avanzó tambaleante hacia él. Vi cómo el hombre hacía ademán de retroceder antes de cobrar fuerzas y extender sus brazos.
    Se abrazaron y permanecieron así.
    —¡Perfecto, maravilloso para ustedes, queridos! —gritó de repente nuestra rolliza y maternal tabernera.
    La pareja no se dio cuenta. Sólo estaban pendientes de ellos mismos. Los demás nos tranquilizamos un poco. No era, evidentemente un acontecimiento desgraciado. Erik alzó su cuerno de beber. Sancho se rió a carcajadas ante la conducta de los dos religiosos, van Rijn levantó su jarra en petición de más cerveza, los extranjeros del rincón susurraron y centellearon y el Tabernero se contrajo de hombros burlonamente.
    —¿He oído bien? —murmuró Leonardo, inclinándose sobre la mesa—. ¿Es cierto que se trata de Héloise y Abélard?
    —Debe de serlo —contesté. No sabía cómo reaccionar—. Aunque, quizá, no los de su historia o la mía.
    Leonardo había captado la idea de universos paralelos en una realidad multidimensional, en algunos de los cuales la magia era real y en otros no, en algunos de los cuales habían vivido realmente el rey Arturo u Orlando el Furioso, en algunos de los cuales Da Vinci no había existido.
    —Bien, de una forma muy rápida, no sea que digamos inadvertidamente algo nocivo, comparemos lo que nuestras crónicas explican sobre ellos —repuso Leonardo.
    —Peter Abélard fue el mayor escolástico de su siglo —empecé a explicar, mientras intentaba, en vano, apartar mis ojos de la sollozante pareja—. Tenía más de cuarenta años cuando conoció a Héloise, una muchacha de poco más de veinte. Ella era sobrina y pupila de un canónigo poderoso y de ilustre cuna. Se enamoraron, tuvieron un hijo, no pudieron casarse a causa de la carrera eclesiástica de él, pero… Bien, el caso es que el tío de ella lo descubrió y se encolerizó. Contrató a una banda de pendencieros para que acecharan a Abélard y le castraran. Después de eso, Héloise ingresó en un convento, de nuevo por deseo de su tío, creo, y jamás volvió a ver a su amante. Pero el vínculo que les unía permaneció inalterado. El mundo siempre recordará las cartas que ambos se escribieron. Y en mi tiempo, yacen bajo el mismo sepulcro.
    —Sí, se parece a lo que yo había leído —asintió Leonardo—. Creo recordar que se casaron, si bien en secreto.
    —Quizá falle mi memoria.
    —O la mía. Fue hace mucho tiempo. Para nosotros. Pero ¡santo cielo, están los dos allí…!
    Es posible que ellos recordaran conscientemente que éste era el único lugar donde podían verse. O quizá, como la mayoría de personas de su época, poseyeran una limitada noción acerca de la intimidad. O tal vez no les importaba en absoluto. Yo escuché los desatinos que decían mientras lloraban.
    Procedían de distintas líneas temporales. Ella podía pertenecer a la de Leonardo y mía, suponiendo que las nuestras fueran las mismas. Su historia nos era familiar a los dos. Pero él todavía era un hombre cabal. Para él, ella había muerto dando a luz hacía tres años.
    Mientras tanto, el Tabernero les condujo hasta un apartado sofá y su esposa fue a buscar refrescos… que ellos ni siquiera vieron. Y huésped y huésped musitaron para ellos algo que nadie más podía oír, ni deseaba hacerlo. Como medio avergonzados, los del bar siguieron bebiendo, los del rincón permanecieron en silencio y Leonardo y yo volvimos a nuestra charla.
    Mi compañero no tardó mucho en superar su embarazo. No puede afirmarse que la impresionabilidad fuera un rasgo notable del Renacimiento. Puesto que ambos sabíamos tan poco acerca de las ramificaciones de la existencia, estábamos en libertad para maravillarnos en voz alta al respecto. Leonardo empezó a construir un mundo hipotético: suponed que Marco Antonio hubiera triunfado en Accio, debido a que la biblioteca de Alejandría no hubiera ardido durante el cerco de Julio César y que en ella se encontraran los planos de Heron para una nave guerrera sumergible. Bien, de un modo plausible, es algo que sucedió en alguna parte entre las múltiples dimensiones… Estas suposiciones hicieron que también yo, aportando mi opinión en este u otro punto, casi me olvidara de la monja y su escolástico.
    La puerta nos interrumpió de nuevo. Fue media hora más tarde. O una hora, no estoy seguro. En esa ocasión atisbé un prado, árboles y edificios de ladrillo rojo cubiertos de hiedra antes de que la puerta volviera a cerrarse. El hombre que había entrado era viejo y de corta estatura, aunque se conservaba bastante robusto. Llevaba una camisa de cuello abierto, un suéter con abundante pelusa, pantalones desteñidos y zapatos de lona en muy mal estado. Un halo de pelo blanco enmarcaba el tipo de rostro judío, sencillo y afable, pero al mismo tiempo pensativo y vigoroso, que a Rembrandt le gustaba retratar.
    Vio juntos a Héloise y Abélard y esbozó una sonrisa de incertidumbre.
    —Guten Abend —se aventuró a decir. Después, en inglés, añadió—: Buenas noches. Tal vez sería mejor que yo no…
    —¡Ah, quédese! —exclamó el Tabernero, corriendo hacia él, en tanto que sus ojos enfocaban la cara de van Rijn y mi corazón latía apresuradamente.
    El Tabernero cogió por el codo al recién llegado y le condujo hacia nosotros.
    —Insisto en que se quede —apremió—. Es cierto, hemos tenido una escena, pero inofensiva, sí. Yo diría que benigna. Y hay un caballero aquí que usted deseaba conocer, lo sé. —Llegó a nuestra mesa y efectuó un espléndido gesto ceremonioso—. Messer Leonardo da Vinci… Herr Doktor Albert Einstein…
    Di por supuesto que me había incluido a mí. Naturalmente, el italiano no había oído hablar del judío, pero presintió la importancia de éste e hizo una profunda reverencia. Einstein, más apocado, respondió empero con similar donaire y tomó asiento. A su alrededor todo eran cuchicheos de cortesía.
    —¿Les importa que fume? —preguntó el físico.
    No teníamos inconveniente, así que Einstein encendió una pipa, en tanto la tabernera traía nuevas bebidas. No obstante, ninguno de mis compañeros de mesa bebió más de un sorbo y yo no estaba dispuesto a desperdiciar esta oportunidad emborrachándome como estaban haciendo los del bar.
    Además, me correspondía hacer de intérprete. El italiano de Einstein era muy escaso y de una época varios siglos posterior a la de Leonardo, que no sabía alemán ni inglés. Yo fui el intérprete. ¿Comprenden ahora por qué no arriesgaré jamás mi posibilidad de acceso al Viejo Fénix?
    Necesitaron algún tiempo para animarse. Einstein estaba ansioso por conocer a qué se refería esta o aquella notación críptica de Leonardo. Pero éste quería que se le relatara la biografía del primero.
    Cuando el italiano comprendió la importancia de Einstein sus ojos azules llamearon y tuve problemas para seguir todas las palabras que salían torrencialmente de su boca. De manera que hicimos algunas pausas. Además, incluso estas mentes relampagueantes deben hacer un alto momentáneo y analizar el tema antes de proseguir. De ahí que, inevitablemente, yo volviera a advertir de nuevo la presencia de Héloise y Abélard.
    Estaban sentados, besándose, susurrando, estremeciéndose. Era la única noche que tenían a su disposición, estando ella con vida y él en plenitud de facultades. (Las posibilidades en contra de que volvieran a reunirse aquí eran enormemente elevadas.) ¿Y qué les estaba permitido, siguiendo la norma de la casa y la ley de sus sagradas órdenes? Tictac, sonó un reloj de péndulo colgado de la pared. Tictac, tictac. Una noche dura doce horas, también aquí.
    El Tabernero se movía de un lado a otro de esa manera tan discreta que sabe asumir cuando lo desea. Los del bar empezaron a cantar. La taberna es lo bastante grande como para que ello no moleste a nadie, a no ser que se tenga muy buen oído. Y Einstein y Leonardo, que lo tenían, estaban muy distraídos con su charla.
    ¿Qué significado tiene la sonrisa de Mona Lisa y sus varias Madonnas?
    ¿Queréis repetir esa melodía de Bach?
    ¿Qué tal le fue con Sforza, Borgia y el rey Francisco?
    ¿Qué podéis decirme de vuestra vida en Suiza, contra Hitler, con Roosevelt?
    ¿Qué consideraciones físicas le llevaron a pensar que los hombres podrían construirse alas?
    ¿Qué pruebas existen de que la Tierra gira alrededor del Sol, la luz posee una velocidad finita y las estrellas también son soles?
    ¿Qué le hace dudar del carácter finito del universo?
    Y bien, caballero, ¿por qué no habéis analizado vuestro concepto del espacio-tiempo de este modo?
    El Tabernero y su esposa se dijeron algo a escondidas. Finalmente, ella se dirigió al sofá de Héloise y Abélard.
    —Vayanse al piso de arriba —dijo. También estaba llorando—. Sólo disponen de este rato y lo están desperdiciando.
    Abélard alzó la vista como un ciego.
    —Hemos tomado votos —salió de sus labios. Héloise los cerró con los suyos.
    —Vos los rompisteis en otra ocasión —replicó ella—, y nosotros loamos la bondad de Dios.
    —Vamos, vamos —dijo la tabernera.
    Hizo que se levantaran, casi a la fuerza. Vi cómo se iban y les escuché subiendo las escaleras.
    —Doctor Alberto —dijo Leonardo—, vuestros esfuerzos son en vano. —Hizo una mueca y sus manos aferraron la copa—. No puedo seguir vuestras matemáticas, vuestra lógica. Carezco del conocimiento…
    Pero Einstein se inclinó hacia adelante y también su voz denotó cierta agitación.
    —Posee el cerebro —intervino el físico—. Y un punto de vista moderno, sí, un discernimiento no obstruido por cuatro siglos de progreso punto por punto… a lo largo de una sola ruta, cuando sabemos en esta sala que existen muchas, muchísimas…
    —No podéis explicarme en unas cuantas horas…
    —No, pero puedo darle una idea general. Y creo que usted, de entre todos los individuos que jamás hayan existido, puede ver en dónde… en dónde estoy equivocado. Y a partir de mí, usted volverá a su mundo llevándose…
    El rostro de Leonardo se iluminó.
    —No.
    La voz del Tabernero. Había aparecido en la parte vacía de nuestra mesa y su aspecto dejó de ser el de un hombre rollizo o jovial.
    —No, caballeros —repitió en idioma tras idioma. Su tono no era de severidad, sino de pesar, aunque sin vacilación alguna—. Temo que debo pedirles un cambio de tema. Podrían aprender más de lo que deben. Los dos.
    Le miramos fijamente y nuestro silencio hizo callar a los que cantaban. El semblante de Leonardo se inmovilizó. Por fin, Einstein sonrió de forma desproporcionada, echó atrás su silla, se puso en pie y golpeó la cazoleta de su pipa, que despidió un olor agridulce.
    —Mis excusas, herr Gastwirt —dijo con su típica suavidad—. Tiene razón, lo olvidé. —Se inclinó a manera de saludo—. Esta noche ha constituido un honor y un deleite para mí. Gracias.
    Dio media vuelta y vimos su cuerpo, menudo y encorvado, dirigirse hacia la entrada.
    Tras cerrarse la puerta, Leonardo permaneció inmóvil durante otro rato. El Tabernero me sonrió tristemente y volvió a ocuparse de sus misteriosos visitantes. Los hombres del bar, que habían intuido un posible problema y guardado silencio, empezaron a gritar y alborotar más que antes. Cuando entró la señora Hauksbee, la vitorearon.
    Leonardo arrojó su vaso al suelo. Los vidrios se esparcieron junto al vino rojizo.
    —¡Héloise y Abélard! —bramó—. ¡Ellos, ellos sí que habrán tenido su noche!

    EL PRINCIPIANTE
    Philip José Farmer

    El joven de pelo largo que estaba frente a Desmond vestía sandalias, téjanos raídos y una mugrienta camiseta de manga corta. Un libro, Obras completas de Robert Blake, sobresalía de su bolsillo trasero. Al volverse mostró dos grandes letras en la camiseta: U. M. Su largo bigote a lo Fu Man Chu tenía algunas migas de pan adheridas.
    Sus ojos amarillos (debía de padecer ictericia) se ensancharon al ver a Desmond.
    —Aquí no se admiten solicitudes para el asilo, abuelo —dijo.
    Sonrió irónicamente, exhibiendo unos caninos anormales por su longitud, y se volvió para encararse a la mesa de admisión.
    Desmond sintió que se estaba poniendo colorado. Desde que se había situado en la cola ante una mesa con el letrero Estudiante primer año COTOAAHD, A-D, había advertido las miradas de soslayo, las risitas y comentarios en voz baja. Se sentía, entre esos jóvenes, como una valla de anuncios en un jardín, como un cadáver a la mesa de un banquete.
