LAS PARADOJAS DEL TIEMPO

LAS PARADOJAS DEL TIEMPO

Domingo Santos

(Recopilador)
Domingo Santos

© 1982 Ediciones Dronte Biblioteca Básica de CF nº 3.

ISBN: 84-366-0061-4 Edición digital: Umbriel R6 11/02

ÍNDICE

Introducción,
Las paradojas del tiempo © Domingo Santos

Ladrón en el tiempo
(A Thief in Time) © Robert Sheckley, 1954

Sobre el tiempo y Texas
(Of Time and Texas) © William F. Nolan, 1956

El programa del destino
(The Destiny Show) © Derek Lane, 1960

El fundador de la civilización
(¿?) © Romain Yarov, 1969

El armario temporal
(Time Locker) © Lewis Padgett, 1943

El cruce
(L’Incrocio) © Sandro Sandrelli, 1963

Introducción

Las paradojas del tiempo
En 1888, un joven escritor de veintidós años iniciaba la publicación de una serie de ensayos sobre el tiempo en una revista de aficionados. Siete años más tarde, sobre la base de estos ensayos, el mismo autor escribía una novela que en poco tiempo se convertiría en un clásico universal. El autor se llamaba Herbert George Wells, y la novela, por supuesto, se titulaba «La máquina del tiempo».
Desde aquel lejano 1895 hasta hoy, el tema del tiempo se ha convertido en uno los más apasionantes para los autores de ciencia ficción de todo el mundo. Sus posibilidades son infinitas, desde las simples paradojas temporales («Sí señor, fui al pasado, me enamoré de una chica y… ¡Bueno, pues resulta que ahora soy mi propio abuelo!») hasta las meras utopías sociales («Fui a doscientos años en el futuro, y la sociedad se había convertido en una tiranía militarista que…»), sin contar con la posibilidad de hacer cambiar el tiempo («Fui a 1889 y maté a Hitler en su cuna y…») con todas sus previsibles consecuencias.
Pero, de todas ellas, una de las posibilidades que más atraen al autor es precisamente la primera: las paradojas temporales.
A esas paradojas dedicamos este volumen. La paradoja temporal más sencilla de pergeñar es, por supuesto, el lazo cerrado, el pez que se muerde la cola, el clásico problema del huevo y la gallina. Supongamos el ejemplo más simple: nuestro protagonista recibe una extraña visita: un hombre le advierte que al día siguiente no debe tomar el avión con el que pensaba trasladarse a otra ciudad porque este avión se estrellará, y al mismo tiempo le hace entrega de un sobre para que lo abra cuando haya comprobado la veracidad de su aviso. Impresionado por toda el aura que rodea la advertencia, nuestro héroe decide hacer caso. Al día siguiente, efectivamente, el avión se estrella. El sobre que le ha entregado el desconocido, al ser abierto, resulta que contiene los planos de una máquina para viajar por el tiempo, y con los planos hay un nuevo aviso: «Quien te ha avisado eres tú mismo, el tú del futuro. Construye esta máquina del tiempo: su construcción te llevará cinco años. Cuando la hayas terminado, debes acudir al pasado a avisar a tu yo anterior del peligro que puede poner fin a su vida». Nuestro héroe construye su máquina, tarda cinco años en tenerla a punto, y una vez probada satisfactoriamente cumple las instrucciones: viaja al pasado y avisa a su yo de cinco años antes del peligro que corre, al tiempo que le entrega el sobre que a su vez le permitirá realizar todo el proceso. El círculo se ha cerrado. Pero, cabe preguntarse: ¿de dónde ha salido en su origen esta máquina del tiempo? De la nada, evidentemente…
Desde esta paradoja simple, que con más o menos variaciones han explotado casi todos los autores de ciencia ficción del mundo entero, las complicaciones pueden prolongarse al infinito: el primer relato que abre este volumen es un buen ejemplo de ello. Y, generalmente, todas estas paradojas desembocan en una aparente imposibilidad… y ahí reside precisamente su principal atractivo. Como también en sus consecuencias: si yo voy al pasado, pregunta el autor, y mato a mi abuelo antes de casarse, ¿qué me ocurrirá a mí? ¿Desapareceré, seguiré viviendo? ¿Me convertiré en algo distinto a lo que soy ahora?
Las paradojas temporales ponen sobre el tapete el problema metafísico del determinismo, del libre albedrío. De hecho, si el viaje por el tiempo es posible (y me refiero aquí al viaje al futuro), entonces es que todo existe ya a nuestro alrededor, la teoría de que vamos construyendo sobre la marcha el futuro con nuestras decisiones es falsa. Y las historias de paradojas temporales ponen muchas veces una coletilla a este determinismo: al igual que podemos viajar al futuro, ¿acaso podemos también viajar al pasado y cambiarlo?
Naturalmente, en este último aspecto, hay teorías (y relatos) para todos los gustos: desde los que apuntan a que seremos meros fantasmas, espectadores de un pasado al que podremos acceder pero sobre el que no tendremos ninguna influencia (¡por lo que incluso podremos organizar viajes turísticos a los tiempos antiguos!), hasta aquellos en los que, como en un celebre relato de Ray Bradbury, el simple hecho de matar una mariposa en la más remota prehistoria puede transformar por completo a toda la humanidad.
Y finalmente están también aquellas paradojas en las que el viajero del tiempo puede cambiar el pasado, transformando el mundo, pero sin que por ello desaparezca el actual.
Este último apartado de las paradojas temporales entronca directamente con otro tema de gran repercusión también en la ciencia ficción: los universos paralelos.
Pero de esto nos ocuparemos en otro volumen. El tiempo, y sus paradojas, son de por sí un campo lo suficientemente amplio como para que le podamos dedicar varios números. De momento contentémonos con las paradojas puras y simples. Ahora ya son suficientes…

Domingo Santos

LADRÓN EN EL TIEMPO
Robert Sheckley
La base de todo buen relato sobre paradojas temporales es que estas sean lo más complejas posible. Normalmente, el protagonista nunca debe saber de qué va la cosa hasta el final… y a veces ni siquiera entonces. Ha de saltar de sorpresa en sorpresa en su búsqueda de la explicación a todo lo que le sucede, haciendo saltar con él al lector. Situado bajo estas premisas, pocos relatos sobre paradojas temporales son tan absorbentes como este «Ladrón en el tiempo». El desconcierto del protagonista va parejo al desconcierto del lector, que se siente cada vez más fascinado por el enigma de la sucesión de sus aventuras. Claro que por último, como debe ser, todo queda convenientemente explicado… con la Gran Paradoja Final, por supuesto.
Thomas Eldridge estaba completamente solo en su habitación en Butler Hall, cuando oyó detrás de él un débil sonido chirriante. Esto casi no se registró en su consciencia. Estaba estudiando las ecuaciones Holstead, que habían causado tal revuelo hacía unos pocos años, con su insinuación de un universo no-relativista. Era un inquietante conjunto de símbolos, aunque sus conclusiones habían probado ser bastante erróneas.
A pesar de todo, si uno las examinaba sin prejuicios, parecían probar algo. Había una extraña relación de elementos temporales, con interesantes aplicaciones. Había… Escuchó el ruido otra vez, y giró la cabeza. De pie, detrás suyo, había un corpulento hombre vestido con bombachos púrpura, un pequeño chaleco verde y una porosa camisa plateada. Llevaba una cuadrada máquina negra con diferentes diales, y su expresión era decididamente poco amistosa.
Se miraron el uno al otro. Por un momento, Eldridge pensó que era una broma de los estudiantes. Era el profesor adjunto más joven en Carvell Tech, y algún estudiante siempre le estaba entregando un huevo duro o un sapo vivo durante la Semana Infernal.
Pero este hombre no era ningún estudiante retozando. Tenía al menos cincuenta años de edad, y era inconfundiblemente hostil.
—¿Cómo ha entrado aquí? —preguntó Eldridge—. ¿Y qué es lo que quiere? El hombre alzó una ceja.
—¿Va a vanagloriarse aún de ello, eh?
—¿Vanagloriarme de qué? —preguntó Eldridge, sorprendido.
—Le está hablando usted a Viglin —dijo el hombre—. Viglin. ¿Lo recuerda?
Eldridge trató de recordar si había algún asilo de locos cerca de Carvell. Este Viglin parecía un lunático escapado.
—Debe haberse equivocado usted de hombre —dijo Eldridge, preguntándose si debería pedir auxilio.
Viglin sacudió la cabeza.
—Usted es Thomas Monroe Eldridge —dijo—. Nacido el 16 de marzo de 1926, en Darien, Connecticut. Estudió en la universidad Heights College, en la universidad de Nueva York, graduándose cum laude. Consiguió un puesto en Carvell el año pasado, a principios de 1953. ¿Correcto hasta ahora?
—Muy bien. De modo que ha investigado acerca de mí por alguna razón. Mejor que sea buena, o llamaré a la policía.
—Siempre fue un cliente sin nervios. Pero su bravata no le servirá. Yo llamaré a la policía.
Apretó un botón en la máquina. Instantáneamente, aparecieron dos hombres en la habitación. Llevaban uniforme de color naranja claro y verde, con insignias metálicas en las mangas. Entre ellos transportaban una máquina negra similar a la de Viglin, excepto que esta llevaba una marca en la parte superior.
—El crimen no paga —dijo Viglin—. ¡Arresten al ladrón!
Por un momento, la placentera estancia de Eldridge en el colegio, con sus grabados de Gauguin, sus desaliñados montones de libros, su más desaliñado hi-fi, y su pequeña alfombra roja afelpada, parecieron girar aturdidoramente a su alrededor. Parpadeó varias veces, esperando que todo ello hubiera sido causado por el cansancio de sus ojos. O mejor aún, tal vez había estado soñando.
Pero Viglin aún estaba allí, desalentadoramente sustancial. Los dos policías sacaron un par de esposas y avanzaron.
—¡Esperen! —gritó Eldridge, apoyándose contra su escritorio para sostenerse—. ¿Qué es todo esto?
—Si insiste en acusaciones formales —dijo Viglin—, las tendrá. —Se aclaró la garganta—. Thomas Eldridge: en marzo de 1962, usted inventó el Transportador Eldridge. Luego…
—¡Un momento! —protestó Eldridge—. No estamos aún en 1962, por si ustedes no lo saben.
Viglin pareció molesto.
—No utilice subterfugios. Usted inventará el Transportador en 1962, si prefiere esta terminología. Todo es cuestión de un punto de vista temporal.
Eldridge necesitó un tiempo para digerir esto.
—¿Quieren decir… que ustedes son el futuro? —dijo torpemente.
Uno de los policías dio un codazo al otro. — ¡Qué actuación! —dijo admirativamente.
—Mejor que un espectáculo groogly —convino el otro, entrechocando las esposas.
—Claro que somos del futuro —dijo Viglin —. ¿De qué otro lugar podríamos ser? En 1962, usted inventó, o inventará, el Transportador Temporal Eldridge, haciendo posible el viaje a través del tiempo. Con él, usted se trasladó al primer sector del futuro, donde fue recibido con los más altos honores. Luego viajó a través de los tres sectores del Tiempo Civilizado, dando conferencias. Fue usted un héroe, Eldridge, un ideal. Los chiquillos deseaban crecer para ser como usted —Con una voz ronca, continuó—: Fuimos engañados. Súbita y deliberadamente, usted robó una cantidad de mercancías de alto valor. ¡Nos sorprendió! Nunca habíamos sospechado que tuviera tendencias criminales.
Cuando lo tratamos de arrestar, usted desapareció.
Viglin hizo una pausa y se frotó la frente cansadamente.
—Yo era su amigo, Tom, la primera persona con quien se encontró en el Sector Uno.
Bebimos más de un tazón de flox juntos. Yo preparé su circuito de conferencias. Y usted me robó. —Su faz se endureció—. Deténganlo, policías.
Cuando los policías avanzaron, Eldridge pudo ver bien la máquina negra que compartían. Como la de Viglin, tenía varios diales y una hilera de botones. Rotuladas en blanco en la parte superior, figuraban las palabras:

TRANSPORTADOR TEMPORAL ELDRIDGE
—
PROPIEDAD DEL DEP. DE POLICÍA EASKILL

Los policías se detuvieron y se volvieron hacia Viglin.
—¿Tiene los documentos de extradición? Viglin rebuscó en sus bolsillos. —Parece que no los tengo conmigo. ¡Pero ustedes saben que es un ladrón!
—Todo el mundo lo sabe —dijo el policía—. Pero no tenemos jurisdicción en un sector de precontacto sin documentos de extradición.
—Esperen aquí —dijo Viglin—. Los conseguiré. —Observó cuidadosamente su reloj de pulsera, murmuró algo sobre una media hora de desfase, y apretó un botón en el Transportador.
Desapareció inmediatamente.
Los dos policías se sentaron en el sofá de Eldridge y procedieron a mirar de soslayo los Gauguin.
Eldridge trató de pensar, de planear, de anticipar. Imposible. No podía creerlo. Rehusaba creerlo. Nadie le haría creer…
—Imagina a un individuo famoso como este siendo un bribón —dijo uno de los policías.
—Todos los genios están locos —filosofó el otro—. ¿Recuerdas al bailarín de stuggie que mató a su chica? Era un genio, dijo todo el mundo.
—Sí. —El primer policía encendió un cigarro y tiró la cerilla sobre la pequeña alfombra roja afelpada de Eldridge.
Está bien, decidió Eldridge, era verdad. Tenía que creerlo bajo las circunstancias. Tampoco era tan absurdo. Siempre había sospechado que él podía ser un genio. ¿Pero qué había ocurrido?
En 1962, inventaría una máquina del tiempo.
Era lógico, ya que él era un genio.
Y viajaría a través de los tres sectores del Tiempo Civilizado.
Bien, ciertamente, suponiendo que tuviera una máquina del tiempo. Si había tres sectores, los exploraría.
Incluso podría explorar los sectores no civilizados.
Y entonces, sin ninguna advertencia, se convertiría en un ladrón… ¡No! Podía aceptar cualquier otra cosa, pero esta estaba completamente fuera de su carácter. Eldridge era un hombre joven intensamente honesto, muy por encima de las mezquinas deshonestidades. Como estudiante, nunca había hecho trampa en los exámenes. Como hombre, siempre había pagado el real y exacto impuesto sobre sus utilidades, hasta el último céntimo.
Y aún iba más lejos que esto. Eldridge no tenía ninguna motivación, ninguna necesidad material. Su deseo había sido siempre el establecerse en algún lugar cálido y soñoliento, contento con sus libros y su música, la luz del sol, los vecinos congeniales, el amor de una buena mujer.
De modo que estaba acusado de latrocinio. Incluso si era culpable, ¿qué motivo podía haberlo llevado a la acción? ¿Qué le había ocurrido en el futuro?
—¿Vas a ir al railly scrug? —preguntó uno de los policías al otro. — ¿Por qué no? Llega a Malm el domingo, ¿verdad?
No les importaba. Cuando Viglin volviera, lo esposarían y lo arrastrarían hasta el Sector Uno del futuro. Sería sentenciado y arrojado a una celda.
Todo por un crimen que él iba a cometer.
Tomó una rápida decisión, y actuó con idéntica rapidez.
—Me siento mal —dijo, y empezó a deslizarse fuera de la silla. — ¡Cuidado… puede tener una pistola! —aulló uno de los policías.
Se precipitaron hacia él, dejando su máquina del tiempo sobre el sofá.
Eldridge buceó debajo de la mesa y apareció al otro lado, y saltó sobre la máquina. Pese a su prisa, se dio cuenta de que el Sector Uno sería un lugar poco saludable para él.
De modo que, mientras los policías corrían a través de la habitación, apretó el botón marcado Sector Dos.
Instantáneamente, se sintió inmerso en la oscuridad.
Cuando abrió sus ojos, Eldridge se encontró con que se hallaba sumergido hasta los tobillos en un charco de agua sucia. Estaba en un campo, a seis metros de una carretera.
El aire era cálido y húmedo. Tenía el Transportador Temporal firmemente sujeto bajo su brazo.
Estaba en el Sector Dos del futuro, y esto no lo emocionaba en lo más mínimo. Caminó hacia la carretera. A ambos lados de la misma había campos escalonados, llenos con los verdes tallos de las plantas de arroz. ¿Arroz? ¿En el estado de Nueva York? Eldridge recordó que en su propio sector temporal se había detectado un cambio climático. Se había predicho que algún día las zonas templadas volverían a ser cálidas, tal vez tropicales. Este futuro parecía probar la teoría. Estaba transpirando ya. El suelo era húmedo, como si hubiera llovido recientemente, y el cielo era de un azul intenso y sin nubes.
Pero, ¿dónde estaban los agricultores? Mirando al sol, que estaba directamente sobre su cabeza, tuvo la respuesta. Durmiendo la siesta, claro. Dirigiendo la vista carretera adelante, pudo ver edificios a casi un kilómetro de distancia. Se limpió el barro de sus zapatos y empezó a andar.
Pero, ¿qué es lo que haría cuando llegara a los edificios? ¿Cómo podría descubrir lo que le había ocurrido en el Sector Uno? No podía dirigirse a cualquiera y decirle: «Perdone, señor. Soy de 1954, un año del que usted tal vez haya oído hablar. Parece ser que en alguna forma…» No, eso no serviría. Tendría que pensar en algo. Eldridge continuó andando, mientras el sol lo golpeaba furiosamente. Cambió el Transportador al otro brazo, y luego lo inspeccionó de cerca. Puesto que lo iba a inventar —no, ya lo había hecho—, sería mejor que averiguara como funcionaba.
En su superficie había botones para los tres primeros sectores del Tiempo Civilizado. Había un dial especial para viajar más allá del Sector Tres, hacia los Sectores Sin Civilizar. En un lado había una placa de metal que decía: ATENCIÓN: conceda un margen de medía hora entre saltos temporales, para evitar anulaciones.
Eso no le dijo gran cosa. Según Viglin, Eldridge había necesitado ocho años, desde 1954 a 1962, para inventar el Transportador. Para comprenderlo necesitaría algo más que unos pocos minutos.
Eldridge llegó a los edificios y encontró con que se hallaba en una ciudad de mediano tamaño. Había algunas personas en las calles, caminando lentamente bajo el sol tropical.
Vestían completamente de blanco. Se sintió aliviado al ver que los estilos en el Sector Dos eran tan conservadores y que su traje podía pasar por una versión rústica de lo que allí parecía habitual.
Pasó frente a un edificio de adobe. El letrero de su fachada decía:

LEEDURÍA PÚBLICA.

Una librería. Eldridge se detuvo. En su interior se encontrarían sin duda los archivos de los últimos cientos de años. Habría una crónica de su crimen —si existía— y las circunstancias bajo las cuales lo había cometido. ¿Pero no sería peligroso? ¿Habría algunos carteles solicitando su arresto? ¿Existiría la extradición entre los Sectores Uno y Dos?
Tendría que arriesgarse. Eldridge entró, pasó rápidamente más allá de la delgada encargada de faz gris, y se dirigió hacia los estantes.
Había un gran departamento sobre el tiempo, pero el tratado más completo en un solo volumen era un libro titulado Orígenes del Viaje Temporal por Ricardo Alfredex. La primera parte decía que el joven genio Eldridge había, en un nefasto día de 1954, recibido el germen de la idea a partir de las controvertidas ecuaciones Holstead. Realmente, la fórmula era simple hasta lo absurdo —Alfredex citaba las principales proposiciones—, pero nadie se había dado cuenta antes. La genialidad de Eldridge residía principalmente en percibir lo obvio.
Eldridge frunció el ceño ante este menosprecio: Obvio, ¿no es cierto? El aún no lo comprendía. ¡Y él era el inventor!
La máquina había sido construida en 1962. Funcionó al primer intento, catapultando a su joven inventor en lo que luego sería conocido como Sector Uno.
Eldridge levantó la vista y vio que una niña con gafas, de unos nueve años más o menos, estaba de pie al final de su hilera de libros, mirándolo. Se escondió fuera de su vista. Continuó leyendo.
El siguiente capítulo se titulaba «Las Falsas Paradojas del Tiempo». Eldridge lo hojeó rápidamente. El autor empezaba con la clásica paradoja de Aquiles y la tortuga, y la demolía con el cálculo integral. Utilizando esto como una base lógica, continuaba con las llamadas paradojas del tiempo: matar al propio tatarabuelo, encontrarse a uno mismo, etc.
Estas no tuvieron mejor suerte que la antigua paradoja de Zeno. Alfredex continuaba explicando que todas las paradojas temporales eran la invención de autores dotados para la confusión.
Eldridge no comprendió la intrincada lógica simbólica de toda esta parte, lo cual era perturbador, ya que se le citaba a él como la máxima autoridad.
El siguiente capítulo se llamaba «La Caída del Poderoso». Contaba como Eldridge había conocido a Viglin, el dueño de un gran almacén de artículos de deporte en el Sector Uno. Se convirtieron en buenos amigos. El negociante tomó bajo su protección al tímido y joven genio. Le preparó un circuito de conferencias. Luego…
—Perdone, señor —dijo alguien. Eldridge levantó la vista. La encargada de faz gris se hallaba frente a él. A su lado estaba la niña con gafas con una sonrisa afectada en su rostro.
—¿Sí? —preguntó Eldridge.
—No se admite a los Viajeros Temporal es en la Leeduría —dijo la encargada austeramente.
Eso era comprensible, pensó Eldridge. Los Viajeros podían coger un montón de libros valiosos y desaparecer. Probablemente, y por la misma razón, tampoco eran admitidos en los bancos.
El problema es que no deseaba dejar el libro.
Eldridge sonrió, señaló su oreja, y continuó leyendo apresuradamente.
Al parecer el brillante joven Eldridge había dejado que Viglin se cuidara de todos sus contratos y documentos. Y un día se encontró, para su sorpresa, que había firmado un documento cediendo a Viglin todos los derechos sobre el Transportador Temporal a cambio de una discreta cantidad de dinero. Eldridge llevó el caso ante los tribunales. Los tribunales fallaron en contra suyo. El caso fue apelado. Sin dinero y amargado, Eldridge inició su carrera criminal, robándole a Viglin…
—¡Señor! —dijo la encargada—. Sordo o no, debe marcharse en el acto. Si no lo hace, llamaré a la policía.
Eldridge dejó el libro, murmuró «chivata» a la niña, y se apresuró a salir de la Leeduría.
Ahora sabía porque Viglin estaba tan ansioso por arrestarlo. Con su caso aún pendiente, Eldridge estaría en mala posición detrás de unas rejas.
Pero, ¿por qué había robado?
El latrocinio de su invención era un motivo comprensible, pero Eldridge estaba seguro de que no era por esto. El robarle a Viglin no le haría sentirse mejor ni tampoco repararía el daño. Su reacción sería de luchar o de retraerse, de retirarse de todo el asunto. Cualquier cosa excepto robar.
Bien, ya lo averiguaría. Se escondería en el Sector Dos, quizá encontrara un trabajo. Poco a poco, conseguiría…
Dos hombres le asieron los brazos por ambos lados. Un tercero le quitó el Transportador. Lo hicieron con tal facilidad que Eldridge aún estaba boquiabierto cuando uno de los hombres le enseñó una placa.
—Policía —dijo el hombre—. Tendrá que venir con nosotros, señor Eldridge. — ¿Por qué? —preguntó Eldridge.
—Por robo en los Sectores Uno y Do s. De modo que había robado aquí, también.
Fue llevado a la estación de policía y se le hizo entrar en la pequeña y desordenada oficina del capitán. El capitán era un hombre delgado, calvo, y de facciones joviales. Hizo señas a sus subordinados para que salieran de la habitación, indicó a Eldridge que se sentara en una silla y le entregó un cigarrillo.
—Así que usted es Eldridge —dijo. Eldridge asintió tristemente.
—Desde chiquillo he estado leyendo cosas sobre usted —dijo el capitán con nostalgia—. Usted era uno de mis héroes.
Eldridge supuso que el capitán tenía al menos quince años más que él, pero no hizo ningún comentario. Después de todo, se suponía que él era un experto en paradojas temporales.
—Siempre creí que le habían hecho una estafa —dijo el capitán, jugueteando con un gran pisapapeles de bronce—. Aún as í, no pude comprender porque un hombre como usted se había dedicado a robar. Por un tiempo, creímos que se podría tratar de una locura pasajera.
—¿Lo fue? —preguntó Eldridge esperanzado.
—Ni por casualidad. Comprobamos su historial. No lo es usted ni en forma potencial. Y eso hace las cosas bastante difíciles para mí. Por ejemplo, ¿por qué robó usted especialmente estos artículos?
—¿Qué artículos?
—¿No lo recuerda?
—Me he olvidado de todo —dijo Eldridge—. Amnesia temporal.
—Muy comprensible —dijo el capitán con simpatía. Le entregó un papel a Eldridge—.
Aquí está la lista.
ARTÍCULOS ROBADOS POR THOMAS MONROE ELDRIDGE

