La ciencia ficcion europea varios cuentos

La ciencia-ficción europea
Biblioteca Básica de Ciencia Ficción 9
Varios

© 1982; Ed. Dronte.
Dep. legal: B 9957 82
ISBN: 84-366-0061-4
Edición digital de Elfowar y Umbriel. Noviembre de 2003.

Títulos originales de los relatos:
• El cambio (Veränderung, 1967) de Kurt Luif. Traductor: Lucy Van Pelt.
• Punto final (Point final; Fiction nº 40 1957) Gilles D’Argyre (seudónimo de Gérard Klein).
• Un domingo romano (Domenica romana; 18 junio de 1967, Paese Sera, Roma) Lino Aldani. Traductor: Pedro Domingo
• El mejor de los mundos (Un Fel de Spatiu; 1969) Ion Hobana. Traductor: S. Castro
• El elefante (Elefantti. Slon, 1957) de Slawomir Mrozek. Traductor: Sebastián Castro
• Reflejo espontáneo (Spontannyi refleks; Znanie 1958) de Arkady y Boris Strugatsky. Traductor: Sebastián Castro
• Los centinelas (Nueva dimensión 18; 1970) de Sebastián Martínez
• Cyborg (Nueva dimensión extra nº 1; 1970) de Domingo Santos
• Historias del robomóvil (Nueva dimensión 1; 1968) de Luis Vigil

Índice

La ciencia ficción europea 4
El cambio
Kurt Luif (Alemania) 5
Punto final
Gérard Klein (Francia) 7
Un domingo romano
Lino Aldani (Italia) 12
El mejor de los mundos
Ion Hobana (Rumania) 16
El elefante
Slawomir Mrozek (Polonia) 25
Reflejo espontáneo
Arkady y Boris Strugatsky (URSS) 28
Los centinelas
Sebastián Martínez (España) 43
Cyborg
Domingo Santos (España) 45
Historias del robomóvil
Luis Vigil (España) 49

La ciencia ficción europea
La ciencia ficción es un género literario eminentemente anglosajón. Iniciada en 1926 en los Estados Unidos por Hugo Gernsback, desarrollada en ese país a través de los pulps y las revistas especializadas, el fenómeno nació en lengua inglesa, y así ha seguido hasta ahora. Todas las colecciones europeas de ciencia ficción se nutren en un noventa por ciento de autores anglosajones, y los nombres más conocidos, desde Bradbury hasta Asimov pasando por Heinlein, Dick, etc., son estadounidenses.
Sin embargo, la ciencia ficción no es exclusivamente anglosajona. Existen otras escuelas en Europa que están empezando a hacerse notar. De hecho, si vamos a sus orígenes, el maestro indiscutido de la ciencia ficción a finales del siglo pasado y principios de este fue un francés, Julio Verne. Y aunque el otro gran nombre de los inicios modernos del género fuera anglosajón, Wells no era americano, sino inglés.
Existe, qué duda cabe, una ciencia ficción europea. Se halla, evidentemente, muy por detrás de la anglosajona, tanto en audiencia como en número, aunque no en calidad. Y tiene unas características propias. La vieja Europa es un continente mucho más maduro que la joven América, mucho más reflexivo, y también en cierto modo mucho más desencantado. Las guerras mundiales, las crisis económicas, las dificultades de las reconstrucciones nacionales, han creado una lucidez propia de Europa que está teñida en ocasiones de un cierto desencanto realista.
Esto se refleja en su ciencia ficción. El entusiasmo anglosajón suele estar ausente en la ciencia ficción europea. Sus textos son más críticos, abordan temas mucho más humanistas, son más lúcidos. Y también mucho más literarios.
Esta ciencia ficción europea, en los últimos años, ha conocido un gran auge y desarrollo. En Francia, numerosos autores, muchos de ellos muy jóvenes y entusiastas, escriben interesantes obras de ciencia ficción, que empiezan a ser publicadas incluso en Estados Unidos, y en las que una fantasía desbocada —como en las obras de Michel Jeury— se mezcla con una profundidad política de tendencia generalmente de izquierdas. En Italia, la política y la sociología dominan completamente el género, y las utopías sociales —como las de Lino Aldani— atraen la atención del público lector. En Alemania, las aventuras espaciales de un Clark Darlton y su serie de Perry Rhodan se mezclan con otras aventuras más cerebrales, mucho más profundas. En los países del Este, con la Unión Soviética a la cabeza —Rusia es, después de los Estados Unidos, el segundo país productor de literatura de ciencia ficción— el género pasa por los condicionantes políticos de presentar siempre un «mundo feliz», pero la literatura de crítica ya se está dejando sentir. Y en España, finalmente, un plantel de nuevos autores que se adscriben a la «nueva ola» está remodelando el género en nuestro país, en la línea anglosajona, pero con una innegable característica hispánica que le da personalidad.
En este volumen hemos querido recoger una muestra de esta ciencia ficción europea que, aunque apoyándose en los cánones anglosajones, se aleja de ellos buscando una personalidad propia. Por supuesto, hemos eliminado de este rápido repaso a Inglaterra. La razón es sencilla: aunque profundamente europea en su base, la ciencia ficción inglesa entronca de lleno en el mundo anglosajón, y los libros ingleses del género suelen ser publicados simultáneamente en Estados Unidos. Autores como Clarke, Aldiss, Moorcock, etc., pertenecen completamente al mundo anglosajón, y como tales deben ser considerados.
Además, la ciencia ficción inglesa merece, por sí sola, que le dediquemos más adelante todo un volumen…
DOMINGO SANTOS

El cambio
Kurt Luif (Alemania)

Aunque austriaco de nacionalidad, Kurt Luif es uno de los autores de ciencia ficción más conocidos de Alemania, donde ha sido publicada toda su obra. Junto con Herbert Franke, es uno de los pocos autores de habla alemana que ha visto gran parte de su producción traducida al inglés y publicada en los Estados Unidos. Tuvimos la ocasión de conocerle en un excelente relato de ciencia ficción terrorífica, Flores en sus ojos (BBCF 7). Aquí nos ofrece una nueva muestra de su talento, que mereció ser seleccionada por Frederick Pohl para su revista International SF, y en donde, en una curiosa variante de la licantropía clásica, nos cuenta la historia de un hombre que, en las noches de luna llena, se convierte no en lobo, sino en… liquido.

Ustedes, naturalmente, saben lo que es un hombre-lobo, ¿cierto? Estupendo. Entonces, a Dios gracias, podré ahorrarme una larga explicación.
Sería afortunado si fuera un hombre-lobo, pero por desgracia no lo soy.
Así que, cuando hay luna llena, me transformo en líquido. Cada vez en un líquido distinto: unas veces cerveza, otras vino, a veces whisky o tónico capilar…
Pueden ustedes imaginarse lo peligrosas que resultan para mí tales transformaciones. Una vez recuerdo que me convertí en cerveza y me encontré en un vaso depositado sobre la mesa de la cocina.
Siempre le he insistido a mi mujer para que salga de casa las noches de luna llena, pero esta vez no había pensado en hacerlo, ni ella lo había recordado tampoco.
Entró en la cocina, me llamó, vio la cerveza… alzó el vaso… ¡Traté de gritar, pero no podía!… Se llevó el vaso a los labios…
Quizás puedan ustedes comprender lo que pasaba en aquellos momentos por mi mente. ¡Mi propia mujer quería bebérseme! Era un método totalmente nuevo de matar a su propio esposo. Temblé de miedo…
Ella me observó cuidadosamente, dubitativa. No puedo imaginar cómo debe verse la cerveza temblorosa; sin embargo, bebió un sorbo de mí.
El dolor fue indescriptible.
La cerveza, yo mismo, comenzó a echar espuma. Mi mujer gritó aterrorizada, cayó al suelo dando alaridos histéricos. Entonces, por fin, se dio cuenta de lo que había bebido.
Bueno, la aventura acabó sin más daños. Tan sólo perdí mi oreja derecha y el ojo izquierdo. Puedo decir justificadamente que aún fui afortunado dentro de mi mala suerte, pues ella muy bien podía haberse bebido también mi cerebro, y entonces ustedes nunca habrían tenido la ocasión de leer algo sobre mis aventuras.
No logro comprender cómo puedo transformar mi metro ochenta de estatura y mis noventa kilos de peso en líquido y, además, encontrarme siempre dentro de un vaso. Tan sólo se me ocurre que debo deslizarme por el suelo hasta hallarlo.
Naturalmente, debería visitar a un médico, pero ninguno creería jamás en tales cosas.
Tras esto; en las noches de luna llena, me encerraba en una habitación, en la que dejaba un brillante y confortable vaso. No me hubiera gustado que mi mujer estuviera presente durante el cambio. Ustedes se darán perfecta cuenta de la razón de ello, imagino; ¿cómo podría mi mujer seguir queriéndome si me viese como un martini o una limonada?
Y sin embargo me arrepentí de hacer esto. Me arrepentí, y mucho.
No lo había reflexionado suficientemente; tal vez, después de todo, ella se tragó parte de mi cerebro. Simplemente no pensé en todas las posibilidades que podían ocurrir.
Desgraciadamente me había olvidado de algo: hay un líquido, de un notorio olor, conocido con el nombre de gasolina. Ustedes saben perfectamente bien lo que es la gasolina: se pone en el depósito de un auto, o se usa para limpiar manchas, o se coloca como combustible en los mecheros de estilo antiguo.
Pues bien, una noche de luna llena, me convertí en gasolina.
Puedo asegurarles que es un líquido endiablado. Se evapora por sí mismo, así que me evaporé, lenta pero seguramente.
Mi cuerpo se encogía y, durante todo el tiempo, yo pensaba en una novela de Matheson. Era un proceso horriblemente malo.
Disminuí y disminuí, hasta que tan sólo quedaron unas gotas en el vaso. Una situación infernal.
Mi esposa tuvo que hundir la puerta, yo no podía abrirla. Me encontró sentado en el alféizar de la ventana, mirando tristemente a la calle, hacia abajo, a donde me habría gustado saltar. Por entonces tan sólo medía un par de centímetros de alto, era el enano más pequeño del mundo.
Pero todavía no he perdido todas las esperanzas.
Hay una posibilidad.
Nuestra casa está abarrotada, por todas partes hay vasos y botellas, y en su interior hay centenares de líquidos diferentes. El olor que se desprende de todos ellos está siempre presente en el ambiente.
Estoy esperando a la próxima noche de luna llena.
Tan pronto como me transforme de nuevo, mi mujer, si tenemos de ese líquido en la casa, llenará mi vaso, con lo que esperamos que volveré a alcanzar mi estatura normal.
En la próxima noche en la que la luna sea llena, se lo ruego, crucen los dedos por mí. Háganlo, y todo saldrá bien…

Punto final
Gérard Klein (Francia)

Gérard Klein es uno de los pocos autores europeos no anglosajones que puede enorgullecerse de que toda su obra ha sido traducida y publicada en los Estados Unidos, donde goza de un nombre considerable. Es el director literario de la más prestigiosa colección gala de ciencia ficción, Ailleurs et demain, y uno de los más renombrados críticos, ensayistas y antologistas. Su obra discurre entre una poesía muy bradburiana, un humor corrosivo, y un gusto por lo fantástico y por la recreación de viejos mitos. En Punto final, adscribiéndose a su primera vena, nos ofrece una nostálgica historia sobre el fin de todas las cosas, y sobre el universo considerado como un inmenso libro.

Esperaba, al extremo del corredor, con la nariz y las manos aplastadas contra el enorme cristal de cuarzo que intentaba filtrar el torrente negro del vacío. Esperaba, de pie, con los ojos desmesuradamente abiertos como un vigía de los antiguos tiempos sobre un buque de madera, y sus miradas abandonaban sin cesar las estrellas, rompían cordámenes de luz y descubrían nuevos sistemas perdidos con él, con la destelleante nave, el zumbido de millares de motores adormecidos, el olvido de los gestos repetidos y los suspiros de los hombres que añoraban la Tierra, en el océano sin bordes ni fin, con únicamente parpadeantes islas como pasteles de aniversario.
—Díganme, ¿han visto? Las estrellas se apagan.
Era cierto. Y después. Diez años, veinte años en el espacio, en busca de nuevos mundos, a la velocidad en que la luz de
los sistemas conocidos se pierde en un agujero negro, tras las toberas. Y las estrellas que se deslizan de un cuadrante a otro del enrejado grabado sobre el cristal de cuarzo.
—Las estrellas se apagan.
No solamente las estrellas. Las lámparas descendían también en intensidad, y los colores. Incluso el negro del vacío.
Pensaba en un verano en la Tierra, en una tarde de verano, a la hora en que todos los colores se vuelven grises y se funden y uno no sabe si va a despertarse muy pronto.
—Es cierto. Miren. Las estrellas empalidecen.
—No se inquieten, muchachos. Estamos en una nube. Nada más.
—¿Creen que alcanzaremos jamás las estrellas nuevas, si se apagan?
—No lo dudes. Siempre habrá demasiadas. Y otros cielos, y otras estrellas. Mundos desconocidos en profusión. Y pensar que hay quienes buscan perlas finas en las profundidades del mar… Escucha, incluso si nos quedamos allá abajo, nuestros hijos o los hijos de nuestros hijos irán hacia la oscuridad, hacia las regiones del cielo donde brillan otras constelaciones. Es imposible impedirlo.
Y viajarían, durante diez años, veinte años, en el espacio.
—No. Ya basta. De todos modos, no me quedaré en las estrellas. Volveré después a la Tierra. Continuad si el corazón os lo dicta, pero mis hijos vivirán en la Tierra.
—Todo el mundo dice eso. Siempre, y luego, cuando uno se siente hastiado en la Tierra, comienza a arrastrar sus botas al lado de los cohetes y a empinarse tras las alambradas cuando una nave se eleva escupiendo fuego, y a patalear, e imaginarse atado y aplastado en una silla, y de repente, crac, uno se encuentra en una nave, contento de volver a ver las mismas viejas estrellas.
Había la ventanilla de cuarzo, las líneas grabadas, las estrellas más pálidas y el vacío que vacilaba aún en ennegrecer, o en cambiar, y más allá el vacío, y mundos, pero ninguna nave.
Pero las habría, y tan lejos que los hombres, de un extremo a otro de su mancha de aceite, no volverían a encontrarse y se olvidarían, y continuarían sin saber, como pulgas insaciables saltando de una estrella a otra, y extendiéndose de galaxia en galaxia, sin poder volverse, hasta que no hubiera más que un hombre por planeta, después por sistema.
La nave practicaba el cabotaje entre las estrellas. Pero aquellos que eran lo bastante jóvenes como para atreverse a soñar con volver a ver la Tierra eran poco numerosos.
—Nunca he oído decir que todas las estrellas puedan palidecer. Jamás, ¿oís? Quizá lleguemos al extremo del universo.
Pero nadie le creía. Habría más hombres y más mundos. Sin límites posible.
Los detectores hundían sus largos tentáculos invisibles en el espacio. Las líneas trazadas en el cuarzo convergían en el vacío en pequeños cubos regulares. Los analizadores canturreaban:
—No hay nube de polvo. No hay nube. Causa desconocida. Causa desconocida.
El capitán no veía el vacío. No veía más que el montón de plaquitas metálicas, de gráficos, de ecuaciones psicológicas, y los paneles de cuadrantes.
—Me pregunto si es esto lo que atrae a la gente hacia el vacío —dijo—. Nada de polvo. Nada de polvo.
Se levantó, abrió la puerta, y remontó el corredor hasta la larga hendidura de vacío que se abría en la nave. Sus botas resonaban blandamente. Pero no le prestó atención.
—¿Las estrellas se apagan? —preguntó.
—Oh —hizo el hombre de guardia. El capitán era transparente. Veía a través del capitán la pared de la nave y, más allá, las cabinas, y después el vacío y las moribundas estrellas.
—¿Estoy soñando? —dijo el capitán. El hombre de guardia no era más que un fantasma.
Y vieron entre la bruma de los tabiques a los demás intranquilizarse, ir y venir, pero sin prisa, sin hacer sonar las puertas a causa de los cierres estancos, sin correr a causa de la pesantez, y sin tener miedo a causa del largo hábito y de los viejos reflejos que habían patinado y alisado las paredes de los aparatos y de las almas.
—No volveremos a ver la Tierra.
—No —dijo el capitán—. La Tierra ya no existe. Y nunca más habrá nuevas estrellas. Y nunca más nuevas naves.
Los olores se desvanecieron primero. Olor a ozono, olor a caucho, olor de pieles limpias y de sudor sano, de aire purificado, olor de vainilla de las materias plásticas. Después los sonidos. Después la nave se difuminó sin crujidos, se disolvió con la suavidad de un terrón de azúcar minuciosamente lamido.
Giraron durante un corto tiempo en el espacio, después se fundieron a su vez, como estatuas de azúcar, muy lentamente en el agua negra del vacío.
Y alguien sopló, una a una, todas las velas de los espléndidos pasteles de aniversario del Universo, más y más profundamente, en el cielo, hasta el sol y la Tierra.
Puso punto final a su historia, se levantó, descendió la escalera, se detuvo un instante en el último peldaño para que los granos de arena dejaran de crujir, un segundo, bajo su pie.
Flotaba, por encima de las baldosas rojas del corredor, un olor y una tibieza de desierto tal y como se ve en los sueños. Se sentía vacío, seco y ligero como el cartón de un cohete quemado. No estaba seguro de saber por qué continuaba. Normalmente, hubiera debido caer y desaparecer.
Olvidó la imagen del desierto, posó su mano sobre el pestillo frío, abrió la puerta, hizo estallar en, el interior de la inquieta casa el cielo, el sol, el exuberante reflejo de la hierba, de las hojas y de los blancos guijarros, y las pequeñas llamas regulares y redondas de los geranios.
Había un cojincillo de césped entre las geométricas losas del jardín. Dio dos pasos, lanzó un grito y dejó libres una multitud de moscas zumbantes y doradas que se abatieron por un segundo en su cabeza, colocó con circunspección y delectación sus dos pies en el espeso césped, y de pronto, en un instante, la hierba y las losas parecieron difuminarse, sumergirse en bloques de bruma, y olvidar su confortable fieltro de polvo seco.
Los muros vacilaron y se hundieron en resplandores brillantes y frágiles. Se hundieron muy suavemente en la nada.
Los ruidos se detuvieron. Los discos, las lámparas de los receptores, los labios que habían roto, laminado, fragmentado el silencio, ascendían en largos penachos de humo, muy rectos, muy puros. Ni un grito. Una gran paz, y el cuchicheo de preguntas sorprendidas.
Todo se marchaba, los postigos de las ventanas y después las ventanas, las piedras de las escalinatas, las huellas de neumáticos y los coches, las llamadas que se asfixiaban en un blando chapoteo, los brillos.
Todo se disolvía, los dorados frutos que jamás madurarían, las tejas en equilibrio en lo alto de las paredes de ladrillo, y el libro que había dejado sobre el banco, por la mañana, y cuyos caracteres danzaban como copos grises y emprendían el vuelo en cenizas invisibles como se pierde un perfume en un viento ligero.
Los techos lanzaron un último estallido rojo, entrechocaron, se deslizaron y se fundieron. ¿Habían gritado o gemido? Nada. Solamente, tras los muros, muebles irreales que descendían, lentamente, a través de los pisos vaporosos donde se deshilachaban sin moverse, con su sutil carga de bibelots, de colores, de vajilla y de ropa interior que temblaban como el aire calentado y que se reabsorbía en el espacio en pequeños braseros moribundos y apenas luminosos.
Se inclinó y tomó una piedra. Pero se deslizó entre las junturas de sus dedos, en finos chorrillos de gas, interminablemente, y no tocó jamás el suelo.
Todo terminaba. Los guijarros se volvían cada vez menos y menos verdaderos, las hojas enmascaraban aún un poco con su algodonoso verde los fantasmas de los árboles.
Los hombres se evaporaban en humaredas, al azar.
Empezó a caer nieve de niños.
—¿Qué es lo que pasa? ¿Una bomba? De todos modos han tenido éxito con sus condenadas experiencias. Esto se ha terminado, ¿eh?, se ha terminado.
No sufría. Ni siquiera sentía miedo. Volvió lentamente la cabeza hacia aquel que acababa de hablar, como si temiera romperse y escapar, él también, en fragmentos más y más pequeños, más y más dispersos. El otro tampoco estaba inquieto. Simplemente quería saber.
—Esto debía ocurrir, ¿eh?, esto debía ocurrir.
—Pues sí, ha ocurrido.
No sabía lo que había ocurrido. Buscaba en el fantástico amontonamiento de formas desapareciendo, que se consumían tan suavemente, tan claramente y tan totalmente como ardientes montañas de diamante.
—Quizá aún podamos huir.
—No. En todas partes ocurre lo mismo.
Reflexionaron.
No sentían realmente deseos de partir, sus pasados se había apilado alrededor de sus piernas en montones de polvo gris, y ya no recordaban nada, pero no llegaban a concebirse sin futuro.
—Actuar… sin salida… —pensaban.
La calle estaba dispuesta, se deslizaba sin ruido entre las aceras y conducía más allá de la plaza. Serpenteaba por allá donde se habían perdido ya los reverberos y las grandes fachadas planas. No había más que un desierto a ambos lados de la carretera, y un viento tímido removía la arena de las dunas.
En alguna parte en la rojiza niebla de su cerebro, germinaba una idea. Se preguntaba por qué todo terminaba así, incluso el sol, que adivinaba de cristal puro y desaparecía en el espacio, incluso las estrellas, incluso el vacío, sin contrastes. Todos los decorados que ardían, se fundían en mezcolanza y se sobreimprimían.
Hubiera deseado un prodigioso fuego de artificio. Se sintió frustrado. La idea se desarrolló, aumentó de tamaño. Lo único que tomaba afianzamiento en él…
—Sé lo que ha pasado.
Por todas partes caían esferas azules, esferas verdes, esferas rosas, y cuando le tocaban, estallaban sin ruido. Después los sueños de los hombres se fueron, hadas, dragones, viajes, muñecas maravillosas, montones de oro y de pedrería, una pieza teatral, y, algunas veces, hojas de libros jamás escritos. Había palacios, un cielo de los mares del sur, un patinete eléctrico, proclamas.
—Ah —dijo el otro. Aquello no le interesaba en absoluto. Acababa de comprender que todo estaba consumado. No sentía el secreto deseo de encontrar la solución.
—Es extraño que nadie se haya dado cuenta antes. Había un paralelismo tal entre esto y lo que hacíamos. El ha puesto Simplemente el punto final. Como yo. Como todas las demás pobres imágenes.
Mientras hablaba se desprendían de sus mejillas burbujas de jabón. Reía porque, en el fondo, aquello tenía la comicidad del más extraño de los sueños y, como un sueño, era sin alcance, ilusorio. Ni siquiera había la muerte de la humanidad que pudiera ensombrecer el delicado humor de aquel fin.
—Espere. ¿Quién ha puesto el punto? ¿Qué punto final? No comprendo.
—No sé quien. Alguien que acaba de terminar la historia del hombre y muchas otras historias, tal vez, que se terminan en otras regiones del espacio, y que jamás hemos conseguido descubrir. Y tal vez va a comenzar otras historias. Pero, con nosotros, ha terminado. Lo que sería extraordinario sería que nosotros continuáramos. ¿Acaso se ha visto esto nunca?
—Qué cochino… Hubiera podido preverlo. Hay montones de cosas que yo hubiera podido hacer aún. Ahora… Buenas tardes… No sentía verdadero odio. Estaba irritado porque juzgaba que hubieran podido muy bien continuar, antes que ahogarse allá y deslizarse en un océano sin fondo.
Nunca más las creaciones de los hombres y los castillos de arena de los niños, nunca más las casas apacibles y las plantas que se observan crecer en las horas vacías, y los cohetes ardientes y pesados que el cielo rodea con un halo de fuego.
Nunca más los hombres.
—¿Es que alguna vez ha pensado usted en la suerte de los héroes de un libro cuando el libro ha terminado?
Estaban casi solos. Ignoraban dónde se encontraban, pero debía de ser en un universo tan tenue que apenas podría existir durante algunos segundos más aún.
—Me pregunto si contaba nuestra historia, o si la soñaba, o si la escribía. Qué riqueza de imaginación, y qué precisa. Qué genio creador, incluso en los menores detalles. Tal vez hubiera podido de todos modos imaginar un argumento que nos fuera más favorable, a lo largo del tiempo.
Flotaban, ellos solos, los últimos, quizá porque pensaban intensamente.
—Nuestra desgracia es no haber acordado nuestro fin con el de la historia. Aunque no es demasiado grave.
—¿Pero quién es? —suplicó la sombra del otro.
La idea se extendía y crecía, con pequeñas ramificaciones de sueño y de razón que se hinchaban y se entrecruzaban. Contenía ya una vaga noción de la respuesta.
—Tal vez continúe nuestra historia. Dentro de algún tiempo. Quizá le quiera dar una continuación. ¿Puede ser que ya nos haya ocurrido esto? ¿No lo recuerda?
Una pausa.
—Creo que veo qué clase de ser es… Y si él, a su vez, fuera soñado, y así vez, y otra, hasta el infinito.
Sus dos penachos de bruma eran casi blancos. Se condensaron primero en manchas muy pálidas, alargadas. Se les hacía cada vez más difícil respirar. Y moverse,
—Adiós.
—Hasta la vista.
Una de las manchas se agitó un poco porque quería decir aún alguna cosa. Pero ya no había ni sonido ni olor.
Ni espacio. Un punto. Luego nada.

