Ebano de la noche negra

EBANO DE LA NOCHE NEGRA
 
    Por ahí se dice que los negros no tenemos historias, señor. Y así, sentaditos como usté está escuchándome, mueven la cabeza como si uno les contara mentiras. Qué si yo le cuento de una negra bendita que tejía historias cuando éramos niños. Qué si le digo que a esa negra la conocieron nuestros padres, nuestros abuelos y los abuelos de nuestros abuelos. ¿Ah?… ¿No ve que ya está dudando?

    Pues esa negra se llamaba Mamá Lázara, y los muchachitos que ya nada teníamos que hacer en los sembríos la íbamos a buscar pa’ escucharla. Salíamos al camino, a eso de las seis, pa’ ir a su choza que lindaba con la playa. Sí señor. Allá donde ahora terminan los plantíos de calabaza y comienza la arena a enfrentarse con las olas.

    -¡Quiáce tanto neguito ocioso pol ahí!    -nos decía como peliando.

    Voz chascosa que espantaba a los chaucatos. Y los chaucatos avisan de la culebra; y el guardacaballo se come el gusano del lomo de las bestias; y el huanchaco pica la fruta pa’ comerse su gusano. Y Mamá Lázara contaba cuentos a las seis. Óigame, tan lindos sus cuentos como si los hubiera hecho con la espuma del mar, como el sol de la tarde que pinta los plantíos de luz colorá. Así de lindos eran sus cuentos. Pero pa’ gozarlos había que ser negro por dentro también. No d’esos quiay ahora, que ni agarran lampa, que ni saben trabajar.

    Nos juntábamos como moscardones mirándola a la anciana y ella empezaba:

  -Qué se van a acordal de Papá Samuel, si no le conocieron. Nego gande era mi Samuel, como una palma de coco de’sas que se levantan en las plazas de los pueblos…

  Los más creciditos sabíamos poco de ese negro Samuel, por oído nomás. Decían los viejos que a él lo trajeron en barco, por los tiempos en que don Alonso Gonzáles del Valle era dueño de todo lo que había acá. Decían también los viejos que ese blanco era remalo y que nunca le quitó el collar de bronce a Papá Samuel. Eso sólo se lo vino a quitar la gente de don Ramón Castilla, que Dios tenga en su gloria, ya cuando Samuel era muy viejo, ya cuando todo le daba lo mismo.

  A ella la mirábamos con cariño cuando se emocionaba con su recuerdo. Con lástima también: toda hueso y pellejo, unas cuantas crenchas blancas que ni le cubrían bien el cráneo, y los nudillos tiesos como requiebros de raíz agarrando el bastón de huarango. Un ojo muerto en lágrimas y con el ojo bueno mirando más allá de la reventazón, más allá de las gaviotas.

  -Poque nadies se acuelda de mi nego Samuel. De joven doblaba la herradura del caballo con una mano… Y con l’otra, podía tranquilizá una res de un sopapo… ¡ No había varón como él!

  Eso nos gustaba de las historias de Samuel. Más que un buchito de miel de caña. ¡Con tanta exageración! Como esa de que había heredao el gran grito de los mandingas, de los abuelos de nuestros abuelos.

  -En ese tiempo nos habíamos apalencao sin sabé que ya entonce éramos libres poque el Mariscal Castilla lo había querío así. Papá Samuel estaba reviejo y no podía peliar, cuando su vecino, el mulato Matías Mogollón, le robó el agua de las acequias y le faltó de palabra. Entonce Papá Samuel se subió al cerro de las lechuzas y desde ahí se quedó mirando todo lo que había sembrao el enemigo con su agua. Temblaba de pura cólera mi marío. ¡Qué rabia que hasía, Jesú!… Recoldando las mañas de los brujos de Changó y Obatalá, tomó aigre hasta el tuétano de sus güesos. Largo rato aguantó ese aigre poniéndose morao. Y con toda la rabia que le nasía de las verijas, gritó… ¡Gritó!… Y mucho grito fue ese, óiganme. Tan fuelte que mató los pajaritos, las vacas, los piajenos, los puelcos; arrancó de cuajo los huarangos, quebró las cañas del maíz que Matías Mogollón había plantao. Mató a su mujé y a sus hijos rompiéndole los oídos, y al mismo enemigo que se quedó ahí tirao botando espuma po’ la boca. Con ese gran grito del mandinga, se acabó el pleito po’el agua…

      Y ya no quiero seguir recordando más historias, porque una noche Mamá Lázara nos iba a contar la última sin saberlo. Era que nadie sabía qué estaba esperando ella pa’ morirse, así tan viejita y dando lástima. Por Cristo que esa noche no nos iba a cansar con cuentos de negros cimarrones ni de fantasmas que se roban la fruta. ¡No! Algo viejo le comía el tuétano esa noche de Jueves Santo.  Algo que era de Papá Samuel.

    -Así, anciano como estaba, no podía lavalse solo mi Samuel. Yo, de tan vieja, me cansaba de lavalo en su tremenda humanidá. Y las vecinas de otras sementeras, venían a ayudá… Po’que era un olgullo lavalo al nego Samuel tan gande. ¡Es que todo gande tenía él!  Como que era un gusto pa’ cualquié mujé lavale sus cosas que Dios le dió. Desde la primera vez que lo lavaban, ya siempre querían vení a ayudá. Derpué que habían tocao sus cosas, ya no querían a sus maríos…

  Estirábamos la jeta, pelábamos los dientes pa’ reír. Pero hasta entonces, nunca nos había contado cómo murió Samuel. Y en Jueves Santo se le ocurrió contarlo, como pa’ hacernos rechinar los dientes de susto.

    -Estaba ya muy viejo Papá Samuel. Ya ni podía encontrá su ropa en un cordel y siempre se orvidaba ónde había dejao las cosas. Así, una vez se orvidó el camino de la plantación a la casa.  En  Semana  Santa jué,  me  acueldo. Caminó  lejos, derpué de su café, pa’ ir a soltá el agua de la cequia. Pue nunca volvió. Las lechuzas me contaron cómo se peldió: desesperáo, enloquecío, todos los caminos le paresían lo mismo. Entonce escuchó un cantito meloso que venía buscando atajo po’ el mar: “Nego Samuel déjate amar po’ las mujeres de la mar”… ¿Y qué creen que dijo Samuel?… “Me voy pa’l mar”, eso dijo. Se aldentró con pisada fuelte po la arena de la playa, hasta que’l agua le daba po la sintura. Luego, hasta el pecho. Derpué, hasta las orejas. Y flotando ensima del agua, le seguían llegando cancioncitas melosas: “Nego Samuel, déjate amal que somo mitá mujé, mitá pescao”.  ¿Y  acaso conosen de eso, neguitos mostrencos?

  -Sirenas, abuela… Mitá mujé, mitá bacalao… -decíamos ñatos de risa, puro ojo saltón, puro diente pelao.