Sustraídos del Almacén de Artículos de Deporte Viglin, Sector Uno: Créditos
4 Pistolas Megacarga 10.000 3 Cinturones salvavidas, Hinchables 1005 Latas de Repelente de Tiburones Ollen 400

Sustraídos de la Tienda de Especialidades Alfghan, Sector Uno:
2 Volúmenes Microflex, Literatura Mundial 1.000
5 Cintas grabaciones de la Sinfónica Teeny-Tom 2.650

Sustraídos del Almacén de Productos Loorie, Sector Dos:
4 Docenas de Patatas, marca Tortuga Blanca 5
9 Bolsas de semillas de zanahoria (Surtidas) 6
Sustraídos del Almacén de Novedades Manon, Sector Dos:
5 Docenas de Espejos de mano, Plateados 95

Valor Total 14.256
—¿Qué es lo que quería hacer? —preguntó el capitán—. Robar un millón de créditos está bien, lo puedo comprender, pero ¿por qué toda esa basura?
Eldridge sacudió la cabeza. No podía encontrar nada que tuviera sentido en la lista. Las pistolas de megacarga podían ser útiles. Pero, ¿por qué los espejos, cinturones salvavidas, patatas y el resto de los artículos que el capitán había calificado con propiedad de basura?
No podía comprenderlo. Eldridge empezó a pensar en sí mismo como si fuera dos personas. Eldridge I había inventado los viajes en el tiempo, había sido estafado, robado algunos artículos incomprensibles, y desaparecido. Eldridge II era él mismo, la persona que Viglin había encontrado. No tenía recuerdos del primer Eldridge. Pero tenía que descubrir los motivos de Eldridge I y/o sufrir por sus crímenes.
—¿Qué ocurrió después que hube robado esas cosas? —preguntó Eldridge.
—Eso es lo que nos gustaría saber —dijo el capitán—. Todo lo que sabemos es que se escapó con su botín al Sector Tres.
—¿Y luego?
El capitán se alzó de hombros.
—Cuando pedimos su extradición, las autoridades nos informaron de que usted no estaba allí. No es que le hubieran entregado. Son de la clase orgullosa, independiente, ya sabe. De todas maneras, usted había desaparecido.
—¿Desaparecido? ¿A dónde?
—No lo sé. Podría haber ido a los Sectores sin Civilizar que están más allá del Sector Tres.
—¿Qué son los Sectores sin Civilizar? —preguntó Eldridge.
—Esperábamos que usted nos lo dijera —repuso el capitán—. Es usted el único hombre que ha efectuado exploraciones más allá del Sector Tres. ¡Maldita sea, pensó Eldridge, se suponía que él era una autoridad en todo lo que deseaba saber!
—Esto me pone en una situación difícil —dijo el capitán, mirando a su pisapapeles. — ¿Por qué?
—Bueno, usted es un ladrón. La ley dice que debo arrestarlo. Sin embargo, también me doy cuenta de que a usted se le hizo una mala jugada. Y también sé que solo robó a Viglin y a sus afiliados en ambos Sectores. Hay una cierta justicia en ello… que desgraciadamente la ley no reconoce.
Eldridge asintió tristemente.
—Mi deber es arrestarlo —dijo el capitán con un profundo suspiro—. No hay nada que pueda hacer, aunque lo quisiera. Tendrá que ser juzgado y probablemente le caerá una sentencia de unos veinte años, más o menos.
—¿Cómo? ¿Por robar morralla como el repelente de tiburones y las semillas de zanahorias? ¿Por robar basura?
—Somos muy severos para los crímenes en el tiempo —dijo el capitán—. Ofensa temporal.
—Comprendo —dijo Eldridge, derrumbándose en su silla.
—Claro que —dijo el capitán pensativamente—, si de repente me atacara rencorosamente, golpeándome en la cabeza con ese pesado pisapapeles, cogiera mi Transportador Personal —que está en el segundo estante de ese armario— y retornara a sus amigos en el Sector Tres, no habría realmente gran cosa que yo pudiera hacer al respecto.
—¿Huh?
El capitán se volvió hacia la ventana, dejando el pisapapeles al alcance de Eldridge.
—Son verdaderamente terribles —comentó—, las cosas que uno haría por un héroe de la infancia. Pero, desde luego, usted es un hombre respetuoso de la ley. Nunca haría una cosa semejante y tengo informes psicológicos que lo demuestran.
—Gracias —dijo Eldridge. Levantó el pisa papeles y golpeó débilmente la cabeza del capitán. Sonriendo, el capitán se desplomó detrás de la mesa. Eldridge encontró el Transportador en el armario, y lo preparó para el Sector Tres. Suspiró profundamente y apretó el botón.
Una vez más, fue rodeado por la oscuridad.
Cuando abrió los ojos, estaba en una llanura cuyo suelo estaba manchado de amarillo.
A su alrededor se extendía un terreno desértico, sin un solo árbol, y un viento polvoriento soplaba contra su cara. A lo lejos, pudo ver varios edificios de ladrillo y una hilera de tiendas, dispuestas a lo largo de un arroyo seco. Se encaminó hacia allí.
Este futuro, decidió, había pasado por otra variación climática. El ardiente sol había calcinado el terreno, secando los arroyos y los ríos. Si el clima tendía a ser así, podía comprender porque el siguiente sería Sin Población.
Estaba muy cansado. No había comido en todo el día, o en varios miles de años, según como uno lo mirara. Pero eso, se dio cuenta, era una falsa paradoja, una que Alfredex seguramente demolería con su lógica simbólica.
Al infierno con la lógica. Al infierno con la ciencia, las paradojas, todo. No escaparía a un lugar más lejano. Tendría que haber sitio para él en este país polvoriento. La gente de aquí —de clase orgullosa e independiente— no lo entregarían. Creían en la justicia, no en la ley. Se quedaría aquí, trabajaría, envejecería, y olvidaría a Eldridge I y sus locos planes.
Cuando llegó al poblado, vio que la gente se había reunido para darle la bienvenida. Iban vestidos con túnicas largas y flotantes, como los albornoces árabes, la única vestimenta lógica para este clima.
Un patriarca barbudo se adelantó y con la cabeza asintió gravemente hacia Eldridge. —Los proverbios antiguos tenían razón. Para cada principio hay un final. Eldridge convino cortésmente.
—¿Alguien puede darme un trago de agua?
—Y en verdad está escrito —continuó el patriarca—, que el ladrón, teniendo un universo por el que vagar, volverá al final a la escena de su crimen.
—¿Crimen? —preguntó Eldridge, sintiendo un molesto cosquilleo en su estómago.
—Crimen —repitió el patriarca. Entre la multitud, un hombre gritó:
—¡Es un pájaro estúpido aquel que ensucia su propio nido! —La gente rugió al reír, pero a Eldridge no le gustó el sonido. Era una risa cruel.
—La ingratitud engendra la traición —dijo el patriarca—. La maldad es omnipresente. Te apreciábamos, Thomas Eldridge. Viniste a nosotros con tu extraña máquina, trayendo un botín, y te reconocimos por tu espíritu orgulloso. Te convertía en uno de nosotros. Te protegimos de tus enemigos de los Mundos Húmedos. ¿Qué nos importaba a nosotros que los hubieras agraviado? ¿Acaso no te habían agraviado ellos? ¡Ojo por ojo!
La multitud gruñó aprobadoramente.
—Pero, ¿qué es lo que hice? —deseó saber Eldridge.
La multitud convergió hacia él, blandiendo palos y cuchillos. Una hilera de hombres vestidos con capas azul oscuro la retenían, y Eldridge se dio cuenta de que incluso aquí habían policías.
—Decidme lo que hice —persistió mientras los policías le quitaban el Transportador.
—Eres culpable de sabotaje y asesinato —le dijo el patriarca.
Eldridge miró a su alrededor, desesperado. Se había escapado de los cargos por hurto en el Sector Uno para verse acusado de ello en el Sector Dos. Se había retirado al Sector Tres, donde era buscado por asesinato y sabotaje.
Sonrió amistosamente.
—Lo único que realmente he deseado siempre ha sido un país cálido y pacífico, libros, vecinos amistosos, y el amor de una buena…
Cuando se recuperó, se encontró yaciendo sobre el duro suelo de tierra de una pequeña cárcel de ladrillos. A través de la rendija que era la ventana, pudo ver una insignificante porción de una puesta de sol. Detrás de la puerta de madera, alguien estaba gimiendo una canción.
Encontró un tazón de comida a su lado y comió con hambre de lobo su poco familiar contenido. Después de beber agua de otro tazón, se apoyó contra la pared. A través de la estrecha ventana, la puesta de sol iba desapareciendo. En el patio, un grupo de hombres estaba erigiendo una horca.
—¡Carcelero! —gritó Eldridge. A los pocos momentos pudo oír el sonido de unos pasos.
—Necesito un abogado —dijo.
—Aquí no hay abogados —replicó el hombre orgullosamente—. Aquí hay justicia —Y se marchó.
Eldridge empezó a revisar sus ideas acerca de una justicia sin ley Estaba muy bien como concepto… pero era horrible como realidad.
Se tumbó en el suelo y trató de pensar. No pudo. Podía escuchar a los trabajadores riendo y bromeando mientras erigían la horca. Trabajaron hasta muy avanzado el atardecer.
A primeras horas de la noche, Eldridge oyó girar la llave en la cerradura. Entraron dos hombres. Uno era de mediana edad, con una pequeña y bien cuidada barba. El otro tenía más o menos la edad de Eldridge, anchos hombros y curtido.
—¿Te acuerdas de mí? —preguntó el hombre de mediana edad. — ¿Debería?
—Sí. Yo era su padre.
—Y yo era su prometido —dijo el hombre joven. Dio un paso amenazadoramente. El hombre con barba lo contuvo.
—Sé lo que sientes, Morgel, pero pagará sus crímenes en la horca.
—Colgarlo es aún poco para él, señor Becker —arguyó Morgel—. Debería ser destripado, descuartizado, quemado y dispersadas sus cenizas al viento.
—Sí, pero nosotros somos un pueblo justo y misericordioso —dijo Becker virtuosamente.
—¿El padre de quién? —preguntó Eldridge—. ¿El prometido de quién? Los dos hombres se miraron el uno al otro.
—¿Qué es lo que hice? —preguntó Eldridge. Becker se lo dijo.
Eldridge había llegado del Sector Dos, cargado con su pillaje, explicó Becker. La gente del Sector Tres lo habían aceptado. Eran un pueblo simple, directo y colérico, los herederos de una Tierra destrozada y asolada por la guerra. En el Sector Tres, los minerales habían desaparecido, el suelo había perdido su fertilidad. Grandes extensiones de terreno eran radiactivas. Y el sol continuaba batiendo, los glaciares se fundían, y los océanos continuaban elevándose sobre su nivel.
Los hombres del Sector Tres estaban luchando para volver a la civilización. Tenían los rudimentos de un sistema de fabricación y unas cuantas plantas de energía. Eldridge había incrementado el rendimiento de esas estaciones, les había proporcionado un sistema de alumbrado, y enseñado los rudimentos de los principios sanitarios. Continuó sus exploraciones en los Sectores Inexplorados más allá del Sector Tres. Se convirtió en un héroe popular y la gente del Sector Tres lo adoraba y lo protegía. Eldridge había recompensado este cariño raptando a la hija de Becker.
Esta atractiva y joven muchacha estaba prometida con Morgel. Se habían hecho preparativos para su casamiento. Eldridge ignoró todo esto y mostró su verdadero carácter secuestrándola una oscura noche y colocándola en una máquina infernal de su propia invención. Cuando hizo funcionar el aparato, la muchacha desapareció. Las sobrecargadas líneas de electricidad hicieron estallar todas las instalaciones situadas en un radio de varios kilómetros. ¡Asesinato y sabotaje!
Pero la airada multitud no había podido alcanzar a tiempo a Eldridge. Había metido parte de su pillaje en una bolsa, asido su Transportador y desaparecido.
—¿Hice todo eso? —suspiró Eldridge.
—Ante testigos —dijo Becker—. El botín que quedó está en el almacén. No pudimos deducir nada de lo que quedó.
Con los dos hombres contemplándole fijamente a la cara, Eldridge miró al suelo. Ahora sabía lo que había hecho en el Sector Tres.
A pesar de ello, la acusación de asesinato era falsa probablemente. En apariencia, había construido un modelo potente de Transportador y enviado a la muchacha a algún sitio, sin necesidad de las paradas intermedias que requerían los modelos portables. De todos modos, nadie le creería. Esta gente nunca habían oído hablar de un concepto civilizado tal como el habeas corpus.
—¿Por qué lo hiciste? —preguntó Becker.
Eldridge se alzó de hombros y sacudió la cabeza desvalidamente.
—¿No te traté como si fueras mi propio hijo? ¿No te defendí de la policía del Sector Dos? ¿No te alimenté y te vestí? ¿Por qué, por qué lo hiciste?
Todo lo que Eldridge podía hacer era alzarse de hombros y continuar moviendo desvalidamente su cabeza.
—Muy bien —dijo Becker—. Dile tu secreto al verdugo por la mañana. Asió a Morgel por el brazo y se fue.
Si Eldridge hubiera tenido una pistola, la habría disparado contra sí mismo en el acto. Todas las evidencias apuntaban hacia potencialidades de maldad inherentes que nunca había sospechado. Y su tiempo se le estaba terminando. Por la mañana, sería colgado.
Y eso era injusto, completamente. El era un inocente mirón, que se veía envuelto continuamente en las consecuencias de las acciones de su antecesor… o descendiente.
Pero solo Eldridge I conocía los motivos y sabía las respuestas.
Incluso si sus latrocinios estaban justificados, ¿por qué había robado las patatas, cinturones salvavidas, espejos y otras cosas? ¿Qué había hecho con la muchacha? ¿Qué estaba tratando de llevar a cabo?
Fatigado, Eldridge cerró los ojos y se dejó caer en una inquieta somnolencia. Oyó como un sonido de arañazos y levantó la vista.
Viglin estaba allí, llevando un Transportador.
Eldridge estaba demasiado cansado para sentirse sorprendido. Lo miró por un momento, diciendo luego:
—¿Ha venido para disfrutar a mi costa?
—Yo no lo planeé así —protestó Viglin, secándose el sudor de la cara—. Debes creerme. Nunca quise matarte, Tom.
Eldridge se sentó y miró de cerca a Viglin. —Tú me robaste mi invento, ¿verdad?
—Sí —confesó Viglin—. Pero solo lo hacía por tu bien. Hubiera repartido contigo los beneficios.
—Entonces, ¿por qué lo robaste? Viglin pareció incómodo. —Tú no estabas interesado en el dinero.
—¿Y por eso me engañaste para que firmara unos papeles cediéndote los derechos? —Si no lo hubiera hecho, algún otro lo hubiera hecho, Tom. Solo quería evitarte disgustos. Tenía el propósito de beneficiarte… ¡lo juro! —S e secó la frente otra vez—.
Pero nunca pensé que las cosas se desarrollarían así.
—Y entonces me tendiste una trampa con esos robos —dijo Eldridge.
—¿Qué? —Viglin parecía sincero en su sorpresa—. No, Tom. Fuiste tú quien robaste esas cosas. Lo cual me vino perfectamente bien a mí… hasta ahora.
—¡Estás mintiendo!
—¿Vendría aquí para mentirte? He admitido haber robado tu invención. ¿Por qué habría de mentir sobre otras cosas?
—Entonces, ¿por qué robé?
—Creo que tenías alguna clase de plan disparatado para los Sectores Inhabitados, pero no lo sé realmente. No importa. Ahora, escúchame. No tengo forma de impedir el juicio —ahora es un asunto temporal— pero puedo sacarte de aquí.
—¿Ya dónde iré? —preguntó Eldridge desconsoladamente—. Los policías me están buscando a través de todo el tiempo.
—Te esconderé en mi finca. De verdad. Puedes ocultarte hasta que el estatuto dé las limitaciones haya expirado. Nunca se les ocurrirá buscarte en mi casa.
—¿Y qué hay de los derechos sobre mi invención?
—Continuarán siendo míos —dijo Viglin, con una parte del tono de confianza que había tenido anteriormente—. No puedo devolvértelos sin hacerme sospechoso de fraude. Pero los compartiré contigo. Y tú necesitas un socio comercial.
—Está bien, vámonos de aquí —dijo Eldridge.
Viglin había traído consigo un cierto número de herramientas, las cuales manejó con una habilidad sospechosa. A los pocos minutos, estaban fuera de la celda y ocultos en el oscuro patio posterior.
—Este Transportador no es muy potente —susurró Viglin, comprobando las baterías de la máquina—. ¿Hay alguna posibilidad de conseguir el tuyo?
—Debería estar en el almacén —dijo Eldridge.
El almacén no estaba guardado y Viglin tuvo que esforzarse muy poco en la cerradura. En su interior, hallaron la máquina de Eldridge II al lado del botín variado y sin sentido de Eldridge I.
—Vámonos —dijo Viglin. Eldridge negó con la cabeza. — ¿Qué es lo que ocurre? —preguntó Viglin, molesto.
—Yo no voy.
—Escucha, Tom, ya sé que no hay ninguna razón por la que debieras fiarte de mí. Pero realmente te daré santuario. No te estoy mintiendo.
—Te creo —dijo Eldridge—. Pero, de todos modos, no voy a volver. — ¿Qué es lo que quieres hacer?
Eldridge había estado pensando sobre ello desde que se habían escapado de la celda. Ahora se hallaba a mitad de camino. Podía volver con Viglin o continuar solo.
En realidad, no había elección. Tenía que asumir que sabía lo que estaba haciendo desde el primer momento. Acertado o equivocado, iba a continuar teniendo fe y acudir a las citas que hubiera concertado con el futuro.
—Me voy a los Sectores Inhabitados —dijo Eldridge—. Encontró un saco y empezó a llenarlo con las patatas y las semillas de zanahorias.
—¡No puedes! —objetó Viglin —. La primera vez, terminaste en 1954. Puede que no tengas tanta suerte esta vez.- Podrías ser anulado completamente.
Eldridge había metido ya las patatas y las bolsas de semillas de zanahorias. A continuación dispuso de los volúmenes de Literatura Mundial, los cinturones salvavidas, las latas de repelente de tiburones y 33 los espejos. Encima de todo eso puso las pistolas de megacarga.
—¿Tienes alguna idea de lo que vas a hacer con todas esas cosas?
—Ni la más mínima —dijo Eldridge, introduciendo las cintas de la Sinfónica en el interior de su camisa—. Pero tendrán su utilidad en algún sitio.
Viglin suspiró profundamente.
—No olvides que debes dejar un lapso de media hora entre saltos o serás anulado. ¿Tienes un reloj?
—No, lo olvidé en mi habitación.
—Toma el mío. Un Deportista Especial. —Viglin lo sujetó a la muñeca de Eldridge—.
Buena suerte, Tom. De verdad.
—Gracias.
Eldridge ajustó el botón para el salto más lejano que podía efectuar hacia el futuro. Sonrió a Viglin y apretó el botón.
Hubo el momento normal de oscuridad, luego una repentina y helada sensación.
Cuando Eldridge abrió los ojos, se encontró con que estaba bajo el agua.
Salió a la superficie, luchando contra el peso del saco. Una vez que tuvo la cabeza sobre el agua, miró a su alrededor buscando la tierra más próxima.
No había tierra. Largas y suaves olas se dirigían hacia él desde un horizonte ilimitado, elevándolo y pasando de largo, hacia una orilla oculta.
Eldridge rebuscó en su saco, encontró los cinturones salvavidas y los hinchó. Pronto estuvo flotando en la superficie, tratando de imaginar lo que le había ocurrido al estado de Nueva York.
Cada salto en el futuro lo había llevado a un clima más tórrido. Aquí, a innumerables miles de años de 1954, los glaciares debían haberse derretido. Probablemente una gran parte de la Tierra se hallaba sumergida. Sus planes habían sido correctos al tomar los cinturones salvavidas. Aquello le daba confianza para el resto de su viaje. Ahora tendría que flotar durante media hora, para evitar la anulación.
Se reclinó hacia atrás, sostenido por los salvavidas, y admiró las formaciones de nubes en el cielo.
Algo lo rozó.
Eldridge miró hacia abajo y vio una larga y negra forma que se deslizaba bajo sus pies. Se le unió otra y empezaron a dirigirse hacia él, vorazmente. ¡Tiburones!
Rebuscó alocadamente en el saco, desparramando los espejos en su prisa, y encontró una lata de repelente de tiburones. La abrió, la vertió a su alrededor, y una mancha color naranja empezó a extenderse sobre el agua negro azulada.
Ahora habían tres tiburones. Nadaron cautelosamente alrededor del círculo de repelente que se expandía. Un cuarto se unió a ellos, se introdujo en la mancha color naranja, y se retiró con rapidez hacia las aguas limpias.
Eldridge se alegró de que el futuro hubiera producido un repelente de tiburones que realmente era efectivo.
A los cinco minutos, una parte de la mancha naranja había desaparecido. Abrió otra lata. Los tiburones no perdían la esperanza, pero no se introducían en la mancha coloreada. Vació una lata cada cinco minutos. El empate se mantuvo durante la media hora de espera.
Eldridge comprobó los ajustes y asió el saco fuertemente. No sabía para qué servirían los espejos o las patatas, o porque eran necesarias las semillas de zanahorias. Simplemente, tendría que correr el riesgo.
Apretó el botón y fue envuelto por la oscuridad familiar.
Se encontró hundido hasta los tobillos en un espeso pantano de olor maligno. El calor era asfixiante y una nube de enormes mosquitos zumbaba alrededor de su cabeza.
