Arte rupestre y chamanismo (I)

Arte rupestre y chamanismo (I)
Por: Fernando Urbina Rangel
Universidad Nacional de Colombia

Generalidades

    Se entiende por arte rupestre un conjunto de obras intencionalmente elaboradas, por artífices prehistóricos o protohistóricos, sobre superficies de piedra (pictografías), o practicando surcos en ellas (grabados = petroglifos).

    El término “rupestre” deriva del latín rupestris, que contiene el factor rupes, que se hace equivaler, por lo general, a roca, pero que también significa antro o caverna. Esta última significación se ha tenido en cuenta al nominar como arte rupestre, las obras –pictografías y grabados– halladas en abrigos rocosos y cavernas pétreas (las hay, aunque pequeñas, de sólo tierra); es por eso que también se utiliza la expresión arte de las cavernas. Otra nominación es arte parietal, (literalmente, arte de las paredes) con la que se alude a ejecuciones hechas en muros de roca, o sea, en superficies verticales; dicha denotación se hace extensiva a los techos.

    La expresión más genérica parecería ser arte en las rocas, pues no excluye el de las cavernas y abrigos, y sí comprende el ejecutado al aire libre, ya no sólo sobre superficies verticales –paredes–, sino sobre pisos pétreos y bloques sueltos, incluso mobiliares. El hecho es que en castellano se impuso la forma arte rupestre, y no hay para qué cambiarla, pero sí continuarla haciendo suficientemente extensiva para que incluya todas las manifestaciones a las que he hecho alusión.

    He de puntualizar que con la palabra pictografía se alude a aquellas obras que resultan de aplicar por diferentes medios, intencionalmente, uno o varios pigmentos sobre superficies rocosas. En tanto que con esta técnica se agrega algo a la piedra base, con el grabado ocurre lo contrario, pues en éste, al rayar la superficie pétrea lo que se hace es eliminar una porción de la materia de la base utilizando, por lo general, un punzón o cincel para raspar o golpear, con el propósito de ahuecar –zanjar– la superficie en cuestión. Al grabado se le da también un nombre más técnico: petroglifo, de petro = piedra y glifein, término griego para referirse al hecho de ejecutar estrías, zanjas o surcos angostos sobre una superficie dura. También los artistas prehistóricos emplearon la técnica de preparar la superficie pétrea aplicando capas de arcilla, para luego modelar y/o pintar en ella diversas figuras. No olvidar, tampoco, la práctica bastante recurrente, de aprovechar los accidentes naturales en el soporte pétreo para complementar figuras (1), ahorrándose esfuerzo, especialmente cuando se trata de dar volumen a las representaciones; fue éste el camino para llegar a los relieves escultóricos, que pudieron haber sido, en algunos casos, el preámbulo de la escultura propiamente tal (2). Por último, se ha de tener en consideración los casos de coyunda de grabado y –posteriormente– pintura en una misma pieza.

    Al inicio, en la definición, he usado los términos prehistórico –muy frecuente– y protohistórico –poco socorrido. El primero alude a una época de la cual no se poseen testimonios escritos; allí cabe la casi totalidad de la historia humana, toda vez que la invención de la escritura –en su acepción común– es muy reciente: no parece exceder al 5500 antes del presente (a.p.), y bien sabemos que el acontecer del género homo ya desborda los tres millones de años. Pero la historia (pasado reconstruido, especialmente, con testimonios escritos) no ha comenzado para todos los pueblos desde hace cinco milenios y medio, por cuanto la gran mayoría de ellos sólo llega a poseer escritura muy recientemente, y de tenerla su uso fue, habitualmente, escaso.

    De resultas de estas consideraciones, se acuñó el término protohistoria para referirse a aquellos pueblos y/o períodos de los cuales se conservan testimonios orales, o sobre los que otras culturas contemporáneas sí elaboraron documentos escritos, en donde recogían las tradiciones orales, o bien reseñaban otros aspectos de esas culturas ágrafas. Así, por ejemplo, los antiguos germanos habrían salido de la prehistoria para entrar en la protohistoria, en el momento en que los romanos empezaron a glosar sobre ellos con ocasión, especialmente, de sus guerras con tan belicosos vecinos (3). Es el mismo caso de lo ocurrido con la mayoría (4) de los grupos indígenas abyayalenses (5), muchos de ellos aniquilados (6), pero de quienes nos llegaron referencias en los Cronistas de Indias y en los documentos oficiales.