  -Eso que nunca vieron una… Así es que se jué aldentrando. Me lo contó la lechuza, como que la mar no me lo iba a devolvé nunca…

  Fue lo último que quiso contar Mamá Lázara ya con las estrellas sobre su cabeza. Como que en Jueves Santo, por Cristo nuestro señor, se ven las estrellas más grandes; como que en esos días aflora el pescado hasta la orilla y los entierros de los antiguos asoman por la arena. Como que en esas noches, los perros se vuelven locos ladrando a los muertos.

    El tiempo quiso cambiar entonces. Ya la neblina venía ganándole a la playa, al arenal, a los sembríos. Mamá Lázara mascaba su recuerdo mirando con el ojo sano tanta curiosidad. Toda decrepitud y harapos, y sus nudillos venosos ajustando el bastón.

    -Mucha niebla, abuela… -temblábamos de frío o de miedo; de miedo y de frío, nadie sabe.

    -Y eso que ahora no oyen los tambores que’toy oyendo. Son los cueros de tanto mandinga sumergío allá abajo. Y a esos tambores, les acompaña el cajón de Papá Samuel…. Está sonando aldentro del mar…

  Ahí sí que nadie quería reír, señor. Ojos grandes la miraban. Pura boca abierta con la bemba caída, como que nosotros también estábamos oyendo esos tambores, mi don. En la neblina se sentían pasos fuertes, de gente grande. ¡Óigame! Unos pasos que hacían temblar la playa. A Mamá Lázara no le daban miedo; parecía conocer de esas cosas y con el ojo sano quería ver adentro de la niebla.

      -Con miedo ¿no?… ¡No he conocío nego cobalde!

  Después de gritarnos así, ya no volvió a hablar. Tampoco quiso mirarnos.  Soltó el bastón de huarango, se puso de pie y caminó despacito.  Primero un paso, luego otro. Solita enfiló pa’ la playa, con sus piernas cansadas de tantos años.  Se iba neblina adentro con sus brazos flacos por delante.  Sí señor.  Casi agarrándose de la niebla.  Y esos pasos fuertes del otro lado. Y ese olor a mar enfermo.

  Vimos la sombra enorme de Papá Samuel abrazándola: negro gigante cubierto de estrellas de mar, algas, yuyos, malaguas. Un remolino de viento que arrastraba cangrejos y plumas de gaviota, se los llevó a los dos.

  ¿Que no me cree, señor?… ¿Cómo va a ser?… Mire usté sinó esos dos peñones adentro del mar. “Parece que estuvieran mirándose desde siempre”, dicen los viajeros.

    Y es que se quedaron allí… para toda la vida, señor.

Madre de agua

Cuentan los ribereños, los pescadores, los bogas y vecinos de los grandes ríos, quebradas y lagunas, que los niños predispuestos al embrujo de la Madre de Agua, siempre sueñan o deliran con una niña bella y rubia que los llama y los invita a un paraje tapizado de flores y un palacio con muchas escalinatas, adornando con oro y piedras preciosas.
La Leyenda

En la época de la Conquista, en que la ambición de los colonizadores consistía no sólo en fundar poblaciones sino descubrir y so¬meter tribus indígenas para apoderarse de sus riquezas, salió de Bogotá (Santa Fé) una expedición rumbo al río Magdalena.

Los indios guías descubrieron un poblado, cuyo cacique era un joven fornido, hermoso, arrogante y valiente, a quien la soldadesca capturó con malos tratos y luego fue conducido ante el conquistador. Este lo abrumó a preguntas que el indio se negó a contestar no sólo, por no entender el español, sino por la ira que lo devoraba. El capitán en actitud altiva y soberbia, para castigar el comportamiento del nativo ordenó amarrarlo y azotarlo hasta que confesara dónde guardaba las riquezas de su tribu, mientras tanto iría a preparar una correría por los alrededores de aquel sector.

La hija del avaro castellano estaba observando desde la ventana de sus habitaciones y con ojos de admiración y amor contemplaba a aquel coloso, prototipo de una raza fuerte, valerosa y noble.

Tan pronto salió su padre, fue a rogar enternecida al verdugo para que cesara el cruel tormento y lo pusiera en libertad. Esa súplica, que no era una orden, no podía aceptarla el vil soldado porque conocía perfectamente el carácter enérgico, intransigente e irascible de su superior… pero… ¿qué hacer? Era un ruego dulce y lastimero de una niña encantadora. Sí. Tenía que ceder… no debla ser tan despiadado. Al fin y al cabo era su hija… y al el padre lo llegase a reprender, él se disculparía diciendo que habla sido orden de su querida hija.

La joven española de unos quince anos, de ojos azules, ostentaba una larga cabellera dorada, que más parecía una capa de artiseda amarilla por la finura de su pelo.

La bella dama miraba ansiosamente al joven cacique, fascinada por la estructura hercúlea de aquel ejemplar semisalvaje.

Cuando quedó libre, ella se acercó. Con dulzura de mujer en morada lo atrajo y se fue a acompañarlo por el sendero, internándose entre la espesura del boscaje. El aturdido indio no entendía aquel trato… ¿Cómo podía tener aquel ogro una hija de sentimientos diferentes? ¿Seria otra trampa? pensaba Indeciso el hombre. Al verla tan cerca… él se miró en sus ojos… azules como el cielo que los cobijaba… tranquilos como el agua de sus pocetas… puro como las florecillas de su huerta.

Ya lejos de las miradas de los esbirros de su padre lo detuvo, Y… allí besó sus carnes acardenaladas… ¡aquellas heridas le laceraban el alma…!
Conmovida y animosa le manifestó su afecto diciéndole: ¡huyamos…! ¡Llévame contigo…!
¡Quiero ser tuya…!

El lastimado mancebo atraído por la belleza angelical, rara entre su raza, accedió… la alzó intrépido, corrió… cruzó el río con su amorosa carga y se refugió en el bohío de otro indio amigo suyo, quien lo acogió fraternalmente, le suministró materiales para la construcción de su choza y les proporcionó alimentos. Allí vivieron felices y tranquilos. La llegada del primogénito les ocasionó más alegría.

Una india vecina, conocedora del secreto de la joven pareja y sintiéndose desdeñada por el indio, optó por vengarse: escapó a la fortaleza a informar al conquistador el paradero de su hija.

Excitado y violento el capitán, corrió al sitio indicado por la envidiosa mujer a desfogar su ira y veneno mortal.

Ordenó a los soldados amarrarlos al tronco de un caracolí de orilla del río. Entretanto, el niño le era arrebatado brutalmente de los brazos de su tierna madre.

El abuelo le decía al pequeñín: “Morirás, indio inmundo… ¡No quiero descendientes que manchen mi nobleza! ¡Tú no eres de mi estirpe…! ¡Tu tumba será el río…! Furioso se lo entregó a un soldado para que lo arrojase a la corriente, ante las miradas desorbitadas de sus martirizados padres, quienes hacían esfuerzos sobrehumanos de soltarse las ligaduras y lanzarse al caudal inmenso a rescatar a su hijo… pero todo fue inútil.

Vino luego el martirio del cacique para atormentar a su hija, humillarla y llevarla sumisa a la fortaleza.

El indio fue decapitado ante su joven consorte quien gritaba lastimeramente… Por último la libertaron a ella… pero… enloquecida y desesperada por la perdida de sus dos amores, llamando a su hijo, se lanzó a la corriente y se ahogo.