Esforzándose en salir del barro pegajoso, acompañado por los siseos y cliqueteos de animales invisibles, Eldridge encontró una porción sólida de terreno bajo un pequeño árbol. La verde jungla lo rodeaba, salpicada de llamativos colores púrpura y rojos.
Eldridge se reclinó contra el árbol para esperar el transcurso de la media hora. En este futuro, en apariencia, las aguas del océano se habían retirado, creciendo la jungla primitiva. ¿Habría humanos aquí? ¿Quedaba alguien sobre la Tierra? No podía estar seguro. Parecía como si el mundo estuviera principiando otra vez.
Eldridge oyó un sonido como un balido y vio una confusa forma de color verde moviéndose contra el brillante verde del follaje. Algo se estaba dirigiendo hacia él.
Lo observó. Tenía casi cuatro metros de alto, la rugosa piel de un lagarto y anchos y amplios pies. Se parecía extraordinariamente a un dinosaurio pequeño.
Eldridge contempló cautelosamente al gran reptil. La mayoría de los dinosaurios eran herbívoros, se recordó a sí mismo, especialmente los que vivían en los pantanos. Con toda probabilidad este solamente quería olisquearlo. Luego, retornaría a roer la hierba.
El dinosaurio bostezó, revelando un magnífico conjunto de dientes puntiagudos, y empezó a aproximarse a Eldridge con aspecto decidido.
Eldridge hundió la mano en el saco, apartó diversos artículos, y asió una pistola megacarga.
Mejor que esto funcionara, rogó, y disparó.
El dinosaurio desapareció en una nube de humo. Solo quedaron unas pocas tiras de carne y un olor a ozono para mostrar donde había estado. Eldridge miró a la pistola megacarga con un nuevo respeto. Ahora comprendía porque su precio era tan elevado.
Durante la siguiente media hora, un cierto número de habitantes de la jungla se interesó vivamente por él. Cada pistola solo servía para unos pocos disparos, lo cual no era sorprendente, teniendo en cuenta su destructividad. A la última se le empezó a debilitar la carga; tuvo que liquidar a un pterodáctilo golpeándolo con el cañón de la misma.
Cuando hubo pasado la media hora, ajustó otra vez el dial, deseando poder saber lo que le esperaba. Se preguntó como se suponía que iba a enfrentarse a nuevos peligros con algunos libros, patatas, semillas de zanahoria y espejos.
Tal vez ya no habían peligros más allá.
Solo había un modo de comprobarlo. Apretó el botón.
Se hallaba en una colina cubierta de hierba. La densa jungla había desaparecido.
Ahora había un bosque de pinos, susurrando en la brisa, extendiéndose ante él, un terreno sólido bajo sus pies, y un templado sol en el cielo.
El pulso de Eldridge se aceleró al pensar que este podría ser su objetivo. Siempre había tenido un trazo de atavismo, un deseo de encontrar un lugar no afectado por la civilización. El amargado Eldridge I, robado y traicionado, debía haber sentido lo mismo aún más fuertemente.
Era un poco decepcionante. A pesar de todo, no estaba mal, decidió. Excepto por la soledad. Si solo hubiera gente…
Un hombre salió del bosque. Tenía menos de un metro cincuenta de altura, musculoso como un luchador y llevaba una corta túnica dé piel. Su epidermis tenía un color gris. Asía una rama de árbol, que había sido transformada burdamente en un garrote.
Dos docenas de otros salieron del bosque situado detrás suyo. Avanzaron directamente hacia Eldridge.
—Hola, muchachos —dijo Eldridge placenteramente.
El líder replicó en un lenguaje gutural e hizo un gesto con la palma de la mano.
—Os traigo cosechas bendecidas —dijo Eldridge prontamente—. Tengo justamente lo que necesitáis. —Metió la mano en el saco y extrajo un paquete de semillas de zanahoria—. ¡Semillas! Avanzaréis un millar de años en la civilización…
El líder gruñó con furia y sus seguidores empezaron a rodear a Eldridge. Extendieron sus manos, con las palmas hacia arriba, gruñendo excitadamente.
No quisieron el saco y rehusaron la pistola descargada. Ahora lo tenían rodeado casi completamente. Los garrotes estaban siendo levantados y aún no tenía ni idea de lo que deseaban.
—¿Patatas? —preguntó desesperado.
Tampoco querían las patatas.
Aún tenían que transcurrir dos minutos en su máquina del tiempo. Se giró y corrió. Los salvajes lo persiguieron al instante. Eldridge corrió en el bosque como un galgo, esquivando a través de los juntos y apretados árboles. Varios garrotes zumbaron a su lado.
Un minuto más.
Tropezó en una raíz, se irguió y continuó corriendo. Los salvajes le estaban pisando los talones.
Diez segundos. Cinco segundos. Un garrote rebotó en su hombro. ¡Ahora! Extendió una mano hacia el botón… y un garrote se estrelló contra su cabeza, derribándolo al suelo. Cuando pudo enfocar la vista otra vez, el líder de los salvajes estaba al lado del Transportador Temporal, con el garrote levantado.
—¡No! —chilló Eldridge, preso de pánico.
Pero el líder sonrió en forma salvaje y dejó caer el garrote. En pocos segundos, había reducido la máquina a un montón de chatarra.
Eldridge fue arrastrado hasta una cueva, maldiciendo desesperadamente. Dos salvajes guardaban la entrada. En el exterior, pudo ver a un grupo de mujeres amontonando leña.
A juzgar por sus risas, estaban preparando una fiesta.
Eldridge se dio cuenta, con una sensación de desmayo, que él sería el plato principal. No es que le importase. Habían destruido su Transportador. Ningún Viglin podía rescatarlo en este tiempo. Se hallaba al final de su camino.
Eldridge no quería morir. Pero lo peor de todo era el pensar en morir sin saber lo que Eldridge I había planeado.
En alguna manera, parecía injusto.
Durante varios minutos, se quedó sentado en abyecta autocompasión. Luego se arrastró más hacia el interior de la caverna, esperando encontrar otra salida al exterior.
La caverna terminaba abruptamente contra una pared de granito. Pero encontró algo más.
Un zapato viejo.
Lo cogió y lo contempló fijamente. Por alguna razón le preocupaba, a pesar de que era un zapato completamente ordinario, de piel marrón, igual que los que tenía puestos.
Entonces se dio cuenta del anacronismo. ¿Qué era lo que estaba haciendo un artículo manufacturado como un zapato en esta edad en el alba de los tiempos?
Comprobó la medida, y rápidamente se lo probó. Le ajustaba perfectamente, lo cual hacía obvia la respuesta… Debía haber pasado por aquí en su primer viaje. ¿Pero por qué había dejado un zapato?
Había algo en su interior, demasiado blando para ser un guijarro, demasiado rígido para ser un pedazo de forro roto. Se sacó el zapato y encontró un pedazo de papel enrollado en el dedo gordo de su pie. Lo desenrolló y leyó en su propia escritura:
Maldito asunto estúpido… ¿Cómo se dirige uno a sí mismo? « ¿Querido Eldridge?» De acuerdo, olvidemos el saludo; leerás esto porque yo ya lo he hecho, y, naturalmente, lo estoy escribiendo, de otro modo no podrías leerlo, ni yo hubiera estado aquí.
Mira: estás en una situación difícil. A pesar de ello, no te preocupes. Saldrás entero de ella. Estoy dejando un Transportador Temporal para que te lleve a donde tengas que ir a continuación.
La cuestión es: ¿dónde ir?
Deliberadamente estoy ajustando el Transportador antes del lapso de media hora que es necesario, sabiendo que habrá un efecto de anulación. Eso significa que el Transportador se quedará aquí para que lo utilices. ¿Pero qué me ocurrirá a mí?
Creo que lo sé. Aún así, estoy aterrorizado… Esta es la primera anulación que habré experimentado. Pero preocuparme acerca de ello no tiene sentido; sé que todo ha de ir bien porque no hay paradojas temporales.
Bueno, ahí voy. Apretaré el botón y me anularé. Después, la máquina es tuya.
Deséame suerte. ¡Desearle suerte! Eldridge rompió violentamente la nota y la tiró lejos de si. Pero Eldridge I había efectuado la anulación a propósito y había sido llevado atrás en el futuro, ¡lo que significaba que el Transportador no se había ido con él! ¡Debía estar aún aquí!
Eldridge empezó a buscar frenéticamente en la cueva. Si solo pudiera encontrarlo y apretar el botón, podría continuar. ¡Tenia que estar aquí!
Varias horas más tarde, cuando los guardias lo arrastraron fuera, aún no lo había encontrado.
El poblado entero se había reunido y parecían estar de fiesta. Los recipientes de barro eran pasados libremente, y dos o tres hombres ya habían caído redondos. Pero los guardias que conducían a Eldridge aún estaban lo bastante sobrios.
Lo llevaron a un pozo ancho y profundo. En el centro del mismo se hallaba lo que parecía ser un altar de sacrificios. Estaba decorado con colores chillones, y amontonado a su alrededor había una enorme pirámide de ramas secas.
Eldridge fue empujado hacia allí, y empezó la danza.
Trató varias veces de escabullirse, pero fue echado hacia atrás a cada vez. La danza continuó durante horas, hasta que el último bailarín se hubo desplomado, exhausto.
Un hombre viejo se aproximó al borde del pozo, llevando una antorcha encendida. Gesticuló con ella y la lanzó al interior.
Eldridge la apagó pateándola. Pero llovieron más antorchas, prendiendo las ramas exteriores. Llamearon brillantemente, y se vio forzado a retroceder hacia el interior, hacia el altar.
El círculo llameante se cerró, haciéndolo retroceder más. Al final, jadeando, con los ojos ardiendo, las piernas vacilantes, cayó atravesado en el altar mientras las llamas lo lamían.
Sus ojos estaban cerrados y se asió fuertemente a los botones… ¿Botones?
Miró. Bajo su alegre decoración, el altar era un Transportador Temporal… el mismo Transportador, sin lugar a dudas, que Eldridge I había traído hasta aquí y dejado para él.
Cuando Eldridge I desapareció, debían haberlo venerado como un objeto sagrado.
Y tenía cualidades mágicas.
El fuego estaba chamuscando sus pies cuando ajustó el regulador. Con su dedo puesto en el botón, vaciló. ¿Qué le depararía el futuro? Todo lo que tenía como equipo era un saco de semillas de zanahoria, patatas, las grabaciones sinfónicas, los volúmenes microfilmados de literatura mundial, y pequeños espejos.
Pero ahora ya había llegado hasta tan lejos. Vería el final.
Apretó el botón.
Abriendo sus ojos, Eldridge se encontró de pie en una playa. El agua le estaba lamiendo los dedos de los pies, y podía oír el embate de las olas.
La playa era larga y estrecha y deslumbradoramente blanca. Frente a él, un océano azul se extendía hasta el infinito. Detrás suyo, a la orilla de la playa, había una hilera de palmeras. Creciendo entre ellas, se hallaba la vegetación de una isla tropical.
Oyó un grito.
Eldridge miró a su alrededor, buscando algo con lo que defenderse. No tenía nada, nada. Estaba indefenso.
Los hombres llegaron corriendo desde la selva hacia él. Estaban gritando algo extraño. Escuchó cuidadosamente.
—¡Bienvenido! ¡Bienvenido otra vez! —gritaban.
Un gigantesco hombre moreno lo estrechó con un abrazo de oso.
—¡Has vuelto! —exclamó. — ¿Eh?… Sí —dijo Eldridge.
Más gente estaba corriendo hacia la playa. Eran una raza atractiva. Los hombres eran altos y atezados, y las mujeres, en su mayoría, eran esbeltas y hermosas. Parecían ser la clase de gente que a uno le gustaría tener como vecinos.
—¿Las has traído? —preguntó un delgado hombre viejo, jadeando tras su carrera por la playa.
—¿Traído qué?
—Las semillas de zanahoria. Prometiste que las traerías. Y las patatas.
Eldridge las extrajo de sus bolsillos. —Aquí están —dijo.
—Gracias. ¿Crees realmente que crecerán en este clima? Supongo que podríamos construir un…
—Luego, luego —interrumpió el hombretón—. Debes estar cansado.
Eldridge pensó en lo que le había ocurrido desde la última vez que se despertó, allá en 1954. Subjetivamente, solo era un día o así, pero había cubierto en él miles de años en ambos sentidos, y estaba repleto de arrestos, huidas, y extrañas incógnitas.
—Cansado —dijo—. Mucho.
—¿Tal vez te gustaría volver a tu propia casa? — ¿Mi propia casa?
—Ciertamente. La casa que edificaste mirando a la laguna. ¿No te acuerdas de ella?
Eldridge sonrió débilmente y negó con la cabeza.
—¡No lo recuerda! —gritó el hombre.
—¿No te acuerdas de nuestras partidas de ajedrez? —preguntó otro hombre.
—¿Y nuestras sesiones de pesca? —intercaló un muchacho. — ¿O las excursiones y fiestas?
—¿Los bailes?
—¿Y nuestras salidas a vela?
Eldridge negó con la cabeza a cada pregunta ansiosa y preocupada.
—Todo eso fue antes de que volvieras a tu propio tiempo —le dijo el hombretón.
—¿Volviera a mi…? —preguntó Eldridge. Aquí estaba todo lo que siempre había deseado. Paz, satisfacción, clima cálido, buenos vecinos. Buscó en el interior del saco y de su camisa. Y libros y música, añadió mentalmente a la lista. ¡Buen Dios, nadie que estuviera en su sano juicio se iría de un lugar como este! Y eso le llevó a una pregunta importante.
—¿Por qué me marché de aquí?
—¡Has de acordarte de eso! —dijo el hombretón.
—Me temo que no.
Una muchacha esbelta, de cabellos rubios, se adelantó. — ¿Realmente no te acuerdas de haber vuelto a por mí?
Eldridge la contempló.
—Tú debes ser la hija de Becker. La chic a que estaba prometida con Morgel. La que rapté.
—Morgel creyó que estaba prometido conmigo —dijo ella—. Y no me raptaste. Vine por mi propia voluntad.
—Oh, ya veo —respondió Eldridge, sintiéndose como un idiota—. Quiero decir que creo que ya lo veo. Es decir… es un placer conocerte —terminó tontamente.
—No necesitas ser tan formal —dijo ella—. Después de todo, estamos casados. Y me trajiste un espejo, ¿verdad? Me lo aseguraste.
Su misión se había completado. Eldridge sonrió, sacó un espejo, se lo entregó, y le pasó el saco al hombretón. Complacida, ella se arregló las cejas y el cabello en esa forma en que lo hacen las mujeres cada vez que se ven reflejadas en un espejo.
—Vámonos a casa, querido —dijo ella.
Eldridge no sabía su nombre, pero le gustaba lo que veía. Le gustaba mucho. Pero eso solo era lo natural.
—Me temo que ahora no puedo —replico, mirando su reloj. La media hora estaba a punto de terminar—. Primero, tengo que hacer algo. Pero volveré dentro de muy poco tiempo.
Ella sonrió en forma radiante.
—No me preocuparé. Dijiste que volverías y lo has hecho. Y has traído contigo los espejos y las semillas y las patatas, tal como nos habías dicho.
Ella le besó. Eldridge estrechó las manos de todos los que había a su alrededor. En cierta forma, esto simbolizaba la consumación del ciclo que Alfredex había utilizado para demoler el estúpido concepto de las paradojas temporales.
La familiar oscuridad se tragó a Eldridge cuando este apretó el botón en su Transportador.
Había cesado de ser Eldridge II.
A partir de este momento, era Eldridge I y sabía exactamente a donde iba a ir, que es lo que iba a hacer y las cosas que necesitaba para todo ello. Esto le conduciría a su objetivo y a la muchacha, porque no había duda de que iba a volver aquí y vivir su vida junto a ella, sus buenos vecinos, libros y música, en paz y satisfacción.
Era maravilloso saber que todo iba a suceder tal como él siempre lo había soñado. Incluso tuvo un sentimiento de afecto y gratitud para Viglin y Alfredex.

4 comentarios

  • Crow

    SOBRE EL TIEMPO Y TEXAS
    William F. Nolan
    Las paradojas temporales son el vehículo ideal de las «gimmick stories», como las llaman los americanos, es decir, las «historias con trampa», con «truco», llamadas también «gadget stories», auténticas viñetas escenificadas en las que todo el impacto de la historia está en la frase final. «Sobre el tiempo y Texas» es un excelente ejemplo de ellas. Pero no acudan a la última frase antes de tiempo, por favor: saboreen antes todo el planteamiento…
    —De un solo tiro —declaró el Profesor C. Cydwick Ohms, exhalando una tenue nubécula de humo de su pipa y meciéndose sobre sus talones—, quiero resolver el problema más grande con que se enfrenta hoy en día la humanidad. Los viajes espaciales, que en su mejor momento no dejaron de ser un sueño infantil, fallaron miserablemente. El colonizar el árido Polo es un asunto enrevesado y sin porvenir. Y resulta imposible hacer cumplir su obligatoriedad al Programa Obligatorio de Control de Natalidad. La superpoblación continúa siendo la espina que más honda tenemos clavada.
    Caballeros… —hizo una pausa para contemplar cara a cara a cada uno de los periodistas y fotógrafos allí reunidos—…tan solo hay una respuesta.
    —¿La aniquilación en masa? —interrogó un aprendiz de periodista.
    —¡Vamos, muchacho! ¡Claro que no! —se indignó el Profesor—. La respuesta es: ¡EL TIEMPO!
    —¿El tiempo?
    —Exactamente —afirmó Ohms. Apartó con un dramático floreo una cortina de terciopelo rojo, con lo que dejó al descubierto una alta estructura de brillante metal—. ¡Como ustedes pueden ver!
    —¡Hey! ¿Qué demonios es esa cosa? —exclamó el aprendiz.
    —¡Esa cosa —replicó el Profesor con acidez—, es la Puerta del Tiempo de C. Cydwick Ohms!
    —¡Caramba, una Máquina del Tiempo!
    —¡No, no! ¡Por favor, muchacho! Una Máquina del Tiempo, en su acepción popular, es imposible. ¡Locuras! Sin embargo… —el Profesor golpeó la pipa para expulsar la ceniza—Por una serie, matemáticamente precisa, de infinitos cálculos, he desarrollado la extraordinaria Puerta del Tiempo de C. Cydwick Ohms. Ábranla, den tan solo un paso y… ¡al Pasado!
    —Pero ¿cuando en el pasado, Profe?
    Ohms sonrió con superioridad al círculo de rostros expectantes.
    —Caballeros, ¡tras esa puerta se extiende el ilimitado y gigantesco Suroeste norteamericano! ¡La suficiente tierra como para absorber los sobrantes de población de la Tierra así de fácilmente! —chasqueó los dedos—. Estoy hablando, caballeros, de Texas en 1890.
    —¿Y qué ocurrirá si los texanos protestan?
    —No tienen elección. La Puerta del Tiempo funciona estrictamente en un solo sentido.
    Me preocupé de eso. Será totalmente imposible para cualquiera en 1890 regresar a nuestro mundo del 2063. Y ahora… ¡el Pasado espera!
    Descartó sus vestiduras profesionales. Bajo ellas, Cydwick Ohms llevaba puesto un extraño y antiguo atavío: botas negras de montar, brillantes y adornadas con plata; un ancho cinturón cuajado de pedrería, con una inmensa hebilla que ceñía unos pantalones de lana; una camisa a cuadros de colores chillones, cerrada en el cuello por un pañuelo de fulgurante color rojo. Se encasquetó alegremente un sombrero vaquero, y dio un paso hacia la Puerta del Tiempo.
    Asiendo una manija de marfil, la movió hacia arriba. La gran puerta metálica se movió lentamente hacia atrás.
    —El tiempo —dijo simplemente Cydwick Ohms, señalando hacia la grisácea nada, más allá de la puerta.
    Los periodistas y fotógrafos se abalanzaron hacia adelante, con las cámaras y los cuadernos de notas a punto.
    —¿Qué ocurrirá si la puerta se cierra después de que usted haya partido? —preguntó uno de ellos.
    —Un temor sin fundamento, muchacho —aseguró Ohms—. Me he preocupado para que la Puerta nunca pueda cerrarse. Y ahora… adiós, caballeros. O, para decirlo en el lenguaje de la época: So long, hombres.
    Ohms hizo una profunda reverencia, dio un tirón final a su sombrero y avanzó un solo paso al frente.
    Se quedó quieto, parpadeando. Entonces maldijo, golpeó a la inamovible barrera gris con los puños cerrados y retrocedió, jadeante, hasta su escritorio.
    —¡He fallado! —sollozó en voz baja—. ¡La Puerta del Tiempo de C. Cydwick Ohms es una chapuza! —y hundió la cabeza entre sus trémulas manos.
    Murmurando entre sí con disgusto, los periodistas y fotógrafos empezaron a salir del laboratorio.
    De repente, el profesor alzó la cabeza.
    —¡Escuchen! —avisó.
    Un profundo retumbar, debilitado por la distancia, surgía de la densidad gris de la Puerta del Tiempo. Por encima de este sonido se podían oír débiles gritos y alaridos. Los ruidos crecían… convirtiéndose de una multitud de tambores batientes a un rugiente mar de truenos.
    Dando alaridos, los periodistas y fotógrafos se lanzaron escaleras abajo.
    « ¡Ah, otro complicado problema por resolver!», pensó el Profesor Cydwick Ohms, saltando con cierta dificultad a lomos de uno de los tres mil cuernilargos texanos que entraban en estampida en el laboratorio.