Un domingo romano
Lino Aldani (Italia)

Si han leído ustedes el número 8 de nuestros volúmenes habrán entrado ya en contacto con Lino Aldani, con uno de sus más célebres relatos: 37 centígrados. Considerado como un escritor profundamente social, vuelto recientemente a la literatura tras una etapa de varios años de alejamiento y meditación en la campiña italiana, es el principal valor de la ciencia ficción de aquel país. En Un domingo romano nos ofrece una nueva aproximación al infierno urbano: un día en la vida de los habitantes de una Roma del futuro, agobiada por la superpoblación.

Mamá me ha despertado cuando serían las cinco. Apenas se veía. Me ha lavado y vestido, he tomado la supermalta con los bizcochos vitamínicos, y hemos salido hacia el garaje. Papá estaba lustrando el coche. Hemos cargado los accesorios de la excursión, los avíos de pesca, la cesta de la comida. Después, papá, poniendo el coche en marcha, ha dicho: ¡nos vamos, muchachos!
¡Pero sí! Hemos necesitado un cuarto de hora largo para salir del garaje; los coches estaban pegados los unos a los otros, y los cuidadores juraban; papá, en cierto momento, se ha puesto verde, se ha desabrochado el cuello de la camisa y ha dicho: no me haría gracia pasar el domingo aquí dentro. Y mamá le ha dicho: bueno, cálmate, Ernesto, nadie nos persigue.
Mamá es paciente. Incluso durante todo el trayecto para llegar a la autopista ha intentado siempre minimizarlo todo. Había puesto la radio y trataba de mantenernos alegres con la música, pero papá estallaba en cada semáforo; la andanada que prefiere es aquella contra los falsificadores de cupones, siempre dice que deben ser decenas de millares, y esto explicaría el porqué, a pesar de los turnos y las limitaciones, ya no se marcha como antes.
Papá ha sido listo, ha hecho treinta y ocho semáforos en una hora y cuarto. Pero después, en la casilla de la autopista, hemos permanecido parados cuarenta minutos. Papá se ha quitado la camisa, siempre irritado, siempre resoplando. Solamente se ha calmado más allá de la casilla, cuando ha podido ponerle la directa al coche. Mira, hijo mío, ha dicho en un determinado momento, en este mundo hay los astutos y hay los tontos; aquellos que llegan al mar en media hora porque tienen helicóptero y aquellos que deben pudrirse en la carretera dentro de esta ratonera.
Mamá no ha querido hacer ningún comentario, tan sólo ha cambiado la estación. Buscaba los Desperados, aquellos que tocan sin instrumentos metiéndose los dedos en la nariz y en el fondo de la garganta, pero no los encontraba; entonces ha vuelto con los Lánguidos, pero papá ha dicho: corta ya esta serenata, y entonces mamá ha puesto el volumen casi a cero, se ha colocado el auricular y no ha dicho nada más.
No hemos necesitado mucho para llegar al mar. El infierno ha recomenzado, sin embargo, apenas fuera de los pinares, cuando se ha presentado el puesto de bloqueo. Todos los semáforos estaban verdes, pero los controles eran largos, se avanzaba a saltos y para pasar al otro lado hemos necesitado casi una hora.
Papá ha recorrido cuatro o cinco veces la orilla del mar en busca de un lugar que no estuviera demasiado lleno de gente. Después mamá y yo hemos ido, cupón en mano, a hacer cola delante de las portillas, mientras papá buscaba un buen lugar para aparcar el coche.
A las diez en punto estábamos en la playa, en la fila veinticuatro. He ido rápidamente a controlar la hora del baño. A las diez y media, ha dicho el bañero. Al cabo de poco ha dado tres golpes de silbato para señalar la entrada en el agua de todos aquellos de las filas del veinte al treinta. Quería irme un poco hacia lejos, donde había menos gente, pero papá gritaba que no debía alejarme. Así, he probado a nadar permaneciendo cerca de la orilla: inútil, a cada momento tropezaba con alguien y al final me he hecho un rasguño en el cuello, muy
profundo. Papá, enormemente enojado, me ha acompañado a la enfermería.
Después hemos regresado bajo el parasol, y junto a mamá hemos comido las almendras saladas y las palomitas de maíz. Papá quería leer el diario; por unos momentos lo ha intentado, pero después ha debido dejarlo a causa de los transistores, que eran unos dos o tres mil, todos ellos puestos a todo volumen, porque los mal-educados, como dice siempre papá, son un ejército inmenso y son muy pocas las personas civilizadas que usan los auriculares sin molestar a nadie.
Yo he intentado tomar el sol, tendido en la playa. Pero la gente no se estaba quieta ni un instante, todos pasaban y saltaban por encima de mí, y así, después de diez minutos, me he levantado completamente cubierto de arena.
Después hemos ido al bar, que estaba atestado ya que había allí también aquellos que bailaban junto el juke-box. Papá nos ha dicho entonces que lo esperáramos afuera, que a él solo le sería más fácil. Después de un cuarto de hora ha vuelto con un helado para mí y con un café en un vaso de papel para mamá. Me he metido un poco bajo el entoldado del bar, donde hay los columpios y los toboganes. Algunos muchachitos sinvergüenzas querían pasarme delante, pero los he llamado al orden. En media hora me he deslizado tres veces por el tobogán. Después me he comprado un chicle y más tarde un caramelo con palo.
Faltaba un cuarto para el mediodía, y papá ha hecho seña de prepararnos. Esperaba llegar entre los primeros al restaurante y lograr que le dieran una mesa cerca de la balaustrada, donde se ve bien el mar; pero tantos otros se habían movido antes que nosotros que nos ha tocado una mesa en medio, allí donde el mar apenas se ve.
Ya no quedaba sopa de pescado, a mamá le ha sabido mal y ha tenido que contentarse con el acostumbrado pollo asado que no sabe a nada. También papá ha comido a disgusto, mientras miraba al mar alargando el cuello y murmuraba. Cierto, decía, aquel que tiene una lancha motora se va mar adentro y se divierte como quiere, se baña, pesca, toma el sol sin nadie alrededor que lo fastidie.
Entonces mamá ha propuesto tomar una barca de alquiler, pero las barcas estaban ya todas comprometidas desde hacía quince días. Y así papá ha dicho: vayamos a los pinos, allí hay el estanque con la pesca de pago, podremos divertirnos sin arriesgarnos a coger una insolación.
A las dos estábamos ya vestidos de nuevo. El coche se hallaba al sol y dentro se sudaba, aún teniendo los cristales bajados. Por fortuna a aquella hora el tráfico no era mucho, y así llegamos a los pinos en un segundo.
Gira y gira, papá consiguió encontrar un rincón realmente tranquilo, donde no había mucha gente; tanto es así, que conseguimos colocarnos en un área de veinte metros cuadrados sólo para nosotros. Mamá se ha echado en el colchón de gomaespuma y ha encendido el televisor portátil, papá en cambio ha intentado dormir. Yo, como me aburría, me he ido a dar una vuelta, sin alejarme demasiado y sin prestar demasiada atención a los otros muchachos que correteaban por allí.
Cierto, el pinar es muy hermoso, con los árboles todos iguales y el terreno recubierto de suave maleza. Papá dice que era mucho más hermoso hace veinte años, cuando los pinos eran auténticos, pero después una desgraciada enfermedad los atacó y así debieron cortarlos y sustituirlos por aquellos artificiales. Yo no les veo ninguna diferencia, esos de plástico me parecen más relucientes, y además la maleza no pincha.
Hacia las tres y media papá ha sacado las cañas y nos hemos ido al estanque. Había una enormidad de gente y estábamos un poco estrechos, codo contra codo, pero con un poco de paciencia se conseguía lanzar el anzuelo.
Papá probó primero con el pan y después con el maíz. Nada que hacer. Quizá porque el cebo no estaba bien colocado, y cuando papá lo recuperaba encontraba siempre el anzuelo limpio.
Vino un vigilante con la ropa roja y la placa plateada en el sombrero. Señor mío, dijo, señor mío, si no pone el gusano, ¿cómo quiere que piquen los peces?
Levantó la tapa del cesto que llevaba en bandolera, metió la mano dentro y sacó fuera una lombriz de unos siete centímetros de largo. Aja, dijo, aquí está el cebo; debe colocarlo usted bien, bien en torno al anzuelo, dejándolo bascular un poco, y el pez picará en un segundo.
La lombriz se movía de aquí para allá como un limpiaparabrisas. Usted está loco, dijo papá; yo esto no lo toco, me da asco.
Y esto empujó al vigilante a meter el gusano en el anzuelo. Papá metió la mano en el bolsillo y le dio una moneda.
El pez picó realmente en un segundo. Hubo un poco de confusión porque el sedal se había enredado con el del señor de al lado. Este, mientras tanto, había lanzado un chillido porque creía que el pez era el suyo y se mostraba muy excitado; pero luego, cuando el sedal fue soltado y vio que el pez era de papá, se puso morado de rabia y fue a colocarse más lejos.
Mamá estuvo muy contenta cuando nos vio regresar con el pez. Apagó el televisor y dijo: estupendo. Mientras tanto, papá registraba el cesto de camping, buscando el cuchillo sacatapones. Después abrió la barriga del pez, pero cuando se trató de sacar sus intestinos arrugó la nariz. Al fin, ayudándose con un cuchillo, lo limpió bien y lo enjuagó con agua mineral.
Ahora vamos a encender el fuego, dijo, y veréis qué bonito. El fuego, dijo mamá; ¿y para qué? Para asar el pez, dijo papá. Lo haremos a las brasas, como los antiguos, y en la naturaleza.
De vez en cuando decía la naturaleza, una palabra que no acabo de entender. Ah, la naturaleza, decía. Y se frotaba las manos. Vivir en la naturaleza, el cebo natural, el aire libre, y hablaba de los hombres vestidos con pieles de leones, del arco y las flechas. Mamá reía. El fuego. ¿Cómo lo harás, Ernesto, para encender el fuego? Porque en todo el pinar no había ni una sola astilla. Entonces se me ocurrió ir a revisar el cubo de la basura. Buscaba los palitos de los helados y, cuando tuve entre las manos una treintena, corrí hacia papá muy contento. Nada que hacer. Lo sé, encender un fuego no es una cosa fácil; papá ponía papel y soplaba, tenía los ojos rojos, lacrimosos. Pero la llama no se formaba, tan solo humo y cada vez más pestilente. No seas ridículo, Ernesto, dijo mamá, y se alejó para encender de nuevo el televisor. Entonces papá se enfadó, tomó el pez y lo arrojó lejos.
Merendamos unas cápsulas. Después papá se recostó para fumar un cigarrillo. Yo metí una moneda en la distribuidora automática, mastiqué un chicle y después, cuando ya no sabía a nada, metí otra moneda. Las distribuidoras estaban a mano, había una de ellas colocada junto a cada árbol.
Mientras tanto, mamá estaba un poco aburrida. Continuaba cambiando estaciones. Bastante gente se estaba preparando para el regreso. Entonces también nosotros plegamos la mesita, las sillas y el resto, lo
colocamos todo en su sitio en el coche, que pese a todo, como dice papá, es un hermoso coche, ya que él lo pule con cuidado y no lo fuerza como hacen algunos que se lanzan a toda velocidad sin darle ni un respiro al motor.
Necesitamos una hora y media para recorrer los dos kilómetros que nos separaban de la autopista. Yo estaba detrás, encajado en medio de los bultos, y sin que roe vieran —papá dice que todo esto son porquerías— he masticado tres chicles comprados a escondidas. Mamá tenía encendido el televisor sobre las rodillas.
A lo largo del recorrido he contado setenta y cinco choques y taponamientos. Hemos salido de la autopista cuando ya era oscuro; papá quería hacer la circunvalación, pero los accesos estaban todos atestados y así para ir a casa hemos tenido que pasar por el centro, toda la ciudad en primera y segunda.
Hemos llegado que eran casi las diez. Yo no tengo hambre, ha dicho mamá. En cambio papá y yo hemos comido corned-beef y una caja de Tiernísimos, los exquisitos guisantes naturales que contienen tantas vitaminas. Después papá ha querido controlar los resultados en la transmisión de las últimas noticias deportivas. Será para otra vez, ha dicho, y ha roto la quiniela. Mamá se ha quedado unos momentos a ver el match Gargiullo-Palmer, espectáculo ofrecido por la Vivarelli & Nicholson Company, pero después, como el boxeo no le gusta (mamá prefiere los programas-concurso y las telenovelas históricas) ha ido a arreglar el dormitorio, la cocina y el baño, de modo que los Anceschi no tengan de qué lamentarse. Mamá tiene esta manía. Nuestros coinquilinos, en cambio, siempre dejan la casa sucia, olvidan objetos por todas partes, una vez encontramos un mechón de cabellos en el lavabo y además pieles de manzana y cáscaras de queso bajo la mesa del comedor. Mamá no, está siempre muy atenta a volver a colocarlo todo en nuestro armario personal, no deja un alfiler, y lo hace a propósito, para darles una lección moral y hacerles comprender como deben vivir las personas civilizadas. Papá, en cambio, dice que si los Anceschi continúan de esta manera los denuncia y hace que los echen, porque el reglamento habla claro y le da la razón a papá.
Papá tiene razón también cuando dice que el gobierno debería pensar en resolver la crisis de los alojamientos y que si vamos avanzando de esta manera los dobles turnos ya no bastarán, tendremos que llegar a los triples y quizá hasta los cuádruples turnos, y terminaremos con que nos darán cupones no solamente para circular, no solamente para ir al cine o de paseo, sino también para hacer pipí y hasta para sonarse. Papá dice que es todo un asco, que somos demasiados, y que hay demasiada gente ambiciosa que quiere hacerlo todo a su comodidad. Y es por eso que nos toca vivir una semana sí y otra no. Aquí, sin embargo, creo que papá exagera. A mí la hipnosuspension no me produce ningún fastidio, y siete días pasan en un minuto y me despierto a la semana siguiente fresco y reposado.
Así, a medianoche, cuando han comenzado a distribuir la hipnocorriente, no he hecho remilgos, también porque comprendo que papá y mamá quieren estar un poco solos. He guardado todas mis cosas, me he puesto el pijama y en vez de subirme a la cama donde duermo habitualmente he abierto el armario mural donde se hallan colocados los orbículos de reposo, los nuestros y los tres de los Anceschi. He recitado mis plegarias y mamá me ha dado el beso largo de todos los fines de semana. Después me he colocado el hipnocapuchón y he apretado el botón. He quedado dormido de golpe.

