El autor de las semillas de acacia y otros extractos

El autor de las semillas de acacia y otros extractos
del diario de la sociedad de zoolingüistas
Ursula K. Le Guin
The author of the acacia seeds and other extracts from the Journal of the Association of Therolinguistic © 1974. Traducido por ? en Viajeros del tiempo, Ciencia Ficción 3, Editorial Caralt.

A finales del siglo XIX un científico muy conocido dogmatizó que la humanidad había aprendido todas las leyes importantes de la naturaleza, que ninguna otra cosa quedaba por conocer pues la precisión de los cálculos aplicados tan sólo podía dejar en el aire pequeños restos sin importancia. Conociendo los profundos cambios que desde entonces ha experimentado la ciencia, tal dogma ha llegado a ser una mera broma. Todavía, a veces, pensamos que efectivamente estamos en posesión de todos los conocimientos básicos y que ninguna cosa futura constituirá una sorpresa. En esta corta e ingeniosa pieza, cuyo título original es The Author of the Acacia Seeds and Other Extracts from the Journal of the Association of Therolinguistic, Ursula K. Le Guin sugiere que quedan muchas cosas por aprender: que la humanidad puede vivir durante un millón de años rodeada de seres inteligentes, cuyas formas artísticas se encuentran ante nuestros propios ojos, esperando tan sólo ser descifradas.

Manuscrito encontrado en un hormiguero

Los mensajes, escritos con exudación de glándulas sensitivas, fueron hallados sobre la superficie de infecundas semillas de acacia colocadas en hilera al final de un túnel estrecho e irregular, posiblemente una desviación de otro más profundo y vertebral de la colonia. Lo primero que llamó la atención de los investigadores fue el peculiar sentido del orden que manifestaba la posición de las semillas.
Los mensajes son fragmentarios y la traslación peca de aproximativa, en parte debido a la inexcusable necesidad de interpretar; pero el texto es rico en sugerencias, principalmente por su novedad con respecto a los restantes escritos fórmicos que conocemos.

Semillas 1-13
(No deseo) pulsar las antenas. (No quiero) golpear. (Quiero) verter sobre secas semillas (mi) dulzura de alma. Pueden encontrarlas cuando (yo haya) muerto. ¡Palpa esta seca madera! (¡Soy yo quien) habla! (¡Yo estoy) aquí!

Como alternativa, este pasaje puede ser leído:
(No debes) pulsar las antenas. (No debes) golpear. (Puedes) verter sobre secas semillas (tu) dulzura de alma. Pueden encontrarlas cuando (hayas) muerto. ¡Palpa esta seca madera! Habla : ( ¡Yo estoy) aquí!

En el no muy conocido dialecto de las Hormigas es omitido el uso de pronombres personales, excepto los de la tercera persona de singular y plural y la primera del plural. En este texto que comentamos sólo aparecen las formas radicales de los verbos; de manera que no podemos decidir si se trata de una autobiografía o un manifiesto.

Semillas 14-22
Largos son los túneles. Más largo es Lo-que-no-es-túnel. Ningún túnel puede alcanzar la longitud de Lo-que-no-es-túnel. Pues Lo-que-no-es-túnel posee más distancia que la que puede recorrerse en diez días (es decir, la eternidad). ¡Salve!

El signo traducido como «¡Salve!» corresponde a la mitad del acostumbrado saludo «¡Salve la Reina!», o «¡Larga vida a la Reina!», o «¡Hurra por la Reina!» – sin embargo, el signo correspondiente a «Reina» ha sido omitido.

Semillas 23-29
Como la hormiga entre hormigas bárbaras es asesinada, así la hormiga sin hormigas perece sin remedio; pero permanecer sin hormigas es tan dulce como melado rocío.

No es propiamente un asesinato lo que se comete sobre las hormigas que se introducen en otras colonias. Aislada de sus compañeras, muere invariablemente en el curso de uno o dos días. La dificultad de este pasaje se encuentra en el signo «sin hormigas», que para nosotros toma el sentido, más propio, de «solitario», concepto, no obstante, para el que no existe signo alguno en el léxico fórmico.

Semillas 30-31
¡Come los huevos! ¡Arriba la Reina!

En torno a la frase encontrada en la semilla 31 se ha desatado multitud de disputas. Se trata de un punto importante, ya que el sentido de todos los textos anteriores podría ser desentrañado plenamente a la luz de la última exhortación transcripta. El Dr. Rosbone arguye ingeniosamente que el autor, una obrera estéril y sin alas, suspira inútilmente por llegar a convertirse en un apuesto macho alado y fundar una nueva colonia, remontándose por los aires en el vuelo nupcial con una nueva Reina. Aunque, ciertamente, el texto permite tal lectura, estamos convencidos por nuestra parte que nada en el escrito supone cosa semejante, y menos todavía la frase que se lee en la semilla inmediatamente anterior, la número 30: «¡Come los huevos!» Su lectura, aunque sorprendente, no reporta duda ninguna.
En lo concerniente a nuestra postura, nos atrevemos a sugerir que la confusión resultante del texto de la Semilla 31 tiene origen en una interpretación etnocéntrica del término «arriba». Entre nosotros, la palabra «arriba» contiene una denotación benigna. No así, en cambio, no necesariamente así, repetimos, para una hormiga. «Arriba» indica el lugar de donde procede el alimento, de esto no hay duda; pero «abajo» implica la dirección de la seguridad, de la paz, del hogar. «Arriba» se encuentra el sol abrasador; la gélida noche… sin el refugio de los amados túneles… exilio, en suma, la muerte. Justo aquí es donde queremos señalar lo siguiente: este extraño autor, en la soledad de su abandonado túnel, abrumada por el desamparo, concibe lo que para una hormiga constituye la más abominable blasfemia: lo que expresa la correcta lectura de las Semillas 30 y 31: lo que .en términos humanos dice:

¡Come los huevos! ¡Abajo la Reina!

Un ya apergaminado cuerpo de pequeña obrera fue encontrado junto a la Semilla 31 cuando ocurrió el insólito descubrimiento del manuscrito. La cabeza había sido desgajada del tórax, probablemente por obra y gracia de las mandíbulas de algún soldado de la colonia. Las semillas, delicadamente dispuestas, como persiguiendo la gracia figurativa de un pentagrama musical, no habían sido tocadas. (La casta militar de las hormigas es analfabeta; más aún, puede atribuirse el desinterés del soldado a la ausencia de materia comestible en los objetos tan brillantemente dispuestos.) Ninguna hormiga de la colonia ha quedado con vida; fueron masacradas en el curso de una guerra con un hormiguero vecino, poco tiempo después de la muerte del Autor de las Semillas de Acacia.

D’Arbay, T. R. Bardol

Proclama de una expedición

La extrema dificultad que presentaba el acceso a la literatura de los Pingüinos ha sido por fin subsanada por el empleo de filmadoras submarinas. Gracias a las películas al menos nos ha sido posible repetir y repasar con todo detalle las fluidas frases de tal escritura, hasta el punto de que, con tenaz empeño y paciente estudio, muchos elementos de este elegantísimo y rico acervo cultural han podido ser conocidos, aunque muchos matices (y tal vez la esencia) necesariamente queden ignorados.
Fue el Profesor Duby quien, al apuntar posibles filiaciones del escrito con el del Ganso Silvestre hizo realizable la tarea de formular el primer aunque rudimentario léxico pingüino.  Así, pues, las analogías con el idioma delfín, que por entonces constituían estudio común, han resultado ser bastante equivocadas.
Verdaderamente, parecía extraño que señales manifestadas casi enteramente por alas, cuello y contorno general pudieran suministrar la clave de la poesía de estos literatos de agua, con su cuello corto y ridículas alas. Sin embargo, opinamos que no debiera parecer tan extraño si consideramos, a despecho de cualquier grosera apariencia que nos refute, que los pingüinos son pájaros.
Por el hecho de que los escritos pingüinos ofrezcan manifiesta semejanza de forma con la literatura delfín, no debemos abandonarnos en manos del prejuicio que la haría también partícipe de una similitud de contenido. Pues realmente ello no ocurre. Hay, de hecho, un idéntico sentido de la agudeza, extraordinarios brotes de humor, rica invención e inimitable gracia. De los miles de culturas literarias que coexisten en el acervo acuático, sólo unas cuantas despliegan el humor sobre todas las cosas, especialmente de manera sencilla y primitiva; y baste como ejemplo la confrontación entre la soberbia elegancia del Tiburón o el Tarpón y el alegre vigor de los escritos cetáceos. La alegría, la fuerza, el humor, son justamente caracteres del elenco literario de los autores pingüinos, sobre todo de muchos de los más fines auteurs focas. Ciertamente, la temperatura de la sangre constituye un nexo a considerar.  ¡Pero, señores, la conformación del útero y el cerebro levantan una indiscutible barrera! Los delfines no ponen huevos. Un mundo de diferencias se encuentra en este simple hecho. Sólo cuando el Profesor Duby nos hizo reconsiderar que los pingüinos son pájaros, que ellos no nadan sino que vuelan en el agua, sólo entonces, decimos, pudieron los zoolingüistas comenzar a estudiar científicamente, con todo el peso del término, la literatura marina de los pingüinos; sólo entonces, insistimos, los kilómetros de película empleados pudieron ser reexaminados con propiedad y, finalmente, apreciados.
Pero aún pesan sobre nosotros muchas dificultades de traslación.
Un satisfactorio y progresivo paso hacia delante ha sido dado ya en Adélie. Las dificultades de filmación de un grupo cinético en un agitado mar, tan espeso como una sopa de guisantes y plancton, a una temperatura del 31º Farenheit, han sido considerables; pero la perseverancia del círculo literario Ross Ice Barrier ha sido plenamente recompensada con, por ejemplo, la obtención de pasajes tales como «Bajo el iceberg», de la Canción del Otoño, pasaje conocido ahora mundialmente, gracias a la interpretación de Anna Serebryakova, del Ballet de Leningrado. Ningún homenaje verbal puede aproximarse siquiera a la sublimidad desplegada en la versión de Miss Serebryakova. No hay forma de reproducir por escrito la tan importante multiplicidad del texto original, tan bellamente ejecutada por los soberbios coros de la compañía del Ballet de Leningrado.
Evidentemente, lo que designamos como «traslación» más arriba, refiriéndonos al texto de Adélie, no es, si hablamos francamente, sino un compendio de meras notas, como un libreto de ópera huérfano de partitura. La versión del ballet es la versión verdadera. Ninguna palabra puede completarla. Quisiera ahora sugerir, aunque esta sugerencia sea acogida con actitudes de ira o desvergonzada risa, que, para el zoolingüista –tan opuesto al artista y al aficionado–, la cinética acuática del pingüino constituye el campo menos prometedor de su estudio, y menos todavía el correspondiente a los textos de Adélie, con todo su hechizo y relativa simplicidad, atreviéndome a destacar su mediocridad con respecto al Emperador.
¡El Emperador! Anticipo a mis colegas la responsabilidad de esta sugerencia. ¡Emperador! ¡El más difícil, el más arcano de todos los dialectos pingüinos! La lengua de la que el propio Profesor Duby ha subrayado: «La literatura del pingüino emperador es tan prohibida, tan inaccesible, como el mismo helado corazón de la Antártida. Sus bellezas pueden ser celestiales, pero no están a nuestro alcance.»
Posiblemente. No subestimo las dificultades: no al menos las que se relacionan con el temperamento del pingüino imperial, mucho más reservado y ascético que todos los restantes pingüinos. Pero, paradójicamente, yo sitúo mi esperanza en esta característica reserva. El emperador no es solitario sino que, por naturaleza, puede ser calificado de pájaro social, y habita en colonias, como la especie de Adélie, cuando llega la temporada de la reproducción; sólo que esas colonias son mucho más reducidas, mucho más tranquilas que las de Adélie. Los lazos entre los miembros de una colonia emperador son más personales que sociales. El emperador es un individualista. De aquí mi opinión de que la literatura propia del emperador sea solista y no coral, personal y no colectiva; de aquí también que pueda ser trasladada a términos humanos. Admito que puede ser una literatura cinética, en efecto, pero, ¡qué diferencia con esa elástica, polimórfica, vertiginosa literatura coral de los mares! Un concreto análisis, una exacta transcripción pueden ser posibles por fin.
¡¿Y qué?! –dirán mis críticos–. ¿Vamos, sin más, a lanzarnos hasta Cabo Crozier, entre tinieblas y ventiscas, a sesenta grados bajo cero, por la simple esperanza de recuperar la problemática poesía de unos cuantos extraños pajarracos que habitan en esos lugares, en pleno invierno, entre las tormentas de nieve, a sesenta grados bajo cero, posados sobre hielos eternos con un huevo a los pies?
Mi respuesta, señores, es: Sí. Pues, al igual que el Profesor Duby, mi instinto me dice que la belleza de esa poesía constituye lo menos terrenal que podemos encontrar sobre la tierra.
A aquellos de mis colegas que se sienten fortalecidos y animados por el espíritu de la curiosidad científica y el riesgo estético, yo les digo que apelen a su imaginación: el hielo, las cortinas de nieve, las tinieblas, los prolongados alaridos del viento. En esa espantosa desolación una pequeña pléyade de poetas permanece agazapada. Están hambrientos, hace semanas que no comen. A los pies de cada uno, bajo cálido techo emplumado, yace un gran huevo que no teme los mortales zarpazos del frío. Los poetas no se escuchan entre ellos, no pueden cruzar recíprocas miradas. Tan sólo sienten el calor del otro. Tal es su poesía; tal es su arte. Como cualquier literatura cinética, ésta abandona la palabra y se condensa en el silencio; al contrario que otras literaturas cinéticas, ésta es principalmente inmóvil, tenue, inefablemente sutil. El fruncimiento de una pluma, el imperceptible soplo de un ala; el apenas escaso roce entre cualesquiera de sus partes. Entre la indecible, misérrima indigencia, la afirmación. En el reino de la ausencia, la presencia. En la muerte, la vida.
Señores, he obtenido una considerable subvención de la UNESCO y he organizado una expedición. Todavía tenemos cuatro plazas libres. El viernes zarpamos para la Antártida. Si alguno de ustedes quiere unirse a nosotros, sea bienvenido.

D. Petri

Editorial, por el presidente de la sociedad de zoolingüistas

¿Qué es el Lenguaje?
Esta pregunta, capital para la ciencia de los zoolingüistas, ha sido contestada –cierto que un tanto heurísticamente– por la misma existencia de la ciencia. El lenguaje es comunicación. Este es el postulado sobre el que descansa nuestra teoría y nuestra investigación, y del que proceden nuestros descubrimientos; y es el hecho que esos mismos descubrimientos ratifican la veracidad del postulado. Pero al enunciar una pregunta, afín pero no idéntica, como qué cosa puede ser el Arte, nos encontramos con una ausencia de respuestas satisfactorias.
Tolstoi, en el libro cuyo título es esa misma pregunta, respondió de manera clara y rotunda: el Arte es también comunicación. Una definición semejante ha sido aceptada, según mi más profundo convencimiento, con excesiva precipitación, sin el menor asomo de revisión y crítica por parte de los zoolingüistas. Por ejemplo, para hacerlo notar de alguna manera, ¿por qué los zoolingüistas estudian solamente animales?
¿Por qué? Porque las plantas no se comunican.
Las plantas no se comunican; esto es un hecho. Por consiguiente las plantas carecen de lenguaje; muy bien; hasta aquí sigue funcionando nuestro axioma de base. Por lo tanto, es obvio, las plantas no tienen arte. ¡Un momento, sin embargo! Esta última aseveración no parte de nuestro postulado básico, sino tan sólo del indemostrado argumento tolstoiano.
¿Qué ocurriría si el arte no fuera comunicación?
¿O qué, si una parte de la producción artística lo fuera y la otra no?
Nosotros, animales en definitiva, capaces de realizar actos, sujetos a dependencias, buscamos (debo decir que con exceso) un arte comunicativo, activo, dependiente; y cuando lo encontramos no podemos menos que reconocerlo. El desarrollo de este poder para detentar, así como la habilidad en las matizaciones, constituye una reciente y gloriosa proeza.
Ante lo cual me permito insinuar que, pese a los prodigiosos progresos llevados a cabo por los zoolingüistas durante las últimas décadas, nos encontramos todavía en el umbral de una verdadera edad del dominio zoolingüista. Por ello mismo no debemos convertirnos en esclavos de nuestras antiguas tesis. Aún no se han abierto nuestros ojos a los vastos horizontes que ante ellos se despliegan. En suma, no nos hemos encarado con el casi terrorífico desafío de la Planta.
Si no en tanto que comunicación, el arte vegetal existe, y ello debe conducirnos a la revisión de algunos de los conceptos de nuestra ciencia y a preparar un competente equipo de técnicos. Pues no es tan sencillo eludir las exigencias críticas y técnicas que, necesarias para el estudio de los misteriosos asesinatos de la Comadreja, el erotismo del Batracio, la saga perforadora de la Lombriz, no son menos imprescindibles para afrontar el arte de la Secoya, la cadencia del Junco y muchas otras.
Esto ha sido irrevocablemente demostrado, paradójicamente, por el fracaso –noble fracaso, sin embargo– de los esfuerzos del Dr. Srivas, de Calcuta, al usar cámaras fotográficas con el objetivo abierto en exposición, a fin de registrar un léxico del Girasol. Su intento fue un desafío, pero condenado a la derrota. Pues su proyecto era cinético –un método apropiado a las artes comunicativas de las tortugas, las ostras y los perezosos. Había observado la extrema lentitud del movimiento de las plantas y sólo a partir de este dato debía ser resuelto el problema.
Problema que fue en aumento. El arte que él pretendía descubrir, si realmente existía, era un arte sin comunicación –y probablemente un arte exento de movimiento. Es posible que el Tiempo, ese elemento esencial, matriz y parámetro de todo arte animal conocido, no participe necesariamente del arte vegetal. Las plantas pueden muy bien usar un compás cuyo modelo sea la eternidad. Es algo que desconocemos.
Realmente se trata de algo que no conocemos. Todo cuanto hemos podido averiguar al respecto es que el Arte considerado como vegetal es completamente diferente del Arte animal. Qué es no podemos decirlo, pues todavía no lo hemos descubierto. Aún con cierta inseguridad puedo afirmar que existe, y cuando sea demostrada su existencia y conocida su esencia, ésta no consistirá en una acción sino en una reacción: advertiremos que no se tratará de una comunicación sino de una recepción. Será exactamente lo contrario de cuanto sabemos y podemos identificar. Será el primer arte-pasivo que conozcamos.
Pero, ¿podemos verdaderamente conocerlo? ¿Podemos verdaderamente entenderlo?
La empresa estará llena de dificultades. Ello es obvio. Sin embargo no debemos desesperar. Recuérdese que, incluso en pleno siglo xx, muchos artistas y científicos no creían en la posibilidad de que el Delfín llegara a ser comprendido por el cerebro humano. Una actitud semejante por nuestra parte nos llevaría a ser el hazmerreír de nuestros sucesores, de tal manera que cualquier fitolingüista dirá a algún crítico de estética: «¿Advierte usted que eran incapaces hasta de leer las Berenjenas?». Así, sonreirán ante nuestra ignorancia; y mientras continuarán aumentando sus éxitos, registrando, por ejemplo, la lírica de los líquenes sobre la cara norte de Pike’s Peak.
Y con ellos, o después de ellos, aunque al principio no más que como aventurero osado, aparecerá la figura del geoIingüista, que, ignorando, casi despreciando, el delicado tránsito hacia la lírica liquen, querrá aprehender lenguajes todavía menos comunicativos, todavía más pasivos, enteramente atemporales: la fría y volcánica poesía de las rocas, cada una de las cuales será una palabra lanzada por la tierra desde tiempos inmemoriales, en la inmensa soledad, inmensa confraternidad del cosmos.

Nota: No es cierto que las plantas no se comuniquen, se ha comprobado que lo hacen mediante substancias químicas segregadas por las raíces. Cuando un enemigo ataca a una planta, comiendo sus hojas por ejemplo, esta, segrega un agente químico que detectado por sus vecinas desencadena una serie de procesos defensivos, como la alteración del sabor de las hojas o la secreción de venenos.

Pomada azul

Pomada azul
Theodore Sturgeon
Blue butter, © 1974 by Mercury Press Inc.. Traducción de Fernando Corripio en Ciencia Ficción Selección-25 volumen extraordinario, Libro Amigo 438, Editorial Bruguera S.A., primera edición en Septiembre de 1976.

Cuando en octubre de 1949 apareció el primer número de Fantasy & Science Fiction, la firma de Theodore Sturgeon figuraba en él. Es el único de los autores incluidos en este número conmemorativo (25 aniversario) que también colaboró en el número uno, así que nada más lógico que abrir esta selección especial con su inquietante relato sobre la Extrapolación final.
La idea de que toda la vida sobre la Tierra produce un efecto semejante al de las ladillas en un persona, es ciertamente notable.

No había oído nada semejante en mucho tiempo. Me acerqué a su laboratorio y golpeé en la puerta: bip, bip, bam, bam.
–¡Eh, pasa!
Era la voz de Stromberg, que añadió mi nombre.
Hacía treinta y ocho años que conocía a Stromberg y, a pesar de ello, aquel reconocimiento instantáneo de mi forma de golpear a la puerta, aquel inmediato ¡Eh, pasa!, era algo de lo que me sentía muy orgulloso. No sé cómo me habré ganado semejante distinción. Por un tercero me enteré cierta vez de que a Stromberg le gustaba mi compañía porque podía hablar conmigo acerca de cualquier cosa, de todo aquello que mantenía ocupado aquel gran cerebro suyo: física, química, pintura, música, electrónica, poesía, cocina, amor, política, filosofía, humor. Aquella tercera persona estaba equivocada. Stromberg podría hablarme a mí de todos esos asuntos. No conmigo. Nadie podía hablar con él de esas cosas. De todas esas cosas.
De modo que crucé la puerta y pasé por la obscura oficina del laboratorio hasta llegar a éste, con sus filas de frascos de Miller, sus recipientes, las increíblemente hermosas vidrieras, la hilera de computadoras con sus luces indicadoras y .sus cuadrantes luminosos, rojos, anaranjados, verdes y blancos; el gran tablero de control situado encima del banco de electrónica con sus filas de herramientas, las brillantes cajas negras y los manojos de cables, como minúsculas serpientes.
A través de una puerta interior pude ver una parte del laboratorio de química y biología, donde entre el rumor de los visores luminosos, el relucir del vidrio causaba una impresión sedante. Al otro lado de la pared posterior, donde yo no alcanzaba a ver ahora, sabía que se encontraban unas cajas con instrumental quirúrgico, un fregadero con válvulas automáticas, una mesa de examen –de acero inoxidable, microscopios, microtomos, dos centrifugadoras, un autoclave y otra pila.
Dos paredes, desde el suelo hasta el techo, estaban cubiertas de vitrinas de cristal con productos químicos. Cruzando otra puerta más alejada, sabía yo que se llegaba a una biblioteca con su propia computadora terminal para la localización de un determinado libro, y para recurrir a fuentes exteriores.
El laboratorio principal, donde yo me encontraba, se hallaba iluminado únicamente por un rayo de luz amarillenta. Este procedía de la puerta abierta de una pequeña estancia en la cual Stromberg tenía sólo su catre, su cafetera y un refulgente cono de luz fluorescente «diurna» que pendía del techo. En un pequeño taburete situado bajo la luz estaba sentado Stromberg a medio vestir –sólo cubierta la parte superior del cuerpo–, con las piernas separadas, orientada una al sur y la otra al oeste, en tanto que se untaba abundantemente la zona púbica con una pomada densa de color azul grisáceo. Me dedicó una sonrisa.
–No es nada alarmante –manifestó, mientras continuaba con su tarea.
No respondí, sino que aguardé a que concluyese lo que estaba haciendo. A continuación se limpió los dedos con una serie de trapos, ajustó de nuevo la tapa del frasco de la pomada, y tras aplicar varios trozos de gasa en la zona afectada donde se adhirieron firmemente, se puso en pie.
Le seguí hasta la habitación del catre y la tetera, y Stromberg me dijo sonriendo:
–En realidad, no necesitaba haber dicho eso de que no había que alarmarse. Al menos, no debía habértelo dicho a ti. Tú posees la virtud, ¿nunca te lo dijeron?, de aceptar las cosas como vienen. No te dedicas a hacer juicios ni especulaciones de tipo moral o social acerca de lo que hace la gente. Tan sólo lo aceptas, y te limitas a esperar. Eso es algo elogiable.
Se dirigió al pequeño cuarto de aseo que había en una esquina y se lavó las manos minuciosamente, como un cirujano. Me dijo luego:
–Haz café.
Poco después, estaba hecho. Lo vertí en grandes tazas de loza, y añadí al mío miel y leche, mientras que el de él quedó en café puro.
Pude haber criticado sus manifestaciones. Lo cierto es que yo tenía tantos prejuicios y hacía tantas especulaciones morales como cualquier otra persona, o más aún. Lo que Stromberg no podía saber era que yo no quería ni podía aplicarle eso a él; nunca lo habría hecho. Así diré, como ejemplo, que cuando Stromberg salió del baño con sólo una camisa de polo y con su prominencia masculina sobresaliendo entre un montón de gasas pringadas de pomada gris, no me pareció ridículo. Stromberg nunca parecía ridículo, al menos para mí.
De un cajón de la pared extrajo un par de pantalones blancos de boxeador y una fina bata blanca. Se puso ambos y se calzó los pies con unas zapatillas. Luego sacó de otro cajón una gran bolsa de plástico, la abrió de un golpe y me la entregó. Despojó por completo el catre de sus ropas, enrolló el colchón de espuma plástica junto con las sábanas y la manta, y mientras yo conservaba abierta la bolsa, él introdujo todo el bulto dentro.
Retorció la boca de la bolsa para cerrarla, salió chancleteando de la estancia y en seguida volvió con una gran etiqueta blanca donde se podía leer: CONTAMINADO.
–Ve a lavarte las manos –me dijo, arrastrando el saco hacia la habitación exterior, y luego añadió–: No es nada mortal.
Tras decirme estas palabras tranquilizadoras, me encaminé hacia el cuarto de aseo. En el baño había algunas inscripciones, no muchas:

«NADA ES TOTALMENTE ABSOLUTO.»

«E=MC² puede ser, después de todo, un fenómeno local.    Albert Einstein»

«Una respuesta no tiene por qué ser necesariamente la única.    Charles Fort.»

«ME REVIENTAS LOS SESOS y YO SORBO LOS TUYOS.»

