Los peligros del alma

James George Frazer –

1. EL ALMA COMO MANIQUÍ

Los anteriores ejemplos nos demuestran que el oficio de rey sagrado o sacerdote está frecuentemente circundado de una serie de pesadas restricciones o tabús, cuyo principal propósito parece ser preservar la vida del hombre divino para el bien de su pueblo. Pero si el objeto de los tabús es defender su vida, surge la pregunta: ¿cómo se supone que esta observancia realiza su fin? Para comprender esto, debemos conocer la naturaleza del peligro que amenaza la vida del rey y cuál es la finalidad de estas curiosas restricciones protectoras. Por consiguiente, nos preguntamos: ¿Qué entiende por muerte el hombre primitivo? ¿A qué causas la atribuye? ¿Cómo piensa poder defenderse contra ella?
Así como el salvaje comúnmente explica los procesos de la naturaleza inanimada suponiéndolos producidos por seres vivos que obran dentro o detrás de los fenómenos, del mismo modo se explica los fenómenos de la vida misma. Si un animal vive y se mueve, piensa él, sólo puede hacerlo porque tiene dentro un animalito que le mueve; si un hombre vive y sé mueve sólo puede hacerlo porque tiene dentro un hombrecito o animal que le mueve. El animalito dentro del animal y el hombre dentro del hombre es el alma. Y como la actividad de un animal u hombre se explica por la presencia del alma, así la quietud del sueño o de la muerte se explican por su ausencia, temporal en el sueño o “trance” y permanente en la muerte. Por esto, si la muerte es la ausencia permanente del alma, el procedimiento para guardarse de ella será impedir que el alma salga del cuerpo, o bien, si ha salido, asegurar su regreso. Las precauciones que adoptan los salvajes para garantizarse uno u otro de estos fines, toman la forma de prohibiciones especiales o tabús, que no son otra cosa que reglas destinadas a asegurar la presencia continua o el retorno del alma. Concretando, son salvavidas o guardavidas. Estas generalizaciones las ilustraremos con algunos ejemplos.

Un misionero europeo, dirigiéndose a unos negros australianos, les dijo: “Yo no soy uno, como ustedes piensan, sino dos”. Al oír esto, se rieron. “Pueden reírse lo que gusten —continuó el misionero—; yo les digo que soy dos en uno: este cuerpo grande que ven, es uno; dentro hay otro pequeñito que no es visible. El cuerpo grande muere y es enterrado, pero el cuerpo pequeño vuela y se aleja cuando el grande muere.” A esta relación algunos de los negros replicaron asintiendo: “Sí, sí. Nosotros también somos dos; nosotros también tenemos un cuerpecito dentro del pecho.” Cuando les preguntó adonde se iba el cuerpecito después de la muerte, unos dijeron que al bosque, otros que al mar y uno contestó que no lo sabía. Los indios hurones pensaban que el alma tenía cabeza, cuerpo, brazos y piernas; concretando, que era un pequeño modelo completo del hombre. Los esquimales creen que “el alma presenta la misma figura que el cuerpo del hombre a quien pertenece, pero es de una naturaleza más sutil y etérea”.

Según los indios nootkas, el alma tiene la forma de un hombre diminuto; su morada es la coronilla de la cabeza. Mientras está derecho su propietario se conserva sano y robusto, pero cuando por alguna causa pierde su posición erguida, el propietario pierde el sentido. Entre las tribus indias del río Bajo Fraser, se dice que el hombre tiene cuatro almas, de las cuales la principal es de la forma de un maniquí mientras las otras tres son sombras de ella. Los malayos conciben el alma humana como un hombrecito, la mayoría de las veces invisible, del tamaño de un dedo, correspondiendo en figura, proporciones y hasta en el color de la tez al hombre en cuyo cuerpo reside Este maniquí es de una naturaleza tenue e insubstancial, aunque tan impalpable que no pueda causar desplazamiento cuando entra en un objeto físico, y puede volar rápidamente de un sitio a otro; está temporalmente alejado del cuerpo en el sueño, en el “trance” y en las enfermedades, y permanentemente ausente después de morir.

Tan exacto es el parecido del maniquí al hombre, es decir, del alma al cuerpo, que así como hay cuerpos gordos y flacos, también hay almas gordas y flacas, y así como hay cuerpos pesados y ligeros, grandes y chicos, también hay almas pesadas y ligeras, grandes y pequeñas. Las gentes de Nías piensan que a todo hombre antes de nacer le preguntan cómo le gusta de grande y pesada el alma, y según el peso o tamaño que desea, así la miden para él. El alma más pesada que se ha dado, pesa cerca de diez gramos. La longitud de la vida de un hombre está proporcionada al tamaño de su alma; por eso los niños que mueren tienen almas pequeñas. La concepción vitiana del alma como un ser humano minúsculo se aclara en la costumbre observada, a la muerte del jefe, entre los de la tribu Nakelo.

Cuando muere un jefe, unos hombres que son enterradores hereditarios le llaman cuando yace ungido y ornado sobre esterillas, diciéndole: “Levántese, señor jefe, y marchemos. Ha amanecido ya sobre el país.” Después lo llevan a la orilla del río, donde el botero espiritual llega para cruzar el río a los espíritus de los nakelo. Como ellos atienden al jefe en su última jornada, ponen sus grandes abanicos junto al suelo para protegerle, pues como uno de ellos explicó a un misionero, “su alma es un niño pequeño”. Las gentes del Punjab se tatúan creyendo que al morir, el alma, “hombrecito o mujercita” dentro del mortal armazón irá íntegro al cielo, blasonado con los mismos tatuajes que adornaron su cuerpo en vida. Algunas veces, sin embargo, y como ya veremos, se ha imaginado que el alma humana no tiene forma humana, sino animal.

2. AUSENCIA Y RETORNO DEL ALMA

Es general suponer que el alma se escapa por las aberturas naturales del cuerpo, especialmente la boca y la nariz. Por eso en Célebes colocan en ocasiones en la nariz del hombre enfermo, en su ombligo y en los pies, unos anzuelos de tal modo que si el alma intenta escapar pueda quedar enganchada y sujeta con firmeza. En el río Baram, de Borneo, un turik rehusó ceder unas piedras de forma de anzuelos porque ellas, como quien dice, tenían enganchada su alma al cuerpo evitando así que su parte espiritual llegara a separarse de la material. Cuando un hechicero o curandero dayako marino es iniciado, se supone que sus dedos han sido provistos de anzuelos con los que después capturará el alma humana en el acto de escaparse volando, para devolverla al cuerpo del paciente. Pero los anzuelos, claro es, pueden usarse para capturar las almas tanto de los enemigos como de los amigos. Conforme a este principio los cazadores de cabezas de Borneo cuelgan grandes ganchos de madera junto a los cráneos de sus enemigos, en la creencia de que esto les ayudará en sus futuras expediciones para traer y colgar nuevas presas. Uno de los utensilios de un curandero haida es un hueso ahuecado en el que embotella las almas que se escapan para devolverlas a sus respectivos dueños. Cuando alguien bosteza o estornuda en su presencia, los hindúes castañetean siempre los dedos creyendo que esto impedirá, a aquél que se le salga el alma por la boca abierta. Los naturales de las islas Marquesas cerraban la boca y la nariz del agonizante en la creencia de que le mantendrían vivo si evitaban que se le escapase el alma; costumbre idéntica se cuenta de los neocaledonios y con el mismo designio, los bagobos filipinos ponen anillas de alambre de latón en las muñecas y tobillos de sus enfermos. Por otra parte, los itonamas de América del Sur sellan los ojos, la nariz y la boca de un agonizante, para que su espíritu no se marche y arrastre a otros espíritus y por razón parecida, las gentes de Nías que temen a los espíritus de los recién fallecidos y los identifican con el aliento, procuran confinar el alma vagante en su tabernáculo terrenal, ocluyendo las narices o cerrando la mandíbula del cadáver con una atadura. Antes de dejar un cadáver, los wakelbura de Australia acostumbran a colocarle carbones encendidos en las orejas con el fin de retener al espíritu en el cuerpo, para tener el tiempo suficiente de alejarse y que el espíritu no llegase a alcanzarlos cuando saliera. En la parte sur de Célebes, para evitar la evasión del alma de una parturienta, la comadrona ata una faja todo lo más fuerte posible alrededor del cuerpo de la paciente. Los minagkabauers de Sumatra observan una costumbre parecida: sujetan alrededor de las muñecas o lomos de la parturienta una madeja de hilo o una cuerda, para que cuando el alma intente marcharse durante el parto, encuentre obstruida la salida. Y por miedo a que el alma de un niño escape y se pierda cuando nace, los alfures de Célebes, en cuanto va a haber algún nacimiento, tienen cuidado de cerrar todas las aberturas de la casa. incluso el agujero de la llave, y ocluyen cuidadosamente los huecos y hendiduras de las paredes; también cierran con ataduras las bocas de todos los animales que hay dentro y fuera de la casa, temiendo que alguno de ellos pueda tragarse el alma del niño. Por razones parecidas, todas las personas presentes en la casa, hasta la misma madre, están obligadas a mantener la boca cerrada todo el tiempo que dura el parto. Cuando se preguntó por qué no tienen también cerradas las narices temiendo que el alma del niño se meta en alguno de ellos, la respuesta fue que, siendo el aliento inhalado tanto como exhalado por los agujeros de la nariz, el alma sería expelida antes de que pudiera establecerse dentro. Las expresiones populares del lenguaje de los pueblos civilizados, tales como tener el corazón en la boca o el alma en los labios o en la nariz muestran cuán natural es la idea de que la vida o el alma pueda escapar por la boca o la nariz.