Por eso, en noches tranquilas y estrelladas se oye una canción de arrullo tierna y delicada, tal parece que surgiera de las aguas, o se deslizara el aura cantarina sobre las espumas del cristal.

cuentan unos abuelos africanos….

Cuentan unos abuelos africanos que hace muchisimos años en la aldea africanan vivia una mujer muy linda, que no sabia lo inteligente que era.

Esta joven crecio y un dia se enamoro y se caso con un hombre que le escribia poemas, le respetaba, le amaba y le cantaba canciones a la luz de la luna.

Sin embargo esta eterna luna de miel se vio opacada por la guerra, y un dia su esposo se despidio de ella para ir a pelear con los demas hombres de la villa.

Todos los hombres se fueron y las mujeres se quedaron para cuidar el cultivo, alimentar a los niños, y el tiempo fue pasando lentamente hasta que un dia muchos de los guerreros regresaron a sus hogares despues de la guerra.

Las mujeres de la villa estaban felices, y la mujer inteligente estaba muy contenta de revivir aquellos preciosos momentos compartidos con su esposo… pero el era otro, se comportaba indiferente, no resaltaba lo positivo de las cosas que ella hacia, al contrario disfrutaba mucho humillandola, criticandola injustamente y siempre ponia la parte negativa en cada situacion familiar, el ya no era el mismo.

Bueno como esta mujer era inteligente, se canso de la situacion y decidio hablar con la vieja mujer sabia de la aldea y le conto su problema, la mujer le escucho y le pidio tres bigotes de tigre para ponerle remedio a su situacion.

La mujer queria a su esposo, pero al mismo tiempo reflexionana en los peligros que afrontaria por conseguir tres bigotes de tigre, sabia que no era nada facil, ni siquiera el guerrero mas valiente y osado de la villa se atreveria a realizar semejante hazaña. Si embargo ella no era feliz y por eso no paraba de pensar como arrancar esos tres codiciados bigotes al tigre, ella se miraba cerca del tigre jalando el primer bigote y lo siguiente que miraba eran las fauces de la fiera jalando su brazo…pero -se decia a si misma- si no lo intento sigo con un esposo que no para de humillarme, denigrarme, criticarme e incluso insultarme … bueno -penso- a este punto que me coma el tigre!

La astuta mujer empezo por vigilar una cueva y descubrio que efectivamente ahi vivia uno, asi que cada dia visitaba la cueva con un canasto de carne y se lo ofrecia al tigre que indiferente rechazaba la oferta cada dia, hasta que llego un dia que se acostumbro a la presencia de la mujer y se acercaba a ella, husmeaba la carne y se iba, pero un dia comio carne del canasto, y de a poco el tigre aprendio a confiar en la mujer y llego al grado que el empezo a comer carne de la mano de la mujer sin lastimarla, lo que le permitio a ella ir arrancando cada vez un bigote, uno mas y otro mas… hasta que se vio corriendo de contenta con los tres bigotes en mano a la casa de la vieja mujer sabia, al fin habia conseguido el remedio para curar a su esposo y volver a revivir los momentos mas bello de su vida con un hombre maravilloso.

y
que
paso?
… no paso nada!

la vieja mujer sabia ni siquiera se desmayo al comprobar que efectivamente eran bigotes de tigre… lo unico que hizo la mujer sabia fue tirar al fuego los tres bigotes que fueron quemados frente a los horrorizados ojos de la mujer, que le increpo y le dijo lo dificil que habia sido conseguirlos.

A lo cual ella le respondio: si fue posible para ti amansar al tigre para luego arrancarle los tres bigotes, te imaginas lo facil que siempre a sido para ti amansar a tu esposo?

La leyenda de San Borondón(Canarias)

CRISTÓBAL, EL QUE VENDIÓ SU ALMA AL DIABLO

    Cuando Cristobal llegó a su casa, después de haber cumplido el servicio militar, con sus manos finas y limpias, y vió que tenía que dedicarse al trabajo del campo, pensó que esto ya no era para él. Los primeros días que tuvo que coger la azada y el pico se le llenaron las manos de vejigas. Y sin más decidió cambiar de oficio.

    Se hizo cazador. Colgó su escopeta al hombro y se marcho al monte. Un día que estaba descansando a la sombra de un árbol, se presentó ante é1 una terrible fiera que quería devorarlo; pero Critóbal, valiente y seguro, apuntó con su escopeta y derribó a la fiera. En esto se oyó una fuerte voz:
-Ya veo que eres valiente, Cristóbal; y aquí estoy para hacer un trato contigo.
La voz era del Diablo. Cristóbal contestó:
-Dime que trato es ese y después hablaremos.
-Quiero que me vendas tu alma, -le dijo el Diablo-. Durante cinco años tu alma estará pendiente de mí. Si antes de los cinco años mueres, el alma será mía. Si pasan esos cinco años y no has muerto, vuelves a quedar libre y podrás disponer de tu alma.
-Y a cambio de eso que me das?-pregunto el cazador.
-A cambio de eso te daré este abrigo. Es un abrigo que te dará todo el dinero que quieras; basta con que metas las manos en los bolsillos y pidas. Pero ahora falta que te ponga mi verdadera condición: en esos cinco años que dure mi poder, no podrás cortarte el pelo, afeitarte ni lavarte. Y siempre llevarás el mismo abrigo encima.
-De acuerdo-dijo Cristóbal.
-Y en este mismo sitio dentro de cinco años-dijo el Diablo. Y se separaron.

Cuatro años llevaba ya Cristóbal recorriendo el mundo con el abrigo puesto, con el pelo crecido, la barba larga y sucia, con una cara que daba miedo, Y no podía presentarse delante de nadie, porque todo el mundo huía. Una noche llegó a un pueblo y se dirigió a la posada. Al entrar, y asi que fue visto por el dueño, este no sabía donde meterse; temblaba todo asustado. Cristóbal pidió posada, y a cambio daría todo el dinero que le pidiesen. El posadero le dijo que le daría un cuarto apartado, si le prometía no salir de él, porque si los demás huéspedes lo veían, abandonarían todos la posada. Cristóbal lo prometió y se fue a dormir.

Poco después de estar acostado llegó a la posada un buen hombre, que vivía en un pueblo vecino. Estaba cansado y quería dormir para continuar su camino a la noche siguiente. El posadero le dijo:
-No tengo más que un cuarto donde poderlo meter: pero hay en el un hombre tan horrible que no me atrevo a aconsejarle que
pase la noche en su compañía. Más que un hombre parece una fiera. El recién llegado le contestó que eso no importaba, que lo que quería era pasar la noche de cualquier manera. Lo convinieron así.