    Debo, en aras de la claridad, referirme a eso de la intencionalidad, concepto que ya he utilizado en dos ocasiones (supra). El tópico es viejo ya en arqueología. Abundaría diciendo que la casi totalidad de las obras rupestres requirieron para su ejecución de una intencionalidad expresa. Esto traza una diferencia puntual entre un cierto tipo de evidencia arqueológica azarosa, netamente accidental (7), y aquella que proviene de un acto en que se tuvo la voluntad de hacerlo perdurable. Es el caso del arte rupestre, por lo cual resulta un testimonio privilegiado, sobre todo en lo que respecta a la dimensión espiritual de los hombres de la prehistoria y de la protohistoria. Más adelante volveremos a dar aclaraciones sobre esta idea.

    A escala mundial, actualmente, las obras mejor inventariadas y examinadas con mayor atención han sido las agrupadas en el llamado arte parietal europeo. Dichos estudios patronaron las estructuras y contenidos de esa nueva disciplina llamada arte rupestre, confiriéndole las ventajas derivadas del tesón con que un creciente grupo de intelectuales europeos se ha venido dedicando al asunto, pero también con las cortapisas propias del eurocentrismo básico.

    La polémica que se suscitó inicialmente sobre la autenticidad del arte rupestre obligó a hablar de las capacidades mentales (intelectuales, espirituales) de los hombres de la prehistoria. El asunto se formulaba así: “¿Cómo era posible que unos hombres en una etapa cultural tan primitiva (8), pudieran haber realizado obras de tan acabada perfección?” (9) Esta pregunta alojaba un prejuicio de cuño evolucionista que, aplicado al arte, da como resultado unas distorsiones abrumadoras. Por el ancho camino de los prejuicios –el más fácil de recorrer– todo confluye en considerar admirable y óptimo en los demás, aquello que quienes juzgan establecen como admirable y óptimo para ellos. Una vez demostrada la autenticidad de las obras rupestres paleolíticas, la extraordinaria calidad que se vio en esas ejecuciones en un pasado tan remoto, obligaba a hacer equiparables a sus ejecutores con los modernos.

    El asombro que continúan suscitando, tanto más cuanto el arte moderno demoró y aún demora en ser aceptado (10), motiva mayor admiración. El autocentrismo que de una manera o de otra elabora toda cultura, obliga a reconocer –al calificar como admirables dichas obras– que sus ejecutores fueron como los modernos, pues los modernos (incluso aquellos que se sienten postmodernos) se constituyen en el patrón de la admiración, la norma de lo que se admira (11). Por un momento aprovechémonos de estos prejuicios, para adelantar la presente reflexión.

    Indagar por estas arcaicas producciones del espíritu humano –el arte rupestre más antiguo–, resulta de una importancia capital a la hora de pretender asomarnos a las estructuras mentales de los hombres prehistóricos. Hablando muy en general, dichos personajes fueron quienes produjeron los fundamentos de lo que hoy en día somos, razón por la cual nos creemos capaces de percibir –no sin un delicado, arduo y continuado trabajo– las estructuras y contenidos de tales obras de arte.
    Hablamos de arte al referirnos a dichas obras rupestres. Ellas transparentan un quehacer lúdico que hemos dado en denominar arte, quizás porque no tenemos otra cosa más admirable a qué referirlas en nuestro mundo. Nominamos así a aquellas acciones que no buscan una utilidad inmediata, tales como el comer, escapar o guarecerse, sino que se complacen en el rodeo, rodeo sencillo o complejo en que se demora el creador, incluso cuando persigue una satisfacción inmediata. Goza en ese demorarse (12), absorto en el trazo de su mano, en el movimiento que se hace danza, o en el gesto mímico en que el cuerpo mismo se torna evocación, se transforma, o en la palabra que se forja en canto y poema.