Muchas veces conciben el alma como un pájaro presto al vuelo. Esta idea ha dejado probablemente vestigios en la mayoría de los lenguajes y persiste como metáfora en poesía. Los malayos exteriorizan de muchas maneras extrañas el concepto del alma-ave. Si el alma es un ave que vuela, puede ser atraída por el arroz e impedir así que se marche o conseguir que vuelva de su peligroso vuelo.
Así, en Java, cuando se pone a una criatura por primera vez en el suelo (momento que la gente inculta considera especialmente peligroso), la colocan en un gallinero y la madre cloquea como si estuviera llamando a las gallinas, y en Sintang, Borneo, cuando cualquier persona, sea hombre, mujer o niño, cae de una casa o de un árbol y es traída a su hogar, su mujer o cualquier otra parienta corre tan rápido como puede al lugar donde acaeció el accidente y esparce arroz coloreado de amarillo mientras pronuncia: “¡Clo, clo, clo! ¡Alma, fulanito ha vuelto ya a casa! ¡Clo, clo, clo! ¡Alma!” Después reúne el arroz y lo recoge en una cesta, lo trae al paciente y deja caer los granos sobre su cabeza o su mano, repitiendo: “¡Clo, clo, clo! ¡Alma!” La finalidad de esto es evidentemente atraer al alma-ave vagabunda y reinstalarla en la cabeza de su dueño.

El alma de un durmiente se supone que, de hecho, se aleja errante de su cuerpo y visita los lugares, ve las personas y verifica los actos que él está soñando. Por ejemplo, cuando un indio del Brasil o Guayanas sale de un sueño profundo, está convencido firmemente de que su alma ha estado en realidad cazando, pescando, talando árboles o cualquiera otra cosa que ha soñado, mientras todo ese tiempo su cuerpo estuvo tendido e inmóvil en su hamaca. Un poblado bororo entero se sintió presa del pánico y estuvo a punto de ser abandonado porque alguien soñó haber visto a los enemigos aproximarse sigilosamente. Un indio macusi de quebrantada salud que soñó que su patrón le había hecho subir la canoa por una serie de torrenteras dificultosas, a la mañana siguiente fe reprochó amargamente su falta de consideración a un pobre inválido al hacerle esforzarse durante la noche. Los indios del Gran Chaco cuentan relatos increíbles como cosas que ellos han visto y oído; por eso los forasteros que no les conocen íntimamente, en su ligereza, tachan a estos indios de embusteros. En realidad, los indios están firmemente convencidos de la verdad de sus relatos, pues esas maravillosas aventuras son sencillamente lo que sueñan y no saben distinguirlo de lo que en realidad les sucede estando despiertos.

La ausencia del alma en el sueño tiene sus peligros, pues si por alguna causa queda detenida permanentemente fuera del cuerpo, la persona privada así del principio vital, morirá. Hay la creencia germánica de que el alma escapa de la boca de un durmiente en forma de ratón blanco o de pajarito y que el impedir la vuelta del ave o del animalito sería fatal para él. Por eso, en Transilvania dicen que no se debe dejar dormir a un niño con la boca abierta, pues su alma se deslizará fuera en figura de ratón y el niño no se levantará más. Son muchas las causas que pueden detener el alma de Los dormidos; así, por ejemplo, su alma puede encontrarse con la de otro dormido y pelear las dos almas. Si un negro guineo se despierta por la mañana con los huesos doloridos, piensa que su alma ha recibido una paliza de otra alma mientras dormía. También puede encontrarse con el alma de uno que acaba de morir y arrebatarla; por eso en las islas Arú los habitantes de una casa no duermen allí la noche después de la muerte de alguno de ellos, porque el alma del difunto se supone todavía en la casa y temen encontrarla en el sueño. También el alma del durmiente puede verse imposibilitada de tornar a su cuerpo por un accidente o fuerza física. Cuando un dayako sueña que ha caído al agua supone que este accidente ha ocurrido en realidad y manda buscar al hechicero para que pesque al espíritu con una red de mano en una jofaina, y después de conseguirlo, lo devuelve a su propietario. Los santals cuentan de un hombre que se quedó dormido y teniendo cada vez más sed, su alma en forma de lagarto dejó el cuerpo y entró en una jarra de agua para beber. En aquel momento aconteció que el dueño de la jarra la tapó y como el alma no pudo volver al cuerpo, el hombre murió. Mientras sus amigos estaban preparándose para enterrar el cadáver, alguien destapó la jarra para coger agua, el lagarto escapó y retornó al cadáver, que inmediatamente revivió. Él dijo que había caído en un pozo por coger agua, que había encontrado dificultades para salir y que acababa de volver; así lo comprendieron todos.

Es una regla general entre las gentes primitivas no despertar a un dormido, porque su alma está ausente y pudiera no tener tiempo de regresar; si lo hace, el hombre despierta sin alma y caerá enfermo. Si es absolutamente necesario despertar a alguien que duerme, deberá hacerse gradualmente para dar tiempo a que el alma retorne. En Matuku, a un vitiano, súbitamente despertado de su siestecilla por alguien que le pisó un pie, se le oyó implorar a su alma para que volviera. Estaba soñando en aquel instante hallarse muy lejos de allí, en Tonga, y fue grande su alarma cuando al despertar encontró su cuerpo en Matuku. La ansiedad de la muerte se retrataba en su rostro por si no lograba inducir a su alma para que cruzara velozmente el mar y regresase a su desamparado alojamiento. El hombre hubiera muerto de terror, quizá, si un misionero no hubiera estado por allí cerca para confortarlo.

Todavía más peligroso, en opinión del hombre primitivo, es cambiar de sitio a un durmiente o alterar su apariencia, pues, si se hace así, cuando regresara podría el alma no encontrar o reconocer su cuerpo, y la persona moriría. Los mínangkabauers juzgan muy inconveniente tiznar o ensuciar la cara del que duerme, pues temen que su alma renuncie a reingresar en un cuerpo así desfigurado. Los malayos patani creen que si pintan la cara a una persona mientras duerme, el alma que ha salido de ella no la reconocerá y seguirá durmiendo hasta que sea lavada la cara. En Bombay se piensa que equivale a un homicidio cambiar el aspecto de un durmiente, como pintarle la cara con diversos colores o poner bigotes a una mujer dormida, pues cuando el alma retorna no reconocería su cuerpo y su propietario moriría.