    Entró en el cuarto donde estaba Cristóbal. Primero no se dijeron nada: al cabo de un rato se pusieron a hablar. Y el buen hombre contó a Cristóbal que había llegado al pueblo aquel por asuntos de un pleito, y que lo había perdido, lamentándose de que todas sus tierras y casa no le alcanzaran para pagar lo que le pedían. Cristóbal echó mano al bolsillo del abrigo v sacó muchos miles de duros, que entregó al hombre, diciéndole:
-Tenga usted y pague sus deudas; y vuelva tranquilo a su casa.
E1 buen hombre no quería creer lo que estaba viendo; pero terminó por aceptar el favor que aquel ser tan espantoso le hacía. Después le dijo:
-Yo quiero agradecerle a usted lo que ha hecho por mí. Quiero que venga a mi casa y vera las tres hijas que tengo. Si alguna de ellas lo quiere por marido, después que yo les cuente lo que usted ha hecho por mí, no tengo inconveniente ninguno.
Al amanecer del siguiente día marchó el buen hombre para su casa y anunció a sus hijas la visita que iban a recibir y el fin que tenía.

    Al anochecer, y antes de la llegada de Cristóbal, las dos muchachas mayores se peinaron, se empolvaron y se miraron al espejo. La más pequeña no pudo hacerlo, porque estaba siempre metida en la cocina y no tenía tiempo ni de lavarse.
Cuando Cristóbal llegó, estaban las tres esperandolo en la sala. No hizo más que asomar, y las dos mayores salieron huyendo, espantadas. La más pequeña se quedó y contempló a Cristóbal sin miedo. Este le dijo:
-¡No se asusta la niña!… ¿De verdad me quiere por marido? .
-Yo no me asusto, y lo acepto; porque usted ha hecho un bien muy grande a mi padre y a mi casa.
Cristóbal le contó toda su vida, el pacto con el Diablo y lo que todavía le quedaba. Ella contestó que nada le importaba, y que esperaría todo el tiempo que fuese menester.

-Está bien, dijo él. Me quedan dos años: uno para terminar mi trato con el Diablo y otro para recorrer el mundo en busca del dinero que he ido enterrando. Para que cuando vuelva te conozca y me conozcas, este anillo que llevo lo partiremos en dos; tu conservaras una mitad y yo la otra. Si al yo volver se emparejan los dos pedazos de anillo, no habrá duda de quien eres tú y de quien sea yo. Y entonces nos casaremos.

    Dicho esto salió a la calle y se marchó mundo adelante. Pasó el quinto año. Cristóbal y el Diablo se encontraron en el mismo lugar de la primera vez. Al verlo aparecer le dijo el Diablo:
-No he podido contigo, Cristóbal. Dame el abrigo y asunto terminado.
-Antes de dartelo–contestó Cristóbal-, me tienes que pelar, afeitar y lavar. Déjame como la primera vez que me viste.
Al Diablo no le quedo otro remedio, y recuperado su abrigo dejó solo a Cristóbal.

    Se transformó en un arrogante mozo, blanco de cara y fuerte de cuerpo. Tenía ahora el alma muy cantenta. Iba alegre recorriendo el mundo y recogiendo el dinero que había enterrado en muchos sitios. Pasado un año llegó a casa de las tres hermanas. Cuando el llegó, sólo se hallaban presentes las dos mayores, porque la más pequeña estaba siempre en la cocina, entre la ceniza y el fuego. Viendo a tan arrogante galán en la casa, las dos mozas no cabían en sí de contentas.
Pero Cristóbal pregruntó:
-¿No hay mas mozas en la casa?
-No; solamente nosotras, porque la criada está en la cocina.
-No importa, -dijo el muchacho-: quiero ver a la criada.
Y aunque las otras dos no querían, no quedó otro remedio que llamarla. Al verla entrar, Cristóbal se acerco a ella:
-¿No tiene usted un pedazo de anillo que hace dos años le entregó un hombre que sacó a su padre de un gran apuro?
-Sí; lo tengo aquí.
Y sacó de una faltriquera el medio anillo que, comparado con el que traía Cristóbal, hacían un anillo entero.
-Yo soy aquel hombre horrible que las asusto a ustedes. Como ésta fue la que me quiso entonces, con ella me quiero casar
ahora.

    Se celebraron las bodas con gran alegría. Pero la envidia atormentaba a las dos hermanas mayores. Y desesperadas, se tiraron a un aljibe y murieron ahogadas. A1 tiempo que esto sucedía, una voz se dejó oir a Cristóbal. Era la voz del Diablo, que decía:
-Cristóbal: he ganado yo; que por tu alma he ganado dos.
Y con esto se acaba el cuento.
 

LA ISLA DE SAN BORONDÓN

    Grandes y muchos fueron los prodigios que conoció San Brandán en su busqueda de aquel Paraiso donde Adán estuvo sentado el primero. Fue Barinthus, el ermitaño, quien le habló de aquella tierra prodigiosa en Ia que Dios permitía a sus santos que viviesen después de la muerte. Durante dos semanas el ermitaño Barinthus y su ahijado el monje Mernoc habían vagado por aquel maravilloso sitio, que estaba más al oeste de la Isla de las Delicias, en donde abundaban las flores y los árboles frutales, y cuyo suelo se pavimentaba de piedras preciosas. Asi recorrieron el lugar hasta que llegaron a un ancho
río. Cuando iban a sortearlo se les apareció un ángel que, prohibiéndoles continuar, los condujo de nuevo a su barco. Volvieron a la Isla de las Delicias, allí quedó el monje Mernoc, Barinthus regresó a Irlanda y, de camino a su monasterio, visitó a su primo Brandán y le narró sus aventuras.

    Tan impresionado quedó San Brandán por lo que le oyó a Barinthus que al día siguiente propuso a San Maclovio y catorce de sus discípulos emprender viaje en busca de la Tierra Prometida. Durante cuarenta días se prepararon para las fatigas del viaje, ayunando un día de cada tres, y aplicados en la construcción de un velero, de la clase “curragh” , cuyos
costados y cuadernas eran de mimbre que cubrían con piel de vaca curtida con corteza de roble. Para cuarenta días almacenaron provisiones y, también suficientes pieles para reemplazar las que cubrían el entramado de la nave. En medio del barco, al que bautizaron “Trinidad”, levantaron un mástil, y se hicieron con una vela y un timón. Entonces surcaron el mar.

    Durante siete años erraron por el Atlántico y avistaron muchas islas extrañas, como la de San Albeus en donde vivían veinticuatro monjes que, excepto para cantar himnos, no pronunciaban palabra desde hacía ocho años y conversaban mediante un lenguaje de signos. Después de aprovisionarse llegaron a una isla cubierta de viñas que producían uvas del tamaño de manzanas, y bastaba una de aquellas uvas para alimentar a un hombre durante todo un día. Y advirtieron también San Brandán, San Maclovio y sus monjes durante la travesía una gran columna de cristal con una envoltura de plata o de vidrio que permanecía de pie en medio del océano. Y encontraron demonios, pigmeos, gatos marinos y marinas serpientes, y dragones, buitres y ángeles. Y en una de tres islas volcánicas que avistaron descubrieron a Judas sentado en una roca donde descansaba de su tormento, pues era domingo. Y visitaron una isla habitada solo por grandes ovejas blancas. Y estuvieron en la isla que era el Paraiso de los Pájaros, en donde los árboles no daban hojas sino menudas criaturas cubiertas de plumas que colgaban por el pico de las ramas, succionando el jugo de la corteza.