Al salir del baño le dije:
–Joey se ha roto el pulgar.
–¿Roto? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Con qué? ¿Acaso…?
Yo alcé las manos tratando de aplacarle. Stromberg era capaz de hablar a veces como una ametralladora.
–Se trata de una fractura limpia y simple. Se la produjo hace tres semanas y no ha tenido complicaciones. Metió el pulgar a través de los radios de la polea de su torno de joyero.
–¿Por qué no le coloca un protector?
–Ya lo tiene. Lo quitó para enseñar a otro chico por qué tenía un protector.
La tensión pareció fluir de los hombros y el cuello de Stromberg y comprimió las comisuras de su boca. Alzó la mano izquierda y agitó el dedo meñique. A! flexionarlo vi que estaba un poco desviado en la segunda articulación. Nunca había notado eso anteriormente.
–Yo hice exactamente lo mismo cuando tenía su edad –declaró–. ¿Cómo está…, cómo está Curie?
–Perfectamente. Comienza a darse cuenta de que ser una chica no es lo mismo que ser un muchacho.
Le gustó eso. Ya sabía yo que iba a gustarle. Me guiñó un ojo y bromeando me dijo suavemente:
–¿Un chauvinismo incipiente?
–Mío, no de ella. Nunca de ella.
Nos encaminamos al laboratorio principal, donde Stromberg recogió la pomada y las gasas que habla dejado junto al taburete. Un hombre ordenado. Al fin lo preguntó. Tenía que hacerlo:
–¿Y Mitty?
–Bastante bien, bastante bien. Se llevó a los chicos hasta Arrowhead durante una semana. Consiguió su nuevo vestido verde.
–Bueno, pero ¿es feliz?
Tuve que aguardar un rato, antes de poder responder a aquello.
–Más que feliz –aseguré con cautela.
–Es de imaginar –dijo, asintiendo una y otra vez–. No hay más sitio para ir que hacia arriba. Iré…, iré por allí pronto, para verlos.
–Buena idea.
Me echó una mirada especial, de las suyas. Le obliga a uno a parpadear, cuando lo hace. Los rayos láser no necesitan dispositivo de mira.
–Tú los ves bastante a menudo –aseguró.
–Hum.
Lo cierto es que los veía casi a diario y también muchas noches, pero no había necesidad de decirlo.
–Eso es bueno.
Se quedó quieto un momento y luego hizo uno de sus gestos característicos, alzando las manos y dejándolas luego caer hasta golpearse los muslos. Como si quisiera cambiar de tema, se dirigió hacia la puerta del despacho y accionó los interruptores de la pared. Unas luces provistas de pantalla que había sobre los bancos más alejados parpadearon, mientras que el hiriente cono de luz del techo se apagó. Así resultaba mucho más agradable.
–Todo forma parte del todo –aseguró.
–¿Quién dijo eso? –pregunté, pues tuve la certeza de que se trataba de una cita.
–El cantante Donovan. También el I Ching, el oráculo por las entrañas de carnero, y yo.
–Está bien –dije, y aguardé.
–Para medir un círculo, se puede comenzar por cualquier parte.
Sabía a quién estaba aludiendo. Se refería a Charles Fort.
–Al fin había hallado Stromberg un punto para empezar. Y era cierto. Bien pudo comenzar por cualquier lugar. Conocía a aquel hombre; había estado con él anteriormente. Tenía la virtud de empujar a algunas personas más allá de los límites de la paciencia, debido a la forma con que iba de un tema a otro, aunque lo hiciese con autoridad. La gente pretendía que se etiquetara todo claramente, como la pomada del frasco; querían saber antes de tiempo lo que había dentro, el material que contenía, y para qué servía. Pero con Stromberg había que aguardar mientras él hacía un ladrillo y lo dejaba aun lado; mientras cortaba una viga y la dejaba a un lado; mientras forjaba los clavos, preparaba el alquitrán para el techo, y colocaba los canalones y los marcos de puertas y ventanas. Cuando todo eso estaba hecho, quedaba una estructura completa. Podía uno tener confianza de que así iba a ser.
–Algunas personas están dotadas –o más bien «afectadas»– por una escala de tiempo distinta a la de la demás gente –prosiguió–. No creen en el tiempo biográfico. Aludo a mi era, a las cosas que ocurrieron desde que yo nací. Tampoco creen en el tiempo histórico, el mísero tictac del tiempo –agregó chasqueando los dedos– desde que comenzamos a escribir nuestras aventuras y las mentiras acerca de nuestras aventuras. Ellos creen en el tiempo geológico, en el tiempo astronómico, en el tiempo cosmológico. Estoy hablando de los idiotas que se dejan enredar por la ciencia ficción, que la leen, que la escriben. De algunos científicos, algunos filósofos.
–Algunos místicos –dije, y me pesó haberle interrumpido, conociéndole como le conocía.
No obstante, casi admitió mi punto de vista.
–Tal vez. Tal vez, aunque prefiero creer que muchos de ellos, y muchos compositores y pintores, y los teólogos, todos de un espectro más amplio, despegan en ángulo recto de lo que yo considero como el camino directo de las cosas, el avance desde la causa al efecto. No lo sé con exactitud. Tal vez eso les proporcione una perspectiva tan importante como la del pensamiento cosmológico temporal. No lo sé. No lo sé. No son intransigentes, sino que hacen sitio a cualquiera. Se trata de un amplio universo.
Nos sentamos. Stromberg se sentó ayudándose con las manos, apoyando una posadera después de la otra.
–Tratan endemoniadamente de no pelearse –explicó–. De todos modos, la gente con una mentalidad como esa suele ser considerada poco menos que inhumana. Fría, insensible, carente de algo… No es así, no. Es tan sólo que los contratos matrimoniales, y la caballería, y el que se informe o no a la iglesia, o se lleve el hueso distintivo de la propia tribu en la nariz, todo ello no influye demasiado. en la separación geológica de los continentes ni en el nacimiento y la muerte de las estrellas.
»Puedes amarla y acariciarle los pies, y tratar de conseguir entradas para el estreno, a fin de hacerla feliz; pero ¿cómo vas a reconocer que ella, y tú, y todos vuestros esfuerzos y pensamientos no son más que trivialidades? Sobre todo, cuando no puedes decírselo a ella. No, nunca, nunca.
–Ah –musité.
Me lanzó una mirada y agregó:
–Creí haber oído abrirse una puerta.
–En efecto –manifesté–. Nunca me di cuenta de eso. Más aún, ella nunca lo supo, ni lo sabe ahora. Cree que ha fracasado contigo de un modo u otro. Se ha tomado en serio lo de los periódicos: «Premio Nobel en las carreras.» «El doctor Stromberg ha sido visto en Hollywood bien acompañado.» «El doctor Stromberg en prisión temporal tras una riña en el puerto.» Ella cree que fue la causa de todo eso, de un modo u otro.
–Pues no ha sido así –dijo Stromberg; luego señaló con la diestra hacia la computadora de la pared y agregó–: Esa fue la causa. La gran extrapolación. Eh, antes empecé a hablarte de algo. Tu hermana pequeña.
Asentí con la cabeza. El asunto aún me producía un nudo en el estómago.
–Se precipitó contra el cristal de una puerta –dije–. Del rostro, las manos, los brazos y las piernas le salían veinte chorros de sangre.
–Horrible –admitió–. Pero cuando hubieron concluido las primeras curas y ya estuvo en camino de recuperarse, ¿qué fue lo que siguió trastornándote?
Lo recordé.
–Lo que pudo hacer ella para merecer eso –declaré.
–Cierto. Y creo que entonces te dije que «lo malo», «lo bueno» y el «merecer algo» pertenecen a otra escala, a otro país y otro lenguaje distintos de la secuencia de causa y efecto que resultan de toda esa sangre de virgen.
–Fue un consuelo –aseguré.
–Desde luego. Por desgracia, no hay forma de aplicar el mismo bálsamo a mi mujer, sin ofenderla.
Entonces dije, con prudencia:
–Es algo repentino. Cierto día, un familiar. Al siguiente, las cartas de banqueros y abogados, un amplio acuerdo, y al día siguiente comienzan los titulares de los periódicos. Resulta demasiado fácil achacarlo a una fantasía de la edad madura, a la paranoia de la juventud que se extingue. Algo tuvo que ocurrir.
Stromberg asintió y, tras golpearse con el puño la cabeza, volvió a ponerse la mano bajo la nalga derecha.
–Todo el asunto residía ahí. Estaba ahí desde hacía mucho tiempo. Pero aquel día las luces se encendieron para mí.
Terminó de hablar mientras señalaba de nuevo con la cabeza hacia las computadoras.
Me limité a esperar hasta que Stromberg llegó, a tomar interiormente alguna decisión y comenzó a hablar. Me dijo:
–Escucha esto:

Ella te hiere, como lo haría una rosa,
no siempre, como cabría esperar, con sus espinas.
La rosa te hiere siempre con su flor.

–Escalofrío.
–En efecto, escalofrío. Harry Martinson, un sueco, fue quien lo escribió. Escalofrío también para el Pasacalle y fuga en mi menor, de Bach; para el último movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven, para un planeador, para Nureyev, para Gagarin, que dijo «soy un águila». Escalofrío asimismo para la estructura de las catedrales góticas, y para Ellington, y para Dylan Thomas. Escalofrío, si tú quieres, para el pons asinorum y la uña del meñique de tu primer hijo.
»Pero ¿por qué increíble arrogancia achacamos trascendencia a cualquiera de esas cosas? Importancia para nosotros, desde luego, cuyos hechos nos resultan naturales. Pero ¿y para un piojo? ¿ Qué tiene que ver la trascendencia humana con un piojo, sino que algunos de los humanos se sienten inquietos al ser picados por él?
»¿Y por qué engreída idea llegamos a creer con seguridad que un piojo no tiene sus Shakespeares ni sus Mozarts? Nadie ha pensado nunca en eso, nadie. Toleramos el piojo mientras no pensamos en él, incluso porque a veces creemos que no existe. Pero cuando tenemos certeza de su presencia, entonces lo embadurnamos con pomada azul, sin preocuparnos de que los piojos puedan sufrir el equivalente, para ellos, de “Una ciudad rosa y roja, antigua como la mitad del tiempo.”
Stromberg se inclinó hacia adelante y prosiguió hablando con terrible intensidad.
–Pues bien –manifestó–; te diré lo que vi cuando las luces se encendieron, cuando la computadora me leyó la extrapolación final. Todos somos piojos sobre la Tierra, vida que vive de la vida, hasta llegar a la bacteria, que vive de la substancia de la tierra misma. Hasta ahora la Tierra no se ha dado cuenta, ni le ha importado. Pero ahora lo sabe, y le importa. No como una entidad consciente, desde luego; no pretendo hacerte creer lo de Cuando la Tierra gimió. Causas encadenadas: un raro accidente de nuestra atmósfera y sus componentes especiales produjeron vida, y ahora .la vida se ha puesto lo bastante de manifiesto como para trastornar el equilibrio natural.
–Ecológicamente… –comencé a decir.
–Maldición, no voy a darte más de ese moderno y popular rollo acerca de la ecología y la conservación dc la naturaleza. No hay conservación que pueda hacer nada; ya nos encontramos en la pendiente. La muerte de los océanos y la pérdida de la atmósfera respirable no suponen el fin del planeta. Este, en sí, no va a morir hasta que transcurran varios miles de millones de años más.
»La Tierra, a su modo, siempre nos ha combatido de una forma pasiva. La lucha por la existencia, por la vida, siempre ha sido lucha porque por propia naturaleza el planeta no nos quiere. Lo mismo nos pasa a nosotros con el piojo. Todo lo más, podemos soportarlo mientras no nos pique.
Pues bien, hemos picado a la Tierra, y como no hemos respondido ante un par de rascados, ante una plaga o un terremoto, entonces ha llegado el momento de la pomada azul.
»Ahora volvemos hacia atrás, recorriendo todo el camino hasta el metano y el amoníaco, al ácido sulfúrico, al vapor de agua y al hidrógeno de la atmósfera. Regresamos a las lluvias de cincuenta años y a una Tierra sin la protección de una capa de ozono. No será exactamente la atmósfera primitiva, pero será algo muy semejante, al menos en lo que concierne a la vida terrestre. No será una minucia, como la Era Glacial. Será, claramente, un retroceso hasta antes del principio.
»Lo será. No estoy fantaseando. No estoy especulando. Será así. De modo que, sabiendo eso, me contemplé a mí mismo: Cincuenta y un años, austero, digno de confianza. No bebo, no peleo, no juego, no voy a buscar mujeres a los bares, nunca patiné, ni esquié y nunca comí callos ni cous-cous. Por eso ahora voy a vivir de verdad hasta que me muera; voy a sentir, voy a ser. Tengo dinero y salud hasta ahora, ¡Y por Dios, que voy a hacer uso de ambos!
Durante algún tiempo no me fue posible hablar. Cuando pude hacerlo, hice una seña hacia las computadoras Y le pregunté:
–Entonces, ¿realmente no hay esperanzas?
Se echó a reír en voz alta.
–¿Esperanzas? ¡Claro que las hay! ¡Por propia naturaleza, la Tierra está condenada a tener parásitos!
Se liberó una mano y se dio unos golpecitos en el escroto, mientras decía:
–Durante aquel diluvio de pomada mercurial –un remedio anticuado, pero eficaz–, entre los gritos de muerte de la civilización parásita, escuché la voz de una ladilla, anciano filósofo, que decía: «Tened esperanza, amigos míos, tened esperanza. Sólo están preparando el camino para una nueva generación de ladillas.» No hay duda de que estaba en lo cierto, y sólo deseo, en bien del futuro de esos parásitos, que el nuevo y limpio ambiente origine una ladilla que no produzca picores.
Me puse en pie, me marché, y fui a buscar a la señora Stromberg para contarle lo que pasaba, si podía.

Anclaje

Anclaje
Eric Frank Russell
Tieline, © 1955 (Astounding Science Fiction, Julio de 1955). Traducción de urijenny.

Originalmente publicada bajo el nombre de Duncan H. Munro. Esta historia respecto a un hombre solitario que mantiene una vigilancia galáctica desde un mundo acuático realmente hace pensar con cariño en las gaviotas.

Vio la aguja del medidor de salida saltar, oscilar, y caer nuevamente. Treinta segundos después lo mismo: subió, se estremeció y cayó. Treinta segundos después lo mismo nuevamente. Ha estado haciéndolo por semanas, meses, años…
Fuera del edificio de piedra fundida una antena en celosía se eleva hacia lo alto en el aire y apunta una gigantesca copa hacia las estrellas. Y desde la copa, a intervalos de medio minuto, se envía una voz silenciosa de largo alcance.
–Bunda uno. ¡Eep-eep-bop! Bunda uno. ¡Eep-eep-bop!
Desde ocho estaciones repetidoras sincronizadas, en islas solitarias alrededor del ecuador del planeta, se emite la misma llamada, radiando como los rayos de una rueda, tan lentamente como gira el mundo sobre su eje.
Afuera, en el abismo internebular donde se esconden los cuerpos obscuros sin soles que puedan descubrirlos, una nave eventual podría escuchar la voz, cambiar curso en sus propios planos horizontal o vertical y rugir directo hacia adelante.
Con qué frecuencia podía ocurrir esto, no tenía modo de saberlo. Permanecía en tremenda soledad, señalando el camino a aquellos que nunca dirían “¡Gracias!”. Demasiado pequeña y fugaz para ser vista alguna vez, su estela titiló brevemente en el espacio entre las espirales de estrellas y luego se perdió. Como “las naves que pasan en la noche”.
Bunda uno. Un faro en el espacio. Un mundo con atmósfera semejante a la de la Tierra pero escasa tierra firme. Una esfera de océanos inmensos salpicados de escarpadas islas en las que no vivía nada que fuera compañía y consuelo para alguien con forma humana.
Esta isla en particular era la mayor superficie sólida en un mundo de desechos acuosos. Treinta y cinco kilómetros de largo por once de ancho, un verdadero continente en los términos de Bunda. Sin árboles, ni animales, ni pájaros, ni flores. Habían arbustos achaparrados, bajos y retorcidos, líquenes, y pequeños hongos. Había unas cincuenta especies de insectos anfibios que mantenían estables sus poblaciones a través del enfrentamiento de unos con otros. Y nada más.
Sobre todo el planeta se extendía un silencio espantoso. Esto era lo horrible: el silencio. Los vientos eran suaves, consistentes, nunca declinando a un suspiro o creciendo hasta un aullido. Los mares avanzando perezosamente, arrastrándose veinticinco lentos centímetros hasta las rocas, y deslizándose de nuevo los veinticinco centímetros hacia abajo sin un sobresalto, un chapoteo, un sonido de aspersión de rocío. Los insectos eran silenciosos, sin un chirrido o chillido en el montón. Los pálidos líquenes y los deformes arbustos se mantenían inmóviles, como extravagantes entidades paralizadas por la eterna calma.
Detrás del edificio hay un jardín. Cuando los constructores de la baliza establecieron por primera vez el lugar en que se ubicaría la instalación, convirtieron un cuarto de hectárea de dura roca en terreno cultivable, y plantaron allí raíces y semillas de la Tierra. No aparecieron flores, pero prosperaron algunos vegetales. Tenía cincuenta surcos de remolacha, espinacas, y brócoli. Y tenía cebollas del tamaño de pelotas football.
Nunca comió una cebolla. Las detestaba. Pero las mantenía junto con el resto, cuidándolas con esmero, por variar la rutina y por el placer de escuchar el grueso empuje de una pala, el firme tintineo de una azada.
La aguja saltó, se estremeció, y cayó nuevamente. Si observaba con demasiada frecuencia y durante demasiado tiempo, se volvía hipnótico. Había veces en que desarrollaba un insano deseo de cambiar sus características: la oscilación en algo idiota pero refrescantemente nuevo; destrozar el código en clave del gran transmisor y substituirlo por alguna insensatez que la copa podría enviar hacia las sorprendidas estrellas.
–Wossop na bullwacka. ¡Bammer-bam-whop! Wossop na bullwacka. ¡Bammer-bam-whop!
Había pasado antes y algún día podría pasar de nuevo.
No había pasado tanto tiempo desde que un crucero liviano tuvo que eliminar una estación del grupo Wolf después que su baliza comenzó a radiar en forma incoherente. La locura de un hombre puso en peligro a un transporte que llevaba dos mil personas a bordo. Al poner un faro fuera de servicio hay que avanzar a ciegas en la obscuridad del espacio profundo.
Para unirse al Servicio de Balizamiento había que aceptar diez años de confinamiento solitario con una remuneración muy elevada y la satisfacción de realizar un servicio de necesidad pública. El prospecto trataba de atraer personas jóvenes, adaptables y aún firmes sobre la buena y vieja Tierra. La realidad, era sombría, prohibitiva, y había demostrado ser demasiado para muchos. El hombre no sirve para vivir solo.
–¿Así que eres de las Islas Occidentales, eh? ¡Justamente la clase de hombres que necesitamos! Tenemos una estación llamada Bunda uno que está hecha a medida para ti. Serás capaz de aguantar mejor que la mayoría. Las personas de las ciudades no sirven en lugares como ese; sin importar cuán excelentes sean sus calificaciones técnicas, tarde o temprano se quiebran por la falta de “luces brillantes”. Sí, un hombre de las Islas Occidentales está cortado a la medida para Bunda uno. No añorarás aquello que nunca has tenido. En Bunda uno encontrarás todo aquello a lo que estás acostumbrado: islas rocosas y grandes mares, igual que en casa…  Igual que en casa.
El hogar.
Abajo, en la playa sin olas había guijarros y bellas conchillas, y pequeñas cosas que se arrastraban, como cangrejos. En el océano cimbreantes campos de algas marinas a través de los que se lanzaban vastos cardúmenes de peces, grandes y pequeños, igual que los peces de los océanos terrestres. Lo sabía, porque tiraba líneas de pesca desde la orilla, los pescaba, los desenganchaba, y los arrojaba de nuevo a la libertad de la que él carecía.
Pero ningún malecón de piedras gastadas proyectado en las aguas verdes, ni pequeños y oxidados vapores rodando a través de la bahía, nadie en la playa trabajando con tarros de alquitrán o remendando redes. Ni barriles rodando y traqueteando desde la tonelería, ni bloques brillantes arrastrados fuera de la planta de hielo, ni hordas plateadas tambaleándose y avanzando a los tumbos bajo los cascarones. Y en el ocaso ninguna voz en la capilla pidiendo por los que están en peligro en el mar.
En la Tierra los grandes cerebros científicos trabajaban muy bien cuando tenían que tratar con problemas netamente técnicos. La estación maestra de Bunda uno era semiautomática, sus ocho balizas esclavas plenamente automáticas, y extraían su energía de generadores atómicos que podían funcionar sin mantenimiento durante una centuria o más. La fuerza de las voces de aviso era suficiente para empujarla a través de un poderoso abismo entre cúmulos de incontables soles. Todo lo que se necesitaba para alcanzar un cien por ciento de eficiencia era un ojo vigilante respaldado por conocimiento, capacidad e iniciativa, un mecanismo de emergencia que pudiera hacer de la baliza una unidad autoreparable. En otras palabras, un hombre.
Aquí es donde su ingenio no resiste. Un hombre. Un hombre no es un dispositivo. No puede ser evaluado, tratado, o ser hecho para funcionar como un dispositivo.
Con algún retraso tuvieron que reconocer el hecho, después que el tercer demente tuvo que ser retirado de su puesto. Tres colapsos mentales en una organización que contaba con cuatrocientas estaciones aisladas no es una gran proporción. Menos del uno por ciento. Pero tres casos eran demasiado. Y el número podría acrecentarse a medida que con el transcurso del tiempo se fueran quebrando otros encargados de estaciones de balizamiento. Analizaron el problema. Ah, exclamaron, la respuesta es el precondicionamiento.
De modo que los próximos candidatos tendrían que atravesar un tamiz científicamente diseñado, un formidable y extenso curso calculado para quebrar lo quebrable y dejar un duro resto adecuado para el servicio. No se pudo implementar. La necesidad de hombres era demasiado grande, el número de candidatos demasiado bajo, y se quebrarían demasiados.
Después examinaron otra media docena de teorías sin mejor suerte. El precepto y la práctica no siempre concuerdan. Los grandes cerebros lo podían haber hecho ellos mismos con una pizca de sentido común.
Su última novedad fue la teoría del anclaje [tieline]. Afirmaron que los hombres han nacido en la Tierra y necesitan un anclaje a Tierra. Dándoles tal anclaje, se mantendrían sujetos a la cordura. Se podría resistir a través de los diez años de confinamiento solitario.
¿Qué es un anclaje?
Cherchez la femme, sugirió alguien, mirando hacia el mundo sobre sus gafas. Lo discutieron, desechándolo por una docena de razones. Las complicaciones imaginables iban desde el asesinato hasta los bebés. Además, significaba duplicar en masa el transporte periódico de suministros para una entidad no técnica.
¿Un perro, entonces? Perfecto para aquellos pocos mundos en los que un perro puede arreglarse por sí mismo. ¿Pero qué respecto a otros mundos, tales como Bunda? Los cargamentos en el espacio se valuaban en gramos, no en toneladas, y no era aún el tiempo en que pudiera embarcarse alimento para perros alrededor del cosmos para beneficio de los simples y extensamente dispersos perros callejeros.
El primer anclaje que se intentó fue improvisado y completamente mecánico, y tuvo la virtud de romper el silencio que era el anatema de Bunda. La nave de suministro anual dejó caer su carga de alimentos junto con un grabador y una docena de cintas.
Para el siguiente mes tenía ruidos, no sólo palabras y música, sino también sonidos característicos de la Tierra: el estruendo del tráfico junto a una curva en día feriado, el tronar de los trenes, el repicar de las campanas de la mañana de domingo, el agudo parloteo de los niños saliendo de la escuela. La evidencia auditiva de la vida lejana, muy lejana. En la primera audición se deleitó. En la veinteava se aburrió. No hubo treintava vez.
La aguja de salida saltó, se estremeció, y cayó.
El grabador estaba abandonado en un rincón. Fuera de allí, en las nieblas estelares se encontraban sus hermanos solitarios. Aún no podía hablarles, o escucharlos. Estaban fuera del alcance del radio y sus mundos giraban como el suyo. Se sentó y vigiló la aguja y sintió el abominable silencio de Bunda.
Ocho meses atrás, en tiempo de la Tierra, la nave de suministros había traído evidencia de que aún se embaucaba con la teoría del anclaje. Junto con la provisión anual había dejado una caja pequeña y un pequeño libro.
Extrayendo la caja de su embalaje, la abrió y se encontró enfrentado a un monstruo con ojos de insecto. La cosa había girado su cabeza triangular y lo miraba con  horrible frialdad. Luego se movió a lo largo, con torpes movimientos de sus patas para trepar. Cerró la caja rápidamente y consultó el libro.
Este le informaba que el nombre del recién llegado era Jason, que era un mantis predicador, manso, inofensivo y completamente capaz de arreglarse por sí mismo en Bunda. Jason, decía el libro, ha sido testeado en su dieta con varias especies de insectos de Bunda y los ha comido ansiosamente. En algunos lugares de la Tierra los mantis eran la mascota de los niños.
Esto mostraba como trabajaban sus mentes obstinadamente en pos de su objetivo. Se había decidido que el anclaje debía ser una criatura viva, nacida naturalmente en Terra. También que debía ser capaz de mantenerse por sí misma en un planeta extraño. Pero, encontrándose cómodamente en sillones y no perdidos en los campos estelares, pasaron por alto la cualidad esencial de la familiaridad. Habría sido mejor que le hubieran enviado un gato callejero. A él no le gustaban los gatos y no había leche, pero al menos los mares estaban repletos de peces. Además, los gatos hacen ruidos. Ronronean y maúllan. La cosa en la caja era amenazadora y silenciosa.
¿Quién, en las Islas Occidentales, había encontrado alguna vez un mantis predicador? Él nunca había visto uno en su vida anterior. Se parecía a la representación de pesadilla de un marciano.
Nunca había tocado uno. Lo mantenía en su caja, donde se paraba sobre largas patas, girando bizarramente su cabeza, lo miraba con mirada fría, y nunca emitía un sonido. El primer día que le entregó un saltamontes de Bunda, atrapado entre los líquenes, se asqueó por el modo en que arrancó la cabeza de la víctima y la masticó. Un par de veces soñó con un gigantesco Jason alzándose sobre él, las fauces abiertas como una grande y hambrienta trampa.
Luego de un par de semanas, ya había tenido suficiente. Tomó la caja, y seis millas al norte de la instalación, la abrió, inclinándola; vio a Jason alejarse entre los arbustos y líquenes. Lo favoreció con una mirada de basilisco antes de desaparecer. Había dos terranos en Bunda y estaban mutuamente perdidos.
–Bunda One. ¡Eep-eep-bop!
Salto, oscilación, caída. Ninguna palabra de reconocimiento por parte de una nave asistida atravesando la distante obscuridad. Ningún sonido de vida aparte de los grabados en una cinta magnética. Ninguna realidad dentro de una realidad extraña que crece cada día en lo irreal y elusivo.
Podría ser valioso sabotear la estación con objeto de repararla y volverla a poner en servicio, creando así una fingida justificación para la propia existencia. Pero un millar de formas de vida en una nave podrían pagar por esto con la muerte. El precio por la distracción que podría romper la monotonía era demasiado elevado.
O podría gastar las horas fuera de servicio haciendo una búsqueda en el norte por el pequeño monstruo, llamando, llamando, y sin esperar encontrarlo.
–¡Jason! ¡Jason!
Y en alguna parte, entre los peñascos y las hendiduras, una angulosa cabeza de ojos prominentes se volvió hacia su voz, sin responder. Si Jason hubiera sido capaz de “cantar” como un grillo, tal vez habría podido soportar a la criatura, llegando a amarla, sabiendo que los chirridos eran la conversación del mantis. Pero Jason era tan sombrío y silencioso como el sereno y proscripto mundo de Bunda.
Hizo una verificación final del transmisor, monitoreó sus ocho retransmisores esclavos llamando en la distancia, y se fue a la cama; acostado allí se preguntó por milésima vez si vería el final de los diez años, o si estaba condenado a quebrarse antes de llegar al final.
Si no enloquecía, los científicos en la Tierra podrían usarlo como conejillo de Indias, un precedente para los que trabajan en el tema, en sus esfuerzos para la determinación de la causa y la cura. Sí, eran ingeniosos, muy ingeniosos. Pero había algunas cosas respecto a las que no eran tan perspicaces. Con ese pensamiento cayó en un sueño intranquilo.