El mejor de los mundos
Ion Hobana (Rumania)

Ion Hobana es el escritor rumano de ciencia ficción más conocido internacionalmente. Apasionado de Julio Verne, le ha dedicado multitud de artículos, un excelente libro traducido ya a varios idiomas, y una serie de programas de televisión en su país… sin contar la traducción de muchas de sus obras al rumano. En este relato, uno de sus más conocidos, Hobana se aparta bastante de las corrientes de la ciencia ficción al uso: por una vez (y es que Hobana, en el fondo, es un escritor optimista) la visión de nuestro planeta no es tan mala como suele pintarla el género.

Recostado sobre la mesa de operaciones, el astronauta aparecía todavía más masivo de lo que el profesor recordaba haber visto en las fotografías y películas de los periódicos y la televisión.
No tan solo más masivo, sino también más apuesto. La larga hipotermia le daba la dureza y aspecto noble del mármol; unas sombras violetas surcaban su rostro exangüe, con los párpados cerrados.
¿De qué color serían sus ojos? ¿Negros? ¿Grises?
El profesor se colocó sus lentillas y se acercó al cuerpo inanimado. Todas las dudas que lo habían envuelto hasta aquel momento, como en una tela de araña, desaparecieron de repente: aquel enfermo no era más que un caso entre tantos otros con los que se había encontrado a lo largo de su carrera médica. Un hombre clínicamente muerto. Un hombre al que iba a devolver la vida.
Su asistente pulsó un conmutador y la luz, lentamente, descendió. La mesa de operaciones, pivotando sobre su eje, tomó una posición casi vertical. Parecía que el astronauta no tendría más que hacer un gesto para liberarse de las ataduras magnéticas y ponerse en pie sobre el suelo transparente.
—¡Contacto!
Un haz de chispas verdes comenzó a bailar sobre una pantalla, dibujando poco a poco los contornos del cerebro dañado. Los detalles se precisaron, muy agrandados. El profesor modificaba de tiempo en tiempo el ángulo de observación; su propio diagnóstico se unía al ya facilitado por el auscultador cibernético, que había hallado lesiones irreparables en los alrededores de los centros de la memoria.
Las células de reemplazo, irrigadas artificialmente en su cuba de vidrio, estaban dispuestas para el trasplante: reproducían exactamente las células vivas del cerebro del astronauta. Era la primera vez que se trataba de reconstruir completamente un tejido orgánico de una tal complejidad.
El profesor contempló especulativamente a su paciente. Los experimentos de este tipo sólo habían sido llevados a cabo, hasta el momento, en animales, y no siempre habían sido coronados por el éxito. Seguían siendo necesarios todavía muchos meses de investigaciones. Meses…
En la glauca penumbra, el astronauta había perdido su aspecto cadavérico; se habría dicho que estaba sumergido en un profundo sueño reparador. Pero, no obstante, su corazón ya no latía. Tan solo la hipotermia lo mantenía en las fronteras de una muerte clínica… que amenazaba convertirse en cualquier momento en muerte a secas.

La recuperación se hizo esperar más tiempo del previsto. El trasplante de células había tenido un éxito superior al que habían osado imaginar, el corazón latía con un ritmo normal. Y, sin embargo, el estado del paciente permanecía estacionario. Este, al recuperar fuerzas, había solicitado un magnetofón y útiles de escritura; pero pronto había perdido todo interés. Silencioso, inmóvil, permanecía todo el día acostado en su habitación, con las persianas bajadas. Comía poco y de mala gana, no aceptando ni medicinas ni nuevos tratamientos.
Al cabo de dos semanas, el profesor pasó a verlo entre dos consultas, a una hora desacostumbrada. Gordo y pesado, se dejó caer en un sillón cercano al lecho y, sin más preámbulos, declaró escuetamente:
—¡Tengo muchos reproches que hacerte, muchacho!
—Tiene usted todo el derecho a hacerlo —murmuró el astronauta, sin siquiera volver la mirada vaga que mantenía clavada en el techo—. Le debo la vida… gratitud eterna… etcétera, etcétera… Ya conozco ese estribillo.
El profesor se irguió.
—No conseguirás hacerme enfadar.
El astronauta se apoyó sobre un codo y replicó brutalmente:
—Me río de sus estados anímicos. No me interesan. Ni usted tampoco me interesa.
Esperaba la reacción del profesor. Como este guardaba silencio, se dejó caer de nuevo sobre la almohada.
—¡Qué niñería! —dijo al fin el profesor con una sonrisa que llenó de pequeñas arrugas las comisuras de sus labios. Luego, con un tono más calmado como si hablase de cosas intrascendente como el tiempo, dijo—: En cambio, tú me interesas mucho a mí.
—Ya lo sé, ya lo sé. ¿Acaso no soy el valeroso explorador espacial que tiene en su haber el descubrimiento de cinco planetas?
—Sí, ciertamente. Pero también eres un ser humano, que ha perdido los deseos de vivir. Mi ayudante está convencido de que tu apatía solo se puede explicar por la existencia de alguna lesión, que aún no hemos descubierto, en tus células cerebrales. Yo, en cambio, tengo la opinión de que…
—Tengo sueño. ¿Tendría la bondad de dejarme dormir? —interrumpió el enfermo.
¡He tomado un mal camino!, pensó el profesor, modificando su táctica.
—De acuerdo, no discutamos más. ¡Ya tengo bastante con lo que me hacen pasar los periodistas para que ahora tenga que escuchar tus reproches!
—¿Ha expuesto sus hipótesis a esos plumíferos? ¿Qué es lo que han hecho: revelarlas con grandes titulares o insinuar lo peor entre líneas?
El profesor se sacó del bolsillo varios periódicos de la tarde y los dejó negligentemente sobre las sábanas.
—¡Míralo tú mismo, si es que tienes ganas!
El astronauta se quedó mudo. El profesor se arrancó del sillón.
—Todavía tengo otros pacientes que visitar. Te dejo. Volveré pronto. Muy pronto.

Los diarios, desdeñados, seguían en el mismo lugar. Pero… el penetrante ojo del profesor no dejó escapar el detalle de que varias de las hojas estaban arrugadas, como si hubiesen sido vueltas a plegar apresuradamente. En segunda página, se leía con grandes titulares: ¡ESTA PRÓXIMA LA RECUPERACIÓN DE NUESTRO ASTRONAUTA! Luego, con letra más pequeña: Según las declaraciones del médico-jefe, el explorador espacial ya no corre peligro. En un próximo futuro, el héroe del espacio podrá…
—Ya es la hora de la lluvia vespertina. —dijo el profesor—. La lluvia me inspiró en otro tiempo mis primeros poemas, pero ahora solo me produce un reumatismo que mis muy estimados colegas no logran curarme. Pero no puedo quejarme de mi suerte, porque soy víctima de mi propia imprudencia. En efecto, una mañana, durante una excursión a Venus…
—¿No tiene nada mejor que hacer, profesor, que tratar de distraerme contándome su vida? Su tiempo es precioso.
—Pero tu curación es más preciosa todavía.
—Comprendo —dijo el astronauta con una risa amarga—. ¡El creador no querría que su creación fracasase!
El profesor se sobresaltó, pero continuó contemplando con tranquilidad a través de la ventana, mirando como los aviones del Servicio Metereológico recogían las nubes para la lluvia del atardecer. Tras un instante de silencio, dijo, pareciendo cambiar completamente de tema:
—Una época de nuestra historia se llamó la Edad Media…
—Mi padre —ironizó el piloto—, poseía una maravillosa colección de conchas que había traído de Alfa Centauro.
El profesor ignoró la interrupción:
—En aquella época, habían gentes que se afanaban en crear monstruos. ¡No, naturalmente que no se trataba de una verdadera teratología científica! Se contentaban con mutilar a niños a los que se enviaba luego a mendigar por las calles. O bien se los exhibía en las ferias como si fueran fenómenos, excitando la curiosidad de los ignorantes. Era un negocio muy lucrativo. Los que se dedicaban a él no se paraban en barras, torturando a la vez a su propia imaginación y a sus víctimas para lanzar sin cesar al mercado nuevas «maravillas».
Las nubes se extendían ahora por encima de la ciudad, como el domo irisado de una enorme medusa. Los aviones habían desaparecido. De repente se iluminó la antena del Centro Meteo, y los relámpagos surcaron zigzagueantes el cielo. Alcanzada en pleno corazón, la medusa se descompuso en millares de tentáculos de plata.
—No quería ofenderle —dijo el astronauta—. ¡Pero es que me siento tan inútil ahora! Es un verdadero complejo, mi complejo…
—¿Inútil?
—Debe saber que nací a bordo de una astronave partida para explorar los planetas de la estrella doble de Barnard. Eran aún los tiempos heroicos de los viajes espaciales. Los aparatos, sometidos a las leyes de la aerodinámica, se posaban en los planetas mismos. Todavía no disponíamos de los bloques propulsores atómicos, y nuestra velocidad de crucero causa hoy risa. La ida y el regreso costaba casi veinte años. Veinte años interrumpidos tan solo por una breve escala en un mundo inhospitalario sin el menor parecido con la Tierra. Veinte años en estado de ingravidez…
«Sí, los tiempos heroicos… el peor enemigo de los nautas del espacio no residía en los meteoritos o las radiaciones cósmicas, sino en el tiempo. La tripulación comía, dormía, hacía guardias frente a los paneles de mando… Yo creo que es de aquella época de cuando debe datar la expresión matar el tiempo, aunque los filólogos pretendan que es muchísimo más antigua.
»La astronave poseía una filmoteca, unas salas vastas y confortables, un gimnasio. En este batíamos todas las marcas terrestres de salto o de lanzamiento. Pero yo prefería, sobre todo, la conversación.
»La gente dice que los veteranos del espacio son gigantes taciturnos, con el rostro y el corazón de piedra. ¡No hay nada más falso! Yo pasaba horas escuchándolos, mientras cada uno de ellos defendía con entusiasmo su estrella o su planeta. Al término de aquellas justas verbales, los campeones enfrentados presentaban sus pruebas testificales y me tomaban como arbitro: entonces, sentado frente a una pantalla tridimensional, me deleitaba en la contemplación de las imágenes, los sonidos, los colores y los aromas de aquellos mundos de una belleza incomparable; y no me perdía ni una sola palabra de los comentarios que los acompañaban: “Un bosque de cristal púrpura”… “La única forma de vida existente en 61 —doble de Cisne”…
“Allí perdimos tres de nuestros camaradas”.. “Las plantas carnívoras se inclinaban hacia ella”… “Ese globo tiene una masa dieciséis veces la de Júpiter; nos costó muchas dificultades el posarnos en él”.
«También hablaban de la Tierra, con una nostalgia que no lograba comprender. ¿Qué puede ofrecerle la Tierra a quien atormenta la sed de lo desconocido?
»Ya sé lo que me va a decir: cuna de la Humanidad, madre patria, hogar de nuestra civilización… ¡De acuerdo! Pero, ¿cómo podría habituarme jamás a vivir entre unas personas que llaman Aventura, con A mayúscula, a una vulgar excursioncita a Urano?
»¿Se pregunta el por qué de estas confidencias?; ahora lo sabrá.
«Todos los miembros de nuestra expedición eran especialistas en las disciplinas más diversas. Ellos me enseñaron cosmografía, astrobotánica, biofísica y las reglas del vuelo a velocidades sublumínicas. Todos estos conocimientos son necesarios para quien quiere obtener el título de explorador galáctico. Yo seguía mis estudios y esperaba sin impaciencia mi primer encuentro con Sol III que no representaba para mí más que otra escala cualquiera.
»La repentina aparición de un enjambre de meteoritos, entre las órbitas de Saturno y Júpiter, nos obligó a realizar un tremendo gasto de carburante. Llegamos demasiado de prisa a las proximidades de la Tierra. Fue preciso frenar demasiado brutalmente nuestro descenso, y mi madre no sobrevivió a esta maniobra.
»Más tarde, entré en la Escuela Astro-naval, debatiéndome con la continua molestia del peso de mi cuerpo, nuevo para mí. Pasé todos los exámenes y realicé mi año de prácticas en una base de Beta Centauro.
»Mi padre obtuvo el mando de otra expedición. Lo acompañé, abandonando sin la más mínima pena Sol III.
»No, no me interrumpa. De lo contrario, quizá no tenga el valor de continuar…
«Hemos atravesado el cosmos durante lustros, explorando decenas de sistemas solares. Yo descubrí cinco planetas. El fenómeno de la interferencia del campo magnético lleva mi nombre. Tras largas investigaciones, puse a punto y patenté un compensador del efecto Doppler, aparato que hoy es de uso corriente a bordo de todas las astronaves. Consideraba otros proyectos, estudiando los medios más eficaces para terraformar ciertos planetas.
«Todos estos trabajos no son en la actualidad para mí sino títulos de libros desprovistos de todo significado. Ya no me acuerdo de nada, o de casi nada. Los paisajes de esos cinco planetas, el cálculo de la interferencia, el principio del compensador… ¡nada! ¡Ya nada! ¡Hasta las reglas elementales del vuelo espacial han huido de mi mente! Me he torturado el cerebro durante horas para tratar de encontrar en él algunos rudimentos de astronomía. ¡En vano! El vacío…
«Supongo que el accidente es el culpable de esto. ¡Ese maldito accidente! No cabe duda de que los centros de la memoria han sido afectados. Sería preciso que volviese a comenzar de nuevo, a partir de cero, ¡y eso es imposible! Comprenda profesor: no tengo ni el tiempo ni las ganas de hacerlo…
»¡Ah!, ya sé lo que me va a decir: aquí mismo, en la Tierra, tengo una multitud de oportunidades. En todas partes seré acogido con los brazos abiertos. Me ofrecerán, por ejemplo, vigilar los invernaderos de cultivos venusianos; una readaptación de tan solo seis meses bastaría para prepararme para ello. Y una readaptación de un año…
»No, profesor no me tientan tales perspectivas para el porvenir. Imagine sus propias reacciones si, de un día para otro, se olvidase de toda su profesión; le fuera imposible curar a un enfermo e imaginar nuevos tratamientos. Y eso que, usted al menos, no se encontraría en tan mal estado como yo: tendría una familia, un hogar, y sería un terrestre; mientras que yo…
»Esto es todo. Ya le he dicho lo que tenía que decirle. Ahora es su turno: estoy dispuesto a escuchar sus reproches.

El inmueble del Centro de Investigaciones Cósmicas brillaba con toda la luminosidad solar almacenada durante el día. Como una gran mariposa negra atraída por esa luz, el graviplano fue a posarse en la terraza más alta. El profesor descendió y se apresuró en dirección a la oficina del Director.
—Le esperan. Haga el favor de entrar.
El profesor atravesó la antecámara, apreciando con una sonrisa interna el armonioso tono de contralto de la secretaria robot. El Director, pensó, debe ser un melómano.
Lo encontró en pleno trabajo. Al tiempo que seguía en una pantalla el aterrizaje de una astronave que llegaba de Marte, dictaba una respuesta al Consejo Solar y rebuscaba entre un montón de carpetas marcadas todas con las siglas luminiscentes de su Centro. Esta facultad de fijar su atención sobre varios sujetos a la vez recordaba los métodos de un general de otros tiempos, pensó el profesor. ¿Cómo se había llamado..?
Efectivamente le esperaban. El Director apagó la pantalla del televisor, apartó las carpetas e interrumpió el dictado. Después ordenó a la robot melodiosa que registrase todos los informes y anotase todas las llamadas. Por fin, se volvió hacia su visitante y le preguntó solícito:
—¿Qué tal está el muchacho?
Escuchó con atención el informe del profesor, mientras su rostro se iba ensombreciendo.
—¡Hemos de hacer algo por él! —exclamó—. El Centro, con todos sus medios, está a su disposición: tanto nosotros, como toda la Unión Solar, estamos en deuda con ese hombre. Él…
El profesor negó con la cabeza.
—No puedo devolverle la memoria.
—No obstante, debemos intentarlo todo.
Una hora más tarde, el Director llamaba a su secretaria y le rogaba convocar a uno de sus colaboradores.

Era joven, delicado y estaba tan intimidado por la celebridad de su interlocutor, que comenzó a tartamudear mientras le exponía su teoría. Y, ahora, esperaba la respuesta del astronauta mientras seguía con mirada inquieta sus incesantes paseos por la habitación. El piloto se hablaba a sí mismo, con pedazos de frases casi inaudibles:
—Velocidad hiperlumínica… eso querría decir… increíble ampliación de las zonas a explorar… una puerta abierta al espacio… los sistemas de la Vía Láctea más lejanos… quizá hasta las metagalaxias…
Se detuvo bruscamente frente al joven.
—Si la práctica confirma sus teorías, su nombre quedará inscrito en los anales de la astronáutica. Le agradezco haber pensado en mí. Pero, por desgracia, mi estado de salud no me permite….
—El profesor ha dicho… —comenzó a decir el joven enrojeciendo.
—¡El profesor no se lo ha dicho todo! —le cortó el piloto, y luego, tras una corta pausa—: ¿A menos que..?
Tomó el silencio del otro por una aquiescencia.
—Bien, entonces ya sabe porque no puedo aceptar. Le hace falta un colaborador, no un peso muerto. Yo no sería capaz ni de interpretar correctamente las cifras de los cuadrantes de los aparatos.
—Comencé a trabajar en este proyecto tras haber leído su tesis sobre la interferencia del campo magnético. Es con usted, y no con otro, con quien quiero partir. Todos los ensayos son concluyentes. ¡Estamos en las vísperas de una gran aventura! Además, el profesor espera que…
Se detuvo. Los ojos del astronauta chispearon.
—¿Sí?
—Que al franquear el muro de la luz tendrá una especie de choque que tal vez le pueda despertar la memoria.

Una extraordinaria aurora boreal rutilaba sobre la pantalla semicircular. Azul, verde, rojo… los colores vibraban, palidecían, se entremezclaban sutilmente, estallaban en cascadas de chispas, en haces de rayos. Fascinado, el astronauta observaba el brillante espectáculo del que nunca había sido testigo a bordo de las naves sublumínicas.
—Nos acercamos a Lalanda 21183 —anunció el joven sabio, inclinado sobre una carta de navegación—. El planeta gravita a 0,132 unidades astronómicas de su sol. Masa relativa: 0,06. Período de revolución sobre su eje: 14 años.
El astronauta casi no le escuchaba, perdido en la contemplación de la aurora boreal cósmica.
El resultado de los análisis se demostró satisfactorio: la atmósfera no contenía ningún elemento nocivo. Los cosmonautas cambiaron sus escafandras por una combinación de melenita ignífuga, ligera y, sin embargo, más resistente que el acero.
Una vegetación lujuriosa cubría esa zona del planeta: altas hierbas, lianas, plantas trepadoras de largas raíces aéreas, árboles cuyas copas se expandían en un domo desmesurado.
El astronauta y el joven científico se abrieron con dificultad camino hacia el río que habían entrevisto antes de posarse. Un calor anonadador aplastaba el lugar. A su alrededor, todo vibraba con una vida oculta: las hojas y los matorrales zumbaban disimuladamente.
¡El río!.. Una larga cinta gris que se deslizaba hacia un océano desconocido.
El astronauta, curioso, se acercó a la ribera. Un paso. Luego otro. Su compañero apenas si tuvo el tiempo de retenerlo: enmascarada por las hierbas, la orilla caía a pico. El agua plomiza lucía con pequeños destellos.
—¿Piensa que este río pueda ser peligroso?
—¿Debo citarle el párrafo 37 del código de exploración galáctico?: Todo líquido que no haya sido analizado según los métodos reglamentarios será considerado como nocivo. Mire…
Había tomado una rama seca y la había lanzado a la corriente. Casi no había tocado el trozo de madera la superficie del agua cuando una boca dentada, surgida de las profundidades, la atrapaba al vuelo y la engullía.
El astronauta se estremeció al pensar en todos los monstruos que se debían hallar al acecho bajo las aguas traidoramente en calma del gran río. Y, al mismo tiempo, su corazón se henchía de reconocimiento hacia el compañero, el amigo, que le había salvado. Era un sentimiento nuevo y exaltante para él, habituado hasta entonces a dejar el cuidado de su seguridad a la vigilancia de los robots electrónicos; a bordo de su astronave natal, prácticamente, siempre había estado solo.
Cediendo al calor de su emoción, se giró con viveza hacia el joven para darle las gracias, para apretarle las manos… para darle un abrazo. Pero se encontró con su mirada, preocupada, escrutadora… y el astronauta, roto el primer impulso, ya no osó decir nada.
Por otra parte, un pensamiento subconsciente no dejaba de atormentarle: el temor de no ser más que un caso, susceptible tan solo de inspirar una curiosidad despreciativa o, lo que aún era peor, la piedad.
Controló cuidadosamente su voz para decir, con una fingida indiferencia:
—En efecto, este no parece el lugar más ideal para disputar un campeonato de natación.