    La cola avanzó un poco. Los aspirantes hablaban, aunque suavizando sus voces. Para ser tan jóvenes se mostraban muy recatados, exceptuando al tipo mordaz que estaba delante de Desmond.
    Quizá era el ambiente el que los refrenaba. El gimnasio donde estaban, construido a finales del siglo XIX, no había sido vuelto a pintar durante muchos años. La pintura, en tiempos verde, estaba saltando. En lo alto de las paredes había ventanas rotas y una claraboya destrozada había sido cubierta con tablas. El piso de madera estaba curvado y agrietado, y los aros de las porterías de baloncesto estaban oxidados. Empero, los equipos de la universidad habían sido campeones de liga en todos los terrenos deportivos durante muchos años. Pese a que el número de matrículas del centro era muy inferior al de sus competidores, sus equipos se las arreglaban para vencer, a menudo por abultados tanteos.
    Desmond abotonó su chaqueta. Era un cálido día de otoño, pero el ambiente del edificio era frío. De no haber sabido con certeza que no era así, Desmond habría pensado que tenía un iceberg detrás de él. Por encima de su cabeza luces enormes pugnaban por superar la oscuridad que se abatía como la panza de una ballena muerta hundiéndose en las profundidades marinas.
    Desmond se volvió. La chica que estaba detrás de él sonrió. Vestía una blusa multicolor muy suelta y repleta de símbolos astrológicos. Su cabello era corto y negro y sus facciones pequeñas y armoniosas, aunque demasiado acentuadas para ser bellas.
    Entre todos aquellos jóvenes podía esperarse que hubiera un buen número de mujeres guapas y hombres apuestos. Desmond había recorrido muchas universidades y tenía una noción precisa del índice de belleza entre los estudiantes. Pero aquí… Una chica que estaba en la cola de la derecha tenía un rostro que la habría hecho elegible como modelo de modas. Pero faltaba algo.
    No, sobraba algo. Algo indefinible, pero… ¿Repugnante? No, el detalle había desaparecido. Iba y venía como un murciélago que pasaba de la oscuridad a la penumbra de un modo intermitente.
    El tipo que estaba delante volvió a mirarle. Sonreía como un zorro que acaba de ver un gallo.
    —Un bombón, ¿eh, abuelo? —dijo—. A ella le gustan los hombres de edad. A lo mejor ligáis y lo pasáis muy bien.
    El olor a piel y ropa sucia revoloteó a su alrededor como moscas en torno a una rata muerta.
    —No me interesan las chicas con complejo de Edipo —replicó fríamente Desmond.
    —A su edad no se puede ser tan especial —dijo el joven, dándole de nuevo la espalda.
    Desmond se ruborizó. Por un instante se vio dando un puñetazo al individuo. Fue un pobre consuelo.
    La cola volvió a moverse. Desmond consultó su reloj de pulsera. Debía llamar a su madre dentro de media hora. Y debía haberse presentado aquí más pronto. El timbre del despertador había cesado de sonar y el aparato reasumido su tictac como si tal cosa, mientras él seguía durmiendo. La lógica indiferencia del despertador, aunque Desmond creía que sus posesiones debían preocuparse de algún modo por él. Una creencia irracional, pero en caso de que creyeran en la superioridad de lo racional, ni él ni el resto de estudiantes habrían acudido a aquel lugar.
    La cola se movía a tirones, como un ciempiés que se detenía de vez en cuando para asegurarse de que nadie le había robado ninguna pata. Cuando Desmond llegó al primer lugar de la cola pasaban ya diez minutos de la hora prevista para telefonear. Al otro lado de la mesa de admisiones se sentaba un hombre mucho más viejo que él. Su rostro era una masa de arrugas, una pasta gris que había sido arañada antes de darle una forma más o menos humana. La nariz era un pico de sepia pegado a la pasta. Pero los ojos que había bajo las caóticas y blancas cejas poseían la vitalidad de la sangre fluyendo por una herida de la piel.
    La mano que cogió los documentos de Desmond no era la de un anciano: grande e hinchada, blanca y de piel lisa. Las uñas estaban sucias.
    —Roderick Desmond, supongo —dijo. La voz era áspera, totalmente distinta a la temblorosa y cascada de un anciano.
    —Ah, ¿me conoce?
    —Oh, sí, por supuesto. He leído algunas de sus novelas sobre ocultismo. Y hace diez años rechacé su solicitud de fotocopias de ciertas partes del libro.
    El distintivo fijado a la raída chaqueta de paño decía: R. Layamon, COTOAAHD. Se trataba del presidente del Comité del Departamento de Historia y Artes Ocultas (1).
    (1) Committee of the Ocult Arts and History Department.
    —Su artículo acerca del origen no arábigo del apellido al-Hazred fue una brillante obra de investigación lingüística. Sabía que no era arábigo, ni siquiera semita, pero debo confesarle que desconocía el siglo en que la palabra fue excluida del idioma árabe. Su exposición respecto a cómo fue conservada sólo en relación con el yemenita y que su significado original no fue «loco» sino «el que ve lo que no debería verse» fue totalmente correcta. —Hizo una pausa, sonrió y añadió—: ¿Puso algún reparo su madre al verse forzada a acompañarle a Yemen?
    —N-n-nadie la forzó —replicó Desmond. Respiró profundamente—. ¿Pero cómo sabía que ella…?
    —He leído algunas reseñas biográficas acerca de usted.
    Layamon emitió una risa ahogada que sonó como uñas deslizándose sobre un tonel.
    —Señor Desmond —prosiguió—, su artículo sobre al-Hazred y el conocimiento que exhibe en sus novelas son los principales motivos por los que se le admite en este departamento a pesar de que tenga sesenta años de edad.
    Firmó los impresos y entregó el carnet a Desmond.
    —Vaya con esto a la oficina del cajero —explicó—. Oh, sí, los miembros de su familia son notablemente longevos, ¿me equivoco? Su padre murió en un accidente, pero su abuelo vivió ciento dos años. Su madre tiene ochenta, aunque debe vivir más de cien años. Y usted podría disfrutar otros cuarenta años de vida tal como la ha conocido.
    Desmond sintió irritación, aunque no la suficiente como para atreverse a demostrarla. La semioscuridad se tornó oscuridad total y el rostro del anciano empezó a brillar y expandirse, a flotar hacia Desmond hasta que éste se encontró de pronto inmerso en las grisáceas arrugas. Un lugar nada placentero.
    Formas minúsculas se agitaron sobre un horizonte débilmente aureolado antes de desvanecerse y Desmond se sumergió en una negrura vociferante. El ambiente recuperó su semioscuridad y el principiante se encontró inclinado sobre la mesa, aferrándose al borde de ésta.
    —Señor Desmond, ¿sufre habitualmente estos ataques?
    —Supongo que es la excitación —contestó—. No, no he sufrido un solo ataque, ni ahora ni nunca.
    —Sí, debe de ser la tensión emocional. Es posible que encuentre aquí los medios para aliviarla —comentó Layamon, sonriendo irónicamente.
    Desmond dio media vuelta y se alejó. Hasta que salió del edificio sólo vio figuras y letreros borrosos. Aquel anciano mago… ¿Cómo había podido conocer tan bien sus pensamientos? ¿Simplemente por haber leído las reseñas biográficas, hacer algunas averiguaciones y conconjeturar una imagen completa?¿O había algo más?
    Gruesas y lentas nubes habían ocultado el sol. Pasado el campus y los numerosos árboles que tapaban las casas de la ciudad se encontraban las colinas de Tamsiqueg. Según los indios del mismo nombre, desaparecidos hacía largo tiempo, las colinas habían sido en otros tiempos gigantes perversos que habían librado batalla contra el héroe Mikatoonis y su amigo hechicero, Chegaspat. Este había resultado muerto, mas Mikatoonis convirtió a los gigantes en piedra con un bastón mágico.
    Pero Cotoaahd, el jefe de los gigantes, podía liberarse del hechizo cada varios siglos. De vez en cuando, un hechicero lograba desencantarle. Entonces Cotoaahd salía del país durante algún tiempo antes de regresar a su sopor pétreo. En 1724 una casa y numerosos árboles del límite de la población habían sido aplastados en una noche de tormenta como si unos pies colosales hubieran pasado por encima. Y los árboles quebrados formaban un rastro que conducía a una colina de extraña forma llamada Cotoaahd.
    Nada había en estas historias que no pudiera explicarse por la tendencia de los indios y los blancos supersticiosos del siglo XVIII a convertir en leyenda fenómenos naturales. ¿Pero era una simple coincidencia el hecho de que el anagrama del comité dirigido por Layamon reprodujera el nombre del gigante?
    De repente, Desmond advirtió que se estaba encaminando hacia una cabina telefónica. Miró su reloj y se aterrorizó. El teléfono de su dormitorio estaría sonando. Sería mejor llamarla desde la cabina y ahorrar los tres minutos que tardaría en llegar al dormitorio.
    Se detuvo. No, si llamaba desde la cabina sólo escucharía una señal de ocupado.
    «Otros cuarenta años de vida tal como usted la ha conocido», había dicho el presidente.
    Desmond se volvió. Un joven descomunal obstruía su camino. Toda su cabeza sobresalía sobre el metro ochenta de estatura de Desmond y era tan grueso que parecía una versión reducida del globo de Santa Claus en la cabalgata de Navidad de Macy. Vestía una deslustrada camisa deportiva con las omnipresentes iniciales U. M. en la pechera, pantalones sin planchar y zapatos de tenis muy desgastados. En sus dedos, grandes como plátanos, sostenía .un bocadillo de salchichón que ni al mismo Gargantúa le habría parecido demasiado pequeño.
    Observándole, Desmond cayó en la cuenta, de repente, de que la mayoría de los estudiantes del lugar eran demasiado delgados o demasiado gruesos.
    —¿El señor Desmond?
    —Sí.
    Se estrecharon las manos. La piel del joven estaba húmeda y fría, pero su mano ejerció una presión vigorosa.
    —Soy Wendell Trepan. Por sus conocimientos, habrá oído hablar de mis antepasados. El más famoso, o infame, fue la bruja de Cornish, Rachel Trepan.
    —Sí. Rachel, del pueblo de Tredannick Wollas, cerca de Poldhu Bay.
    —Sabía que la conocería. Sigo el oficio de mis antepasados, aunque más precavidamente, claro está. Bien, estoy en el último año y soy presidente de la fraternidad universitaria Lam Kha Alif.
    Hizo una pausa para dar un mordisco al bocadillo. Cuando siguió hablando, mayonesa, salchichón y queso se escurrieron de sus labios.
    —Está invitado a la fiesta que celebraremos esta tarde en el local.
    Metió la mano libre en un bolsillo y sacó un carné. Desmond lo miró un instante.
    —¿Quiere que yo sea candidato a miembro de su fraternidad? Soy bastante viejo para eso. Me sentiría fuera de lugar…
    —Tonterías, señor Desmond. Somos un grupo muy serio. En realidad, ninguna de las fraternidades que hay aquí se parece a las de otras universidades. Debería saberlo. Creemos que usted nos proporcionará estabilidad y, debo admitirlo, prestigio. Usted es muy conocido, ya me entiende. Layamon, además, es miembro de Lam Kha Alif y tiende a favorecer a los estudiantes de su fraternidad. El lo negaría, claro, igual que lo negaré yo si usted repite esto. Pero es cierto.
    —Bien, no sé qué hacer. Si prometo unirme a ustedes…, es decir, si me invitan a hacerlo, ¿debería alojarme en el local de la fraternidad?
    —Sí. No hacemos excepciones. Claro que eso es sólo cuando se está bajo promesa. En cuanto sea miembro activo podrá alojarse donde quiera. —Trepan sonrió, mostrando la comida que aún masticaba—. Usted no está casado, así que no hay problema alguno.
    —¿A qué se refiere?
    —Nada en especial, señor Desmond. Pero no aceptamos casados a menos que no vivan con sus esposas. Los hombres casados pierden parte de su poder, ya me entiende. Claro que no insistimos en la soltería, en absoluto. También celebramos fiestas muy divertidas. Una vez al mes organizamos una gran juerga en una arboleda al pie de Cotoaahd. La mayoría de las mujeres invitadas pertenecen a la fraternidad femenina Ba Ghay Sin, y algunas van mucho a por los tipos viejos, no sé si me entiende.
    Trepan dio un paso adelante para encararse directamente con Desmond.
    —No sólo tenemos cerveza, hachís y hermanas —prosiguió—. Hay otras atracciones. Hermanos, si es que tiene esa inclinación. Y una droga hecha siguiendo una fórmula del mismísimo marqués Manuel de Dembrón. Pero esto son cosas para niños. ¡También tendremos una cabra!
    —¿Una cabra? ¿Una cabra negra?
    Trepan inclinó la cabeza en señal de asentimiento, entre movimientos oscilantes de sus enormes carrillos.
    —Sí —dijo—. El viejo Layamon estará allí como supervisor, aunque enmascarado, claro. Teniéndole como maestro, nada irá mal. De todas formas, la última víspera de Todos los Santos… Bueno, fue algo digno de verse.