Mas para que el alma de una persona deje su cuerpo no es necesario duerma. Puede salir también en sus horas de vigilia y entonces la enfermedad, la locura o la muerte serán los resultados. Así, un hombre de la tribu australiana de los wurunjeri estaba tendido exhalando el último aliento porque su alma se había marchado. Un curandero salió en su persecución y cogió al espíritu por la mitad, precisamente cuando estaba a punto de zambullirse en el sol poniente, que es el luminoso troquel de las almas de los muertos en el momento de sumergirse en el mundo subterráneo donde el sol descansa o en el de emerger de él. Habiendo capturado al espíritu vagabundo, el doctor lo trajo dentro de su alfombra de zarigüeya y tendiéndose sobre el agonizante empujó el alma adentro del enfermo, que al cabo de un cierto tiempo revivió. Los karenes de Birmania están en continua ansiedad por si sus almas se alejan de sus cuerpos y dejan morir a sus dueños. Cuando un hombre tiene motivos para temer que su alma está próxima a tomar tan fatal resolución, ejecuta una ceremonia, en la que participa toda la familia, para retenerla o hacerla volver. Se prepara una comida que consiste en gallo y gallina, una clase especial de arroz y un racimo de plátanos. Después el cabeza de familia coge el tazón que usa para la morisqueta y golpeando con él tres veces en lo alto de la escala de mano, dice; “¡Prrruuunn! Vuelve, alma, no tardes en volver. Si llueve, te mojarás; si el sol aprieta, sudarás; te picarán los mosquitos, te chuparán las sanguijuelas, el tigre te devorará, el trueno te aplastará. ¡Prrruuunn! Vuelve, alma. Aquí estarás bien y no te faltará nada. Ven y come resguardada de los vientos y las tormentas”. Después de comer toda la familia, termina la ceremonia atándose todos la muñeca derecha con una sola cuerda que está encantada por un hechicero. De parecida manera, los lolos del suroeste de China (Yunnan) creen que el alma deja al cuerpo en las enfermedades crónicas; en este caso leen una especie de letanía complicada, llamando al alma por su nombre y rogándole que retorne de las montañas, valles, ríos, bosques, campos o de cualquier sitio donde pueda estar errabunda. Al mismo tiempo, ponen en la puerta recipientes con agua, vino y arroz para refresco del espíritu vagabundo y cansado. Cuando la ceremonia ha terminado, atan una cuerda roja en el brazo del enfermo para apersogar el alma, y debe llevar esta cuerda hasta que se caiga por sí sola.

Algunas tribus del Congo creen que cuando un hombre está enfermo, es que su alma ha dejado el cuerpo y está vagando. Se reclama la ayuda del hechicero para capturar al espíritu descarriado y devolverle al inválido. Generalmente el médico declara que ha tenido éxito, cazando el alma en la rama de un árbol. Todo el pueblo sale entonces, acompaña al doctor hasta el árbol y allí se destacan los hombres más fuertes para romper la rama en la que se supone se ha alojado el alma del enfermo. Rota la rama, la traen al pueblo haciendo demostraciones del gran peso que tiene y de la dificultad de su transporte. Cuando llegan con la rama a la choza del enfermo, le levantan y le colocan junto a la rama haciendo el hechicero los conjuros con los que ellos creen que el alma es devuelta a su dueño.

Los batakos de Sumatra atribuyen a la ausencia del alma en el cuerpo las enfermedades, el terror, la languidez y la muerte. Primero prueban llamando por señas a la errante y después la entruchan como a una gallina, desperdigando arroz. Suelen repetir estas frases: “¡Vuelve, oh alma, aunque estés distraída vagando por las selvas o las montañas o en la cañada! Mira que te llamo con un toemba bras, con un huevo del ave rajá moelija, con las once hojas salutíferas. No te detengas, ven derecha aquí; no te detengas en la selva, ni en la montaña, ni en la cañada, pues no puede ser. Ven derechamente a casa”. Una vez, cuando un conocido viajero abandonaba una aldea kayana, temiendo las madres que las almas de sus criaturas pudieran seguirle en su viaje, le trajeron los cajones donde ellas transportan a sus niños y le rogaron que rezase para que las almas de los pequeñuelos se quedasen en los cajones familiares y no se fueran con él al país lejano. En cada cajoncito. había atada una cuerda con un lazo que con el propósito de retener al espíritu vagante se hizo pasar y sujetar un dedo gordezuelo del pequeño, para estar segura cada madre de que la diminuta alma de su hijito no se marcharía a la ventura.

En una leyenda de la India se refiere que un rey transfirió su alma al cadáver de un brahmán y un jorobado traspasó su alma al cuerpo abandonado del rey. El jorobado es ahora rey y el rey es un brahamán. Sin embargo, el jorobado es invitado a demostrar su habilidad transfiriendo su alma al cuerpo muerto de un loro y el rey aprovecha la oportunidad para rescatar la posesión de su propio cuerpo. Un cuento de la misma clase, con variaciones en los detalles, reaparece entre los malayos. Un rey ha transferido incautamente su alma a un mono, lo que el visir aprovecha transpasando diestramente su propia alma al cuerpo del rey y de este modo toma posesión de la reina y del reino, mientras el verdadero rey languidece en la corte bajo su apariencia de mono. Pero un día, el falso rey, que jugaba grandes apuestas, presenciaba un combate de carneros y aconteció que el animal por quien apostaba cayó muerto. Todos los esfuerzos para animarle fueron vanos, mas el falso rey, con verdadero espíritu deportista, transfirió su propia alma al cuerpo del morueco y así reanudó el combate. El auténtico rey desde el cuerpo del mono vio su oportunidad y con gran presencia de ánimo se reintegró a su propio cuerpo que el visir había dejado temerariamente. Así volvió a sí mismo y el usurpador en el cuerpo del carnero encontró la muerte que con tanta justicia merecía. De modo análogo, los griegos cuentan como el alma de Hermotimos de Clazomene acostumbraba a salir de su cuerpo y andar por todos lados enterándose en sus correrías de todo lo que sucedía en las casas de sus amigos, hasta que un día en que su espíritu estaba ausente, sus enemigos urdieron apoderarse del cuerpo inhabitado y lo arrojaron a las llamas.

La marcha del alma no es siempre voluntaria. Puede ser extraída del cuerpo contra su deseo por espíritus, demonios o brujos. Por eso, cuando está pasando un funeral ante la casa, los karenes atan sus criaturas con unos cordones especiales a un lugar determinado, temerosos de que las almas de los niños abandonen sus cuerpos y se entren en el cadáver que conducen. Así están atados hasta que el funeral se halla fuera del alcance de la vista. Y después, cuando el cadáver ha sido depositado en la fosa, pero antes de cubrirlo de tierra, los familiares y amigos se alinean alrededor de la tumba, todos con un bambú hendido a lo largo en una mano y un palo pequeño en la otra; cada cual introduce su media caña en la fosa y arrastrando el palo por la acanaladura del bambú señala a su alma que por aquel camino puede fácilmente saltar fuera de la tumba.

Mientras van echando la tierra, sacan gradualmente los bambúes, temerosos de que las almas que ya estaban subiendo por la canal pudieran ser inadvertidamente arrastradas por la tierra que van arrojando a la fosa. Cuando ya la gente abandona el sitio, se llevan los bambúes y ruegan a las almas que se vayan con ellos. Además, a la vuelta del entierro cada karen se provee de tres pequeños ganchos hechos de ramas de árbol y llamando a su espíritu para que le siga, se va volviendo a cortos trechos y hace un movimiento como si le enganchase, e hinca después el gancho en el suelo. Así impide que el alma del vivo se quede con el alma del muerto. Cuando han enterrado a algún karo-batako y los demás están cubriendo la fosa, una bruja corre alrededor pegando al aire con una vara; lo hace para alejar las almas de los acompañantes, pues alguna de ellas podría escurrirse y caer en la fosa, quedando cubierta por la tierra y muriendo entonces su dueño.

En Uea, una de las islas Lealtad, ha sido atribuido, según creemos, a las almas de los muertos el poder de raptar las almas de los vivos, porque cuando un hombre estaba enfermo, el doctor de almas iba con un gran tropel de hombres y mujeres al cementerio. Allí los hombres tocaban flautas y las mujeres silbaban suavemente para atraer a casa el alma. Después de hacer esto durante un rato, formados en procesión, marchaban hacia la casa, tocando las flautas y silbando las mujeres todo el tiempo mientras conducían de vuelta a la errabunda alma que llevaban con delicadeza todo el camino empujándola suavemente con las palmas de las manos. Cuando entraban en la morada del enfermo, ordenaban al alma con voz al mismo tiempo estentórea e imperativa que penetrara en su cuerpo.