Alguna estupidez a veces demuestra ser la chispa que impulsa a encontrar una solución. Todos los problemas se pueden resolver con tiempo suficiente. El tiempo para este era ahora.
La nave vagamundos Henderson rodó fuera del campo de estrellas, descendió en jadeantes antigravs, y se sostuvo un momento a seiscientos metros sobre la baliza. Carecía de reservas para aterrizar, así que retornó a la inmensidad del espacio profundo a continuar su periplo. Simplemente se detuvo, dejó caer el último anclaje pensado por los grandes cerebros y retornó hacia la obscuridad. El cargamento se arremolinó abajo, en la noche de Bunda, como un torbellino de grandes copos de nieve grises.
Al amanecer se despertó inconsciente de la visita. La nave de suministros no llegaría hasta después de cuatro meses. Echó una mirada a su reloj con los ojos entrecerrados, frunciendo el ceño con desconcierto ante el motivo que lo había hecho despertar tan temprano. Algo, un impreciso algo que se introdujo en sus sueños.
¿Qué fue eso? Un ruido.
¡Un ruido!
Se enderezó, escuchó. De nuevo, desde fuera, atenuado por la distancia. El gemido de un gato abandonado. No, no es eso. Más como el llanto de un bebé perdido.
Es la imaginación. El proceso de fractura psíquica debe haber comenzado. Había subsistido cuatro años. Algún otro ermitaño podría haber aguantado los seis restantes. Estaba escuchando cosas y esto era un signo seguro de desequilibrio mental.
De nuevo el sonido.
Se levantó de la cama, se vistió, se examinó en el espejo. No le pareció que lo miraba el rostro de un idiota. Un poco tenso, quizá, pero por lo demás normal. Se dirigió hacia la sala de control, estudió el panel de instrumentos. Salto, oscilación, caída.
–Bunda uno. ¡Eep-eep-bop!
Todo estaba en orden allí. Regresó a su propia habitación, se frotó sus orejas, escuchó. Alguien –alguna cosa– estaba afuera gimiendo en el amanecer en las aguas crecientes. ¿Qué? Una vez que destrabó la puerta con dedos nerviosos, miró hacia afuera. El sonido aumentó, derramándose a su alrededor, por todas partes, inundando completamente su ser. Estuvo largo tiempo de pie, temblando. Luego recomponiéndose corrió hacia el depósito, rellenó sus bolsillos de galletas, se llenó también ambas manos.
Tropezó al cambiar abruptamente la velocidad para cerrar la puerta.
Corrió apresurado, bajando hacia la playa de guijarros con las manos cargadas extendidas, su respiración jadeante de alegría.
Y allí, en el borde del calmo océano, se quedó con los ojos brillantes, los brazos ampliamente abiertos mientras setecientas gaviotas se arremolinaban a su alrededor, tomando galletas de sus dedos, pavoneándose entre sus pies.
Todo el tiempo chillaban el himno de las islas, la canción del interminable mar, la salvaje, salvaje música que era genuinamente de la Tierra.

Traducción y edición digital de urijenny

Misteriosos sucesos en el Museo Metropolitano

Misteriosos sucesos en el Museo Metropolitano
Fritz Leiber
Mysterious doings in the Metropolitan Museum, © . Traducido por Mirta Rosemberg en Universo 5, antología de relatos de ciencia ficción seleccionados por Terry Carr, Fénix, Adiax, 1982.

Cuando los críticos discuten la evolución de la ciencia-ficción, hablan de los escritores que confirieron un auténtico valor literario a lo que comenzó, en este país, como un género orientado casi exclusivamente hacia el folletín; usualmente se invocan los nombres de Theodore Sturgeon, Ray Bradbury y Kurt Vonnegut. Sin embargo, el escritor que ha ganado más premios en este campo es, Fritz Leiber. Tal vez sea porque ha sido más versátil que los otros, ya que su producción oscila entre aventureros relatos de capa y espada (las series de Fafhrd y el Ratonero Gris), sombrías advertencias de posibles futuros (Coming attractions) y punzantes sátiras de nuestro mundo (Un fantasma recorre Texas). O tal vez sea simplemente porque Leiber es un hombre de una vigorosa visión personal, que posee las herramientas literarias para expresarse vigorosamente. El relato que aquí presentamos es una breve y absurda sátira acerca de una convención de bichos, pero muestra a Leiber en su mejor momento: no hay un sólo personaje humano, pero se las arregla para decir más de las flaquezas de la humanidad que cualquier novela de ciencia-ficción repleta de torturados hombres y mujeres, condenados a inciertos destinos, contra un fondo de estrellas. Además, es una obra divertida.

La mitad superior de una brizna de hierba que crecía en el solar cercado, junto al Museo Metropolitano de Arte de Manhattan, dijo:
–¡Escarabajos! ¡Cualquiera diría que son los reyes del mundo, por el modo como se comportan!
La mitad inferior de la brizna de hierba replicó:
–Tal vez lo sean. H. P. Lovecraft, el distinguido escritor de cuentos de horror, dijo en La sombra fuera del tiempo que existiría “una especie de coleópteros que continuaría a la humanidad”. Otros expertos aseguran que todos los insectos, las arañas, o las ratas, heredarán la Tierra, pero el viejo H.P.L. dijo coleopts.
–¡Pedante! –se mofó la mitad superior–. ¡Especie de coleopts! ¿Por qué no decir simplemente “escarabajos” o “bichos”? Significa lo mismo.
–A mí tampoco me gustan las palabras largas –dijo la mitad inferior, imperturbable–, pero también te gusta empezar discusiones y emplear un modo de hablar cortante que no te es propio, que resulta más adecuado en un escarabajo anobio.
–Llamo pala a una pala –replicó la mitad superior–. Y hablando de aquello en que se hunden las palas (una concisa figura que significa el gredoso integumento de la Madre Tierra), espero que no seamos triturados contra ella dentro de un segundo por algún cañonero. O por aplastadores de escarabajos, para acuñar una feliz expresión.
La mitad inferior explicó, condescendiente:
–El presidente y el secretario general de la Convención de Coleopts tienen a su servicio una segura guardia de escarabajos de advertencia distribuidos alrededor de ellos para detectar cualquier aproximación de cañoneros. Una Línea de Coleópteros.
–¡Segura! –se mofó la mitad inferior–. Apuesto a que andan todos pavoneándose por ahí y almorzando en Schrafft’s.
–Tengo la sensación de que va a ser una con espantosa y arruinada –dijo la mitad superior–. Todo el mundo terminará conec. La espantosa con, ¿qué te parece el nombre?
–Espantoso. Los piojos tienen sus propias cons. Pertenecen al orden Psocoptera, Anoplura y Mallophaga, no a la centelleante y divina orden de los coleópteros.
–¡Escoliasta! ¡Paranoide!
Las mitades superior e inferior de la brizna de hierba interrumpieron su polémica, jadeantes.

Los escarabajos de toda la Tierra, pero especialmente los de los Estados Unidos, estaban llevando a cabo su convención mundial bianual, Su cosa Bianual de Bichos, en el extenso solar cercado de Central Park, próximo al Museo Metropolitano de Arte, aunque parezca improbable, tal como lo había dicho la brizna de hierba con personalidad desdoblada.
Ahora bien, se puede pensar que es imposible que un enorme grupo de escarabajos, cuyo tamaño oscila entre escarabajos casi microscópicos hasta los unicornes de una pulgada y media de largo, lleve a cabo una gran convención en un área urbana densamente poblada, sin que los hombres lo adviertan. Si es así, usted ha subestimado gravemente la fuerza y sagacidad de la tribu de los coleópteros, y ha sobreestimado la sensibilidad y capacidad para apreciar los detalles del Homo sapiens… sap para abreviar.
Estos escarabajos habían tomado medidas de seguridad para burlar a la CIA y a la NKVD, en caso de que esas torpes organizaciones humanas los hubieran advertido. Por cierto que había una Línea de Escarabajos para advertir la aproximación de cañoneros –que son, por supuesto, los elefantinos pies, acorazados de cuero, de esos ignoradores de escarabajos, de esos gigantes ofuscados por la ciudad, los hombres. En caso de que amenazaran esos verdaderos barcos de combate, todos los escarabajos acreditados tenían orden de zambullirse entre las raíces de la hierba y refugiarse allí hasta que sonara la señal de “todo claro” en sus receptores ESP.
Y si un aplastador de escarabajos aterrizara por casualidad en uno o unos escarabajos, bien, en caso de que no lo sepan, los escarabajos son ovoides equipados con dymaxion tales como ni siquiera Buckmisnter Fuller y Frank Lloyd Wright se atrevieron a soñar jamás, resistentes hasta un grado fabuloso y capaces de tolerar bombardeos de zapatos hasta la saturación, sin que se produzca ni una grieta en sus resplandecientes caparazones.
De modo que debemos dejar de lado cualquier duda o temor. Los escarabajos estaban llevando a cabo su convención mundial exactamente del modo y en el lugar que les he dicho. Había escarabajos de tierra de un verde brillante, metálicos escarabajos del bosque, amarillos escarabajos soldados, gloriosas mariquitas y apuestos y agradables escarabajos hongo de un rojo igualmente brillante, cantáridas de color gris carbón, crípticos escarabajos, flor de la familia de los escarabajos, con jeroglíficos amarillos impresos en el brillante lomo verde, inmigrantes y afluentes escarabajos japoneses, gorgojos, enormes y obscuros ciervos volantes, escarabajos con cuernos, matacanes como ópalos de fuego e incluso aquellas hiperjeroglíficas y enigmáticas maravillas de la familia Chrysomelidae y de la subespecie Chrysomelidae calligrapha serpentina. Todos entremezclándose en feliz camaradería, compartiendo tragos y bans mots, como lo desean los escarabajos. Cayendo a pique, saltando, pisando la luz fantástica e incluso en los momentos de mayor exhuberancia, levantando sus acorazados caparazones para hacer un corto vuelo de alegría con sus alas retractables, membranosas y tan sedosas como el reluciente encaje de la ropa interior de una baronesa vienesa.
Y no sólo escarabajos norteamericanos, sino coleópteros de todo el mundo: escarabajos asiáticos, de ojos oblicuos y túnicas doradas, escarabajos norteafricanos, con relucientes albornoces, escarabajos sudafricanos, salvajes como hormigas rojas con grandes peinados Afro, relamidos escarabajos ingleses, afables bichos del Continente, y billonarios escarabajos brasileños, brillantemente ataviados, junto con luciérnagas, bailando constantemente el carioca, aspirando éter y rociando generosamente a los otros escarabajos con esta intoxicadora bruma. Oh, un grupo grandioso.
Y no es que no hubiera una mosca en la leche en esta deliciosa sociabilidad coleóptera. Ya estaban en pie de guerra las cucarachas de New York, tratando de sabotear la convención porque no habían sido invitadas. Daban vueltas y vueltas alrededor del solar sagrado, entonando slogans con cerrado acento semítico y lanzando rudos epítetos de clase trabajadora.
–Pero por supuesto que no podríamos haberlas invitado, aun cuando hubiéramos querido –explicó el secretario general de la Convención, un apuesto escarabajo de resorte, en realidad un exaltador de infinita sutileza e infinitos recursos para los debates y las tácticas.
Como dice el libro: “Si el exaltador cae de espaldas, se queda quieto durante tal vez un minuto. Luego, con un fuerte clic, salta en el aire. Si tiene suerte, aterriza sobre sus patas y huye. Si no, vuelve a intentarlo”. Y el secretario general sabía más de cien tretas.
–Pero no podríamos haberlas invitado aun cuando hubiéramos querido –decía ahora el secretario general– porque las cucarachas no son verdaderos escarabajos, en absoluto, no son coleópteros; pertenecen al orden Orthoptera, a la familia Blattidae… ¡Bla, bla, bla para ellas! Es más, la mayoría de ellas son simplemente bichos alemanes (¿judíos alemanes, tal vez?) de Crotón, de estatura enana si se las compara con las cucarachas americanas, que, en una oportunidad, pertenecieron al Ejército Confederado.
En segundos, la plausible calumnia llegó a las cucarachas por medio de la red de información secreta de los insectos. Haciendo valer la acusación para sus propios propósitos de sabotaje, comenzaron a entonar rudamente y al unísono, mientras marchaban: “¡Bla, bla, bla, por las Blattidae!”
Además, todavía no habían llegado algunas importantes delegaciones de escarabajos, entre ellas las de Bangladesh, Suiza, Islandia y Egipto.
Pero a pesar de estas desventajas y perturbaciones, la sesión inaugural del Gran Congreso de Coleópteros tuvo un magnífico comienzo. El presidente, un robusto escarabajo de la papa de Colorado, que se parecía a Grover Cleveland, llamó al orden. Ante lo cual, hilera tras hilera de escarabajos de todos los colores del arco iris, se pusieron de pie entre el verdor y entonaron sonoramente –ahogando incluso los bla del albañal de las groseras cucarachas– el principal himno escarabajo:

Los escarabajos no son bichos sucios,
arañas, escorpiones, ni babosas.
Héroes de los reinos insectales,
lucen alas bruñidas en sus yelmos.
Son divinos y lucidos, amistosos y queridos.
No tienen aguijón, por casi todo sienten amor.

Lo cantaron, siguiendo la melodía de la Oda a la Alegría del último movimiento de la Novena sinfonía de Beethoven.

La sesión dejó a muchas esposas e hijos larvales de escarabajos, esposos y otros miembros sin voto librados a sí mismos. Pero esta situación ya se había previsto. Guiados por un muy bien informado, aunque un poco pesado, escarabajo escriba, fueron al Museo Metropolitano para llevar a cabo un tour, planeado tanto para entretener como para favorecer el enriquecimiento cultural.
Mientras el escarabajo escriba señalaba los items dignos de interés y soltaba sus discursos educacionales y bastante latosos, los escarabajos volaron a pique por todo el lugar, tanteando la forma de las grandes estatuas, arrastrándose por ellas y regodeándose en los abundantes trajes plateados de las armaduras medievales.
La mayoría de los acorazados ni siquiera los advirtió. Y aquellos que sí lo hicieron no parecieron perturbarse en absoluto. A casi todos los cañoneros –a pesar de que temen a las arañas y a los ciempiés y aborrecen a las cucarachas– les agradan los verdaderos escarabajos, tal como lo prueba la buena reputación de la mariquita, renombrada en las canciones y en los relatos por su admirable amor maternal y su habilidad para combatir el fuego. Estos cañoneros supusieron que los escarabajos eran simplemente alguna nueva invención educativa del famoso museo, o un artificio decorativo con arabescos vivos.
Cuando los escarabajos del tour llegaron a las Salas Egipcias, comenzaron a tranquilizarse, hechizados por el arte más adecuado a los coleopts a causa de su antigüedad y de su vivida precisión. Los deleitaron los diminutos ornamentos de las tumbas, parecidos a un juguete, y siguieron tanteando los coloridos murales, tratando incluso de descifrar los jeroglíficos, caminando por las líneas, curvas y rincones. Se lamentó mucho la ausencia de la delegación egipcia. Hubieran podido responder a muchas preguntas, aunque el escarabajo escriba se puso elocuente y exhibió prodigios de erudición improvisada. Pero cuando entraron a la sala que tenía un cartel que decía ESCARABS, su reverencia y admiración no conoció límites. Volaron con más suavidad que ratones en pantuflas de plumas. Se elevaron silenciosamente ante las jaulas de vidrio y contemplaron con asombro e instintiva reverencia fila tras fila de las formas de los escarabajos semejantes a gemas, albergados en su interior. Ni siquiera el escarabajo escriba tuvo nada que decir.

Mientras tanto, de regreso a la charlatana brizna de hierba, la mitad superior, que era en realidad un escarabajo tigre muy joven, llamado Speedy, dijo:
–Bien, no creo que estén todos abocados a un gran comienzo. Ésta promete ser la peor convención de toda la historia.
–No la disminuyas –reprobó la mitad inferior, que era en realidad una joven escarabaja sepulturera americana, llamada Big Yank–. La convención está saliendo bien… sesiones ordenadas, paseos educativos, ¿qué más se puede pedir?
–¡Bla, bla, bla, para las Blattidae! –comentó sarcásticamente Speedy–. La con se va al demonio en una cesta de bichos. Fíjate en ese tortuoso escarabajo de resorte que es secretario general… no hace nada bueno, puedes estar seguro. Un insecto insidioso, si sé lo que digo. Un exaltador… ¿de quién habrá conseguido exaltar? Y ese bicho de la papa que es presidente… un maldito plutócrata. Y en cuanto a los paseos educacionales por el museo… ¡mira lo que sucede!
–En verdad tienes una imaginación malvada –respondió serenamente Big Yank.
A pesar de su constante intercambio de pullas, el muchacho y la muchacha eran inseparables compañeros que habían corrido juntos más de una aventura excitante. Speedy tenía media pulgada de largo, era una velocísima belleza púrpura de las más ágiles y difíciles de cazar para los cañoneros estudiosos. Big Yank tenía una pulgada de largo, con caparazón de un negro reluciente y manchas rojas en forma de nube. Aunque rápida para debilitar y sepultar pequeños animales muertos, que serían el hogar y el alimento de sus larvas, el aspecto de Big Yank no era para nada mórbido.
Aunque su sexo era diferente y su relación muy íntima, Speedy y Big Yank jamás habían pensado en tener larvas juntos. Su amistad era de un carácter más viril o femenino y tenían los pies firmes, los doce pies que tenían.
–¿De veras piensas que sucederá algo outré dentro del museo? –preguntó meditativa Big Yank.
–Tengo la absoluta certeza –le aseguró Speedy.

En la Sala de los ESCARABS el silencio reverente había dado lugar a los susurros especulativos, exactamente ¿qué y quiénes eran los escarabajos que parecían gemas, dispuestos con pequeñas tarjetas blancas en el interior de las paredes de vidrio? Hasta el mismo escarabajo escriba se lo preguntaba.
Fue un escarabajo del pepino, de doce manchas, de color verde jade y muy imaginativo, quien difundió la intrigante idea de que los escarabs eran bichos vivientes absolutamente inmovilizados por medio de hipnosis o de drogas y aprisionados detrás de las paredes de grueso vidrio por los inescrutables cañoneros, que permanentemente hacían cosas horrendas a los escarabajos y a los otros insectos. Los cañoneros eran los nefastos gigantes, más grandes que Dioszilla, de la leyenda escarabaja. Cualquier cosa que pareciera dañina o inexplicable, podía serles atribuida.

El ánimo especulativo se transformó ahora en una intensa preocupación. ¡Qué horrible era pensar en escarabajos que respiraban, vivos, drogados y sometidos a un lavado de cerebro y con un aspecto similar al de la muerte, enjaulados en vidrio por los cañoneros con algún propósito maligno! Debían hacer algo al respecto.
El grupo cambió sus planes en un momento y todos volaron de regreso a la convención, más rápidos que un ciempiés. La convención se hallaba profundamente inmersa en problemas tales como: Soluciones propias para el DDT, Plataformas Marinas para Reaprovisionamiento de Vuelos Transoceánicos de Escarabajos, y ¿Debe haber un Cese de Hostilidades entre los escarabajos y las Blattidae (que aún seguían “Bla, bla”).
Las noticias aportadas por los integrantes de la gira terminaron con todo eso y electrificaron a la convención. El secretario general exaltador cayó de espaldas tres veces seguidas y volvió a caer sobre sus pies nuevamente ¡clic, clic, clic, clic, clic, clic! El presidente escarabajo de la papa de Colorado abrió sus enormes ojos. Se decidió por voto unánime que los escarabajos prisioneros debían ser inmediatamente liberados. En pocos segundos la Operación Socorro estaba en marcha.
Una fuerza de choque de exploradores, espías y técnicos fue rápidamente enviada al museo para evaluar y planificar la operación. Confirmaron las deducciones y observaciones de los visitantes y decidieron que una rara clase de escarabajo, que contiene ácido fluórico, sería vital para la empresa.
Un subgrupo especial de estos investigadores siguió el trazo de los caracteres de la palabra SCARAB, caminando por las líneas. Su informe fue el siguiente:
“Primero un signo de Serpiente, ¿ven?” (Eso era la S)
“Luego una Serpiente anillada con una abertura” (Era la C)
“Luego Dos Serpientes que se Encuentran en la Noche y tienen Relación Sexual” (Esa era la A)
“Luego una Serpiente anillada, enroscada, Violando a una Serpiente Erguida o en cruz” (La R)
“Luego una repetición de las Dos Serpientes que se Encuentran en la Noche, etc.” (la segunda A)
“Finalmente Dos Locas Serpientes anilladas, violando a una serpiente en cruz” (la B)
“No estamos seguros de las causas de esta enfatización del sexo.”
“Sugerimos que se consulte a la delegación egipcia en cuanto llegue.”

La Operación Socorro se llevó a cabo aquella misma noche.
Fue un completo éxito.
El ácido fluórico hizo pequeños agujeros redondos en el vidrio de todas las jaulas. A través de ellos, hasta el último escarabajo de la Sala Egipcia fue transportado por escarabajos de acarreo –en su mayoría escarabajos estercoleros– hasta los profundos refugios de escarabajos, muy por debajo de Manhattan y acorazados para resistir los avances de las cucarachas.
Se hicieron infinitos intentos de que los escarabajos hipnotizados y drogados recuperaran la conciencia y el movimiento. Todos fracasaron.
Impávidos, los escarabajos decidieron simplemente venerarlos. Surgió un nuevo culto entre ellos.
La delegación egipcia arribó, escarabajos gloriosos como faraones, y al acto advirtió lo ocurrido. Sin embargo, decidieron guardar su sabiduría en secreto por el bien de la escarabajería. Hicieron las debidas genuflexiones ante los escarabs tal como lo hacían los escarabajos ignorantes.
Las cucarachas tenían su teoría propia, pero siguieron formando piquetes que entonaban “Bla, bla, por las Blattidae”.
A causa de sus teorías, sin embargo, un fanático escarabajo egipcio se enloqueció y decidió que los escarabajos estaban indudablemente vivos aunque drogados, y que todo el asunto formaba parte de un Complot Mundial de Cucarachas llevado a cabo por un comando israelí de escarabajos y sus compañeros de viaje. Sus locas opiniones no fueron creídas.

Los seres humanos quedaron perplejos ante el asunto. El curador del Met y el jefe de detectives de New York, que investigaba el delito, contemplaban las jaulas vacías con estúpido asombro.
–Maldición –dijo el jefe de detectives–. Al mirar todos esos pequeños agujeros, juraría que fueron escarabajos quienes hicieron el trabajo.
El curador sonrió amargamente.

–Hey, esto nos catapulta a la posición de los mejores ladrones de joyas del mundo – dijo Speedy,
Por una vez, Big Yank tuvo que estar de acuerdo.
–Es terrible que el público, tanto humano como coleóptero, jamás lo sabrá –dijo, pensativa.
Y luego, animándose:
–Eh, ¿qué tal si corremos otra aventura?
–Vale –dijo Speedy.

Edición digital de Elfowar – Umbriel
Revisión de urijenny

El reino de las hormigas

El reino de las hormigas
Herbert George Wells
The empire of the ants, © 1905 (The Strand, Diciembre de 1995). Traducido por Alfonso Hernández Catá en Narraciones de ciencia ficción, Editorial Castellote, 1971.