    Detectar los orígenes del arte es tanto como determinar el origen del símbolo, del lenguaje, o, lo que es igual, el origen del hombre mismo. Por ahí, en las paredes rocosas de los abrigos que protegían de las inclemencias del tiempo, a uno que otro antepasado le dio por rasguñar las piedras, seguramente sin un propósito muy fijo… Se sintió pleno, pues liberaba una tensión. Ese acto fue el comienzo del arte.

Acotación

    Antes de tocar el tema del arte rupestre en Colombia, he de formular la siguiente advertencia: La copiosa producción bibliográfica (textos, láminas), televisiva, cinematográfica y gráfica en general (exposiciones, afiches, plegables y demás), como también unos muy bien montados circuitos turísticos, en función de las obras rupestres europeas (sobre todo de España y Francia), ha patronado en la gente, a escala mundial, una forma de entender, valorar y admirar lo que se tiene como arte rupestre en general, haciendo que –para bien o para mal– otras manifestaciones del arte rupestre, correspondientes a otros estilos, geografías y tiempos, sean vistas a través de esa obligada referencia. Y aquí continúan los prejuicios; no tanto en cabeza de los propios investigadores del arte paleolítico europeo sino, ante todo, entre las gentes de otras regiones que también cuentan con profusa presencia de este tipo de obras. Entre estos públicos es muy frecuente oír expresiones de la siguiente laya: “Sí, estas obras son testimonio de nuestro pasado aborigen, pero no se acercan ni remotamente a la calidad de las obras europeas”. Este criterio termina por generar un desprecio que se traduce en abandono y olvido… Pero hay algo más grave: por esta senda de valoraciones poco rigurosas se termina por pensar que los aborígenes europeos fueron superiores a los indígenas abyayalenses, australianos, africanos, etcétera. La culpa de estos prejuicios y sus consecuencias no está, desde luego, en la calidad de la producción europea sino en el complejo de inferioridad propio de las élites económicas, raciales, políticas e intelectuales de los países que los europeos colonizaron y que una vez producidas las emancipaciones formales, continúan sojuzgando económica y culturalmente.

El arte rupestre en Colombia

    A lo largo y a lo ancho del país, desde las alturas cordilleranas hasta los litorales, en cavernas, en abrigos rocosos, en las paredes de los cañones esculpidos por los ríos o en las losas de sus lechos, como también en infinidad de rocas desperdigadas por toda nuestra geografía, se han venido encontrando en asombrosa profusión grabados y pinturas, testimonios de esa aventura milenaria que iniciaron los paleoindios al descubrir, penetrar y signar sus nuevos territorios, tarea continuada por los innumerables pueblos en que se diversificaron los protoamerindios, y que mantuvieron sus técnicas rupestres hasta fechas incluso inmediatamente posteriores al cataclismo genocida y etnocida ocasionado por la conquista europea.

    El estudio del arte rupestre en Colombia se inicia desde épocas muy tempranas, cuando las oleadas sucesivas de pobladores enfrentaban las obras que sobre las rocas dejaban pueblos más antiguos, muchos de ellos ya diluidos en la neblina primordial. Los nuevos ocupantes de las regiones donde se fijaron las primeras obras rupestres hicieron aquello que siempre acostumbran los seres humanos: interpretar lo que de otros queda, asignándole un puesto dentro de sus sistemas de creencias y continuando en algunos casos la labor (13).

    Prueba de ello son las sobreposiciones de obras de diferentes estilos (palimpsestos), el hecho de completar algunas figuras, o de colocar otras al lado de las más antiguas, como también el evitar los lugares en que aparecen las obras, con el fin de no exponerse a los efectos negativos que pueden padecer quienes se acercan a aquellos receptáculos de fuerzas (lo numinoso) manejadas por otros hacedores (14). Por otra parte, algunos de los más antiguos intentos de explicación de estas obras rupestres figuran en los mitos que aún perduran, sobre todo en las regiones en que el fluir de la milenaria cultura indígena no quedó interrumpido.