    EL PROGRAMA DEL DESTINO
    Derek Lane
    «Esta es su vida» es un programa de televisión que ha tenido auténticas resonancias mundiales, pues se ha dado en las televisiones de casi todos los países (los que tienen televisión, por supuesto) y se sigue dando aún en varias de ellas. Derek Lane, basándose en él, toma aquí la oración por pasiva y, utilizando el Tiempo como apoyo, imagina como podrá ser el programa contrario: «Esta será su vida». La idea es ciertamente interesante… y no les contamos más para no estropearles la emoción del relato y su final.
    Me pregunté cuantos de los aproximadamente trescientos millones de fans de Manley V. Goodfellow lo habrían reconocido en este momento. El carnoso rostro que irradiaba encanto en las pantallas mundiales estaba distorsionado por la ira mientras golpeaba con el puño mi escritorio.
    —¡Programa! ¿Le llamas programa a esta bufonada? Un sujeto trabaja hasta llegar a ser gerente de un supermercado, se casa con la muchacha que ha vivido toda la vida en la casa de al lado, y todo lo que hace a continuación es criar cuatro de los niños menos atractivos que jamás se hayan visto. No es bastante bueno, Jackson. Tengo que pensar en mi reputación.
    Recordaba a Goodfellow cuando aún no tenía ninguna reputación. Lo malo es que había subido demasiado rápido, elevado por el éxito del programa. Cuando Esta será su vida fue programada por primera vez, él era tan solo uno de tantos entrevistadores. Su función era simplemente hablar con la persona que protagonizaba el programa, y proveer un diálogo de relleno entre los incidentes dramáticos grabados. Si es que había alguna estrella en el programa era simplemente el Visor Temporal Strogoff; no la pantalla simulada que ustedes ven en sus casas sino el verdadero, al que nadie más que el equipo de producción puede acercarse.
    El visor suministraba el material para el programa, atisbando a lo largo de la línea, temporal futura del sujeto. Pero el público se confunde fácilmente sobre esas cosas; y habían llegado a pensar en Goodfellow como en una especie de semidiós, que creaba el futuro con sus propias manos. Y juzgando por su conducta en los últimos meses, él también estaba empezando a pensar lo mismo. Cada vez me encontraba con mayores problemas para tratar de evitar el caso y le había costado a Global un saco de dinero.
    —¿Y qué? Lo recuperan con las tarifas publicitarias. Deberíamos estar mostrando la vida tal cual es, todo lo que sucede…
    Suspiré. Era la vieja rutina de Goodfellow, y ya estaba empezando a asquearme el oírla tantas veces. Teníamos alquilado el visor Strogoff al gobierno. Éramos los únicos usufructuarios comerciales, dado que:
    (a) Los gerifaltes de Global tenían buenos enchufes en el partido gubernamental, y (b) habíamos tenido la fortuna de contar con Strogoff en nuestra nómina cuando había perfeccionado el instrumento. Aún así, existía bastante oposición en los altos círculos, y maniobras por parte de las compañías rivales. Teníamos que ser cuidadosos, y tener bien limpios nuestros expedientes, pues de lo contrario nos revocarían la licencia y Esta será su vida, el programa que más dinero había conseguido en toda la historia de la TV, desaparecería de las pantallas.
    —Mira, Manley, he estado sudando en este puesto durante los dieciocho últimos meses —le dije cansadamente—. ¿Qué es lo que te hace suponer que tú lo ibas a hacer mejor?
    —¡No te das cuenta de las posibilidades! —gritó—. Este programa es la cosa más importante que jamás haya sucedido en las comunicaciones de masas. El gobierno no se atrevería a interferir, no importa lo que hiciésemos.
    —Yo no me fiaría de eso.
    —Estás demasiado preocupado por lo mediocre —dijo Goodfellow—. ¿No te das cuenta de que millones de personas que viven vidas aburridas esperan ansiosamente durante toda la semana para que las dos horas de Esta será su vida den algún sentido a su existencia?
    Me alcé y lo miré desde lo alto, que era algo que no le gustaba en absoluto. No estaba tan gordo como él, pero tenía casi un palmo más de altura.
    —De acuerdo, Manley. Si has terminado, yo tengo trabajo que hacer.
    —¿Y sigues insistiendo en que vas a usar es e programa con Stramore? —me miró con los ojos entrecerrados.
    —Pienses lo que pienses, el programa todavía va a la cabeza en las clasificaciones… y aún soy su productor. ¿Qué te parecería si tú hicieses tu trabajo y yo el mío?
    —¿Y si rehúso participar en lo que va a ser un fracaso seguro? Me alcé de hombros. —Eso es cosa tuya. Pero si estuviera en tu caso, primero hablaría con el departamento jurídico.
    Me miró por un momento, con la cabeza hundida entre sus amplios y robustos hombros, y luego salió de la oficina sin decir ni una palabra más.
    —¡Guau! Realmente has hecho enfadar a su excelencia —dijo Terry cuando entró.
    Terry Nichols había sido mi secretaria en los dos últimos años, lo que quería decir que había participado en la concepción de Esta será su vida. Y aún así, a veces yo tenía la impresión de que no aprobaba el que fisgoneásemos las vidas privadas de la gente, aunque nunca lo hubiera expresado en palabras. No obstante, por alguna razón propia, jamás había abandonado el trabajo. Yo estaba satisfecho por ello, pues era algo más que decorativa, con su pequeño rostro de grandes ojos y su mechón de cabellos negros, muy cortos.
    —Es muy posible, pero ya era hora de que se enterase de quien dirige este programa —contesté.
    —¡Oh, oh! —Terry alzó una ceja—. ¿A sí que tú tampoco estás muy contento?
    —Ya tengo bastante con organizar el programa, sin tener que preocuparme en pelear con ese payaso pomposo.
    —Si estuviera en tu caso, Peter, vigilaría mi s tratos con él —dijo suavemente—. Tiene muy buenos amigos entre los jefes. La gente acostumbra a olvidarse de los individuos como nosotros, que trabajamos duro entre bastidores, cuando hay por medio figurones como Goodfellow. Ellos son los que salen en las pantallas y en los periódicos.
    Me acordé de las palabras de Terry cuando, a la mañana siguiente, abrí el periódico. La primera cosa que vi fue una fotografía de Goodfellow justo en el centro de la página. Y no obstante, no fue esta sino la fotografía que la acompañaba la que hizo que me olvidara del desayuno y me dirigiera a toda prisa hacia el Edificio de Televisión Global.
    Todo el impacto del programa dependía del hecho de que el sujeto no sabía nada hasta que se hallaba en el estudio frente a Goodfellow, que le decía: «Esta será su vida…» Todas nuestras investigaciones y nuestro trabajo preparatorio eran mantenidas bajo el más estricto secreto hasta ese momento, y nadie más que el equipo que trabajaba en el programa sabía hasta entonces quien iba a ser el sujeto.
    Esto no solo proporcionaba el consiguiente suspense sino que, al mismo tiempo, el secreto nos daba la seguridad de que nuestro trabajo no sería malgastado. Hasta ahora, nadie había tenido el suficiente coraje moral para rehusar servir de sujeto en un programa. Mientras que, si se les hubiera dado tiempo para reflexionar, en lugar de encontrarse ante el hecho, posiblemente muchas personas hubieran preferido que sus vidas futuras no hubieran sido expuestas en una transmisión a escala mundial.
    El sujeto del próximo programa, Stranmore, opinaba así, porque por primera vez en la historia del programa alguien había hablado fuera de tiempo. Bajo su foto y la de Goodfellow se podía ver una declaración de Stranmore en la que decía que no tomaría parte en el programa, y que si se pasaba tal programa sin su autorización, entablaría un pleito contra Global por intromisión en su vida privada.
    Cuando llegué a Global tomé el ascensor hasta el veinteavo piso y me apresuré hasta la oficina de Macklin, el Vicepresidente encargado de Producción. Era un hombre bajo y rechoncho, con la complexión de un cadáver de dos días y unos ojos de color marrón oscuro que lo veían todo. Contestó con un movimiento de cabeza a mi saludo y fue directo al grano:
    —He ordenado a los de seguridad que investiguen la indiscreción. Pero lo importante es el programa. Tan solo faltan treinta y seis horas. ¿Tiene un sustituto?
    Con Macklin no valía el irse por las ramas. Había llegado a su posición por el camino difícil, y yo respetaba su habilidad aunque no su moralidad.
    —No. Desde que pasamos a un programa se manal hemos estado usando los sujetos tan rápidamente como los vamos encontrando.
    —Pero deberían de haber estado preparados par a algo como esto —dijo secamente. —Estoy de acuerdo. Pero por el momento nos lleva siete días completos el investigar a lo largo de la línea temporal de un sujeto para grabar lo que necesitamos. Si tuviéramos otro Strogoff quizá podríamos adelantarnos al programa.
    —¿Entonces qué es lo que hacemos? —Sus ojos estaban clavados en mí mientras tomaba un cigarro de la tabaquera de su escritorio—. No podemos permitirnos el cancelar… el programa es ya algo demasiado grande.
    —Ciertamente no existe tiempo suficiente para producir un protagonista distinto —dije—. La única cosa que se me ocurre es que tomemos las grabaciones de los programas anteriores y hagamos una especie de antología de los momentos más emocionantes de todos ellos.
    Permaneció silencioso por un momento, girando el cigarro entre sus gruesos dedos, y luego dijo:
    —No me gusta, pero por esta vez podría funcionar. ¿Cuánto tardará en tenerlo dispuesto para que lo pueda ver?
    —¿A las seis de esta tarde?
    —Que sea a las cuatro —me contestó, extendiendo el brazo para tomar una cubeta llena de papeles.
    Terry y yo habíamos estado trabajando en el gabinete de montaje de grabaciones durante una hora cuando llegó Goodfellow.
    —Lástima por lo de Stranmore —dijo—. ¿Qué es lo que vais a usar como sustituto? Se lo dije.
    —¿Y Macklin aceptó eso? —preguntó.
    —¿Y qué otra cosa podía hacer? —le dije irritado—. Y ahora, por favor, déjanos tranquilos, Manley. Tenemos un montón de trabajo que hacer.
    —¿Para qué? ¿Todo eso para hacer una rancia mezcla de repeticiones? Hará que nuestra valoración baje en treinta puntos.
    —Tal vez, pero siempre es mejor que una cancelación. Su desagradable rostro se entreabrió en una afectada sonrisa. —Tal vez tampoco tenga que hacerse eso.
    Cerré de un golpe el interruptor del visor de cinta que estaba utilizando.
    —Escúchame ahora, Goodfellow. No tengo tiempo para andar jugando contigo.
    Cuando Macklin dice a las cuatro no está bromeando. ¿Qué es lo que tienes en mente?
    —Harry Vince y yo hemos estado grabando algo que haría un mejor programa que esta bazofia —dijo—. Si vienes a su despacho podrás verlo por ti mismo.
    —De acuerdo. Te daré diez minutos —dije, alzándome—. ¿Cuándo hicisteis esas grabaciones?
    —Harry y yo hemos estado investigando la línea temporal de ese sujeto a ratos libres durante el pasado mes —me contestó—. Era algo así como un experimento acerca de la forma en que a mí me gustaría hacer el programa. Por el momento está sin acabar, pero podríamos pulirlo a tiempo.
    Harry Vince, nuestro jefe de investigaciones, había sido alumno de Strogoff. Era un hombrecillo de rostro enjuto, con una orla de cabello oscuro rodeando un cráneo pálido y calvo.
    —Saca esas grabaciones de Kraus, Harry —dijo Goodfellow—. Peter quiere darles una ojeada.
    —Todavía no he tenido tiempo de romper ese hiato —dijo Vince parpadeando rápidamente.
    —Eso no tiene importancia —dijo Goodfellow—. Lo cubriré con mi charla.
    —No sé… no hay nada por un total de quince meses —dijo Vince, mientras tomaba una bobina de cinta de su envase y comenzaba a colocarla en un visor.
    —¿En qué punto aproximado de la línea temporal se produce el hiato? —preguntó. —Eso es lo importante —contestó Vince—. Comienza mañana por la noche.
    Me giré enfadado hacia Goodfellow:
    —¿No te dije que no tenía tiempo que perder? ¿Qué es lo que íbamos a mostrar durante el primer cuarto de hora, si es que usásemos este sujeto… una pantalla en blanco?
    —Ya he pensado en eso —dijo Goodfellow—. Abrimos con alguna entrevista, acerca de su pasado, y mostramos algo de ese pasado que hemos grabado. Entonces podemos introducirnos en el primer incidente dramático. Créeme, cuando los espectadores vean la clase de programa que hemos escogido se olvidarán de cualquier comentario crítico.
    Vince disminuyó la intensidad de las luces y la cinta empezó a pasar a través de la pantalla monitor.
    Goodfellow había tenido razón cuando había dicho que Paul Kraus era bastante diferente a los sujetos normales que aparecían en Esta será su vida. La cinta mostraba que Kraus había pasado tres años de su adolescencia en un reformatorio escolar, graduándose como un criminal sin escrúpulos. A los diecinueve años ya había organizado un negocio de prostitutas y de venta de drogas que cubría una gran parte de la ciudad, y ahora, a los veintidós, ya se había introducido en los, «sindicatos» de los trabajadores de los muelles.
    Esto era solamente una breve presentación. Después del hiato, que duraba quince meses, los incidentes malignos que mostraba la cinta empezaron realmente a ponerse al rojo vivo. Crímenes, violaciones, asaltos a mano armada… en cualquier momento de su carrera Kraus estaría involucrado en todos esos crímenes y en más. Lo que más aterraba al contemplar la cinta era el conocimiento de que, habiendo sido tomada por el visor temporal, era un registro inviolable de lo que iba a ocurrir en el futuro y que no había forma humana de hacer nada para evitar que esos acontecimientos sucedieran.
    —Está bien, corta ahí —dijo Goodfellow. Se volvió hacia mí—. ¿Has visto lo que quería decir? Este Kraus hace que Capone parezca un maestro de escuela dominguero. Di el crimen que se te ocurra y Kraus, en algún tiempo de su futuro, será el rey en la especialidad.
    Había algo en su entusiasmo que me hizo sentir enfermo.
    —¿Realmente crees que voy a usar esa por quería en Esta será su vida? Daría por terminado el programa antes que utilizar eso. Ya es lo suficientemente horrible saber que esas cosas van a ocurrir, y no hay porque mostrarlas por todas las pantallas del mundo. Cualquier ciudadano decente y con espíritu cívico saldría y mataría a Kraus en el acto, y estaría haciéndole un servicio a la humanidad…
    —Sabes tan bien como yo que eso es imposible —dijo Goodfellow—. Lo que tenemos aquí en la cinta es lo que su vida va a ser. No hay ninguna duda sobre eso. ¡Es una historia terrorífica!
    —Tal vez lo creas así, pero aún soy yo el productor del programa —dije—. Tal vez en el pasado hayamos jugado sin piedad con las viejas normas sentimentales, pero nunca mostramos algo tan podrido y venenoso como eso, y no lo vamos a hacer. —Salí de la habitación y me apresuré hacia el departamento de montaje. Aún tenía un programa por preparar.
    Estaba ya cerca de completarlo cuando Macklin me llamó por el interfono y dijo que quería verme en el acto.
    —Goodfellow me dice que ha rehusado utilizar el material que le ofreció para sustituir el programa —dijo Macklin.
    —Claro que lo hice. No se podía aceptar.
    Macklin hizo una mueca y apretó contra un cenicero los masticados restos de un cigarro.
    —En su forma actual, quizá. Pero podría arreglarse un poco. — ¡No lo dirá en serio! —exclamé. Sus ojos marrones se entrecerraron.
    —Nunca bromeo, Jackson. Goodfellow me llamó hace una hora. He visto algunas de las cintas que ha hecho.
    —¿Y usted cree que podrían utilizarse para el programa? —Sí, con un buen montaje.
    —¿Cómo puede hacerse un montaje de cosa semejante? —pregunté—. De cualquier forma que se mire, el tema del programa de Kraus debería ser El crimen paga. No puede mostrarse algo así en cien millones de pantallas. No sería moral.
    —Será lo más sensacional que hayamos mostrado desde que el programa empezó —dijo Macklin—. Quiero que deje el trabajo que ha estado haciendo para montar esa antología del programa y que coopere con Goodfellow en la historia de Kraus.
    —¿Y si me niego?
    Su faz pálida no mostró ningún signo de emoción mientras decía: —Goodfellow será el productor del programa.
    —¿Haría eso?
    —¿Por qué no? —dijo Macklin—. Ya se lo he dicho anteriormente, el programa es lo importante… no su maldita conciencia. — ¿Y después de mañana noche?
    —Esperaremos y veremos —dijo Macklin, y sabía lo que él quería decir. Si mañana noche el programa era un éxito, se me despediría. Tal vez fuera lo mejor.
    —Muchas gracias —dije, y salí de la oficina.
    Terry se indignó cuando le expliqué lo que había sucedido.
    —¿No permitirás que se salgan con la suya, verdad? — ¿Qué es lo que puedo hacer?
    —Muchas cosas —dijo Terry, con vehemencia —. Por ejemplo, indagar y conseguir pruebas de que fue Goodfellow el que puso sobre aviso a Stranmore. Todo este asunto fue planeado deliberadamente por él. No es una casualidad el que tuviera a punto ese programa de Kraus.
    Era una bajeza, pero no tanto para Goodfellow. Tal vez Terry tuviera razón.
    —Stranmore trabajaba para algún supermercado de la parte Norte, ¿no es verdad? —pregunté.
    —Aquí lo tienes —Terry me puso en la mano un pedazo de papel con las señas.
    En media hora estaba en el supermercado, preguntando por Stranmore. Lo reconocí inmediatamente. Después de todo me había pasado una semana entera mirando su rostro en el visor, montando las cintas para el programa. Era un muchacho delgado y de aspecto amistoso, de cabello oscuro y espeso; llevaba una bata de almacén debido a que por el momento solo era uno de los ayudantes en el mercado.
    —Mire, señor. Por hoy ya he visto bastante gente de los periódicos. —Miró preocupado por encima de su hombro—. El Gerente está pataleando por todo el tiempo que he perdido, y es probable que me despida si esto continúa así.
    —Está bien, hijo, no te preocupes —dije—. No te va a despedir. Me apuesto lo que quieras a que no lo hace.
    —Lo dice usted muy seguro.
    —Debería estarlo —dije—. Aquí vas a ser tú el gerente, dentro de pocos años. Me miró con sospecha.
    —¿Qué es lo que trata de venderme?
    —Nada, Stranmore. Estos son los hechos. No soy de ningún periódico… soy el productor del programa Esta será su vida.
    Su cara se quedó muy pálida.
    —¡Entonces ya puede largarse de aquí! —gritó —. Usted es el buitre que está detrás de todo eso, ¿no es verdad? ¿Qué es lo que se han creído… dedicándose a espiar en la vida privada de la gente?
    —Espera un momento, Stranmore. Algunas gentes están agradecidas de saber sobre su futuro…
    —Algunos, tal vez… pero yo no. ¡Y ahora, fuera! —gritó—. Lo que dije en los diarios es final. No quiero saber nada de su asqueroso programa.
    Por primera vez empecé a comprender realmente los sentimientos de la gente que eran víctimas del programa. Antes, siempre habían sido meramente «sujetos», cuyas líneas de la vida había seguido a través del medio impersonal de las cintas del visor del tiempo; gente con la que solo me había encontrado en persona durante la breve duración del programa actual, y a la que nunca había vuelto a ver otra vez. Preocupado siempre con la producción del programa, nunca había tenido tiempo para pensar en las reacciones de una persona cuya vida futura era expuesta a la curiosidad vulgar de una audiencia masiva.
    —Está bien, Mr. Stranmore. Después de lo que ha ocurrido no hay ninguna probabilidad de que aparezca usted en el programa. Todo lo que quiero saber es como se enteró de que intentábamos utilizarlo como sujeto.
    —Lo supe por primera vez cuando un reportero del Globe me llamó a mi casa la pasada noche —dijo.
    Le di las gracias y salí precipitadamente. Mi próxima visita fue a las oficinas del Globe. Pero mi premonición de que podía haberme ahorrado el trabajo quedó justificada. No tenían intención de divulgar la fuente de su información, y no tenía modo de obligarlos a que lo hicieran. De cualquier forma, dudaba de que ellos mismos supieran la fuente. Lo más probable es que la información les hubiera llegado por medio de una llamada telefónica anónima. Había sido un estúpido al creer que Goodfellow se expondría a la posibilidad de dejar un rastro.
    A la mañana siguiente fui a la oficina como siempre, a pesar de que las preparaciones del programa nocturno ya no estaban en mis manos. Tenía una idea en el pensamiento a la que había estado dando vueltas durante toda la noche… algo que tenía que hacer.
    —Pase lo que pase, voy a dejar el programa —le dije a Terry—. La conversación que tuve ayer con Stranmore me ha hecho comprender por primera vez lo que estamos haciendo a esa gente que traemos aquí como sujetos.
    Su cara mostró la clase de expresión que yo había esperado ver desde hacía tiempo, y dijo:
    —¿Lo has visto al fin? Ya empezaba a perder la esperanza.
    —Sí, pero antes de que me vaya he de hacer un programa más… aunque nunca se llegue a mostrar. ¿Quieres ayudarme a confeccionarlo, tan pronto como el visor quede libre?
    —¿El sujeto es quien yo creo que es? —preguntó. Afirmé con la cabeza.
    —Debo examinar la línea de la vida de Goodfellow. He de saber por cuanto tiempo va a salirse con la suya con esta clase de suciedad. Entonces quizá empiece a creer en algo otra vez.
    Terry alargó la mano y me tocó suavemente en el brazo.
    —Yo te daré algo en lo que puedas creer, Peter, te lo prometo.
    Comencé a pensar en lo maravilloso que sería vivir una vida normal con una mujer como ella, lejos de esta jungla de plástico y metales cromados.
    —Gracias, Terry —dije—. Lo tendré presente cuando hayamos finalizado este último trabajo.
    El programa empezaba a las ocho, pero desde bastante tiempo antes toda la actividad estaba enfocada alrededor del auditorio, y no había nadie por los alrededores cuando Terry y yo nos introducimos en la habitación del visor del tiempo.
    Conecté el instrumento, y los dos nos sentamos esperando a que el aparato se calentara.
    —¿Estás seguro de que lo que estamos haciendo es correcto? —preguntó Terry. —Por primera vez estoy seguro de ello —dije.
    La pantalla mostró una mancha de luz, formándose luego una imagen. Mostró a dos hombres subiendo a un taxi.
    —Harry debe haber estado trabajando en ese punto del hiato hasta el último momento —dije—. Ese es Kraus, con Barney Wilson. Barney lo ha de traer al programa.
    —¿Quieres decir que el hiato se ha disipado?
    —Podría ser. Quizá se ha producido un punto de decisión durante estas últimas horas. — ¿Tal vez por el hecho de ser presentado en el programa? —sugirió Terry.
    —Posiblemente… de todos modos no es importante. El programa de Kraus ha terminado para nosotros. —Me incliné sobre el panel de control y empecé a hacer los ajustes necesarios. Había estado tanto tiempo aquí con Harry Vince, observando a los sujetos, que sabía muy bien como funcionaban los controles, y el instrumento pronto estuvo dispuesto para mostrar la línea de vida de Goodfellow.
    Pero no se formó ninguna imagen…
    —¡Es curioso! Debe haber un hiato en este punto de la vida de Goodfellow. —Aceleré el aparato de observación, cubriendo en pocos segundos un período de seis meses, y esperé a que la imagen se aclarara. Pero no hubo nada excepto una mancha difusa.
    —Prueba más lejos —dijo Terry tensamente.
    Conecté el acelerador otra vez, cubriendo esta vez un año completo. —Nada.
    —¿Estás seguro de que lo has sintonizado correctamente para Goodfellow? —preguntó Terry.
    —Desde luego, lo he hecho antes docenas de veces. —Decidí tratar de hacer un experimento. Cambiando el ajuste a como estaba anteriormente, lo sintonicé en el punto en que Kraus subía al taxi con Barney Wilson. Entonces aceleré por un momento. La imagen se hizo confusa, luego se resolvió otra vez, para mostrar a Kraus y Barney caminando juntos por el costado del auditorio de Esta será su vida.
    —Esta será su vida… ¡Paul Kraus! —El rostro de Goodfellow, con su sonrisa de locutor brillando bajo los focos, apareció a gran tamaño en la pantalla.
    —¿Hemos de ver todo esto? —preguntó Terry.
    —Puede ser importante —dije. Goodfellow y Kraus estaban ahora en el escenario. Goodfellow estaba hablando al público, efectuando la introducción del programa. Estaba de pie, dando la espalda a Kraus.
    La cara del criminal estaba pálida y rígida, los ojos hundidos en su cabeza mientras se agachaba a medias, como un animal dispuesto a saltar.
    —¡Peter! ¿Qué está haciendo? —susurró Terry.
    Kraus estaba deslizando una mano pálida y de largos dedos hacia el bolsillo interior de su americana. Mientras observaba la acción conocí súbitamente la respuesta a la aparente paradoja de una sociedad que permitía que Kraus continuara con sus actividades criminales después de que habían sido expuestas en el programa.
    La razón del hiato en la línea de la vida de Kraus era la decisión que había tomado en este momento… la decisión que evitaría que su futuro fuera mostrado. Pero hasta ese momento, hasta el desarrollo de la nueva situación, el hiato había permanecido. Y el hiato en la línea de la vida de Goodfellow…
    —¡Quédate aquí, Terry! —grité, y salí corriendo de la habitación del visor. El visor iba un poco adelantado con respecto al tiempo real, no estaba seguro de cuanto… pero tal vez aún habría una probabilidad.
    Llegué a la puerta trasera del auditorio y la abrí de un empujón. Arriba, en el escenario, algo brillante relució por un momento en la mano de Kraus. Goodfellow se detuvo súbitamente en la mitad de su discurso, su boca cayendo abierta sin formar ningún sonido. Entonces, como una torre dinamitada, empezó a caer lentamente hacia adelante, hacia el foso de la orquesta. Mientras caía, vi el puño del cuchillo hundido en medio de su espalda. No había habido ningún hiato en su línea de la vida… no tenía futuro.
    Las luces del escenario se apagaron, y la cortina empezó a descender. A mi alrededor, las mujeres estaban chillando…