1
Cuando el capitán Guérilleau recibió la orden de conducir el Benjamín Constant, cañonero de su nuevo mando, a lo largo del río Batemo para socorrer a los indígenas de Badama amenazados por una invasión de hormigas, sospechó que las autoridades navales trataban, por venganza, de ponerle en ridículo. En su reciente ascenso habían influido de una manera novelesca y eficaz para alterar la regularidad del escalafón la azul languidez de sus ojos y el capricho de cierta noble brasileña; y con tal motivo El Diario y O Futuro insinuaron capciosas ironías, cuyo recuerdo sólo estimulaba en él la decisión de evitar el menor pretexto a nuevas burlas.
En su calidad de criollo, el capitán Guérilleau tenía de la etiqueta y de la disciplina una idea exclusivamente portuguesa; y con el único que se franqueaba a bordo era con el ingeniero Holroyd. Estas confidencias le permitían, de paso, practicar el idioma inglés con una pronunciación que siempre fue en extremo burda.
–Si me envían a esa comisión es para ponerme en ridículo –le dijo arrugando colérico la orden–. ¿Qué puede hacer un hombre contra las hormigas sino dejarlas venir y marcharse cuando se les antoje?
–Parece ser –respondió Holroyd– que éstos vienen y no se van. Ese marinero que me ha dicho usted que es un Sambo…
–Sí, hijo de india y blanco, mestizo.
–Pues ése asegura que no serán las hormigas, sino los hombres, los que cedan el terreno esta vez.
El capitán fumó durante algunos instantes nerviosamente y luego opinó:
–¡Quién sabe si tenga razón! Nadie puede saber lo que se propone Dios con esas invasiones de hormigas. Ya en la Trinidad hubo una, pero fueron hormigas pequeñas, de esas que cortan y transportan hojas; y, sin embargo, todos los naranjos y manglares quedaron en esqueleto. ¿No es extraño ese poder de destrucción? A veces verdaderos ejércitos de hormigas de una especie que pudiéramos llamar belicosa, han invadido aldehuelas enteras, y al volver los expulsados habitantes las hallaron limpias de todo insecto: ni pulgas, ni cucarachas, ni nada…
–El mestizo –replicó el ingeniero– asegura que éstas son de una especie mucho más terrible.
Guérilleau se encogió de hombros y, taconeando irascible, se puso a mirar el cigarrillo. No tardó mucho en expresar la insistencia de sus ideas:
–¿Me quiere usted decir, mi querido Holroyd, qué puedo yo hacer contra hormigas más o menos infernales?
Y tras nueva reflexión, ratificó:
–Nada. ¡Es absurdo… Absurdo!
A mediodía se puso el uniforme de gala y bajó a tierra, de donde no tardaron en llegar, precediéndole, toda suerte de bultos. Sentado bajo la toldilla para disfrutar del frescor vesperal, el ingeniero fumaba absorto en la contemplación del paisaje. Estaban a seis días de la desembocadura del Amazonas y no muy lejos del opuesto océano cuya vasta anchura recordaba muchas veces el gigantesco río; al Sur se divisaba una isla arenosa de escasísima vegetación, y el agua corría continuamente espesa, turbia, cual si viniera de una esclusa monstruosa perdida entre las dos filas de milenarios árboles… De una esclusa en la que por raro y poderoso capricho hubiesen puesto caimanes y toda clase de fluvial fauna. El vasto silencio penetraba el espíritu, y la aldea de Lemquer, sobre la cual se destacaba la pequeña iglesia junto a ruinas delatoras de un pasado próspero, parecía entre la fronda lujuriante una moneda de plata caída en el desierto… El ingeniero inglés, que veía los trópicos por vez primera, recordaba el paisaje nativo, donde vallas, fosos y canales reducen la naturaleza a la más perfecta sumisión. En los seis días que llevaban remontando el río, el esplendor indomado de aquel rincón del mundo le había sugerido una idea hasta entonces no presentida: la insignificancia del hombre. Durante el viaje apenas habían encontrado rastros humanos; un día se cruzaron con una canoa, otro entrevieron en un repecho de la orilla un puesto de vigilancia, y otros, casi todos, nada… nadie. Holroyd comprendió durante este viaje que el hombre es un animal poco frecuente cuyo dominio terrenal se reduce a una ínfima parte del globo.
A medida que se prolongaba la sinuosa navegación hacia Badama se daba más profunda cuenta de aquellas verdades. El pintoresco capitán, preocupado tan pronto de las hormigas como de la recomendación recibida de economizar las municiones del cañón de proa, no lograba apartar ambas ideas de su meditación. A pesar de aplicarse al estudio del castellano para entretenerse, en la práctica estaba constreñido aún a conjugar todos los verbos en presente y a emplear escueto el substantivo, y la sola persona capaz de comprender el inglés, fuera de Guérilleau, era un fogonero negro, que más que hablarlo lo tartamudeaba con fatigosa angustia; así que Holroyd no podía expansionarse mucho. El segundo comandante, llamado Da Cunha, aseguraba hablar francés, pero debía ser un francés diferente del aprendido por el ingeniero en el colegio de Southport, y eso hacía que sus relaciones se limitaran a un cambio de cortesías y de breves observaciones sobre el tiempo, el cual, como tantas otras cosas en el desconcertante nuevo mundo, carecía de alteraciones familiares y era día y noche tórrido, saturado de humedad, surcado apenas por bocanadas caliginosas portadoras de miasmas de pútridas vegetaciones; y árboles, pájaros, insectos, alimañas, serpientes y monos, en terrible variedad, parecían preguntar al hombre con monotonía hostil qué venía a buscar a aquellos parajes, en cuyo cielo los soles carecían de júbilo y las noches de frescas brisas. Aun cuando los vestidos pesaban horriblemente sobre el cuerpo, era imposible desnudarse a causa del calor durante el día y de los mosquitos por la noche. Sobre el puente deslumbraba la luz, mientras en los camarotes se sentían principios de asfixia. Moscas sutiles, ligeras y dañinas, picaban en los tobillos y en los puños; y el capitán Guérilleau, única y pintoresca compensación para Holroyd de tantas incomodidades físicas, se había tornado fastidioso, repitiendo día tras día sus vulgares aventuras cual si desgranara un rosario. A veces, Da Cunha proponía una partida de caza, y disparaban algunos tiros sobre los caimanes; de raro en raro se detenían junto a los caseríos agazapados bajo los árboles e improvisaban festejos cuyos dos únicos números eran el baile y la bebida. Estas escalas constituían oasis momentáneos en la aridez tediosa del viaje sobre las aguas rápidas, aturdidos por el trepidar de los motores; y como no podían llevar a bordo a mujer alguna, se contentaban con reverenciar la damajuana, obesa y seductora deidad prodigadora de entusiasmos y olvidos que se erguía a popa como sobre un altar. Holroyd pensaba con complacencia que debía haber otra divinidad de repuesto en el fondo de la bodega.
A cada escala Guérilleau recogía nuevos pormenores acerca de la invasión de las hormigas, y concluyó interesándose por su misión.
–Se trata de una nueva especie –decía al volver de interrogar a algún indígena–. Una especie desconocida que seremos los primeros en estudiar, pues vamos a convertirnos en… ¿cómo se llaman los que estudian bichejos? Entomólogos, sí… Dicen que son enormes, que algunas tienen cinco centímetros y aún más… ¿Verdad que es grotesco? ¡Eso de convertirnos en atrapadores de hormigas!… Lo malo es que, según dicen, éstas lo devoran todo y están arrasando la comarca.
Y agitado de patriótica preocupación, prosiguió:
–Supongamos que estalla inopinadamente una guerra con cualquier país de Europa y me coge a mí aquí, a seis días de viaje… Figúrese. ¡Un cañón menos al servicio de la patria!
Y dándose palmaditas en la rodilla, volvió a su idea dominante sin fijarse en la sonrisa irónica del ingeniero.
–Esas gentes en cuyo campamento bailamos ayer, son fugitivos obligados a huir de sus hogares sin poder coger siquiera muebles ni ropa. Las hormigas llegaron un mediodía y fue preciso dejarles libre el terreno inmediatamente y escapar; una sola hora de retraso habría bastado para que los devorasen. ¿Comprende? Por lo general en cuanto se comen los granos y los insectos vuelven a irse, pero esta vez no fue así. Y cuando trataron de ir a explorar y ver si tenían ya permiso para volver a ocupar sus casas, sucedió una cosa espantosa. El primero que se atrevió a entrar fue un mozo, y las hormigas lo atacaron.
–Pero, ¿cómo? ¿En grupos? ¿A picotazos? ¿A mordiscos?
–No sé. Sus parientes lo vieron salir despavorido de la casa, pasar como loco junto a ellos y tirarse de cabeza al río para ahogar las hormigas, que le daban un aspecto negro y horrible.
Y acercando a la cara de Holroyd sus ojos límpidos y oprimiéndole las rodillas, terminó en voz baja y emocionada:
–Por la noche el muchacho murió, cual si lo hubiera mordido una serpiente.
–¿Envenenado por las hormigas?
–¡Quién sabe! Acaso las mordeduras fueran tan tremendas que no hiciese falta veneno… ¡No nos debían mandar para esto!… Yo estudié la carrera para luchar con hombres, no con bichos… Eso no debía de ser cosa nuestra.
A partir de ese día el capitán habló con frecuencia de las hormigas; y cada vez que la casualidad les deparaba el encuentro con un ser humano en aquella inmensidad de agua, de Sol y de inmensos bosques distantes, Holroyd oía que la palabra indígena «sauba» (hormiga) se repetía como un leit motiv inquietante en las conversaciones. El interés crecía a medida que se aproximaban a la zona invadida. Esta curiosidad general hizo que el capitán depusiese su gesto autoritario para aceptar la conversación del segundo, que conocía acerca de las especies de hormigas comunes curiosas particularidades, reveladas a Holroyd a través de la traducción nada fácil de Guérilleau. Da Cunha habló del ejército anónimo de obreras que pululan y combaten guiadas por otras hormigas mayores, reinas al parecer, que cuando ya el enemigo está casi vencido trepan hasta el cuello, infligiendo picaduras de las cuales brota la sangre; explicó también con qué habilidad cortan las hojas para protegerse con ellas, y aseguró haber visto en Caracas hormigueros de más de cien metros… Durante tres días discutieron los tres si las hormigas tenían o no ojos; y la discusión llegó a exaltarse tanto con peligro de jerarquías y respetos, que Holroyd creyó oportuno ir a tierra en busca de una hormiga y decidir experimentalmente la duda. En efecto, capturó varias de distintas especies, y tras largos exámenes creyeron comprobar que unas tenían ojos y otras no. Entonces la discusión volvió a encresparse, so pretexto de si las hormigas mordían o picaban.
–Estas que vamos a combatir –dijo el capitán, que aseguraba haber visto algunas en un rancho–, no sólo no carecen de ojos, sino que los tienen grandísimos, y en lugar de correr a ciegas como las comunes, permanecen quietas en un rincón y observan desde él antes de atacar.
–Pero, ¿pican? –preguntó Holroyd.
–Sí, pican e infiltran ponzoña en la picada… Mientras más pienso menos me explico qué podremos hacer contra ellas. Acabarán por irse según han venido, y en paz.
–¿Y si no se van?
–Alguna vez han de irse, ¡qué caramba! –respondió Guérilleau.
Pasado Tamandú, el río se dilataba en una solitaria extensión de ochenta millas para estrecharse luego y fundirse con otro río aún más caudaloso. En la confluencia tupidos bosques parecían querer encerrar la corriente; el aspecto no era ya el mismo: troncos y vegetaciones flotaban a la deriva, y por primera vez el Benjamín Constant pudo amarrarse aquella noche a los troncos seculares de árboles cuyo ramaje llegaba casi hasta la borda. Holroyd y Guérilleau permanecieron despiertos hasta muy tarde, disfrutando de la deliciosa sensación de estar sumidos en una de las bellezas más grandes de la naturaleza. Entre cigarro y cigarro el capitán hablaba, sin lograr libertarse de la obsesión de las hormigas; ya muy tarde, temeroso del calor, mandó tender una colchoneta sobre el puente. Sus últimas palabras antes de dormirse fueron de amedrentada perplejidad.
–¿Qué vamos a hacer contra esas endiabladas hormigas? ¡Es absurdo, absurdo!
Ya solo, Holroyd, clavándose de vez en cuando la uña para mitigar el dolor en la picadura de algún mosquito, se puso a meditar sentado bajo la toldilla, mientras escuchaba la respiración intranquila de Guérilleau. Rumores extraños partían tan pronto del río como de la selva, y la misma impresión de grandeza que lo había empequeñecido al ponerse por primera vez en contacto con el trópico, se apoderó de nuevo de él. Sólo una luz fulgía sobre la sombría masa del cañonero; la brisa traía de proa bisbiseo de conversación, y luego volvía a quedar todo en calma. Sus ojos iban desde la obra muerta del buque a las aguas, que parecían muertas también, y a la masa profunda del bosque, que se dijera deseosa de penetrar en el río. Entre la fronda, de tiempo en tiempo, palpitaba la llamita fosfórica de algún gusano de luz, y sin turbar el vasto silencio se percibían crujidos, susurros, signos de esa actividad misteriosa y profunda que palpita durante la noche en los bosques.
La selvática inmensidad del paraje lo conmovía. Como todo hombre, Holroyd sabía que los cielos son inmensos y el océano desmesurado e indomable; pero esta noción abstracta había sido modificada por la vida en su país natal, donde todo parece indicar que el mundo pertenece al hombre… Y esta afirmación orgullosa, en Inglaterra no era mentira: allí los animales no domésticos viven por tolerancia y crecen según contrato; por doquiera los caminos, las cercas, las precauciones, hablan de una seguridad establecida por el hombre a su exclusivo servicio; y desde la escuela, en los mapas, se adquiere la noción de que la Tierra pertenece al hombre, que colorea con agradables tintas las porciones ocupadas por cada pueblo mientras deja en un azul monótono la amplia inmensidad de los mares… De este modo Holroyd, igual que tantos, había aceptado sin casi considerarla la idea de que un día no habría sitio del globo en donde el arado no hubiese hecho surco, ni humano agrupamiento en que llanos caminos y ágiles tranvías no facilitasen el tráfico llevando a todas partes la seguridad organizada. Mas ahora, ante la inmensidad americana, empezaba a dudar.
El bosque rumoroso parecía responder a su duda diciéndole: «Soy invencible; si tolero la presencia del hombre es a título de intruso inofensivo a quien impongo la disyuntiva de abandonarme o perecer». Milla tras milla, enmarañándose, los troncos gigantescos, los tupidos arbustos y las enredaderas parásitas unen su barrera a las flores cuyo aroma pujante hace desfallecer las cabezas más fuertes; y a cado paso la tortuga, la serpiente, la variedad infinita de pájaros, insectos y fieras, parecen también decir al hombre: «Estamos en nuestros dominios; nada tienes que hacer aquí». La menor victoria sobre la selva cuesta tremendos sacrificios; hay que combatir la vegetación y los animales; hay que exponerse a sucumbir por la picadura, por la garra y por la fiebre… Y como prueba de la realidad de su meditación, aquí y allá una cabaña abandonada y un ajuar derruido decían a Holroyd la lección del hombre derrotado en su intento de conquistar los intrincados reinos del jaguar y del tigre.
¿Y eran los terribles felinos los verdaderos dueños? Holroyd pensó que selva adentro, a muy pocas millas, debía de haber más hormigas que hombres hay en el mundo; y tuvo de súbito esta idea absolutamente nueva y terrible: Si en algunos millares de años el hombre ha pasado del estado bárbaro a un grado de civilización que le permite creerse dueño del porvenir y soberano de la Tierra, ¿quién impedirá a las hormigas evolucionar de manera análoga? Las conocidas por él vivían en pequeños grupos, sin esfuerzo alguno coordinado contra las fuerzas hostiles; mas si es innegable que poseen un lenguaje y no carecen de inteligencia, ¿por qué habían de detenerse en su estado actual más de lo que se detuvo el hombre en el estado de barbarie?… Supongamos que las hormigas comenzaran a metodizar sus conocimientos y que así como nosotros centuplicamos nuestro poder merced a la tradición y a la escritura, inventaran armas, fundaran imperios y sostuvieran guerras organizadas estratégicamente… ¿Por qué no pensar en la posibilidad de todo esto?… El ingeniero recordó los detalles recogidos por el capitán acerca de aquellas hormigas misteriosas y formidables contra las cuales iban a luchar. Según todos los testimonios, disponían de un veneno tan mortífero como el de las peores serpientes, y obedecían a jefes más aptos por lo visto que las hormigas cortadoras y acarreadoras a que se había referido Da Cunha. Y por si esto fuese poco, eran carnívoras, valerosas, y en lugar de partir después de haber limpiado las casas de granos e insectos, permanecían irreductiblemente fieras, igualmente dispuestas a no compartir con el hombre ningún dominio.
Nada turbaba la quietud de la noche. El agua susurraba contra los costados del navío, y en lo alto, en torno a la luz del mástil, se agitaba un zumbar de falenas. De pronto la voz soñolienta de Guérilleau dijo en la obscuridad, mientras el cuerpo daba una vuelta para poder inmovilizarse de nuevo:
–¿Qué podemos hacer contra esas hormigas?
Y Holroyd fue rescatado del horror de su siniestro ensueño por el clarinear de un mosquito que giraba en torno de su frente, dispuesto a herir.

2
Cuando supo Holroyd a la mañana siguiente que estaban a menos de cuarenta kilómetros de Badama, las riberas más próximas atrajeron su atención. A cada rato subía al puente para observar los alrededores; pero ningún signo de vida humana percibía, excepto las ruinas de alguna casa y la fachada musgosa del abandonado convento de Mojú, por una de cuyas ventanas, cual alegoría del triunfo de la naturaleza, asomaba un árbol su ramaje mientras enredaderas tupidísimas cubrían casi las desconchadas paredes. Extrañas mariposas amarillas, de alas casi traslúcidas, cruzaban el río e iban de vez en cuando a posarse en la cubierta, donde los marineros se entretenían en cazarlas… Fue aproximadamente a mediodía cuando vieron a lo lejos el lanchón arrastrado por la corriente.
A primera vista no creyeron que navegase sin rumbo, pues las velas fláccidas parecían esperar la brisa y una forma humana se divisaba a proa sentada junto a los dos grandes remos. A popa también otra silueta semejaba dormir apoyada contra el extremo del puente central; pero bien pronto las oscilaciones del timón y la tendencia a ser atraída por la estela del cañonero, demostraron que algo insólito ocurría a bordo. Guérilleau, que se puso a observarla con los gemelos, se asombró de la extraña negrura del rostro del hombre sentado a proa; y por más que graduó el anteojo no pudo distinguir la nariz en la mancha negrorrojiza de la cara. El cuerpo parecía más desplomado que sentado a medida que se aminoraba la distancia, y el capitán sentía nacer y crecer en sí una especie de repugnancia hacia aquel misterio del que, sin embargo, no podía separar la atención. Cuando ya estuvo algo más cerca, llamó a Holroyd y ordenó una maniobra para acortar aún más la distancia. Ya a simple vista se veía el nombre de la lancha –Santa Rosa– escrito a ambos lados de la proa, que cada vez parecía buscar más decididamente la estela del Benjamín Constant.
Al girar el cañonero para acercarse, la Santa Rosa oblicuó brusca y la silueta del hombre sentado a proa se desplomó cual si todas sus articulaciones se hubiesen aflojado de súbito; el sombrero rodó por el puente y dejó al descubierto una cabeza de aspecto repugnante.
–¡Caramba! ¿Ha visto usted? –exclamó Guérilleau saliendo al encuentro de Holroyd, que subía la escalerilla del puente.
–Sin duda está muerto –contestó Holroyd–. Creo que lo mejor será arriar uno de nuestros botes e ir a ver. Algo raro pasa en ese lanchón.
–¿Se ha fijado usted en la cara del hombre?
–No. ¿Cómo la tiene?
–No sé cómo –dijo el capitán contrayendo la boca en un gesto de asco.
Y volviendo de súbito la espalda al inglés, gritó varias órdenes… El cañonero volvió a virar para seguir una dirección paralela a la de la barca; se arrió un bote y embarcaron en él tres hombres al mando del segundo. Devorado por la curiosidad, el capitán maniobró para colocar su navío lo más cerca posible de la Santa Rosa, y mientras los remeros bogaban hacia ella, él y Holroyd eran enteramente ojos… Sin duda alguna sólo estaban a bordo los dos hombres que parecían cadáveres; y aun cuando no podían distinguirse bien sus caras, la crispadura de las manos y la tumefacción de todos los miembros demostraba que habían sido sometidos a algún extraño proceso de descomposición. Durante un instante el interés de Guérilleau y Holroyd se concentró en los hatijos de ropas extrañamente sucios a primera vista; luego fue a fijarse en el entrepuente, donde se apilaban cajas y baúles. La puertecilla de la camareta estaba inexplicablemente abierta, y a medida que la distancia era menor comprobaron aquí y allá grandes manchas negras, movibles. Aquel vaivén obscuro los fascinó enseguida, y al verlo ensancharse en torno de los hombres caídos, les vino a la imaginación, sin necesidad de esforzarse, la imagen de las multitudes saliendo de la plaza al concluir una corrida de toros. Holroyd, que había cambiado de sitio para ver mejor, se dio cuenta de que el capitán estaba junto a él, y le dijo:
–¿Tiene sus gemelos ahí? Fíjese bien en el aspecto de las manchas.
Guérilleau miró con insistencia, balbuceó algunas frases y le tendió los anteojos al ingeniero, quien después de mirar otro rato repuso:
–Son las hormigas, no cabe duda. Ya ve que salen a recibirnos.
Se pusieron de nuevo a observarlas, y al pronto creyeron estar viendo hormigueros semejantes a los de la especie común; mas no tardaron en notar que las hormigas eran mayores, y que algunas de ellas llevaban una especie de manto grisáceo. El examen era tan dificultoso a causa de la oscilación de la lancha, que no podían percibir los detalles. De pronto, la cabeza del segundo apareció tras la borda de la Santa Rosa y entabló con el capitán un breve coloquio:
–Suba a bordo –dijo el capitán.
Como el teniente objetase que la barca estaba llena de hormigas, Guérilleau arguyó:
–¿No tiene usted botas? Unos cuantos pisotones le bastarán para abrirse camino.
Desviando la conversación, gritó el segundo:
–¿Cómo habrán muerto estos pobres hombres?
El capitán se extendió en hipótesis que Holroyd no pudo seguir, y empezó luego a discutir con vehemencia creciente, mientras el ingeniero, tomando de su mano los anteojos, tornó a examinar las hormigas y el cadáver tendido sobre la cubierta central. He aquí la minuciosa descripción que más de una vez ha hecho de aquel examen:
«Las hormigas eran mayores que las de todas las demás especies conocidas, y se movían con rapidez y precisión nada semejantes a los ciegos tanteos con que suele proceder la hormiga común. De cada veinte o veinticinco se destacaba una más grande, cuya cabeza, sobre todo, tenía desmesurado tamaño; y viéndolas reunirse en torno a las otras, como si coordinaran su esfuerzo, pensé enseguida en capataces que capitanearan un grupo. Estas hormigas mayores recogían el cuerpo extrañamente antes de avanzar, al modo de minúsculos felinos, cual si quisieran servirse mejor de sus patas anteriores. Y más de una vez tuve la idea extraña, imposible de verificar por la distancia y la movilidad de la lancha y del cañonero, de que la mayor parte tenía, tanto en derredor del cuerpo como en la extremidad de sus patas, algo artificial, añadido para ampliar su poder de acción, que brillaba como metal blanco.»
El conflicto de disciplina se elevaba entre el capitán y su segundo con acres caracteres, y arrancó al ingeniero de su contemplación. Guérilleau vociferaba crispando los puños:
–¡Su deber es cumplir la orden y subir a la lancha!
El teniente no parecía participar de esta opinión, y para buscar testigos y apoyo volvía la vista hacia las cabezas cobrizas de los marineros mulatos que tenía cerca. Holroyd, para desviar la cuestión, dijo en inglés:
–Me parece que esos pobres hombres han sido devorados por las hormigas.
Pero, sin responderle, el capitán siguió interpelando colérico a Da Cunha:
–¡Le intimo por última vez a subir, y si no cumple la orden, incurre en el delito de insubordinación! ¿Lo oye? De insubordinación y cobardía… ¿Es ése el valor que se le supone en la hoja de servicios? ¡Si tarda un minuto más en subir, lo meteré en el calabozo, le formaré consejo de guerra y hasta lo fusilaré si es preciso; sí, señor!
Siguió lanzando un torrente de injurias con los puños agarrotados y los pies trémulos, mientras el teniente, silencioso, lívido, lo miraba sin decidirse, pintada la angustia en los ojos. Toda la marinería se había reunido a proa, estupefacta… De pronto, en un instante en que el capitán se detuvo para tomar aliento, el segundo pareció adoptar una heroica resolución, y alzándose merced a una flexión de sus membrudos brazos, subió a la Santa Rosa. El capitán contuvo un nuevo alud de imprecaciones y cerró la boca en un «¡ah!» de satisfecha curiosidad.
Holroyd vio a las hormigas retirarse ante los pesados pasos de Da Cunha, que al llegar junto al cadáver caído en el puente titubeó, se inclinó sobre él y, asiéndolo por la chaqueta, le dio una vuelta para verlo de cara. Una verdadera oleada negra salió del traje, y el teniente retrocedió con rapidez y pateó tres o cuatro veces violentamente. El ingeniero volvió a coger los anteojos, y pudo ver en torno a las recias botas del intruso dispersarse las hormigas y proceder de manera opuesta a la de sus hermanas de la especie común: en vez de perder terreno y tiempo en locas idas y venidas, se apartaban en línea recta y, agrupándose a poca distancia, parecían considerar a Da Cunha como lo haría un grupo de hombres ante un gigantesco monstruo que acabara de derrotarles.
–¿De qué ha muerto? –gritó el capitán.
Holroyd adivinó que el teniente explicaba que el cuerpo estaba demasiado desfigurado para darse cuenta de la causa de la defunción. La voz del capitán volvió a preguntar:
–¿Qué hay en la camareta de proa?
Da Cunha avanzó algunos pasos y comenzó a responder en portugués; de pronto se detuvo, sacudió con brusco ademán una pierna en movimientos extraños, cual si tratara de pisotear objetos invisibles, y se encaminó de prisa hacia el bote; mas dominado otra vez por el sentimiento del deber, dio media vuelta y, después de bajar a la bodega, se le vio escalar la proa e inclinarse un instante sobre el otro cadáver. Casi enseguida lanzó un gemido y volvió a desandar su camino a pasos rígidos, hasta que se detuvo y en tono respetuoso y frío que contrastaba con la excitación anterior, se puso a dialogar con el capitán. Holroyd, no pudiendo comprenderle bien, no abandonaba los gemelos, y observó que las hormigas habían desaparecido de todos los sitios visibles; mas en los rincones sobrios le pareció distinguir el brillo de innumerables ojos brillantes, en acecho.
Entre el capitán y el teniente se decidió que la Santa Rosa, demasiado llena de hormigas para consentir la permanencia de un destacamento, debía ser remolcada; y Da Cunha marchó de nuevo a proa para recibir el cable y amarrarlo, mientras los marineros, de pie en el bote del Benjamín Constant, miraban curiosos sin poder prestarle ayuda. Cada vez más impresionado, Holroyd se daba cuenta de que una actividad al mismo tiempo unánime y furtiva agitaba a los misteriosos insectos. Por lo pronto descubrió que gran número de hormigas gigantes, no menores de tres o cuatro centímetros, iba de una zona obscura a otra arrastrando objetos inidentificables. No marchaban en columnas compactas, sino en líneas que evocaban los avances, alternados de carreras y ocultaciones, de la moderna infantería bajo el fuego; y como hace ésta en cada trinchera o montículo, se detenían en los accidentes favorables de la cubierta antes de ir a reunirse en multitud innúmera junto a la escalerilla de la bodega por donde indefectiblemente Da Cunha tenía que pasar al regreso.
Holroyd no las vio asaltar al teniente, pero tuvo la certeza de que el ataque había sido ejecutado con terrible método. El grito de Da Cunha fue tan repentino, tan angustioso, que les heló la sangre:
–¡Me han picado, me han picado!
Un instante lo vieron volver hacia ellos su cara dolorida y rencorosa, correr a pasos inciertos hacia la borda y lanzarse al agua con tal violencia, que suscitó un gran remolino.
Los marineros lo izaron al bote y lo condujeron a bordo, donde murió pocas horas después.