    Con la llegada de los europeos los estudios sobre el arte rupestre abyayalense (amerindio) dan un paso más. En el caso colombiano los cronistas Simón y Piedrahita aluden al tema en sus escritos. Siglos después la Comisión Corográfica dedicará varias de sus láminas a recoger estas antigüedades de indios. Numerosos viajeros europeos de los siglos XVIII y XIX y comienzos del XX, reseñan algo de la extrema profusión de pictografías y petroglifos, y ya en los inicios del siglo que recién terminó, Triana hará uno de los primeros grandes aportes al asunto –al menos en lo que toca al interior andino–, trabajo que será continuado generación tras generación por unos pocos estudiosos hasta llegar al presente.

    Importa puntualizar al menos las apreciaciones de un cronista de Indias y de tres viajeros europeos que se ocuparon expresamente del arte rupestre, mucho antes del boom mundial desencadenado una vez reconocida la autenticidad de las obras de Altamira, asunto que sólo tiene lugar a partir del famoso mea culpa formulado por Cartailhac, quien había sido, hasta ese momento (1906)¸ uno de los principales impugnadores de tal autenticidad.

    En sus Noticias Historiales (1627) Fray Pedro Simón hace referencia a Nemquerequeteba (¿Bochica?) civilizador de los muiscas, cuya presencia explicaban los indígenas atribuyéndole una antigüedad de veinte edades, comprendiendo cada una setenta años, con lo cual se avecindaba un tanto a las primeras prédicas del evangelio cristiano. Para el cronista, los muiscas mostraban en su iconografía, tradiciones y creencias, una serie de rasgos que permitían vislumbrar una posible evangelización temprana en estas tierras, milenio y medio antes de la llegada de los españoles, habiendo sido dicho personaje –de luengas barbas blancas, y que traía un camello (15) (Simón no afirma que lo montara)– quien había impartido tales enseñanzas. Fray Pedro es explícito en afirmar que él no aprueba ni reprueba dichas tradiciones, limitándose simplemente a consignarlas habiéndolas tomado de “entre los hombres graves y doctos de este Reino” (16). El párrafo más pertinente (III, 4,3,3) dice:

    Otros le llamaban a este hombre Nemterequeteba, otros le decían Xué. Este les enseñó a hilar algodón y tejer mantas, porque antes de esto sólo se cubrían los indios con una planchas que hacían de algodón en rama, atadas con unas cordezuelas de fique unas con otras, todo mal aliñado y aún como gente ruda. Cuando salía de un pueblo les dejaba los telares pintados en alguna piedra lisa y bruñida, como hoy se ven en algunas partes, por si se les olvidara lo que les enseñaba (17); como se olvidaron de otras muchas cosas buenas que dicen les predicaba en su misma lengua a cada pueblo, con que quedaban admirados. Enseñóles a hacer cruces y usar de ellas en las pinturas de las mantas con que se cubrían y por ventura, declarándoles sus misterios y los de la encarnación y muerte de Cristo, les diría alguna vez las palabras que él mismo dijo a Nicodemus tratando de la correspondencia que tuvo la Cruz con la serpiente de metal que levantó Moisés en el desierto, con cuya vista sanaban los mordidos de las serpientes. De donde pudo ser la costumbre que hemos dicho tenían de poner las cruces de los que morían picados de serpientes. También les enseñó la resurrección de la carne, el dar limosna y otras muy buenas cosas, como lo era también su vida. Que si esto es así, no sólo estas de que ellos se acuerdan sino otros muchos misterios de nuestra fe les enseñaría.

    Las interpretaciones de algunas figuras rupestres (símbolos dejados por un héroe civilizador para recordar sus enseñanzas, referidas a la hechura y decoración de mantas (18), formuladas por los indígenas y llegadas hasta nosotros gracias al acucioso cronista, tienen un aire de juicioso realismo que contrasta con buena parte de las fantasiosas lucubraciones que han sido tan frecuentes en el estudio del arte rupestre a nivel mundial. Es de resaltar que la preocupación del benevolente fraile es mostrar que los “indígenas habían sido civilizados y poseían ya rasgos de alta moralidad”, si bien esto se debía a una posible influencia cristiana. Al menos les concedía la capacidad de haber asimilado dicha influencia, si bien luego la habían perdido un tanto, como glosa después en sus comentarios donde atribuye a una mítica figura femenina –perversa, por supuesto– el haber tergiversado las enseñanzas del gran macho civilizador.