    Desmond se humedeció los resecos labios. Su corazón latía al mismo ritmo del tam-tam que sonaba en aquel ritual que sólo conocía a través de los libros, pero que había imaginado infinidad de veces. Se metió el carné en el bolsillo.
    —¿A la una en punto? —preguntó,
    —¿Asistirá? ¡Estupendo! Ya nos veremos, señor Desmond. No se arrepentirá.
    Desmond pasó junto a los edificios del patio universitario. El más impresionante era el museo, que superaba en antigüedad al resto de construcciones del campus y había albergado la universidad original. El tiempo había castigado y descantillado el ladrillo y la piedra de los demás edificios, pero el museo parecía haber asimilado el paso de los años, quitándoselos de encima igual que el cemento, la piedra y el ladrillo absorbían el calor del sol durante el día y lo irradiaban en la oscuridad. Además, el museo estaba desnudo de vida vegetal, en tanto que las otras estructuras estaban cubiertas, quizá en exceso, de enredaderas. Las que se esforzaban en trepar por sus piedras, de un color gris, como el de los huesos, se marchitaban y caían.
    La casa de piedra rojiza de Layamon era estrecha. Sus tres pisos estaban rematados por un tejado de doble pico y la capa de enredaderas era muy tupida, tanto que resultaba prodigioso que no se derrumbara por su propio peso. El color de las enredaderas se diferenciaba de un modo sutil del de las que cubrían los otros edificios. Vistas desde un cierto ángulo tenían una tonalidad cianótica, vistas desde otro poseían el mismo color verde de ios ojos de una serpiente de Sumatra que Desmond había visto en un grabado de un libro de herpetología.
    Los hechiceros de las tribus Yan usaban este reptil venenoso para transmitir mensajes y, algunas veces, para matar. El autor del libro no explicaba a qué se refería al hablar de «mensajes», pero Desmond descubrió el significado en otro libro, aunque antes de poder leerlo se había visto forzado a aprender malayo, escrito en caligrafía árabe.
    La casa de Layamon no ofrecía demasiado interés para un turista, por lo que Desmond aceleró el paso y llegó al edificio del dormitorio. Había sido levantado en 1888 en el lugar ocupado por otra construcción y reconstruido en 1938. La pintura gris estaba desprendiéndose. Varios ventanales rotos habían sido tapados con cartones clavados en sus marcos. Las tablas del suelo del porche cedieron y crujieron al pasar Desmond sobre ellas. La puerta principal era de roble y su pintura había desaparecido hacía largo tiempo. La cabeza de bronce de un gato, con un aro suspendido de su boca, servía de aldaba.
    Desmond entró, atravesó la sala principal, cubierta por una raída alfombra, y subió dos tramos de escalones de madera desnuda. Sobre una pared descolorida del primer rellano alguien había escrito, hacía mucho tiempo, Yug-Sothoth Chupa. Se habían hecho numerosos intentos para borrar la frase, pero era evidente que este sentimiento insultante y peligroso sólo podía ocultar dolor. Un estudiante de penúltimo año le había dicho el día anterior que nadie sabía quién lo había escrito, pero que la noche anterior a su aparición se habia encontrado el cadáver de un principiante colgando de un gancho en un retrete.
    —El tipo se había mutilado horriblemente antes de suicidarse —había explicado el estudiante de penúltimo año—. Yo no estaba aquí por entonces, pero deduzco que estaba chiflado. Lo había hecho con una navaja de afeitar y un hierro candente. Todo el lugar estaba lleno de sangre. Su pene y testículos los encontraron encima de una mesa formando una cruz, un símbolo que usted debe de saber a qué corresponde. Y había arañado el yeso de la pared, dejando una gran huella de sangre. Ni siquiera parecía hecho por una mano humana.
    —Me sorprende que viviera lo bastante para ahorcarse —había comentado Desmond—. Después de perder tanta sangre…
    —¡Está bromeando, sin duda! —había exclamado el otro en medio de sonoras carcajadas.
    Desmond había tardado varios segundos tras comprender esa respuesta. Y entonces había palidecido. Pero posteriormente se preguntó si el estudiante de penúltimo año no le habría gastado una típica broma de novato. Aunque tampoco pensaba preguntarlo a nadie. Si se habían burlado de él, no permitiría que volviera a suceder.
    Oyó el timbre del teléfono sonando al extremo del largo pasillo. Suspiró y apretó el paso. Las puertas estaban cerradas, pero tras una de ellas sonó una risa apagada. Abrió su puerta, entró y volvió a cerrarla. Durante un buen rato contempló el teléfono, sonando una y otra vez, recordando, sin que supiera el motivo, el poema acerca del vagabundo australiano que se dio un chapuzón en un charco. El bunvip, esa misteriosa y siniestra criatura del folklore australiano, el morador del agua, se ocupó del vagabundo silenciosa y tranquilamente. Y la tetera que había puesto al fuego silbaba y silbaba sin que nadie pudiera oírla.
    Y el teléfono sonaba sin parar.
    El bunyip estaba al otro extremo del hilo.
    Un sentimiento de culpabilidad le inundó con la misma rapidez de un sonrojo.
    Cruzó la habitación, vislumbrando por el rabillo del ojo que algo pequeño, oscuro y veloz se metía bajo el hundido sofá-cama que apestaba a moho. Desmond se detuvo ante la mesita, extendió la mano hacia el aparato y lo tocó. Retiró la mano bruscamente al sentir la frialdad y las vibraciones del teléfono. Era absurdo, pero había tenido la impresión de que ella advertiría el contacto y sabría que él estaba allí.
    Refunfuñando, dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta, advirtiendo que el agujero del zócalo estaba abierto de nuevo. La botella de Coca-Cola, cuyo extremo más anchó había puesto a modo de tapadera, había sido apartada. Volvió a ponerla y se enderezó.
    Cuando llegó al pie de la escalera aún oía el timbre del teléfono. Quizá el sonido estaba en su cabeza, no lo sabía.
    Tras pagar los derechos de matrícula y comer en la cafetería (la comida fue mejor de lo que había supuesto), se dirigió al edificio del Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales de la Reserva. Su aspecto era mejor que el del resto de construcciones, quizá porque el ejército estaba a su cuidado. Con todo, no se hallaba en las condiciones que exigiría un inspector. Y aquellos cañones sobre furgones de la parte trasera… ¿Iban a entrenarse los estudiantes con armas de la guerra hispano-americana? ¿Y desde cuándo estaba expuesto el acero al cardenillo?
    El oficial encargado del centro se sorprendió cuando Desmond pidió que se le entregaran uniforme y manuales.
    —No sé si… ¿Sabe que nuestro cuerpo ya no está precisado de estudiantes de primer y segundo año?
    Desmond insistió en inscribirse. El oficial acarició su mandíbula, falta de afeitado, mientras fumaba una panatela Tijuana Gold.
    —Hum. Veamos —dijo.
    Consultó un libro cuyos bordes parecían haber sido carcomidos por ratones.
    —Bueno, nunca se sabe… —dijo finalmente—. Las ordenanzas no dicen nada respecto a edad. Claro que faltan algunas páginas. Debe de ser un descuido. Jamás se ha considerado el caso de una persona de edad similar a la suya. Pero… bien, si las ordenanzas no dicen nada al respecto, entonces… ¡Qué diablos! Esto no va a perjudicarle, nuestros chicos no han de pasar por carreras de obstáculos o cosas semejantes.
    »¡Pero, Dios mío, usted tiene sesenta años! ¿Por qué desea firmar?
    Desmond no le explicó que había sido dispensado del servicio militar durante la Segunda Guerra Mundial debido a que era el único apoyo de su madre enferma. Desde entonces siempre se había sentido culpable, pero al menos aquí podría aportar su granito de arena a la nación.
    El oficial se puso en pie, aunque con un movimiento poco coordinado.
    —Perfecto —dijo—. Me ocuparé de que le entreguen su material. Pero lo correcto es prevenirle de que estos condenados gastan bromas muy extrañas. Debería ver lo que hacen estallar en sus cañones.
    Quince minutos más tarde, Desmond abandonó el edificio con un montón de uniformes y manuales bajo el brazo. Puesto que no deseaba volver a casa con ellos, los depositó en la librería de la universidad. La encargada los colocó en una estantería junto con otras pertenencias, algunas identificables sólo por sus dueños. Una de ellas era una pequeña jaula cubierta con un trapo negro.
    Desmond se dirigió a la calle de las fraternidades. Todas las casas tenían nombres arábigos, excepto la de Hastur, y mostraban la misma decrepitud y falta de cuidado general que los edificios universitarios. Desmond se adentró por una senda de cemento repleta de grietas de las que brotaban mortecinos dientes de león y otras malezas. A su izquierda se levantaba un grueso poste de madera de casi cinco metros de alto. Las caras y símbolos tallados en él habían sido causa de que la población se refiriera al poste como tótem. No lo era, naturalmente, ya que la tribu a la que había pertenecido no estuvo formada por indios de la costa noroeste o Alaska. Este y otro similar que se conservaba en el museo universitario eran los últimos supervivientes de los centenares de postes que en otro tiempo se habían alzado en la zona.
    Al pasar junto a él, Desmond puso la punta de su pulgar izquierdo bajo su nariz y la del dedo índice en el centro de su frente. Luego murmuró la antigua frase de reverencia:
    —Shesh-dhyao-ting-ononwa-senk.
    De acuerdo con varios textos que había consultado, era una exigencia a cumplir por todo tamsiqueg que caminara junto al poste durante esta fase de la luna. La frase fue ininteligible incluso para aquellos indios, puesto que procedía de otra tribu o, quizá, de una antigua etapa del lenguaje. Pero indicaba respeto, y faltar a su observancia era probable que llevara a la desgracia.
    Desmond se sintió un poco ridículo ejecutando el ritual, pero era algo que no podía perjudicarle.
    Los escalones de madera sin pintar crujieron bajo sus pies. El porche era inmenso. Las mosquiteras de las ventanas estaban oxidadas y tenían muchos agujeros, por lo que no servían para evitar la entrada de insectos. De la puerta principal, que estaba abierta, surgía un alboroto de música rock, gritos de numerosas personas y el acre olor a marihuana.
    Desmond estuvo a punto de marcharse. Sufría cuando se encontraba en medio de una multitud, y la conciencia de su edad le hacía sentirse embarazosamente llamativo. Pero la enorme figura de Wendell Trepan estaba en la entrada y Desmond fue agarrado por una mano descomunal.
    —¡Entre! —bramó Trepan—. ¡Le presentaré a los hermanos!
    Desmond fue arrastrado a una gran sala atestada de jóvenes de ambos sexos. Trepan se abrió paso a empujones, deteniéndose de vez en cuando para repartir palmaditas en la espalda, saludar a gritos y dar un palmetazo en el trasero de una joven esbelta. Por fin llegaron a un rincón en que estaba sentado el profesor Layamon, rodeado de personas que parecían más maduras que la mayoría de asistentes. Desmond supuso que serían estudiantes graduados.
    —Me complace volver a verle —dijo Desmond, al tiempo que estrechaba la gruesa e hinchada mano, pero dudó de que sus palabras hubieran sido escuchadas. Layamon le obligó a inclinarse para que pudiera oírle.
    —¿Ha tomado ya una decisión?
    El aliento del anciano no era desagradable, pero era obvio que había estado bebiendo algo totalmente desconocido para Desmond. Los ojos rojizos daban la impresión de albergar luz en su interior, como si unas velas diminutas ardieran al otro lado de los globos oculares.
    —¿Acerca de qué? —preguntó a su vez Desmond.
    —Usted ya lo sabe.
    El anciano sonrió y le soltó. Desmond se irguió y, de repente, tuvo una sensación de frío, pese a que el calor de la habitación bastaba para hacerle sudar. ¿Qué estaba insinuando Layamon? Era imposible que supiera la verdad. ¿O no lo era?
    Trepan le presentó a los hombres y mujeres que rodeaban al profesor y a continuación le arrastró hacia la multitud para seguir presentándole más gente, la mayoría presuntos miembros de Lam Kha Alif o de la fraternidad femenina que estaba al otro lado de la calle. Al único que pudo identificar como un seguro candidato a hermano fue a un negro, un gabonés.
    —Bukawai proviene de una larga línea genealógica de médicos brujos —explicó Trepan cuando el hombre negro les dejó solos—. Si acepta nuestra invitación será como un auténtico tesoro, pero las fraternidades de Hastur y Kaf Dhal Waw están ansiosas por quedárselo. El departamento está un poco flojo en ciencia centroafricana. Tenían una gran profesora, Janice Momaya, pero desapareció mientras pasaba sus vacaciones sabáticas en Sierra Leona. No sería sorprendente que ofrecieran a Bukawai un cargo de profesor adjunto, aunque teóricamente sea un novato. Mire, viejo, la otra noche Bukawai me enseñó parte de un ritual increíble. Yo… Bueno, no quiero explicarlo ahora. Otra vez será. De todas formas, él tiene un gran respeto hacia Layamon, y como el viejo chocho es jefe del departamento, es cosa segura que Bukawai se unirá a nosotros.