La astronave hendía el espejo tranquilo del océano que cubría todo el planeta.
—Sistema de Ross 614 —había anunciado el joven sabio, algunas horas antes—. Un mundo totalmente acuático, cuya revolución se cumple en quince años.
—Ross 614 —repitió el astronauta, y su frente se arrugó, mientras trataba en vano de hallar algún eco perdido entre las ruinas de sus recuerdos.
—Hace treinta años, usted cruzó por estos parajes. Su libro de a bordo lleva la siguiente mención: «Las astronaves de exploración deberían estar estudiadas para poder navegar en cualquier elemento. ¡Es una lástima abandonar este planeta sin conocer nada de los misterios que, tal vez, se ocultan bajo sus aguas!
El amnésico dio una mirada asombrada a su compañero: ¿no resultaba casi increíble que unas palabras escritas por él mismo hacía tiempo pudieran vivir todavía en la memoria de aquel joven que conocía desde hacía tan poco tiempo?
Unas sombras extrañas pasaron por la pantalla. Las hubiera contemplado más detenidamente, pero la aguja del batímetro enloqueció de repente; la astronave frenó y se detuvo.
—¿Un obstáculo?
Sin responder, el joven sabio acopló la gran pantalla semicircular a un periscopio. El ex-piloto retuvo una exclamación. Atrapada en el cono luminoso de los proyectores, emergía de las tinieblas una fantástica ciudad submarina, con sus edificios enormes, sus domos y sus torres multiformes.
—¿Una civilización acuática?
—No. La tercera expedición del Centro ha descubierto aquí ricos yacimientos de uranio.
Los proyectores mostraban ahora el hormigueo atareado de las palas mecánicas y de las barrenas, las cintas de los conductores que llevaban al precioso mineral a unos inmensos abrigos de paredes transparentes.
Por primera vez en su vida, el astronauta se sintió orgulloso de ser uno de aquellos terrestres, que a conciencia podían afirmar: ¡Ved nuestra obra, la obra de nuestra raza! Sintió el brusco deseo de unirse a aquellos mineros desconocidos y de trabajar codo a codo con ellos para arrancarle al océano aquellos bloques de uranio, fuente de energía de las astronaves y las fábricas de Sol III.
—Alfa de Orión, también llamado Betelgeuse. Una estrella de un volumen aproximadamente quinientas veces superior al de nuestro sol.
El joven científico se calló y apartó la vista, pero continuaba sintiendo encima la mirada insistente del astronauta, mientras ambos franqueaban, en búsqueda de cualquier traza de vida, bien poco probable en aquel desierto, las dunas de arena de violáceas sombras.
—Masa relativa: 0,1. Fuerte gravedad .—volvió a decir el joven—. Atmósfera de metano y amoníaco. Mortal para nosotros.
Continuaron su camino, curvados bajo el peso de las escafandras. El sol no había desaparecido aún tras el horizonte; se elevaban tres lunas malvas.
—Descansemos un poco —dijo el expiloto.
Llegaron a un grupo de árboles, coronados de penachos de hojarasca alargada, y se detuvieron bajo su sombra, apoyados en sus troncos escamosos.
—El crepúsculo… —murmuró el astronauta. Y su voz, deformada por el micro del casco, temblaba un poco.
Una cascada de luz, amatista y zafiro, salpicó el cielo con su esplendor real, desde el cénit hasta el horizonte ya ahogado por las sombras.
El joven sabio suspiró.
—Debemos volver a bordo. La temperatura caerá bruscamente una vez se haya puesto el sol.
No hubo respuesta. Se volvió hacia su compañero. Aquél, de pie, inmóvil, perdido en sus pensamientos, se había quitado el casco. Su rostro parecía rejuvenecido. Se dejaba arrastrar por la amarga y mayestática poesía de aquel planeta al fin descubierto, tras una larga vida de vagabundeo cósmico.
Con algo de embarazo, y bastante de alegría y alivio, el joven se sacó el casco a su vez, respirando el olor de las palmeras, el aire seco y puro del Sahara.
¿Lo había comprendido ya en nuestra primera «escala» en las orillas del Amazonas?, pensó, ¿o fue luego, en el fondo del Atlántico?
El sol acababa de ocultarse. La Luna y los dos satélites artificiales brillaban con una luz más viva. En la repentina noche, aparecieron las constelaciones.
El astronauta las contempló por un instante, y luego se giró, para mirar tan solo a la acogedora Tierra: su patria reencontrada.

2 comentarios

  • Crow

    El elefante
    Slawomir Mrozek (Polonia)

    Slawomir Mrozek es un renombrado autor teatral, uno de los más conocidos fuera de las fronteras de su país, Polonia. Entre sus obras cabe destacar Tango y El policía, que han conocido un gran éxito mundial y han sido representadas también en los escenarios de nuestro país. Como narrador, Mrozek se apunta a la fantasía y al humor absurdo, siendo comparado en algunos aspectos al checo Kafka. En El elefante, que da título a uno de sus más conocidos volúmenes de cuentos, Mrozek critica, en clave de ácido humor, el acientifismo crónico de nuestros más sesudos estamentos científicos.

    El director del Jardín Zoológico ha demostrado ser un advenedizo. Consideraba a sus animales simplemente como peldaños en la escalera de su propia carrera. Era indiferente a la importancia educativa de su establecimiento. En su Zoo la jirafa tenía un cuello corto, el tejón no tenía madriguera y los silbadores, habiendo perdido todo interés, silbaban rara vez y con cierta reluctancia. Estos fallos no deberían haber sido permitidos, especialmente dado que el Zoo era visitado a menudo por grupos de escolares.
    El Zoo estaba situado en una ciudad provinciana, y le faltaban algunos de los animales más importantes, entre ellos el elefante. Tres mil conejos eran un pobre sustituto para el noble gigante. Sin embargo, a medida que nuestro país se desarrollaba, iban siendo colmados los huecos en forma bien planificada. Con ocasión del aniversario de la liberación, el 22 de julio, se le notificó al Zoo que finalmente se le había asignado un elefante. Todo el personal, devoto de su trabajo, se alegró ante esta noticia, y por consiguiente fue muy grande la sorpresa cuando se enteraron de que el director había enviado una carta a Varsovia, renunciando a la asignación y presentando un plan para obtener un elefante por medios más económicos.
    «Yo, y todo el personal», había escrito, «nos damos cuenta de la pesada carga que cae sobre los hombros de los mineros y los obreros metalúrgicos polacos a causa del elefante. Deseosos de reducir costos, sugiero que el elefante mencionado en su comunicado sea reemplazado por uno realizado por nosotros mismos. Podemos construir un elefante de goma, del tamaño correcto, llenarlo de aire y colocarlo tras una cerca. Será cuidadosamente pintado con el color correcto y hasta de cerca resultará indistinguible del verdadero animal. Es bien conocido que el elefante es un animal lento y pesado, y que ni corre ni salta. En el cartel de la cerca podemos indicar que este elefante en particular es especialmente lento y pesado. El dinero ahorrado de esta manera podrá ser dedicado a comprar un avión a reacción o a conservar algún monumento religioso.
    »Le ruego humildemente que tenga en cuenta que tanto la idea como su ejecución son mi modesta contribución a la tarea y lucha comunes.
    «Quedo, etc.»
    Este comunicado debió llegar a algún burócrata sin alma, que contemplaba sus tareas en una forma puramente mecánica, y que no examinó las trascendencia del asunto sino que, siguiendo únicamente las directrices acerca de la reducción de gastos, aceptó el plan del director. Al tener noticia de la aprobación del Ministerio, el director dio órdenes para que se confeccionara el elefante de goma.
    Este iba a ser hinchado de aire por dos empleados que soplarían por extremos opuestos. Para mantener la operación en secreto, el trabajo se realizaría durante la noche, pues los habitantes de la ciudad, habiendo oído que iba a llegar un elefante al Zoo, estaban ansiosos por verlo. El director insistió en dar prisas, además, porque esperaba un premio, si su idea resultaba ser un éxito.
    Los dos empleados se encerraron en un cobertizo que habitualmente albergaba un taller, y comenzaron a soplar. Tras dos horas de duros esfuerzos, descubrieron que la piel de goma apenas se había alzado unos centímetros sobre el suelo y que la masa no se parecía en lo más mínimo a un elefante. Transcurría la noche. En el exterior, las voces humanas se habían acallado y solo los gritos de los chacales cortaban el silencio. Exhaustos, los empleados dejaron de soplar y se aseguraron de que el aire que ya estaba en el interior del elefante no se escapase. Ya no eran jóvenes y no estaban acostumbrados a este tipo de trabajo.
    —Si seguimos a este ritmo —dijo uno de ellos—, no acabaremos antes de la mañana y, ¿qué es lo que le voy a decir a mi señora? Nunca me creerá si le digo que he pasado la noche hinchando un elefante.
    —Tienes razón —admitió el segundo empleado—. El hinchar un elefante no es un trabajo que se dé todos los días. Y todo porque nuestro director es un izquierdista.
    Siguieron soplando, pero después de otra media hora se sintieron demasiado cansados como para continuar. El bulto en el suelo era mayor, pero aún seguía sin tener la forma de un elefante.
    —Cada vez resulta más difícil —dijo el primer empleado.
    —Sí, es un trabajo cuesta arriba —convino el segundo—. Descansemos un poco.
    Mientras estaban descansando, uno de ellos se fijó en una tubería de gas rematada por una espita. ¿No podrían llenar el elefante con gas? Se lo sugirió a su compañero.
    Decidieron intentarlo. Enchufaron el elefante a la cañería de gas, abrieron la espita y, para su alegría, vieron como a los pocos minutos se alzaba un animal de buen tamaño en el cobertizo. Parecía real: el enorme cuerpo, patas como columnas, grandes orejas y la inevitable trompa. Movido por su ambición, el director se había asegurado el tener en su Zoo un elefante verdaderamente grande.
    —De primera clase —declaró el empleado que había tenido la idea de usar el gas—. Ahora ya podemos irnos a casa.
    Por la mañana, el elefante fue trasladado a un lugar especial, muy céntrico, junto a la jaula de los monos. Colocado frente a una gran roca verdadera, parecía imponente y magnífico. Un gran cartel proclamaba: «Particularmente lento y pesado. Apenas si se mueve.»
    Entre los primeros visitantes de aquella mañana se hallaba un grupo de niños de la escuela local. El maestro que los tenía a su cargo planeaba darles una lección
    acerca del elefante. Detuvo al grupo frente al animal y comenzó:
    —El elefante es un mamífero herbívoro. Por medio de su trompa arranca arbolillos y se come sus hojas.
    Los niños estaban contemplando al elefante con embelesada admiración. Esperaban que arrancase un arbolillo, pero la bestia permanecía quieta tras la cerca.
    —…el elefante es un descendiente directo del ya extinto mamut. Por consiguiente, no es sorprendente que sea el más grandes de los animales terrestres hoy vivos.
    Los alumnos más conscientes estaban tomando notas.
    —…solo la ballena es más pesada que el elefante, pero la ballena vive en el mar. Podemos decir, con toda seguridad, que en tierra firme el elefante reina supremo.
    Una suave brisa movió las ramas de los árboles del Zoo.
    —…el peso de un elefante adulto es de tres y media a cinco toneladas.
    En aquel momento, el elefante se estremeció y se alzó en el aire. Por unos segundos flotó a poca altura sobre el suelo, pero una ráfaga de viento lo arrastró hacia arriba hasta que su gigantesca silueta quedó recortada contra el cielo. Duran, te un corto espacio de tiempo, la gente pudo ver desde abajo los cuatro círculos de sus patas, su abultada tripa y la trompa, pero pronto, impulsado por el viento, el elefante voló sobre la cerca y desapareció por encima de las copas de los árboles. Los asombrados monos se quedaron mirando al cielo desde el interior de su jaula.
    Hallaron al elefante en el cercano jardín botánico. Había aterrizado sobre n cactus y había pinchado su piel de goma.
    Los escolares que habían contemplado la escena en el Zoo pronto comenzaron a descuidar sus estudios y se convirtieron en gamberros. Se dice que beben licores y rompen ventanas. Y ya no creen en los elefantes.

    Reflejo espontáneo
    Arkady y Boris Strugatsky (URSS)

    Los hermanos Strugatsky son los escritores soviéticos de ciencia ficción más conocidos en el mundo occidental. Su novela Qué difícil es ser dios, publicada hace unos años en español, es considerada como la obra más «occidental» de toda la literatura soviética del género. En Reflejo espontáneo, uno de sus relatos más conocidos, junto con Seis fósforos, toca uno de los temas que más interés despiertan en la ciencia ficción: la cibernética, y la posibilidad de crear la «máquina perfecta»… lo cual por supuesto no siempre es posible.