Con frecuencia el plagio del alma de un hombre se achacaba a los demonios. Los espasmos y convulsiones son generalmente atribuidos por los chinos a la intervención de ciertos espíritus perversos que gozan arrancando las almas de los hombres de sus cuerpos respectivos. En Amoy, los espíritus que tratan así a los bebés y niños se alegran con los títulos rimbombantes de “delegados celestiales que cabalgan galopantes bridones” y “literatos graduados, residentes a mitad del camino del cielo”. Cuando un niño se retuerce en convulsiones, la madre aterrorizada se precipita, sube al tejado de la casa y agitando una pértiga de bambú donde ha atado alguna de las ropitas del pequeñuelo, grita varias veces: “Mi pequeño fulanito, vuelve, ven a casa”. Al mismo tiempo, otro habitante de la casa golpea fuerte en un gongo con la esperanza de atraer la atención del alma descarriada, suponiendo que reconocerá su ropa familiar y se meterá en ella; esta ropita, conteniendo ya el alma del niño, se coloca al lado o encima del niño, que si no muere, seguramente se recobrará más pronto o más tarde. De igual modo, algunos indios capturan el alma perdida de un hombre con sus propios zapatos y la restauran al cuerpo calzándoselos.

En las Molucas, cuando un hombre está delicado de salud, se cree que algún diablo se ha llevado su alma al árbol, montaña o colina donde reside. Un brujo señala el lugar del domicilio del diablo y los amigos del enfermo llevan allá arroz cocido, frutas, peces, huevos crudos, una gallina, un pollo, una prenda de seda, oro, brazaletes y otros obsequios parecidos. Después de colocar la comida, rezan: “Venimos a ofrendarte, oh demonio, estas ofrendas de comida, ropas, oro y demás. Tómalas y devuélvenos el alma del enfermo por quien te rezamos. Déjala volver a su cuerpo para que el que ahora está enfermo pueda ponerse bien”. Hecho esto, comen un poco y dejan la gallina desatada como rescate por el alma del paciente; también ponen en el suelo los huevos crudos, pero la ropa de seda, el oro y los brazaletes se los llevan a casa. En cuanto llegan colocan todas las ofrendas que han recogido en una fuente de porcelana, la ponen sobre la cabeza del enfermo y dicen: “Ahora tu alma está redimida, tú lo pasarás bien y llegarás a tener canas”.

Los demonios son especialmente temidos por las personas que acaban de estrenar casa. Por esta razón, en la inauguración de una casa de los alfures de Minahassa, de Célebes, el sacerdote ejecuta una ceremonia con el propósito de reinstalar sus almas a los moradores. Cuelga un saco en el lugar de los sacrificios y después repasa una larga lista de dioses que tiene que estar toda la noche recitando sin cesar. Por la mañana ofrece a los dioses un huevo y algo de arroz. Durante este tiempo se supone que las almas de los dueños de la casa se han reunido en el saco, así que el sacerdote lo coge y sosteniéndolo sobre la cabeza del dueño de la casa, dice: “Aquí tiene su alma, aunque mañana pueda marcharse otra vez. A continuación dice y hace lo mismo con la dueña de la casa y con los demás miembros de la familia. Entre los mismos alfures hay un método de recobrar el alma de una persona enferma, bajando desde la ventana un tazón sujeto por un cinto que sirve para pescar el alma e izarla una vez dentro del tazón. Entre la misma gente, parido un sacerdote ha conseguido capturar en una tela el alma de un enfermo, se la restituye yendo precedido por una muchacha que sostiene sobre la cabeza del sacerdote una hoja muy grande a modo de sombrilla o paraguas, para que en caso de llover, no se moje el alma; detrás del sacerdote va un hombre blandiendo una espada para detener a otras almas, por si intentan rescatar el alma capturada.

Otras veces el alma perdida es devuelta en forma visible. Los indios salish o cabezas planas de Oregón (Estados Unidos) creen que el alma de una persona puede separarse por algún tiempo de su cuerpo sin causar la muerte y sin que la persona se llegue a enterar de ello. Es necesario, sin embargo, que sea encontrada pronto y devuelta a su propietario, o éste morirá. En un sueño le es revelado al curandero el nombre del que ha perdido su alma, y se apresura a comunicar tal pérdida a la víctima. Generalmente son varias las personas que sufren esta pérdida al mismo tiempo; todos los nombres le son revelados al curandero y todos le encargan recobrar sus almas. Estas “desalmadas” personas pasan toda la noche por el pueblo, de tienda en tienda, cantando y bailando. Hacia el amanecer van a una tienda aislada que queda herméticamente cerrada y en total oscuridad. Hacen un pequeño agujero en el techo a través del cual el curandero con un plumerito barre hacia dentro las almas en forma de trocitos de hueso y cosas parecidas, que va recogiendo en un trozo de estera. Hecho esto, encienden una hoguera y a su luz el curandero clasifica las almas. Primero aparta las almas de los que han muerto, de las que casi siempre hay varias, pues si diera el alma de un muerto a una persona viva, ésta moriría instantáneamente. Después elige las almas de los presentes y, mandando que se sienten en el suelo ante él, coge el alma de cada cual bajo la forma de un trocito de hueso, madera o concha y las va colocando sobre la cabeza de sus respectivos dueños, mientras las acaricia con muchos rezos y contorsiones hasta que desciendan al corazón y recuperen así su lugar debido.

También pueden ser raptadas las almas de sus cuerpos o detenidas en sus correrías no sólo por espíritus o demonios, sino también por hombres, especialmente por brujos. En Viti, si un criminal no confiesa su crimen, el jefe pide una bufanda, “con la que cazará el alma del bribón”. A la vista y en ocasiones a la simple mención de la bufanda, generalmente el culpable hace una limpia de su conciencia. Pero si no lo hace, la bufanda será tremolada sobre su cabeza hasta que queda cogida el alma, que será cuidadosamente plegada y clavada en el fondo de la canoa de un jefe, y falto de su alma, el criminal desfallecerá y morirá. Los hechiceros de la isla Danger usaban cepos para las almas. Los cepos estaban hechos con un cordón de fibras de la cubierta de los cocos, de cinco a diez metros de largo, con lazos de distinto tamaño en cada lado para que encajaran a los diferentes tamaños de las almas; para las almas gruesas había lazos grandes y para las delgadas lazos más estrechos Cuando estaba enfermo alguien contra el que los hechiceros guardaban algún resentimiento, colocaban cerca de su casa este lazo para las almas y aguardaban el vuelo de su alma. Si en figura de pájaro o de insecto quedaba capturada en las lazadas, el hombre infaliblemente tendría que morir. En algunos lugares del África occidental, los brujos están continuamente colocando trampas para secuestrar las almas que corretean fuera de sus cuerpos durante el sueño, y cuando han cazado alguna, la atan sobre una hoguera y según se va encarrujando por el calor, el propietario va enfermando. No lo hacen por malquerencia hacia la víctima sino simplemente como negocio. El brujo no guarda rencor al alma que ha capturado y está dispuesto a devolverla a su dueño si lo paga. Algunos brujos tienen hasta verdaderos asilos para las almas descarnadas y cualquiera que haya perdido o extraviado su alma, siempre puede proporcionarse otra del asilo, pagando su precio corriente. Ningún reproche cae sobre los hombres que tienen estos asilos privados o que colocan trampas para las almas que pasan; es su profesión, y la ejercen sin severidad ni dureza de sentimientos. Pero también hay miserables que, por malevolencia o con designio de lucro, ponen y arman trampas con el deliberado propósito de cazar el alma de una determinada persona, y en el fondo de la trampa y oculto por el cebo, ponen cuchillos y anzuelos que rompan y desgarren a la pobre alma, matándola de una vez o maltratándola de tal modo que haga perder la salud a su propietario, si es que logra zafarse de la trampa y retornar a él. La señorita Kingsley conoció a un kruman que estaba muy preocupado por su alma, pues varias noches seguidas había olfateado en sueños el apetitoso aroma de cangrejos ahumados sazonados con pimienta roja. Seguramente algún malintencionado había puesto una trampa con cebo de este manjar para su alma “soñadora y vágula”, intentando así causarle un penoso daño corporal e inclusive espiritual. Durante varias noches más se tomó grandes trabajos para que su alma no se descarnase marchándose mientras dormía. En el calor sofocante de la noche tropical, se tendía bajo una manta, sudando y soplando con la nariz y boca tapadas con un pañuelo para evitar que escapara su preciada alma. En Hawaii hubo hechiceros que cazaban almas de personas, las encerraban en calabazas y se las daban a comer a la gente. Apretando entre las manos un alma capturada, ellos descubrían el sitio donde algunas personas habían sido enterradas secretamente.