    Súbitamente, Trepan contrajo los labios. Sus dientes rechinaron, su piel palideció bajo la suciedad que la cubría, su cuerpo se doblegó y sus manos apretaron su enorme barriga.
    —¿Qué le ocurre? —preguntó Desmond.
    Trepan agitó la cabeza, suspiró profundamente y se enderezó.
    —¡Vaya, cómo duele! —exclamó.
    —¿El qué?
    —No debí llamarle viejo chocho. No pensé que pudiera oírme, pero él no necesita sonidos para escuchar. Demonios, nadie en el mundo le respeta más que yo. Claro que algunas veces se me suelta la lengua, pero… Bueno, nunca más.
    —¿Habla en serio?
    —Claro que sí. ¿Qué se pensaba? No importa. Venga conmigo, vamos a un sitio donde podamos hablar.
    Condujo a Desmond a una habitación más pequeña, repleta de estanterías, libros, novelas, textos escolares y algunos volúmenes antiguos encuadernados en piel.
    —Tenemos aquí una biblioteca condenadamente buena —explicó Trepan—. Ninguna otra fraternidad puede alardear de algo parecido. Es uno de nuestros principales atractivos públicos, pero también tenemos cosas secretas.
    Cruzaron una angosta puerta, pasaron a un pequeño pasillo y se detuvieron. Trepan sacó una llave de su bolsillo y abrió otra puerta. Al otro lado había una estrecha escalera de caracol cubierta de polvo. El sucio cristal de una ventana situada a gran altura dejaba pasar muy poca luz. Trepan encendió una bombilla y ambos hombres empezaron a subir por la escalera, que terminaba en el tercer piso.
    Ya en éste, Trepan abrió otra puerta con una llave distinta y entraron en una pequeña habitación cubierta de arriba abajo por estanterías Trepan encendió la luz. En un rincón había una mesa de reducidas dimensiones y una silla plegable. Encima de la mesa había un candil y un busto en piedra del marqués de Dembrón.
    —Normalmente —dijo Trepan, jadeando tras la fatigosa ascensión—, aquí sólo se permite la entrada a graduados y estudiantes de último curso. Pero tratándose de usted haré una excepción. Sólo quería mostrarle una de las ventajas de pertenecer a Lam Kha Alif. Ninguna de las otras fraternidades posee una biblioteca como ésta. —Miró a Desmond con los ojos entornados—. Observe los libros, pero sin tocarlos. Estos libros… absorben. ¿Comprende lo que quiero decir?
    Desmond recorrió las estanterías y observó los títulos de los volúmenes.
    —Estoy impresionado —dijo al terminar su inspección—. Pensaba que algunos de estos libros sólo podían encontrarse en la biblioteca universitaria, en habitaciones cerradas.
    —Eso es lo que el público cree. Escuche, si se une a nosotros tendrá acceso a estos libros. Pero no lo diga a los otros estudiantes. Tendrían celos de usted. —Trepan, todavía con los ojos entornados, como si meditara en algo que le estaba prohibido, añadió—: ¿Le importaría volverse de espaldas y taparse los oídos?
    —¿Cómo?
    —Oh, si entra en nuestra fraternidad —explicó Trepan sonriente—, se le revelará la pequeña fórmula que es necesaria para trabajar aquí. Pero hasta entonces, será mejor que no la sepa.
    Desmond sonrió embarazado, sin saber por qué, y también sintiéndose excitado. Se puso de espaldas a Trepan y se tapó los oídos con los dedos. Mientras permanecía así en el silencio de la habitación (¿estaría insonorizada con material o quizá por un medio no material?) contó los segundos. Mil uno, mil dos…
    Había pasado poco menos de un minuto cuando notó la mano de Trepan en su hombro. Se volvió y bajó las manos. El corpulento joven le mostró un tomo, largo pero muy delgado, forrado en piel y con numerosas protuberancias de color oscuro. Desmond quedó sorprendido, ya que estaba seguro de no haberlo visto en los estantes.
    —He desactivado éste —dijo Trepan—. Tenga, cójalo. —Miró su reloj de pulsera—. No habrá peligro durante diez minutos.
    La cubierta carecía de título o firma. Tras sentirla en sus manos y observarla de cerca, Desmond pensó que la piel no procedía de animal alguno.
    —Es la piel del mismo Atechironnon —explicó Trepan.
    —¡Ah! —Desmond empezó a temblar, pero se recuperó—. Debía de estar cubierta de verrugas.
    —Exacto. Continúe, examínelo. Aunque es una lástima que no pueda leerlo.
    La primera página estaba ligeramente amarillecida, detalle que no era sorprendente tratándose de un papel de hacía cuatro siglos.
    No contenía letras de imprenta, sino grandes caracteres caligrafiados.
    Ritual menor del fechicero tahmmsiquegg Atechironunn, leyó Desmond. Copiado de las imajenes rituales de la Piel avandonada desceñida por el Divino.
    Del su puño y letra, Simón Conant. 1641.
    Permitidle que diga estas Palavras de Imajenes, escuchad primero.
    Trepan soltó una risita y dijo:
    —La ortografía no era su fuerte, ¿eh?
    —Simón, el hermanastro de Roger Conant —dijo Desmond—. Fue el primer hombre blanco que visitó a los tamsiqueg y no acabó con el pulgar cortado y pegado a su trasero. También estuvo con los colonizadores que sublevaron a los tamsiqueg, pero ellos no sabían con quién simpatizaba. Huyó al desierto con Atechironnon, gravemente herido, y reapareció en Virginia con este libro veinte años después.
    Fue ojeando lentamente las cinco páginas, fijando todas las pictografías en su memoria fotográfica. La visión de una figura le desagradó.
    —Layamon es el único que puede leerlas —aseguró Trepan.
    Desmond no le explicó que estaba familiarizado con la gramática y el vocabulario de los tamsiqueg, gracias a un pequeño diccionario escrito por William Cor Dunnes en 1624 y publicado en 1654. El libro contenía un apéndice que descifraba las pictografías. Le había costado veinte años de búsqueda y mil dólares, todo ello por una simple fotocopia, y su madre se había puesto furiosa al saberlo, pero, por una vez, se había enfrentado a ella. Ni siquiera la universidad poseía una copia.
    Trepan volvió a mirar su reloj.
    —Queda un minuto para irnos. ¡Hey! —Arrebató el libro a Desmond y añadió bruscamente—: ¡Vuélvase y tápese los oídos!
    Trepan parecía horrorizado. Desmond obedeció y un minuto después el joven apartó una de sus manos.
    —Siento haber sido brusco, pero la influencia estaba a punto de quebrarse. No lo entiendo. Siempre había durado diez minutos, como mínimo.
    Desmond no había advertido nada, lo que tendría su explicación en que Trepan, habiendo estado expuesto a la influencia, era más sensible a ella.
    —Salgamos de aquí —dijo Trepan, evidentemente nervioso—. Tiene que apaciguarse. —Ya en la escalera, preguntó—: ¿Está seguro de no poder descifrar las pictografías?
    —¿Y dónde habría podido aprender a hacer tal cosa? —respondió Desmond.
    Al llegar a la inmensa sala se sumergieron en un mar de ruidos y olores. No permanecieron allí mucho tiempo, ya que Trepan deseaba mostrarle el resto de la casa, exceptuando el sótano.
    —Podrá verlo un día de esta semana —aclaró Trepan—. Ahora mismo no es aconsejable bajar hasta allí.
    Desmond no preguntó el porqué.
    Entraron en una habitación muy pequeña del segundo piso.
    —Lo normal es que no permitamos que los novatos dispongan de una habitación para ellos mismos —dijo Trepan—. Pero tratándose de usted… Bueno, es suya, si la quiere.
    El detalle complació a Desmond. No tendría que soportar a alguien cuyas costumbres le fastidiaran y cuya charla le irritara.
    Bajaron al primer piso. La habitación principal parecía no estar tan atestada como antes. El viejo Layamon, que acababa de levantarse de su sillón, hizo una seña a Desmond. Este se aproximó lentamente. No sabía el motivo, pero estaba seguro de que no le gustaría lo que Layamon le dijera. O quizá no estaba seguro de si iba a gustarle o no.
    —Trepan le ha mostrado los libros más preciados de la fraternidad —dijo el presidente. No fue una pregunta, sino una afirmación—. En especial el de Conant.
    —¿Cómo ha podido…? —empezó a preguntar Trepan—. Lo ha percibido.
    —Naturalmente —convino Layamon con su voz ronca—. Y bien, Desmond, ¿no cree que ya es hora de contestar esa llamada?
    Trepan pareció confuso. Desmond se sintió enfermo, helado.
    Layamon se había aproximado hasta quedar cara a cara con Desmond. Las numerosas arrugas de su pastosa piel semejaban jeroglíficos.
    —Ya ha tomado una decisión, mas no desea conocerla —dijo—. Escúcheme. Fue el consejo de Conant, ¿no es cierto? Le diré una cosa: usted se comprometió desde el mismo instante en que tomó el avión a Boston. Podía haberse arrepentido en el aeropuerto, pero no lo hizo pese a que, imagino, su madre le hizo una escena allí mismo. Pero usted no lo hizo. Por lo tanto, no sirve de nada que postergue la decisión. —Rió entre dientes—. El hecho de que me esté preocupando por aconsejarle es una muestra de la estima en que le tengo. Creo que usted llegará lejos y muy de prisa. Pero deberá eliminar ciertos defectos de su carácter. Desmond, obtener aquí la licenciatura, sólo eso, requiere vigor, inteligencia, una gran autodisciplina y una enorme dedicación.
    »Hay muchas personas que se matriculan aquí pensando que recibirán cursos acelerados. Obtener un gran poder o codearse con seres que no están socialmente considerados, por no decir algo peor, les parece tan sencillo como hacer rodar un leño. Pero no tardan mucho en averiguar que las exigencias del departamento son superiores a las del Instituto Tecnológico de Massachusetts para un ingeniero, por ejemplo. Y muchísimo más peligrosas.
    »Y luego tenemos el aspecto moral. Se manifiesta, simplemente, matriculándose aquí. ¿Pero cuántos tienen voluntad para seguir adelante? ¿Cuántos llegan a la conclusión de que están equivocados? Renuncian, sin saber que es demasiado tarde, sin saber que sólo una minúscula parte de todos ellos podrán regresar al otro lado. Se han declarado, han alzado el brazo, y sea como sea, han sido juzgados para siempre.
    Hizo una pausa para encender una panetela. El humo del puro formó una espiral en torno a Desmond, que no percibió el aroma que esperaba. El olor distaba mucho de ser el del murciélago muerto que en cierta ocasión había usado en un experimento.
    —Todo humano, hombre o mujer, determina su propio destino —continuó Layamon—. Pero si estuviera en su lugar, Desmond, tomaría mi decisión con toda rapidez. He fijado mi atención en usted y su avance aquí depende de la valoración que yo haga de su carácter y potencialidad.
    »Que le vaya bien, Desmond.
    El anciano se fue.
    —¿A qué venía todo esto? —preguntó Trepan.
    Desmond no respondió. Se quedó inmóvil durante un buen rato mientras Trepan daba evidentes muestras de agitación. Después se despidió del grueso joven y salió de la casa caminando con lentitud. No se dirigió al dormitorio, sino que vagó por el campus. El centelleo de unas luces rojas llamó su atención y avanzó hacia ellas para satisfacer su curiosidad. Un automóvil policial y una ambulancia, ambos vehículos pertenecientes a los servicios universitarios, se encontraban aparcados frente a un edificio de dos pisos. Un letrero pintado sobre el ventanal indicaba que la planta baja había sido anteriormente una tienda de comestibles. La pintura estaba desprendiéndose, tanto dentro como fuera, y el enlucido de las paredes interiores había caído, dejando al descubierto los listones. Sobre el desnudo piso de madera había tres cadáveres. Uno de ellos era el joven que había estado delante de Desmond en la cola del gimnasio. Yacía boca arriba con la boca abierta, y su extraño bigote era inconfundible.
    Una de las personas que se apretujaban contra la ventana de la planta baja era un hombre de barba encanecida, tal vez un profesor de la universidad. Desmond le preguntó qué había sucedido.
    —Ocurre todos los años por esta época —contestó el aludido—. Algunos chicos se excitan y tratan de hacer algo que sólo un doctor titulado podría atreverse a perpetrar. Está estrictamente prohibido, pero nada detiene a esos jóvenes alocados.
    El cadáver del hombre bigotudo parecía tener un objeto negro y circular, o quizá una quemadura, en su frente. Desmond trató de verlo más de cerca, pero los enfermeros taparon el rostro del joven con una manta antes de llevarse el cadáver.
    —La policía y el hospital universitario se encargarán de ellos —comentó el hombre de la barba. Rió por un momento—. La policía de la ciudad no quiere tan siquiera acercarse al campus. Notificarán a los parientes que los chicos han muerto a causa de una sobredosis de heroína.
    —¿Y eso no crea problemas? —inquirió Desmond.
    —A veces envían aquí detectives privados, pero no se quedan mucho tiempo.
