Simbolismo del suicidio

Simbolismo del suicidio
de la obra de Gabriel García de Consuegra Muñoz: El Suicidio en las Siete Villas de los Pedroches

Identidad y método elegido
El hombre es un “animal simbólico”, ha afirmado el filósofo E. Cassirer. Y, como la mayor parte de las conductas humanas, el suicidio también tiene un marcado carácter simbólico, hasta ahora poco señalado y menos estudiado.
En nuestra recogida de datos, nos sorprendió un dato aparentemente sin sentido ni significado y, además, absurdo, pero que, por su repetición frecuente, de ninguna manera podía ser casual. El hecho en cuestión era un comportamiento común a bastantes suicidas, a modo de una conducta ritual en los momentos previos al acto final; consistente, para el caso del hombre, en descalzarse de zapatos y calcetines, desvestirse de ciertas ropas tales como chaqueta, chaleco y, a veces, camisa, y desprenderse de sombrero o boina; y, para el caso de la mujer, despojarse del pañuelo a la cabeza y de la toquilla femenina o de la clásica rebeca, y descalzarse de las zapatillas y medias; o incluso muchas personas lo realizaban en ropas menores. Este comportamiento semejante afectaba a cerca de un 25% de los casos estudiados.
Acudir a interpretaciones fáciles como la comodidad en la realización del acto o similares no tenía sentido ni resultaba realista y eran fácilmente refutables, ya que, por ejemplo, descalzarse antes de arrojarse al tren supone pisar un suelo duro e inhóspito, cubierto de piedras sueltas; o igualmente despojarse de zapatos y calcetines para inmediatamente después ahorcarse de una viga no representa ninguna ventaja o comodidad. Al igual que desechamos comprender esta conducta como una indicación o señal para los familiares de la desaparición de la persona, pues únicamente tendría sentido en el caso de los sumergidos en un pozo, pero no en el del resto, cuyos cuerpos se encontraban a la vista junto a la ropa, zapatillas, medias…
Por tanto, ¿qué explicación cabe para esta conducta ritual de muchos suicidas? Sólo si la interpretamos desde el simbolismo de la muerte, como una preparación (“iniciática”) de esa experiencia fundamental que es el morir, adquiere sentido el desprenderse de la ropa y el descalzarse, quedando los pies desnudos sobre el suelo.
La muerte es el momento más sagrado de la vida, el instante religioso por excelencia, en un sentido profundo del término, y como tal será vivido por la conciencia de la persona que decide acabar con su vida. Ante lo sagrado de este momento atemporal, la conciencia se recoge en sí misma, percibiendo el final irrevocable de la muerte. Por ello, para esta representación final, uno debe desprenderse de lo que le liga a la tierra y a los demás e iniciar la salida de este mundo “ligero de equipaje” como dijo Machado, sin ataduras culturales, en un estado semejante al nacimiento.
La muerte se vive en el Inconsciente Colectivo como un viaje del alma hacia otro lugar, adonde parte liberada en busca de su destino. Las distintas religiones y mitologías han reflejado ese viaje último con ligeras variaciones; para los griegos, los muertos eran transportados por el remero Caronte a través de la laguna Estigia hasta el Hades; y los egipcios representaban al alma (“ba”) como un halcón antropocéfalo que volaba hacia el Cielo después de la muerte. Desde este arquetipo del alma viajera (Jung), activo en el inconsciente del suicida, puede entenderse el descalzarse o desnudarse de ciertas ropas de quien va a morir, pues se está pisando, en ese momento sublime de la muerte, suelo sagrado, tierra que comprende y representa un ámbito religioso, desde donde se inicia el viaje definitivo al más allá. Se podría decir que el hombre recupera con la conciencia de su muerte un sentido de trascendencia religiosa, independientemente de las ideas y creencias que la persona tenga sobre la divinidad y la inmortalidad.
Un ejemplo representativo de este tipo de muerte marcada por el simbolismo lo tenemos en el suicidio del ensayista y diplomático Ángel Ganivet. Extraigo la descripción de su muerte de una semblanza de la prensa escrita (Diario “Córdoba”) sobre su persona. Dice así: “A media mañana del 29 de noviembre de 1898, Ángel Ganivet, cónsul de España en Riga, sale de su domicilio. Va vestido de etiqueta, sin chistera que nunca usó, y calzado con alpargatas. Su hermana Josefa, única persona que lo acompaña en este nuevo destino, al indagarle acerca del atuendo, ha recibido la contestación de que viste así porque va “en busca del mar y que había de entrar en él con vestimenta ceremonial”. Josefa ha debido quedarse en la duda de atribuir o no tal declaración a una broma de su hermano, a una de sus extravagantes salidas, pues lo lógico fuera que vistiese así por exigencias del cargo para alguna recepción. Pero no las tiene todas consigo y se asoma a la ventana. Ángel solemne, imperturbable entra en el río Duina en busca del mar. Lo ve y no puede creerlo, presa de la mayor consternación. La calle, inminente al muelle, ha ido animándose ante la sorpresa de los transeúntes, los cuales profieren voces y se vuelcan sobre la orilla. Botan una embarcación, y se apresuran. Llegan a tiempo de rescatarlo de las gélidas, sombrías aguas. Pero Ángel forcejea. No lo pueden detener y cae de nuevo al agua, y ya se hunde. Es el fin. Frisaba los treinta y tres años. No sólo es un escritor insigne; es algo más: un escritor con leyenda propia.”.