Quizá en ningún lugar de la tierra está el arte de secuestrar almas humanas tan cuidadosamente cultivado o llevado a tan alta perfección como en la Península Malaya. Allí, los métodos con que trabajan los brujos son tan variados como sus motivos. En ocasiones desean destruir a un enemigo, en otros casos conseguir el amor de una bella tímida o desdeñosa. Así, tomando un ejemplo de esta última clase de conjuros, mencionaremos las recomendaciones dadas para rendir el alma de la mujer deseada. Precisamente cuando la luna acaba de salir y se ve roja sobre el horizonte oriental, a la intemperie, poniéndose a la luz de la luna con el dedo gordo del pie derecho sobre el dedo gordo del izquierdo y haciendo una bocina con la mano derecha, recítase lo siguiente:

¡OM ! Disparo mi flecha, la disparo y la luna se anubla,
la disparo y el sol se extingue,
la disparo y las estrellas palidecen.
Pero no disparo al sol ni a la luna ni a las estrellas,
sino al corazón de aquella hija del clan, fulanita de tal.
¡Clo, clo, clo, alma de fulanita, ven a pasear conmigo,
ven a sentarte conmigo, ven a dormir y compartir mi almohada!
¡Clo, clo, alma!

Repiten esto tres veces y a cada repetición soplan por la bocina hecha con la mano. También se puede capturar el alma con el turbante, de este modo: salen tres noches seguidas de luna llena, se sientan sobre un hormiguero mirando a la luna, queman incienso y recitan el siguiente conjuro:

Te traigo para mascar una hoja de betel,
embadúrnala de cal, ¡oh príncipe feroz!
para que alguien, hija del príncipe distraído, la masque,
para que alguien en la aurora se pierda por mí,
para que alguien en el crepúsculo se pierda por mí;
como te acuerdas de tus padres, ¡acuérdate de mí!
como te acuerdas de tu casa y su escala, ¡acuérdate de mí!
cuando retumbe el trueno, ¡acuérdate de mí!
cuando silbe el viento, ¡acuérdate de mí!
cuando lluevan los cielos, ¡acuérdate de mí!
cuando canten los gallos, ¡acuérdate de mí!
cuando el ave Dial cuente sus cuentos, ¡acuérdate de mí!
cuando mires al sol, ¡acuérdate de mí!
cuando mires a la luna, ¡acuérdate de mí!
pues en la misma luna estoy yo.
¡Clo, clo, alma de alguien, ven acá,
no pienso entregarte mi alma,
que venga la tuya a juntarse con la mía!

Ondean después su turbante con la punta hacia la luna siete veces cada noche. Vuelven a casa y lo ponen bajo la almohada; si quieren llevarlo durante el día, queman incienso y dicen: “No es un turbante el que llevo, es el alma de alguien”.

Los indios del río Nass, en la Columbia Británica, tienen inculcada la creencia de que el médico puede tragarse el alma de su paciente por equivocación. Al doctor de quien se cree ha sucedido eso, los demás miembros de la facultad le colocan sobre el paciente y mientras uno mete los dedos en la boca y garganta del doctor, otro le golpea en el estómago con los nudillos y un tercero le palmetea las espaldas. Si, después de todo esto, el alma no está en el doctor y si el mismo procedimiento se ha empleado con todos los médicos sin éxito, deducen que el alma debe estar en la caja del médico en jefe. Cuando la presenta su dueño, colocan y registran su contenido sobre una estera nueva y cogiendo al consagrado a Esculapio le mantienen por las rodillas cabeza abajo dentro de un agujero del suelo. En esta posición le lavan la cabeza “y el agua que escurre de la ablución es recogida y echada sobre la cabeza del enfermo”. No hay duda de que el alma perdida estaba en el agua.

3. EL ALMA COMO SOMBRA Y COMO REFLEJO

Los peligros espirituales que hemos enumerado no son los únicos que acosan al salvaje. Es frecuente que considere a su sombra en el suelo y a su reflejo o imagen en el agua o en un espejo, como su alma, o en último caso, como parte vital de sí mismo y por tanto, necesariamente, como una fuente de peligros para él, pues si fuese maltratada, golpeada o herida, sentina el daño como si le hubiera sido hecho en su persona, y si queda separada de él por completo, como se cree posible, la persona morirá. En la isla de Wetar hay brujos que enferman a una persona hiriendo su sombra con una lanza o acuchillándola con un sable.

Después de destruir Sankara a los budistas de la India, cuentan que marchó a Nepal, donde tuvo algunas diferencias con el Gran Lama. Para probarle sus poderes sobrenaturales voló por el aire, mas cuando pasó sobre el Gran Lama, éste percibió su sombra deformándose y ondulándose por las desigualdades del suelo y clavó su cuchillo en ella; Sankara cayó y se quebró el cuello.

En las islas Banks hay algunas piedras de forma extraordinariamente larga que denominan “espíritus devoradores”, porque creen que están alojadas en ellas unos espíritus poderosos y peligrosos. Si la sombra de una persona cae sobre una de estas piedras, el espíritu extrae su alma y la persona muere. Tales piedras, por lo tanto, son puestas en las entradas de las casas para que sirven de guardianes; un mensajero enviado por el dueño de la casa en su ausencia, dirá en alta voz el nombre del propietario que le envía, por temor a que el vigilante espíritu pétreo imagine que viene con mala intención y le haga algún mal. En los funerales en China, cuando van a cerrar el féretro con su tapa, los circunstantes se retiran en su mayoría unos cuantos pasos e inclusive a otra habitación, porque la salud de una persona se dañaría si permitiera que su sombra quedase encerrada en una caja mortuoria. Y cuando la caja va a ser descendida a la fosa, la mayoría de los asistentes retroceden un poco, temerosos de que sus sombras puedan caer en la fosa y causar así daño a sus personas. El geomántico y sus ayudantes se colocan en el lado de la fosa que hace frente al sol y los enterradores y porteadores juntan sus sombras a sus personas firmemente, atándose bien apretada una tira de tela alrededor de sus cinturas. No son sólo los seres humanos los que se hallan expuestos a ser perjudicados por intermedio de sus sombras; también los animales pueden caer bajo los mismos riesgos hasta cierto punto. Unos caracolitos que pululan en las vecindades de las colinas calcáreas de Perak son los culpables, según se cree, de chupar la sangre del ganado por medio de sus sombras; he aquí por qué adelgazan los animales y hasta mueren marasmáticos. En Arabia creían que si una hiena pisaba una sombra humana, la persona quedaría privada de movimientos y de habla. Y que si un perro, estando en el tejado durante la luna llena, proyectase su sombra en el suelo y la pisase una hiena el perro caería del tejado como si le hubieran arrastrado con una soga. Es evidente que en estos casos, si la sombra no es el equivalente del alma, por lo menos se la considera como una parte viva del hombre o del animal, así que el daño que se haga a la sombra es sentido como si se hubiera hecho al cuerpo. Recíprocamente, si la sombra es una parte vital del hombre o de un animal, bajo circunstancias especiales puede ser tan arriesgado su contacto como el que sería ponerse en contacto con la persona o el animal.