    Desmond se alejó del lugar a toda prisa. Estaba decidido. La visión de aquellos cadáveres le había trastornado. Volvería a casa, haría las paces con su madre, vendería todos los libros, todo el material que había obtenido y estudiado a costa de infinidad de tiempo y dinero, y se dedicaría a escribir novelas de misterio. Había visto el rostro de la muerte y pronto la tendría en su presencia si ponía en práctica sus pensamientos, vanos, por supuesto, y seguía forjándose fantasías acerca de una terapia psíquica. Muerte. No podía hacerlo.
    Él teléfono seguía sonando cuando entró en su habitación de la residencia universitaria. Se acercó al aparato, alzó la mano, permaneció así durante un tiempo indefinido y, finalmente, decidió no contestar. Al dirigirse hacia el sofá-cama observó que la botella de Coca-Cola había sido empujada o apartada del agujero del zócalo. Se arrodilló y volvió a tapar el hueco con ella. Sonó una risita sofocada al otro lado de la pared.
    Se sentó en el hundido sofá, sacó su agenda del bolsillo de la chaqueta y empezó a bosquejar las pictografías que había visto en el libro de Conant y que recordaba perfectamente. La reproducción le llevó media hora, puesto que la exactitud era un factor vital. El teléfono no dejó de sonar ni por un instante. En aquel momento, alguien llamó a la puerta.
    —¡Le he visto cuando entraba! —bramó una voz—. ¡Conteste el teléfono o desconéctelo! ¡O se acordará de mí!
    Ni contestó ni se movió del sofá.
    Había dejado en blanco uno de los dibujos de la secuencia. Mantuvo suspendido el lápiz a pocos centímetros del papel. Al otro extremo de la línea se encontraría una mujer gorda y muy vieja. Era vieja y fea ahora, pero había parido a Desmond y durante muchos años a partir de entonces había sido hermosa. Al morir su esposo, el padre de Desmond, ella se había puesto a trabajar para mantener la casa y a su hijo en la forma a la que ambos estaban aco

  • Crow

    LA PRIMERA MISIÓN A MARTE
    Robert F. Young

    Habían construido la nave en el patio interior de la casa de Larry. Ese patio era mayor que el de Chan y el de Al, puesto que la vivienda de los padres de Larry se hallaba en las afueras de la ciudad, en un lugar donde las casas estaban muy separadas y no pertenecían a bloques, donde la campiña, en algunos casos, se extendía a partir de la puerta trasera.
    Por aquel entonces, Larry ni siquiera había pensado en que un día pudiera llegar a convertirse en un astronauta auténtico. Marte le fascinaba igual que a Al y Chan, pero en su corazón abrigaba la esperanza de ser bombero.
    Un par de caballetes, que Al encontró en el piso superior del garaje de su padre, sirvieron de soporte para la nave. Sobre esta base clavaron la cubierta: una plataforma construida con restos de madera que birlaron de la parte trasera de la nueva escuela. El padre de Chan, chatarrero de profesión, ya les había dicho que podían quedarse con el enorme conducto de humos de forma cónica que había cogido tras la demolición de la vieja empresa de maquinaria agrícola de Larrimore. Una calurosa tarde de julio, los tres amigos rescataron la chimenea de entre los desechos que había en la trasera del vallado depósito de chatarra y la hicieron rodar hasta llegar a la casa de Larry. Allí, jadeantes y sudorosos, la montaron sobre la cubierta y la aseguraron con tres maderas oblicuas.
    La limpieza y pintado de la chimenea les llevó dos días. Sin embargo, no les costó nada, ya que en el sótano de la casa de Larry encontraron botes de pintura de todos los tipos, más o menos llenos. No había siquiera dos colores idénticos, pero mezclando los más brillantes obtuvieron una hermosa tonalidad azul verdosa.
    El tercer día, en cuanto la pintura estuvo lo bastante seca, instalaron el motor iónico: un modelo Briggs and Stratton que el padre de Al había guardado cuando se desembarazó de su vieja segadora. Ya habían serrado una sección de la cubierta de cincuenta por cincuenta centímetros y construyeron una compuerta que funcionaba siguiendo el mismo principio de una trampa. Por último, instalaron el tablero de mandos, donado por el padre de Chan, que procedía de un Ford 1957.
    ¡Atención, Marte! ¡Aquí vamos!
    Todo esto sucedió antes de que el Mariner 4 pusiera fin a la existencia de los canali de Giovanni Schiaparelli, los canales de Percival Lowell y las «vías fluviales» de Edgar Rice Burroughs, «demostrando» prematuramente que Marte era un planeta muerto, tanto geológica como biológicamente.
    Su elección del lugar de aterrizaje fue extraña, francamente extraña.
    El mapa que utilizaron mostraba todo tipo de zonas sombreadas y misteriosas que designaban mares, lagos, lagunas y otros detalles, y eligieron una región que se hallaba parcialmente limitada por una de las mayores de dichas zonas. Siguiendo el mismo criterio habrían podido seleccionar una cualquiera de entre otra media docena de regiones. Pero no hicieron tal cosa.
    Tras la elección del lugar empezaron a pensar posibles nombres para la nave espacial, decidiendo llamarla por fin La Reina de Marte. A continuación, programaron el despegue para las veintidós horas de la noche siguiente. Marte debería ser visible a dicha hora, hecho que les permitiría determinar el rumbo. Puesto que el viaje de ida y vuelta duraría al menos dos horas y ellos deseaban disponer de mucho tiempo para explorar, tuvieron permiso paterno para pasar fuera toda la noche. Chan y Al no tuvieron problemas a este respecto, pero la madre de Larry se puso furiosa y tan sólo la intervención de su padre hizo posible su participación en el histórico vuelo a Marte.
    Pasaron el día siguiente cargando a bordo equipos y suministros, pintando el nombre La Reina de Marte en grandes letras negras sobre la proa de la nave y especulando acerca de lo que encontrarían al llegar a su destino. El equipo consistía en tres sacos de dormir y la linterna del padre de Larry. Las provisiones comprendían tres bocadillos de jamón (cortesía de la madre de Chan), tres latas de cuarto de kilo de cerdo con judías (hurtadas por Larry del armario de la cocina de su madre) y tres envases de cartón de leche con chocolate.
    Cargaron los víveres el último día.
    —Quizá deberíamos llevar algún arma —sugirió Al—. Por si las formas de vida resultan ser hostiles.
    Chan fue a su casa y cogió un hacha pequeña, Al un bate de béisbol y Larry subió a su habitación y se llevó la navaja de boy scout que había sido de su padre. Tenía cuatro hojas, una de ellas un abrelatas que iría muy bien para abrir los envases de cerdo con judías.
    Llegaron las nueve en punto. Las nueve y media. Las estrellas empezaron a mostrarse.
    —¡Ya veo Marte! —exclamó Chan—. ¡Allí!
    Anaranjado y tentador, el planeta era como un faro en el cielo nocturno.
    —Vámonos —dijo Al—. Podemos establecer el rumbo ahora.
    —Pero todavía no son las veintidós horas —objetó Larry.
    —¿Y eso qué importa?
    —Importa mucho. Se supone que las misiones espaciales han de seguir un horario estricto.
    —No cuando se dispone de un motor iónico. Si tienes un motor iónico, dices «¡Vámonos!» y te vas.
    —Vale, vale —cedió Larry—. Además, ya casi es la hora de despegue.
    Subieron a la nave, cerraron la compuerta y tomaron asiento en la oscuridad. Larry encendió la linterna, la enfocó sobre el tablero de mandos y estableció el rumbo.
    Al inició la cuenta atrás. Al llegar a cero, Larry «activó» el motor iónico.
    —¡Allá vamos! —gritó.
    Como no tenían otra cosa que hacer, se comieron los bocadillos de jamón y los acompañaron con el chocolate. En cuanto terminaron de comer, Larry apagó la linterna para economizar las pilas. Luego estuvieron sentados en silencio durante un tiempo que pareció varias horas, pero como ninguno había pensado en llevarse un reloj, las horas pudieron ser minutos. No podían saberlo. Otro detalle que habían descuidado era la instalación de una tronera. Sin embargo, había una grieta en el compartimiento, situada en el punto donde estaban soldados los dos extremos de la lámina metálica que formaba la chimenea, y finalmente Larry se levantó y atisbo a través de la estrecha abertura.
    —¿Qué ves? —preguntó Chan.
    —Estrellas —dijo Larry.
    —Caramba, ya deberíamos haber llegado —dijo Al—. Aparta, déjame mirar.
    Larry abandonó la improvisada tronera.
    —¡Hey! —gritó Al un momento después—. ¡Lo veo! ¡Justo delante!
    —De acuerdo, Al —dijo Larry—. Pondré la nave en órbita y tú me avisas cuando localices el punto de aterrizaje.
    —¡Hey! ¡Veo una canal! ¡Dos! ¡Tres!
    —Olvídate de los canales y permanece atento al lugar de aterrizaje.
    —Ya lo veo. Justo debajo de nosotros. Es una llanura grandiosa con un canal que corre en medio. ¡Hey! ¡Veo una ciudad!
    —Estamos muy altos. No puedes ver una ciudad.
    —Es igual. La veo de todas formas. Desciende, Larry. ¡Desciende!
    —Tengo que girar la nave primero, así aterrizaremos correctamente. ¡Agarraos!
    Terminada la maniobra, Larry aceleró el motor iónico para aterrizar con suavidad. Pasaron los minutos. O quizá fueron sólo segundos. De repente se produjo una ligera sacudida.
    Era imposible, pero se produjo.
    Peleándose por salir, los tres astronautas descendieron a través de la compuerta, gatearon bajo la nave y finalmente se quedaron de pie junto a ella. En su prisa, Al olvidó su bate de béisbol, Chan su hacha y Larry el cuchillo de su padre.
    Había una ciudad.
    Se alzaba en la confluencia de tres canales. El más próximo de ellos dividía en dos la gran llanura en que había aterrizado la nave. La urbe poseía dos torres tan altas como el Empire State Building. Infinidad de luces brillaban por encima de su descollante muralla y un par de amplias puertas permitían entrar y salir de ella.
    El aire era claro y frío. La visión de las estrellas, rutilantes en un firmamento totalmente negro, resultaba dolorosa. Había dos pequeñas lunas. Una por encima de sus cabezas, otra elevándose rápidamente sobre el horizonte.
    Mientras contemplaban fijamente la lejana ciudad, un ruido parecido al del trueno sonó tras de ellos. El sonido fue aumentando y separándose en una veloz sucesión de amortiguados golpes de cascos. Se giraron y avistaron una enorme bestia con las fauces abiertas abatiéndose sobre ellos. El animal iba montado por un jinete. Los tres amigos se apretujaron contra la nave. La bestia poseía ocho patas y una cola larga y plana. Pasó junto a ellos como una locomotora de carne y hueso y la tierra tembló bajo el peso de las terribles pisadas. Larry emitió un sonido entrecortado al vislumbrar el rostro del jinete.
    Era la cara de una mujer bellísima.
    ¿Había visto ella a los tres astronautas o a La Reina de Marte? Difícilmente podría no haber advertido la presencia de la nave espacial, pero el caso es que no dio señales de verla. La bestia prosiguió su marcha por la llanura, disminuyendo de tamaño con rapidez. Al llegar a la muralla de la ciudad, las puertas se abrieron lo bastante como para que la bestia y su jinete pasaran a través de ellas y luego se cerraron de nuevo.
    Al suspiró profundamente.
    —Debemos de estar soñando —dijo.
    —Soñando —repitió Chan.
    Larry no dijo nada. La mujer le había resultado exasperantemente conocida. ¿Dónde la había visto antes?
    A aquella horrible bestia de ocho patas…
    También el animal había hecho sonar un timbre en su mente.
    —Bueno —dijo Chan con cierto temblor en la voz—, ya que estamos en Marte, ¿qué vamos a hacer?
    —Vamos a explorar, claro —contestó Larry, fingiendo mucha más seguridad de la que de hecho sentía.
    —¿La… la ciudad?
    —Bueno… será mejor que olvidemos la ciudad. Echemos un vistazo a ese canal.
    —¡Os reto! —gritó Al. Empezó a correr.
    Su primera zancada le dejó a medio camino de la orilla más cercana. Cayó suavemente sobre su espalda, rebotó y quedó de pie.
    —¡Hey, es muy divertido!
    Larry y Chan le siguieron a un paso más prudente, dando pequeños saltos y tratando de caer de pie, cosa que lograron algunas veces, pero no siempre. Cuando llegaron a la orilla, Al ya estaba allí observando el agua. El líquido era tan diáfano que los guijarros del fondo del canal parecían estrellas. La orilla opuesta se hallaba quizá a más de medio kilómetro, bordeada a intervalos por edificios de aspecto curioso, de cuyas ventanas brotaba una luz amarilla.
    El margen del canal donde se encontraban los astronautas estaba repleto de piedras planas. Empezaron a lanzar algunas al agua para ver quién de los tres llegaba más lejos. Ganó Al. Arrojó una piedra con tanta fuerza que los rebotes la hicieron llegar casi a la otra orilla.
    —¡Algo se acerca! —murmuró Chan.