    Un tono muy distinto se percibe en la pareja de investigadores compuesta por Spix y von Martius quienes reseñaron en su viaje de 1820 (1938: vol. II, 351) unos pocos de los miles de espléndidos grabados de Araracuara y La Pedrera, localidades del río Caquetá, en la Amazonia colombiana. Por cierto, la actitud plagada de prejuicios de estos dos investigadores compendia una posición muy frecuente entre muchos de los apresurados viajeros del siglo XIX, ansiosos por atiborrarse de datos y cosas de indios con destino a los museos europeos, pero muy poco interesados en profundizar en las culturas indígenas, a las que despreciaban. Refiriéndose a dichas inculturas no vacilaron en afirmar que “ellas constituyen, desde hace siglos, la tétrica demostración de la inferioridad de intuición de esa raza”… Y rematan diciendo que “… al primer golpe de vista se verifica en estas figuras grotescas la absoluta inexistencia de cualquier significado de un simbolismo superior” (op. cit.: 373-4). Era la tónica propia de la Ilustración europea frente a la supuesta barbarie de las colonias, y del llamado hombre primitivo, salvaje o natural, a quien representaban en las ilustraciones de los libros de viajes con rasgos un tanto simiescos, toscos.

    Un siglo más tarde, durante su viaje de 1903-5 entre los indios del noroeste de la Amazonia, Theodor Koch-Grünberg, hace observaciones puntuales sobre los grabados en piedra encontrados durante sus amplios recorridos y, echando mano de la etnografía, alude –al igual que lo hicieron los muiscas y su cronista–, a las evidentes similitudes entre algunas imágenes del arte rupestre y algunos elementos de la cultura material de pueblos indígenas que ocupaban en su momento –comienzos del siglo XX– los mismos enclaves donde se encuentran los petroglifos. Con el mismo cuidado, el estudioso austriaco reseña en sus cuadernos muchos dibujos hechos por los propios indígenas y hace enjundiosas observaciones sobre los decorados que ejecutan en sus propios cuerpos o utilizando diversas superficies. Con dichos apuntes elabora dos obras que ven la luz con anterioridad a su más conocido libro de divulgación Dos años entre los indios (1909); se trata de Los comienzos del arte en la selva (1906) y Petroglifos suramericanos (1907). Al respecto, Gerardo Reichel-Dolmatoff nos dice (19) (p.15) que Koch-Grünberg “se dio cuenta que los hombres primitivos de estas selvas tenían un potencial de expresión estética que Europa aún no había comprendido ni apreciado”. Líneas más adelante Reichel cita el siguiente fragmento tomado de la obra de 1906, en donde Koch-Grünberg alude a los dibujos que los tukanos estamparan en sus cuadernos de viaje:
    Estaré satisfecho si estas láminas por lo menos tengan éxito en introducir también otros círculos al mundo espiritual de estos “salvajes” tan mal conocidos y demostrar que aquellos así llamados “salvajes” no son semihumanos sino hombres pensantes, agudamente pensantes.