    Grandes y muchos fueron los prodigios que conoció San Brandán en sus siete años de navegar hasta hallarse en la Tierra Prometida. Y allí, como a Barinthus, el ermitaño, y al monje Mernoc, el mismo ángel le prohibió cruzar el ancho río y le invitó a volver a su barco “Trinidad”, llevándose él y los suyos todas las frutas y piedras preciosas que pudiesen cargar. Cruzó el anillo de niebla que envolvía al Paraiso y tornó a Irlanda San Brandán. Y allí contó repetidas veces a sus hermanos como fue su aventura, donde disfrutaron con gozo, donde pasaron aprietos y cómo, en cuanto les hizo falta, encontró dispuesto y a punto todo cuando a Dios pidiera.

    Durante siete años erraron por el Atlántico San Brandán y San Maclovio y en la travesía muchas islas extrañas conocieron. Como la que habría de tomar su nombre del santo, por mas que tambien le decían “Aprósitus” o Inaccesible, “Non Trubada” y “Encubierta”. Y es que largo tiempo llevaban navegando los santos monjes sin descubrir tierra, con lo que sobrevino el día de Pascua. Rogó entonces San Brandán para que les hiciese Dios la gracia de hallar algún enclave en el que poder decir misa. Oyó el Señor los votos de su siervo y dispuso que en medio del mar apareciese repentinamente una isla. Asi fue como desembarcaron y, a los primeros pasos que dieron por el lugar, hallaron el cadaver de un gigante que yacía en un sepulcro. Por indicacion de San Brandán resucitó San Maclovio al gigante, al que instruyeron en la religión cristiana dándole idea del misterio de la Trinidad y de las penas del infierno. Luego lo bautizaron, poniéndole por nombre Milduo, y le dieron permiso para morir de nuevo.

    Erigieron los viajeros un altar y celebraron la Pascua con un hermoso oficio lleno de fervor. Cogieron, para guisarla, la carne que habían guardado en el barco y, en seguida, acumularon leña para asarla. Cuando estuvo aderezada la comida se prepararon para comerla. Más de pronto todos se pusieron a dar gritos, llenos de temor, porque la.tierra entera temblaba y se iba alejando mucho de la nave. Calmó a los monjes San Brandán, recogieron las provisiones y embarcaron todos de nuevo.

    Aunque ya a diez leguas de distancia, desde el velero pudieron divisar con toda nitidez el fuego que habían encendido sobre la isla que, aprisa, iba desapareciendo. Asi, como una engañosa ballena, acabó por hundirse en el océano, dispuesta a resurgir de entre las aguas para asombro y maravilla de navegantes.

la leyenda de Gara y Jonay (Guanche)

Como lo de arriba es lo de abajo, lo que fue será, lo que ha de suceder ocurrirá”.
    Asi había hablado Gerían, el viejo que rompía gánigos con la mirada. Gara no supo qué secreto guardaban las palabras del viejo de los ojos poderosos. Estaban próximas las fiestas del Beñesmén. Pronto llegarían a La Gomera desde Tenerife los Menceyes y nobles principales para tomar parte en las celebraciones de la recolección. Gara, princesa de Agulo, y las jóvenes gomeras habían acudido donde Los Chorros de Epina para mirar su rostro en el agua. Fue entonces cuando los ojos poderosos del viejo Gerían vieron lo que a ninguna otra mirada se revelaba.

    -“La sombra del fuego quema el agua. La muerte acecha. Como lo de arriba es lo de abajo, lo que fue será, lo que ha de suceder ocurrirá”.

    Siete chorros mágicos manaban en Epina. Los siete nacían en siete puntos distintos de los adentros de la isla sin que nadie hubiese descubierto nunca su orígen secreto. Siete charcos formaban los siete chorros y siete virtudes ofrecían a los que de ellos bebiesen. Y era costumbre que, cuando llegaban las fiestas del Beñesmén, las jóvenes gomeras juntasen agua de cada uno de los siete chorros en un pequeño estanquillo hecho a base de beas, musgos y yedras. Antes de que el sol rayara, miraban su rostro en el agua y si la imagen era calma y clara, ese año encontrarían pareja, más si el reflejo era turbio o lo empañaban las sombras, la desgracia aguardaba como aguarda sigilosa en su tela la araña.

    Gara se había asomado al estanquillo y, al principio, fue nítido y quieto el reflejo de su imagen, pero pronto el líquido se cubrió de sombras y comenzó a agitarse hasta que en vez de su rostro apareció un sol incendiario que cegó el agua dejándola sucia, revuelta y anochecida.

    -“Lo que ha de suceder ocurrirá. Huye del fuego, Gara, o el fuego habra de consumirte”.
Asi habló Gerián, el que rompia gánigos con la mirada, el que veía lo que a otros ojos quedaba oculto. Y corrió de boca en boca el augurio. Y calló Gara su temor y su asombro.

    Arribaron los Menceyes y nobles de Tenerife a las playas de La Gomera para compartir las fiestas del Beñesmén. Al Mencey de Adeje le acompañaba su hijo Jonay que no tardó en distinguirse en las luchas con los banotes, en la esquiva de guijas, en la alzada de pesos y en las otras competiciones y juegos en que tomaba parte. Gara lo contemplaba. Como acude la sangre a la herida o como el mar refleja el cielo, inevitablemente, se descubrieron y se enlazaron sus miradas. No pudieron impedir que el amor les alcanzase. Asi lo hicieron saber a sus padres y asi, para anadir más jubilo a la alegría de las fiestas del Beñesmén, fue hecho público su compromiso.

    Apenas se propagó la nueva, inesperadamente el mar se pobló de destellos y se cuajó el aire de estampidos y ecos prolongados. Echeyde, el gran volcán de Tenerife, arrojaba lava y fuego por el crater. Tanta era su furia que desde La Gomera podian divisar las largas lenguas encendidas estirándose desde la cima hacia lo alto. Entonces fue cuando recordaron el augurio del viejo Gerián, el aojador. Gara y Jonay, agua y fuego. Gara era princesa de Agulo, El Lugar Del Agua. Jonay venía de la Tierra del Fuego, de la Isla del Infierno. No podia ser. El fuego retrocede ante el agua. El agua se consume en el fuego. Gara y Jonay, agua y fuego. Imposible su mezcla imposible la alianza. Las llamaradas que brotaban de
la boca de Echeyde lo confirmaban. Aquel amor era imposible. Sólo grandes males podían sucederse si no se separaban. Bajo amenaza, les prohibieron sus padres que volvieran a encontrarse. Su unión quedó maldita.

    Calmó su furia Echeyde y de nuevo se encerró el fuego en sus adentros de piedra. Concluyeron las fiestas del Beñesmén y, sin peligro ya en la isla, regresaron a Tenerife los Menceyes y nobles que habían ido a La Gomera. Mas Jonay no podía olvidar a Gara. Un peso infinito, como un quebranto interminable, lo doblegaba y lo desvivía. Necesitaba volver a verla, tenerla a su lado pese a las prohibiciones, pese a la maldición que sobre ellos se cernía.