  • Crow

    EL FUNDADOR DE LA CIVILIZACIÓN
    Romain Yarov
    Desde la máquina del tiempo de Wells (un armatoste) hasta los actuales y cómodos cinturones temporales que utilizan algunos héroes (y heroínas) de ciencia ficción, habrán de pasar muchos años de investigación y desarrollo. Claro que, una vez realizado el invento del viaje temporal, es indudable que los perfeccionamientos se irán sucediendo a gran velocidad… hasta el punto de que incluso llegue un momento en que se organicen competiciones y carreras de viajes temporales. Esta es la idea que toma Romain Yarov, uno de los más importantes escritores soviéticos de ciencia ficción (no todos han de ser americanos), para ofrecernos una divertida historia de lo que puede llegar a ser el viaje temporal convertido en espectáculo… con su irónica moraleja final incluida.

    Por fin, después de todo, fueron incluidas las carreras de máquinas del tiempo en el programa de competiciones de los deportes técnicos. La larga y persistente lucha de los aficionados fue coronada por el éxito. Estaban orgullosos, y tenían buenas razones para estarlo. Desde hacía ya tiempo, desde aquel día en que apareció la primera noticia sobre la fabricación de un modelo experimental de una máquina del tiempo, se inició un flujo de cartas a los editores de las revistas de técnica popular tales como Conocimientos para la Juventud, La Ciencia es Fuerza y Tecnología y Vida, que fue incrementándose con el tiempo. AI principio, las revistas guardaron silencio, pero finalmente, todas al mismo tiempo, publicaron descripciones de modelos de máquinas del tiempo de tipo turístico, familiar y de competición, con planos en colores fuera de texto. Rápidamente se formó una federación deportiva para agrupar a los viajeros al pasado. Como presidente honorífico fue elegido un anciano de ciento cuarenta y siete años. Efectuaron varias competiciones de largo recorrido, pero ninguno logró ir más atrás que al siglo diez y seis.
    Mientras tanto, los mejores corredores de calibre internacional estaban ya viajando al siglo primero antes de J. C. Inesperadamente, de Suecia llegó una noticia que hizo tambalear a todo el mundo del deporte. Un corredor de diecinueve años de edad, llamado Jorgen Jorgenson, viajó a través de veinticuatro siglos en tres horas, dieciocho minutos, cuarenta y ocho segundos y tres décimas. Como respuesta apareció un artículo en un periódico deportivo bajo el gran titular: «Recuperemos nuestra antigua gloria». En el artículo se criticaba a las fábricas que habían hecho posible la producción masiva de máquinas temporales para las necesidades científicas pero que habían olvidado a los deportistas. La crítica surtió el efecto deseado, y se fabricaron y probaron varios modelos deportivos con espléndidos resultados.
    Y entonces se tomó la decisión de incluir las carreras temporales en el programa de las Espartaquiadas, las competiciones destinadas a juegos deportivos técnicos.
    La gente iba desde el metro al estadio. Los programas revoloteaban como insectos en las manos de los vendedores, proclamando: « ¡Ultima prueba! ¡Carreras de fondo! ¡Los principales competidores son Vassily Fedoseyev y Konstantin Paramonov!» El sol brillaba, la música retumbaba; innumerables zapatos taconeaban en el pavimento, y los niños correteaban de un lado a otro. Todo el mundo estaba alegre, todo el mundo discutía.
    —Paramonov tiene resistencia y coordinación pero, si es que puedo hacerle la pregunta, ¿qué es lo que tiene Fedoseyev?
    —Pero durante las prácticas en Sukhumi…
    —¡Paramonov, Paramonov! ¿Y quién es ese Paramonov? Pero si Fedoseyev… —No me cuente más historias de ese Fedoseyev…
    Era asombroso el grado en que estaban informados los aficionados. Entre el metro y el estadio estaba siendo desarrollada toda una ciencia, con predicciones y experimentos, con una lógica incontrovertible, con unos problemas formulados con propiedad y metodología, unas escuelas de pensamiento opuestas. Mientras, en los mástiles, ondeaban banderolas en las que máquinas de competición de color azul volaban hacia la gloria, mientras a su alrededor, formando una espiral, se hallaban Atenas y Esparta, Roma, Cartago, Bizancio, Gengis Kan y Napoleón. Esta espiral, según la idea del artista, indicaba toda la extensión de la historia humana. Lo cierto es que los corredores nunca podían ver tales cosas. Estaba absolutamente prohibido el detenerse en las remotas épocas del tiempo. En la pista de ceniza del estadio, los atletas esperaban la señal. No se hallaban situados en línea, sino en el punto que cada uno de ellos había elegido. Se requería de ellos que no se retrasasen al partir, pero el lugar desde el que lo hacían no tenía importancia. El entrenador de Fedoseyev, canoso veterano entre los pilotos de prueba, estaba palpando algunas tuercas del chasis de la máquina mientras murmuraba al oído de su pupilo las últimas exhortaciones.
    —Lo más importante es que no eches a correr al principio. Tienes ganas de hacerlo, pero espera un poco. Aguanta hasta que cojas un buen ritmo. Y, entonces, tienes que mantenerte todo el tiempo que puedas. Recuerda que Paramonov no es demasiado ducho en adaptarse a una marcha constante. Y no te olvides de la atracción del plasma…
    Lanzó su cazadora a cuadros a los muchachos del club; su fuerte brazo, enfundado en la manga de su mono deportivo, descansaba sobre los hombros de Fedoseyev.
    Un joven delgado, con gafas, llegó corriendo a lo largo de la pista. Era un licenciado, un historiador que era el especialista en la ruta, y que se había dedicado al deporte tras graduarse en la universidad. Apretó las manos de los nerviosos corredores y los abrazó.
    —Simplemente, no se detengan —repetía una y otra vez—. Simplemente, no interfirieran con el pasado…
    Los controles habían salido ya a la ruta. Es muy difícil el mantener una máquina en marcha en un punto preciso en el tiempo: las desviaciones en ambos sentidos varían de cinco a diez segundos. Por tanto, sus siluetas parecían como fantasmas situados entre nubes. Planeaban a lo largo de toda la ruta de la historia humana. La gente los veía en todas partes y los tomaba por signos sobrenaturales o por fenómenos atmosféricos. Los filósofos, riéndose de las supersticiones, hablaban de juegos de luz en el aire. Dos siglos más atrás llevaban brujas y herejes a la hoguera. Aún más atrás, los caciques de las tribus nómadas los miraban y se regocijaban, pues el jinete fantasmal era signo de una escaramuza feliz y de un buen botín. Mientras que, en el extremo más lejano de la ruta, más allá de donde las características técnicas de las máquinas del tiempo permitían llegar, los profetas elevaban sus manos huesudas hacia el cielo y, con sus barbas temblando, exponían la injusticia del mundo.
    Las competencias de velocidad de vuelo en el tiempo eran invisibles para los espectadores. Apenas se hubo dado la señal de partida, los corredores desaparecieron. La carrera se celebraba fuera de su vista, como en un maratón en el que los exhaustos corredores compiten unos con otros en caminos alejados de los grádenos. Pero se habían iniciado las pruebas de pista y todo el mundo, a excepción de los entrenadores, dejó de pensar en aquellos que se habían alejado por entre los siglos.
    Apareció repentinamente, exactamente en el mismo punto en que había desaparecido. Al principio la vibración impidió que se pudiera ver bien al corredor, pero luego se comprobó claramente que se trataba de Konstantin Paramonov.
    El entrenador corrió hacia su pupilo, lo abrazó alegremente, y le ayudó a sacarse su casco y la cazadora con las plumas. Juntos comenzaron a arrastrar la máquina a un lado y se quedaron esperando a los otros. Se encendieron unos números en el tablero de resultados y la voz del locutor dio el tiempo, añadiendo con alegría mal disimulada:
    —Es un gran resultado.
    Por los graderíos corrió un murmullo. Los partidarios de Fedoseyev fruncieron el ceño. Los otros corredores fueron llegando uno tras otro. Aún los que eran menos favoritos del público ya se hallaban en la pista. Pero Fedoseyev no aparecía.
    Se inició una cierta confusión en los graderíos. Se oyeron gritos. El Comité Arbitral se puso en contacto con los controles a todo lo largo de la ruta. Era imposible aclarar el asunto. El entrenador de Fedoseyev se puso la cazadora y pidió que se diera cuenta en el informe de la mala organización de la competición. El historiador correteaba inquieto.
    Entonces, tan solo cuando ya habían hecho pasar una gran máquina del tiempo del servicio de reparaciones a través de las puertas del estadio, fue cuando apareció Fedoseyev. Estaba pálido y exhausto; sus ojos azules brillaban apagados, su cabello rubio estaba cubierto de polvo, su pequeña barba se alborotaba hacia un lado y su rostro, usualmente de buen humor, aparecía ahora como distante. El entrenador se dirigió rápidamente hacia él.
    —¿Qué te pasó? —gritó—. ¿Qué te retuvo? —Un accidente —dijo cansinamente Fedoseyev.
    —¿Y te detuviste? —preguntó el horrorizado historiador. —Por poco tiempo.
    —¿Dónde? ¿En qué siglo?
    —Miren en el panel de instrumentos.
    Miraron el panel. El indicador estaba detenido en el siglo treinta y tres antes de Jesucristo.
    —¡Perder un récord como este! —el entrenador agitó la mano—. ¡Oh, hermano! Se giró, y se alejó.
    Por detenerse, Fedoseyev fue descalificado por varios meses. Pero como no podía imaginar su vida sin el deporte, siguió entrenándose como antes, escuchando las explicaciones del entrenador y las conferencias del historiador. Ciertamente que el entrenador había disminuido sus horas de trabajo, pues estaba preparando un libro: El Compañero del Viajero del Tiempo Principiante. Pero el historiador estaba haciendo todo lo que podía. Hasta llegó a traer a un amigo suyo a las conferencias, un graduado por un instituto de mecánica y matemáticas que explicó a los corredores los principios del movimiento a través del tiempo desde el punto de vista de los espacios intermedios y las probabilidades negativas.
    En una ocasión, el equipo completo fue a un museo. El historiador los llevó para que pudieran familiarizarse con los lugares memorables de la ruta. Hachas, sepulcros, vehículos… Las sensaciones que tenían mientras se movían a través de las brillantes salas eran similares a las que notaban durante las carreras, cuando pasaban casi ciegos a través de los siglos. De repente, cerca de un objeto casi insignificante, Fedoseyev se detuvo. Los otros continuaron, pero él se quedó allí como si hubiera echado raíces, mirando sin poderse mover. El historiador se giró y se dirigió hacia él. En lo profundo de su ser, simpatizaba con Fedoseyev: él también soñaba con asombrosas expediciones al pasado, pero no podía convertirse en corredor porque le resultaba imposible aprender cómo manipular los controles.
    —¿Y bien, qué estás mirando? —Tomó amistosamente a Fedoseyev por el hombro—. Es tan solo un vulgar objeto de culto de finales del neolítico. Fue hallado en un santuario durante las excavaciones de la capital del poderoso reino de Tlen-Tlits. Todo está escrito ahí abajo…
    —No —dijo turbado Fedoseyev—. Eso es mi encendedor.
    —¿Qué? —los ojos del historiador se abrieron tanto como si hubiera visto a un faraón con vida.
    —Sí. Te lo aseguro. — ¿Cómo puede ser eso?
    —¿Te acuerdas de mi última carrera? ¿Aquella por la que me descalificaron? Me alejé mucho aquella vez. Y, si no hubiera sido por aquel cable en el filtro de fotones, yo habría sido el primero, y Paramonov no hubiera ni soñado en hacerse con el premio. Empujé el control… y no quería moverse. Lo empujé de nuevo, y siguió sin querer moverse. Y la velocidad era tremenda. Tú mismo puedes comprender que en una máquina sin control uno se puede desmaterializar en un abrir y cerrar de ojos. Tuve que detenerme, pero como siempre llevo conmigo las herramientas, abrí la tapa, miré, y vi que se había desgastado el cable y estaba colgando por un solo hilo. Maldije. El mecánico había apretado demasiado la tuerca y yo había estado estirando todo el tiempo. Tan solo funcionaba a toda velocidad. Me quedé pensativo y me rasqué la cabeza. Oh, bien, pensé, no debía de haberme detenido. Debí de regresar sin reparar. Bueno, podría haberme disuelto en el tiempo, pero en cualquier forma eso habría sido mejor que sentarme a esperar a que pasasen trescientos siglos hasta mi nacimiento. No investigué los alrededores… no había tiempo. De repente, del bosque, un bosque que se hallaba cerca, a unos metros de mí, surgieron unos hombrecillos. Gritaban algo. Corrieron hacia mí y de repente, todos ellos… ¡pum!, cayeron de rodillas.
    » ¿Qué estáis haciendo?, les pregunté. Murmuraron. Iban descalzos, casi desnudos, tan solo se cubrían con las pieles de animales salvajes. Pedí algo de beber. Me trajeron un poco de agua en un pellejo. ¡El pellejo estaba sucio! Les dije: mi entrenador me prohibió beber agua sospechosa; ¿no tienen otra que haya sido hervida? No me comprendieron, y entonces pensé que no conocían el fuego. Encontré una roca con una hendidura como un cuenco. Eché agua dentro, recogí unas ramas y encendí un fuego. Herví el agua y bebí. Les enseñé el cable desgastado. Se quedaron pensativos; luego me trajeron una especie de fibra basta. La trabajé y la probé… no iba mal, aguantaría.
    Gracias, amigos, les dije; aquí tenéis mi encendedor como recuerdo. Así tendréis carne cocida y agua hervida. No bebáis agua sin hervir… lleva millones de microbios. Paz y amistad.
    »Y entonces me fui de allí. Y resulta que estuve con ellos diez minutos, mientras que aquí pasaron tres horas… Pero, ¿qué estás haciendo? ¡Espera!
    El historiador agarró a Fedoseyev por el brazo y lo arrastró hasta la salida. Se deslizaron por el suelo encerado, mientras el licenciado repetía entre dientes:
    —¡Sígueme! ¡Tan solo sígueme!
    En su casa, el historiador empujó al sorprendido Fedoseyev hacia un sillón, tomó un pequeño volumen de color púrpura de la biblioteca y rápidamente encontró la página que buscaba.
    —¿Llevabas barba cuando la carrera?
    —Sí —suspiró Fedoseyev—. Una barbita. Querían que me la afeitase. Decían que no me favorecía.
    —¡Entonces, escucha!
    Y el historiador comenzó a leer con voz cantarina, manteniendo el libro todo lo lejos que le permitían los brazos:
    —Llegó a nosotros desde el cielo, y tenía una barba roja. Era un gran jefe sabio que nos enseñó cómo capturar el fuego y guardarlo. Nos dio un espíritu que podía mandar al fuego. Y regresó de nuevo a su lugar en el cielo. Hijo del sol y hermano de la luna…
    «Estos son unos antiguos signos descubiertos en el mismo lugar. ¿Comprendes? Fedoseyev se alzó de hombros.
    —¡Ese eres tú! Bajaste del cielo y les diste un espíritu que podía mandar al fuego. Así es como describen tu encendedor. ¡Tú empezaste la civilización! ¡Eres un gran hombre!
    —¡Imagínate! —dijo Fedoseyev, abriendo mucho la boca—. ¡No se olvidaron! ¡Hijo del sol y hermano de la luna!
    —Sí. Así es como lo traduce el académico Ornithoptersky.
    El historiador escribió acerca de este suceso a muchos periódicos. «Una noble hazaña»; «Atleta ayudado en una dificultad»; «Así se comportan los verdaderos deportistas». Fedoseyev se hizo famoso. Comenzó a recibir cartas. Gente muy apartada del mundo de los deportes oyó hablar de él. Lo volvieron a aceptar en el equipo, y empezó a prepararse seriamente para las competiciones venideras. Y, lo que es más, comenzó a pensar, haciéndose a sí mismo la pregunta: ¿cómo es que no se dio cuenta de que había fundado la civilización?
    No se volvió orgulloso; iba rigurosamente a todos los entrenamientos, y todo el mundo estaba satisfecho con él. Todo el mundo… excepto su entrenador. El entrenador consideraba que su pupilo no tenía el suficiente espíritu de lucha. La civilización era la civilización; algo bastante bueno, pero ninguna de esas cuestiones sociales debería interferirse con los eventos deportivos; durante las competiciones, uno tenía que intentar conseguir la victoria a cualquier precio. Uno podía establecer la civilización en las horas libres. El entrenador llegó hasta a creer que, como atleta, Fedoseyev no tenía ningún futuro; pero cuando vio la respuesta de la comunidad ante el noble acto de Fedoseyev, decidió guardar sus ideas para sí mismo. Y, en dos ocasiones, hasta llegó a aparecer en la prensa con artículos sobre asuntos de moral.