    Justas apreciaciones que bien pueden extenderse a los ejecutores del arte rupestre.
    En la segunda mitad del siglo pasado surgen personalidades tales como Silva Celis, Cabrera y los Rendón, quienes continúan los estudios en la disciplina, pero es Gerardo Reichel-Dolmatoff quien decididamente reorienta la disciplina de la mano de sus investigaciones etnográficas.
    Herederos de esos estudiosos, nuevos rupestrólogos continúan armando con sus descubrimientos y levantamientos el riquísimo mapa del arte rupestre en Colombia, de una manera ya continuada y un tanto sistemática. Así: Muñoz y Becerra en el altiplano cundiboyacense; E. Reichel, Urbina, Botiva, Van der Hammen, Castaño y Ardila en la Amazonia; Bautista en San Agustín; Granda en Nariño; Munar y Ortiz en la Orinoquia… y ya se preparan relevos generacionales especialmente alrededor de las cátedras sobre arte rupestre creadas en diversas universidades por miembros del grupo GIPRI y en torno a la revista Rupestre, órgano de difusión de dicho equipo, comandado por Muñoz.
    Otro de los factores de especial significación para los estudiosos del arte rupestre nacional lo constituye el arribo a la disciplina de investigadores procedentes de ciencias tales como la matemática, la lógica y la bioquímica… y de artistas de la plástica –como es el caso del Maestro Dioscórides–, quienes deciden retomar las sendas del arte rupestre con la sensibilidad y las técnicas propias del arte moderno. En otro campo, el de la restauración, se da una incipiente pero promisoria preocupación.

(En próxima entrega: El tema del chamán)