    Ató Jonay a su cintura dos vejigas de animal infladas y, al amparo de la noche, se lanzó al mar dispuesto a atravesar la distancia que le separaba de su enamorada. Las vejigas le ayudaban a flotar y, cuando el cansancio rendía sus fuerzas, la imagen de Gara acudía a su memoria dándole ánimos para recobrarse y seguir nadando. Asi hasta que, aun dudosa, la luz del alba lo recibió al llegar a las playas de La Gomera.

    -“El fuego habrá de consumirte”.
Eso le había dicho Gerián a Gara. Y un fuego desmesurado la incendió cuando Jonay, escabulléndose y ocultándose, fue a encontrarla y se abrazaron apasionadamente.

    Escaparon por entre los montes de laurisilva hasta refugiarse en El Cedro. Allí se entregaron al amor y se fundieron sus labios y sus ansias. Más no podía durar mucho aquella pasión furtiva. Lo dijo Gerián cuando el rostro de Gara desapareció del agua de Los Chorros de Epina y en su lugar sólo hubo un resplandor de hoguera sobre el líquido sucio, revuelto y anochecido.

    -“La muerte acecha. Como lo de arriba es lo de abajo, lo que fue será., lo que ha de suceder ocurrirá”.
Enterado el padre de Gara de la huída de su hija con Jonay, dispuso que salieran a perseguirlos. En la cumbre más alta de La Gomera habrían de encontrarlos, estrechamente unidos, amandose. Antes que volver a separarse, antes de que sus perseguidores les prendieran, Gara, la princesa del Lugar Del Agua, y Jonay, príncipe de la Tierra del Fuego, buscaron la muerte. Afiló Jonay con su tabona los extremos de una recia vara de cedro y la colocó entre su pecho y el de Gara, las puntas hirientes apoyadas sobre sus corazones. Luego, sin decirse nada, mirándose a los ojos, sintiendo como la vara de cedro los traspasaba por el empuje de su violento y desesperado abrazo, quedaron quietamente fundidos. Entonces agua y
fuego fueron uno solo en la suma de sus cuerpos.
 

EL INDIO TAL Y COMO LO HIZO EL GRAN ESPIRITU

EL INDIO TAL Y COMO LO HIZO EL GRAN ESPIRITU

¿Has comido bien, hermano? ¿Tienes hambre? Éste es el saludo del piel roja. Los blancos se preguntan por la salud, el indio piensa que el que tiene el estómago lleno olvida sus desgracias.

Para el piel roja el tiempo no significa nada. El curso del Sol le informa sobre ciertos momentos del día. De un día a otro pasará un sueño. El piel roja habla también de lunas, porque ha advertido el fenómeno del ciclo de nuestro satélite.

Las estaciones son los momentos en que podrá recoger frutos o en que los bisontes regresarán a la llanura, o cuando el suelo está helado. Para hablar de un año dirá de una nieve a otra; la nieve es lo que cuenta, porque significa frío y sufrimiento. Lo que el indio no pueda hacer en una nieve lo hará en otra.

El paso del tiempo no representa gran cosa para unos hombres que rara vez mueren de vejez en su camastro, sino más bien de frío, hambre o por la bala del fusil de un blanco. Cuando vea al hombre blanco apresurarse para terminar las cosas cuanto antes, el piel roja dirá con una sonrisa compasiva: El rostro pálido se vuelve loco de tanto precipitarse.

El indio concede mucha importancia a su muerte, y a la vista de una bella mañana soleada dirá: Es un buen día para morir. Gracias a su muerte se seguirá hablando de él cuando haya entregado su alma al Gran Espíritu.

El piel roja es temperamental, puede sentirse muy orgulloso de sí y proclamarlo a voz en cuello o bien, avergonzado, ocultarse de todos. Se muestra tan puntilloso por el bien parecer que le desagrada importunar a los otros con preguntas.

El indio no blasfema, su vocabulario carece de insultos, y la peor de las ofensas es llamarle vieja o vieja cepa podrida. El bravo ofendido se retira mohíno a un rincón hasta que el ofensor acude a presentarle sus excusas, que serán tanto más rápidamente aceptadas cuanto más costosos sean los regalos que las acompañen.

La pregunta directa es la peor de las descortesías, y precisamente por eso un piel roja jamás dirá a uno de sus hermanos de raza: ¿ De dónde vienes? ¿Qué has hecho?. Tan curioso como una vieja lechuza, dará un largo rodeo hasta conseguir la respuesta sin haber formulado la pregunta. Los hombres blancos, que no conocían esta particularidad, se quejaban siempre de que los pieles rojas nunca respondían a sus preguntas y de que llegaban incluso a adoptar un semblante triste cuando se las formulaban. Sí, el indio se sentía triste al ver hasta qué punto podían ser descorteses aquellos hombres que se decían civilizados.

Si, por azar, un indio mataba a un blanco, los soldados de chaquetas azules acudían a la tribu para apoderarse del culpable. Con objeto de hacerse perdonar, éste les ofrecía tres o cuatro caballos como indemnización, pero los rostros pálidos nunca los aceptaban y se lo llevaban para ahorcarlo. Los pieles rojas han considerado siempre que un hombre que se balancea al extremo de una cuerda es una visión mucho más horrible que la falta que haya podido cometer. Si acontecía que un indio mataba a otro, la familia del muerto exigía una reparación, el culpable ofrecía unos regalos y el incidente quedaba zanjado. Si no podía realizar éstos se exiliaba, avergonzado, o era perseguido por los suyos por no haber respetado las costumbres. Los indios no reconocían el derecho de castigar con la muerte a uno de los suyos. Unos sioux, tras haber visto cómo unos blancos ahorcaban a otros blancos, juraron no tener jamás contacto alguno con tales salvajes.

Esta manera de ver las cosas abría un foso entre blancos y pieles rojas. Las palabras valentía y cobardía tampoco tenía para los indios el sentido que les dan los hombres blancos.

Totalmente carentes de prejuicios ante los cambios de opinión, los pieles rojas podían entablar un combate y detenerlo pocos minutos después por una razón práctica; esta conducta no podía ser entendida por los blancos.

Si el piel roja gusta de las bellas leyendas y de las verdes praderas, su sentido artístico no empaña en nada su sentido práctico. La verde pradera es verde a sus ojos porque engorda los bisontes de los que el piel roja se alimenta. Un bello bosque podrá ser una arboleda de troncos medio calcinados por el incendio entre los cuales pasar fácilmente el cazador y a los que abatirá con pocos esfuerzos para calentarse. Una ristra de perniles de alce será una decoración inigualable a la entrada de su tipi. Los barriles de madera que utilizaba el hombre blanco pueden convertirse en el más maravilloso de los objetos porque con el metal de sus aros el indio tallará las puntas de sus flechas y de sus lanzas, que tan útiles le resultan para la caza. El indio es positivo y considera que más vale pájaro en mano que ciento volando. Pero esto no impide que sepa sonreír cuando pierde.