3
Al salir del camarote donde el cuerpo del desventurado Da Cunha yacía inflado y contorsionado por la terrible muerte, Holroyd y el capitán se dirigieron a popa y permanecieron un rato contemplando la barca siniestra que seguía las aguas del Benjamín Constant. Las tinieblas de la noche sólo eran interrumpidas de tiempo en tiempo por relámpagos estivales azulosos y trémulos, y la barca de la muerte –vago triángulo obscuro– se deslizaba tras ellos con su velamen fláccido, sobre el cual el humo de las chimeneas del cañonero ponía un palio de sombra que a veces surcaban rojas chispas… El pensamiento de Guérilleau se detuvo en el recuerdo del agrio coloquio sostenido por la mañana con su segundo y en las palabras acusadoras proferidas por éste en el delirio de la fiebre postrera.
–Es absurdo que haya dicho que yo lo asesiné… ¿No le parece? ¡Alguno tenía que subir a la lancha!… ¿Es que no va a quedar otro remedio que dejarles el campo libre a esas condenadas hormigas en cuanto se presenten?
Holroyd, sin responder, pensaba en el disciplinado asalto de los pequeños e innumerables monstruos sobre la cubierta desnuda, bajo el fuego del Sol. El capitán insistió aún:
–Era a él a quien correspondía ir: yo no podía abandonar el mando. ¿Puede un militar quejarse de morir cumpliendo su deber?… ¡Asesinado! Lo que pasa es que estaba… ¿cómo diré yo?…, loco, loco, sí… quizá por efecto del veneno. ¿No lo cree usted?
Siguió un largo silencio a esta pregunta, e interpretándolo como favorable respuesta, el capitán dijo:
–¡Hay que hundir esa maldita barca!… Voy a mandar ahora mismo que le prendan fuego.
–¿Para qué?
La pregunta pareció irritarlo, y encogiéndose de hombros y cruzándose de brazos, preguntó a su vez:
–¿Que para qué? Para hacer algo. Lo que es esas hormigas no volverán a matar a ningún hombre.
Holroyd no tenía ganas de conversación y no contradijo a Guérilleau. Lejana algarabía de monos llenó de gritos agoreros la densa noche al acercarse la cañonera a la orilla frondosa y suscitar el croar áspero de las ranas. Después de un largo intervalo durante el cual el capitán repitió varias veces sus propias palabras para buscar la controversia, lo invadió una cólera activa que se tradujo en blasfemias y órdenes. Toda la tripulación pareció alegrarse, cual si un deseo de venganza multiplicara su celo. Se cortó el cable, volvieron a arriar el bote, y brazos fornidos lanzaron a la barca siniestra pedazos de estopa saturados de petróleo y luego mechas encendidas. Poco después surgió detrás del cañonero una llama alegre y crujiente; y Holroyd veía la lanza de oro elevarse en la sombra e iluminar el agua, el buque, la ribera, con luz tan pronto amarilla como verdosa. Hasta los maquinistas subieron a ver el espectáculo… Detrás de Holroyd la voz del mulato dijo después de un gran esfuerzo filológico:
–«Sauba» hacer era, era… ¡Oh, yo contento, contento!
Y estalló en ancha risa que no logró comunicar al ingeniero, quien, recordando el drama de la mañana, estaba pensando que las innumerables hormigas abrasadas en la hoguera flotante tenían también ojos para ver y cerebro para pensar.
La interrogación desesperada de Guérilleau «¿qué hacer contra ellas?» se había también incrustado en su mente, y se la repetía a sí mismo todavía cuando el cañonero fondeó delante de Badama. El caserío, con sus techos de palma seca, sus establos, su quieto molino verdecido de enredaderas y su paseo ribereño orillado de rosales que se inclinaban para mirarse en la corriente, dormía en la quietud matinal; y a medida que el Sol iba subiendo, parecía muerto en vez de dormido. En cuanto a las hormigas, su pequeñez y la distancia impedían comprobar su presencia.
–Todos los habitantes deben haber huido –dijo Guérilleau–; pero como hay que hacer algo pitaremos con la sirena por si queda alguno.
Holroyd tiró del alambre del silbato, y un lamento agudo y tembloroso llenó el aire y fue a arrancar ecos al bosque. Cuando se extinguió, el capitán tuvo una idea laboriosamente concebida:
–Podemos hacer una cosa –dijo.
–Usted dirá.
–Tocar la sirena otra vez.
Y mientras el alarido volvió a vibrar en la quietud del día naciente, Guérilleau medía a grandes zancadas la cubierta, agitado por pensamientos múltiples que, a veces, temerosos de romper la prisión del cerebro, asomaban a los labios en fragmentos discordes, ya en español, ya en portugués. Parecía dirigirse a un tribunal invisible y justificar ante él su conducta; Holroyd percibió algunas frases referentes a las municiones y se puso a mirarlo extrañado. Entonces Guérilleau le habló en inglés:
–¿Quiere usted decirme, mi querido ingeniero, qué puede hacerse?
Embarcaron en un bote y fueron acercándose a la playa para examinar minuciosamente con los anteojos «al enemigo». Poco a poco las formidables hormigas fueron apareciendo en posturas inmóviles, con los ojos alerta, fijos en el botecillo que se aproximaba. Y cuando estuvieron cerca, ya una multitud estaba belicosamente apiñada junto al embarcadero donde era necesario atracar, dispuestas sin duda a cerrarles el paso. Guérilleau sacó el revólver y, con cólera estéril, se puso a dispararles tiros. Holroyd, apretándose contra las cavidades oculares los gemelos, creyó percibir que de casa a casa iban extrañas zanjas llenas de una actividad incansable. Cuando estuvieron a pocos metros pudieron ver del otro lado del muelle un esqueleto perfectamente mondado y reluciente, cubierto a medias con los harapos del vestido… Los marineros habían dejado de bogar para hablar mejor, y el capitán dijo desesperado:
–¡Y la nota del almirante me dice que todas las vidas de Badama están a mi cargo, ya ve usted! Y como también están las de la tripulación, no puedo mandar un destacamento a tierra: serían atacados y envenenados como Da Cunha; y a la vuelta los veríamos hincharse e insultarme lo mismo que él, para morir retorciéndose en contorsiones espantosas… No, no, es imposible. Caso de desembarcar alguien, debo ser yo… Iré con botas fuertes y decidido a todo… Aunque me parece que tampoco yo debo desembarcar… ¡no sé, no sé!…
Holroyd comprendió que en estas dudas estaba implícita la decisión sensata de no exponerse, y nada dijo. La cólera del capitán volvió a recaer sobre su manía primitiva:
–Esta comisión no ha tenido otro objeto que ponerme en ridículo.
Anduvieron de aquí para allá sin acercarse mucho, examinando el avisador esqueleto desde diferentes lugares, y luego volvieron a bordo. La incertidumbre del capitán se exacerbaba por momentos. A mediodía levantaron presión y el cañonero se dirigió velozmente río abajo, cual si fuese en busca de algo muy urgente, para girar a las pocas horas y volver a anclar al caer la tarde frente al caserío destruido, con su quietud hostil, su muellecito orlado de rosales, sus zanjas amenazadoras y su esqueleto que hablaba con muda elocuencia del dolor, de la impotencia y de la muerte. Una enorme turbonada agitó la atmósfera, y tras la lluvia y los truenos vino la noche fresca profunda, espléndida de astros; y tanto en el pueblo como en el buque pareció dormir todo, excepto Guérilleau, que paseaba como fiera enjaulada por el puente. Holroyd despertó con el alba, y dirigiéndose al insomne, le preguntó:
–¿Hay algo nuevo?
–Nada, nada… pero ya he decidido.
–¿Va usted a desembarcar?
Había en la pregunta del ingeniero una alegría maligna, mas Guérilleau no pareció percibirla, y poniendo a prueba la ansiedad del ingeniero, dijo:
–He decidido, pero no eso… He decidido tirarles con el cañón de proa.
Así lo hizo; y Dios sabe lo que las terribles hormigas pensaron de tan madura decisión. Dos veces, con belicosa solemnidad, mandó en persona el fuego, y toda la tripulación hubo de ponerse algodones en los oídos y formar en zafarrancho de combate, como si se tratase de una batalla. Al primer cañonazo el antiguo molino de azúcar cayó a tierra, y al segundo, el almacén situado cerca del muelle se derribó con pardo estrépito. Sólo entonces se produjo en el ánimo colérico del capitán la reacción razonable:
–Todo es inútil, inútil –suspiró–. No nos queda más que volver a pedir instrucciones precisas. ¡Y por si no era bastante, ahora me reñirán también por el despilfarro de municiones!… ¡Han querido ponerme en ridículo…! No me cabe duda, mi querido Holroyd.
Todavía un momento, antes de decidir, permaneció con los ojos fijos en el vacío, presa de infinita perplejidad, y volvió a su ritornelo doloroso:
–¿Qué puede hacer el hombre contra las hormigas? ¡Nada, nada!
Durante el día el cañonero descendió perezosamente por el río, y a media tarde un destacamento fue a enterrar bajo los copudos árboles, en un lugar libre aún de la invasión, el cuerpo terriblemente desfigurado de Da Cunha.

4
Holroyd mismo me contó aún no hará tres semanas la historia transcripta anteriormente; y luego se la he oído referir también a otros. Llena la imaginación del recuerdo de las hormigas invencibles, ha regresado a Inglaterra con la idea, según dice, de concitar al país contra las invasoras antes de que sea demasiado tarde.
Asegura que ya amenazan la Guayana, apenas separada por mil millas de su presente zona de acción, y que el ministro de las Colonias debe ocuparse sin tardanza del asunto. Si alguien sonríe al oírlo, se exalta y argumenta así:
–¿Ha pensado usted en que se trata de hormigas inteligentes? Medite en lo que este hecho significa, y suponga que puedan, como nosotros, llegar a servirse de utensilios, a descubrir el fuego y los metales, y a ejecutar, por verdaderos prodigios de mecánica, maravillas superiores a cuantas la ignorancia europea desconoce aún. ¿No saben ustedes que las «sauvas» en 1841 horadaron bajo el Paraíba un túnel no menos ancho que el Támesis a su paso por Londres? Estoy seguro de que se sirven de sus maravillosos medios actuales con un método lógico y minucioso, sin despreciar ninguna lección de la práctica, lo que equivale a nuestros libros guardadores y propulsores de cultura. Hasta aquí su acción se limita a una invasión progresiva que fuerza a perecer o a huir a todo ser humano; pero su número aumenta formidablemente, y estoy persuadido de que pronto el hombre habrá tenido que abandonarles íntegra la América del Sur…
–Usted no habla en serio; usted no cree…
–Creo más. ¿Por qué han de detenerse en la América del Sur? En 1915 o poco más tarde habrán llegado, si no aumentan la velocidad de su avance, a las primeras estaciones del ferrocarril, y entonces los capitalistas europeos no tendrán otro remedio que ocuparse de ellas. Hacia 1920 poseerán de seguro la mitad de la cuenca del Marañón; y no me parece aventurado vaticinar para el 1950 ó 60 la fecha de su descubrimiento de Europa.

Edición digital de Sadrac
Revisión de urijenny

LAS PARADOJAS DEL TIEMPO

LAS PARADOJAS DEL TIEMPO

Domingo Santos

(Recopilador)
Domingo Santos

© 1982 Ediciones Dronte Biblioteca Básica de CF nº 3.

ISBN: 84-366-0061-4 Edición digital: Umbriel R6 11/02

ÍNDICE

Introducción,
Las paradojas del tiempo © Domingo Santos

Ladrón en el tiempo
(A Thief in Time) © Robert Sheckley, 1954

Sobre el tiempo y Texas
(Of Time and Texas) © William F. Nolan, 1956

El programa del destino
(The Destiny Show) © Derek Lane, 1960

El fundador de la civilización
(¿?) © Romain Yarov, 1969

El armario temporal
(Time Locker) © Lewis Padgett, 1943

El cruce
(L’Incrocio) © Sandro Sandrelli, 1963

Introducción

Las paradojas del tiempo
En 1888, un joven escritor de veintidós años iniciaba la publicación de una serie de ensayos sobre el tiempo en una revista de aficionados. Siete años más tarde, sobre la base de estos ensayos, el mismo autor escribía una novela que en poco tiempo se convertiría en un clásico universal. El autor se llamaba Herbert George Wells, y la novela, por supuesto, se titulaba «La máquina del tiempo».
Desde aquel lejano 1895 hasta hoy, el tema del tiempo se ha convertido en uno los más apasionantes para los autores de ciencia ficción de todo el mundo. Sus posibilidades son infinitas, desde las simples paradojas temporales («Sí señor, fui al pasado, me enamoré de una chica y… ¡Bueno, pues resulta que ahora soy mi propio abuelo!») hasta las meras utopías sociales («Fui a doscientos años en el futuro, y la sociedad se había convertido en una tiranía militarista que…»), sin contar con la posibilidad de hacer cambiar el tiempo («Fui a 1889 y maté a Hitler en su cuna y…») con todas sus previsibles consecuencias.
Pero, de todas ellas, una de las posibilidades que más atraen al autor es precisamente la primera: las paradojas temporales.
A esas paradojas dedicamos este volumen. La paradoja temporal más sencilla de pergeñar es, por supuesto, el lazo cerrado, el pez que se muerde la cola, el clásico problema del huevo y la gallina. Supongamos el ejemplo más simple: nuestro protagonista recibe una extraña visita: un hombre le advierte que al día siguiente no debe tomar el avión con el que pensaba trasladarse a otra ciudad porque este avión se estrellará, y al mismo tiempo le hace entrega de un sobre para que lo abra cuando haya comprobado la veracidad de su aviso. Impresionado por toda el aura que rodea la advertencia, nuestro héroe decide hacer caso. Al día siguiente, efectivamente, el avión se estrella. El sobre que le ha entregado el desconocido, al ser abierto, resulta que contiene los planos de una máquina para viajar por el tiempo, y con los planos hay un nuevo aviso: «Quien te ha avisado eres tú mismo, el tú del futuro. Construye esta máquina del tiempo: su construcción te llevará cinco años. Cuando la hayas terminado, debes acudir al pasado a avisar a tu yo anterior del peligro que puede poner fin a su vida». Nuestro héroe construye su máquina, tarda cinco años en tenerla a punto, y una vez probada satisfactoriamente cumple las instrucciones: viaja al pasado y avisa a su yo de cinco años antes del peligro que corre, al tiempo que le entrega el sobre que a su vez le permitirá realizar todo el proceso. El círculo se ha cerrado. Pero, cabe preguntarse: ¿de dónde ha salido en su origen esta máquina del tiempo? De la nada, evidentemente…
Desde esta paradoja simple, que con más o menos variaciones han explotado casi todos los autores de ciencia ficción del mundo entero, las complicaciones pueden prolongarse al infinito: el primer relato que abre este volumen es un buen ejemplo de ello. Y, generalmente, todas estas paradojas desembocan en una aparente imposibilidad… y ahí reside precisamente su principal atractivo. Como también en sus consecuencias: si yo voy al pasado, pregunta el autor, y mato a mi abuelo antes de casarse, ¿qué me ocurrirá a mí? ¿Desapareceré, seguiré viviendo? ¿Me convertiré en algo distinto a lo que soy ahora?
Las paradojas temporales ponen sobre el tapete el problema metafísico del determinismo, del libre albedrío. De hecho, si el viaje por el tiempo es posible (y me refiero aquí al viaje al futuro), entonces es que todo existe ya a nuestro alrededor, la teoría de que vamos construyendo sobre la marcha el futuro con nuestras decisiones es falsa. Y las historias de paradojas temporales ponen muchas veces una coletilla a este determinismo: al igual que podemos viajar al futuro, ¿acaso podemos también viajar al pasado y cambiarlo?
Naturalmente, en este último aspecto, hay teorías (y relatos) para todos los gustos: desde los que apuntan a que seremos meros fantasmas, espectadores de un pasado al que podremos acceder pero sobre el que no tendremos ninguna influencia (¡por lo que incluso podremos organizar viajes turísticos a los tiempos antiguos!), hasta aquellos en los que, como en un celebre relato de Ray Bradbury, el simple hecho de matar una mariposa en la más remota prehistoria puede transformar por completo a toda la humanidad.
Y finalmente están también aquellas paradojas en las que el viajero del tiempo puede cambiar el pasado, transformando el mundo, pero sin que por ello desaparezca el actual.
Este último apartado de las paradojas temporales entronca directamente con otro tema de gran repercusión también en la ciencia ficción: los universos paralelos.
Pero de esto nos ocuparemos en otro volumen. El tiempo, y sus paradojas, son de por sí un campo lo suficientemente amplio como para que le podamos dedicar varios números. De momento contentémonos con las paradojas puras y simples. Ahora ya son suficientes…

Domingo Santos

LADRÓN EN EL TIEMPO
Robert Sheckley
La base de todo buen relato sobre paradojas temporales es que estas sean lo más complejas posible. Normalmente, el protagonista nunca debe saber de qué va la cosa hasta el final… y a veces ni siquiera entonces. Ha de saltar de sorpresa en sorpresa en su búsqueda de la explicación a todo lo que le sucede, haciendo saltar con él al lector. Situado bajo estas premisas, pocos relatos sobre paradojas temporales son tan absorbentes como este «Ladrón en el tiempo». El desconcierto del protagonista va parejo al desconcierto del lector, que se siente cada vez más fascinado por el enigma de la sucesión de sus aventuras. Claro que por último, como debe ser, todo queda convenientemente explicado… con la Gran Paradoja Final, por supuesto.
Thomas Eldridge estaba completamente solo en su habitación en Butler Hall, cuando oyó detrás de él un débil sonido chirriante. Esto casi no se registró en su consciencia. Estaba estudiando las ecuaciones Holstead, que habían causado tal revuelo hacía unos pocos años, con su insinuación de un universo no-relativista. Era un inquietante conjunto de símbolos, aunque sus conclusiones habían probado ser bastante erróneas.
A pesar de todo, si uno las examinaba sin prejuicios, parecían probar algo. Había una extraña relación de elementos temporales, con interesantes aplicaciones. Había… Escuchó el ruido otra vez, y giró la cabeza. De pie, detrás suyo, había un corpulento hombre vestido con bombachos púrpura, un pequeño chaleco verde y una porosa camisa plateada. Llevaba una cuadrada máquina negra con diferentes diales, y su expresión era decididamente poco amistosa.
Se miraron el uno al otro. Por un momento, Eldridge pensó que era una broma de los estudiantes. Era el profesor adjunto más joven en Carvell Tech, y algún estudiante siempre le estaba entregando un huevo duro o un sapo vivo durante la Semana Infernal.
Pero este hombre no era ningún estudiante retozando. Tenía al menos cincuenta años de edad, y era inconfundiblemente hostil.
—¿Cómo ha entrado aquí? —preguntó Eldridge—. ¿Y qué es lo que quiere? El hombre alzó una ceja.
—¿Va a vanagloriarse aún de ello, eh?
—¿Vanagloriarme de qué? —preguntó Eldridge, sorprendido.
—Le está hablando usted a Viglin —dijo el hombre—. Viglin. ¿Lo recuerda?
Eldridge trató de recordar si había algún asilo de locos cerca de Carvell. Este Viglin parecía un lunático escapado.
—Debe haberse equivocado usted de hombre —dijo Eldridge, preguntándose si debería pedir auxilio.
Viglin sacudió la cabeza.
—Usted es Thomas Monroe Eldridge —dijo—. Nacido el 16 de marzo de 1926, en Darien, Connecticut. Estudió en la universidad Heights College, en la universidad de Nueva York, graduándose cum laude. Consiguió un puesto en Carvell el año pasado, a principios de 1953. ¿Correcto hasta ahora?
—Muy bien. De modo que ha investigado acerca de mí por alguna razón. Mejor que sea buena, o llamaré a la policía.
—Siempre fue un cliente sin nervios. Pero su bravata no le servirá. Yo llamaré a la policía.
Apretó un botón en la máquina. Instantáneamente, aparecieron dos hombres en la habitación. Llevaban uniforme de color naranja claro y verde, con insignias metálicas en las mangas. Entre ellos transportaban una máquina negra similar a la de Viglin, excepto que esta llevaba una marca en la parte superior.
—El crimen no paga —dijo Viglin—. ¡Arresten al ladrón!
Por un momento, la placentera estancia de Eldridge en el colegio, con sus grabados de Gauguin, sus desaliñados montones de libros, su más desaliñado hi-fi, y su pequeña alfombra roja afelpada, parecieron girar aturdidoramente a su alrededor. Parpadeó varias veces, esperando que todo ello hubiera sido causado por el cansancio de sus ojos. O mejor aún, tal vez había estado soñando.
Pero Viglin aún estaba allí, desalentadoramente sustancial. Los dos policías sacaron un par de esposas y avanzaron.
—¡Esperen! —gritó Eldridge, apoyándose contra su escritorio para sostenerse—. ¿Qué es todo esto?
—Si insiste en acusaciones formales —dijo Viglin—, las tendrá. —Se aclaró la garganta—. Thomas Eldridge: en marzo de 1962, usted inventó el Transportador Eldridge. Luego…
—¡Un momento! —protestó Eldridge—. No estamos aún en 1962, por si ustedes no lo saben.
Viglin pareció molesto.
—No utilice subterfugios. Usted inventará el Transportador en 1962, si prefiere esta terminología. Todo es cuestión de un punto de vista temporal.
Eldridge necesitó un tiempo para digerir esto.
—¿Quieren decir… que ustedes son el futuro? —dijo torpemente.
Uno de los policías dio un codazo al otro. — ¡Qué actuación! —dijo admirativamente.
—Mejor que un espectáculo groogly —convino el otro, entrechocando las esposas.
—Claro que somos del futuro —dijo Viglin —. ¿De qué otro lugar podríamos ser? En 1962, usted inventó, o inventará, el Transportador Temporal Eldridge, haciendo posible el viaje a través del tiempo. Con él, usted se trasladó al primer sector del futuro, donde fue recibido con los más altos honores. Luego viajó a través de los tres sectores del Tiempo Civilizado, dando conferencias. Fue usted un héroe, Eldridge, un ideal. Los chiquillos deseaban crecer para ser como usted —Con una voz ronca, continuó—: Fuimos engañados. Súbita y deliberadamente, usted robó una cantidad de mercancías de alto valor. ¡Nos sorprendió! Nunca habíamos sospechado que tuviera tendencias criminales.
Cuando lo tratamos de arrestar, usted desapareció.
Viglin hizo una pausa y se frotó la frente cansadamente.
—Yo era su amigo, Tom, la primera persona con quien se encontró en el Sector Uno.
Bebimos más de un tazón de flox juntos. Yo preparé su circuito de conferencias. Y usted me robó. —Su faz se endureció—. Deténganlo, policías.
Cuando los policías avanzaron, Eldridge pudo ver bien la máquina negra que compartían. Como la de Viglin, tenía varios diales y una hilera de botones. Rotuladas en blanco en la parte superior, figuraban las palabras:

TRANSPORTADOR TEMPORAL ELDRIDGE
—
PROPIEDAD DEL DEP. DE POLICÍA EASKILL

Los policías se detuvieron y se volvieron hacia Viglin.
—¿Tiene los documentos de extradición? Viglin rebuscó en sus bolsillos. —Parece que no los tengo conmigo. ¡Pero ustedes saben que es un ladrón!
—Todo el mundo lo sabe —dijo el policía—. Pero no tenemos jurisdicción en un sector de precontacto sin documentos de extradición.
—Esperen aquí —dijo Viglin—. Los conseguiré. —Observó cuidadosamente su reloj de pulsera, murmuró algo sobre una media hora de desfase, y apretó un botón en el Transportador.
Desapareció inmediatamente.
Los dos policías se sentaron en el sofá de Eldridge y procedieron a mirar de soslayo los Gauguin.
Eldridge trató de pensar, de planear, de anticipar. Imposible. No podía creerlo. Rehusaba creerlo. Nadie le haría creer…
—Imagina a un individuo famoso como este siendo un bribón —dijo uno de los policías.
—Todos los genios están locos —filosofó el otro—. ¿Recuerdas al bailarín de stuggie que mató a su chica? Era un genio, dijo todo el mundo.
—Sí. —El primer policía encendió un cigarro y tiró la cerilla sobre la pequeña alfombra roja afelpada de Eldridge.
Está bien, decidió Eldridge, era verdad. Tenía que creerlo bajo las circunstancias. Tampoco era tan absurdo. Siempre había sospechado que él podía ser un genio. ¿Pero qué había ocurrido?
En 1962, inventaría una máquina del tiempo.
Era lógico, ya que él era un genio.
Y viajaría a través de los tres sectores del Tiempo Civilizado.
Bien, ciertamente, suponiendo que tuviera una máquina del tiempo. Si había tres sectores, los exploraría.
Incluso podría explorar los sectores no civilizados.
Y entonces, sin ninguna advertencia, se convertiría en un ladrón… ¡No! Podía aceptar cualquier otra cosa, pero esta estaba completamente fuera de su carácter. Eldridge era un hombre joven intensamente honesto, muy por encima de las mezquinas deshonestidades. Como estudiante, nunca había hecho trampa en los exámenes. Como hombre, siempre había pagado el real y exacto impuesto sobre sus utilidades, hasta el último céntimo.
Y aún iba más lejos que esto. Eldridge no tenía ninguna motivación, ninguna necesidad material. Su deseo había sido siempre el establecerse en algún lugar cálido y soñoliento, contento con sus libros y su música, la luz del sol, los vecinos congeniales, el amor de una buena mujer.
De modo que estaba acusado de latrocinio. Incluso si era culpable, ¿qué motivo podía haberlo llevado a la acción? ¿Qué le había ocurrido en el futuro?
—¿Vas a ir al railly scrug? —preguntó uno de los policías al otro. — ¿Por qué no? Llega a Malm el domingo, ¿verdad?
No les importaba. Cuando Viglin volviera, lo esposarían y lo arrastrarían hasta el Sector Uno del futuro. Sería sentenciado y arrojado a una celda.
Todo por un crimen que él iba a cometer.
Tomó una rápida decisión, y actuó con idéntica rapidez.
—Me siento mal —dijo, y empezó a deslizarse fuera de la silla. — ¡Cuidado… puede tener una pistola! —aulló uno de los policías.
Se precipitaron hacia él, dejando su máquina del tiempo sobre el sofá.
Eldridge buceó debajo de la mesa y apareció al otro lado, y saltó sobre la máquina. Pese a su prisa, se dio cuenta de que el Sector Uno sería un lugar poco saludable para él.
De modo que, mientras los policías corrían a través de la habitación, apretó el botón marcado Sector Dos.
Instantáneamente, se sintió inmerso en la oscuridad.
Cuando abrió sus ojos, Eldridge se encontró con que se hallaba sumergido hasta los tobillos en un charco de agua sucia. Estaba en un campo, a seis metros de una carretera.
El aire era cálido y húmedo. Tenía el Transportador Temporal firmemente sujeto bajo su brazo.
Estaba en el Sector Dos del futuro, y esto no lo emocionaba en lo más mínimo. Caminó hacia la carretera. A ambos lados de la misma había campos escalonados, llenos con los verdes tallos de las plantas de arroz. ¿Arroz? ¿En el estado de Nueva York? Eldridge recordó que en su propio sector temporal se había detectado un cambio climático. Se había predicho que algún día las zonas templadas volverían a ser cálidas, tal vez tropicales. Este futuro parecía probar la teoría. Estaba transpirando ya. El suelo era húmedo, como si hubiera llovido recientemente, y el cielo era de un azul intenso y sin nubes.
Pero, ¿dónde estaban los agricultores? Mirando al sol, que estaba directamente sobre su cabeza, tuvo la respuesta. Durmiendo la siesta, claro. Dirigiendo la vista carretera adelante, pudo ver edificios a casi un kilómetro de distancia. Se limpió el barro de sus zapatos y empezó a andar.
Pero, ¿qué es lo que haría cuando llegara a los edificios? ¿Cómo podría descubrir lo que le había ocurrido en el Sector Uno? No podía dirigirse a cualquiera y decirle: «Perdone, señor. Soy de 1954, un año del que usted tal vez haya oído hablar. Parece ser que en alguna forma…» No, eso no serviría. Tendría que pensar en algo. Eldridge continuó andando, mientras el sol lo golpeaba furiosamente. Cambió el Transportador al otro brazo, y luego lo inspeccionó de cerca. Puesto que lo iba a inventar —no, ya lo había hecho—, sería mejor que averiguara como funcionaba.
En su superficie había botones para los tres primeros sectores del Tiempo Civilizado. Había un dial especial para viajar más allá del Sector Tres, hacia los Sectores Sin Civilizar. En un lado había una placa de metal que decía: ATENCIÓN: conceda un margen de medía hora entre saltos temporales, para evitar anulaciones.
Eso no le dijo gran cosa. Según Viglin, Eldridge había necesitado ocho años, desde 1954 a 1962, para inventar el Transportador. Para comprenderlo necesitaría algo más que unos pocos minutos.
Eldridge llegó a los edificios y encontró con que se hallaba en una ciudad de mediano tamaño. Había algunas personas en las calles, caminando lentamente bajo el sol tropical.
Vestían completamente de blanco. Se sintió aliviado al ver que los estilos en el Sector Dos eran tan conservadores y que su traje podía pasar por una versión rústica de lo que allí parecía habitual.
Pasó frente a un edificio de adobe. El letrero de su fachada decía:

LEEDURÍA PÚBLICA.