    Mutra se sentía aburrido.
    Cierto que el aburrimiento, como reacción a la uniformidad y la monotonía del ambiente, la insatisfacción de sí mismo, la pérdida del interés por la vida, sólo son inherentes al hombre y a algunos animales. Para aburrirse, hace falta tener con qué experimentar el aburrimiento: un sistema nervioso de sutil y perfecta organización. Hace falta ser capaz de pensar o, por lo menos, de padecer. Mutra no tenía sistema nervioso en el sentido habitual de la palabra y tampoco sabía pensar. Menos capaz todavía era de padecer. No hacía más que captar, retener en la memoria y actuar. Y, no obstante, sentía aburrimiento.
    Dicho en pocas palabras, todo se debía a que, después de marcharse el Amo, no quedaba en torno a Mutra nada que pudiese retener. Y el caso es que la acumulación de recuerdos había pasado a ser para Mutra el objetivo de su existencia. Le atormentaba una curiosidad insaciable, un inagotable afán de captar y retener todo lo posible. Para ello le servían todos aquellos hechos y fenómenos, desconocidos por él, cuya situación en el espacio y en el tiempo les permitía ser fuente de sensaciones aunque sólo fuera para uno de sus quince sentidos. Si no existían los hechos y los fenómenos desconocidos, había que buscarlos.
    Pero Mutra había llegado a conocer el ambiente que le rodeaba hasta en su menor detalle, hasta en su matiz más insignificante. Desde el primer momento de su existencia recordaba aquel espacioso local cuadrado, de ásperos muros grises, techo bajo y puerta de hierro. Allí olía siempre a metal recalentado y a aceite aislante. De arriba llegaba un zumbido bronco y confuso que las personas sólo lograban escuchar valiéndose de unos aparatos especiales, pero que Mutra oía perfectamente. Aunque las lámparas luminiscentes del techo estaban apagadas, Mutra veía distintamente la habitación gracias a los rayos infrarrojos y a los impulsos del radar.
    Así pues, como se aburría, Mutra decidió buscar nuevas impresiones. Había transcurrido media hora desde la salida del Amo. La experiencia le decía a Mutra que el Amo tardaría ahora en volver. Esa era una circunstancia que importaba mucho: una vez Mutra había emprendido sin permiso un breve paseo por la habitación y el Amo, que le sorprendió entonces, hizo algo para que Mutra, aunque atormentado por la curiosidad, no pudiera mover siquiera una antena de localización. Pero, al parecer, no había por qué temer ahora su regreso.
    Mutra osciló y echó a andar pesadamente. El suelo de cemento retumbó bajo sus gruesas plantas de caucho, Mutra se detuvo un instante para escuchar e incluso se inclinó. Pero en la gama de sonidos que emitía el cemento al vibrar no había ni uno solo desconocido, y Mutra se dirigió nuevamente hacia la pared opuesta. Llego hasta ella y olfateó. La pared olía a hormigón húmedo y a hierro oxidado. Nada nuevo. Entonces Mutra dio media vuelta, desconchando la pared con su agudo codo de acero, cruzó la habitación en diagonal y se detuvo delante de la puerta. Abrirla no era cosa sencilla, y Mutra estuvo algún tiempo estudiando la cerradura, para comparar lo que veía con lo que ya sabía antes. Por fin adelantó la tenaza dentada de su mano izquierda, agarró hábilmente el eje de la cerradura y le dio vuelta. La puerta se abrió con un chirrido débil y prolongado. Aquello tenía ya interés, y Mutra se dedicó unos minutos a abrir y cerrar la puerta, unas veces despacio y otras de prisa, escuchando y reteniendo lo que oía. Luego traspuso el alto umbral y se encontró ante una escalera. La escalera era estrecha, de piedra y bastante alta: Mutra contó al instante dieciocho peldaños hasta el primer rellano, donde había luz. Mutra sabía lo que eran escalones, y se dirigió sin prisa hacia arriba. Desde el rellano arrancaba un nuevo tramo de diez peldaños de madera. A la derecha se abría un amplio corredor. Después.. de vacilar un poco. Mutra torció hacia la derecha. Sin saber por qué. El pasillo no parecía más interesante que la escalera. Cierto que la escalera era mucho más estrecha.
    El pasillo exhalaba un aire tibio y se hallaba intensamente iluminado por los rayos infrarrojos que partían de unos cilindros estriados, colgados a escasa altura del suelo. Mutra no había visto nunca una batería de la calefacción central. El caso es que aquellos cilindros estriados le interesaron. Se inclinó y agarró uno de ellos con ambas tenazas. Se escuchó un breve crujido, rechinó el metal y una espesa nube de vapor, resplandeciente como un trozo de sol, subió hacia el techo. Bajo los pies de Mutra brotó un chorro de agua hirviendo. Mutra levantó el cilindro hacia su cabeza, lo observó y, adelantando de debajo de su coraza pectoral los ágiles tentáculos de los micromanipuladores, exploró con atención los bordes desgarrados de la tubería. Luego se ocultaron los tentáculos, cayó el cilindro al suelo y las plantas de Mutra empezaron a chapotear por los charcos. Mutra llegó hasta el extremo del pasillo. Allí vio arder una inscripción roja sobre una puerta baja. «¡Cuidado! ¡Prohibido entrar sin equipo especial!», leyó Mutra. Conocía la palabra «cuidado», pero también sabía que estaba dirigida siempre a las personas. En cambio, no podía referirse a él, a Mutra. Extendió el brazo y empujó la puerta.
    Allí sí que había muchas cosas interesantes y nuevas. Estaba detenido a la puerta de una vasta sala llena de objetos de metal, de piedra y de plástico. En el centro de la sala sobresalía un metro una prominencia redonda de hormigón semejante a una urna chata cubierta por una tapa de hierro o de plomo. Un sinfín de cables partían de ella hacia las paredes, cubiertas de cuadros de mando en mármol con aparatos brillantes e interruptores. Protegía la urna de hormigón una tela de alambre de cobre. Del techo pendían unos palos brillantes articulados. Los palos terminaban en pinzas y tenazas, igual que los brazos de Mutra.
    Pisando sin ruido por el suelo de losas Mutra se acercó a la rejilla de cobre y dio una vuelta a su alrededor. Luego se detuvo y dio otra vuelta. La tela metálica no tenia ninguna abertura. Mutra levantó entonces una pierna y pasó sin dificultad a través de ella. Los hilos de cobre desgarrados quedaron colgando de sus hombros como una tela de araña. Sin embargo, dos pasos antes de llegar a la urna de hormigón Mutra se detuvo. Su cabeza, redonda como un globo, giraba con precaución a derecha e izquierda; las valvas de ebonita de los receptores acústicos se agitaban, enhiestas, y se estremecían las antenas de radar. La cubierta de plomo de la urna irradiaba rayos infrarrojos, visibles incluso en aquel local de temperatura elevada. Pero, además, de ella partía cierta ultrarradiación. Mutra era capaz de ver los rayos X y los rayos gamma: le pareció que la cubierta era transparente y .bajo ella se abría un estrecho pozo sin fondo, lleno de un polvo luminoso. De lo más recóndito de la memoria de Mutra emergió esta orden: marcharse inmediatamente de allí. Mutra no sabía cuándo ni de quién había recibido aquella orden. Es probable que hubiera venido al mundo conociéndola ya, lo mismo que conocía otras muchas cosas, sin haberlas visto ni experimentado nunca. Pero Mutra no obedeció la orden. Pudo más la curiosidad. Se inclinó sobre la urna, adelantó las tenazas y levantó la tapa con cierto esfuerzo. Le deslumbre un haz de rayos gamma. Unas luces rojas parpadearon inquietas en las tablas de mármol y empezó a sonar una sirena. A través de sus brazos, transparentes ahora, vio el interior de la
    cavidad de hormigón, dejó caer la tapa y avisó con voz baja y ronca:
    —Opasnost! ¡Peligro! Gefahr! Danger! Vei Sian! Abunai!
    Un eco sordo retumbó en la sala y se extinguió. Mutra hizo describir una evolución de ciento ochenta grados a la parte superior de su cuerpo y se dirigió presuroso hacia la salida. El choque producido en los contadores de control por el torrente de partículas radiactivas le alejaba de la urna de hormigón. Está claro que ni la radiación más intensa ni los poderosos torrentes de partículas podían causarle a Mutra el menor daño; ni aun la permanencia en la zona activa del reactor había de acarrearle consecuencias graves. Sin embargo, al crear a Mutra, los Amos le habían inculcado el afán de permanecer lo más lejos posible de las fuentes de irradiaciones de gran intensidad.
    Mutra salió al pasillo, cerró la puerta con mucho cuidado y, después de pasar por encima del cilindro aristado de la calefacción central volvió a encontrarse en el rellano. En seguida divisó a una persona que descendía precipitadamente por la escalera de madera.
    Aquella persona tenía mucha menos estatura que el Amo. Llevaba una ropa ancha, de calor; y tenía unos cabellos inusitadamente largos y dorados. Mutra no había visto nunca personas así. Notó en el aire un olor a lilas blancas que ya conocía. El Amo olía igual a veces, aunque más débilmente.
    Como el descansillo estaba sumido en una semioscuridad mientras la escalera se hallaba intensamente alumbrada, la persona no divisó al pronto la enorme silueta de Mutra. Sin embargo, al escuchar sus pasos se detuvo y gritó enfadada:
    —¿Quién anda por ahí? ¿Eres tú, Ivashev?
    —Muy buenas, ¿cómo está usted? —preguntó Mutra con su voz ronca.
    La muchacha lanzó un grito. De la penumbra avanzaba hacia ella una cabeza brillante con estrechos ojos de cristal, unos hombros ¡blindados increíblemente anchos, unos gruesos brazos articulados. Mutra puso un pie en el peldaño inferior de la escalera de madera y la muchacha lanzó otro grito.
    Nunca se había dado el caso de que una persona no contestara al saludo de Mutra; pero aquel sonido extraño, agudo, penetrante y, desde luego, inarticulado, no figuraba entre las respuestas conocidas de Mutra. Intrigado, Mutra siguió resueltamente a la muchacha, que retrocedía. Bajo sus plantas crujían y se quejaban los peldaños de madera.
    —¡Atrás! —gritó la muchacha.
    Mutra se detuvo e inclinó la cabeza, prestando oído.
    —¡Atrás, monstruo!
    «Atrás» era una orden que Mutra conocía. Al recibirla, era preciso hacer girar la parte superior del cuerpo y dar algunos pasos en sentido opuesto hasta escuchar la orden de «stop». Pero generalmente las órdenes partían del Amo. Además, Mutra quería seguir investigando. Reanudó su ascensión hasta encontrarse ante la entrada de un cuarto pequeño y luminoso.
    —¡Atrás! ¡Atrás! ¡Atrás! —gritaba la muchacha.
    Mutra no se detenía ya, aunque avanzaba a menos velocidad de la que hubiera podido desplegar. Le había interesado aquella habitación: dos mesas de escritorio, sillas, una tabla de diseño, un armario con libros y abultadas carpetas. Y mientras Mutra se dedicaba a abrir y cerrar los cajones, a desatar las carpetas y a leer en voz alta las inscripciones hechas netamente con tinta china en los márgenes del diseño, la muchacha pasó furtivamente a un cuarto contiguo y, parapetada detrás de un diván, echó mano del teléfono. Mutra veía todo aquello, ya que tenía un receptor óptico en la nuca; pero aquella persona pequeña de cabellos largos no le interesaba ya. Reanudó su marcha, pisoteando los papeles esparcidos por el suelo. A su espalda la muchacha gritaba por el teléfono:
    —¿Nikolái Petróvich? ¡Nikolái Petróvich, soy yo, Galia! Nikolái Petróvich: acaba de presentarse aquí Mutra, sí, su Mutra. Madrid, Uruguay, Toledo, Rusia, Argentina… ¡Sí! No sé… Me lo he encontrado cuando salía de la sala del reactor grande… Sí, sí, ha estado en la sala del reactor… ¿Cómo? Parece que no.
    Mutra no se detuvo a escuchar. Salió al vestíbulo y allí se inmovilizó, agitando intensamente las negras antenas de localización. Estaba asombrado. Un objeto grande, brillante y frío pendía en la pared de enfrente. A los rayos infrarrojos parecía un cuadrado gris impenetrable mientras los rayos corrientes le arrancaban un brillo plateado. Sin embargo, no era eso lo que intrigaba a Mutra. En aquel extraño cuadrado había un monstruo negro con unas inquietas antenas en la cabeza, redonda como un globo, y Mutra no podía determinar dónde se encontraba. El telémetro visual le informó al instante de que el objeto desconocido se hallaba a una distancia de doce metros ocho centímetros, pero el radar desmentía el cálculo. «No hay ningún objeto. Sólo hay una superficie lisa, casi vertical, a una distancia de… seis metros cuatro centímetros». Mutra nunca había visto nada semejante ni tampoco se había dado nunca el caso de que el radar y los receptores visuales le suministraran datos tan contradictorios. Desde un principio había sido inculcada en su organismo la necesidad de dilucidar y comprender todo aquello con lo que tropezaba. Avanzó, pues, resueltamente, advirtiendo y reteniendo de paso este fenómeno: «La distancia que da el telémetro visual es igual a la distancia que da el radar, multiplicada por dos…» Y pasó a través del espejo. La luna se deshizo en una lluvia sonora de añicos, y Mutra se detuvo al tropezar con la pared. Desde luego, ya no había nada más que hacer allí. Mutra rascó un poco el revoque, lo olió, luego dio media vuelta y echó a andar hacia la salida, sin hacer caso del empleado de guardia que, lívido, estaba colgado de la sirena de alarma.
    Una vez fuera, la nieve y la ventisca envolvieron a Mutra en su manto blanco.

    Cuando Nikolái Petróvich dejó el auricular ya estaba Piskunov en el vestíbulo poniéndose precipitadamente el abrigo de pieles.
    —¿Dónde vas?
    —Pues allí, naturalmente…
    —Aguarda. Hay que decidir lo que debe hacerse. Si ese artefacto empieza a hacer diabluras por toda la central…
    —Y menos mal si no es más que en la central —intervino Riabkin—. ¿Y los laboratorios? ¿Y los depósitos? ¿Y si se le ocurre llegar hasta aquí, al poblado?
    Nikolái Petróvich pensaba intensamente. Piskunov aguardaba, dando pruebas de impaciencia, con la mano puesta ya en el picaporte.
    —Hay que correr allí todos juntos —sugirió tímidamente Kostenko—, dar con él… y… agarrarle.
    Piskunov hizo una mueca por toda respuesta, pero Riabkin, que buscaba en el perchero su pelliza, rezongó rabioso:
    —Agarrarle, eso es. ¿Por dónde? ¿Por
    los pantalones? Un artefacto que pesa media tonelada y que descarga con el brazo un golpe de trescientos kilos… Más vale que te calles, Kostenko. Tú aquí eres novato y no sabes nada…
    —Ya está —anunció resueltamente Nikolái Petróvich—. Yo llamo ahora mismo a la residencia para que se pongan en campaña los practicantes. Tú, Riabkin, corre al parque automóvil… ¡Ah, demonio! Hoy es sábado y estarán seguramente todos en el club… No importa: corre al parque y procura encontrar tres chóferes por lo menos. Y que saquen los tractores-bulldozer. ¿No te parece, Piskunov?
    —Sí, sí, y urgentemente. Pero…
    —Tú, Piskunov, ve al Instituto. Entérate de dónde está Mutra y telefonea en seguida al parque. Kostenko: ve tú con él. ¡Pronto, camaradas, pronto! ¡Con tal de que no salga del recinto ese empecatado!
    Salieron a la terracilla abrochándose los abrigos y las pellizas. Riabkin resbaló y le pegó un cabezazo en la espalda a Kostenko, que se desplomó de bruces.
    —¡Demonio! ¡Maldita sea!
    —¡Qué ha sido! ¿Las gafas?
    —No, nada, nada…
    Un viento frenético barría nubes de nieve seca a ras del suelo, vibraba tristemente en los cables y producía un bronco zumbido en el encaje de hierro de los postes de alto voltaje. Las ventanas de la casa proyectaban sobre los montones de nieve unos confusos rectángulos amarillos de luz. Todo lo demás se hallaba envuelto en profundas tinieblas.
    —Bueno, voy para allá —dijo Riabkin—. Y vosotros, amigos, cuidado: no os expongáis en vano.
    Tropezó nuevamente, se cayó y tardó unos instantes en levantarse del montón de nieve, maldiciendo a más y mejor contra la ventisca, el maldito Mutra y todos
    cuantos tenían que ver con el suceso. Su pelliza clara se divisó luego un momento junto a la puertecilla del jardín y desapareció en los remolinos de la nieve.
    Piskunov y Kostenko salieron hacia la carretera. Kostenko profirió:
    —No comprendo para qué hacen falta los tractores.
    —¿Pues qué sugiere usted? —inquirió Piskunov.
    —No lo decía en ese sentido… Es que no comprendo, simplemente. ¿Quieren ustedes destruir a Mutra?
    Piskunov exhaló un breve suspiro.
    —Lo que queremos es lograr que Mutra se detenga —dijo.
    Recogió los faldones de su abrigo de pieles y se metió por los montones de nieve. Kostenko le siguió, sorprendido e intimidado. Ante ellos se extendía un campo nevado. Más allá pasaba la carretera y al otro lado de la carretera estaba la central eléctrica.
    Para acortar el camino, Piskunov echó a andar por un erial donde había sido abierta el otoño anterior la zanja de cimentación de un nuevo edificio. Kostenko le oía rezongar cuando tropezaba con un montón congelado de ladrillos o con las barras de hierro de alguna armazón. Costaba mucho trabajo avanzar. Tras del cendal de la nevasca apenas se vislumbraban las débiles luces del Instituto.
    —Aguarde un poco… —profirió al fin Kostenko—. Esto es terrible… Vamos a descansar un momento.
    Piskunov se acurrucó en cuclillas junto a él. ¿Qué habría sucedido de verdad? El conocía a Mutra mejor que nadie en el Instituto. Por sus manos había pasado hasta el último tornillo, hasta el último electrodo, hasta la última lente de aquel maravilloso mecanismo. El se creía capaz de calcular y predecir cada uno de sus
    movimientos en cualquier circunstancia. Y ahora… Mutra había salido «por su cuenta» del sótano donde se encontraba y andaba recorriendo la central eléctrica. ¿Por qué?
    La conducta de Mutra estaba dictada por su «cerebro», aparato sumamente complejo y sutil, hecho de espuma de germanio y platino y de ferrita. Si una máquina de teclado corriente posee decenas de miles de triggers, órganos elementales que captan, retienen y emiten señales, en el «cerebro» de Mutra funcionaban ya alrededor de dieciocho millones de células lógicas, a las que se había dado los programas de reacción a multitud de situaciones, a distintas variantes del cambio de ambiente, y los de un enorme número de diferentes operaciones. ¿Qué podía haber influido sobre el «cerebro», sobre el programa? ¿La radiación del motor atómico? No. El motor estaba blindado con una potente protección de circonio, de gadolinio y de acero al boro. Prácticamente, no podía atravesar esa protección ni un solo neutrón, ni un solo gamma cuanto. ¿Los receptores, quizá? No; los receptores se hallaban aquella misma tarde en perfecto estado. O sea, que todo partía del propio «cerebro». El programa. El complejo programa nuevo. Piskunov había dirigido en persona la programación… La programación… ¡Ahí estaba la cosa!
    Piskunov se incorporó lentamente.
    —¡Un reflejo espontáneo! —exclamó—. ¡Pues claro que es un reflejo espontáneo! ¡Qué idiota!
    Kostenko le observó, casi asustado.
    —No entiendo…
    —Pues yo lo he entendió. Naturalmente… ¿Quién iba a imaginárselo? Con lo bien que marchaba todo…
    —¡Mire usted! —gritó de pronto Kostenko.
    Sobrecogido, se levantó de un salto. El cielo gris, casi negro, había sido iluminado encima del Instituto por un trémulo centelleo azul pálido, y sobre el fondo de este resplandor habían destacado entre los remolinos de la ventisca los edificios negros, prodigiosamente netos y, al mismo tiempo, como fantasmagóricos. La espaciada hilera de luces de la tapia del Instituto parpadeó y se extinguió.
    —¡El transformador! —dijo Piskunov con voz ahogada—. La central secundaria se encuentra precisamente frente a la torre del reactor. Allí está Mutra… Y la guardia…
    —¡Vamos corriendo! —propuso Kostenko.
    Echaron a correr, ero no era cosa fácil. El viento que soplaba de frente los derribaba casi. Se hundían en los baches recubiertos de nieve seca, caían, se levantaban, volvían a caer…
    —¡Corramos! ¡Corramos! —repetía Piskunov.
    Las lágrimas —ya fuera del viento, ya de la emoción— le corrían por la cara, se cuajaban en las pestañas como opacas gotas de hielo que le molestaban para ver. Había agarrado a Kostenko de la mano y tiraba de él, balbuciendo siempre con voz ronca:
    —¡Corramos! ¡Corramos!
    Desde el poblado debían haber advertido el chispazo que iluminó el Instituto. Una sirena de alarma empezó a sonar en un extremo, se iluminaron las ventanas de las casitas ocupadas por la guardia y recorrió el campo el haz deslumbrante de un reflector. Hizo salir de la oscuridad las dunas de nieve, los postes enrejados de los cables de alta tensión y, después de resbalar por la tapia que circundaba el Instituto, quedó fijo en la puerta. Junto a ella se agitaban unas pequeñas figuras negras.
    —¿Quién… hay allí? —preguntó Kostenko jadeante.
    —La guardia. Las milicias, seguramente… —Piskunov se detuvo y se restregó los ojos. Tenía la voz entrecortada—. Han cerrado… la puerta. ¡Muy bien! Eso es… que Mutra sigue allí.
    Al parecer había sido declarada la alarma. Ahora no era ya un reflector, sino tres los que corrían a lo largo de los muros del Instituto. A su luz azul se veía bailar los remolinos de nieve. A través del estrépito y del aullido del viento se escuchaban gritos. Alguien maldecía, rabioso. Por fin empezaron a rugir unos motores y se oyó el rechinar de las orugas. Los gigantescos bulldozers salían del parque.
    —Mire usted, Kostenko —profirió Piskunov—. Fíjese bien. Asiste usted a la batida más extraordinaria que conoce la historia de la Humanidad. ¡Fíjese bien, Kostenko!
    Kostenko miró de reojo a Piskunov. Le pareció que por el rostro del ingeniero corrían lágrimas. Pero podían ser lágrimas provocadas por el viento.
    Entretanto, el rechinar de las orugas no se escuchaba ya a la espalda, sino que se había desplazado hacia la derecha. Los tractores habían salido a la carretera. Podían distinguirse ya las luces trémulas de los faros. Eran cinco.
    —Cinco contra uno —susurró Piskunov—. No tiene ninguna probabilidad. La adaptación espontánea no le servirá aquí de nada. Y, de repente, algo cambió en el ambiente. Kostenko ni siquiera captó al pronto lo que ocurría. Como antes aullaba la nevasca, como antes se agitaban a ras del suelo nubes de nieve seca, como antes rugían, imponentes y graves, los motores
    de los tractores. Pero los rayos de los reflectores no se deslizaban ya por el campo. Se habían concentrado en la puerta: estaba abierta de par en par y no se veía a nadie por allí.
    —¿Qué demonio pasa? —preguntó Kostenko.
    —Será posible que…
    Antes de que Piskunov terminara su frase, los dos echaron a correr con un mismo impulso hacia el Instituto. A unos doscientos pasos de la puerta tropezó Piskunov, que corría por delante, con un hombre armado de un fusil. El hombre lanzó un grito de horror y trató de escapar hacia un lado, pero Piskunov le agarró por los hombros y le retuvo.
    —¿Qué ocurre?
    El hombre, alelado, que agitaba de un lado para otro la cabeza tocada con un gorro de miliciano, profirió un juramento y al fin se recobró.
    —Se ha escapado —dijo—. Se ha escapado. Ha echado abajo la puerta y se ha marchado. Por poco aplasta a Makéiev. Yo voy al poblado a buscar ayuda…
    —¿Hacia dónde ha ido?
    El miliciano señaló hacia la izquierda con ademán indeciso.
    —Me parece que hacia allá… Para la carretera…
    —Entonces, ahora tropezará con los tractores. Vamos.
    Lo que les sucedió un instante después quedó grabado en su mente para toda la vida. Una cosa enorme, informe, salió de pronto del movedizo cendal de la nieve, y avanzó sobre ellos. Ante los ojos de los dos hombres parpadearon unas luces rojas y verdes y una voz agria, privada de entonaciones, pronunció:
    —Muy buenas, ¿cómo están ustedes?
    —¡Alto, Mutra! —gritó desesperado Piskunov.
    Kostenko vio que corría un miliciano, que Piskunov alzaba las manos y agitaba los puños. Luego, aquel armatoste gigantesco envuelto en vapor, aquel monstruoso espantajo pasó junto a él, levantado mucho las piernas, gruesas como troncos, y se desvaneció en la ventisca.