Por eso el salvaje rehuye por principio la sombra de algunas personas que por diversas razones considera como origen de influjo peligroso. Entre estas clases peligrosas comprenden por lo regular a los enlutados y a las mujeres en general y especialmente a la suegra. Los indios shuswap están convencidos de que la sombra de una persona enlutada, cayendo sobre alguno, le enfermará. Entre los kurnai de Victoria, Australia, en la iniciación advierten a los novicios que no deben consentir que la sombra de una mujer se cruce con ellos, porque se volverían flacos, perezosos y estúpidos. Se dice que un nativo australiano, hace poco tiempo, casi murió de terror porque la sombra de su suegra cayó sobre sus piernas cuando estaba durmiendo tumbado bajo un árbol. El terror y pavor con que el salvaje inculto contempla a su suegra es uno de los hechos más corrientes de la antropología. En las tribus Yuin de Nueva Gales del Sur era muy rígida la ley que prohibía a un hombre tener ninguna comunicación con la madre de su esposa.

No podía mirarla, ni aun mirar en su dirección. Era causa de divorcio si acontecía que su sombra cayera sobre su suegra; en tal caso tenía que dejar a su esposa, que retornaba a sus padres. En Nueva Bretaña, la imaginación de los nativos no alcanza a imaginar la extensión y naturaleza de las calamidades que resultarían de una conversación accidental entre una suegra y su yerno; el suicidio de uno o de ambos quizá fuera la única solución para tamaña desgracia.

La forma más solemne de un juramento que en Nueva Bretaña puede hacerse es: “Señor, si no digo la verdad, que tenga que estrechar la mano de mi suegra.”

Donde se piensa que la sombra está tan íntimamente unida con la vida del hombre que su pérdida entraña debilitación o muerte, es natural esperar que la disminución de su tamaño sea vista con solicitud y aprensión, como significativa de un decrecimiento correspondiente de la energía vital de su propietario. En Amboina y Uliase, dos islas cercanas al ecuador, donde necesariamente hay al mediodía poca o ninguna sombra, la gente tiene como regla no salir de casa a mediodía, pues creen que si un hombre saliera podría perder la sombra de su alma. Los mangainos cuentan de un guerrero poderoso, Tukaitawa, cuyas fuerzas crecían y menguaban con la longitud de su sombra. Por la mañana, cuando su sombra era más larga, sus fuerzas eran muy grandes, pero conforme iba acortándose su sombra hacia la hora de mediodía, sus fuerzas iban decayendo, hasta que al llegar tal hora quedaba casi exánime; después, cuando la sombra volvía a crecer por la tarde, sus fuerzas retornaban. Un héroe descubrió el secreto del vigor de Tukaitawa y le mató al mediodía. En la Península Malaya, el indígena besisi teme enterrar sus muertos a mediodía, pues cree que la pequeñez de su sombra a tales horas podría acortar simpatéticamente su propia vida.

Quizá en ninguna parte se muestra con más nitidez la equivalencia de la sombra y la vida que en algunas costumbres practicadas actualmente en el sureste de Europa. En la Grecia moderna, cuando se están construyendo los cimientos de un nuevo edificio, es costumbre matar un gallo, un carnero o un cordero y dejar correr la sangre sobre la primera piedra, bajo la cual se le entierra. El objeto del sacrificio es dar fortaleza y estabilidad a la construcción. Pero en ocasiones, en lugar de matar un animal, el constructor induce a una persona a bajar a la cimentación y con cautela le mide su cuerpo o parte de él o de su sombra y entierra las medidas tomadas bajo la primera piedra o coloca la piedra sobre la sombra humana. Se cree que la persona morirá antes del año. Los rumanos de Transilvania están convencidos de que aquel cuya sombra ha sido emparedada de este modo morirá antes de los cuarenta días, así que cuando están pasando las gentes por una construcción que están elevando, se puede oír un grito de advertencia: “Cuidado con que cojan tu sombra.” No hace mucho tiempo que había todavía “comerciantes de sombras”, cuyo negocio consistía en suministrar a los arquitectos las sombras que necesitasen para asegurar sus muros. En estos casos, las medidas de la sombra se consideraban como un equivalente de la sombra misma y enterrar aquéllas es tanto como enterrar a ésta, considerada como la vida o el alma del hombre, que privado de ella muere. Esta costumbre es, pues, sustitutiva del emparedamiento de personas vivas o del aplastamiento bajo la piedra fundamental de un nuevo edificio, para darle fuerza y duración a la estructura o más concretamente, para que el espíritu furioso quede encerrado o encantado en el lugar y lo guarde contra la intrusión de enemigos.

Así como muchos pueblos creen que el alma humana radica en la sombra así otros (o los mismos) creen que reside en la imagen reflejada en el agua o en un espejo. Así, los nativos de las islas Andaman no consideran a sus sombras, sino a las imágenes reflejadas (en algún espejo) “como sus almas”. Cuando los motumotus de Nueva Guinea vieron por primera vez su imagen en un espejo, creyeron que lo que veían eran sus almas. En Nueva Caledonia los viejos opinan que el reflejo de una persona en el agua o en un espejo es su alma, mas la gente joven, enseñada por sacerdotes católicos, sostiene que se trata de un reflejo y nada más, exactamente igual que la reflexión de las palmeras en el agua. El alma reflejada, siendo externa al hombre, está expuesta a los mismos peligros que el alma-sombra. Los zulúes no miran al interior de un pozo oscuro, pues piensan que en él hay un animal que se apoderaría de sus imágenes reflejadas en el agua y así ellos morirían. Los basutos dicen que los cocodrilos tienen el poder de matar a una persona arrastrando su imagen bajo el agua. Cuando algún basuto muere de repente y sin causa aparente, sus familiares afirmarán que algún cocodrilo cogió su reflejo al cruzar alguna vez un río. En la isla Saddle, de la Melanesia, hay una laguna “donde si alguien mira, muere; el espíritu maligno se apodera de su vida por medio de su reflejo en el agua”.

Podemos comprender ahora por qué fue una máxima, lo mismo en la India que en la Grecia antiguas, no mirarse en el agua y por qué los griegos consideraban como presagio de muerte el que una persona soñase que se estaba viendo reflejada en ella. Temían que los espíritus de las aguas pudieran arrastrar la imagen reflejada de la persona, o alma, bajo el agua, dejándola así “desalmada” y para morir. Tal fue probablemente el origen de la leyenda clásica del bello Narciso, que languideció y murió al ver su imagen reflejada en la fuente.

Además, también podemos explicarnos ahora la extendida costumbre de cubrir los espejos o ponerlos vueltos contra la pared, después de morir alguno en la casa. Se teme que las almas de los vivos, proyectadas fuera de las personas en forma de reflejos, en el espejo, puedan ser llevadas por el espíritu del fallecido, que comúnmente se supone ronda por la casa hasta el entierro. La costumbre es exactamente paralela a la observada en la isla de Arú, de no dormir en una casa después de morir alguien en ella, por temor de que el alma, al proyectarse fuera del cuerpo en el sueño, pueda encontrar al espíritu muerto y sea raptada por él. La razón de que la gente enferma no deba mirar al espejo y de que el espejo del cuarto del enfermo deba cubrirse, es también evidente: en momentos de enfermedad, cuando el alma puede volar con tanta facilidad, es particularmente peligroso proyectarla fuera del cuerpo al reflejarla en un espejo. Esta regla es precisamente por esto paralela a la que obedecen algunas gentes no permitiendo a los enfermos dormir; durante el sueño, el alma sale del cuerpo y hay riesgo de que no pueda volver.

Del mismo modo que las sombras y los reflejos, con frecuencia se considera que los retratos contienen el alma de la persona retratada. Las personas que así lo creen, no permiten que se les retrate, pues si el retrato es su alma o al menos una parte vital de la persona, quien lo posea podrá ejercer una influencia nefasta sobre el original. Así, los esquimales del Estrecho de Bering creen que las gentes que tienen tratos con las brujerías, tienen también el poder de sustraer la sombra de cualquiera, que sin ella languidecerá y morirá. Una vez, en una aldea de la parte baja del río Yukón, se dispuso un explorador a tomar con su cámara fotográfica una vista de la gente que transitaba por entre las casas. Mientras enfocaba la máquina, el jefe de la aldea llegó e insistió en fisgar bajo el paño negro. Habiéndosele permitido que lo hiciera, estuvo contemplando atentamente por un minuto las figuras que se movían en el vidrio esmerilado y después, de súbito, sacó la cabeza y gritó a la gente con toda su fuerza: “Tiene todas vuestras sombras metidas en la caja”. Sobrevino el pánico entre las gentes y en un instante desaparecieron atropelladamente en sus casas.