Una librería. Eldridge se detuvo. En su interior se encontrarían sin duda los archivos de los últimos cientos de años. Habría una crónica de su crimen —si existía— y las circunstancias bajo las cuales lo había cometido. ¿Pero no sería peligroso? ¿Habría algunos carteles solicitando su arresto? ¿Existiría la extradición entre los Sectores Uno y Dos?
Tendría que arriesgarse. Eldridge entró, pasó rápidamente más allá de la delgada encargada de faz gris, y se dirigió hacia los estantes.
Había un gran departamento sobre el tiempo, pero el tratado más completo en un solo volumen era un libro titulado Orígenes del Viaje Temporal por Ricardo Alfredex. La primera parte decía que el joven genio Eldridge había, en un nefasto día de 1954, recibido el germen de la idea a partir de las controvertidas ecuaciones Holstead. Realmente, la fórmula era simple hasta lo absurdo —Alfredex citaba las principales proposiciones—, pero nadie se había dado cuenta antes. La genialidad de Eldridge residía principalmente en percibir lo obvio.
Eldridge frunció el ceño ante este menosprecio: Obvio, ¿no es cierto? El aún no lo comprendía. ¡Y él era el inventor!
La máquina había sido construida en 1962. Funcionó al primer intento, catapultando a su joven inventor en lo que luego sería conocido como Sector Uno.
Eldridge levantó la vista y vio que una niña con gafas, de unos nueve años más o menos, estaba de pie al final de su hilera de libros, mirándolo. Se escondió fuera de su vista. Continuó leyendo.
El siguiente capítulo se titulaba «Las Falsas Paradojas del Tiempo». Eldridge lo hojeó rápidamente. El autor empezaba con la clásica paradoja de Aquiles y la tortuga, y la demolía con el cálculo integral. Utilizando esto como una base lógica, continuaba con las llamadas paradojas del tiempo: matar al propio tatarabuelo, encontrarse a uno mismo, etc.
Estas no tuvieron mejor suerte que la antigua paradoja de Zeno. Alfredex continuaba explicando que todas las paradojas temporales eran la invención de autores dotados para la confusión.
Eldridge no comprendió la intrincada lógica simbólica de toda esta parte, lo cual era perturbador, ya que se le citaba a él como la máxima autoridad.
El siguiente capítulo se llamaba «La Caída del Poderoso». Contaba como Eldridge había conocido a Viglin, el dueño de un gran almacén de artículos de deporte en el Sector Uno. Se convirtieron en buenos amigos. El negociante tomó bajo su protección al tímido y joven genio. Le preparó un circuito de conferencias. Luego…
—Perdone, señor —dijo alguien. Eldridge levantó la vista. La encargada de faz gris se hallaba frente a él. A su lado estaba la niña con gafas con una sonrisa afectada en su rostro.
—¿Sí? —preguntó Eldridge.
—No se admite a los Viajeros Temporal es en la Leeduría —dijo la encargada austeramente.
Eso era comprensible, pensó Eldridge. Los Viajeros podían coger un montón de libros valiosos y desaparecer. Probablemente, y por la misma razón, tampoco eran admitidos en los bancos.
El problema es que no deseaba dejar el libro.
Eldridge sonrió, señaló su oreja, y continuó leyendo apresuradamente.
Al parecer el brillante joven Eldridge había dejado que Viglin se cuidara de todos sus contratos y documentos. Y un día se encontró, para su sorpresa, que había firmado un documento cediendo a Viglin todos los derechos sobre el Transportador Temporal a cambio de una discreta cantidad de dinero. Eldridge llevó el caso ante los tribunales. Los tribunales fallaron en contra suyo. El caso fue apelado. Sin dinero y amargado, Eldridge inició su carrera criminal, robándole a Viglin…
—¡Señor! —dijo la encargada—. Sordo o no, debe marcharse en el acto. Si no lo hace, llamaré a la policía.
Eldridge dejó el libro, murmuró «chivata» a la niña, y se apresuró a salir de la Leeduría.
Ahora sabía porque Viglin estaba tan ansioso por arrestarlo. Con su caso aún pendiente, Eldridge estaría en mala posición detrás de unas rejas.
Pero, ¿por qué había robado?
El latrocinio de su invención era un motivo comprensible, pero Eldridge estaba seguro de que no era por esto. El robarle a Viglin no le haría sentirse mejor ni tampoco repararía el daño. Su reacción sería de luchar o de retraerse, de retirarse de todo el asunto. Cualquier cosa excepto robar.
Bien, ya lo averiguaría. Se escondería en el Sector Dos, quizá encontrara un trabajo. Poco a poco, conseguiría…
Dos hombres le asieron los brazos por ambos lados. Un tercero le quitó el Transportador. Lo hicieron con tal facilidad que Eldridge aún estaba boquiabierto cuando uno de los hombres le enseñó una placa.
—Policía —dijo el hombre—. Tendrá que venir con nosotros, señor Eldridge. — ¿Por qué? —preguntó Eldridge.
—Por robo en los Sectores Uno y Do s. De modo que había robado aquí, también.
Fue llevado a la estación de policía y se le hizo entrar en la pequeña y desordenada oficina del capitán. El capitán era un hombre delgado, calvo, y de facciones joviales. Hizo señas a sus subordinados para que salieran de la habitación, indicó a Eldridge que se sentara en una silla y le entregó un cigarrillo.
—Así que usted es Eldridge —dijo. Eldridge asintió tristemente.
—Desde chiquillo he estado leyendo cosas sobre usted —dijo el capitán con nostalgia—. Usted era uno de mis héroes.
Eldridge supuso que el capitán tenía al menos quince años más que él, pero no hizo ningún comentario. Después de todo, se suponía que él era un experto en paradojas temporales.
—Siempre creí que le habían hecho una estafa —dijo el capitán, jugueteando con un gran pisapapeles de bronce—. Aún as í, no pude comprender porque un hombre como usted se había dedicado a robar. Por un tiempo, creímos que se podría tratar de una locura pasajera.
—¿Lo fue? —preguntó Eldridge esperanzado.
—Ni por casualidad. Comprobamos su historial. No lo es usted ni en forma potencial. Y eso hace las cosas bastante difíciles para mí. Por ejemplo, ¿por qué robó usted especialmente estos artículos?
—¿Qué artículos?
—¿No lo recuerda?
—Me he olvidado de todo —dijo Eldridge—. Amnesia temporal.
—Muy comprensible —dijo el capitán con simpatía. Le entregó un papel a Eldridge—.
Aquí está la lista.
ARTÍCULOS ROBADOS POR THOMAS MONROE ELDRIDGE

Sustraídos del Almacén de Artículos de Deporte Viglin, Sector Uno: Créditos
4 Pistolas Megacarga 10.000 3 Cinturones salvavidas, Hinchables 1005 Latas de Repelente de Tiburones Ollen 400

Sustraídos de la Tienda de Especialidades Alfghan, Sector Uno:
2 Volúmenes Microflex, Literatura Mundial 1.000
5 Cintas grabaciones de la Sinfónica Teeny-Tom 2.650

Sustraídos del Almacén de Productos Loorie, Sector Dos:
4 Docenas de Patatas, marca Tortuga Blanca 5
9 Bolsas de semillas de zanahoria (Surtidas) 6
Sustraídos del Almacén de Novedades Manon, Sector Dos:
5 Docenas de Espejos de mano, Plateados 95