  • Crow

    EL ARMARIO TEMPORAL
    Lewis Padget
    Lewis Padgett es el nombre utilizado por los esposos Henry Kuttner y C. L. Moore, dos grandes exponentes de la ciencia ficción norteamericana, para firmar su obra conjunta.
    Bajo este nombre crearon un curioso personaje, el doctor Galloway (llamado también Gallegher, en otras historias), cuya principal cualidad es la de inventar «de oído», sobre todo cuando está borracho (lo cual ocurre muy a menudo), sin que luego sepa dilucidar el qué, cómo y para qué de su invento. En este relato inventa nada menos que un armario temporal, y la paradoja de la historia no afecta tan solo al tiempo, sino a otras dimensiones. Claro que, diría un purista, ¿qué es el tiempo sino otra dimensión?
    Galloway tocaba de oído, lo que podría haber estado bien si hubiera sido músico… pero era un científico. Un científico borracho y errático, pero bueno. Había deseado ser un técnico experimentador, y hubiera resultado excelente en esa tarea, pues, a veces, tenía un destello de genio. Desafortunadamente, no había tenido dinero para una tal educación especializada, y ahora Galloway, que profesionalmente era supervisor de máquinas integradoras, mantenía su laboratorio simplemente como hobby. Era el laboratorio de aspecto más extraño en seis estados. Galloway había pasado diez meses construyendo lo que él llamaba un órgano de licor, que ocupaba la mayor parte del espacio disponible. Podía reclinarse en un sillón confortablemente tapizado y, manipulando botones, verter bebidas en maravillosa cantidad, calidad y variedad hacia su encallecida garganta. Dado que había fabricado el órgano de licor durante un largo período de borrachera, no lograba recordar los principios básicos de su construcción. En cierta manera, esto era una verdadera pena.
    Había un poco de todo en el laboratorio y, en mayor parte, eran cosas incongruentes. Los reos tatos estaban ataviados con pequeñas falditas, como bailarinas de ballet, y tenían caras sonrientes hechas con arcilla. Un generador llevaba el nombre de «Monstruo», y otro, mucho más pequeño, ostentaba el de «Burbujas». Dentro de una retorta se veía un conejo de porcelana, y sólo Galloway sabía cómo había logrado meterlo allí. Justo junto a la puerta había un monstruoso perro de hierro, originalmente pensado para los jardines Victorianos, o quizá para el infierno, y sus orejas, ahuecadas, servían como soportes para tubos de ensayo.
    —Pero, ¿cómo lo haces? —preguntó Vanning.
    Galloway, con su enjuta figura reclinada bajo el órgano de licor, lanzó un martini doble hacia el interior de su boca.
    —¿Eh?
    —Ya me has oído. Podría conseguirte un excelente trabajo si usases ese loco cerebro tuyo. O, al menos, aprendieses a hacer ver que lo utilizabas.
    —Lo intenté —murmuró Galloway —No sirve. No puedo trabajar cuando me concentro, excepto en cosas mecánicas.
    Creo que es mi subconsciente el que debe de tener un alto C.I.
    Vanning, un obeso hombrecillo con rostro enrojecido y cubierto de cicatrices, golpeó sus tacones contra Monstruo. A veces, Galloway le irritaba. Aquel hombre jamás se daba cuenta de su capacidad potencial, o de lo que ésta podía representar para Horace Vanning, Analista Comercial. Naturalmente, el «comercio» era extralegal, pero las complicadas relaciones de negocios de aquella época dejaban muchos agujeros por los que podía deslizarse un hombre astuto. En realidad, Vanning trabajaba como asesor de personas deshonestas. Era un buen negocio. En aquellos días era raro un profundo conocimiento de la jurisprudencia: los estatutos estaban tan liados, que eran necesarios años de investigaciones antes de que uno lograse siquiera entrar en una facultad de leyes. Pero Vanning tenía un equipo de expertos muy buenos, una colosal biblioteca de transcripciones, decisiones y datos legales, y, por una cantidad adecuada, le podría haber dicho al mismo Landrú cómo salir libre.
    Los aspectos más sórdidos de su trabajo los manejaba estrictamente en privado, sin asistentes. Por ejemplo, aquel asunto del arma neural…
    Galloway había construido aquella notable arma sin darse del todo cuenta de su importancia. La había hecho de cualquier manera, una tarde, acabando de montarla con cemento de metales cuando Soldador se había estropeado. Y se la había entregado a Vanning a petición de éste. Vanning no la tuvo mucho tiempo; pero había ganado miles de créditos alquilando el arma a asesinos en potencia. Como resultado, el departamento de policía tenía un tremendo dolor de cabeza.
    Un hombre con contactos iba a ver a Vanning y le decía:
    —He oído que puede arreglar un asesinato perfecto. Suponga que yo quisiese…
    —¡Un minuto! No puedo estar de acuerdo con una cosa así.
    —¿Cómo? Pero…
    —Teóricamente, supongo que podría darse el caso de un asesinato perfecto.
    Supongamos que se hubiera inventado un nuevo tipo de arma, y supongamos, simplemente por poner un ejemplo, que se hallase en un armario del Campo de Estratonaves de Newark.
    —¿Cómo?
    —Simplemente, estoy exponiendo una teoría. El armario número 79, combinación treinta-azul-ocho. Esos pequeños detalles siempre le ayudan a uno a plantearse una teoría, ¿no?
    —¿Quiere usted decir…?
    —Naturalmente, si nuestro asesino tomase esta arma imaginaria y la usase, sería lo bastante listo como para tener dispuesto un paquete postal, dirigido a… digamos… el armario número 40 del puerto de Brooklyn. Podría meter el arma en el paquete, sellarlo, y deshacerse de esta prueba en el buzón más cercano. Pero todo esto son puras teorías. Lamento no poder ayudarlo. Mi tarifa por una entrevista es de tres mil créditos. Mi secretaria aceptará su cheque.
    Después, resultaba imposible presentar una acusación. La norma 875-N del juzgado de Illinois, en el caso del Estado contra Dupson, daba el precedente: debía determinarse la causa de la muerte. Era preciso tener en consideración la posibilidad de un accidente. Como el juez supremo Duckett había dictaminado durante el juicio de Sanderson contra Sanderson, referente a la muerte de la suegra del acusado…
    Seguro que el fiscal, con su equipo de expertos en toxicología, se da cuenta de que…
    Y, en resumen, su señoría, debo solicitar respetuosamente que el caso quede sobreseído por falta de evidencias y pruebas de casus mortis…
    Galloway jamás se enteró de que su arma neural era peligrosa. Pero Vanning acudía a menudo al desordenado laboratorio, contemplando ávidamente los resultados de los trasteos científicos de su amigo. En más de una ocasión había adquirido excelentes artefactos de esta manera. El problema era que Galloway no quería trabajar.
    Este tomó otro trago de martini, agitó la cabeza, y estiró sus enjutos miembros. Parpadeando, trastabilló hasta una repleta mesa de laboratorio y comenzó a juguetear con trozos de alambre.
    —¿Estás haciendo algo?
    —No sé. Simplemente, muevo las manos. Así es como van las cosas: construyo cosas, y a veces funcionan. El problema es que jamás sé exactamente qué va a resultar. ¡Buf! —Galloway dejó caer los alambres y regresó al sillón—. Al infierno con eso.
    Era un tipo raro, reflexionó Vanning. Esencialmente, Galloway era amoral y totalmente fuera de lugar en aquel mundo demasiado complicado. Parecía contemplar, desde una atalaya que le era propia, y con un cierto regocijo hosco, lo que sucedía, mostrándose generalmente desinteresado. Y hacía cosas…
    Pero siempre y únicamente para diversión propia. Vanning suspiró y contempló el laboratorio, mientras su alma ordenada se sentía molesta por el desbarajuste. Automáticamente, recogió una arrugada bata del suelo, y buscó un colgador.
    Naturalmente, no había ninguno. Hacía mucho que Galloway, al quedarse sin metal conductor, los había arrancado todos y usado en algún cacharro.
    El llamado científico estaba creando un zombie, con sus ojos entrecerrados. Vanning fue a un armario metálico que había en un rincón, y abrió la puerta. No había colgadores, pero plegó cuidadosamente la bata y la dejó en el suelo del armario. Luego, regresó a encaramarse sobre Monstruo.
    —¿Quieres un trago? —le preguntó Galloway. Vanning negó con la cabeza. —No, gracias. Tengo un caso mañana.
    —Siempre puedes tomar tiamina. Aunque es una cosa repugnante. Yo trabajo mejor cuando tengo cojines hinchables alrededor de mi cerebro.
    —Bueno, pues yo no.
    —Es simplemente una cuestión de habilidad —zumbó Galloway— que cualquiera puede alcanzar si lo intenta… ¿qué es lo que estás mirando?
    —Ese… armario —dijo Vanning, frunciendo el ceño, perplejo—. ¿Qué infiernos…? Se puso en pie. No había cerrado con cuidado la puerta, y ésta se había abierto. Y no se veían señales de la bata que acababa de meter dentro.
    —Es la pintura —le explicó adormilado Galloway—. O el tratamiento. Lo bombardeé con rayos gamma. Pero no sirve para nada.
    Vanning se acercó y giró una lámpara fluorescente en una posición más conveniente. El armario no estaba vacío, como al principio había imaginado. La bata ya no estaba allí, pero en su lugar se veía una pequeña mancha de… algo, de color verde pálido y más o menos esférica.
    —¿Funde las cosas? —preguntó Vanning, observando detenidamente.
    —Tsk-tsk. Saca eso. Ya verás. Vanning dudó en meter la mano dentro 94 del armario.
    En lugar de eso, encontró unas largas pinzas para tubos de ensayo y sacó con ellas la mancha. Era…
    Vanning apartó apresuradamente la vista. Le dolían los ojos. La mancha verde estaba cambiando de color, forma y tamaño. Un movimiento reptante y no geométrico la agitaba. De pronto, notó muy pesadas las pinzas.
    No era extraño. Estaban sosteniendo la bata original.
    —¿Sabes?, hace eso —dijo con aire ausente Galloway—. Y debe de haber una razón.
    Meto cosas en el armario, y se hacen pequeñas. Las saco, y se vuelven grandes de nuevo. Supongo que se lo podría vender a un mago de teatro —su voz sonaba dubitativa.
    Vanning se sentó, palpando la bata y mirando al armario metálico. Era oblongo, de aproximadamente un metro por un metro por un metro y medio, recubierto con lo que parecía ser pintura grisácea, aplicada a pistola. En el exterior era de un color negro brillante.
    —¿Cómo lo hiciste?
    —¿Eh? No sé. Trasteando —Galloway sorbió su zombie—. Quizá sea un asunto de extensiones dimensionales. Mi tratamiento puede haber alterado las relaciones espaciotemporales existentes en el interior del armario. ¿Qué querrá decir eso? —murmuró, en un vago aparte—. A veces me asustan las palabras.
    Vanning estaba pensando en teseractos.
    —¿Quieres decir que es más grande en el interior que en el exterior?
    —Una paradoja, una paradoja, una paradoja deliciosa. Explícamelo tú a mí. Supongo que el interior del armario no está en absoluto en este continuo espaciotemporal. Ten, mete ese banco en el interior. Ya verás. Galloway no hizo movimiento alguno hacia el mueble, simplemente lo señalo con la mano.
    —Tienes razón. Ese banco es mayor que el armario.
    —En efecto. Mételo poco a poco. Primero esa esquina. Adelante.
    Vanning se peleó con el banco. A pesar de su poca estatura, era muy musculoso.
    —Vuelca el armario boca arriba. Te será más fácil. —Esto… ¡Uh!… De acuerdo. ¿Y ahora qué? —Ve dejando caer el banco al interior.
    Vanning miró con ojos entrecerrados a su compañero, se alzó de hombros, e intentó obedecerle. Naturalmente, el banco no cabía dentro del armario. Sólo cupo una esquina, nada más. Después, claro, el banco se quedó atorado, balanceándose precariamente.
    —¿Y bien? —Espera.
    El banco se movió. Lentamente, se fue hundiendo. Ante la mirada atónita del boquiabierto Vanning, el banco pareció ir reptando hacia el interior del armario, con el suave movimiento de un objeto no demasiado pesado que se va hundiendo en el agua.
    No fue sorbido. Se fundió. La porción que seguía fuera del armario permanecía inalterada.
    Pero al fin, toda ella se hundió, desapareciendo.
    Vanning se inclinó hacia adelante. Un movimiento indefinido le hizo daño en la vista. Dentro del armario había… algo. Fue alterando su contorno, se empequeñeció, y se convirtió en una especie de pirámide escalena puntiaguda, de un color púrpura oscuro.
    Parecía tener menos de diez centímetros en su punto más ancho.
    —No me lo creo —dijo Vanning. Galloway sonrió.
    —Como el duque de Wellington le indicó a un subalterno, era una botella malditamente pequeña, señor.
    —Espera un momento. ¿Cómo demonios he podido meter un banco de dos metros y medio dentro de un armario de metro y medio?
    —Gracias a Newton —dijo Galloway—. La gravedad. Llena un tubo de ensayo con agua, y te lo mostraré.
    —Un momento… De acuerdo. ¿Y ahora qué?
    —¿Lo tienes hasta el borde? Bien, encontrarás algunos terrones de azúcar en ese cajón marcado «fusibles». Pon un terrón en la boca del tubo, de tal forma que uno de sus vértices toque el agua.
    Vanning colocó el tubo en un soporte, y obedeció. — ¿Bien?
    —¿Qué es lo que ves?
    —Nada. El azúcar sé está mojando. Y disolviéndose.
    —Ahí lo tienes —dijo expansivamente Galloway. Vanning le lanzó una mirada furibunda y se volvió de nuevo hacia el tubo. El terrón de azúcar se estaba disolviendo lentamente y desapareciendo. Al fin, se esfumó.
    —El aire y el agua son diferentes condiciones físicas. En el aire, los terrones de azúcar pueden existir como tales. En el agua existen como disoluciones. El vértice que se introduce en el agua está sujeto a las condiciones de esta, así que se altera física, pero no químicamente. La gravedad hace el resto.
    —Acláramelo más.
    —La analogía está bastante clara, so tonto. El agua representa la condición particular que existe en el interior del armario. El terrón de azúcar representa el banco. ¡Bien! El azúcar fue empapándose de agua, y gradualmente se disolvió en ella, de forma que la gravedad pudo ir atrayendo al terrón hacia abajo, al interior del tubo, a medida que se disolvía. ¿Lo comprendes?
    —Creo que sí. El banco fue empapándose de la… la condición existente dentro del armario, ¿no? Una condición que fue empequeñeciendo al banco…
    —In partís, pero no in fofo. Un poco cada vez. Uno puede disolver un cuerpo humano en un pequeño recipiente de ácido sulfúrico, trozo a trozo.
    —Oh —dijo Vanning, contemplando de reojo el armario—. ¿Puedes sacar de nuevo el banco?
    —Hazlo tú mismo. Mete la mano y sácalo.
    —¿Meter la mano dentro? No quiero que desaparezca.
    —No lo hará. La acción no es instantánea. Lleva algunos minutos el que se realice el cambio. Puedes meter la mano dentro del armario sin sufrir ningún efecto dañino, si no la dejas expuesta a las condiciones durante más de un minuto o así.
    Galloway se alzó lánguidamente, miró a su alrededor, y tomó un garrafón vacío. Lo dejó caer dentro del armario.
    El cambio no fue inmediato. Ocurrió lentamente, y el garrafón fue alterando su forma y tamaño hasta transformarse en un cubo distorsionado del tamaño aparente de un terrón de azúcar.
    Galloway metió la mano y lo sacó de nuevo, colocándolo en el suelo. Creció. Una vez más, era un garrafón.
    —Ahora, el banco. Mira. Galloway rescató la pequeña pirámide. Esta se transformó en el banco original.
    —¿Lo ves? Me apuesto a que esto le iba a gustar a una compañía almacenera. Probablemente se podría meter todo el mobiliario de Brooklyn ahí adentro; pero habría problemas para sacar lo que uno deseaba de nuevo. ¿Sabes?, el cambio físico…
    —Se podría trazar un plano —sugirió con aire ausente Vanning—, dibujar la forma que toman las cosas dentro del armario, y apuntar lo que eran.
    —El cerebro legal —dijo Galloway—. Quiero un trago —regresó al sillón, y asió el tubo con mano férrea.
    —Te doy seis créditos por esa cosa —ofreció Vanning.
    —Vendido. De todas maneras, ocupa demasiado espacio. Me gustaría poderlo meter dentro de sí mismo —el científico se echó a reír desmesuradamente—. Eso es divertido.
    —¿Lo es? —preguntó Vanning—. Bueno, aquí tienes —sacó cupones de crédito de su billetero—. ¿Dónde dejo la pasta?
    —Mételos dentro de Monstruo. Es mi banco… gracias.
    —Aja. Oye, aclárame un poco eso del azúcar, ¿quieres? No es simplemente la gravedad lo que afecta al terrón haciéndole caer dentro del tubo de ensayo. ¿Verdad que el agua empapa el azúcar…?
    —Tienes razón en eso. Es osmosis. No, me equivoco. La osmosis tiene algo que ver con los huevos. ¿O es la ovulación? ¡Conductividad, convección… absorción! Me gustaría haber estudiado física. Así sabría los términos adecuados. Soy un verdadero tonto, eso es lo que soy. Me casaré con la hija de Baco —acabó incoherentemente Galloway, chupando del tubo.
    —Absorción —resopló Vanning—. Es lo que hace que el agua empape al azúcar. Y, en este caso especial, las… condiciones que existen dentro del armario van siendo absorbidas por el banco.
    —Como una esponja o un papel secante. — ¿El banco?
    —-No, yo —dijo sucintamente Galloway, y cayó en un, feliz silencio, interrumpido por gorgoteos ocasionales cuando vertía licor por su encallecida garganta. Vanning suspiró y se volvió hacia el armario. Cerró cuidadosamente y corrió el pasador de la puerta antes de alzar el mueble metálico con sus musculosos brazos.
    —¿Te vas? Buenas noches. Pórtate bien, pórtate bien…
    —Buenas noches.
    —¡Pórtate… bi… en! —terminó Galloway, en un melancólico estallido de atonalidad, mientras se acurrucaba antes de quedarse dormido.
    Vanning suspiró de nuevo, y salió al frío de la noche. Las estrellas brillaban en el cielo, excepto hacia el sur, en donde la aurora de Manhattan las ocultaba. Las brillantes torres blancas de los rascacielos se alzaban en una masa desordenada. Un anuncio en el cielo proclamaba las virtudes de la Vanibulina: le levanta a uno el ánimo.
    Su vehículo estaba en la esquina. Vanning metió el armario en el portaequipajes, y condujo hacia la Flotante del Hudson, el camino más rápido hacia la parte baja. Estaba pensando en Poe… «La carta robada», que había sido ocultada a plena vista, pero doblada de otra forma y con otra dirección, de modo que su apariencia había sido alterada. ¡Por los dioses del Olimpo! ¡Qué maravillosa caja de caudales sería aquel armario! Ningún ladrón querría llevarse su contenido. Vanning podía llenar el armario con cupones de crédito, e instantáneamente se transformarían en algo irreconocible. Era el lugar ideal para ocultar algo. ¿Cómo infiernos debía de funcionar?
    No valía la pena preguntárselo a Galloway. Tocaba de oído. Una pimpinela en la orilla del río era para él una simple pimpinela… y no una Prímula vúlgaris. Desconocía los silogismos. Llegaba a las conclusiones sin- la ayuda de la premisa mayor o menor.
    Vanning pensó. Dos objetos no pueden ocupar el mismo espacio al mismo tiempo. Por consiguiente, había un tipo diferente de espacio dentro del armario…
    Pero Vanning estaba forzando sus conclusiones. Había otra respuesta… la correcta.
    Aún no la había imaginado.
    Por el contrario, apresuró su vehículo ciudad abajo hasta el edificio de oficinas en el que poseía un piso, llevando allí el armario en el montacargas. No lo colocó en su oficina privada; hubiera resultado demasiado evidente. Lo colocó en uno de los almacenes, empujando un archivador frente a él para ocultarlo en parte. No sería bueno que los empleados utilizasen aquel armario.
    Vanning se echó hacia atrás y pensó. Quizá…
    Sonó suavemente una campana. Preocupado, Vanning no la oyó al principio. Cuando lo hizo, volvió a su propia oficina y apretó el botón de respuesta del Winchell. La gris, áspera y barbuda cara del fiscal Hatton apareció, llenando la pantalla.
    —Hola —dijo Vanning.
    Hatton hizo un gesto con la cabeza.
    —He estado tratando de ponerme en contacto con usted en su casa. Pensé que quizá en la oficina…
    —No esperaba que me llamase. El juicio es mañana. Es un poco tarde para discutirlo, ¿no?
    —Dugan e hijos querían que hablase con usted. Yo les aconsejé en contra.
    —¡Oh!
    Las espesas y grisáceas cejas de Hatton se juntaron.
    —Ya sabe que actúo como fiscal en el caso. Hay muchas evidencias en contra de Macllson.
    —Eso es lo que usted dice. Pero la malversación de fondos es algo difícil de probar.
    —¿Consiguió usted un mandato judicial en contra de la escopolamina?
    —Naturalmente —dijo Vanning—. ¡No va a usar el suero de la verdad en mi cliente!
    —Esto pondrá en su contra al jurado.
    —No, dado que es por motivos médicos. La escop es perjudicial para Macllson. Tengo una prognosis al efecto.
    —¡Harmfully tiene razón! —la voz de Hatton sonaba seca—. Su cliente se apropió de esos bonos, y yo puedo probarlo.
    —Son veinticinco mil créditos, ¿no? Es mucho dinero para qué lo pierdan Dugan e Hijos. ¿Qué me dice de ese caso hipotético que le presenté?: Supongamos que se recuperaran veinte mil…
    —¿Estamos en una onda privada? ¿Sin grabaciones?
    —Naturalmente. Aquí está el interferidor —Vanning alzó un cordón metálico—. Esto es estrictamente sub rosa.
    —Bien —dijo el fiscal Hatton—. Entonces, puedo decir que es usted un sucio tramposo.
    —Ts-ts.
    —Su truco ya está demasiado usado. Apolillado. Macllson se hizo con cinco grandes en bonos, negociables en créditos. Los auditores comenzaron a comprobar las cuentas.
    Entonces acudió a usted. Y usted le dijo que tomase veinte grandes más y ofreciese devolver esos veinte si Dugan e Hijos retiraban la acusación. Macllson reparte con usted los cinco grandes, y todo se arregla.
    —No admitiré que eso sea cierto.
    —Naturalmente que no. Ni siquiera en una onda privada. Pero eso es tácito. Sin embargo, ese truco está apolillado, y mi cliente no le seguirá el juego. Van a llevar adelante el caso.
    —¿Me llamó simplemente para decirme eso?
    —No, quiero que concretemos el asunto del jurado. ¿Acepta que usen la escop con ellos?
    —De acuerdo —dijo Vanning. No dependía de un jurado comprado para el juicio del día siguiente. Su batalla se basaba en tecnicismos legales. Con unos jurados sometidos al suero de la verdad, las posibilidades quedarían igualas. Y esto ganaría días o semanas de argumentaciones y rechazos.
    —Bien —gruñó Hatton—. Va a recibir usted una buena azotaina.
    Vanning le replicó con una obscenidad no demasiado grosera, y cortó la comunicación. Al serle recordada la lucha que debería efectuar en la corte, apartó de su mente el armario cuatridimensional, y salió de la oficina. Luego…
    Luego habría tiempo suficiente para investigar con mayor detenimiento las posibilidades del notable armario. En aquel momento no deseaba ocupar su cerebro con asuntos no esenciales. Fue a su apartamento, hizo que su criado le preparase un combinado, y se derrumbó en la cama.
    Y, al día siguiente, Vanning ganó el caso. Basó su defensa en complicados tecnicismos y oscuros precedentes legales. El meollo del asunto era que los bonos no habían sido convertidos en créditos gubernamentales. Este punto fue probado por Vanning con complicados cálculos económicos. La conversión de aun tan sólo cinco mil créditos hubiera causado una fluctuación en la línea de los gráficos, y no existía tal cosa. Los expertos de Vanning lo explicaron con tremendos detalles.
    Para probar la culpabilidad, hubiera sido necesario demostrar, bien factualmente o por inferencia, que esos bonos habían existido después del veinte de diciembre, la fecha de su más reciente comprobación y contabilización. El caso de Donovan contra Jones podía tomarse como precedente.
    Hatton saltó en pie:
    —¡Señoría, Jones admitió luego haber realizado un desfalco!
    —Lo cual no afecta a la decisión original —dijo con suavidad Vanning—. La retroactividad no es admisible aquí. El veredicto no fue probado.
    —Continué el señor abogado defensor.
    El señor abogado defensor continuó, erigiendo un bellamente intrincado edificio de lógica casuística.
    Hatton se agitaba. — ¡Señoría, yo…!