    Después de cerrar cuidadosamente la puerta, como hacía siempre, si no estaba rota, Mutra dio un paso y se detuvo. Le rodeaba un ambiente lleno de sonidos, de movimientos, de irradiaciones. Iluminaba la noche el caleidoscopio fantásticamente policromo de las ondas de radio. Delante, a tres metros y medio, había un edificio achaparrado de anchas ventanas enrejadas. Sus muros despedían una intensa radiación infrarroja. Del edificio partía un potente zumbido bronco. En el aire giraban millones de copos de nieve, que se derretían y se evaporaban instantáneamente en cuanto se posaban en los flancos angulosos de Mutra, ahora recalentados por el motor atómico.
    Mutra movió la cabeza a un lado y otro y decidió que el objeto de investigación más interesante y próximo no podía ser más que el edificio achaparrado que tenía enfrente. En seguida encontró la entrada al descubrir un sendero en la parte batida por el viento. Alrededor del edificio habían sido plantados unos abetos bajitos, y Mutra se detuvo un poco para desgajar y estudiar uno de ellos. Luego abrió la puerta y entró.
    Los dos hombres que se hallaban sentados junto a una mesa en el cuartucho angosto se pusieron en pie de un salto al verle aparecer y le contemplaron con espanto. Mutra cerró la puerta (incluso echó el cerrojo) y se detuvo frente a ellos. .
    —¿Cómo están ustedes? —preguntó.
    —¿Camarada Piskunov? —dijo uno de aquellos hombres, desconcertado.
    —El camarada Piskunov ha salido. ¿Quiere darle algún recado? —replicó indiferente Mutra.
    Los hombres no le interesaban. Había captado su atención un pequeño ser peludo que estaba en un rincón, pegado a la pared. «Despide calor, está vivo, tiene un fuerte olor, pero no es una persona», observó Mutra, y luego dijo:
    —Muy buenas, ¿cómo está usted?
    —R-r-r-r-… —le contestó aquel ser con el arrojo que da la desesperación, y se encogió más todavía en su rincón, enseñando unos agudos dientes blancos.
    Dedicado por entero al perro, Mutra advirtió con absoluta indiferencia que los milicianos se habían parapetado detrás de la mesa y el armario y desabrochaban precipitadamente las fundas de sus pistolas.
    El perrillo se deslizó por delante de Mutra con el rabo entre las piernas y un grito lastimero. Pero Mutra era mucho más ágil que el perro. Mutra era más ágil que el animal más ágil del mundo. Su torso dio media vuelta fulminante y silenciosamente, y su mano, en el extremo del brazo que se alargaba como un catalejo, agarró al perrillo por la mitad del cuerpo. En el mismo instante se escuchó una detonación: los nervios le habían fallado a uno de los milicianos. La bala sonó al pegar contra el caparazón que cubría la espalda de Mutra y, de rebote, fue a clavarse en la pared. Saltaron trozos de revoque.
    —¡No dispares, Sidorenko! —gritó el otro miliciano.
    Mutra soltó al estremecido perrillo y se fijó en los hombres que, muy pálidos pero resueltos, le apuntaban con sus pistolas. Olfateó, intrigado. En el aire se esparcía el olor desconocido de la pólvora sin humo. El perro se había refugiado entre los pies de los milicianos, pero Mutra había perdido todo interés por él. Dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta siguiente, donde había pintadas una calavera y dos tibias atravesadas por un rayo rojo. Sobrecogidos de asombro, los milicianos le vieron palpar la rueda dentada de la cerradura con sus dedos en forma de tenazas. La puerta se abrió. Rehaciéndose entonces, los dos corrieron hacia él:
    —¡Alto! ¡Atrás! ¡Atrás!
    Se aferraban a sus flancos blindados, pensando con horror en una sola cosa: en la que podía armar en el transformador aquel monstruo de hierro. Pero Mutra no los advertía siquiera. Sus esfuerzos no le causaban la menor impresión. Con el mismo éxito hubieran podido tratar de detener un tractor en marcha. Entonces uno de ellos apartó a su compañero y, a bocajarro, de abajo arriba, descargó su pistola en la cabeza de Mutra. El estrépito de los disparos retumbó en la sala de la centralilla, inundada de luz.
    Mutra se tambaleó. La valva de ebonita del receptor acústico derecho voló hecha pedazos. Una de las antenas corniformes del radar fue arrancada y quedó colgando de un hilo. En el techo se escuchó ruido de vidrios rotos.
    Mutra no había sido nunca víctima de una agresión. No poseía instinto de defensa propia y tampoco tenía ni podía tener experiencia de lucha contra el hombre. Pero Mutra era capaz de comparar los hechos, de sacar deducciones lógicas y de elegir la línea de conducta que más garantías ofreciera a su seguridad. En todos estos cálculos mentales no invirtió más que décimas de segundo. Al instante dio media vuelta y avanzó sobre los hombres, adelantando en actitud amenazadora sus terribles tenazas.
    Los milicianos se separaron, uno se replegó corriendo detrás del cuadro de distribución, el otro saltó sobre la maciza camisa de acero del transformador más inmediato y recargó precipitadamente su pistola.
    —¡Sidorenko: corre al cuarto de guardia y da la alarma! —gritó.
    Pero Sidorenko no lograba de ninguna manera llegar hasta la puerta. Mutra se desplazaba con mucha mayor rapidez que las personas, y en cuanto el miliciano salía de detrás del cuadro de distribución, Mutra se encontraba a dos pasos delante de él. Entonces los dos hombres decidieron echar a correr al mismo tiempo. Vano empeño: Mutra iba y venía del cuadro de distribución al transformador con la celeridad de un tren rápido.
    El cuadro de distribución se había rajado de un golpe que le dio accidentalmente Mutra, y el viento penetraba silbando por los impactos de las ventanas y de la cristalera del techo.
    Mutra se hartó por fin de aquel juego, y decidió dejar a los hombres en paz. Se detuvo de pronto ante el transformador y metió resueltamente las manos bajo la camisa de acero. Los milicianos aprovecharon aquel momento para lanzarse a toda velocidad hacia el cuarto de guardia. En el mismo instante se escuchó un crujido ensordecedor, todo quedó iluminado en torno por un chispa azul deslumbrante, y se apagó la luz. Invadió la sala un intenso olor a metal recalentado, humo y barniz quemado. Ensordecidos y sobresaltados, los milicianos tardaron algún tiempo en darse cuenta de lo que sucedía. Unos pesados pasos hicieron retumbar luego el cuarto de guardia y una voz agria pronunció en la oscuridad:
    —Muy buenas, ¿cómo están ustedes?
    Chascó el pestillo, la puerta se abrió rechinando. En su confuso rectángulo se dibujó por un segundo el contorno del monstruo de acero, y la puerta se volvió a cerrar.
    Mutra echó a andar por los terrenos del Instituto, hundiéndose en la nieve y levantando mucho las piernas. El Instituto se hallaba sumido en una oscuridad donde de nada le servía siquiera a Mutra su vista infrarroja. Tan sólo distinguía un débil resplandor en torno a su vientre y a sus piernas, donde los copos de nieve se derretían y se evaporaban. Unas cuantas siluetas de personas, que fosforecían ligeramente, se desplazaron entre los edificios. Mutra no les prestó atención. Marchaba orientándose por el radar, aunque ahora le resultaba imposible determinar con exactitud las distancias puesto que una de las antenas de localización había sido derribada por una bala.
    Llamaron la atención de Mutra las lejanas luces del poblado, cuya titilación apenas se discernía a través de la ventisca. Allí se habían encendido los haces de luz intensamente azul de los reflectores. Mutra llegó hasta un muro, dudó un poco y tiró hacia la izquierda. Sabía perfectamente que los muros siempre tienen puertas. Y, en efecto, pronto encontró una, grande, hecha de dos hojas de hierro. Lo más importante, sin embargo, era que se hallaba cerrada. Al otro lado se oían voces inquietas de personas y a través de una rendija se filtraba una intensa luz azul.
    —Muy buenas —dijo Mutra, y empujó la puerta. Pero no cedía. Estaba bien cerrada. A lo lejos se escuchó rechinar de metal. Algo muy interesante sucedía al otro lado de la puerta. Mutra empujó con más fuerza, luego se retiró un poco, echó la cabeza hacia atrás, tomó impulso y pegó contra la puerta con su pecho blindado. Enmudecieron las voces que se escuchaban al otro lado y alguien gritó después, indeciso:
    —¡Atrás! ¡Que no se os ocurra disparar contra este diablo!
    —Muy buenas, ¿cómo están ustedes? —dijo Mutra, tomó impulso y golpeó de nuevo. La puerta se vino abajo. El cerrojo había resultado más resistente que los goznes, empotrados en el muro de hormigón, y la puerta quedó tendida de plano sobre la nieve, como un entarimado. Mutra pasó sobre ella, por delante de los milicianos que se apartaban precipitadamente, y fue absorbido por la ventisca desencadenada en el campo.
    Le costaba trabajo conservar el equilibrio en su marcha a través de aquel terreno accidentado y cubierto por el manto movedizo de la nieve seca. Una vez se cayó al hundirse uno de sus pies en un agujero. La nieve chisporroteó bajo su cuerpo. Aunque nunca se había caído antes, al momento apoyó las manos en el suelo, extendió los brazos en toda su longitud y encogió las piernas.
    Después de levantarse, se quedó parado mirando a su alrededor. Delante se veían las luces de unas casas. A la izquierda, muy cerca, se movían tres siluetas humanas y más allá rugían unas máquinas que se acercaban en fila india a la puerta. Mutra torció hacia la izquierda. Al pasar junto a las personas las saludó y reconoció en una de ellas al Amo. El Amo podía privarle de la posibilidad de moverse. Mutra se acordaba de ello a la perfección. Y aceleró el paso. El Amo quedó atrás envuelto en los remolinos de la ventisca.
    Mutra llegó a un lugar liso y apisonado. Una luz intensa le envolvió de pies a cabeza. Avanzaban hacia él unos enormes monstruos metálicos que llevaban por delante unos pesados escudos y se detuvieron resoplando.
    Parado a cinco pasos del bulldozer que abría la marcha, Mutra movía su cabeza redonda a derecha e izquierda repitiendo:
    —Muy buenas, ¿cómo están ustedes?

    Nikolái Petróvich saltó del tractor. El conductor gritó asustado:
    —¿Dónde va usted, camarada ingeniero?
    En el mismo instante apareció Piskunov en la carretera. Con el cabello revuelto (había perdido el gorro al atravesar el erial) y las manos hundidas en los bolsillos de la pelliza desabrochada, contorneó el bulldozer y se detuvo ante Mutra. Estarían a una distancia de cinco pasos todo lo más. Mutra se alzaba sobre el ingeniero lo mismo que una torre. Sus flancos estriados brillaban a la luz de los faros. Su vientre, envuelto en vapor, parecía acharolado por la humedad. La cabeza redonda, con los estrechos ojos de cristal, las orejas separadas de los receptores y la antena de localización, se asemejaba a una de esas caretas horribles y bufonas que los muchachos de los pueblos se hacen con calabazas para asustar a las chicas. La cabeza se movía rítmicamente y los ojos no perdían ni un gesto de Piskunov.
    —Mutra —pronunció Piskunov en voz alta.
    La cabeza se inmovilizó y los brazos articulados quedaron pegados a los flancos.
    —Mutra, escucha lo que te ordeno.
    Mutra contestó:
    —Ya escucho.
    Alguien soltó una risa nerviosa.
    Piskunov se adelantó y puso la mano enguantada sobre el pecho de Mutra. Sus dedos tanteaban presurosos el metal, buscando lo más importante: el interruptor que unía el sistema de cómputo analítico del cerebro de Mutra con el sistema de
    fuerza y movimiento. Y entonces sucedió una cosa inesperada, inesperada para todos menos para Piskunov, que la había previsto con verdadero temor. En la memoria de Mutra debían conservarse ciertas asociaciones que relacionaban aquel gesto del Amo con la súbita incapacidad de moverse. Apenas habían llegado los dedos de Piskunov al interruptor, Mutra dio una media vuelta brusca. Su brazo blindado pasó como un bólido sobre la cabeza de Piskunov, que tuvo tiempo de acurrucarse, y Mutra echó a andar sin prisa por la carretera en sentido contrario. Nikolái Petróvich fue el primero que se recobró.
    —¡Eh, muchachos! —gritó—. ¡Echad los bulldozers hacia los lados! ¡Atajadle el camino de la puerta!… ¡Piskunov! ¡Eh, Piskunov!
    Pero Piskunov no le oía. Mientras los bulldozers se ponían en movimiento a uno y otro lado de la carretera, envueltos en nubes de nieve, echó a correr detrás de Mutra.
    —¡Alto, Mutra! —gritaba con tanta fuerza que se le quebraba la voz—. ¡Alto, so animal! ¡Atrás!
    Se ahogaba. Mutra aceleraba el paso y crecía poco a poco la distancia que los separaba. Piskunov se detuvo al fin, metió las manos en los bolsillos y, con la cabeza encogida entre los hombros, se quedó mirando cómo se alejaba Mutra. Nikolái Petróvich y Riabkin llegaron corriendo hasta donde estaban Piskunov. Luego se les unió Kostenko.
    —Pero, ¿adonde vas, hombre? —dijo enfadado Nikolái Petróvich.
    Piskunov no contestó.
    —No obedece —profirió luego—. ¿Comprendes, Nikolái? No obedece. Está claro que es un reflejo espontáneo.
    Nikolái Petróvich asintió con la cabeza.
    —Yo también había caído en la cuenta.
    —¡Vaya faena! —exclamó Riabkin—. Con el mismo éxito habrían podido dejarle a un tren la opción de la hora y el itinerario de su recorrido…
    —¿Y qué es el reflejo espontáneo? —preguntó tímidamente Kostenko.
    Nadie le contestó.
    —Pues de todas formas, y a pesar de los pesares, esto es magnífico. —Nikolái Petróvich se sonó y guardó luego el pañuelo en el bolsillo interior del abrigo—. ¡No obedece! Hay que ver…
    —¡Vamos! —dijo resueltamente Piskunov.
    Los bulldozers se habían desplegado entretanto en semicírculo y ahora iban concentrándose en torno a Mutra, que continuaba sin prisa carretera adelante. Uno de los bulldozers salió a la carretera de cara a Mutra, dejando atrás la puerta del Instituto, otro se le acercó por la espalda y los demás se aproximaron por los flancos, dos a la izquierda y uno a la derecha. Aunque había advertido hacía tiempo que le cercaban, Mutra no parecía haberle dado importancia al hecho. Siguió avanzando por la carretera hasta que tropezó de bruces con el bulldozer. Mutra empujó y el tractor se movió un poco. El conductor empuñó las palancas con todas sus fuerzas. Mutra se apartó y volvió a empujar. Rechinó el hierro contra el hierro y pudo verse brillantes chispas zigzaguear en el cendal de la nieve, atravesado por el rayo rectilíneo del faro. En el mismo instante el escudo del bulldozer que llegaba por detrás se detuvo pegado a la espalda de Mutra, que se quedó inmóvil. Sólo su cabeza giraba lentamente como un globo alrededor de su eje. Semejantes a pequeñas serpientes negras, los micromanipuladores asomaron por debajo de la chapa blindada del pecho y volvieron a ocultarse después de palpar precipitadamente el borde superior del escudo. Por la derecha y la izquierda se aproximaron dos bulldozers más, cerrando por completo toda retirada. Mutra se encontró prisionero.
    —¡Camaradas ingenieros! ¡Camarada Piskunov! ¿Qué hacemos ahora? —preguntó el conductor de la primera máquina.
    —El camarada Piskunov ha salido. ¿Quiere darle algún recado? —pronunció Mutra.
    Levantó el brazo y lo descargó sobre el escudo. Luego otra vez, y otra más. Golpeaba rítmicamente, lo mismo que un boxeador durante el entrenamiento, echándose un poco hacia atrás a cada golpe, y bajo sus brazos como estacas escapaban rechinando manojos de chispas.
    Piskunov se acercó a él a toda prisa, acompañado de Nikolái Petróvich, Riabkin y Kostenko.
    —Debemos hacer algo en seguida para evitar que se mutile —dijo inquieto Riabkin.
    Sin una palabra, Piskunov se montó sobre la oruga de un tractor, pero Riabkin le agarró por el vuelo del abrigo y tiró de él hacia atrás.
    —¿Qué pasa? —preguntó irritado Piskunov.
    Riabkin replicó:
    —Tú eres la única persona que conoce a Mutra a la perfección. Si te pega un golpe…, la cosa puede prolongarse varios meses. Tiene que ser otra persona la que se acerque a Mutra.
    —Justo —corroboró en seguida Nikolái Petróvich—. Iré yo.
    Intervino uno de los obreros, que se habían acercado a los ingenieros:
    —¿Y por qué no uno de nosotros? Nosotros somos más jóvenes, más ágiles…
    —Yo —dijo sombrío Kostenko.
    Nikolái Petróvich los miró a todos con aire burlón.
    Todos callaron.
    —Pues ahí está la cosa: que yo soy el único que lo sabe. En fin, si a mí… Pues llamen ustedes a los auxiliares de laboratorio. Pero no dejen acercarse a Piskunov.
    Se quitó el abrigo y subió al tractor. Piskunov luchaba por desasirse de Riabkin.
    —¡Suélteme, Riabkin! ¡Qué tontería! Yo iré…
    Riabkin no contestó. Kostenko se aproximó por el otro lado y abrazó con fuerza a Piskunov por los hombros. Piskunov se aplacó entonces y, mordiéndose los labios, observó a Nikolái Petróvich.
    Entretanto, Mutra estaba desatado. Aunque la parte inferior del cuerpo se hallaba estrechamente apresada por los bulldozers, nada coartaba los movimientos de la parte superior, que giraba de un lado a otro con una rapidez vertiginosa para descargar impetuosamente sus puños de acero sobre los escudos de hierro. En medio de la ventisca estaba envuelto en remolinos de vapor. «Descarga con el brazo un golpe de trescientos kilos», recordó Kostenko.
    Con los dientes apretados, Nikolái Petróvich aguardaba el momento oportuno, acurrucado a los pies de Mutra entre los bulldozers. El estrépito y el fragor del metal herían dolorosamente los oídos. Estaba seguro de que Mutra había advertido su presencia porque los ojos de cristal se volvían hacia él a cada instante con un relampagueo inquieto.
    —Cálmate, cálmate —musitaba Nikolái Petróvich—. Vamos, Mutra, cálmate. ¡Pero cálmate, canalla!
    Un sonido nuevo se escuchaba ahora en los golpes. Algo había crujido: quizá el recio brazo de Mutra o quizá el escudo de un bulldozer. No era posible aguardar más tiempo. Nikolái Petróvich se deslizó bajo el puño de Mutra y se pegó a su flanco. Y entonces Mutra volvió a dejar sorprendidos a todos. Sus brazos quedaron quietos a lo largo del cuerpo. Cesó el estruendo y volvió a escucharse el aullido de la ventisca sobre el campo y el resoplido de los tractores. Nikolái Petróvich se enderezó, pálido y sudoroso, y adelantó la mano hacia el pecho de Mutra. Se oyó un chasquido seco. En los hombros de Mutra se extinguieron las luces verdes y rojas.
    —Ya está —profirió Piskunov con voz ronca, y cerró los ojos.
    Al momento se puso a hablar la gente en tono exageradamente alto. Se escucharon risas y bromas. Los conductores ayudaron a Nikolái Petróvich a salir de entre los bulldozers. Piskunov le abrazó efusivamente.
    —Y ahora —dijo con voz entrecortada—, al Instituto. Vamos a trabajar. Una semana, un mes, lo que haga falta… Hay que quitarle todas esas tonterías—de la cabeza y lograr que Mutra sea de verdad lo que queremos: una Máquina Universal de Trabajo.
    —Bueno, ¿pero qué le ha pasado a Mutra? —preguntó Kostenko—. ¿Y qué es el reflejo espontáneo?
    Nikolái Petróvich, fatigado y demacrado después de la noche pasada sin dormir, contestó:
    —Mutra fue construido por encargo de la Dirección de Comunicaciones Interplanetarias. Se distingue de las demás máquinas cibernéticas, aun de las más complejas, en que se halla destinado a trabajar en condiciones que no puede predecir con exactitud ni el especialista más genial en la programación. Tomemos, por ejemplo, Venus. ¿Quién conoce las condiciones que allí existen? Puede estar recubierto de océanos. O de desiertos. O de selvas. O de pez hirviendo. De momento es imposible enviar allí gente: resulta demasiado peligroso. Por eso se enviarán Mutras, decenas de Mutras. Ahora bien, ¿qué programa dictarles? El fallo está en que, dado el nivel actual de la cibernética, no se puede enseñar todavía a la máquina a «pensar» de una manera abstracta…
    —No comprendo.
    —Verás… Supongamos que enviamos una máquina cibernética a explorar un lugar desconocido para descubrir la actividad del suelo, la existencia de minerales, de flora, de fauna, etc. Se da a la máquina la tarea de recorrer este lugar describiendo un círculo y luego atravesar ese círculo por su diámetro, de Norte a Sur. Si nosotros sabemos que ese lugar es liso como una mesa, la máquina cibernética puede ser de lo más sencilla. Un receptor o dos, una girobrújula y algunos relés… En los campos de los sovjoses se emplean ahora decenas de miles de mecanismos de ésos en los tractores y las cosechadoras automotrices. Mas esto sirve en caso de que el terreno sea relativamente llano y no tenga trampas, digámoslo así. Pero, ¿y si no sabemos cómo es? ¿Puede haber allí barrancos, ríos con hoyas, cenagales? Nuestra máquina corre entonces el riesgo de romperse, de hundirse en el agua o empantanarse en el cenagal… En previsión de tales eventualidades hay que dotarla de un cerebro más complejo y darle un programa más detallado. Por ejemplo, se puede «enseñar» a la máquina a buscar los vados, prohibirle meterse en las aguas profundas o aproximarse al borde de los barrancos. Se le puede enseñar a contornear los obstáculos o, si es posible, a superarlos valiéndose de diferentes medios por el estilo de un potente sistema de equilibrio como tiene nuestro Mutra, o de piernas y brazos como los suyos… Dicho sea de paso, por eso le hemos dado brazos y piernas a Mutra: las ruedas y las orugas no sirven en todas partes.
    —Todo eso está claro —dijo impaciente Kostenko—. A mí lo que me interesa…
    —Sigamos —continuó inmutable Nikolái Petróvich—. Pongamos que le hemos dado a la máquina el programa de la conducta que debe observar en caso de tropezar con una pared. La máquina debe seguir a lo largo de la pared. Pero no hemos tenido en cuenta que en un terreno puede alzarse una tupida barrera de arbustos. La máquina «verá» en esos arbustos una pared y seguirá a lo largo de ellos para contornearlos cuando nada le hubiera costado cruzarlos.
    —Entendido —dijo Kostenko.
    —O bien, por temor a que la máquina pueda empantanarse en un cenagal, le hemos «enseñado» a rehuir los lugares blandos. Y la máquina retrocederá ante un inofensivo campo arado, ante unos arenales, ante un terreno de turba. Se nos planteó la tarea de «enseñar» a la máquina a conducirse en las condiciones que sea, incluso en las más fantásticas, de las que nosotros, los que le dictamos el programa, no tenemos la menor idea. La máquina debe adquirir nuevas cualidades que sustituyan la aptitud de «comprender» que, aunque los arbustos se parecen a una pared, es posible pasar a través de ellos. Que aunque el pantano corresponde a la señal de «terreno blando», no solamente el pantano da esa señal. En una palabra, la máquina debía aprender a hacer abstracción de las deducciones lógicas rotundas por el estilo de «terreno blando: pantano» o «superficie compacta impermeable a la luz: pared.» Pero ¿cómo «enseñarle» eso a la máquina? Entonces Piskunov propuso crear una máquina que se trazara ella misma el programa. El «cerebro» de Mutra recibió un programa que se distingue esencialmente por la tendencia de rellenar las células vacías de la memoria. Dicho con otras palabras, se inculcó a Mutra la «pasión» de experimentar, de conocer cosas nuevas. Este programa (interno, como le llamamos) se imponía sobre el fundamental y estaba relacionado con él. Piskunov suponía que, al tropezar con un factor nuevo, imprevisto, Mutra no retrocedería ante él ni pasaría de largo con indiferencia, sino que, dentro de las posibilidades ofrecidas por el programa fundamental, estudiaría ese factor nuevo y lo superaría si era superable o lo aprovecharía en favor del programa fundamental. Es decir, que Mutra debía optar, sin ayuda del hombre, por la línea de conducta más ventajosa en cada caso nuevo. Este es el modelo de conciencia más perfecto del mundo. Pero el resultado ha sido imprevisto. Quiero decir que teóricamente admitíamos ese fenómeno, pero en la práctica… En una palabra, la combinación del programa interno y del programa fundamental engendró millares de nuevas posibilidades, imprevistas por nosotros, de reacción de la máquina al influjo exterior. Piskunov les dio el nombre de reflejos espontáneos. Y estos pequeños programas surgidos espontáneamente acorralaron, si puedo expresarme así al programa fundamental: el programa interno pasó a ser el determinante y Mutra comenzó a «actuar por su cuenta».
    —¿Y qué hacer ahora?
    —Seguir otro camino —Nikolái Petróvich se desperezó bostezando—. Perfeccionaremos las capacidades analíticas del «cerebro», el sistema de recepción…
    —¿Y el reflejo espontáneo? ¿No se interesará nadie por él?
    —¡Ya lo creo! Piskunov ha ideado ya algo… En fin, está claro que serán los Mutras los primeros que lleguen a los planetas ignotos y a las profundidades inexploradas de los océanos. No habrá necesidad de arriesgar personas… Escucha, Kostenko, vamos a acostarnos, ¿no te parece? Puesto que has de trabajar con nosotros, ya te irás enterando de todo. Te lo prometo.