Valor Total 14.256
—¿Qué es lo que quería hacer? —preguntó el capitán—. Robar un millón de créditos está bien, lo puedo comprender, pero ¿por qué toda esa basura?
Eldridge sacudió la cabeza. No podía encontrar nada que tuviera sentido en la lista. Las pistolas de megacarga podían ser útiles. Pero, ¿por qué los espejos, cinturones salvavidas, patatas y el resto de los artículos que el capitán había calificado con propiedad de basura?
No podía comprenderlo. Eldridge empezó a pensar en sí mismo como si fuera dos personas. Eldridge I había inventado los viajes en el tiempo, había sido estafado, robado algunos artículos incomprensibles, y desaparecido. Eldridge II era él mismo, la persona que Viglin había encontrado. No tenía recuerdos del primer Eldridge. Pero tenía que descubrir los motivos de Eldridge I y/o sufrir por sus crímenes.
—¿Qué ocurrió después que hube robado esas cosas? —preguntó Eldridge.
—Eso es lo que nos gustaría saber —dijo el capitán—. Todo lo que sabemos es que se escapó con su botín al Sector Tres.
—¿Y luego?
El capitán se alzó de hombros.
—Cuando pedimos su extradición, las autoridades nos informaron de que usted no estaba allí. No es que le hubieran entregado. Son de la clase orgullosa, independiente, ya sabe. De todas maneras, usted había desaparecido.
—¿Desaparecido? ¿A dónde?
—No lo sé. Podría haber ido a los Sectores sin Civilizar que están más allá del Sector Tres.
—¿Qué son los Sectores sin Civilizar? —preguntó Eldridge.
—Esperábamos que usted nos lo dijera —repuso el capitán—. Es usted el único hombre que ha efectuado exploraciones más allá del Sector Tres. ¡Maldita sea, pensó Eldridge, se suponía que él era una autoridad en todo lo que deseaba saber!
—Esto me pone en una situación difícil —dijo el capitán, mirando a su pisapapeles. — ¿Por qué?
—Bueno, usted es un ladrón. La ley dice que debo arrestarlo. Sin embargo, también me doy cuenta de que a usted se le hizo una mala jugada. Y también sé que solo robó a Viglin y a sus afiliados en ambos Sectores. Hay una cierta justicia en ello… que desgraciadamente la ley no reconoce.
Eldridge asintió tristemente.
—Mi deber es arrestarlo —dijo el capitán con un profundo suspiro—. No hay nada que pueda hacer, aunque lo quisiera. Tendrá que ser juzgado y probablemente le caerá una sentencia de unos veinte años, más o menos.
—¿Cómo? ¿Por robar morralla como el repelente de tiburones y las semillas de zanahorias? ¿Por robar basura?
—Somos muy severos para los crímenes en el tiempo —dijo el capitán—. Ofensa temporal.
—Comprendo —dijo Eldridge, derrumbándose en su silla.
—Claro que —dijo el capitán pensativamente—, si de repente me atacara rencorosamente, golpeándome en la cabeza con ese pesado pisapapeles, cogiera mi Transportador Personal —que está en el segundo estante de ese armario— y retornara a sus amigos en el Sector Tres, no habría realmente gran cosa que yo pudiera hacer al respecto.
—¿Huh?
El capitán se volvió hacia la ventana, dejando el pisapapeles al alcance de Eldridge.
—Son verdaderamente terribles —comentó—, las cosas que uno haría por un héroe de la infancia. Pero, desde luego, usted es un hombre respetuoso de la ley. Nunca haría una cosa semejante y tengo informes psicológicos que lo demuestran.
—Gracias —dijo Eldridge. Levantó el pisa papeles y golpeó débilmente la cabeza del capitán. Sonriendo, el capitán se desplomó detrás de la mesa. Eldridge encontró el Transportador en el armario, y lo preparó para el Sector Tres. Suspiró profundamente y apretó el botón.
Una vez más, fue rodeado por la oscuridad.
Cuando abrió los ojos, estaba en una llanura cuyo suelo estaba manchado de amarillo.
A su alrededor se extendía un terreno desértico, sin un solo árbol, y un viento polvoriento soplaba contra su cara. A lo lejos, pudo ver varios edificios de ladrillo y una hilera de tiendas, dispuestas a lo largo de un arroyo seco. Se encaminó hacia allí.
Este futuro, decidió, había pasado por otra variación climática. El ardiente sol había calcinado el terreno, secando los arroyos y los ríos. Si el clima tendía a ser así, podía comprender porque el siguiente sería Sin Población.
Estaba muy cansado. No había comido en todo el día, o en varios miles de años, según como uno lo mirara. Pero eso, se dio cuenta, era una falsa paradoja, una que Alfredex seguramente demolería con su lógica simbólica.
Al infierno con la lógica. Al infierno con la ciencia, las paradojas, todo. No escaparía a un lugar más lejano. Tendría que haber sitio para él en este país polvoriento. La gente de aquí —de clase orgullosa e independiente— no lo entregarían. Creían en la justicia, no en la ley. Se quedaría aquí, trabajaría, envejecería, y olvidaría a Eldridge I y sus locos planes.
Cuando llegó al poblado, vio que la gente se había reunido para darle la bienvenida. Iban vestidos con túnicas largas y flotantes, como los albornoces árabes, la única vestimenta lógica para este clima.
Un patriarca barbudo se adelantó y con la cabeza asintió gravemente hacia Eldridge. —Los proverbios antiguos tenían razón. Para cada principio hay un final. Eldridge convino cortésmente.
—¿Alguien puede darme un trago de agua?
—Y en verdad está escrito —continuó el patriarca—, que el ladrón, teniendo un universo por el que vagar, volverá al final a la escena de su crimen.
—¿Crimen? —preguntó Eldridge, sintiendo un molesto cosquilleo en su estómago.
—Crimen —repitió el patriarca. Entre la multitud, un hombre gritó:
—¡Es un pájaro estúpido aquel que ensucia su propio nido! —La gente rugió al reír, pero a Eldridge no le gustó el sonido. Era una risa cruel.
—La ingratitud engendra la traición —dijo el patriarca—. La maldad es omnipresente. Te apreciábamos, Thomas Eldridge. Viniste a nosotros con tu extraña máquina, trayendo un botín, y te reconocimos por tu espíritu orgulloso. Te convertía en uno de nosotros. Te protegimos de tus enemigos de los Mundos Húmedos. ¿Qué nos importaba a nosotros que los hubieras agraviado? ¿Acaso no te habían agraviado ellos? ¡Ojo por ojo!
La multitud gruñó aprobadoramente.
—Pero, ¿qué es lo que hice? —deseó saber Eldridge.
La multitud convergió hacia él, blandiendo palos y cuchillos. Una hilera de hombres vestidos con capas azul oscuro la retenían, y Eldridge se dio cuenta de que incluso aquí habían policías.
—Decidme lo que hice —persistió mientras los policías le quitaban el Transportador.
—Eres culpable de sabotaje y asesinato —le dijo el patriarca.
Eldridge miró a su alrededor, desesperado. Se había escapado de los cargos por hurto en el Sector Uno para verse acusado de ello en el Sector Dos. Se había retirado al Sector Tres, donde era buscado por asesinato y sabotaje.
Sonrió amistosamente.
—Lo único que realmente he deseado siempre ha sido un país cálido y pacífico, libros, vecinos amistosos, y el amor de una buena…
Cuando se recuperó, se encontró yaciendo sobre el duro suelo de tierra de una pequeña cárcel de ladrillos. A través de la rendija que era la ventana, pudo ver una insignificante porción de una puesta de sol. Detrás de la puerta de madera, alguien estaba gimiendo una canción.
Encontró un tazón de comida a su lado y comió con hambre de lobo su poco familiar contenido. Después de beber agua de otro tazón, se apoyó contra la pared. A través de la estrecha ventana, la puesta de sol iba desapareciendo. En el patio, un grupo de hombres estaba erigiendo una horca.
—¡Carcelero! —gritó Eldridge. A los pocos momentos pudo oír el sonido de unos pasos.
—Necesito un abogado —dijo.
—Aquí no hay abogados —replicó el hombre orgullosamente—. Aquí hay justicia —Y se marchó.
Eldridge empezó a revisar sus ideas acerca de una justicia sin ley Estaba muy bien como concepto… pero era horrible como realidad.
Se tumbó en el suelo y trató de pensar. No pudo. Podía escuchar a los trabajadores riendo y bromeando mientras erigían la horca. Trabajaron hasta muy avanzado el atardecer.
A primeras horas de la noche, Eldridge oyó girar la llave en la cerradura. Entraron dos hombres. Uno era de mediana edad, con una pequeña y bien cuidada barba. El otro tenía más o menos la edad de Eldridge, anchos hombros y curtido.
—¿Te acuerdas de mí? —preguntó el hombre de mediana edad. — ¿Debería?
—Sí. Yo era su padre.
—Y yo era su prometido —dijo el hombre joven. Dio un paso amenazadoramente. El hombre con barba lo contuvo.
—Sé lo que sientes, Morgel, pero pagará sus crímenes en la horca.
—Colgarlo es aún poco para él, señor Becker —arguyó Morgel—. Debería ser destripado, descuartizado, quemado y dispersadas sus cenizas al viento.
—Sí, pero nosotros somos un pueblo justo y misericordioso —dijo Becker virtuosamente.
—¿El padre de quién? —preguntó Eldridge—. ¿El prometido de quién? Los dos hombres se miraron el uno al otro.
—¿Qué es lo que hice? —preguntó Eldridge. Becker se lo dijo.
Eldridge había llegado del Sector Dos, cargado con su pillaje, explicó Becker. La gente del Sector Tres lo habían aceptado. Eran un pueblo simple, directo y colérico, los herederos de una Tierra destrozada y asolada por la guerra. En el Sector Tres, los minerales habían desaparecido, el suelo había perdido su fertilidad. Grandes extensiones de terreno eran radiactivas. Y el sol continuaba batiendo, los glaciares se fundían, y los océanos continuaban elevándose sobre su nivel.
Los hombres del Sector Tres estaban luchando para volver a la civilización. Tenían los rudimentos de un sistema de fabricación y unas cuantas plantas de energía. Eldridge había incrementado el rendimiento de esas estaciones, les había proporcionado un sistema de alumbrado, y enseñado los rudimentos de los principios sanitarios. Continuó sus exploraciones en los Sectores Inexplorados más allá del Sector Tres. Se convirtió en un héroe popular y la gente del Sector Tres lo adoraba y lo protegía. Eldridge había recompensado este cariño raptando a la hija de Becker.
Esta atractiva y joven muchacha estaba prometida con Morgel. Se habían hecho preparativos para su casamiento. Eldridge ignoró todo esto y mostró su verdadero carácter secuestrándola una oscura noche y colocándola en una máquina infernal de su propia invención. Cuando hizo funcionar el aparato, la muchacha desapareció. Las sobrecargadas líneas de electricidad hicieron estallar todas las instalaciones situadas en un radio de varios kilómetros. ¡Asesinato y sabotaje!
Pero la airada multitud no había podido alcanzar a tiempo a Eldridge. Había metido parte de su pillaje en una bolsa, asido su Transportador y desaparecido.
—¿Hice todo eso? —suspiró Eldridge.
—Ante testigos —dijo Becker—. El botín que quedó está en el almacén. No pudimos deducir nada de lo que quedó.
Con los dos hombres contemplándole fijamente a la cara, Eldridge miró al suelo. Ahora sabía lo que había hecho en el Sector Tres.
A pesar de ello, la acusación de asesinato era falsa probablemente. En apariencia, había construido un modelo potente de Transportador y enviado a la muchacha a algún sitio, sin necesidad de las paradas intermedias que requerían los modelos portables. De todos modos, nadie le creería. Esta gente nunca habían oído hablar de un concepto civilizado tal como el habeas corpus.
—¿Por qué lo hiciste? —preguntó Becker.
Eldridge se alzó de hombros y sacudió la cabeza desvalidamente.
—¿No te traté como si fueras mi propio hijo? ¿No te defendí de la policía del Sector Dos? ¿No te alimenté y te vestí? ¿Por qué, por qué lo hiciste?
Todo lo que Eldridge podía hacer era alzarse de hombros y continuar moviendo desvalidamente su cabeza.
—Muy bien —dijo Becker—. Dile tu secreto al verdugo por la mañana. Asió a Morgel por el brazo y se fue.
Si Eldridge hubiera tenido una pistola, la habría disparado contra sí mismo en el acto. Todas las evidencias apuntaban hacia potencialidades de maldad inherentes que nunca había sospechado. Y su tiempo se le estaba terminando. Por la mañana, sería colgado.
Y eso era injusto, completamente. El era un inocente mirón, que se veía envuelto continuamente en las consecuencias de las acciones de su antecesor… o descendiente.
Pero solo Eldridge I conocía los motivos y sabía las respuestas.
Incluso si sus latrocinios estaban justificados, ¿por qué había robado las patatas, cinturones salvavidas, espejos y otras cosas? ¿Qué había hecho con la muchacha? ¿Qué estaba tratando de llevar a cabo?
Fatigado, Eldridge cerró los ojos y se dejó caer en una inquieta somnolencia. Oyó como un sonido de arañazos y levantó la vista.
Viglin estaba allí, llevando un Transportador.
Eldridge estaba demasiado cansado para sentirse sorprendido. Lo miró por un momento, diciendo luego:
—¿Ha venido para disfrutar a mi costa?
—Yo no lo planeé así —protestó Viglin, secándose el sudor de la cara—. Debes creerme. Nunca quise matarte, Tom.
Eldridge se sentó y miró de cerca a Viglin. —Tú me robaste mi invento, ¿verdad?
—Sí —confesó Viglin—. Pero solo lo hacía por tu bien. Hubiera repartido contigo los beneficios.
—Entonces, ¿por qué lo robaste? Viglin pareció incómodo. —Tú no estabas interesado en el dinero.
—¿Y por eso me engañaste para que firmara unos papeles cediéndote los derechos? —Si no lo hubiera hecho, algún otro lo hubiera hecho, Tom. Solo quería evitarte disgustos. Tenía el propósito de beneficiarte… ¡lo juro! —S e secó la frente otra vez—.
Pero nunca pensé que las cosas se desarrollarían así.
—Y entonces me tendiste una trampa con esos robos —dijo Eldridge.
—¿Qué? —Viglin parecía sincero en su sorpresa—. No, Tom. Fuiste tú quien robaste esas cosas. Lo cual me vino perfectamente bien a mí… hasta ahora.
—¡Estás mintiendo!
—¿Vendría aquí para mentirte? He admitido haber robado tu invención. ¿Por qué habría de mentir sobre otras cosas?
—Entonces, ¿por qué robé?
—Creo que tenías alguna clase de plan disparatado para los Sectores Inhabitados, pero no lo sé realmente. No importa. Ahora, escúchame. No tengo forma de impedir el juicio —ahora es un asunto temporal— pero puedo sacarte de aquí.
—¿Ya dónde iré? —preguntó Eldridge desconsoladamente—. Los policías me están buscando a través de todo el tiempo.
—Te esconderé en mi finca. De verdad. Puedes ocultarte hasta que el estatuto dé las limitaciones haya expirado. Nunca se les ocurrirá buscarte en mi casa.
—¿Y qué hay de los derechos sobre mi invención?
—Continuarán siendo míos —dijo Viglin, con una parte del tono de confianza que había tenido anteriormente—. No puedo devolvértelos sin hacerme sospechoso de fraude. Pero los compartiré contigo. Y tú necesitas un socio comercial.
—Está bien, vámonos de aquí —dijo Eldridge.
Viglin había traído consigo un cierto número de herramientas, las cuales manejó con una habilidad sospechosa. A los pocos minutos, estaban fuera de la celda y ocultos en el oscuro patio posterior.
—Este Transportador no es muy potente —susurró Viglin, comprobando las baterías de la máquina—. ¿Hay alguna posibilidad de conseguir el tuyo?
—Debería estar en el almacén —dijo Eldridge.
El almacén no estaba guardado y Viglin tuvo que esforzarse muy poco en la cerradura. En su interior, hallaron la máquina de Eldridge II al lado del botín variado y sin sentido de Eldridge I.
—Vámonos —dijo Viglin. Eldridge negó con la cabeza. — ¿Qué es lo que ocurre? —preguntó Viglin, molesto.
—Yo no voy.
—Escucha, Tom, ya sé que no hay ninguna razón por la que debieras fiarte de mí. Pero realmente te daré santuario. No te estoy mintiendo.
—Te creo —dijo Eldridge—. Pero, de todos modos, no voy a volver. — ¿Qué es lo que quieres hacer?
Eldridge había estado pensando sobre ello desde que se habían escapado de la celda. Ahora se hallaba a mitad de camino. Podía volver con Viglin o continuar solo.
En realidad, no había elección. Tenía que asumir que sabía lo que estaba haciendo desde el primer momento. Acertado o equivocado, iba a continuar teniendo fe y acudir a las citas que hubiera concertado con el futuro.
—Me voy a los Sectores Inhabitados —dijo Eldridge—. Encontró un saco y empezó a llenarlo con las patatas y las semillas de zanahorias.
—¡No puedes! —objetó Viglin —. La primera vez, terminaste en 1954. Puede que no tengas tanta suerte esta vez.- Podrías ser anulado completamente.
Eldridge había metido ya las patatas y las bolsas de semillas de zanahorias. A continuación dispuso de los volúmenes de Literatura Mundial, los cinturones salvavidas, las latas de repelente de tiburones y 33 los espejos. Encima de todo eso puso las pistolas de megacarga.
—¿Tienes alguna idea de lo que vas a hacer con todas esas cosas?
—Ni la más mínima —dijo Eldridge, introduciendo las cintas de la Sinfónica en el interior de su camisa—. Pero tendrán su utilidad en algún sitio.
Viglin suspiró profundamente.
—No olvides que debes dejar un lapso de media hora entre saltos o serás anulado. ¿Tienes un reloj?
—No, lo olvidé en mi habitación.
—Toma el mío. Un Deportista Especial. —Viglin lo sujetó a la muñeca de Eldridge—.
Buena suerte, Tom. De verdad.
—Gracias.
Eldridge ajustó el botón para el salto más lejano que podía efectuar hacia el futuro. Sonrió a Viglin y apretó el botón.
Hubo el momento normal de oscuridad, luego una repentina y helada sensación.
Cuando Eldridge abrió los ojos, se encontró con que estaba bajo el agua.
Salió a la superficie, luchando contra el peso del saco. Una vez que tuvo la cabeza sobre el agua, miró a su alrededor buscando la tierra más próxima.
No había tierra. Largas y suaves olas se dirigían hacia él desde un horizonte ilimitado, elevándolo y pasando de largo, hacia una orilla oculta.
Eldridge rebuscó en su saco, encontró los cinturones salvavidas y los hinchó. Pronto estuvo flotando en la superficie, tratando de imaginar lo que le había ocurrido al estado de Nueva York.
Cada salto en el futuro lo había llevado a un clima más tórrido. Aquí, a innumerables miles de años de 1954, los glaciares debían haberse derretido. Probablemente una gran parte de la Tierra se hallaba sumergida. Sus planes habían sido correctos al tomar los cinturones salvavidas. Aquello le daba confianza para el resto de su viaje. Ahora tendría que flotar durante media hora, para evitar la anulación.
Se reclinó hacia atrás, sostenido por los salvavidas, y admiró las formaciones de nubes en el cielo.
Algo lo rozó.
Eldridge miró hacia abajo y vio una larga y negra forma que se deslizaba bajo sus pies. Se le unió otra y empezaron a dirigirse hacia él, vorazmente. ¡Tiburones!
Rebuscó alocadamente en el saco, desparramando los espejos en su prisa, y encontró una lata de repelente de tiburones. La abrió, la vertió a su alrededor, y una mancha color naranja empezó a extenderse sobre el agua negro azulada.
Ahora habían tres tiburones. Nadaron cautelosamente alrededor del círculo de repelente que se expandía. Un cuarto se unió a ellos, se introdujo en la mancha color naranja, y se retiró con rapidez hacia las aguas limpias.
Eldridge se alegró de que el futuro hubiera producido un repelente de tiburones que realmente era efectivo.
A los cinco minutos, una parte de la mancha naranja había desaparecido. Abrió otra lata. Los tiburones no perdían la esperanza, pero no se introducían en la mancha coloreada. Vació una lata cada cinco minutos. El empate se mantuvo durante la media hora de espera.
Eldridge comprobó los ajustes y asió el saco fuertemente. No sabía para qué servirían los espejos o las patatas, o porque eran necesarias las semillas de zanahorias. Simplemente, tendría que correr el riesgo.
Apretó el botón y fue envuelto por la oscuridad familiar.
Se encontró hundido hasta los tobillos en un espeso pantano de olor maligno. El calor era asfixiante y una nube de enormes mosquitos zumbaba alrededor de su cabeza.
Esforzándose en salir del barro pegajoso, acompañado por los siseos y cliqueteos de animales invisibles, Eldridge encontró una porción sólida de terreno bajo un pequeño árbol. La verde jungla lo rodeaba, salpicada de llamativos colores púrpura y rojos.
Eldridge se reclinó contra el árbol para esperar el transcurso de la media hora. En este futuro, en apariencia, las aguas del océano se habían retirado, creciendo la jungla primitiva. ¿Habría humanos aquí? ¿Quedaba alguien sobre la Tierra? No podía estar seguro. Parecía como si el mundo estuviera principiando otra vez.
Eldridge oyó un sonido como un balido y vio una confusa forma de color verde moviéndose contra el brillante verde del follaje. Algo se estaba dirigiendo hacia él.
Lo observó. Tenía casi cuatro metros de alto, la rugosa piel de un lagarto y anchos y amplios pies. Se parecía extraordinariamente a un dinosaurio pequeño.
Eldridge contempló cautelosamente al gran reptil. La mayoría de los dinosaurios eran herbívoros, se recordó a sí mismo, especialmente los que vivían en los pantanos. Con toda probabilidad este solamente quería olisquearlo. Luego, retornaría a roer la hierba.
El dinosaurio bostezó, revelando un magnífico conjunto de dientes puntiagudos, y empezó a aproximarse a Eldridge con aspecto decidido.
Eldridge hundió la mano en el saco, apartó diversos artículos, y asió una pistola megacarga.
Mejor que esto funcionara, rogó, y disparó.
El dinosaurio desapareció en una nube de humo. Solo quedaron unas pocas tiras de carne y un olor a ozono para mostrar donde había estado. Eldridge miró a la pistola megacarga con un nuevo respeto. Ahora comprendía porque su precio era tan elevado.
Durante la siguiente media hora, un cierto número de habitantes de la jungla se interesó vivamente por él. Cada pistola solo servía para unos pocos disparos, lo cual no era sorprendente, teniendo en cuenta su destructividad. A la última se le empezó a debilitar la carga; tuvo que liquidar a un pterodáctilo golpeándolo con el cañón de la misma.
Cuando hubo pasado la media hora, ajustó otra vez el dial, deseando poder saber lo que le esperaba. Se preguntó como se suponía que iba a enfrentarse a nuevos peligros con algunos libros, patatas, semillas de zanahoria y espejos.
Tal vez ya no habían peligros más allá.
Solo había un modo de comprobarlo. Apretó el botón.
Se hallaba en una colina cubierta de hierba. La densa jungla había desaparecido.
Ahora había un bosque de pinos, susurrando en la brisa, extendiéndose ante él, un terreno sólido bajo sus pies, y un templado sol en el cielo.
El pulso de Eldridge se aceleró al pensar que este podría ser su objetivo. Siempre había tenido un trazo de atavismo, un deseo de encontrar un lugar no afectado por la civilización. El amargado Eldridge I, robado y traicionado, debía haber sentido lo mismo aún más fuertemente.
Era un poco decepcionante. A pesar de todo, no estaba mal, decidió. Excepto por la soledad. Si solo hubiera gente…
Un hombre salió del bosque. Tenía menos de un metro cincuenta de altura, musculoso como un luchador y llevaba una corta túnica dé piel. Su epidermis tenía un color gris. Asía una rama de árbol, que había sido transformada burdamente en un garrote.
Dos docenas de otros salieron del bosque situado detrás suyo. Avanzaron directamente hacia Eldridge.
—Hola, muchachos —dijo Eldridge placenteramente.
El líder replicó en un lenguaje gutural e hizo un gesto con la palma de la mano.
—Os traigo cosechas bendecidas —dijo Eldridge prontamente—. Tengo justamente lo que necesitáis. —Metió la mano en el saco y extrajo un paquete de semillas de zanahoria—. ¡Semillas! Avanzaréis un millar de años en la civilización…
El líder gruñó con furia y sus seguidores empezaron a rodear a Eldridge. Extendieron sus manos, con las palmas hacia arriba, gruñendo excitadamente.
No quisieron el saco y rehusaron la pistola descargada. Ahora lo tenían rodeado casi completamente. Los garrotes estaban siendo levantados y aún no tenía ni idea de lo que deseaban.
—¿Patatas? —preguntó desesperado.
Tampoco querían las patatas.
Aún tenían que transcurrir dos minutos en su máquina del tiempo. Se giró y corrió. Los salvajes lo persiguieron al instante. Eldridge corrió en el bosque como un galgo, esquivando a través de los juntos y apretados árboles. Varios garrotes zumbaron a su lado.
Un minuto más.
Tropezó en una raíz, se irguió y continuó corriendo. Los salvajes le estaban pisando los talones.
Diez segundos. Cinco segundos. Un garrote rebotó en su hombro. ¡Ahora! Extendió una mano hacia el botón… y un garrote se estrelló contra su cabeza, derribándolo al suelo. Cuando pudo enfocar la vista otra vez, el líder de los salvajes estaba al lado del Transportador Temporal, con el garrote levantado.
—¡No! —chilló Eldridge, preso de pánico.
Pero el líder sonrió en forma salvaje y dejó caer el garrote. En pocos segundos, había reducido la máquina a un montón de chatarra.
Eldridge fue arrastrado hasta una cueva, maldiciendo desesperadamente. Dos salvajes guardaban la entrada. En el exterior, pudo ver a un grupo de mujeres amontonando leña.
A juzgar por sus risas, estaban preparando una fiesta.
Eldridge se dio cuenta, con una sensación de desmayo, que él sería el plato principal. No es que le importase. Habían destruido su Transportador. Ningún Viglin podía rescatarlo en este tiempo. Se hallaba al final de su camino.
Eldridge no quería morir. Pero lo peor de todo era el pensar en morir sin saber lo que Eldridge I había planeado.
En alguna manera, parecía injusto.
Durante varios minutos, se quedó sentado en abyecta autocompasión. Luego se arrastró más hacia el interior de la caverna, esperando encontrar otra salida al exterior.
La caverna terminaba abruptamente contra una pared de granito. Pero encontró algo más.
Un zapato viejo.
Lo cogió y lo contempló fijamente. Por alguna razón le preocupaba, a pesar de que era un zapato completamente ordinario, de piel marrón, igual que los que tenía puestos.
Entonces se dio cuenta del anacronismo. ¿Qué era lo que estaba haciendo un artículo manufacturado como un zapato en esta edad en el alba de los tiempos?
Comprobó la medida, y rápidamente se lo probó. Le ajustaba perfectamente, lo cual hacía obvia la respuesta… Debía haber pasado por aquí en su primer viaje. ¿Pero por qué había dejado un zapato?
Había algo en su interior, demasiado blando para ser un guijarro, demasiado rígido para ser un pedazo de forro roto. Se sacó el zapato y encontró un pedazo de papel enrollado en el dedo gordo de su pie. Lo desenrolló y leyó en su propia escritura:
Maldito asunto estúpido… ¿Cómo se dirige uno a sí mismo? « ¿Querido Eldridge?» De acuerdo, olvidemos el saludo; leerás esto porque yo ya lo he hecho, y, naturalmente, lo estoy escribiendo, de otro modo no podrías leerlo, ni yo hubiera estado aquí.
Mira: estás en una situación difícil. A pesar de ello, no te preocupes. Saldrás entero de ella. Estoy dejando un Transportador Temporal para que te lleve a donde tengas que ir a continuación.
La cuestión es: ¿dónde ir?
Deliberadamente estoy ajustando el Transportador antes del lapso de media hora que es necesario, sabiendo que habrá un efecto de anulación. Eso significa que el Transportador se quedará aquí para que lo utilices. ¿Pero qué me ocurrirá a mí?
Creo que lo sé. Aún así, estoy aterrorizado… Esta es la primera anulación que habré experimentado. Pero preocuparme acerca de ello no tiene sentido; sé que todo ha de ir bien porque no hay paradojas temporales.
Bueno, ahí voy. Apretaré el botón y me anularé. Después, la máquina es tuya.
Deséame suerte. ¡Desearle suerte! Eldridge rompió violentamente la nota y la tiró lejos de si. Pero Eldridge I había efectuado la anulación a propósito y había sido llevado atrás en el futuro, ¡lo que significaba que el Transportador no se había ido con él! ¡Debía estar aún aquí!
Eldridge empezó a buscar frenéticamente en la cueva. Si solo pudiera encontrarlo y apretar el botón, podría continuar. ¡Tenia que estar aquí!
Varias horas más tarde, cuando los guardias lo arrastraron fuera, aún no lo había encontrado.
El poblado entero se había reunido y parecían estar de fiesta. Los recipientes de barro eran pasados libremente, y dos o tres hombres ya habían caído redondos. Pero los guardias que conducían a Eldridge aún estaban lo bastante sobrios.
Lo llevaron a un pozo ancho y profundo. En el centro del mismo se hallaba lo que parecía ser un altar de sacrificios. Estaba decorado con colores chillones, y amontonado a su alrededor había una enorme pirámide de ramas secas.
Eldridge fue empujado hacia allí, y empezó la danza.
Trató varias veces de escabullirse, pero fue echado hacia atrás a cada vez. La danza continuó durante horas, hasta que el último bailarín se hubo desplomado, exhausto.
Un hombre viejo se aproximó al borde del pozo, llevando una antorcha encendida. Gesticuló con ella y la lanzó al interior.
Eldridge la apagó pateándola. Pero llovieron más antorchas, prendiendo las ramas exteriores. Llamearon brillantemente, y se vio forzado a retroceder hacia el interior, hacia el altar.
El círculo llameante se cerró, haciéndolo retroceder más. Al final, jadeando, con los ojos ardiendo, las piernas vacilantes, cayó atravesado en el altar mientras las llamas lo lamían.
Sus ojos estaban cerrados y se asió fuertemente a los botones… ¿Botones?
Miró. Bajo su alegre decoración, el altar era un Transportador Temporal… el mismo Transportador, sin lugar a dudas, que Eldridge I había traído hasta aquí y dejado para él.
Cuando Eldridge I desapareció, debían haberlo venerado como un objeto sagrado.
Y tenía cualidades mágicas.
El fuego estaba chamuscando sus pies cuando ajustó el regulador. Con su dedo puesto en el botón, vaciló. ¿Qué le depararía el futuro? Todo lo que tenía como equipo era un saco de semillas de zanahoria, patatas, las grabaciones sinfónicas, los volúmenes microfilmados de literatura mundial, y pequeños espejos.
Pero ahora ya había llegado hasta tan lejos. Vería el final.
Apretó el botón.
Abriendo sus ojos, Eldridge se encontró de pie en una playa. El agua le estaba lamiendo los dedos de los pies, y podía oír el embate de las olas.
La playa era larga y estrecha y deslumbradoramente blanca. Frente a él, un océano azul se extendía hasta el infinito. Detrás suyo, a la orilla de la playa, había una hilera de palmeras. Creciendo entre ellas, se hallaba la vegetación de una isla tropical.
Oyó un grito.
Eldridge miró a su alrededor, buscando algo con lo que defenderse. No tenía nada, nada. Estaba indefenso.
Los hombres llegaron corriendo desde la selva hacia él. Estaban gritando algo extraño. Escuchó cuidadosamente.
—¡Bienvenido! ¡Bienvenido otra vez! —gritaban.
Un gigantesco hombre moreno lo estrechó con un abrazo de oso.
—¡Has vuelto! —exclamó. — ¿Eh?… Sí —dijo Eldridge.
Más gente estaba corriendo hacia la playa. Eran una raza atractiva. Los hombres eran altos y atezados, y las mujeres, en su mayoría, eran esbeltas y hermosas. Parecían ser la clase de gente que a uno le gustaría tener como vecinos.
—¿Las has traído? —preguntó un delgado hombre viejo, jadeando tras su carrera por la playa.
—¿Traído qué?
—Las semillas de zanahoria. Prometiste que las traerías. Y las patatas.
Eldridge las extrajo de sus bolsillos. —Aquí están —dijo.
—Gracias. ¿Crees realmente que crecerán en este clima? Supongo que podríamos construir un…
—Luego, luego —interrumpió el hombretón—. Debes estar cansado.
Eldridge pensó en lo que le había ocurrido desde la última vez que se despertó, allá en 1954. Subjetivamente, solo era un día o así, pero había cubierto en él miles de años en ambos sentidos, y estaba repleto de arrestos, huidas, y extrañas incógnitas.
—Cansado —dijo—. Mucho.
—¿Tal vez te gustaría volver a tu propia casa? — ¿Mi propia casa?
—Ciertamente. La casa que edificaste mirando a la laguna. ¿No te acuerdas de ella?
Eldridge sonrió débilmente y negó con la cabeza.
—¡No lo recuerda! —gritó el hombre.
—¿No te acuerdas de nuestras partidas de ajedrez? —preguntó otro hombre.
—¿Y nuestras sesiones de pesca? —intercaló un muchacho. — ¿O las excursiones y fiestas?
—¿Los bailes?
—¿Y nuestras salidas a vela?
Eldridge negó con la cabeza a cada pregunta ansiosa y preocupada.
—Todo eso fue antes de que volvieras a tu propio tiempo —le dijo el hombretón.
—¿Volviera a mi…? —preguntó Eldridge. Aquí estaba todo lo que siempre había deseado. Paz, satisfacción, clima cálido, buenos vecinos. Buscó en el interior del saco y de su camisa. Y libros y música, añadió mentalmente a la lista. ¡Buen Dios, nadie que estuviera en su sano juicio se iría de un lugar como este! Y eso le llevó a una pregunta importante.
—¿Por qué me marché de aquí?
—¡Has de acordarte de eso! —dijo el hombretón.
—Me temo que no.
Una muchacha esbelta, de cabellos rubios, se adelantó. — ¿Realmente no te acuerdas de haber vuelto a por mí?
Eldridge la contempló.
—Tú debes ser la hija de Becker. La chic a que estaba prometida con Morgel. La que rapté.
—Morgel creyó que estaba prometido conmigo —dijo ella—. Y no me raptaste. Vine por mi propia voluntad.
—Oh, ya veo —respondió Eldridge, sintiéndose como un idiota—. Quiero decir que creo que ya lo veo. Es decir… es un placer conocerte —terminó tontamente.
—No necesitas ser tan formal —dijo ella—. Después de todo, estamos casados. Y me trajiste un espejo, ¿verdad? Me lo aseguraste.
Su misión se había completado. Eldridge sonrió, sacó un espejo, se lo entregó, y le pasó el saco al hombretón. Complacida, ella se arregló las cejas y el cabello en esa forma en que lo hacen las mujeres cada vez que se ven reflejadas en un espejo.
—Vámonos a casa, querido —dijo ella.
Eldridge no sabía su nombre, pero le gustaba lo que veía. Le gustaba mucho. Pero eso solo era lo natural.
—Me temo que ahora no puedo —replico, mirando su reloj. La media hora estaba a punto de terminar—. Primero, tengo que hacer algo. Pero volveré dentro de muy poco tiempo.
Ella sonrió en forma radiante.
—No me preocuparé. Dijiste que volverías y lo has hecho. Y has traído contigo los espejos y las semillas y las patatas, tal como nos habías dicho.
Ella le besó. Eldridge estrechó las manos de todos los que había a su alrededor. En cierta forma, esto simbolizaba la consumación del ciclo que Alfredex había utilizado para demoler el estúpido concepto de las paradojas temporales.
La familiar oscuridad se tragó a Eldridge cuando este apretó el botón en su Transportador.
Había cesado de ser Eldridge II.
A partir de este momento, era Eldridge I y sabía exactamente a donde iba a ir, que es lo que iba a hacer y las cosas que necesitaba para todo ello. Esto le conduciría a su objetivo y a la muchacha, porque no había duda de que iba a volver aquí y vivir su vida junto a ella, sus buenos vecinos, libros y música, en paz y satisfacción.
Era maravilloso saber que todo iba a suceder tal como él siempre lo había soñado. Incluso tuvo un sentimiento de afecto y gratitud para Viglin y Alfredex.

La ciencia ficcion europea varios cuentos

La ciencia-ficción europea
Biblioteca Básica de Ciencia Ficción 9
Varios

© 1982; Ed. Dronte.
Dep. legal: B 9957 82
ISBN: 84-366-0061-4
Edición digital de Elfowar y Umbriel. Noviembre de 2003.

Títulos originales de los relatos:
• El cambio (Veränderung, 1967) de Kurt Luif. Traductor: Lucy Van Pelt.
• Punto final (Point final; Fiction nº 40 1957) Gilles D’Argyre (seudónimo de Gérard Klein).
• Un domingo romano (Domenica romana; 18 junio de 1967, Paese Sera, Roma) Lino Aldani. Traductor: Pedro Domingo
• El mejor de los mundos (Un Fel de Spatiu; 1969) Ion Hobana. Traductor: S. Castro
• El elefante (Elefantti. Slon, 1957) de Slawomir Mrozek. Traductor: Sebastián Castro
• Reflejo espontáneo (Spontannyi refleks; Znanie 1958) de Arkady y Boris Strugatsky. Traductor: Sebastián Castro
• Los centinelas (Nueva dimensión 18; 1970) de Sebastián Martínez
• Cyborg (Nueva dimensión extra nº 1; 1970) de Domingo Santos
• Historias del robomóvil (Nueva dimensión 1; 1968) de Luis Vigil

Índice

La ciencia ficción europea 4
El cambio
Kurt Luif (Alemania) 5
Punto final
Gérard Klein (Francia) 7
Un domingo romano
Lino Aldani (Italia) 12
El mejor de los mundos
Ion Hobana (Rumania) 16
El elefante
Slawomir Mrozek (Polonia) 25
Reflejo espontáneo
Arkady y Boris Strugatsky (URSS) 28
Los centinelas
Sebastián Martínez (España) 43
Cyborg
Domingo Santos (España) 45
Historias del robomóvil
Luis Vigil (España) 49

La ciencia ficción europea
La ciencia ficción es un género literario eminentemente anglosajón. Iniciada en 1926 en los Estados Unidos por Hugo Gernsback, desarrollada en ese país a través de los pulps y las revistas especializadas, el fenómeno nació en lengua inglesa, y así ha seguido hasta ahora. Todas las colecciones europeas de ciencia ficción se nutren en un noventa por ciento de autores anglosajones, y los nombres más conocidos, desde Bradbury hasta Asimov pasando por Heinlein, Dick, etc., son estadounidenses.
Sin embargo, la ciencia ficción no es exclusivamente anglosajona. Existen otras escuelas en Europa que están empezando a hacerse notar. De hecho, si vamos a sus orígenes, el maestro indiscutido de la ciencia ficción a finales del siglo pasado y principios de este fue un francés, Julio Verne. Y aunque el otro gran nombre de los inicios modernos del género fuera anglosajón, Wells no era americano, sino inglés.
Existe, qué duda cabe, una ciencia ficción europea. Se halla, evidentemente, muy por detrás de la anglosajona, tanto en audiencia como en número, aunque no en calidad. Y tiene unas características propias. La vieja Europa es un continente mucho más maduro que la joven América, mucho más reflexivo, y también en cierto modo mucho más desencantado. Las guerras mundiales, las crisis económicas, las dificultades de las reconstrucciones nacionales, han creado una lucidez propia de Europa que está teñida en ocasiones de un cierto desencanto realista.
Esto se refleja en su ciencia ficción. El entusiasmo anglosajón suele estar ausente en la ciencia ficción europea. Sus textos son más críticos, abordan temas mucho más humanistas, son más lúcidos. Y también mucho más literarios.
Esta ciencia ficción europea, en los últimos años, ha conocido un gran auge y desarrollo. En Francia, numerosos autores, muchos de ellos muy jóvenes y entusiastas, escriben interesantes obras de ciencia ficción, que empiezan a ser publicadas incluso en Estados Unidos, y en las que una fantasía desbocada —como en las obras de Michel Jeury— se mezcla con una profundidad política de tendencia generalmente de izquierdas. En Italia, la política y la sociología dominan completamente el género, y las utopías sociales —como las de Lino Aldani— atraen la atención del público lector. En Alemania, las aventuras espaciales de un Clark Darlton y su serie de Perry Rhodan se mezclan con otras aventuras más cerebrales, mucho más profundas. En los países del Este, con la Unión Soviética a la cabeza —Rusia es, después de los Estados Unidos, el segundo país productor de literatura de ciencia ficción— el género pasa por los condicionantes políticos de presentar siempre un «mundo feliz», pero la literatura de crítica ya se está dejando sentir. Y en España, finalmente, un plantel de nuevos autores que se adscriben a la «nueva ola» está remodelando el género en nuestro país, en la línea anglosajona, pero con una innegable característica hispánica que le da personalidad.
En este volumen hemos querido recoger una muestra de esta ciencia ficción europea que, aunque apoyándose en los cánones anglosajones, se aleja de ellos buscando una personalidad propia. Por supuesto, hemos eliminado de este rápido repaso a Inglaterra. La razón es sencilla: aunque profundamente europea en su base, la ciencia ficción inglesa entronca de lleno en el mundo anglosajón, y los libros ingleses del género suelen ser publicados simultáneamente en Estados Unidos. Autores como Clarke, Aldiss, Moorcock, etc., pertenecen completamente al mundo anglosajón, y como tales deben ser considerados.
Además, la ciencia ficción inglesa merece, por sí sola, que le dediquemos más adelante todo un volumen…
DOMINGO SANTOS

El cambio
Kurt Luif (Alemania)

Aunque austriaco de nacionalidad, Kurt Luif es uno de los autores de ciencia ficción más conocidos de Alemania, donde ha sido publicada toda su obra. Junto con Herbert Franke, es uno de los pocos autores de habla alemana que ha visto gran parte de su producción traducida al inglés y publicada en los Estados Unidos. Tuvimos la ocasión de conocerle en un excelente relato de ciencia ficción terrorífica, Flores en sus ojos (BBCF 7). Aquí nos ofrece una nueva muestra de su talento, que mereció ser seleccionada por Frederick Pohl para su revista International SF, y en donde, en una curiosa variante de la licantropía clásica, nos cuenta la historia de un hombre que, en las noches de luna llena, se convierte no en lobo, sino en… liquido.