    —Si mi experimentado opositor puede mostrar un bono, uno solo de los bonos en cuestión, le concederé el caso.
    El juez se mostró sardónico:
    —¡Pues sí! Si se pudiera presentar una tal prueba, el acusado sería encarcelado tan pronto como me fuera posible pronunciar la sentencia. Señor Vanning, usted sabe muy bien eso. Proceda.
    —Muy bien. Mi opinión es, pues, que esos bonos jamás existieron. Fueron el resultado de un error administrativo en la contabilidad.
    —¿Un error en una calculadora Pederson?
    —Como demostraré, ya han existido tales errores. Si se me permite llamar a mi siguiente testigo…
    El siguiente testigo, un experto matemático, explicó cómo una calculadora Pederson podía averiarse. Citó casos.
    Hatton le replicó en un punto:
    —Protesto contra ese ejemplo. Como todo el mundo sabe, Rhodesia es el lugar en que se halla una importante industria experimental. El testigo ha evitado mencionar la naturaleza del trabajo que se lleva a cabo en esa industria rhodesiana específica. ¿No es cierto que la Compañía Unida Henderson trabaja principalmente con mineral radiactivo?
    —Que conteste el testigo.
    —No puedo. En mis archivos no consta tal información.
    —Una omisión significativa —estalló Hatton—. La radiactividad daña el intrincado mecanismo de una calculadora Peder son. No hay ningún producto radiactivo en las oficinas de Dugan e Hijos.
    Vanning se puso en pie:
    —¿Puedo preguntar si esas oficinas han sido fumigadas recientemente? —Lo han sido, como manda la ley.
    —¿Y«se ha usado en ello algún tipo de gas de cloro? —Sí.
    —Deseo llamar a mi siguiente testigo.
    El siguiente testigo, un físico del Instituto Ultra de radiactividad, explicó que las radiaciones gamma afectan mucho al cloro, causando su ionización. Los organismos vivos podían asimilar los subproductos radiactivos y transmitirlos a su vez. Ciertos clientes de Dugan e Hijos habían estado sometidos a radiactividad.
    —¡Esto es ridículo, señoría! Pura teoría… Vanning pareció molesto.
    —Citaré el caso de Dangerfield contra Productos Austro de California. El veredicto indica que el factor de incertidumbre es una evidencia principal aceptable. Mi teoría es, simplemente, que la calculadora Pederson que contabilizó esos bonos debió de equivocarse. Si esto es cierto, no existieron tales bonos, y mi cliente es inocente.
    —Continúe el abogado defensor —dijo el juez, deseando estar en los tiempos de la revolución francesa, para poder enviar a todo aquel maldito grupo de gente a la guillotina. La jurisprudencia debería estar basada en la justicia, y no en una especie de ajedrez tridimensional. Pero, naturalmente, era la consecuencia lógica de los complicados factores económicos y políticos de la civilización moderna. Ya resultaba evidente que Vanning iba a ganar el juicio.
    Y así fue. Se ordenó al jurado que diera su veredicto. En un último y desesperado intento, Hatton pidió que se permitiera usar la escop, pero su petición fue denegada.
    Vanning hizo un guiño a su oponente, y cerró su maletín.
    Era el fin.
    Vanning regresó a su oficina. A las cuatro y media de aquella tarde comenzaron a surgir los problemas. Su secretaria anunció a un señor Macllson, y fue echada a un lado por un delgado y cetrino hombre de mediana edad que llevaba una gigantesca maleta de imitación de cuero.
    —¡Vanning! Tengo que hablarle…
    La mirada del abogado se endureció. Se alzó de su escritorio, ordenando con un gesto de la cabeza a su secretaria que se retirase. Cuando se cerró la puerta, dijo bruscamente:
    —¿Qué es lo que hace aquí? Le dije que se mantuviese alejado de mí. ¿Qué lleva en esa maleta?
    —Los bonos —explicó Macllson, con voz alterada—. Algo ha ido mal… — ¡So imbécil! Traer los bonos aquí…
    —de un salto, llegó hasta la puerta, cerrándola con llave—. ¿No se da cuenta de que si Hatton logra echar mano a esos papeles le llevarán a rastras a la cárcel? Y a mí me echarán del colegio de abogados. Sáquelos de aquí.
    —¿Quiere escucharme un minuto? Llevé los bonos a la Unidad Financiera, como me dijo, pero… pero allí había un agente esperándome. Lo vi justo a tiempo. Si me hubiera atrapado…
    Vanning inspiró profundamente.
    —Se suponía que iba a dejar los bonos en es e armario de la estación del metro durante dos meses.
    Macllson sacó una hoja de noticias del bolsillo.
    —Pero el gobierno ha declarado una congelación en los bonos y acciones de minerales. Entrará en vigor dentro de una semana. No podía esperar… el dinero hubiera quedado atrapado indefinidamente.
    —Veamos esa hoja —Vanning la examinó, y maldijo en voz baja—. ¿De dónde la sacó?
    —Se la compré a un chico que estaba junto a la corte. Quería comprobar las cotizaciones actuales de los minerales.
    —Uh-u. Ya veo. ¿No se le ocurrió pensar que quizá esta hoja estuviera falsificada? A Macllson le cayó la mandíbula.
    —¿Falsificada?
    —Exactamente. Hatton pensó que lograría sacarlo de ahí, y tenía preparado este papel. Y usted picó. Ha llevado directamente a la policía a la prueba que necesitaban, y me ha metido en un buen lío.
    —Pe… pero…
    Vanning hizo una mueca.
    —¿Por qué supone que pudo ver a ese polizonte en la Unidad Financiera? Podrían haberlo atrapado en cualquier momento, pero deseaban asustarlo para que viniera a mi oficina, y así podernos cazar a los dos de un solo tiro. Es la prisión para usted, y la expulsión del Colegio para mí. ¡Infiernos! Macllson se humedeció los labios.
    —¿No puedo salir por una puerta trasera?
    —¿Y atravesar el cordón de policías que indudablemente le está esperando? ¡Por todos los planetas! No sea más estúpido de lo necesario.
    —¿Y no puede usted… ocultar esto?
    —¿Dónde? Registrarán esta oficina con rayos X. No, no se puede… —Vanning se detuvo—. Oh, ha dicho que lo ocultase Que lo ocultase…
    Se volvió hacia el interfono.
    —¿Señorita Horton? Estoy en conferencia. No me moleste para nada. Si alguien le entrega un mandato de registro, insista en verificarlo con el juez. ¿Lo comprende? De acuerdo.
    La esperanza había vuelto al rostro de Macllson.
    —¿Todo va bien?
    —¡Oh, cállese! —le cortó Vanning—. Espéreme aquí. Vuelvo en seguida.
    Se dirigió a una puerta lateral, y desapareció. En un espacio de tiempo sorprendentemente corto, regresó, transportando pesadamente un armario metálico.
    —Ayúdeme… ¡Uh! Ahí. En ese rincón. Ahora, salga.
    —Pero…
    —Largo —ordenó Vanning—. Todo está bajo control. No hable. Lo arrestarán, pero no pueden tenerlo mucho tiempo sin pruebas. Vuelva en cuanto lo suelten.
    Empujó a Macllson hacia la puerta, la abrió, y lo echó fuera de un empellón. Después de esto, regresó al armario, abrió la puerta y miró al interior. Vacío. Claro.
    La maleta de imitación cuero…
    Vanning la metió en el armario, resoplando. Le llevó un cierto tiempo, puesto que la maleta era mayor que el armario, pero al final se relajó, contemplando cómo el objeto marrón se empequeñecía y alteraba su forma hasta quedar diminuto y distorsionado, con la forma de un huevo alargado y el color de una moneda de cobre.
    —¡Fiu! —exclamó Vanning.
    Entonces se inclinó hacia adelante, atisbando. Dentro del armario se movía algo. Un grotesco animalillo de menos de diez centímetros de altura. Era un objeto repugnante, todo él cubos y ángulos, de color verde brillante, y obviamente vivo. Alguien golpeó la puerta.
    El pequeño… ser, estaba atareado con el huevo de color cobre. Como una hormiga, lo alzaba y trataba de llevárselo. Vanning jadeó y metió la mano en el armario. El -ser cuatridimensional hizo una finta, pero no fue lo bastante rápido. La mano de Vanning descendió, y notó un movimiento convulsivo bajo su palma.
    Apretó.
    El movimiento se detuvo. Soltó al ser muerto, y retiró con rapidez la mano.
    La puerta se estremecía bajo el impacto de unos puños.
    Vanning cerró el armario y dijo: —Un minuto.
    —Échenla bajo —ordenó alguien.
    Pero eso no fue necesario. Vanning compuso una sonrisa dolorida en su rostro y giró la llave. Entró el fiscal Hatton, acompañado de unos enormes policías.
    —Tenemos a Macllson —dijo.
    —¿Eh? ¿Por qué?
    Como respuesta, Hatton hizo un gesto con la mano. Los agentes comenzaron a registrar la habitación. Vanning se alzó de hombros.
    —Se ha pasado de la raya —dijo—. Violación de domicilio, y… —Tenemos un mandato.
    —¿Basado en?
    —En los bonos, claro —la voz de Hatton sonaba cansada—. No sé dónde habrá escondido esa maleta, pero la encontraremos.
    —¿Qué maleta? —preguntó Vanning.
    —La que llevaba Macllson cuando entró. La que no llevaba cuando salió. —El juego —dijo tristemente Vanning— ha terminado. Usted gana. — ¿Eh?
    —Si le digo lo que hice con la maleta, ¿se portará bien conmigo?
    —Esto… aja. ¿Dónde…?
    —Me la comí —dijo Vanning, y se fue al sofá, estirándose para una siesta. Hatton le lanzó una larga mirada cargada de odio. Los agentes siguieron con su tarea…
    Pasaron junto al armario, tras darle una somera ojeada. Los rayos X no revelaron nada en las paredes, suelo, techo o mobiliario. También fueron registradas las otras oficinas.
    Vanning aplaudió el concienzudo trabajo.
    Al fin, Hatton abandonó. No había otra cosa que pudiera hacer.
    —Mañana presentaré una demanda contra usted —prometió Vanning—, al mismo tiempo que consigo un habeos corpus para Macllson.
    —Váyase al infierno —gruñó Hatton.
    —Hasta luego.
    Vanning esperó hasta que sus no deseados visitantes se hubieron ido. Luego, riéndose entre dientes, fue al armario y lo abrió.
    El huevo color cobre que era la maleta imitación cuero se había desvanecido. Vanning tanteó en el interior, sin hallar nada.
    Al principio, Vanning no comprendió todo el significado de aquello. Giró el armario para que diera cara a la ventana. Miró de nuevo, con idéntico resultado. El armario estaba vacío. Habían desaparecido veinticinco mil créditos en bonos negociables de minerales.
    Vanning comenzó a sudar. Tomó el mueble metálico y lo agitó. Esto no sirvió de nada. Lo llevó al otro lado de la habitación, colocándolo en otro rincón, volviendo a buscar por el piso del mismo con minuciosa meticulosidad. Por todos… ¿Hatton?
    No. Vanning no había quitado la vista del armario desde el momento en que había entrado la policía hasta que se había ido. Un agente había abierto la puerta del mueble, mirado en el interior, y la había cerrado de nuevo. Tras esto, la puerta había permanecido cerrada justo hasta aquel momento.
    Los bonos habían desaparecido. Y también el pequeño ser extraño que Vanning había aplastado. Y todo esto significaba que… ¿Qué?
    Vanning se acercó al armario y lo cerró, corriendo el pasador. Luego lo abrió de nuevo, sin esperar en realidad que fuera a aparecer el huevo color cobre. Estaba en lo cierto. No fue así.
    Vanning se tambaleó hasta el Winchell y llamó a Galloway.
    —¿Qué pasa? ¿Uh? ¡Oh! ¿Qué quieres? —el seco rostro del científico apareció en la pantalla, con aspecto bastante lamentable—. Tengo una buena cogorza, y no puedo usar la tiamina, pues soy alérgico a ella. ¿Qué tal fue tu juicio?
    —Escucha —le dijo apresuradamente Vanning—. Puse algo dentro de ese maldito armario tuyo, y ha desaparecido.
    —¿El armario? ¡Qué raro!
    —¡No! Lo que metí dentro. Una… una maleta. Galloway agitó pensativo la cabeza.
    —Uno nunca sabe lo que a pasar, ¿verdad? Recuerdo que en una ocasión hice un… — ¡Al infierno con eso! ¡Quiero otra vez esa maleta!
    —¿Es un recuerdo de familia? —sugirió Galloway. —No, hay dinero dentro.
    —¿No te parece que actuaste un tanto estúpidamente? No ha habido ninguna quiebra bancaria desde hace unos treinta años. Jamás sospeché que fueras un avaro, Vanning. Te gusta tener tus billetes por ahí, para manosearlos, ¿no?
    —Estás borracho.
    —Lo intento —le corrigió Galloway—. Pero durante estos últimos años me he ido creando una horrible resistencia al alcohol. Tardo en conseguirlo. Tu llamada ya me ha hecho perder dos tragos y medio. Tengo que ponerle una extensión al tubo, para poder winchellear y tragar al mismo tiempo.
    Vanning casi se comió el micrófono a mordiscos.
    —¡Mi maleta! ¿Qué es lo que sucedió con ella? Quiero tenerla otra vez.
    —Bueno, yo no la tengo.
    —¿No puedes averiguar dónde está?
    —No sé. Cuéntame los detalles. Veré lo que puedo hacer.
    Vanning lo hizo, revisando su historia tal como indicaba la precaución más elemental.
    —De acuerdo —dijo Galloway al fin, bastante desabridamente—. Odio trabajar con teorías, pero como un favor… Mi diagnosis te costará cincuenta créditos.
    —¿Cómo? Escúchame…
    —Cincuenta créditos —repitió inalterable Galloway—, o no hay prognosis. — ¿Cómo sé que vas a devolvérmela?
    —Lo más posible es que no pueda. Sin embargo, quizá… Tendré que ir a Mecanistra y usar algunas de sus máquinas. Y cobran mucho. Pero necesitaré calculadoras de factor cuarenta…
    —¡De acuerdo, de acuerdo! —gruñó Vanning—. Apresúrate. Quiero esa maleta.
    —Lo que me interesa es ese animalillo que aplastaste. Esa es la única razón por la que me ocupo de tu problema. La vida en la cuarta dimensión… —Galloway dejó morir sus palabras en un murmullo. Su rostro desapareció de la pantalla. Al cabo de un rato, Vanning cortó la conexión.
    Volvió a examinar el armario, de nuevo sin hallar nada. Y, sin embargo, la maleta de imitación cuero había desaparecido de su interior, volatizándose. Oh, infiernos.
    Rumiando, sus penas, Vanning se enfundó en un abrigo y comió con mucho vino en el Techo de Manhattan. Se tenía mucha pena a sí mismo.
    Al día siguiente aún estaba más apenado. Una llamada a Galloway había dado la señal de ausente, así que tuvo que tascar el freno. Hacia mediodía, Macllson se presentó. Tenía los nervios alterados.
    —Tardó mucho en soltarme —comenzó impaciente—. Bueno, ahora ¿qué? ¿Tiene algún trago que darme?
    —No necesita ningún trago —gruñó Vanning—. Por lo que parece, ya va repleto. Lárguese a Florida, y espere a que esto se deshinche.
    —Estoy harto de esperar. Me voy a Sudamérica. Quiero algunos créditos.
    —Espere a que arregle cómo cobrar esos bonos.
    —Me llevaré los bonos. La mitad, como acordamos. Vanning entrecerró los ojos. —E irá directo a las garras de la policía. Seguro. Macllson parecía incómodo. —Admito que metí la pata. Pero esta vez ni hablar… Iré con cuidado.
    —O sea que esperará.
    —Tengo a un amigo en el aparcamiento del techo, con un helicóptero. Subiré, y le pasaré los bonos. Y luego me iré a pie. La policía no me encontrará nada encima.
    —Sigo diciendo que no —repitió Vanning—. Es demasiado peligroso.
    —Todo es peligroso. Si localizan los bonos… —No los localizarán.
    —¿Dónde los ha escondido?
    —Eso es asunto mío. Macllson gruñó nervioso:
    —Quizá. Pero están en este edificio. No pudo sacarlos de aquí ayer, antes de que llegaran los polizontes. No vale la pena que abuse de su suerte. ¿Usaron rayos X?
    —Aja.
    —Bueno, he oído decir que el fiscal Hatton tiene a un grupo de expertos revisando los planos del edificio. Encontrará su escondrijo. Yo me largo de aquí antes de que ocurra esto.
    Vanning gesticuló con las manos.
    —Está usted histérico. Me he ocupado de usted, ¿no? Y eso a pesar de que casi logró echarlo todo a perder.
    —Seguro —dijo Macllson, tirándose del labio—. Pero… —se mordisqueó una uña—. Oh, maldita sea, estoy sentado al borde de un volcán con termitas bajo los pies. No puedo quedarme aquí a esperar que encuentren los bonos. No pueden conseguir la extradición desde Sudamérica… que es adonde voy a ir.
    —Tendrá que esperar —dijo con firmeza Vanning—. Es lo mejor. De pronto, hubo un arma en la mano de Macllson.
    —Me va a dar la mitad de los bonos. Ahora mismo. No me fió ni un pelo de usted. Si cree que puede burlarse de mí… ¡Infiernos, traiga esos bonos!
    —No —dijo Vanning.
    —No bromeo.
    —Lo sé. No puedo traerle los bonos. — ¿Eh? ¿Por qué no?
    —¿Ha oído hablar alguna vez de una cerradura de tiempo? —preguntó Vanning con ojos vigilantes—. Tiene razón: metí la maleta en una caja fuerte oculta; pero no puedo abrirla hasta que pase un cierto tiempo.
    —Hum —meditó Macllson—. ¿Cuándo? —Mañana.
    —Dé acuerdo. ¿Me tendrá los bonos entonces?
    —Si los quiere. Pero será mejor que cambie de idea. Sería más seguro.
    Como respuesta, Macllson sonrió sobre el hombro mientras se marchaba. Vanning se quedó muy quieto durante largo tiempo. Francamente, estaba aterrorizado.
    El problema era que Macllson era un tipo maníaco depresivo. Mataría. En aquel mismo momento estaba derrumbándose bajo la tensión, e imaginando ser un fugitivo desesperado. Bueno… lo mejor sería tomar precauciones.
    Vanning llamó de nuevo a Galloway, pero no obtuvo respuesta. Dejó un mensaje en la grabadora y, pensativamente, revisó de nuevo el armario. Estaba vacío, deprimentemente vacío.
    Aquella tarde, Galloway hizo entrar a Vanning en su laboratorio. El científico parecía a la vez cansado y borracho. Hizo un gesto hacia una mesa, cubierta de trozos de papel.
    —¡Menudo dolor de cabeza me has causado! Si hubiera conocido los principios que hay tras ese cacharro, hubiera tenido miedo de meterme con ellos. Siéntate. Toma un trago. ¿Llevas los cincuenta créditos?
    En silencio, Vanning le entregó los cupones. Galloway los metió dentro de Monstruo. —Excelente. Ahora… —se acomodó en su sillón—. Ahora comenzaremos. La pregunta de los cincuenta créditos.
    —¿Puedo recuperar mi maleta?
    —No —dijo secamente Galloway—. Almenos, no sé cómo pueda hacerse. Está en otro sector espaciotemporal.
    —¿Y qué significa esto?
    —Significa que el armario funciona de una forma similar a la de un telescopio, solo que no es simplemente una cuestión visual. El armario es una ventana, creo. Uno puede meter la mano por ella, igual que mirar. Es una abertura al Ahora más equis.
    Vanning resopló.
    —Hasta ahora no me has dicho nada.
    —De momento sólo tengo esa teoría. Y no creo que obtenga más. Mira, al principio estaba equivocado. Las cosas que entraban en el armario no aparecían en otro espacio, porque hubiera habido una constante espacial. Quiero decir que no se hubieran hecho más pequeñas. El tamaño es el tamaño. El llevar un cubo de un centímetro de lado de aquí a Marte no haría que se hiciese más pequeño o más grande.
    —¿Y qué hay de una diferente densidad en el medio que rodease al objeto? ¿No podría eso aplastarlo?
    —Seguro, y seguiría aplastado. No volvería a su antigua forma y tamaño cuando se lo sacase de nuevo del armario. X más Y nunca es igual a X por Y. Pero X veces Y…
    —¿Y?
    —Era un chiste —Galloway se interrumpió para explicar—: Las cosas que metimos en el armario fueron a través del tiempo. Su índice temporal permaneció constante, pero no sus relaciones espaciales. Dos cosas no pueden ocupar el mismo lugar al mismo tiempo. Por consiguiente, tu maleta fue a otro tiempo distinto. Ahora más equis. Y no sé lo que esa equis representa, aunque me imagino que debe de ser algunos millones de años.
    Vanning pareció anonadado.
    —¿Esa maleta está a un millón de años en el futuro?
    —No sé a cuánto tiempo esté, pero… diría que a mucho. No tengo bastantes factores para terminar la ecuación. Razoné principalmente por inducción, y los resultados son horriblemente complicados. A Einstein le hubiera gustado este problema. Mi teorema prueba que el universo está expandiéndose y contrayéndose al mismo tiempo.
    —¿Y qué tiene que ver esto con…?
    —El movimiento es relativo —continuó inexorable Galloway—. Este es un principio básico. Bueno, el universo se está expandiendo, extendiéndose como un gas. Pero sus partes componentes están, al mismo tiempo, empequeñeciéndose. ¿Sabes? Las partes no crecen en realidad: los soles y los átomos no crecen. Simplemente, escapan del punto central. Galopan en todas las direcciones… ¿Dónde estaba? Oh. En realidad, el universo, tomado como un todo, está empequeñeciéndose.
    —Bueno, está empequeñeciéndose. ¿Dónde está mi maleta?
    —Ya te lo he dicho. En el futuro. Me lo mostró el razonamiento inductivo. Es maravillosamente simple y lógico. Y también es casi imposible de probar. Hace un centenar, un millar, un millón de años, la Tierra, el universo, era mayor de lo que es ahora.
    Y continúa contrayéndose. En algún tiempo del futuro la Tierra tendrá la mitad de tamaño del que tiene ahora. Sólo que no nos daremos cuenta porque el universo será proporcionalmente más pequeño.
    Galloway prosiguió soñadoramente:
    —Metimos un banco en el armario, y surgió en algún punto del futuro. El armario es una ventana abierta a un tiempo diferente, como ya te he dicho. Bueno, el banco fue afectado por las condiciones de ese período. Se empequeñeció, después de que lo dejamos algunos segundos para absorber la entropía o lo que sea. ¿Será la entropía? Sólo Alá lo sabe. Oh, bueno.
    —Se convirtió en una pirámide.
    —Quizá también haya una distorsión ge ométrica. O puede que sea una ilusión óptica. Quizá no podamos enfocar correctamente. Dudo que las cosas tengan un aspecto realmente distinto en el futuro… exceptuando que serán más pequeñas; pero estamos usando una ventana a la cuarta dimensión. Estamos dando una mirada al futuro. Puede que sea como ver a través de un prisma. La alteración de tamaño es real, pero la forma y el colorido son alterados por el prisma cuatridimensional.
    —Entonces, en resumen, lo cierto es que mi maleta está en el futuro, ¿no? ¿Por qué desapareció del armario?
    —¿Qué me dices del pequeño ser que aplastaste? Quizá tuviera compañeros. No serían visibles hasta que entrasen en el muy estrecho foco del como quieras llamarle, pero… Imagínatelo: en algún momento del futuro, dentro de un centenar, un millar o un millón de años, aparece repentinamente una maleta surgida de la nada. Uno de nuestros descendientes investiga. Tu lo matas. Sus compañeros llegan, y se llevan la maleta, fuera del radio de acción del armario. Puede estar en cualquier lugar del espacio, y el factor tiempo es una incógnita. Ahora más equis. Es un armario temporal. ¿Qué opinas?
    —¡Infiernos! —estalló Vanning—. Así que, ¿eso es todo lo que puedes decirme? ¿Se supone que debo hacer borrón y cuenta nueva?
    —Aja. A menos que quieras meterte tú mismo en el armario, a buscar la maleta. Y sólo Dios sabe dónde vas a salir. Las proporciones del aire se habrán alterado también probablemente en algunos millares de años, y quizá haya otros cambios.
    —No estoy tan loco.
    Así estaban las cosas. Los bonos habían desaparecido, sin esperanzas de poder recuperarlos. Vanning podía resignarse a esa pérdida, una vez seguro de que no iban a caer en manos de la policía. Pero Macllson era otro asunto, especialmente después de que una bala se estrelló contra la ventana de cristales de la oficina de Vanning.
    La entrevista con Macllson había resultado muy poco satisfactoria. El desfalcador estaba convencido de que Vanning trataba de hacer trampa. Fue sacado a la fuerza, lanzando amenazas. Iría a la policía… confesaría…
    Que lo hiciera. No había pruebas. Que se fuera al infierno. Pero, por si acaso, Vanning presentó una acusación contra su ex cliente.
    No tuvo efecto. Macllson le dio un puñetazo en la mandíbula al agente que fue a entregarle la citación, y escapó. Ahora, según sospechaba Vanning, debía acechar en los callejones oscuros, armado y ansioso de cometer un asesinato. Obviamente se trataba de un tipo maníaco depresivo. Vanning sintió un cierto placer malicioso al pedir que un par de agentes de paisano le sirviesen de guardianes. Legalmente, estaba en su derecho, dado que su vida había sido amenazada. Hasta que Macllson estuviera a buen recaudo,
    Vanning sería protegido. Y se aseguró de que sus guardianes fueran dos de los mejores tiradores de las fuerzas de Manhattan. También averiguó que se les había ordenado que mantuvieran ojo avizor en busca de los bonos perdidos y de la maleta de imitación cuero.