La filosofía del indio se halla sobre todo determinada por los sueños. Toma esta filosofía del más allá, en la interpretación de los ensueños o de las humaredas y en el vuelo de las aves, pero lo más importante son los sueños. El indio, como cualquiera, sueña mientras duerme, pero este sueño no es tan fuerte, tan profético como el que puede obtener en la tienda ritual. En esta tienda, construida de diferentes maneras según las tribus, recibe un baño de vapor, sudando copiosamente. Entre los indios de las praderas se trata de un tipi de pequeñas dimensiones y especialmente dispuesto. Entre los indios de los bosques es un wigwam, cabaña reservada a este efecto. En ambos casos dispone de un agujero excavado en el centro del baño de vapor, donde se coloca el fuego. Encima de éste se sitúa una especie de rejilla sobre cuatro patas. Las mujeres se encargan de encender el fuego que luego cubren con piedras. Cuando ya están muy calientes, el indio se coloca en la rejilla y las mujeres arrojan agua sobre las piedras, con lo que se desprende un abundante vapor. A veces permanece durante varios días en esta tienda, mientras las mujeres mantienen el fuego y no dejan de arrojar agua sobre las piedras. Allí, en un ayuno ritual, el indio transpira abundantemente y llega a sufrir varios síncopes y alucinaciones que interpretar al recobrar la conciencia. Al salir de la tienda ritual su conducta se guiará por la interpretación de los sueños. Si el nuevo inspirado declara haber recibido un mensaje y éste es aceptado, puede cambiar el curso de la vida de toda la tribu. Estos sueños son la base de las expediciones bélicas y de las grandes partidas de caza. Pueden también obligar a la tribu entera a cambiar de campamento y a instalar la aldea a quinientos kilómetros del lugar donde se hallaba.Cada clan tiene sus brujos; entre los sioux es el chamán. Éste dispone de toda una gama de accesorios para predecir el porvenir. Conserva el secreto de sus recetas, que constituyen la fuerza de su medicina. Enciende fuegos y durante horas examina escrupulosamente las volutas de humo; arroja al suelo un puñado de ramitas e interpreta las formas geométricas que componen. Hace otro tanto con guijarros, leyendo con idéntica facilidad en la arena, en las nubes o en las entrañas de una rana: sus deducciones pueden aportar la prosperidad… o conducir al peor de los cataclismos.

Los indios llevan consigo constantemente un saco que los primeros norteamericanos llamaron medicina, pensando que contenía hierbas para cuidar las heridas y las enfermedades pero no se trataba de nada de eso. Confeccionado generalmente con la piel de un animal, el saco-medicina se halla siempre adornado, puede ser grande o pequeño, de piel de armiño, de lobo, de rana, de lince o de ave; la medicina comienza ya con la piel elegida. En ciertas tribus, el indio tiene dos sacos- medicina: uno, secreto y precintado, que no se abre nunca y va cosido a la ropa o atado al cuerpo; el otro le sirve de morral donde coloca su pipa, el tabaco, las pinturas para su cuerpo y sus talismanes. Estos últimos pueden ser una garra de oso, una piedra, una pluma, una pata de liebre, la oreja de un enemigo o cualquier otra cosa. Los dos sacos tienen el mismo carácter sagrado, porque los dos guardan objetos sagrados. El saco-medicina es la propia vida del piel roja y su protección. Todo depende de él, y para agradar a su medicina, el indio acaricia el saco, ofrece banquetes en su honor o se inflige duras penitencias si cree haber provocado su cólera. En este saco se hallan reunidos lo bueno y lo malo. Al llegar la pubertad, el joven indio se aleja de la tribu y ayuna aislado. Durante largos días llama al Gran Espíritu y elige al primer animal entrevisto en los sueños de su delirio. El joven ya no tiene más que regresar a la aldea, recobrar sus fuerzas y lanzarse armado a la búsqueda del animal designado por el Ser Eterno; este animal se convierte en su protector para toda la vida y con su piel el indio confecciona su saco. Nunca más podrá volver a matar un animal de esta especie sin destruirse a sí mismo. La medicina es un don del Gran Espíritu, del que el indio no puede disponer; vender su saco, darlo, perderlo, dejárselo quitar, convierte a este desgraciado en un-hombre-sin-medicina, que pierde en el acto el respeto de los suyos. Al indio así desposeído y afligido sólo le queda un recurso: arrancar el saco- medicina a un enemigo y regresar a su campamento para recuperar sus antiguos privilegios.
MITOS DE LA CREACION

Eran numerosas las tribus de América, pero todas quedaron plasmadas finalmente en diversas clasificaciones. Una de ellas es la que propone a los algonquinos e iroqueses del este, los pescadores del noroeste, los esquimales del norte, los cazadores de búfalos o indios de las praderas occidentales, y los del lejano oeste en la zona del desierto y California.

Todos estos grupos, a pesar de las grandes distancias que los separaban (tanto espaciales como lingüísticas), tenían unos mitos y unas leyendas comunes sobre su propia creación que les vinculaba directamente con la naturaleza.

En la primera parte del mito se cuenta cómo los dioses o pueblos primitivos habitaban un mundo de paz y armonía. Poco a poco, esa unidad fue rota por los intereses personales y las acciones que, conscientes o no, hacían daño a los demás. Los dioses se metamorfosearon gracias a sus poderes, convirtiéndose en todo lo que hoy conocemos: árboles, flores, el Sol, las estrellas, pájaros, peces… Sólo un reducido número se abstuvo del caos y la discordia y continuó viviendo tan armoniosamente como lo hiciera hasta entonces.

La segunda parte del mito narra cómo ese pequeño grupo de dioses pasó a crear el mundo que conocemos actualmente. Aquí las diferentes tribus difieren en sus versiones. Algunas, como la de los sioux, tienen la creencia de que su raza sobrevivió en un pueblo subterráneo cerca de un inmenso lago. Varios hombres subieron cierto día por las raíces de unos viñedos que despuntaban en la tierra y quedaron maravillados al ver la gran cantidad de alimentos vegetales y la abundancia de animales de la superficie en comparación con lo pobre de su subsuelo. Bajaron de nuevo a contarlo y el pueblo entero abandonó sus hogares y les siguió; pero no todos lograron subir, ya que el peso de una mujer corpulenta hizo que la planta se rompiera.

Esta leyenda, además, es la base de las creencias siouanas de la reencarnación, puesto que tras la muerte piensan que su alma regresará a aquel lugar subterráneo, unos bajando a través de las raíces, mientras que otros no podrán realizar el pasaje debido al peso de sus pecados y permanecerán en la superficie.

Tribus distintas sitúan su origen en la creación de los hombres por parte de su máxima deidad o Gran Espíritu (el Gran Manitú entre los algonquinos e iroqueses, y Wakan-Tanka en el lenguaje de los indios de las praderas) a partir del barro modelado, previamente extraído de las profundidades del mar, que después era colocado sobre la tierra para que desarrollara su vida.

Otros pueblos, no obstante, tienen el mito común de que el Gran Espíritu, desde el cielo, o el mismo Sol, al mirar a la Madre Tierra la fecunda, y de ella nacen los primeros hombres que conforman las actuales tribus amerindias.
DOS AMIGOS: INDIOS Y LOBOS

Desde luego los lobos no eran los únicos animales a los que los indios respetaban, en todas las tribus que existieron, tenían las mismas normas respecto a los demás animales, se cazaba lo necesario para alimentarse, y siempre se pedía antes permiso a la madre naturaleza.