NOTAS
(1) En todo tiempo y lugar algunas formas naturales –especialmente las que muestran simetrías– son vistas como representaciones de seres naturales o culturales. Es muy frecuente que alguien decida agregar algunos trazos para hacer más evidente el parecido. Por este camino se llega a una bella idea formulada por infinidad de artistas de la plástica; ellos postulan que su acción poiética consiste tan sólo en colaborar sacando a la luz –explicitando– la figura que puja por salir de la entraña material informe. En parte se siguen estos lineamientos en infinidad de lugares donde avistan Vírgenes, manifestaciones consideradas milagrosas y fuente, por lo general, de pingües negocios.
(2) La escultura se dio en el arte prehistórico. Se han hallado figurinas –por lo común diminutas– en hueso y en piedra; también se dan figuras en tres dimensiones modeladas en arcilla, esas sí de mayor tamaño.
(3) Este tipo de testimonios suele estar en extremo sesgado. En el ejemplo –los pueblos germanos– las reseñas destacan sus aspectos agresivos –el tema lo impone–, con lo cual se genera una visión que califica de belicosas per se a dichas culturas, cuando la agresión ha sido precisamente la de aquellos que escribieron sobre ellos al combatirlos, con ánimo de sojuzgarlos.
(4)  Sistemas de escritura se dieron entre las culturas amerindias con precedencia a la llegada de los europeos. En alguna de ellas, dicha antecedencia se cuenta en milenios. Es el caso de la escritura maya (jeroglíficos con valores silábicos) y la de los kipus incas. Knorosov, en 1952, dio con la clave definitiva para traducir la primera. La visceral e irracional oposición de Eric Thompson (sólo porque Knorosov era ruso y, por lo tanto, presuntamente bolchevique) fue desbordada finalmente por la evidencia; pero su actitud entorpeció el proceso de investigación en no menos de media centuria. Las razones extracientíficas son tan frecuentes en los procesos de investigación, que la historia de la ciencia ha de dejar de ser la reseña de la sucesión de descubrimientos, para centrarse en la reconstrucción de los procesos teniendo en cuenta los aspectos biográficos integrales de los científicos que construyen teorías.
(5) De Abya-Yala: tierra en plena madurez; tal es su significación en el idioma de los kunas (tule). Equivale a América. Ver Visión Chamánica Nº 2, p. 47, nota Nº 7.
(6)Justificadamente aniquilados o esclavizados, por ser muy rebeldes, o mejor aún, por ser caníbales. Entre otras cosas, los conquistadores –cuando les conviene– suelen destacar el aspecto bélico de sus contrincantes para realzar su propia valentía.
(7) Una osamenta abandonada al azar, un fragmento de cerámica fuera de un basurero, incluso cuando la pieza es destruida intencionalmente, pues en tal caso el objetivo es que no perdure. Un aspecto asociado al arte rupestre y de suma importancia lo constituye el estudio de las huellas –no intencionales– dejadas por los hombres prehistóricos en los sitios donde se encuentran las obras, tales como improntas de los pies en la arena, barro, polvo, o ceniza; o de las manos sobre el barro o las improntas accidentales de éstas o de los dedos sobre las paredes, como también las de otros actores presentes en las cuevas, como es el caso de ciertos animales que las exploraban o pernoctaban en ellas; los osos, por ejemplo. En Francia uno de los mayores especialistas en este asunto es Michel García.
8  Propia de la más temprana Edad de Piedra, el Paleolítico.
9  La sola posibilidad causaba vértigo. De ahí que Don Marcelino, marqués de Sautuola, al denunciar en 1878 la existencia de pinturas prehistóricas en la cueva de Altamira –localizada en terrenos de su propiedad– es declarado un ingenuo que se dejó engañar o, peor aun, un falsario que expresamente encargó pintar a algún buen artista esos maravillosos murales.
10  Me refiero a su no uso a nivel masivo. El arte moderno continúa siendo un asunto de élites, como la mayoría de todo aquello que se califica de moderno, expresión que ha terminado sirviendo para contraponerse a lo popular, de sabor arcaizante. Con mucha frecuencia lo popular es asumido por la actitud modernizante, pero a la manera de moda, es decir, dentro de un manoseo superficial. Es el caso de las prácticas chamánicas, propias del neochamanismo. El asunto se extiende incluso hasta lo postmoderno, cuando se ve al llamado postmodernismo como una “vuelta a lo no racional”, entendiendo equivocadamente por tal un retorno al mito –considerado como algo propio de la pretendida mentalidad primitiva o popular– olvidando lo que éste tiene precisamente de profundamente racional, pero sin agotarse en ello. Sobre este tema se esperan renovaciones teóricas al hacerse cargo de las propuestas de Gardner sobre las “inteligencias múltiples” o, si se desconfía del término inteligencia como factor esencial de la mente humana, aquello de las potencialidades en plural, entre las cuales figuraría la propia inteligencia, sin que se le reste importancia a las otras.
11  Cuando la corriente intelectual predominante en el llamado mundo occidental se enrumba en una determinada dirección, inmediatamente empieza a juzgar, o, mejor aun, a construir el pasado desde los nuevos modos. A la larga no parece posible comportarse de otra manera. Este proceder epistemológico trae como consecuencia valorar en alto agrado todo aquello detectable en el pasado que se parezca a la nueva posición, y, por supuesto, el marginar o, incluso, vilipendiar lo que se le opone.
12  Morar en la ejecución, por el goce que ésta produce, dejando de lado –al menos momentáneamente– la precisión y urgencia de la meta.
13  Igual ocurre con nosotros, los seres humanos que inauguramos el tercer milenio después de Cristo: estudiamos estas obras desde nuestros sistemas de creencias (la ciencia es un muy sofisticado sistema de creencias que, desde luego, trata de justificarse a sí mismo) y, de una manera o de otra, las continuamos.
14  Siguiendo algunas de estas ideas, hasta tiempos muy recientes, muchos clérigos cristianos conjuraban y pretendían neutralizar las fuerzas satánicas propias de los cultos paganos (aún sobrevivientes hasta hoy día en zonas campesinas) mediante la pintura de cruces o de la imagen de algún santo o virgen en los sitios con presencia de arte rupestre.
15  Se piensa que pudiera haberse tratado de una llama.
16  No es claro a quiénes se refiere, si a los sabedores indígenas (informantes altamente calificados) o a los estudiosos españoles que ya habían reflexionado sobre el asunto introduciendo tales interpretaciones. Considero que es a los últimos.
17  Subrayado nuestro.
18  No está descaminada la fórmula de ver en algunas pictografías del altiplano cundiboyacense figuras que se pueden rastrear en las decoraciones de algunos fragmentos de telas procedentes de la cultura chibcha, e incluso en algunos trazos de las vestiduras rituales del llamado “cacique o cacica de Sutatausa”, descubierto en 1996 en el templo colonial (s. XVII) de esa localidad. Cf. Martínez.
19  Prólogo de la obra de Koch-Grünberg, Theodor, Dos años entre los indios. Viajes por el noroeste brasileño 1903-1905, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 1995.