  • Crow

    Los centinelas
    Sebastián Martínez (España)

    Y finalmente nos detenemos en España. Y queremos ofrecerles no uno, sino tres relatos de tres autores españoles, los más significativos de la ciencia ficción en nuestro país, no por su obra en sí, sino por haber sido los creadores de la única revista española del género, que en quince años de existencia ha publicado ya más de ciento cuarenta números y ha cosechado dos premios internacionales: la revista Nueva Dimensión.
    Sebastián Martínez ha ocupado durante muchos años la dirección editorial de la revista. Aunque su producción literaria es corta, dedicándose más a la selección de textos que a la creación, el conjunto de su obra es de gran calidad humanística, y el relato ofrecido aquí es un claro ejemplo de ello: En un mundo donde el hombre ha sido aniquilado, las máquinas creadas por él siguen vigilando los cielos a la espera del enemigo…

    La pantalla detectara detuvo su ininterrumpido giro y enfocó fijamente un punto situado en el espacio exterior. A su lado, instantáneamente, aparecieron largos y siniestros cohetes sobre brillantes guías de lanzamiento orientadas hacia el área observada. Durante unos instantes, el complejo mecanismo analizó el objeto que se aproximaba a la atmósfera del planeta. Cuando se desintegró, al llegar a la ionosfera, el detector corroboró su primera identificación como un meteoro y ocultos reíais establecieron nuevamente el giro del instrumento.
    Unos kilómetros más allá, en todos sentidos, como piezas de ajedrez en un inmenso tablero, ocupando sus posiciones en valles y praderas y montañas, innumerables pantallas giraban incansablemente, distribuidas por toda la superficie de aquel mundo. Similares en forma y tamaño, estructura y color, los aparatos establecían una eterna vigilancia del espacio para impedir cualquier tipo de agresión o invasión.
    Los instrumentos, erguidos sobre un mundo de silencio, habían sido concebidos en la época más floreciente de la civilización humana para establecer una tregua perpetua e impedir cualquier cataclismo que la hiciera volver a una primitiva barbarie. Fueron instalados después de las violentas tensiones que se produjeron en la colonización del sistema solar. Después, llegó el preludio del viaje interestelar y su realización efectiva. Para los seres que habitaban aquellas elipses alrededor del hogar central, esta era la liberación que esperaban. Todos querían lanzarse hacia las estrellas para ver los secretos que ocultaban, contemplar aquellos rubíes y zafiros desde otro cielo, sentir el calor de su proximidad y cerrar los ojos bajo su brillo. Partieron hacia otros mundos, poco a poco primero y tumultuosamente después, deseosos de alejarse, ansiosos de hallar una laguna de paz, de formar una comunidad basada en las mismas ideas. Se fueron en sus naves de plata a través de la noche sin fin, unos llorando por los recuerdos y otros soñando con el porvenir. Alejáronse de sus mundos, abandonándolos solitarios, pero dejaron sus centinelas. Desconfiados y astutos, no querían que se diera la probabilidad de que sus planetas pudieran pasar a poder de extraños. Y allí estaban los guardianes, girando incansablemente, silenciosos, erguidos en la noche, acechando el menor cuerpo detectable.
    Una pantalla interrumpió su movimiento, y los cohetes se deslizaron sobre las guías dispuestos a iniciar su viaje de destrucción. Hacía milenios que los únicos extraños que se acercaban a aquel mundo eran solamente los meteoros, pero las mortíferas máquinas no descuidaban un solo instante la vigilancia. Eran perfectas en su cometido y habían sido diseñadas y construidas para tal fin.

    Las gotas de oro que eran los siglos iban cayendo del inagotable cauce del tiempo. El planeta giraba una y otra vez, su eje apuntando ahora a una estrella, ahora a otra, mientras los vientos barrían las doradas lajas que reposaban en el suelo, movían las desgarradas nubes del cielo y aullaban al pasar entre el metal de las vigilantes pantallas. El planeta giraba y las montañas disminuían su altura, los ríos se secaban y los continentes cedían lentamente sus costas ante el inexorable batir del mar. Las estrellas brillaban ferozmente en su lecho de terciopelo, inmutables en la distancia, indiferentes a la mirada de las pantallas. Tal vez alguno de los puntos que se reflejaban en las pulidas superficies de las máquinas fuera el hogar de los que habían partido en busca de la felicidad.
    Una pantalla se inmovilizó siguiendo la estela de un meteoro que se desintegraba en la atmósfera. Cuando la más mínima partícula se hubo volatilizado, el sensible mecanismo reinició su giro pero sé detuvo unos instantes después para observar estáticamente las profundidades de la eterna noche.
    Evo tras evo, mundo tras mundo, los humanos intentaron hallar su ansiado objetivo. Los planetas desfilaban en su camino sin que ninguno de ellos fuera el lugar deseado. Habían nacido en un mundo para el cual no había réplica en todo el universo. Los planetas descubiertos y explorados no ofrecían las condiciones esenciales. Unos demasiado cerca de su estrella materna, soportando los ardores de un fuego abrasador, y otros demasiado lejos, sufriendo los rigores del hielo. Ilusiones deshechas y proyectos frustrados. Y ahora volvían, perdidos los sueños, hacia el hogar de sus padres.
    Las pantallas se detenían lentamente y sondeaban el mismo lugar. Las guías de lanzamiento se orientaban mientras los cohetes aparecían sobre ellas. Después de miles de siglos, interrumpían su eterno movimiento, dispuestas a salvaguardar su mundo.
    Las naves iban aproximándose al destino fijado, bajo el frío escrutinio de unos instrumentos sin memoria cuya única función era la destrucción. Solamente una emisión en clave conseguiría que permaneciesen pacíficos, pero los recuerdos de hace un millón de años se pierden y se olvidan en el sendero del tiempo cuando no hay ningún motivo para pensar en ellos.
    Los detectores aguardaron hasta que las naves estuvieron a una distancia crítica. Segundos más tarde, el estruendo de los cohetes retumbaba en el silencio mortal en que se hallaba sumergido el planeta. Las toberas rugían y aullaban mientras los proyectiles trepaban acelerando hacia el armamento. En las guías se deslizaban nuevos cohetes, que partían con un clamor y un lamento, un griterío de muerte. Elevábanse para destruir a los invasores y tras ellos otros y otros. Atravesaban el espacio propulsados por chorros de fuego, buscando y alcanzando la presa señalada.
    La pulida superficie de las pantallas reflejó la brutal energía liberada por los cohetes al final de su carrera. Pocos instantes después solo quedaba en el cielo el constante centelleo de las lejanas y remotas estrellas.

    Una de las pantallas que giraba ininterrumpidamente se detuvo, escrutando un punto del espacio, mientras los cohetes aparecían sobre las brillantes guías. Momentos después, cuando se apagó la fugaz estela del meteoro, reanudó nuevamente su eterno movimiento.

    Cyborg
    Domingo Santos (España)

    Domingo Santos es el autor español de ciencia ficción con una más voluminosa obra a sus espaldas, y también el más conocido internacionalmente. Actualmente dirige varias colecciones del género, además de la citada revista Nueva Dimensión, y en su haber cuenta en los últimos años el haber traducido y dado a conocer al público hispano lo mejor de la ciencia ficción mundial. Uno de sus temas preferidos como autor es la cibernética, a la que ha dedicado su novela más conocida, Gabriel… y entre otros muchos este relato, irónico pero profundamente emotivo.

    En medio de la estancia se hallaba la mesa de operaciones y sobre ella, tendido, el cuerpo inmóvil de un hombre. A su alrededor, bajo la blanca luz del gran foco central, con sus batas blancas y sus mascarillas antisépticas, ocho médicos lo estudiaban atentamente. Tras ellos, cuatro enfermeras aguardaban atentas, junto a las mesillas del instrumental, a la más ligera indicación.
    —Alicates —solicitó uno de los médicos.
    A la cabecera del cuerpo inmóvil había un hombre que no era médico. Vestía un traje normal de calle, color gris oscuro, y sus ojos quedaban medio ocultos tras unas gafas de grueso cristal. Quizá para un observador poco hábil su naturaleza hubiera pasado desapercibida, pero de su rostro, de su aspecto, de toda su figura, emanaba claramente su profesión de policía. Y, como para señalarla más claramente, junto a la única puerta, uniformados, fríos, inmóviles, otros dos policías montaban guardia, con una metralleta bajo el brazo.
    —Destornillador —pidió el médico.
    Al fondo de la estancia, a la izquierda, se encontraba la máquina.
    Era como un enorme armario, ancho de cinco metros y alto de tres, brillante en su superficie esmaltada, pulido, con su gran rostro lleno de indicadores, mandos y luces intermitentes. Parecía un guiñante monstruo, inmóvil, curioso, que lo observara todo a través de sus cientos de diminutos ojillos. Del centro de su panel central surgía un grueso cable de doce centímetros de diámetro. El cable recorría el suelo como un indolente reptil e iba a morir, como un grueso cordón umbilical, en el pecho del hombre tendido sobre la mesa.
    —Pinzas aislantes.
    Los ocho médicos se afanaban en torno al cuerpo. El policía no. El policía permanecía inmóvil junto a la inerte cabeza rapada, con los ojos muy abiertos tras los gruesos cristales de sus gafas, observando. Su misión allí era esta únicamente: observar.
    —Estamos llegando a la última fase —dijo uno de los médicos. Estaba hablando para sí—. Vamos a independizar los circuitos. Dentro de quince minutos volveremos a tener ante nosotros a un hombre vivo.
    Un hombre. El policía se estremeció ligeramente. Bueno, ciertamente, aquel no era su campo, y no podía juzgar. El solo era policía, y la misión de los policías solo era policía, y la misión de los policías es únicamente vigilar. Cuando el Centro de Investigación Biónica de Rochester había acudido a la presión estatal en demanda de un condenado a muerte que quisiera prestarse voluntario para una experiencia de nueva índole, y cuando él fue designado para vigilar y supervisar todo el proceso, y sobre todo para vigilar al voluntario («Mañana me liquidarán igual; ¿por qué no voy a dar satisfacción a ese hatajo de chalados?»), no tenía la menor noción de lo que era la biónica, ni le importaba tampoco. Ahora seguía sin importarle, aunque ya entendía algo más.
    —El cuerpo humano es débil, imperfecto y muy limitado. Nosotros estamos procurando, mediante el injerto de una serie de accesorios electrónicos, aumentar sus capacidades en todos los órdenes. ¿Cómo dice, crear un superhombre? ¡Oh, no! Aunque bueno… sí, en cierto modo, tal vez sea esto lo que pretendemos hacer realmente con su cuerpo: aumentar hasta límites insospechados todas sus facultados físicas. Claro que la mente…
    Un cyborg. La palabra le sonaba extraña, pero tenía un cierto encanto. Cybernetic organism, le habían dicho, traduciendo el nombre a palabras más comprensibles: organismo cibernético. La biónica, observando a la naturaleza que nos rodea, había creado toda una serie de aparatos electrónicos que, basándose en los mismos principios que ella, la imitaban. Y su cualidad de electrónicos aumentaba en cientos de veces sus capacidades naturales. ¿ Por qué no aplicar estos aparatos a los organismos vivos?, era la siguiente pregunta. En teoría, era así de sencillo. Primero ensayos con los animales de laboratorio, luego con monos, después el hombre…
    —Vea: le hemos adaptado un nuevo corazón, provisto de un regulador electrónico automático de pulsaciones, de modo que, automáticamente, pueda aumentar o disminuir el ritmo de su latir de acuerdo con el esfuerzo que realice, teniendo así en todo su organismo el riego sanguíneo que precise. Hemos tratado sus huesos con una sustancia que los elastifica, y hemos introducido en su estructura ósea un ánima de metal de alta flexibilidad, de modo que ahora puede considerársele como el más perfecto contorsionista del mundo, sin que nunca puede temer el romperse un brazo o una pierna o una costilla o el cráneo o cualquier otro hueso. Hemos adaptado sus ojos y sus oídos ampliando sus alcances, de modo que pueda percibir toda la gama completa de colores y sonidos. Hemos adaptado a sus pulmones un nuevo regulador y un filtro, así que puede respirar indistintamente aire o agua o cualquier otro gas que contenga oxígeno, aunque sea en cantidades ínfimas. Hemos…
    Sí, era un cyborg. No una máquina, no. Sencillamente, un hombre al que se le había añadido toda una estructura cibernética, un segundo cuerpo que aumentaba sus capacidades hasta límites insospechados. Sin dejar, por supuesto, de ser por ello un hombre.
    Al menos, eso es lo que se creía.
    —Si nuestro experimento tiene éxito, podremos empezar a crear toda una raza de hombres superdotados: hombres que podrán viajar a las estrellas, vivir en el fondo de los océanos, resistir las mayores aceleraciones, ver todo lo que es posible ver y oír todo lo que es posible oír en nuestro universo…
    Durante cuarenta días y sus correspondientes noches después de haber efectuado los injertos y las transformaciones, el hombre había permanecido tendido en aquella mesa, inmóvil, inconsciente, mientras la gran máquina del fondo de la estancia se ocupaba de él y de su vida. Latiendo suavemente, lo cuidaba, lo estudiaba, lo exploraba, atenta a que todo funcionara perfectamente, a que el organismo asimilara sin reacciones los nuevos poderes que le habían sido injertados. Al propio tiempo, a través del grueso cordón umbilical que los unía, le proporcionaba la energía necesaria para seguir subsistiendo, la vida, el alimento. Era como una madre para él.
    —El único punto que aún se nos presenta oscuro es lo que va a ocurrir cuando despierte. Naturalmente, se sentirá distinto. Un hombre no puede sufrir una transformación tan radical en su cuerpo sin que su mente se vea también afectada: piensen que al fin y al cabo es el cerebro el que regula y comanda todas las demás operaciones del cuerpo. Este es nuestro único temor. La técnica ha sido superada, la psicología aún no. Claro que lo más probable es que su reacción al despertar sea completamente satisfactoria…
    Pero por eso estaba él allí, el policía, por eso se hallaban también allí los otros dos policías uniformados en la puerta, con las metralletas bajo el brazo. El hombre tendido sobre la mesa era un criminal, y seguiría siéndolo cuando despertara. Su misión era vigilar, y sus instrucciones habían sido tajantes: disparar sin la menor vacilación al menor asomo de rebeldía o violencia. La ciencia es una gran cosa, pero…
    —Tenazas.
    Los ocho médicos, los padres de los aparatos que funcionaban ahora dentro de aquel cuerpo humano, trabajaban sobre el grueso cordón umbilical. Muy pronto… ya. El médico que dirigía la operación empezó a desempalmar los cables.
    —Será cosa de cinco minutos, estén preparados. Por ahora todo va bien. Los órganos reaccionan por sí mismos.
    Un tirón. El cordón umbilical saltó y cayó al suelo. La máquina, al fondo, relampagueó unos instantes con todas sus luces encendidas, luego recuperó su ritmo habitual. Los médicos seguían hurgando en el cuerpo.
    —Inyectables.
    Tres hipodérmicas en el brazo. Estimulantes. Faltaban ya pocos segundos para el momento crucial. El policía hizo una seña; quizá era el único en toda la estancia que no las tenía todas consigo. Los dos policías uniformados descolgaron sus armas de sus hombros y las sujetaron firmemente.
    —Miren… ahora.
    El hombre, sobre la mesa, acababa de abrir los ojos.
    Hubo una pausa infinitamente larga. Los ocho médicos se apartaron ligeramente, creando una especie de vacío en torno a la mesa. El hombre —el cyborg— acababa de despertar.
    Durante unos interminables segundos, dos ojos que brillaban con una luz extra-humana observaron la habitación. Todos los colores destellaron en sus pupilas. Su nueva capacidad sensorial registró en décimas de segundo todos los detalles, incluso los más mínimos. Pero los dos ojos no reflejaron ninguna señal de conocimiento, ninguna emoción.
    Y el cyborg se levantó, y se sentó al borde de la mesa.
    Los ocho médicos permanecían inmóviles, como hipnotizados, esperando. El policía tragó saliva dificultosamente, y su nuez de adán trazó un recorrido eterno. Nunca debería haber aceptado este trabajo, pensó, nunca debería haberlo hecho. Se está dando cuenta de todo lo que han hecho con él, de todos los poderes que tiene ahora, y es un criminal. Va a saltar sobre nosotros y…
    Pero el nuevo hombre no parecía dar importancia a lo que había a su alrededor. Miraba a los ocho médicos como si fueran cosas, como si para él no tuvieran la menor importancia. Parecía estar buscando algo.
    Y de pronto, sus sensitivos ojos se posaron en la enorme máquina que seguía latiendo en el fondo de la habitación.
    Por primera vez, una expresión humana apareció en su hermético rostro. Saltó de la mesa y se puso en pie. Hubo un ligero movimiento de retroceso de todos los médicos, pero el cyborg no parecía querer iniciar ningún movimiento agresivo contra ellos. Ignoró completamente a los hombres, y se dirigió hacia la máquina. Sus labios se fruncieron en el esbozo de una ligera sonrisa.
    Y llegó junto al gran armario de parpadeantes luces. Tocó suavemente con las yemas de los dedos la brillante superficie, y todo su cuerpo se estremeció. Luego posó las palmas de sus manos sobre ella, como si quisiera escuchar su latir. Su sonrisa se hizo más amplia, una enorme sonrisa de agradecimiento y amor. Apoyó su mejilla en la fría superficie, y su acto fue como una dulcísima caricia.
    —Mamá… —dijo.