Los tepehuanes de México miraban a la cámara con miedo cerval y se necesitaron cinco días para persuadirles a fin de que se dejaran enfocar. Cuando al fin consintieron en ello, parecían criminales antes de ser ejecutados; creían que fotografiándose, el artista se llevaría sus almas para devorarlas en sus momentos de ocio. Decían que cuando los retratos llegasen al otro país, ellos morirían u ocurriría algún otro mal. Cuando el Dr. Catat y algunos de sus compañeros estuvieron explorando el país Bara, de la costa occidental de Madagascar, el pueblo se volvió repentinamente hostil. El día antes, los viajeros, no sin dificultades, habían fotografiado a la familia real, y se les acusaba de sustraer las almas de los nativos con el propósito de venderlas cuando volvieran a Francia. Negarlo fue en vano; de acuerdo con las costumbres del país, se les obligó a coger las almas y a ponerlas en un cesto, y el Dr. Catat les ordenó que retornasen a sus respectivos dueños.

Algunos aldeanos de Sikhim demuestran un horror vivísimo, escondiéndose lejos, siempre que la lente de una cámara o “el endemoniado de la caja” se vuelve hacia ellos. Piensan que las almas se les van con los retratos, permitiendo así al dueño de éstos embrujarlos, y aseguraban que si se hacía una fotografía del paisaje, quedaría marchito. Hasta el reinado del último rey de Siam no se estampó ninguna moneda con la imagen, del rey “porque había un fuerte prejuicio contra toda clase de retratos. Cuando los europeos viajan por la selva, aun hoy, les basta dirigir las cámaras a una multitud para conseguir su dispersión instantánea. Cuando se hace una prueba fotográfica de la cara de una persona y después se lleva lejos, una parte de la vida se va con el retrato; sólo el soberano que fuese bendecido con los años de un matusalén podría permitir que su vida fuera distribuida en pequeños pedazos junto con las monedas del reino”.

Creencias análogas persisten todavía en varias partes de Europa. No hace muchos años, unas ancianas de la isla griega de Cárpatos estaban muy enfadadas porque alguien se había llevado sus fotografías y creían que en consecuencia, se debilitarían y morirían. Hay personas en el oeste de Escocia “que rehusan hacerse fotografías, temerosas de que sea de mala suerte para ellas, y dan como ejemplos los casos de varias de amistades que nunca tuvieron un día bueno después de ser fotografiadas.”

La rama dorada cap.XVII

Progreso del mago

Sir James George Frazer –

Hemos terminado nuestro examen de los principios generales de la magia simpatética. Los ejemplos con que lo hemos ilustrado proceden en su mayor parte de lo que podríamos llamar magia privada, es decir, de los ritos mágicos practicados en beneficio o daño de los hombres. Pero en la sociedad salvaje hay también lo que podemos denominar magia pública, esto es, la hechicería practicada en beneficio de la sociedad en conjunto. Siempre que las ceremonias de esta clase se observen para el bien común, es claro que el hechicero deja de ser meramente un practicón privado y en cierto modo se convierte en funcionario público. El desenvolvimiento de tal clase de funcionarios es de gran importancia para la evolución, tanto política como religiosa, de la sociedad. Cuando el bienestar de la tribu se supone que depende de la ejecución de estos ritos mágicos, el hechicero o mago se eleva a una posición de mucha influencia y reputación, y en realidad puede adquirir el rango y la autoridad propios del jefe o del rey. La profesión congruentemente atrae a sus filas a algunos de los hombres más hábiles y ambiciosos de la tribu, porque les abre tal perspectiva de honores, riqueza y poder como difícilmente pueda ofrecerla cualquier otra ocupación. Los perspicaces se dan cuenta del modo tan fácil de embaucar a los simplones cofrades y manejan la superstición en ventaja propia. No es que el hechicero sea siempre un impostor y un bribón; con frecuencia está sinceramente convencido de que en realidad posee los maravillosos poderes que le adscribe la credulidad de sus compañeros. Pero cuanto más sagaz sea, más fácilmente percibirá las falacias que impone a los tontos. De esta manera, los más habilidosos miembros de la profesión tienden a convertirse en impostores más o menos conscientes, y es lógico que estos hombres, en virtud de su habilidad superior, lleguen a ocupar la cúspide y a conquistar para ellos mismos las posiciones de mayor dignidad y autoridad más imperiosa. Las trampas tendidas al paso del brujo profesional son múltiples y como regla solamente el hombre de cabeza fría y aguda astucia conseguirá guiarse en su camino con seguridad. Por esto, tendremos siempre presente que cada una de las declaraciones y pretensiones que el hechicero anuncia son, como tales, falsas: ninguna de ellas puede sostenerse sin impostura consciente o inconsciente. Por consiguiente, el brujo que cree sinceramente en sus extravagantes pretensiones está en mucho mayor peligro que el deliberado impostor y es mucho más probable que su carrera se frustre. El hechicero honrado confía siempre en que sus conjuros y sortilegios produzcan los efectos esperados y cuando fallan, no sólo realmente, como sucede siempre, sino llamativa y desastrosamente como ocurre con frecuencia, queda anonadado; él no está preparado para explicar satisfactoriamente su fracaso, como lo está su colega impostor, y antes de que logre hacerlo es posible que caiga la culpa sobre su cabeza por obra de sus defraudados y coléricos clientes.

El resultado general es que en este grado de evolución social, el poder supremo tiende a caer en las manos de los hombres de inteligencia más perspicaz y de carácter menos escrupuloso. Si pudiéramos sopesar el daño que hacen con su bellaquería y el beneficio que confieren con su superior sagacidad, es posible que encontrásemos que lo bueno sobrepasa con mucho a lo malo, pues más desgracias han sobrevenido al mundo seguramente por obra de los tontos honestos y encumbrados en los altos puestos que por los bribones inteligentes. Una vez que el astuto trapacero ha colmado su ambición y no tiene más perspectivas egoístas que conseguir, puede poner al servicio público su talento, su experiencia y sus recursos, lo que frecuentemente hace. Muchos hombres poco o nada escrupulosos en la adquisición del poder, han sido los más benéficos en su uso, cualquiera que fuese el poder ambicionado, riqueza o autoridad política. En el campo de la política, el intrigante astuto, el victorioso despiadado, pudo terminar siendo gobernante sabio y magnánimo, bendecido en vida, llorado en muerte y admirado y aplaudido por la posteridad. Hombres así, citando dos de los más conspicuos ejemplos, fueron Julio César y Augusto. Pero un tonto es siempre un tonto y cuanto mayores sean sus facultades, tanto más desastroso será el uso que haga de ellas. La mayor calamidad de la historia inglesa, la ruptura con Norteamérica, podría no haber sucedido si Jorge III no hubiese sido un lerdo honrado.