    Larry escuchó entonces el sonido: el turn-turn-turn de cascos pesados. El ruido venía de la ciudad.
    Al principio no pudo ver nada. Luego tres figuras aparecieron bajo la luz de las lunas y las estrellas. Las figuras de tres bestias gigantescas montadas por otros tantos jinetes.
    Los tres astronautas se quedaron paralizados.
    Hubo otros sonidos. Un estruendo que parecía provocado por armas de fuego. Un crujido como de arneses de cuero.
    Los monstruos eran iguales que el anterior que había pasado atronadoramente a su lado. El hecho de que estas bestias caminaran en lugar de correr no disminuía en absoluto su aspecto formidable.
    Poco a poco, conforme la distancia iba reduciéndose, los tres jinetes fueron haciéndose cada vez más nítidos. El de la izquierda era un hombre blanco, apuesto, de cabellos oscuros y edad indeterminada, que vestía atavíos de cuero, o así lo parecía, y llevaba una larga espada colgada al cinto. El jinete del medio era la mujer bellísima con la que los astronautas se habían topado poco después de su llegada. Tal vez la montura sobre la que cabalgaba ahora era la misma, pero no había forma alguna de asegurarlo. Su pelo negro estaba recogido en una malla dorada. Petos, también dorados, incrustados de joyas, cubrían sus senos, y una falda formada por innumerables tiras doradas ocultaba y revelaba alternativamente sus piernas. El tono oscuro de su piel indicaba que estaba muy curtida por el sol o que poseía un color rojizo natural.
    El jinete de la derecha, probablemente un varón de su especie, se destacaba mucho sobre los otros dos e iba armado con un largo rifle de tres metros y una espada. Sus vestiduras eran similares a las del hombre blanco, apuesto y de cabellos oscuros, pero allí concluía toda similitud. Mostraba unos colmillos blancos y relucientes y sus ojos estaban situados a ambos lados de su cabeza. Unas orejas en forma de antena se elevaban justo por encima de aquéllos y, en el centro exacto de su rostro, dos hendiduras verticales sustituían la nariz. Su tamaño y rasgos habrían sido ya suficientes para desmoralizar a los tres astronautas, pero aún había más: en lugar de un par de brazos, tenía dos, y la deficiente iluminación de las lunas y las estrellas dejaba entrever que su piel era verde.
    Rocas. Se mirara donde se mirara, rocas.
    Marte había llegado a ser asociado con rocas. Las relativamente pequeñas fotografiadas por las sondas Viking I y II y las dos enormes que poblaban el cielo, denominadas lunas.
    Larry, en la tenue luz solar y bajo un firmamento extraordinariamente brillante, se preguntó cuál sería la opinión de Hardesty, el astronauta que permanecía en el módulo de aterrizaje y que enfocaba sobre él la cámara de televisión (el sistema montado en el módulo no había pasado la serie final de pruebas hechas al equipo). ¿Acaso Hardesty estaría tan desilusionado como él respecto al lugar de aterrizaje?
    La elección del lugar por parte de la NASA se había basado en motivos altruistas, pero había constituido una injusticia para el planeta. El Marte del Mariner 9, tal como lo habían denominado, mostraba una notable diferencia con el Marte romántico postulado por los astrónomos de finales del siglo XIX y principios del XX, aunque resultaba fascinante por derecho propio. Al este de donde se hallaba Larry, muy por debajo del horizonte, Hecates Tholus, Albor Tholus y Elysium Mons se cernían sobre la extensa curvatura en la capa exterior marciana denominada Elysium. En el hemisferio opuesto, al sur del ecuador, se extendía el imponente conjunto de cañones conocido por Valles Marineris. Al noroeste de dicho conjunto se hallaban la inmensa cresta Tharsis y los volcanes extintos Arsia Mons, Pavonis Mons y Ascraeus Mons, gigantes por derecho propio. Más hacia el norte y al oeste, el más imponente de todos ellos, Olympus Mons, se elevaba casi veinticinco kilómetros en el cielo marciano.
    Pero la NASA había dado su aprobación a la región Isidis. Podía considerarse un lugar vulgar, pero ofrecía un mínimo de riesgo y un máximo de seguridad. La NASA había decidido, nada menos que con año y medio de antelación, que si el hombre iba a caminar sobre Marte debía hacerlo, por primera vez, precisamente en este lugar.
    Tan sólo Owens, el tercer astronauta que orbitaba el planeta a bordo del módulo de mando, veía Marte tal como debía verse. Era el único que podía observar, alternativamente, las dos «caras», la joven y la vieja. En cierto sentido, Larry le envidiaba.
    CONTROL MISIÓN: ¿Todo va bien, comandante Reed?
    LARRY: Todo va bien. Lo único que hago es orientarme.
    CONTROL MISIÓN: Usted es la nueva estrella de la televisión, Larry. La estrella más brillante de toda la historia. Todo el mundo está contemplándole.
    Su esposa. Su madre y su padre. Su hija de doce años y su hijo de diez.
    Todo el mundo.
    Trató de percibir las múltiples miradas, pero no pudo. No sentía nada en absoluto. Era el mejor momento de su vida, pero no sentía nada.
    Fatiga, ésa era la razón. No una fatiga física, por más que la experimentara, sino una fatiga emocional. El inevitable resultado de pasar mes tras mes en un ambiente restringido, en la inevitable compañía de otros dos seres humanos y luchando por no volverse loco.
    Si se había detenido en plena caminata por Marte no había sido únicamente para orientarse, sino también para recapacitar sobre el vuelo de La Reina de Marte, para sacar algún sentido del Marte en que, al parecer, habían aterrizado él, Chan y Al. Empezó a alejarse del módulo de aterrizaje. La cámara le había estado enfocando desde el mismo momento en que ayudara a Hardesty a colocar la bandera metálica. El punto de aterrizaje se hallaba ligeramente al norte de la depresión de Isidis. Durante los minutos finales del descenso, Larry había tenido que gobernar manualmente la nave para posarla en una zona relativamente despejada. El artefacto descansaba ahora sobre sus largos y estilizados soportes, en un contraste grotesco con sus alrededores. Las rocas y piedras arrojadas hacía eones en el instante de la creación del inmenso cráter estaban diseminadas en todas direcciones: al sur, hacia el borde erosionado por el viento, al este, hacia tierras bajas caracterizadas por sus mesetas, al oeste, hacia llanuras repletas de cráteres, y al norte, cubriendo una extensión que parecía interminable.
    Larry se encaminaba hacia el norte de un modo lento y cauteloso. Estando en Marte pesaba menos de cuarenta kilos, pero el terreno únicamente era apropiado para dar enormes zancadas.
    Recordó irónicamente la enorme /zancada de Al. Recordó de nuevo los canales, la ciudad y la llanura. ¿Todo había sido un simple sueño?, se preguntó. Y si había sido así, ¿lo había soñado él solo? ¿Acaso Al y Chan habían tenido la misma experiencia? No se había atrevido a comentarlo con ellos después del «viaje», por temor a que se burlaran de él. Y quizá a sus dos amigos les había asaltado el mismo temor.
    Habían transcurrido muchos años desde entonces, pero seguía sin saber la respuesta a sus preguntas.
    Los tres jinetes detuvieron sus monstruosas monturas a pocos metros de la orilla del canal, frente a los tres perplejos astronautas.
    Larry empezó a comprender por fin por qué aquellos personajes le resultaban conocidos. Los había visto antes.
    En libros.
    Igual que Al y Chan, aunque quizá ellos no se acordaban.
    Pero conocer la identidad de los jinetes no servía de nada. Encontrarse con ellos en la ficción era una cosa, verlos en realidad… era muy distinto. Larry sintió el mismo terror que Al y Chan cuando el jinete de la derecha cogió con sus dos manos superiores el rifle que hasta entonces había sostenido con el par de manos inferiores. Cuando los tres astronautas dieron la vuelta y huyeron, el jinete hizo idénticos movimientos.
    Con dos pasos gigantescos llegaron hasta La Reina de Marte. Se metieron en la nave, cerraron la compuerta y se apretujaron en la oscuridad. Ninguno de ellos pensó en «activar» el motor iónico, pero el mecanismo, al parecer, se «activó» por sí mismo. En cualquier caso, al amanecer se hallaban sanos y salvos en la Tierra.
    La endeble luz solar confería un tono rojizo a las rocas. Larry estaba a punto de rodear una que era mucho más grande que el resto, cuando un tenue fulgor en el suelo atrajo su atención. Se inclinó y vio un objeto pequeño y oblongo. Lo cogió.
    Se enderezó, sosteniendo el objeto en su mano enguantada y contemplándolo con incredulidad a través del oscuro visor de su casco. En aquel momento supo que las cosas jamás volverían a ser iguales para él. Nunca.
    Chan y Al fueron a sus respectivas casas, llevándose sus sacos de dormir y prometiendo volver la mañana siguiente para desmantelar la nave espacial (se había acordado tácitamente que no efectuarían más vuelos a Marte). Larry volvió a poner la linterna en el compartimiento de los guantes del coche de su padre y después puso en el armario de la cocina las tres latas sin abrir de cerdo con judías. Antes de subir a su habitación para acostarse, se tomó un tazón de leche con cereales.
    No echó de menos su navaja de boy scout hasta bien avanzada la tarde. Lo buscó en la nave espacial y escudriñó el patio interior de su casa durante horas y horas. Pero nunca la encontró.
    CONTROL MISIÓN: Comandante Reed, hace un momento se ha agachado y parece que ha cogido algo. ¿Ha descubierto algo de interés científico, quizá?
    Larry vaciló. ¿Iba a creerle alguien si decía la verdad?
    Tal vez la NASA. Estaban más o menos obligados a hacerlo. Antes de que les dieran el visto bueno para entrar en el módulo de mando, él, Hardesty y Owens habían sufrido un registro exhaustivo, tan exhaustivo que nisiquiera habrían podido subir a bordo escondiendo un alfiler.
    La NASA podría creerle o no, pero otras personas lo harían.
    Aunque no muchas, ésa era la verdad.
    Quizá su madre y su padre. Tal vez su esposa.
    Su hija de doce años y su hijo de diez.
    Ellos le creerían, tácitamente.
    ¿Era eso lo que él quería?
    ¿Deseaba que sus hijos, que, como sus semejantes, habían sido amamantados con tecnología, creyeran que tres niños habían viajado a Marte usando una chimenea de hojalata y empleando un tiempo seis mil veces menor que el precisado por tres astronautas adultos para realizar el mismo trayecto con el vehículo espacial más sofisticado diseñado en toda la historia de la técnica?
    ¿Deseaba que creyeran que, a escala cósmica, el Marte del Mariner 9 era inferior al Marte postulado por Percival Lowell y poblado por Edgar Rice Burroughs?
    ¿Deseaba que supieran que la realidad era una burla impresionante, y que la burla afectaba a la raza humana?
    ¿Deseaba que dudaran, tal como él estaba condenado a dudar, de la existencia objetiva de todo lo que había bajo el sol e, incluso, de la misma existencia objetiva del sol?
    CONTROL MISIÓN: Comandante Reed, ¿ha encontrado algo de interés científico? Adelante, Reed.
    Valles Marineris valía por un millar de absurdos canales. Olympus Mons empequeñecía la fábula más inspirada que los románticos hubieran imaginado.
    ¿Tenía alguna importancia que Valles Marineris y Olympus Mons pudieran ser simples apariencias?
    LARRY: Hasta ahora, sólo he encontrado rocas.
    CONTROL MISIÓN: Dentro de pocos minutos usted y el comandante Hardesty volverán al módulo para descansar. Pero antes… Larry, ¿le importaría decir unas palabras para conmemorar este momento histórico?
    LARRY: Lo intentaré. Hoy, el comandante Hardesty, el capitán Owens y yo hemos superado un obstáculo en el largo y arriesgado trayecto de la humanidad hacia las estrellas. Que hayamos sido capaces de hacer tal cosa se debe menos a nuestra habilidad que a las instalaciones básicas que la tecnología asentó a lo largo del camino.
    CONTROL MISIÓN: Muy bien dicho, Larry. Nadie podría mejorar sus palabras. Comandante Hardesty, antes de que usted y el comandante Reed vuelvan al módulo, ¿podría ofrecer al mundo una última toma de la bandera?
    Larry esperó a estar fuera del encuadre de la cámara y luego dejó que la navaja cayera al suelo, asegurándose de que el polvo la cubriera. Al dar la vuelta para regresar al módulo, una lejana ciudad con dos elevadas torres fluctuó tentadoramente en el límite de su visión. Se desvaneció con gran rapidez.

  • Crow

    UN MAGO MODERNO
    Olaf Stapledon

    Estaban sentados a una mesa de té, uno frente al otro, en el jardín de una casa de campo. Helen, recostada, estudió fríamente el rostro de Jim. Era una cara extraordinariamente infantil, casi fetal, con su amplia frente, nariz chata y labios fruncidos como en un puchero. Infantil, sí. Pero en los ojos, oscuros y redondeados, había un brillo de maldad. Helen tuvo que admitir que ella, en cierta forma, se sentía atraída hacia aquel hombre jovencísimo, en parte, quizá, por su misma puerilidad y sus torpes e inocentes intentos de hacer el amor. Pero también, en parte, por aquel fulgor siniestro.