Al matar el animal se le honraba con una petición: que el espíritu del animal penetrara en el cazador, tomando así las grandes virtudes del animal.

El lobo era uno de los animales al que más respetaban y el espíritu del lobo representaba la fuerza, la inteligencia y la nobleza.

leyendas guanches 2

LOS REINOS DE GUISE Y AYOSE

Una pared de piedra, extendida de mar a mar, dividía la isla de Fuerteventura y separaba sus dos reinos. Guise era monarca de Maxorata; Ayose de Jandía. Sus continuas discordias acabaron cuando el muro fue alzado y el aislamiento hizo posible la tranquilidad y la convivencia sin hostilidades.
Tanto Guise como Ayose y sus súbditos profesaban gran estima a Tibiabin la pitonisa. Adivinatoria como Guañameñe, el augur de Tenerife, y como Yoñe, el oráculo del Hierro, sus vaticinios siempre se habían confirmado. Igual estima y respeto sentían por Tamonanate, hija de Tibiabin, sibila como ella y consejera de gran predicamento. La voz de Tamonante era oída en las asambleas de los nobles a quienes exhortaba a cumplir sus juramentos y a mirar por el bienestar de los isleños. Ella cuidaba que las leyes no fuesen meras palabras dictadas en vano.
Y Guise y Ayose quisieron conocer el porvenir de sus reinos y los acontecimientos que aguardaba a sus vidas. Se reunieron con Tibiabin y Tamonante, las pitonisas de Fuerteventura.
– ¿Qué fin es el que nos espera ?
Varios gánigos de leche vertió Tibiabin sobre el efequén invocando las señales del futuro. Tamonante, con el tafiaque de pedernal, sacrificó una pequeña baifa y entregó las vísceras a su madre. La sangre aún tibia y reciente sobre los despojos, en ella leyó Tibiabin:
– Llegarán gentes poderosas por el mar en sus casas blancas. No temáis ni le tratéis con violencia. Antes bien, recibidles con alegría y entregaros a sus designios pues solo beneficios traerán a nuestra tierra.
No agradó a Guise, tampoco a Ayose, lo que Tibiabin acababa de profetizar, mas nada dijeron. Marcharon silenciosos cada uno a sus dominios tras la ringlera de piedras del muro.
La arribada de las naves de la expedición de Juan de Bethencourt y Gadifer de la Salle quebró la calma maliciosa de la isla. Los europeos de tardaron en revelar sus propósitos: les guiaba el afán de riqueza, el deseo de hacer esclavos para venderlos. Y tanta era su ambición que entre ellos mismos, gascones y normandos, se producían indisciplinas y desórdenes, desvíos y traiciones. Aprovecharon pues los isleños para sumar victorias en los combates y aniquilaron a los guardianes del castillo de Risco Roque, la fortaleza que habían edificado los invasores. Más Tibiabin y Tamonante auguraron grandes desgracias si no cesaban las hostilidades, si no rendían sus fuerzas y se doblegaban a los extranjeros.
Fue mucha la sangre acumulada bajo el vuelo siempre siniestro de los guirres. Guise y Ayose comenzaron a sufrir reveses en la contienda ya que los extranjeros andaban mejor armados. Sin embargo, los dos soberanos de Fuerteventura veían en sus derrotas el castigo por haber desoído las voces proféticas de las pitonisas. Y así, primero el uno, después el otro, ambos en compañía de buen número de adictos, resolvieron entregarse a los invasores.
Creyó entonces Tibiabin que se iniciaría una nueva era de fecunda y apacible prosperidad para la isla. Tal vez, como le había oído a ciertos europeos que visitaron Fuerteventura antes de la expedición de Juan de Bethencourt, empezaría el tiempo de paz perpetua y de felicidad que traía consigo el bautismo. Eso pensaba Tibiabin que secretamente guardaba las enseñanzas de aquellos europeos. Eso dijo su hija Tamonante. Y eso repetían ambas a quienes aún se negaban a rendirse.
Ya no Guise, sino Luis. Tampoco Ayose, sino Alfonso. Tales fueron los nuevos nombres impuestos al ser bautizados a quienes habían sido los monarcas de Fuerteventura. Y con sus nuevos nombres, ellos que poseyeron toda la islas, recibieron cuatrocientas fanegas de labrentío y frutal, exentas de tributos durante nueve años. También Tibiabin obtuvo merced de tierras de parte de los conquistadores.
Poco a poco propagaron los europeos sus modos y sus normas, mientras recorrían la isla proporcionándose orchilla y otros productos de los que se sacaban pingües ganancias. Aprendieron los isleños a confeccionar muchos alimentos, a hablar en otro idioma y creer en otra religión, a cultivar los campos y a construir más amplias y mejores habitaciones.
Mas luego que Juan de Bethencourt delegara en su sobrino, el tiránico Maciot, el gobierno de la isla, y cuando fue escasa la orchilla y el sequero sequero agotó las simientes, los europeos trataron con miserable desdén a los isleños muchos de los cuales fueron presos y vendidos. El miedo y las amenazas se establecieron en la isla. Tibiabin y Tamonante, las pitonisas que vaticinaron una nueva época, fecunda y feliz, por amor de los extranjeros, sintieron sobre ellas el peso del odio y el desprecio de sus gentes. Como una maldición secreta pero ineludible.
Cruzó el viento por sobre los jables de la isla, persistieron calcosas, aulagas y verodes bajo el cielo parco de lluvias, Maciot de Bethencourt huyó y vino Hernán Peraza a sucederle, y aquella maldición nunca dicha que pesaba sobre Tibiabin y Tamonante hubo de cumplirse.
Desembarcaron los piratas en las playas de Fuerteventura y, con asombrosa rapidez, capturaron a algunos pastores y varias mujeres. Tibiabin cayó prisionera. El alisio hinchó las velas del navío cuando, sin que pudieran evitarlos los isleños, se alejó de la playa con rumbo incierto.
No soportó Tamonante el verse sola, apartada de su madre. El dolor le fue adentrando hasta doblegarla, hasta confundir sus sentidos y anegar su entendimiento como en una nube de calima. Nadie reparó en ella cuando se detuvo al borde del barranco del Janubio. Ni siquiera supo por que se arrojó al vacío.

Gara y Jonay

La historia de Gara y Jonay es una bella leyenda guanche. Gara era una bella princesa de La Gomera que se enamoró de Jonay, también príncipe, hijo de un rey de Tenerife. Jonay nadó, sobre unas pieles de cabra infladas de aire, desde Tenerife a La Gomera, para encontrarse con su amada. Pero los padres de la pareja, asustados ante los malos augurios de un Teide humeante, se opusieron firmemente a la relación. …/Gara y Jonay huyeron, entonces, al monte más alto de la Isla, hasta donde fueron perseguidos. Viéndose acorralados, afilaron un palo por sus dos extremos y, apoyándolo en sus pechos, se abrazaron para morir atravesados por la madera. Hoy, aquel monte y su Parque Nacional lleva el nombre de Garajonay, en recuerdo de aquellos jóvenes que escogieron morir juntos antes que vivir separados.

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