    Historias del robomóvil
    Luis Vigil (España)

    Luis Vigil es el tercer miembro del triunvirato creador y mantenedor de la revista Nueva Dimensión. Su obra dentro del género es también escasa, debido en parte a que sus aficiones se extienden a gran cantidad de temas distintos, algunos más o menos afines a la ciencia ficción. Sus relatos más conocidos pertenecen a una serie titulada Historias del robomóvil, de la que les ofrecemos aquí sus tres ejemplos más característicos. Cabe suponer que algún día estos relatos sean recogidos en un solo volumen; merecimientos para ello los tienen…

    Pesadilla mecánica
    La carretera se desliza a ambos lados, pista encantada sin comienzo ni fin. Raya amarilla continua, luego a trazos. Curva; atención. Recta larga: corro.
    Las nubes enmascaran el horizonte, encapotan el cielo, dejan paso a la lluvia.
    Gotas de agua.
    Falta visibilidad. Los limpiaparabrisas se ponen en marcha, pero los apago. Continúo con solo el radar.
    Curva peligrosa. ¡Peligro: deslizamientos!
    Mis ruedas patinan. Pierdo la dirección, y me pongo perpendicular a la carretera. La barrera se aproxima a velocidad de vértigo, y me golpea en el costado derecho. Estoy sin control, estoy cayendo, estoy dando vueltas de campana, estoy incendiándome.
    Estallo.
    Fuego. Explosión. Final. Chatarra.
    Con el cerebro Lagomarsino aún estremecido por la pesadilla, Tomaso, el viejo robomóvil Lancia, se estremeció despertándose.
    Chatarra, pensó, eso es lo que somos. Chatarra esperando que nos machaquen para convertirnos en lingotes con destino a las acerías.
    Miró a su alrededor, abarcando el solar que llevaba el pomposo nombre de Asilo de Robomóbiles Ancianos. ARA, eso es, el ara en que nos sacrifican a la crueldad de la civilización mecánica. Hemos servido, y servido bien, a nuestros amos. Hemos pasado los buenos y los malos momentos con ellos. Pero ellos no quieren recordarlo. Sale un modelo nuevo, unos centímetros más largo o con más luces de posición, y ya sólo piensan en cambiarnos. Asilo… bah. ¡Cementerio, eso es lo que es!
    Descargó su ira contra un montón de ruedas colocado en la pared, derribándolo con un golpe de parachoques. Luego un pensamiento le llegó hasta el carter, helándole el aceite: aquello eran los restos de sus predecesores, tal vez de sus amigos, de los que le habían precedido en el «Asilo». Esa rueda quizás fuera del Dodge-Monroe azul, y aquella otra parecía provenir del aristocrático Mercedes-Diehl. Se estremeció.
    Comenzó a revisar cuidadosamente los planes de fuga, a cual más disparatado, que había elaborado con su amigo Pierre, el Renault-Bull. ¡Pobre Pierre! Se lo habían llevado hacía tres días, antes de haber podido poner en práctica ninguno de sus planes. Ahora ya debía estar convertido en un lingote prensado, un lingote de acero, de cristal, de plástico y… de transistores, los transistores que contenían la personalidad de un robomóvil, los transistores que eran su alma.
    La escasa ración de gasolina que les suministraban a los asilados, necesaria para la conservación de sus cerebros, que no podían soportar una detención prolongada de sus funciones, se les estaban acabando nuevamente.
    Nos dan lo suficiente para pensar, pero lo bastante poco para que sea imposible la huida, rezongó resignándose al estupor que vendría con el agotarse las últimas gotas de su depósito. Su último pensamiento ordenado fue hacia el mundo exterior, un mundo de autopistas en el que un robomóvil podía correr hasta gastar el combustible de sus depósitos. Luego cayó en la duermevela de la inactividad.
    —Este trabajo es cada día más peligroso —dijo el empleado, rascándose la cicatriz — recuerdo de un robomóvil que en otro tiempo había pasado por el Asilo—. Y el Gobierno sigue sin querernos aumentar la paga.
    —¡Dímelo a mí, que me he pasado tres meses en cama por el golpe que me dio aquel maldito Fiat-Olivetti! ¡Me partió cuatro costillas!
    —Están locos, esos monstruos. Se imaginan no sé qué barbaridades: que los vamos a fundir, a triturar, a desguazar con todo y cerebro. ¡Como si no valiesen dinero!…
    —¡Que me dieran a mí la oportunidad de trasplantarme el cerebro a un cuerpo nuevo, como se la damos a esos robots! No iba a estar contento ni nada.
    —Son máquinas —dijo el de la cicatriz—. Y como máquinas que son, son malas. La humanidad no es la misma desde que las máquinas no sólo empezaron a hacer el trabajo por el hombre sino que empezaron a pensar por él.
    —¡Oye, eso parece dicho por un PAMista!
    —¿Y quién te dice a ti que el Partido Anti Máquinas no lleve la razón? ¿No será cierto que las máquinas estén a punto de destruir al hombre y que lo harán si éste no lo hace antes con ellas?
    —Bueno, bueno. Ya me gustaría verte a ti viniendo desde los suburbios hasta aquí a trabajar sin coger un roboautobús.
    —Si el PAM triunfase no tendría que trabajar en este maldito Asilo, cada hombre tendría su terreno que trabajar con las manos, con sus manos, sin máquinas que lo amenazasen y…
    La frase fue interrumpida por el teléfono. El otro empleado lo descolgó:
    —¿Sí?
    Una pausa y un asentimiento:
    —De acuerdo, así lo haremos.
    Colgó y, dirigiéndose a su compañero, le explicó:
    —Era el jefe… quiere diez más.
    El de la cicatriz tomó las listas.
    —Serán el Cadillac-IBM, el Volvo-Facit, el Lancia-Lagomarsino…
    Tomaso soñaba de nuevo. Soñaba que le llenaban el depósito, que un humano se situaba de nuevo a los controles y desconectaba su automático para llevarlo en manual.
    ¡No era sueño!
    La helada realidad estremeció su carrocería: lo estaban conduciendo y eso tan sólo podía significar una cosa: ¡que el fin había llegado ya!
    Trató de luchar con todas sus posibilidades, pero con el automático desconectado poco era lo que podía hacer. No podía evitar beber la gasolina, no podía evitar su ruidosa digestión, y sobre todo no podía evitar el rodar en la dirección que el humano puesto al volante quisiese.
    Nunca se había sentido tan impotente: era la res camino del matadero.
    Los operarios esperaban. Sus manos hábiles desconectaron el contacto, inmovilizando al robomóvil; luego, para mayor seguridad, una sonda extrajo el resto de combustible del depósito.
    ¡Click! Los alicates cortaban las conexiones que unían su cerebro con la carrocería, con su cuerpo. Tomaso perdía uno tras otro sus sentidos, sus órganos.
    ¡Click! El radar. ¡Click! Las células visoras. Tomaso estaba ciego. ¡Click! La rueda delantera derecha. ¡Click! El radiador, los limpiaparabrisas, la puerta trasera izquierda. ¡CLICK! El carter. Silencio. Oscuridad. ¿Muerte?
    La carretera se desliza a ambos lados, pista encantada sin comienzo ni fin. raya amarilla continua, luego a trazos. Curva; atención. Recta larga: corro.
    Y corro, corro, corro bajo el cielo azul y limpio por sobre la autopista gris.
    ¡Soy de nuevo un coche joven, un coche de carreras! ¡Soy un robomóvil, mi depósito está lleno y mi nuevo amo es tan joven como yo, por eso corro, corro, corro!
    —¡Maldito cerebro estúpido, ya te has vuelto a meter en la fisura! ¿Es que vas dormido de nuevo?
    El humano, enfundado en la escafandra que lo mantenía con vida en las inhóspitas condiciones del satélite lunar, saltó de la cabina de su robotractor. Luego, ayudado por la escasa gravedad, dio una patada a la altura de donde estaba más o menos el cerebro robot.
    —Sí, eso es, ¿no? Ibas de nuevo dormido, soñando que eras otra vez un robomóvil de carreras y que corrías, ¿no? ¡Maldita sea! ¿Cómo demonios pensáis que una vez desguazados, aunque se os regenere, podéis ser como antes? No es posible que se os dé nueva vida y los reflejos de un cerebro recién fabricado, así que conformaos con lo que tenéis, que es más de lo que podemos tener los humanos: una segunda existencia.
    Tomaso, el robotractor lunar, suspiró. Era otra pesadilla, tenía que serlo. Pronto se despertaría de nuevo en el Asilo y, con su amigo Pierre, harían planes para escapar y correr de nuevo por las autopistas de una tierra libre, una tierra para robomóviles.
    La carretera se desliza a ambos lados, pista encantada sin comienzo ni fin…

    vampiro
    Las radiaciones de la bomba que había borrado del mapa a Malmo habían tenido dos electos en Olav, el robusto robomóvil Voix-Facit.
    Por una parte habían causado la muerte de su amo, ahora convertido en un descarnado esqueleto que ocupaba el asiento delantero. Por otra, habían afectado el cerebro del vehículo.
    ¡Olav se había convertido en un vampiro!
    Fue algo que ocurrió do repente, cuando rodaba por la carretera de Goteborg a Jünkoping. Sus organismos sensores le habían advertido el descenso del combustible, y ya había tenido que echar mano del depósito de reserva.
    En un aparcamiento lateral, Olav vio uno de esos niños bien de las autopistas, un Porsche-Olympia color rojo, con aire de desconcierto y abandono. A su lado una osamenta blanqueada indicaba el lugar donde su amo había sido afectado por la radiación.
    Olav notó entonces algo dentro de sí, como si un cortocircuito afectase su batería. Acelerando se dirigió hacia el deportivo y, antes de que éste se diera cuenta de lo que pasaba, su duro radiador había percutido contra el lateral del vehículo rojo, atrapándolo contra la pared de roca.
    La portezuela del atacante se abrió repentinamente y con un golpe seco segó la toma de combustible del agredido, que daba bocinazos de terror. Luego su propia toma de combustible telescópica se alzó con terrible lentitud y, con la seguridad de un reptil que ataca a su indefensa presa, se introdujo en el agujero producido por el choque.
    Entonces, ansiosamente, comenzó a trasegar combustible a su propio tanque y, con una nueva sensación, distinta a cuando repostaba en una estación de servicio, el líquido corrió por sus tuberías. Su sistema eléctrico se sobrecargó y los intermitentes parpadearon descontrolados. Se sentía fuerte, poderoso… y saciado.
    Así comenzó el terror de las carreteras. Después de aquella primera víctima cayeron otras: un taxi, un utilitario, un tractor y hasta un camión. Los vehículos inutilizados quedaban abandonados en las cunetas, y en sus carrocerías sin combustible quedaba siempre la horrible marca del vampiro: el agujero en la toma de combustible.
    La leyenda fue creciendo y, con sus extraños sistemas de comunicación que los humanos nunca sospecharon, los robomóviles iban extendiéndola. En las estaciones de servicio, en los garajes, en los talleres de servicio, los faros se encendían inquietos al llegar la noche y el agua se congelaba en los radiadores.
    En ausencia de los desaparecidos humanos, que la Bomba se había llevado del mundo de los robomóviles, los coches policía, investidos del poder que habían tenido sus ocupantes, decidieron tomar cartas en el asunto.
    Las patrullas móviles recorrían las rutas, fueron establecidas barreras en los lugares en que se señalaba la presencia del monstruo, pero en vano. Con una malicia que tenía algo de sobrenatural, Olav eludía todas las trampas, escapaba de todas las emboscadas y rehuía todas las persecuciones.

    Fue su gula la que lo perdió. En sus correrías, el vampiro había llegado a la región agrícola de los alrededores de Cristiansand, en Noruega, donde había buscado refugio cuando su nativa Suecia se había vuelto demasiado peligrosa para él.
    Había decidido permanecer unos días oculto, esperando a que pasase un poco el recuerdo de sus fechorías para reiniciarlas de nuevo en aquellos terrenos vírgenes para él. Pero su sed era ahora incontenible: se había acostumbrado a rodar de noche, con los faros largos encendidos y el acelerador a tope, sintiendo toda la potencia de su motor vibrando en su interior, y eso consumía mucho combustible.
    Así que se encontró en un camino rural, espiando a un grupo de tractores de color marrón que descansaban cerca de una granja. Su sed le resecaba el carburador y sus órganos sensores se desenfocaban.
    Atacó rápidamente, en la forma que ya había perfeccionado hasta un máximo de eficiencia. El tractor agredido comenzó a lanzar bocinazos agónicos, despertando a sus compañeros.
    Y entonces ocurrió algo que asombró a Olav: el resto de los vehículos, en lugar de huir aterrados, se dirigieron agresivos contra él.¡Contra Olav, el robovampiro!
    Los tractores, dirigidos por un vehículo todo terreno, acorralaron al monstruo contra una pared. Olav, sintiéndose acorralado y temeroso por primera vez, giraba su faro piloto de un rincón a otro, tratando de hallar una escapatoria.
    Los rangos de sus acosadores se entreabrieron para dejar paso a un autogrúa. En su poderoso brazo balanceaba una gruesa viga, que apuntó hacia el robomóvil sueco.
    El cerebro de Olav registró el choque y el desgarro en sus planchas. La viga, prosiguiendo su mortal trayectoria, se le clavó en el carter, que comenzó a gotear aceite con el que se escapaba la vida del vampiro.
    Entonces, cuando ya sus órganos sensores comenzaban a velársele, Olav comprendió cuál había sido su primer y último error. Todo ajustó como piezas de un rompecabezas: el valor de los vehículos, su color, su perfecta coordinación a las órdenes del jeep y la bandera que ahora veía ondear sobre el edificio que había tomado por una granja. ¡Había atacado un parque móvil del Ejército noruego!
    Dando un guiño agónico con sus luces de situación, Olav, el robovampiro mutante, se extinguió.

    George

    —Ayer casi me mata al tomar una curva —elijo el padre.
    —Pues a mí no me obedece cuando le digo que acelere —añadió el hijo.
    —Está ya viejo —concluyó la madre.
    —Sí, pero… ¡lleva tantos años con nosotros, que ahora me da pena! — se entristeció la hija.
    —¡Tonterías! —afirmó el hijo— he visto unos robomóviles I.B.M. Ford último modelo en la tienda de Main Street que me han robado el corazón.
    —Está decidido —terció el padre—. George ya no nos sirve, así que lo cambiaremos.
    —Pobrecito —dijo la hija tristemente.
    —Voy a arreglarme —finalizó la madre.
    El automóvil GEO 3-4719 —de ahí le venía el sobrenombre de George— modelo Bull-Renault 2037, vio entrar a la familia en el garaje. Hizo sonar alegremente su bocina, mientras sus intermitentes se encendían y apagaban.
    —Mira como se alegra al vamos —sollozó la hija—. ¡Y vosotros queréis venderlo!
    —Shhh, calla — Ordenó el padre.
    Pero George ya les había oído. Su motor dejó dé sonar y se quedó con las puertas entreabiertas, como helado.
    —¿Ves lo que has hecho? —gritó el hermano— ahora se ha calado.
    —Vamos, George, vamos —musitó el padre, mientras palmeaba cariñosamente el tapón del radiador—. Tienes que comprenderlo. Todos nos hacemos viejos, y un día hemos de retirarnos. Además, te llevaran a la Fábrica, donde regenerarán tu cerebro y lo pondrán en una nueva y reluciente carrocería… podrás correr otra vez, como cuando saliste de la línea de montaje.
    George abrió silenciosamente las puertas. Pero una gota de agua cayó de su radiador.

    «Cambie su robomóvil viejo por uno nuevo —proclamaba el cartel en la tienda de Main Street—. Tenemos el robomóvil con la personalidad más adecuada a su carácter: deportivo, trabajador, tranquilo… ¡Pase y vea sin compromiso!».
    George entró lenta, muy lentamente, en el interior, aparcando al lado de los relucientes últimos modelos, que lo miraban socarrones.
    Un empleado apareció de la nada.
    —¿Desean los señores? —preguntó solícito.
    —Querríamos cambiar el robomóvil —dijo el padre.
    —Una decisión acertada —elogió el vendedor—. Es un modelo muy viejo, ya no debe servir para nada.
    George resopló indignado por su tubo de escape.
    —¡Humm!, y temperamental además —añadió el disgustado dependiente—. No podré darles mucho por él.
    —Eso ya lo hablaremos luego —atajó el padre—. Ahora querríamos ver los nuevos modelos.
    —Miradlo, qué triste está —comentó la hija—. No puedo verlo sin echarme a llorar.
    George miraba al suelo con las luces de cruce. Su radiador goteaba copiosamente.
    —¿Sabes, querido? —dijo la madre—, tal vez la niña tenga algo de razón. A mí también me da pena.
    —¡Sentimentalismos! —gritó el hijo—. ¡Ñoñerías!
    —¡Calla, niño! —atajó el padre—. Tú no has ido tantas millas con George como nosotros.
    —¡Pero esta porquería decrépita no puede gustarles! —intervino a destiempo el vendedor—. Es viejo, malo y…
    George y el padre resoplaron al mismo tiempo.
    El policía de tráfico escondido tras la valla vio pasar el viejo Bull-Renault a una velocidad que casi le parecía increíble en aquella reliquia.
    —¿Has visto, Rover? —comentó con su robomotocicleta mientras ésta se ponía en marcha, persiguiendo al infractor— ¡si no fuese porque es imposible, diría que la toma de aire de ese trasto iba sonriendo!

    FIN