Abundando en esta búsqueda de relaciones simbólicas de las distintas formas de suicidio, encontramos una cierta interdependencia entre la elección del método y la diferencia de sexos, que podría interpretarse desde conceptos tomados del psicoanálisis (culpa, castigo, liberación, purificación…), como más adelante veremos.
Ya discutimos en el apartado que se refiere a los métodos las dificultades para establecer una división objetiva para los métodos y las variables que intervienen en la posible elección de la forma de morir (disponibilidad, cultura…). Parece que el miedo al dolor no es el criterio fundamental por el se rigen muchos suicidas, dado que los medios más habituales se repiten una y otra vez y no son, precisamente, los menos dolorosos presumiblemente.
A pesar de estas dificultades para establecer criterios claros respecto a los métodos, hay una cierta relación entre las formas de suicidarse y los sexos. Así, en nuestro trabajo, los hombres eligen más ahorcarse que ahogarse y las mujeres al contrario; cortarse el cuello, arrojarse al tren y dispararse son modos usados preferentemente por hombres; e intoxicarse es más propio de mujeres y adolescentes. El trabajo de María Cátedra sobre los Vaqueiros de alzada, de Asturias, realizado en un medio rural muy específico, basado en la trashumancia del ganado, confirma estas preferencias electivas en cuanto a los varones.
Parece existir una relación significativa (simbólica) entre el método (signo) y la personalidad básica del suicida (identidad). Si toda conducta o acción humana expresa y manifiesta a la persona en su totalidad, según afirma la psicología, también la elección de la forma de morir será expresión de la personalidad del sujeto. De este modo, se refuerza la opinión de que todo suicidio, en el fondo, es un mensaje múltiple.
En la muerte por sumersión, el elemento básico es el AGUA. Un arquetipo fundamental que simboliza el principio de todas las cosas; las aguas remiten al vientre materno donde se ha formado el niño en medio del líquido amniótico y adonde el ahogado/a desea volver por una reminiscencia inconsciente, tratando de recuperar las primeras experiencias pacíficas y unificadas del feto. Esto explicaría que sea un medio usado por ambos sexos. Además, el agua se relaciona con la idea de purificación y renacimiento (bautismo, diluvio universal, fuentes de la eterna juventud…), por lo que a través de la sumersión se intenta lavar la culpa y liberarse de la angustia, renaciendo purificado de las aguas de la muerte.
En el caso de la suspensión por ahorcadura, predomina la agresión derivada del complejo de castración infantil. El triple deseo que Menninger atribuye a cualquier suicida (deseo de matar, de morir y de ser matado) se presenta en este método de forma bien identificable. En un lenguaje de signos, es el medio más violento: la rigidez del cuerpo, su balanceo de la cuerda tirante, la cara congestionada… componen una teatralidad fantasmal de la escena, en la cual se manifiesta un mensaje aterrador de muerte y de agresión proyectada hacia los demás. A través de este acto, el ahorcado expresa la agresividad reprimida derivada del complejo de castración infantil y la consiguiente auto-punición o castigo. Este mensaje se muestra con claridad en el caso de un joven suicida de 16 años ahorcado que aparece completamente desnudo, posiblemente como consecuencia de ciertos abusos homosexuales cometidos contra su persona. Aparte de que este mismo suceso evidencia cómo todo suicidio es un mensaje implícito para los demás.
Desde esta interpretación, se explicaría que la ahorcadura sea un método elegido más por hombres que por mujeres, puesto que la castración cuestionaría de manera más conflictiva la identidad del varón y sería éste quien viviese con mayor angustia la cercenadura de su personalidad, en tanto que la mujer en general tendría mejor asimilada la castración, por razones biológicas y culturales, de su personalidad social.
La intoxicación se puede considerar de antemano el método menos fiable y el más inseguro, por ello lo encontramos utilizado en bastantes intentos de suicidio, practicados por mujeres jóvenes y adolescentes, a quienes no atribuimos una expresa intención de muerte, sino más bien un deseo de perder la conciencia para no sufrir, buscando despertarse como de un sueño liberados de la culpa, vergüenza, frustración, temor… que originaron el acto suicida. Quizás, esto nos da la clave para entender la personalidad básica del intoxicado adolescente: el niño que quiere dormir y despertar seguro en los brazos de su madre. Y habría que añadir que el uso de fármacos y sedantes es un sustitutivo de la toma de la leche materna, conducta previa a la dulce sensación del dormir inmediato del bebé.
Los demás métodos serían similares a alguno de los tipos descritos y participarían de sus significados. La precipitación se identificaría con la sumersión, puesto que la madre tierra representa el mismo arquetipo que el agua. Arrojarse al tren y cortarse el cuello entrarían dentro del esquema de la castración. Y quemarse prendiéndose fuego conllevaría la idea símbolo del fuego purificador que todo lo asimila y disuelve en la unidad primigenia, o sea, la total destrucción de quien se siente impuro y formado de los trozos del caos.
Esto nos conduce a no infravalorar los motivos inconscientes que actúan en toda conducta suicida y que, en buena parte de los casos, se hilan en madeja con las razones conscientes que alega ante su conciencia el propio sujeto. E incluso habría que suponer que estos motivos inconscientes, por enraizar con más hondura y antigüedad en el psiquismo del individuo, tendrían mayor fuerza de empuje que los motivos conscientes en la decisión del suicida.
Acaso no sobren este tipo de explicaciones, si nos ayudan a entender mejor este acto aparentemente incomprensible que es el suicidio, rechazando de plano opiniones como la de Cioran, para quien: “El suicidio es soledad absoluta, que ninguna explicación científica puede dilucidar: es el acto individual por excelencia”.