  • Crow

    Vanning winchelleó al fiscal Hatton y sonrió ante la pantalla.
    —¿Hay suerte? — ¿Qué quiere decir?
    —Me refiero a mis perros guardianes. Sus espías. No encontrarán los bonos, Hatton. Lo mejor será que les dé contraorden. ¿Por qué cargar a los pobres diablos con dos trabajos a la vez?
    —Un trabajo sería bastante: hallar la evidencia. No me molestaría mucho que Macllson lo agujerease.
    —Bueno, lo veré en la corte —dijo Vanning—. Va a actuar en contra de Watson, ¿no? —Sí. ¿No hay problemas con la escop?
    —¿En los jurados? En absoluto. Tengo este caso en el bolsillo.
    —Eso es lo que usted cree —dijo Hatton, y cortó la onda.
    Carcajeándose, Vanning se puso el abrigo, llamó a los guardias, y se dirigió a la corte.
    No había ni señales de Macllson…
    Vanning ganó el caso, como había esperado. Regresó a su oficina, recogió algunos mensajes sin importancia que le entregó la telefonista, y caminó hacia su oficina privada. Mientras abría la puerta, vio la maleta de imitación cuero en un rincón de la alfombra.
    Se detuvo, con la mano pegada a la manija. Tras él podía oír las fuertes pisadas de los guardias. Les dijo sobre el hombro:
    —Esperen un minuto —y se introdujo en la oficina, cerrando la puerta de un golpe y girando la llave tras él. Oyó cómo murmuraban una sorprendida pregunta.
    La maleta. Ahí estaba, sin lugar a dudas. Y, también sin dejar lugar a dudas, los dos policías de paisano, tras una muy breve conferencia, comenzaron a golpear la puerta, tratando de hundirla.
    Vanning se puso verde. Dio un paso dubitativo hacia adelante, y entonces vio el armario, en la esquina en la que lo había puesto. El armario temporal…
    Eso era. Si metía la maleta dentro del armario, se tornaría irreconocible. Aunque desapareciese de nuevo, eso no le importaba. Lo que importaba era que era vitalmente necesario el deshacerse de ella… ¡inmediatamente!
    La puerta se estremeció sobre sus goznes. Vanning se abalanzó hacia la maleta y la alzó en vilo. Vio un movimiento con el rabillo del ojo.
    En el aire, sobre él, había aparecido una mano. Era la mano de un gigante, con un puño de camisa inmaculado desvaneciéndose en el vacío. Sus enormes dedos estaban descendiendo…
    Vanning aulló y saltó a un lado. Era demasiado lento. La mano descendió, y Vanning se agitó impotente bajo la palma.
    La mano se contrajo formando un puño. Cuando se abrió, lo que quedaba de Vanning cayó chorreando sobre la alfombra, manchándola.
    La mano desapareció en la nada. Se hundió la puerta, y los policías de paisano tropezaron con ella mientras entraban a entregarle la citación, y escapó. Ahora, según sospechaba Vanning, debía acechar en los callejones oscuros, armado y ansioso de cometer un asesinato. Obviamente se trataba de un tipo maníaco depresivo. Vanning sintió un cierto placer malicioso al pedir que un par de agentes de paisano le sirviesen de guardianes. Legalmente, estaba en su derecho, dado que su vida había sido amenazada. Hasta que Macllson estuviera a buen recaudo, Vanning sería protegido. Y se aseguró de que sus guardianes fueran dos de los mejores tiradores de las fuerzas de Manhattan. También averiguó que se les había ordenado que mantuvieran ojo avizor en busca de los bonos perdidos y de la maleta de imitación cuero. Vanning winchelleó al fiscal Hatton y sonrió ante la pantalla.
    —¿Hay suerte? — ¿Qué quiere decir?
    —Me refiero a mis perros guardianes. Sus espías. No encontrarán los bonos, Hatton.
    Lo mejor será que les dé contraorden. ¿Por qué cargar a los pobres diablos con dos trabajos a la vez?
    —Un trabajo sería bastante: hallar la evidencia. No me molestaría mucho que Macllson lo agujerease.
    —Bueno, lo veré en la corte —dijo Vanning—. Va a actuar en contra de Watson, ¿no?
    —Sí. ¿No hay problemas con la escop?
    —¿En los jurados? En absoluto. Tengo este caso en el bolsillo. —Eso es lo que usted cree —dijo Hatton, y cortó la onda.
    Carcajeándose, Vanning se puso el abrigo, llamó a los guardias, y se dirigió a la corte.
    No había ni señales de Macllson…
    Vanning ganó el caso, como había esperado. Regresó a su oficina, recogió algunos mensajes sin importancia que le entregó la telefonista, y caminó hacia su oficina privada.
    Mientras abría la puerta, vio la maleta de imitación cuero en un rincón de la alfombra.
    Se detuvo, con la mano pegada a la manija. Tras él podía oír las fuertes pisadas de los guardias. Les dijo sobre el hombro:
    —Esperen un minuto —y se introdujo en la oficina, cerrando la puerta de un golpe y girando la llave tras él. Oyó cómo murmuraban una sorprendida pregunta.
    La maleta. Ahí estaba, sin lugar a dudas. Y, también sin dejar lugar a dudas, los dos policías de paisano, tras una muy breve conferencia, comenzaron a golpear la puerta, tratando de hundirla.
    Vanning se puso verde. Dio un paso dubitativo hacia adelante, y entonces vio el armario, en la esquina en la que lo había puesto. El armario temporal…
    Eso era. Si metía la maleta dentro del armario, se tornaría irreconocible. Aunque desapareciese de nuevo, eso no le importaba. Lo que importaba era que era vitalmente necesario el deshacerse de ella… ¡inmediatamente!
    La puerta se estremeció sobre sus goznes. Vanning se abalanzó hacia la maleta y la alzó en vilo. Vio un movimiento con el rabillo del ojo.
    En el aire, sobre él, había aparecido una mano. Era la mano de un gigante, con un puño de camisa inmaculado desvaneciéndose en el vacío. Sus enormes dedos estaban descendiendo…
    Vanning aulló y saltó a un lado. Era demasiado lento. La mano descendió, y Vanning se agitó impotente bajo la palma.
    La mano se contrajo formando un puño. Cuando se abrió, lo que quedaba de Vanning cayó chorreando sobre la alfombra, manchándola.
    La mano desapareció en la nada. Se hundió la puerta, y los policías de paisano tropezaron con ella mientras entraban.
    No pasó mucho tiempo antes de que llegaran Hatton y sus cohortes. Y sin embargo, había poco que pudieran hacer, excepto recoger los restos. La maleta de imitación cuero, con los veinticinco mil créditos en bonos negociables, fue llevada a un lugar seguro. El cadáver de Vanning fue recogido con una pala y llevado al depósito. Los fotógrafos tiraron placas, los expertos en huellas esparcieron sus polvos blancos, los hombres de los rayos X se atarearon. Todo ello fue hecho con rápida eficiencia, así que al cabo de una hora la oficina quedó vacía y la puerta sellada.
    Por consiguiente, no hubo espectadores para contemplar la aparición de la gigantesca mano que surgió de la nada, tanteó como buscando algo, y al cabo se desvaneció de nuevo…
    La única persona que hubiera podido echar algo de luz sobre el asunto era Galloway, y sus comentarios fueron dirigidos a Monstruo, en la soledad de su laboratorio. Y lo que dijo fue:
    —Así que por eso ese banco se materializó durante algunos minutos aquí ayer. Hum,
    Ahora más equis… Y equis es igual a aproximadamente una semana. Y sin embargo, ¿por qué no? Todo es relativo. Pero… ¡Jamás me imaginé que el universo se estuviera empequeñeciendo con tanta rapidez!
    Se relajó en su sillón, y sorbió un martini doble.
    —Aja, así están las cosas —murmuró tras un cierto tiempo—. ¡Fiu! Supongo que Vanning debe de haber sido el único tipo que haya metido la mano en la semana que viene y se haya asesinado a sí mismo. Creo que voy a emborracharme.
    Y lo hizo.

    EL CRUCE
    Sandro Sandrelli
    Y para finalizar este volumen dedicado al tiempo y sus paradojas, nada mejor que una sátira sobre el propio tema que nos ocupa. Sandro Sandrelli es el mejor y más conocido antologista italiano de ciencia ficción, y también un mordaz y cáustico autor cuando se presenta la ocasión. Este breve relato es un digno remate al tema que nos ocupa: no se burla solo del tiempo y sus paradojas, sino también de aquellos que escriben sobre el tiempo y sus paradojas…
    Se oyó un doble chirrido, salvaje y escalofriante. Luego, un estruendo terrible, y poco después un coro de voces, como enloquecidas, por encima de las cuales sobresalían los gritos bien audibles, aunque ininteligibles, de dos personas diferentes, barítonos ambos y espantosamente enfurecidos.
    Había mucha oscuridad, y únicamente la proyección monotemporal del azulado globo de Rigel iluminaba la escena. Otros globos amarillos, rojos y azules, mucho más lejanos, tornaban lívida la escena, sin por ello iluminarla mucho más. Los gritos se hacían más agudos en el centro de un aplomado doble vértice verdoso, compuesto de miríadas de anillos tridimensionales rotatorios concéntricos.
    Barter Nickleby, cronopolicía de servicio en el cruce introflexivo de Vega-2007 tiempostandard, se caló el casco psíquico, asió la grabadora y las esposas energizadas, junto con el persuadidor supravolt y acudió, pasando por entre una atascada multitud excitada. Silbó tres o cuatro veces por el desfasador, y la multitud desapareció, apartada a otros continuos paralelos.
    Se llevarán todos un buen susto, pensó por un momento Bartel Nickleby. Luego se alzó de hombros:
    —¡Peor para ellos! —exclamó.
    —¡Inconsciente, desgraciado, bribón! —gritaba uno de los dos cronoconductores, tratando de extrincarse del nudo que era su máquina del tiempo. Era un tipo de aire distinguido, con mostachos de cepillo y tez pálida aunque enrojecida por la rabia. Su aparato había quedado reducido a un lío de hilos y ruedas metálicas rotas y despojos de un material que parecía marfil.
    El otro individuo estaba totalmente revestido de un traje que parecía de aluminio, con un casco de cristal inastillable roto: su voz parecía extrañamente distorsionada (el micrófono debía haber sufrido en el choque) y su rostro resultaba invisible tras la finísima tela de araña de fisuras en que se había fracturado el cristal inastillable.
    —¡Criminal, delincuente! —gritaba este segundo individuo; las piezas de su máquina estaban esparcidas por todos lados a su alrededor: sobre todo se veían tubos de vacío hechos pedazos, ligeramente fluorescentes, chapas metálicas galvanizadas, un deflector de biovibraciones completamente despedazado y recubierto de una espuma bullente y humeante, y dos cubos de cobre, de contornos indefinidos, que mostraban tristemente su desamparo.
    —¡Inconsciente, malhechor, imbécil! —gritó una vez más el primero de los dos—. ¡Yo tenía la preferencia! ¡Todos los que provienen del pasado tienen preferencia!
    —¡Bandido, embustero, malandrín! —aulló el otro, haciendo inmensos esfuerzos para quitarse el casco—. ¡No estaba en el continuo principal, todo el mundo lo vio! ¡Criminal!
    —¡Desgraciado! — ¡Delincuente!
    —¡Imbécil, incapaz!
    —¡Pirata de los caminos! ¡Asesino!
    —¡Silencio! —gritó Bartel Nickleby, y lanzó un deslumbrador relámpago de su persuasor. Los dos individuos se callaron trémulos—. ¿Qué ha sucedido?
    Los dos tipos comenzaron a hablar simultáneamente, en un impetuoso al tiempo que incomprensible amontonamiento de gritos. El persuasor tuvo que centellear una decena de veces antes de hacerlos callar.
    —Muy bien —dijo Bartel Nickleby, con una sonrisa de menosprecio—. ¡Hagan el favor de mostrarme sus permisos de crono-conducción!
    El señor del bigote de cepillo palideció, balbuceando:
    —El… ¿qué?
    El señor del casco astillado osciló pavorosamente en el vacío:
    —El… ¿qué?
    —¡Ah, muy bien! —sonrió maliciosamente Nickleby—. Así que son ustedes los habituales diletantes que corren como locos por los continuos en sus artefactos infernales, poniendo en peligro la seguridad del tráfico, ¿eh? ¡Bien, bien, pero que muy bien!
    —Escuche, señor policía… —balbuceó el señor del casco.
    —Pero escuche, Sir, escuche… —tartamudeó el individuo del bigote.
    —¿Sus nombres, por favor? —exclamó Bartel Nickleby, humedeciendo con la lengua la electropluma para establecer contacto.
    —Pero yo… —balbuceó el señor del bigote, que seguía aprisionado en su aparato.
    —Pero yo… —tartamudeó el tipo del casco.
    —¡Sus nombres, rápido! —gritó Bart el Nickleby, enfureciéndose de pronto.
    —Her… Herbert George Wells —dijo el individuo del bigote, mientras el rostro se le enrojecía de nuevo.
    —Fre… Fredric Brown —dijo el caballero del casco, con un hilo de voz.
    —¡Y ahora, acompáñenme a la cronocomisaría! —rechinó Bartel Nickleby—. ¡Un mes standard de cárcel por cabeza no hay quien se lo quite!
    FIN