    Jim estaba inclinado hacia adelante y hablaba sin cesar. Hacía mucho rato que hablaba, pero Helen ya no le escuchaba. Había llegado a la conclusión de que, pese a sentirse atraída hacia él, también le disgustaba. ¿Por qué había vuelto a salir con él? Era un hombre flacucho y egocéntrico. Pero le había aceptado.
    Algo que decía Jim captó de nuevo su atención. El parecía estar molesto porque Helen no hubiera estado escuchándole. Se encontraba muy excitado por algo.
    —Sé que me desprecias —le oyó decir—, pero estás cometiendo un gran error. Te aseguro que poseo poderes. No pretendo que conozcas mi secreto todavía. Pero… ¡maldita sea, lo sabrás! Estoy averiguando infinidad de cosas acerca del poder de la mente sobre la materia. Puedo controlar la materia a cierta distancia, sólo deseándolo. Voy a ser una especie de mago moderno. Hasta he matado animales con un simple deseo.
    Helen, estudiante de medicina, se enorgullecía de su perspicaz materialismo. Se rió desdeñosamente. El rostro de Jim enrojeció de cólera.
    —Oh, perfecto —dijo—. Tendré que demostrártelo.
    Un petirrojo estaba cantando en un matorral. La mirada del joven se apartó de la cara de la muchacha y se posó resueltamente en el pájaro.
    —Fíjate en ese pájaro —dijo casi en un susurro.
    El petirrojo enmudeció. Durante unos momentos estuvo con la cabeza doblada sobre el cuerpo. Luego cayó al suelo sin abrir las alas y quedó patas arriba en la hierba, muerto.
    Jim soltó un gruñido de triunfo mientras miraba a su víctima. Luego volvió sus ojos hacia Helen y enjugó su pálido rostro con un pañuelo.
    —Una buena actuación —dijo—. Jamás lo había intentado con un pájaro hasta ahora, sólo con moscas y cucarachas.
    La muchacha le miró en silencio, deseosa de no mostrarse sorprendida. Jim empezó a explicar su secreto y Helen dejó de sentirse aburrida.
    Jim relató que hacía un par de años había comenzado a interesarse por «todo este asunto de lo paranormal». Había asistido a sesiones de espiritismo y leído acerca de investigaciones psíquicas. No se habría preocupado por tales cosas de no haber sospechado que él mismo poseía extraños poderes. Nunca le interesaron realmente las apariciones, transmisión de pensamiento y cosas similares. No, lo que le fascinaba era la posibilidad de que una mente fuera capaz de afectar la materia de modo directo. «Psicoquinesia», dijo refiriéndose a este poder. Y era muy poco conocido. Pero a él le importaban un comino los rompecabezas teóricos. Todo lo que deseaba era el poder. Explicó a Helen los singulares experimentos con dados efectuados en América. Se lanzaban los dados una vez tras otra y el experimentador deseaba que salieran dos seises. En general no sucedía eso, pero cuando se totalizaban los resultados, después de un gran número de pruebas, se descubría que el seis había salido muchas más veces que las que le correspondían por el mero cálculo de probabilidades. Al parecer, el cerebro ejercía realmente una ligera influencia. Y esto abría paso a enormes posibilidades.
    Jim empezó a realizar pequeños experimentos por su cuenta, guiado por los descubrimientos de los investigadores y, también, por algunas de sus propias ideas. El poder era fantásticamente sutil, de tal manera que debía comprobarse en situaciones donde la más mínima influencia ejerciera resultados detectables, aunque sólo fuera una ligera variación de las escalas.
    No tuvo mucho éxito con los dados porque, tal como explicó, nunca sabía exactamente qué debía hacer. Los dados rodaban con demasiada rapidez para él. Y por ello, sólo obtuvo el ligero efecto que los americanos habían informado. Así pues, tuvo que pensar en nuevos trucos que le ofrecieran mejores oportunidades. Había recibido una educación científica, por lo que se decidió a influir en reacciones químicas y sencillos procesos físicos. Efectuó numerosos experimentos y aprendió mucho. Evitó que una minúscula gota de agua oxidara un cuchillo. Impidió que un cristal de sal se disolviera en agua. Formó un diminuto cristal de hielo en una gota de agua y finalmente congeló la gota entera «deseando que el calor se fuera». (En realidad, deteniendo el movimiento molecular.)
    Contó a Helen su primer éxito matando, un éxito literalmente microscópico. Jim preparó un tipo de agua muy inactiva y puso una gota de ella en una platina. Luego observó a través del microscopio la nube de microorganismos que se arremolinaban. En su mayor parte parecían salchichas pequeñas y gordas que flotaban y se ondulaban. Había de muchos tamaños. Los consideró elefantes, vacas, ovejas y conejos. Su idea consistía en detener la acción química en una de estas pequeñas criaturas, es decir, matarla. Había leído mucho sobre su funcionamiento interno y sabía cuál era el proceso clave que mejor podía atajar. Pero aquellos condenados organismos se desplazaban con tanta rapidez que le resultó imposible concentrarse en uno de ellos durante mucho tiempo. No obstante, por fin uno de los «conejos» se deslizó hasta una parte de la platina menos poblada y Jim fijó su atención en él durante el tiempo suficiente para efectuar él experimento. Deseó que el proceso químico crucial se detuviera y así fue. La criatura dejó de moverse y permaneció inmóvil indefinidamente. Estaba muerta con toda probabilidad. Su éxito, dijo Jim, le hizo sentirse «como Dios».
    Posteriormente aprendió a matar moscas y cucarachas helando el cerebro de los insectos. Luego probó con una rana, pero fracasó. Sus conocimientos fisiológicos eran escasos, no podía encontrar un proceso clave en que concentrarse. Empero, estudió a fondo el tema y acabó por triunfar. Simplemente, interrumpió la corriente nerviosa en determinadas fibras de la médula espinal que controlaban los latidos del corazón. Aquel mismo método era el que había empleado con el petirrojo.
    —Esto es sólo el principio —dijo Jim—. Pronto tendré el mundo a mis pies. Y si te unes a mí, también lo tendrás a tus pies.
    La muchacha había escuchado atentamente todo el monólogo, sintiendo tanta repulsión como fascinación. En todo aquel asunto había algo que apestaba, pero en esta época no se podía ser demasiado escrupuloso. Además, probablemente no había nada de inmoral en ello. Jim, en cualquier caso, estaba jugando con fuego. Pero resultaba extraña la madurez que Jim parecía haber desarrollado mientras hablaba. De algún modo había dejado de parecer torpe y aniñado. Su excitación, y el conocimiento por parte de Helen de que su poder era real, le habían dado un aspecto estremecedoramente siniestro. Pero Helen decidió mostrarse precavida y reservada. Cuando Jim quedó finalmente en silencio, la muchacha fingió ocultar un bostezo.
    —¡Vaya, qué inteligente eres! —dijo—. Un buen truco, ese que has hecho, aunque desagradable. Si continúas progresando, acabarás en la horca.
    —No es lo mismo que ser cobarde —replicó. Soltó una risotada.
    La provocación hirió a Helen.
    —¡No seas ridículo! —chilló indignada—. ¿Por qué voy a «unirme a ti», como tú dices? ¿Sólo porque puedes matar un pájaro usando un asqueroso truco o algo por el estilo?
    En la vida de Jim habían existido ciertos hechos que él no había mencionado. Le parecieron irrelevantes para el asunto que se traía entre manos, pero en realidad no lo eran. Siempre había sido un enclenque. Su padre, futbolista profesional, le despreciaba y culpaba de ello a su frágil madre. El matrimonio había vivido como perro y gato casi desde su luna de miel. Jim se había sentido totalmente intimidado en la escuela y, en consecuencia, había concebido un odio profundo hacia el fuerte y, al mismo tiempo, un deseo obsesivo de llegar a serlo. Fue un joven brillante y logró una beca en una universidad provincial. Mientras estuvo en ella sólo se preocupó de sí mismo, estudiando duramente para obtener un título científico y pretendiendo seguir una carrera de investigador en física atómica. Ya por entonces, su pasión dominante era la energía física, y por ello eligió el campo más espectacular. Pero de alguna forma sus planes se torcieron. Pese a sus calificaciones académicas, razonablemente buenas, se encontró ocupando un empleo de baja categoría en un laboratorio industrial, un trabajo que aceptó como recurso momentáneo hasta que lograra un puesto en alguna de las grandes instituciones dedicadas a la física atómica. Su carácter, normalmente agrio, se amargó aún más en este estancamiento. Creyó que le subestimaban. Hombres inferiores estaban arrebatándole sus posibilidades. La suerte estaba en su contra. De hecho, fue gestándose en él una especie de manía persecutoria. Pero Jim era un mal colaborador, ésa era la verdad. Nunca había tenido espíritu de equipo, tan necesario en el trabajo inmensamente complejo de la investigación física básica. Además, carecía de un interés genuino por la teoría física y se impacientaba ante la necesidad de estudios teóricos avanzados. El deseaba poder, poder para él mismo, como individuo. Reconocía que la investigación moderna era un trabajo de equipo y que en ella, aunque se podía lograr un sorprendente prestigio, no se podía obtener poder físico como individuó. La psicoquinesia, por otro lado, quizá satisficiera el deseo de su corazón. Su interés mudó con rapidez hacia ese campo más prometedor. A partir de entonces, su trabajo en el laboratorio fue un simple medio de ganarse la vida.
    Tras la conversación en el jardín de la casa de campo, Jim se concentró con más ansiedad que nunca en su aventura. Debía obtener poderes más espectaculares para impresionar a Helen. Tomó la decisión de que la línea más prometedora para él era, sin lugar a dudas, desarrollar su pericia para interferir y detener pequeños procesos físicos y químicos en la materia inerte y los seres vivos. Aprendió a evitar que una cerilla ardiera después de apretarla contra el rascador. Trató de encontrar una alternativa al conjunto de la investigación atómica aplicando su poder psicoquinésico a la liberación de la energía confinada en el átomo. Pero no alcanzó éxito alguno en esta excitante aventura, quizá porque, pese a sus estudios, carecía del suficiente conocimiento teórico de la física y no tenía acceso al tipo adecuado de aparatos para desarrollar el experimento. En el aspecto biológico, logró matar a un perrillo usando el mismo método que en el caso del petirrojo. Jim confiaba en que a base de práctica pronto podría matar a un hombre.
    Vivió una experiencia alarmante. Decidió tratar de frenar el encendido del motor de su motocicleta. Puso en marcha la moto, sin que la rueda motriz tocara el suelo, y «deseó» el fallo de la chispa de descarga. Fijó su atención en la bujía de encendido y en la chispa que saltaba y «deseó» que el espacio entre ambas se hiciera impenetrable, aislante. Naturalmente, este experimento implicaba una interferencia mucho mayor con procesos físicos que la congelación de una fibra nerviosa o, incluso, evitar que una cerilla se encendiera. Jim empezó a sudar mientras pugnaba por cumplir su tarea. Por fin, el motor empezó a perder potencia. Pero algo extraño le sucedió al mismo Jim. Sufrió un terrible instante de vértigo y náuseas y luego perdió el conocimiento. Cuando se recobró, el motor volvía a funcionar con normalidad.
    Este percance fue un reto. Jamás se había interesado en serio por el aspecto meramente teórico de sus experimentos, pero en aquel momentó tuvo que preguntarse, a la fuerza, qué sucedía exactamente cuando mediante un «acto volitivo» interfería en un proceso físico. La explicación obvia era que, en cierta forma, la energía física que debía haber cruzado la separación entre las conexiones había sido encauzada hacia su propio cuerpo. Dicho de otra forma, Jim había sufrido el mismo shock eléctrico que si hubiera tocado las conexiones. Podía dudarse de que la verdadera explicación fuera tan sencilla como ésta, dado que los síntomas de Jim no fueron los de un shock eléctrico. Estaría más cerca de la verdad decir que la inhibición de tanta energía causó una especie de profundo malestar físico en él. O bien, para decirlo con más crudeza, que la energía física fue convertida, en cierto sentido, en energía física dentro de Jim. Esta teoría se confirma por el hecho de que, al recuperar la conciencia, Jim se encontró en un estado de gran excitación y vigor mental, como si hubiera ingerido una droga estimulante del tipo de la bencedrina.
    Fuera cual fuese la verdad, Jim adoptó la teoría más simple y, a modo de protección, decidió desviar la energía interferida. Tras mucha ansiedad y experimentación, descubrió que podía lograr su objetivo concentrándose al mismo tiempo en la bujía de encendido y en algún otro organismo viviente, que de esta forma «absorbía la electricidad» y sufría las consecuencias. Bastó un gorrión. El shock mató al pájaro, en tanto que Jim se mantuvo consciente lo bastante como para detener el motor. En otra ocasión usó el perro de su vecino como «conductor de encendido». El animal se derrumbó, pero pronto recuperó la conciencia y corrió alocadamente por el jardín, ladrando de una manera muy graciosa.