De este modo, y en la medida en que la profesión pública de mago influyó sobre la constitución de la sociedad salvaje, tendió a entregar las riendas de los negocios públicos en manos del hombre más hábil y trasladó el poder de muchos a uno solo, substituyendo por la monarquía una gerontocracia, o mejor aún una oligarquía de ancianos, pues en general la sociedad salvaje no es gobernada por el conjunto de las personas adultas (democracia), sino por el consejo de los mayores. El cambio, cualesquiera que fueran las causas que lo produjesen y la naturaleza de los primitivos gobernantes, resultó en conjunto muy beneficioso. El nacimiento de la monarquía parece haber sido una condición esencial al emerger la humanidad del salvajismo. Ningún ser humano está tan subyugado por las costumbres y tradiciones como el salvaje: consecuentemente, en ningún estado social es su progreso tan lento y dificultoso. La vieja idea de ser el salvaje el más libre de los humanos es contraria a la verdad. Es un esclavo, y no de un amo visible, sino del pasado, de los espíritus de sus antecesores muertos, que rondan sus pasos desde que nace hasta que muere y le gobiernan con cetro de hierro. Lo que ellos hicieron es la fuente del derecho, la ley no escrita, a la que se debe una ciega e indiscutida obediencia. El campo de acción que se ofrece al talento superior para cambiar las antiguas costumbres por otras mejores es muy reducido; el hombre más capaz es arrastrado por los más ignorantes y torpes, que necesariamente dan la norma, puesto que no pueden alzarse y él sí puede caer. La superficie de tal sociedad presenta un inerte nivel uniforme, en tanto que es humanamente posible reducir las desigualdades humanas, las inconmensurables diferencias innatas y reales de capacidad y temperamento, a una apariencia falsa de igualdad. De esta condición baja y estancada de la sociedad, que los demagogos y soñadores de tiempos posteriores proclamaron como estado ideal —la edad de oro de la humanidad—, todo lo que ayudara a elevarse a la sociedad,” abriendo camino al talento y proporcionando grados de autoridad a la capacidad natural de los hombres, merece ser bien recibido por quienes tienen el bien general como norte de sus acciones. Cuando estas influencias elevadas han comenzado a operar y no pueden ser suprimidas radicalmente, el progreso de la civilización se hace relativamente rápido. Hasta las extravagancias y caprichos de un tirano podían servir para romper la cadena de costumbres que ataba tan pesadamente al salvaje. Y tan pronto como la tribu dejaba de ser regida por los tímidos y divididos consejos de los ancianos y obedecía a la dirección de una sola cabeza fuerte y decidida, se hacía formidable para sus vecinos e ingresaba en el camino del engrandecimiento, que en las tempranas edades de la historia es con frecuencia favorable al progreso social, industrial e intelectual. Extendiendo su poderío, parte por la fuerza de las armas y parte por la sumisión voluntaria de las tribus más débiles, la sociedad adquiría pronto riquezas y esclavos, y ambas cosas relevaban a ciertas clases de la lucha perpetua con la indigencia, que aprovechaban para dedicarse a la prosecución desinteresada de la sabiduría, que es el más noble y más poderoso instrumento del mejoramiento del destino humano.

Los progresos intelectuales que se revelan en el crecimiento del arte y la ciencia y el desarrollo de perspectivas más liberales no podían disociarse de los progresos económicos o industriales, los que a su vez recibían un impulso inmenso de las conquistas y el imperio. Si nos remontamos a las fuentes de la historia, vemos que no es accidental que los primeros grandes saltos hacia la civilización fueron dados algunas veces bajo gobiernos despóticos y teocráticos, como los de Egipto, Babilonia y Perú, donde el jefe supremo reclamaba y recibía la servil obediencia de sus súbditos en su doble carácter de rey y dios. No es demasiado decir que en este primitivo período, los gobiernos autocríticos ayudaron a la humanidad y, paradójicamente, a la libertad.

Así pues, la profesión pública de la magia, en lo que haya tenido de procedimiento por el que los hombres más capaces han llegado al poder supremo, ha contribuido a emancipar a los humanos de la esclavitud de la tradición, elevándolos a una vida de mayor libertad y dándoles una visión más amplia del mundo. No es éste un pequeño servicio a la humanidad. Y cuando, además, recordamos que en otro sentido la magia ha despejado el camino a la ciencia, fuerza es admitir que si la magia ha hecho mucho daño, también ha sido fuente de mucho bien y que, si es hija de un error, ha sido la madre de la libertad y de la verdad.

La rama dorada, Capítulo III 4

Vivir para siempre

“Otro relato, recogido cerca de Oldengurg, en el Ducado de Holstein, trata de una dama que comía y bebía alegremente y tenía cuanto puede anhelar el corazón, y que deseó vivir para siempre. En los primeros cien años todo fue bien, pero después empezó a encogerse y arrugarse, hasta que no pudo andar, ni estar de pie, ni comer, ni beber. Pero tampoco podía morir. Al principio la alimentaban como si fuera una niñita, pero llegó a ser tan diminuta que la metieron en una botella de vidrio y la colgaron en una iglesia. Todavía está allí, en la iglesia de Santa María, en Lübeck. Es del tamaño de una rata y una vez al año se mueve”.

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James George Frazer

James George Frazer

Sir James George Frazer.Sir James George Frazer (n. en Glasgow, 1 de enero de 1854 – † Cambridge, 7 de mayo de 1941) fue un influyente antropólogo escocés en las primeras etapas de los estudios modernos sobre magia, mitología y religión comparada.

Biografía  
Frazer llevó una vida aislada y tranquila, y pese a la ceguera que padeció desde 1930, esa rutina le permitió escribir una impresionante cantidad de estudios, mientras ejercía la docencia. Recibió el título de sir y fue miembro de la Royal Society.

El mayor cuestionamiento a La rama dorada es que su tesis no está suficientemente probada, pese a lo cual impresiona la capacidad de Frazer de relacionar distintos mitos y rituales de diversas culturas que parecen abonar muy seriamente la idea de que magia, ciencia y religión no marchan por caminos distintos.

Desde un pequeño problema, cual era el de explicar la norma que regulaba la sucesión del sacerdocio de la diosa Diana en Aricia, Italia, la obra se multiplicó y ramificó, abarcando los mitos y dioses agrícolas, los mitos de la vegetación, las víctimas propiciatorias, la magia, los alucinógenos, los ritos de fertilidad, el temor a los muertos en el nacimiento de las religiones, y la religión misma.

Su tesis de que las fallas de la magia condujeron a las religiones, y que la ciencia no procede de modo muy distinto en sus ideas generales, fueron el centro de la controversia, que no invalida la idea de que percepciones y temores parecidos crearon parecidos mitos en todas las culturas; y que todas las culturas encerraron en sus mitos una similar intuición sobre el universo y un mismo sentimiento sobre su carácter sagrado, más allá del entendimiento.

Pese a todo la obra de Frazer adolece de los inconvenientes típicos del pensamiento decimonónico. La idea darwiniana de evolución que tanto influyó a todos los pensadores de su época iba siempre emparejada a la idea de progreso. Por ello Frazer toma por evidentes dos supuestos indemostrados, a saber: que la historia de la humanidad refleja dicha evolución y progresión; que la sociedad occidental es la cúspide de dicho proceso de desarrollo.

Influenciado por estas ideas Frazer traza un reducido esquema evolutivo del pensamiento a lo largo de la Historia de la humanidad según el cual en los estadios primeros de civilización se daría la Magia, que progresivamente sería sustituida por la Religión. Ésta por último sería reemplazada por la Ciencia, que es un conocimiento más verdadero, en un estadio superior de desarrollo del pensamiento y el conocimiento humanos. Noténse todas las connotaciones etnocéntricas e ideológicas que esto implica.

Obra  
Sus obras comprenden

Totemism (1887), en la que se basó el famoso estudio de Sigmund Freud titulado Tótem y tabú,
Folklore in the Old Testament (El folclore en el Antiguo Testamento 1907–18),
Totemism and Exogamy (1910),
The Scapegoat (1913),
The Fear of the Dead in Primitive Religion (El temor a la muerte en la religión primitiva, 3 vols., 1933–36) y
Antología antropológica (4 vols., 1938–39).
Su obra principal fue The Golden Bough (La rama dorada), publicada en dos volúmenes en 1890 y que se incrementó hasta alcanzar doce volúmenes, que su propio autor redujo a uno, como síntesis, en 1922. Cuestionada y alabada, esta obra es un hito de los estudios sobre magia y religión e influyó en las obras de importantes escritores, como T. S. Eliot, W. B. Yeats y James Joyce.

Bibliografía
Fuente primaria
Frazer, James George (2006). La rama dorada. México: Fondo de Cultura Económica. ISBN 9789681601225.

Sobre Frazer y su obra  
Wittgenstein, Ludwig (2001 (2ª edición)). Observaciones a “La Rama Dorada” de Frazer. Madrid: Editorial Tecnos. ISBN 9788430921584.

Referencias  
American Folklore An Encyclopedia, by Jan Harold Brunvard, Superstition (p 692-697).

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