    Su siguiente experimento fue más excitante y mucho más censurable. Fue al campo y se apostó en una loma desde la que podía ver un largo tramo de carretera. Apareció un automóvil. Jim concentró su atención en las bujías de encendido y «deseó» que la energía eléctrica fluyera hacia el conductor. El coche redujo su velocidad, osciló entre ambos lados de la carretera y se detuvo de través. Jim vio al conductor tendido sobre el volante. No había nadie más en el coche. Muy excitado, aguardó nuevos acontecimientos. Poco después llegó otro vehículo en dirección contraria, tocó furiosamente la bocina y frenó con un largo chirrido. El conductor salió del coche, fue hasta el vehículo negligente, abrió una puerta y encontró inconsciente al ocupante. Mientras el recién llegado se preguntaba qué hacer, el primero recuperó el conocimiento. Hubo una agitada conversación y por fin los dos automóviles siguieron su camino.
    Jim creyó estar listo para impresionar a su amiga. Desde la muerte del petirrojo se habían encontrado muy poco, y Jim había intentado hacer el amor con ella, empleando sus típicos medios torpes y juveniles. Helen siempre le había hecho desistir, pero era evidente que se interesaba más por él desde el día del petirrojo. Aunque a veces ella fingía despreciarle, Jim pensaba que Helen se sentía atraída en secreto hacia él.
    Pero un día tuvo una sorpresa desagradable. Acababa de salir del trabajo y abordó un autobús para volver a casa. Subió las escaleras y se sentó. De repente, vio a Helen sentada unos asientos por delante de él y acompañada por un joven de cabello rizado que vestía una chaqueta deportiva. La pareja hablaba con gran animación, recostados el uno en el otro. El pelo de la muchacha rozaba la mejilla del joven. En aquel instante, Helen se rió, con un efluvio de felicidad desconocido hasta entonces para Jim. Helen volvió el rostro hacia su acompañante, un rostro henchido de vitalidad y amor. O así le pareció al celoso enamorado que estaba tres asientos detrás.
    Una furia irracional se apoderó de él. Desconocía tanto las costumbres de las chicas y estaba tan indignado de que «su chica» (porque así la consideraba) se fijara en otro hombre, que los celos se adueñaron de él, excluyendo cualquier otra consideración. No pudo pensar en otra cosa que no fuera acabar con su rival. Miró fijamente la nuca del aborrecible cuello que tenía delante. Evocó con frenesí imágenes de las vértebras y el haz de fibras nerviosas contenido en ellas. La corriente nerviosa debe cesar. Debe cesar. Debe cesar. Inmediatamente, la cabeza del joven cayó sobre el hombro de Helen y luego todo su cuerpo se vino abajo.
    El asesino se apresuró a levantarse de su asiento, alejándose de la conmoción inicial. Bajó del autobús aparentando ignorar el desastre.
    Muy excitado, completó el trayecto a pie, sin sentir otra cosa que no fuera júbilo por su gran triunfo. Pero poco a poco disminuyó su frenesí y se enfrentó al hecho de que era un asesino. Se apresuró a recordarse que, al fin y al cabo, era absurdo sentirse culpable, dado que la moralidad era una simple superstición. Para su desgracia, se sintió culpable, horriblemente culpable, y tanto más cuanto que no temía ser detenido.
    Conforme fueron transcurriendo los días, Jim experimentó una sensación que variaba entre lo que él consideraba culpabilidad «irracional» y un triunfo embriagador. El mundo estaba realmente a sus pies. Pero debía jugar sus cartas con todo cuidado. Su culpabilidad, desgraciadamente, no le dejó vivir en paz. No podía dormir bien y, cuando dormía, sufría terribles pesadillas. Durante el día sus experimentos se veían entorpecidos por la fantasía de que había vendido su alma al diablo. La misma simpleza de esta noción le ponía furioso. Empezó a beber con cierto exceso. Pero pronto descubrió que el alcohol reducía su poder psicoquinésico, por lo que se apartó firmemente del vicio.
    El sexo era otra posibilidad para aliviar su culpabilidad obsesiva, pero algo le impedía enfrentarse con Helen cara a cara. Jim temía de un modo irracional a la muchacha pese a que sin duda ella ignoraba por completo que él había asesinado a su enamorado.
    Finalmente la encontró por casualidad en la calle. No tuvo posibilidad alguna de evitarla. Helen estaba un poco pálida, pensó él, pero le sonrió y sugirió hablar mientras tomaban una taza de café. Jim sintió miedo y deseo a la vez, pero cuando se dio cuenta ya estaban sentados en una cafetería, haciendo comentarios triviales.
    —¡Por favor, ayúdame! —dijo Helen al cabo de un rato—. He pasado por una experiencia terrible hace muy poco tiempo. Estaba en el piso de arriba de un autobús con mi hermano, que llevaba tres años en África. Mientras estábamos hablando, tuvo un colapso y murió casi al instante. Parecía estar perfectamente. Dijeron que falleció a causa de un virus en la médula espinal. —Helen advirtió que el rostro de Jim se había puesto muy pálido—. ¿Qué te ocurre? ¿Es que también tú vas a morirte a mi lado?
    Jim se acercó más a la muchacha y aseguró que se había sentido mal por simple simpatía hacia ella. La amaba tanto… ¿Cómo iba a consolarla, estando tan trastornado por su desgracia? Para su alivio, Helen aceptó de corazón sus explicaciones. Y por primera vez le obsequió con la misma sonrisa fulgurante que había dedicado a su hermano ante los ojos de Jim.
    Animado, aprovechó su ventaja. Afirmó que estaba ansioso por consolarla, que debían volverse a ver en seguida y que, si ella estaba interesada, aunque sólo fuera un poco, en sus experimentos, le enseñaría algo realmente excitante en cuanto tuviera oportunidad de hacerlo. Acordaron hacer una salida al campo el siguiente domingo. Jim decidió para sus adentros repetir ante Helen su ardid con un coche que pasara.
    Aquel domingo fue un esplendoroso día de verano. Sentados juntos en un vagón del tren que iba vacío, hablaron mucho del hermano de Helen. Jim estaba más bien aburrido, pero expresó una ardiente simpatía. Helen confesó que no había imaginado jamás que él poseyera un carácter tan afectuoso. Jim la cogió del brazo. Sus caras se aproximaron y ambos se miraron a los ojos. Helen sintió una ternura abrumadora hacia aquel rostro extraño, grotesco e infantil, y pensó que la inocencia de la niñez estaba sobrepuesta a una conciencia de poder adulta. También advirtió el aspecto siniestro subyacente y lo aceptó de buen grado. Por su parte, Jim estaba pensando que aquella mujer era muy deseable. El cálido brillo del bienestar había vuelto a su cara. (¿O se trataba del brillo del amor?) Los labios, carnosos y dulces, y los ojos, grises y siempre observándole amablemente, le llenaron no sólo de deseo físico, sino también de una desfalleciente dulzura que le era desconocida. El recuerdo de su culpabilidad, unido a su actual decepción, le atormentaba, y en su rostro apareció una expresión de infelicidad. Soltó el brazo de Helen, se inclinó hacia adelante y hundió la cabeza en sus manos. La muchacha, perpleja y compasiva, le pasó un brazo por la espalda y le besó en el pelo. Jim empezó a llorar de repente y ocultó la cara en el pecho de su amiga, que le abrazó y habló con voz melosa como si se tratara de su hijo. Helen le rogó que explicara cuál era su problema.
    —¡Oh, soy horrible! —dijo Jim sin cesar de llorar—. No soy lo bastante bueno para ti.
    Algo más tarde, Jim recuperó el ánimo y ambos pasearon por el bosque cogidos del brazo. El explicó sus recientes éxitos, que habían culminado con el accidente del automóvil. Helen sintió admiración y diversión, aunque también una conmoción moral al pensar en la irresponsabilidad de Jim al arriesgarse a provocar un accidente fatal, simplemente para comprobar sus poderes. Al mismo tiempo estaba claramente fascinada por el fanatismo que conducía a Jim a tales extremos. Por su parte, Jim estaba halagado por el interés de la muchacha y embriagado por su ternura y proximidad física. Se detuvieron a reposar en la pequeña loma donde él pretendía hacer su truco con el coche. Jim se tendió apoyando la cabeza en el regazo de Helen y mirando su rostro en el que parecía reunirse todo el amor que había echado de menos a lo largo de su vida. Comprendió que estaba representando el papel de un niño en lugar del de amante. Pero Helen parecía necesitar que él se comportara así y Jim era feliz complaciéndola. Mas el deseo sexual no tardó en reafirmarse, y con él su dignidad masculina. Jim concibió un ansia incontrolable por demostrar su naturaleza divina a través de alguna portentosa exhibición de sus poderes. Se convirtió en el salvaje primitivo que debe matar a un enemigo en presencia de su amada.
    Mirando por encima del cabello ondeante de Helen vio un pequeño objeto que se movía. Por un momento lo tomó por un mosquito, pero luego comprendió que era un avión distante que se aproximaba.
    —Observa ese avión —dijo.
    Helen se sorprendió ante la rudeza de la voz de Jim. Alzó la vista y volvió a mirar al hombre, cuyo rostro estaba contraído a causa del esfuerzo. Los ojos de Jim brillaron y las ventanas de su nariz se dilataron. Helen tuvo un impulso de apartarse de Jim al contemplar su brutal aspecto, pero la fascinación triunfó.
    —Manten los ojos en el avión —ordenó Jim.
    Helen miró al cielo, luego a Jim y finalmente alzó la mirada de nuevo. Sabía que debía romper aquel hechizo diabólico. (Existía algo llamado moralidad, pero probablemente se trataba de un concepto falso.) La fascinación había vencido.
    Los cuatro motores del avión que se acercaba cesaron de funcionar uno por uno. El aparato planeó durante unos segundos, pero pronto dio muestras de haber perdido el control. Fluctuó, describió eses en el cielo y entró en barrena dando vueltas. Helen chilló, aunque sin hacer nada. El avión desapareció tras un bosque distante y al cabo de pocos instantes empezó a brotar del lugar un penacho de humo negro.
    Jim se apartó del regazo de Helen y, tras volverse, apretó a la muchacha contra el suelo.
    —Así es cómo te amo —musitó ferozmente.
    La besó en labios y cuello de un modo ardoroso. Helen hizo un violento esfuerzo para separarse y resistir los impulsos inmoderados de aquel lunático. Trató de soltarse de sus brazos. Los dos se levantaron y se miraron cara a cara, ambos jadeando.
    —Estás loco —dijo ella llorando—. ¡Mira lo que has hecho! Has matado a gente sólo para demostrar lo listo que eres. Y luego me haces el amor.
    Helen se cubrió el rostro con las manos y sollozó. Jim seguía estando aún en un estado de loca exaltación; soltó una carcajada y luego se burló de la muchacha.
    —¡Y dices que eres realista! —dijo—. Una remilgada, eso es lo que eres. Bien, ahora ya sabes cómo soy realmente y qué puedo hacer. ¡Y escúchame! Tú eres mía. Puedo matarte en cualquier momento, en cualquier parte que estés. Haré contigo todo lo que me apetezca. Y si tratas de detenerme, seguirás el mismo camino del petirrojo y… del hombre del autobús.
    Las manos de Helen cayeron de su rostro, cubierto de lágrimas. La muchacha contempló a Jim con una mezcla de horror y… ternura.
    —Pobre muchacho —dijo suavemente—, estás realmente enfermo. Y parecías tan amable… ¡Oh, querido! ¿Qué voy a hacer contigo?
    Hubo un largo silencio. Luego, Jim cayó al suelo de repente, llorando como un niño. Helen permaneció perpleja a su lado.
    Mientras ella pensaba qué hacer y se maldecía por no haber roto el hechizo antes de que hubiera sido demasiado tarde, Jim sufría una agonía de autocarga. Después empezó a usar sus técnicas en su propio cuerpo para evitar causar más daño. Le resultó más difícil de lo que suponía, ya que en cuanto comenzó a perder el conocimiento, perdió también el control de la operación. Pero hizo un desesperado esfuerzo de voluntad. Cuando Helen, advirtiendo la inmovilidad de Jim, se arrodilló junto a él, ya estaba muerto.

    Contraportada

    En esta selección se incluyen varios relatos clara y deliberadamente inspirados en grandes temas y autores de la narrativa fantástica. Desde una poética versión vampírica del cuento de Blancanieves hasta una turbadora visita al Marte de Edgar Rice Burroughs, pasando por sendos homenajes a Jules Verne y H. P. Lovecraft, la antología propone un insólito y renovador recorrido por lo que ya constituye nuestra tradición fantástica.
    Y además, una auténtica primicia: un relato postumo de Olaf Stapledon, recientemente descubierto entre sus papeles e inédito hasta ahora. Nada más adecuado que un inédito de este maestro de maestros (autor de HACEDOR DE ESTRELLAS, JUAN RARO, SIRIO y otros clásicos del género) como colofón de una antología que intenta ofrecer una visión del carácter orgánico y evolutivo de la moderna ciencia ficción.