Ustedes, naturalmente, saben lo que es un hombre-lobo, ¿cierto? Estupendo. Entonces, a Dios gracias, podré ahorrarme una larga explicación.
Sería afortunado si fuera un hombre-lobo, pero por desgracia no lo soy.
Así que, cuando hay luna llena, me transformo en líquido. Cada vez en un líquido distinto: unas veces cerveza, otras vino, a veces whisky o tónico capilar…
Pueden ustedes imaginarse lo peligrosas que resultan para mí tales transformaciones. Una vez recuerdo que me convertí en cerveza y me encontré en un vaso depositado sobre la mesa de la cocina.
Siempre le he insistido a mi mujer para que salga de casa las noches de luna llena, pero esta vez no había pensado en hacerlo, ni ella lo había recordado tampoco.
Entró en la cocina, me llamó, vio la cerveza… alzó el vaso… ¡Traté de gritar, pero no podía!… Se llevó el vaso a los labios…
Quizás puedan ustedes comprender lo que pasaba en aquellos momentos por mi mente. ¡Mi propia mujer quería bebérseme! Era un método totalmente nuevo de matar a su propio esposo. Temblé de miedo…
Ella me observó cuidadosamente, dubitativa. No puedo imaginar cómo debe verse la cerveza temblorosa; sin embargo, bebió un sorbo de mí.
El dolor fue indescriptible.
La cerveza, yo mismo, comenzó a echar espuma. Mi mujer gritó aterrorizada, cayó al suelo dando alaridos histéricos. Entonces, por fin, se dio cuenta de lo que había bebido.
Bueno, la aventura acabó sin más daños. Tan sólo perdí mi oreja derecha y el ojo izquierdo. Puedo decir justificadamente que aún fui afortunado dentro de mi mala suerte, pues ella muy bien podía haberse bebido también mi cerebro, y entonces ustedes nunca habrían tenido la ocasión de leer algo sobre mis aventuras.
No logro comprender cómo puedo transformar mi metro ochenta de estatura y mis noventa kilos de peso en líquido y, además, encontrarme siempre dentro de un vaso. Tan sólo se me ocurre que debo deslizarme por el suelo hasta hallarlo.
Naturalmente, debería visitar a un médico, pero ninguno creería jamás en tales cosas.
Tras esto; en las noches de luna llena, me encerraba en una habitación, en la que dejaba un brillante y confortable vaso. No me hubiera gustado que mi mujer estuviera presente durante el cambio. Ustedes se darán perfecta cuenta de la razón de ello, imagino; ¿cómo podría mi mujer seguir queriéndome si me viese como un martini o una limonada?
Y sin embargo me arrepentí de hacer esto. Me arrepentí, y mucho.
No lo había reflexionado suficientemente; tal vez, después de todo, ella se tragó parte de mi cerebro. Simplemente no pensé en todas las posibilidades que podían ocurrir.
Desgraciadamente me había olvidado de algo: hay un líquido, de un notorio olor, conocido con el nombre de gasolina. Ustedes saben perfectamente bien lo que es la gasolina: se pone en el depósito de un auto, o se usa para limpiar manchas, o se coloca como combustible en los mecheros de estilo antiguo.
Pues bien, una noche de luna llena, me convertí en gasolina.
Puedo asegurarles que es un líquido endiablado. Se evapora por sí mismo, así que me evaporé, lenta pero seguramente.
Mi cuerpo se encogía y, durante todo el tiempo, yo pensaba en una novela de Matheson. Era un proceso horriblemente malo.
Disminuí y disminuí, hasta que tan sólo quedaron unas gotas en el vaso. Una situación infernal.
Mi esposa tuvo que hundir la puerta, yo no podía abrirla. Me encontró sentado en el alféizar de la ventana, mirando tristemente a la calle, hacia abajo, a donde me habría gustado saltar. Por entonces tan sólo medía un par de centímetros de alto, era el enano más pequeño del mundo.
Pero todavía no he perdido todas las esperanzas.
Hay una posibilidad.
Nuestra casa está abarrotada, por todas partes hay vasos y botellas, y en su interior hay centenares de líquidos diferentes. El olor que se desprende de todos ellos está siempre presente en el ambiente.
Estoy esperando a la próxima noche de luna llena.
Tan pronto como me transforme de nuevo, mi mujer, si tenemos de ese líquido en la casa, llenará mi vaso, con lo que esperamos que volveré a alcanzar mi estatura normal.
En la próxima noche en la que la luna sea llena, se lo ruego, crucen los dedos por mí. Háganlo, y todo saldrá bien…

Punto final
Gérard Klein (Francia)

Gérard Klein es uno de los pocos autores europeos no anglosajones que puede enorgullecerse de que toda su obra ha sido traducida y publicada en los Estados Unidos, donde goza de un nombre considerable. Es el director literario de la más prestigiosa colección gala de ciencia ficción, Ailleurs et demain, y uno de los más renombrados críticos, ensayistas y antologistas. Su obra discurre entre una poesía muy bradburiana, un humor corrosivo, y un gusto por lo fantástico y por la recreación de viejos mitos. En Punto final, adscribiéndose a su primera vena, nos ofrece una nostálgica historia sobre el fin de todas las cosas, y sobre el universo considerado como un inmenso libro.

Esperaba, al extremo del corredor, con la nariz y las manos aplastadas contra el enorme cristal de cuarzo que intentaba filtrar el torrente negro del vacío. Esperaba, de pie, con los ojos desmesuradamente abiertos como un vigía de los antiguos tiempos sobre un buque de madera, y sus miradas abandonaban sin cesar las estrellas, rompían cordámenes de luz y descubrían nuevos sistemas perdidos con él, con la destelleante nave, el zumbido de millares de motores adormecidos, el olvido de los gestos repetidos y los suspiros de los hombres que añoraban la Tierra, en el océano sin bordes ni fin, con únicamente parpadeantes islas como pasteles de aniversario.
—Díganme, ¿han visto? Las estrellas se apagan.
Era cierto. Y después. Diez años, veinte años en el espacio, en busca de nuevos mundos, a la velocidad en que la luz de
los sistemas conocidos se pierde en un agujero negro, tras las toberas. Y las estrellas que se deslizan de un cuadrante a otro del enrejado grabado sobre el cristal de cuarzo.
—Las estrellas se apagan.
No solamente las estrellas. Las lámparas descendían también en intensidad, y los colores. Incluso el negro del vacío.
Pensaba en un verano en la Tierra, en una tarde de verano, a la hora en que todos los colores se vuelven grises y se funden y uno no sabe si va a despertarse muy pronto.
—Es cierto. Miren. Las estrellas empalidecen.
—No se inquieten, muchachos. Estamos en una nube. Nada más.
—¿Creen que alcanzaremos jamás las estrellas nuevas, si se apagan?
—No lo dudes. Siempre habrá demasiadas. Y otros cielos, y otras estrellas. Mundos desconocidos en profusión. Y pensar que hay quienes buscan perlas finas en las profundidades del mar… Escucha, incluso si nos quedamos allá abajo, nuestros hijos o los hijos de nuestros hijos irán hacia la oscuridad, hacia las regiones del cielo donde brillan otras constelaciones. Es imposible impedirlo.
Y viajarían, durante diez años, veinte años, en el espacio.
—No. Ya basta. De todos modos, no me quedaré en las estrellas. Volveré después a la Tierra. Continuad si el corazón os lo dicta, pero mis hijos vivirán en la Tierra.
—Todo el mundo dice eso. Siempre, y luego, cuando uno se siente hastiado en la Tierra, comienza a arrastrar sus botas al lado de los cohetes y a empinarse tras las alambradas cuando una nave se eleva escupiendo fuego, y a patalear, e imaginarse atado y aplastado en una silla, y de repente, crac, uno se encuentra en una nave, contento de volver a ver las mismas viejas estrellas.
Había la ventanilla de cuarzo, las líneas grabadas, las estrellas más pálidas y el vacío que vacilaba aún en ennegrecer, o en cambiar, y más allá el vacío, y mundos, pero ninguna nave.
Pero las habría, y tan lejos que los hombres, de un extremo a otro de su mancha de aceite, no volverían a encontrarse y se olvidarían, y continuarían sin saber, como pulgas insaciables saltando de una estrella a otra, y extendiéndose de galaxia en galaxia, sin poder volverse, hasta que no hubiera más que un hombre por planeta, después por sistema.
La nave practicaba el cabotaje entre las estrellas. Pero aquellos que eran lo bastante jóvenes como para atreverse a soñar con volver a ver la Tierra eran poco numerosos.
—Nunca he oído decir que todas las estrellas puedan palidecer. Jamás, ¿oís? Quizá lleguemos al extremo del universo.
Pero nadie le creía. Habría más hombres y más mundos. Sin límites posible.
Los detectores hundían sus largos tentáculos invisibles en el espacio. Las líneas trazadas en el cuarzo convergían en el vacío en pequeños cubos regulares. Los analizadores canturreaban:
—No hay nube de polvo. No hay nube. Causa desconocida. Causa desconocida.
El capitán no veía el vacío. No veía más que el montón de plaquitas metálicas, de gráficos, de ecuaciones psicológicas, y los paneles de cuadrantes.
—Me pregunto si es esto lo que atrae a la gente hacia el vacío —dijo—. Nada de polvo. Nada de polvo.
Se levantó, abrió la puerta, y remontó el corredor hasta la larga hendidura de vacío que se abría en la nave. Sus botas resonaban blandamente. Pero no le prestó atención.
—¿Las estrellas se apagan? —preguntó.
—Oh —hizo el hombre de guardia. El capitán era transparente. Veía a través del capitán la pared de la nave y, más allá, las cabinas, y después el vacío y las moribundas estrellas.
—¿Estoy soñando? —dijo el capitán. El hombre de guardia no era más que un fantasma.
Y vieron entre la bruma de los tabiques a los demás intranquilizarse, ir y venir, pero sin prisa, sin hacer sonar las puertas a causa de los cierres estancos, sin correr a causa de la pesantez, y sin tener miedo a causa del largo hábito y de los viejos reflejos que habían patinado y alisado las paredes de los aparatos y de las almas.
—No volveremos a ver la Tierra.
—No —dijo el capitán—. La Tierra ya no existe. Y nunca más habrá nuevas estrellas. Y nunca más nuevas naves.
Los olores se desvanecieron primero. Olor a ozono, olor a caucho, olor de pieles limpias y de sudor sano, de aire purificado, olor de vainilla de las materias plásticas. Después los sonidos. Después la nave se difuminó sin crujidos, se disolvió con la suavidad de un terrón de azúcar minuciosamente lamido.
Giraron durante un corto tiempo en el espacio, después se fundieron a su vez, como estatuas de azúcar, muy lentamente en el agua negra del vacío.
Y alguien sopló, una a una, todas las velas de los espléndidos pasteles de aniversario del Universo, más y más profundamente, en el cielo, hasta el sol y la Tierra.
Puso punto final a su historia, se levantó, descendió la escalera, se detuvo un instante en el último peldaño para que los granos de arena dejaran de crujir, un segundo, bajo su pie.
Flotaba, por encima de las baldosas rojas del corredor, un olor y una tibieza de desierto tal y como se ve en los sueños. Se sentía vacío, seco y ligero como el cartón de un cohete quemado. No estaba seguro de saber por qué continuaba. Normalmente, hubiera debido caer y desaparecer.
Olvidó la imagen del desierto, posó su mano sobre el pestillo frío, abrió la puerta, hizo estallar en, el interior de la inquieta casa el cielo, el sol, el exuberante reflejo de la hierba, de las hojas y de los blancos guijarros, y las pequeñas llamas regulares y redondas de los geranios.
Había un cojincillo de césped entre las geométricas losas del jardín. Dio dos pasos, lanzó un grito y dejó libres una multitud de moscas zumbantes y doradas que se abatieron por un segundo en su cabeza, colocó con circunspección y delectación sus dos pies en el espeso césped, y de pronto, en un instante, la hierba y las losas parecieron difuminarse, sumergirse en bloques de bruma, y olvidar su confortable fieltro de polvo seco.
Los muros vacilaron y se hundieron en resplandores brillantes y frágiles. Se hundieron muy suavemente en la nada.
Los ruidos se detuvieron. Los discos, las lámparas de los receptores, los labios que habían roto, laminado, fragmentado el silencio, ascendían en largos penachos de humo, muy rectos, muy puros. Ni un grito. Una gran paz, y el cuchicheo de preguntas sorprendidas.
Todo se marchaba, los postigos de las ventanas y después las ventanas, las piedras de las escalinatas, las huellas de neumáticos y los coches, las llamadas que se asfixiaban en un blando chapoteo, los brillos.
Todo se disolvía, los dorados frutos que jamás madurarían, las tejas en equilibrio en lo alto de las paredes de ladrillo, y el libro que había dejado sobre el banco, por la mañana, y cuyos caracteres danzaban como copos grises y emprendían el vuelo en cenizas invisibles como se pierde un perfume en un viento ligero.
Los techos lanzaron un último estallido rojo, entrechocaron, se deslizaron y se fundieron. ¿Habían gritado o gemido? Nada. Solamente, tras los muros, muebles irreales que descendían, lentamente, a través de los pisos vaporosos donde se deshilachaban sin moverse, con su sutil carga de bibelots, de colores, de vajilla y de ropa interior que temblaban como el aire calentado y que se reabsorbía en el espacio en pequeños braseros moribundos y apenas luminosos.
Se inclinó y tomó una piedra. Pero se deslizó entre las junturas de sus dedos, en finos chorrillos de gas, interminablemente, y no tocó jamás el suelo.
Todo terminaba. Los guijarros se volvían cada vez menos y menos verdaderos, las hojas enmascaraban aún un poco con su algodonoso verde los fantasmas de los árboles.
Los hombres se evaporaban en humaredas, al azar.
Empezó a caer nieve de niños.
—¿Qué es lo que pasa? ¿Una bomba? De todos modos han tenido éxito con sus condenadas experiencias. Esto se ha terminado, ¿eh?, se ha terminado.
No sufría. Ni siquiera sentía miedo. Volvió lentamente la cabeza hacia aquel que acababa de hablar, como si temiera romperse y escapar, él también, en fragmentos más y más pequeños, más y más dispersos. El otro tampoco estaba inquieto. Simplemente quería saber.
—Esto debía ocurrir, ¿eh?, esto debía ocurrir.
—Pues sí, ha ocurrido.
No sabía lo que había ocurrido. Buscaba en el fantástico amontonamiento de formas desapareciendo, que se consumían tan suavemente, tan claramente y tan totalmente como ardientes montañas de diamante.
—Quizá aún podamos huir.
—No. En todas partes ocurre lo mismo.
Reflexionaron.
No sentían realmente deseos de partir, sus pasados se había apilado alrededor de sus piernas en montones de polvo gris, y ya no recordaban nada, pero no llegaban a concebirse sin futuro.
—Actuar… sin salida… —pensaban.
La calle estaba dispuesta, se deslizaba sin ruido entre las aceras y conducía más allá de la plaza. Serpenteaba por allá donde se habían perdido ya los reverberos y las grandes fachadas planas. No había más que un desierto a ambos lados de la carretera, y un viento tímido removía la arena de las dunas.
En alguna parte en la rojiza niebla de su cerebro, germinaba una idea. Se preguntaba por qué todo terminaba así, incluso el sol, que adivinaba de cristal puro y desaparecía en el espacio, incluso las estrellas, incluso el vacío, sin contrastes. Todos los decorados que ardían, se fundían en mezcolanza y se sobreimprimían.
Hubiera deseado un prodigioso fuego de artificio. Se sintió frustrado. La idea se desarrolló, aumentó de tamaño. Lo único que tomaba afianzamiento en él…
—Sé lo que ha pasado.
Por todas partes caían esferas azules, esferas verdes, esferas rosas, y cuando le tocaban, estallaban sin ruido. Después los sueños de los hombres se fueron, hadas, dragones, viajes, muñecas maravillosas, montones de oro y de pedrería, una pieza teatral, y, algunas veces, hojas de libros jamás escritos. Había palacios, un cielo de los mares del sur, un patinete eléctrico, proclamas.
—Ah —dijo el otro. Aquello no le interesaba en absoluto. Acababa de comprender que todo estaba consumado. No sentía el secreto deseo de encontrar la solución.
—Es extraño que nadie se haya dado cuenta antes. Había un paralelismo tal entre esto y lo que hacíamos. El ha puesto Simplemente el punto final. Como yo. Como todas las demás pobres imágenes.
Mientras hablaba se desprendían de sus mejillas burbujas de jabón. Reía porque, en el fondo, aquello tenía la comicidad del más extraño de los sueños y, como un sueño, era sin alcance, ilusorio. Ni siquiera había la muerte de la humanidad que pudiera ensombrecer el delicado humor de aquel fin.
—Espere. ¿Quién ha puesto el punto? ¿Qué punto final? No comprendo.
—No sé quien. Alguien que acaba de terminar la historia del hombre y muchas otras historias, tal vez, que se terminan en otras regiones del espacio, y que jamás hemos conseguido descubrir. Y tal vez va a comenzar otras historias. Pero, con nosotros, ha terminado. Lo que sería extraordinario sería que nosotros continuáramos. ¿Acaso se ha visto esto nunca?
—Qué cochino… Hubiera podido preverlo. Hay montones de cosas que yo hubiera podido hacer aún. Ahora… Buenas tardes… No sentía verdadero odio. Estaba irritado porque juzgaba que hubieran podido muy bien continuar, antes que ahogarse allá y deslizarse en un océano sin fondo.
Nunca más las creaciones de los hombres y los castillos de arena de los niños, nunca más las casas apacibles y las plantas que se observan crecer en las horas vacías, y los cohetes ardientes y pesados que el cielo rodea con un halo de fuego.
Nunca más los hombres.
—¿Es que alguna vez ha pensado usted en la suerte de los héroes de un libro cuando el libro ha terminado?
Estaban casi solos. Ignoraban dónde se encontraban, pero debía de ser en un universo tan tenue que apenas podría existir durante algunos segundos más aún.
—Me pregunto si contaba nuestra historia, o si la soñaba, o si la escribía. Qué riqueza de imaginación, y qué precisa. Qué genio creador, incluso en los menores detalles. Tal vez hubiera podido de todos modos imaginar un argumento que nos fuera más favorable, a lo largo del tiempo.
Flotaban, ellos solos, los últimos, quizá porque pensaban intensamente.
—Nuestra desgracia es no haber acordado nuestro fin con el de la historia. Aunque no es demasiado grave.
—¿Pero quién es? —suplicó la sombra del otro.
La idea se extendía y crecía, con pequeñas ramificaciones de sueño y de razón que se hinchaban y se entrecruzaban. Contenía ya una vaga noción de la respuesta.
—Tal vez continúe nuestra historia. Dentro de algún tiempo. Quizá le quiera dar una continuación. ¿Puede ser que ya nos haya ocurrido esto? ¿No lo recuerda?
Una pausa.
—Creo que veo qué clase de ser es… Y si él, a su vez, fuera soñado, y así vez, y otra, hasta el infinito.
Sus dos penachos de bruma eran casi blancos. Se condensaron primero en manchas muy pálidas, alargadas. Se les hacía cada vez más difícil respirar. Y moverse,
—Adiós.
—Hasta la vista.
Una de las manchas se agitó un poco porque quería decir aún alguna cosa. Pero ya no había ni sonido ni olor.
Ni espacio. Un punto. Luego nada.

Un domingo romano
Lino Aldani (Italia)

Si han leído ustedes el número 8 de nuestros volúmenes habrán entrado ya en contacto con Lino Aldani, con uno de sus más célebres relatos: 37 centígrados. Considerado como un escritor profundamente social, vuelto recientemente a la literatura tras una etapa de varios años de alejamiento y meditación en la campiña italiana, es el principal valor de la ciencia ficción de aquel país. En Un domingo romano nos ofrece una nueva aproximación al infierno urbano: un día en la vida de los habitantes de una Roma del futuro, agobiada por la superpoblación.

Mamá me ha despertado cuando serían las cinco. Apenas se veía. Me ha lavado y vestido, he tomado la supermalta con los bizcochos vitamínicos, y hemos salido hacia el garaje. Papá estaba lustrando el coche. Hemos cargado los accesorios de la excursión, los avíos de pesca, la cesta de la comida. Después, papá, poniendo el coche en marcha, ha dicho: ¡nos vamos, muchachos!
¡Pero sí! Hemos necesitado un cuarto de hora largo para salir del garaje; los coches estaban pegados los unos a los otros, y los cuidadores juraban; papá, en cierto momento, se ha puesto verde, se ha desabrochado el cuello de la camisa y ha dicho: no me haría gracia pasar el domingo aquí dentro. Y mamá le ha dicho: bueno, cálmate, Ernesto, nadie nos persigue.
Mamá es paciente. Incluso durante todo el trayecto para llegar a la autopista ha intentado siempre minimizarlo todo. Había puesto la radio y trataba de mantenernos alegres con la música, pero papá estallaba en cada semáforo; la andanada que prefiere es aquella contra los falsificadores de cupones, siempre dice que deben ser decenas de millares, y esto explicaría el porqué, a pesar de los turnos y las limitaciones, ya no se marcha como antes.
Papá ha sido listo, ha hecho treinta y ocho semáforos en una hora y cuarto. Pero después, en la casilla de la autopista, hemos permanecido parados cuarenta minutos. Papá se ha quitado la camisa, siempre irritado, siempre resoplando. Solamente se ha calmado más allá de la casilla, cuando ha podido ponerle la directa al coche. Mira, hijo mío, ha dicho en un determinado momento, en este mundo hay los astutos y hay los tontos; aquellos que llegan al mar en media hora porque tienen helicóptero y aquellos que deben pudrirse en la carretera dentro de esta ratonera.
Mamá no ha querido hacer ningún comentario, tan sólo ha cambiado la estación. Buscaba los Desperados, aquellos que tocan sin instrumentos metiéndose los dedos en la nariz y en el fondo de la garganta, pero no los encontraba; entonces ha vuelto con los Lánguidos, pero papá ha dicho: corta ya esta serenata, y entonces mamá ha puesto el volumen casi a cero, se ha colocado el auricular y no ha dicho nada más.
No hemos necesitado mucho para llegar al mar. El infierno ha recomenzado, sin embargo, apenas fuera de los pinares, cuando se ha presentado el puesto de bloqueo. Todos los semáforos estaban verdes, pero los controles eran largos, se avanzaba a saltos y para pasar al otro lado hemos necesitado casi una hora.
Papá ha recorrido cuatro o cinco veces la orilla del mar en busca de un lugar que no estuviera demasiado lleno de gente. Después mamá y yo hemos ido, cupón en mano, a hacer cola delante de las portillas, mientras papá buscaba un buen lugar para aparcar el coche.
A las diez en punto estábamos en la playa, en la fila veinticuatro. He ido rápidamente a controlar la hora del baño. A las diez y media, ha dicho el bañero. Al cabo de poco ha dado tres golpes de silbato para señalar la entrada en el agua de todos aquellos de las filas del veinte al treinta. Quería irme un poco hacia lejos, donde había menos gente, pero papá gritaba que no debía alejarme. Así, he probado a nadar permaneciendo cerca de la orilla: inútil, a cada momento tropezaba con alguien y al final me he hecho un rasguño en el cuello, muy
profundo. Papá, enormemente enojado, me ha acompañado a la enfermería.
Después hemos regresado bajo el parasol, y junto a mamá hemos comido las almendras saladas y las palomitas de maíz. Papá quería leer el diario; por unos momentos lo ha intentado, pero después ha debido dejarlo a causa de los transistores, que eran unos dos o tres mil, todos ellos puestos a todo volumen, porque los mal-educados, como dice siempre papá, son un ejército inmenso y son muy pocas las personas civilizadas que usan los auriculares sin molestar a nadie.
Yo he intentado tomar el sol, tendido en la playa. Pero la gente no se estaba quieta ni un instante, todos pasaban y saltaban por encima de mí, y así, después de diez minutos, me he levantado completamente cubierto de arena.
Después hemos ido al bar, que estaba atestado ya que había allí también aquellos que bailaban junto el juke-box. Papá nos ha dicho entonces que lo esperáramos afuera, que a él solo le sería más fácil. Después de un cuarto de hora ha vuelto con un helado para mí y con un café en un vaso de papel para mamá. Me he metido un poco bajo el entoldado del bar, donde hay los columpios y los toboganes. Algunos muchachitos sinvergüenzas querían pasarme delante, pero los he llamado al orden. En media hora me he deslizado tres veces por el tobogán. Después me he comprado un chicle y más tarde un caramelo con palo.
Faltaba un cuarto para el mediodía, y papá ha hecho seña de prepararnos. Esperaba llegar entre los primeros al restaurante y lograr que le dieran una mesa cerca de la balaustrada, donde se ve bien el mar; pero tantos otros se habían movido antes que nosotros que nos ha tocado una mesa en medio, allí donde el mar apenas se ve.
Ya no quedaba sopa de pescado, a mamá le ha sabido mal y ha tenido que contentarse con el acostumbrado pollo asado que no sabe a nada. También papá ha comido a disgusto, mientras miraba al mar alargando el cuello y murmuraba. Cierto, decía, aquel que tiene una lancha motora se va mar adentro y se divierte como quiere, se baña, pesca, toma el sol sin nadie alrededor que lo fastidie.
Entonces mamá ha propuesto tomar una barca de alquiler, pero las barcas estaban ya todas comprometidas desde hacía quince días. Y así papá ha dicho: vayamos a los pinos, allí hay el estanque con la pesca de pago, podremos divertirnos sin arriesgarnos a coger una insolación.
A las dos estábamos ya vestidos de nuevo. El coche se hallaba al sol y dentro se sudaba, aún teniendo los cristales bajados. Por fortuna a aquella hora el tráfico no era mucho, y así llegamos a los pinos en un segundo.
Gira y gira, papá consiguió encontrar un rincón realmente tranquilo, donde no había mucha gente; tanto es así, que conseguimos colocarnos en un área de veinte metros cuadrados sólo para nosotros. Mamá se ha echado en el colchón de gomaespuma y ha encendido el televisor portátil, papá en cambio ha intentado dormir. Yo, como me aburría, me he ido a dar una vuelta, sin alejarme demasiado y sin prestar demasiada atención a los otros muchachos que correteaban por allí.
Cierto, el pinar es muy hermoso, con los árboles todos iguales y el terreno recubierto de suave maleza. Papá dice que era mucho más hermoso hace veinte años, cuando los pinos eran auténticos, pero después una desgraciada enfermedad los atacó y así debieron cortarlos y sustituirlos por aquellos artificiales. Yo no les veo ninguna diferencia, esos de plástico me parecen más relucientes, y además la maleza no pincha.
Hacia las tres y media papá ha sacado las cañas y nos hemos ido al estanque. Había una enormidad de gente y estábamos un poco estrechos, codo contra codo, pero con un poco de paciencia se conseguía lanzar el anzuelo.
Papá probó primero con el pan y después con el maíz. Nada que hacer. Quizá porque el cebo no estaba bien colocado, y cuando papá lo recuperaba encontraba siempre el anzuelo limpio.
Vino un vigilante con la ropa roja y la placa plateada en el sombrero. Señor mío, dijo, señor mío, si no pone el gusano, ¿cómo quiere que piquen los peces?
Levantó la tapa del cesto que llevaba en bandolera, metió la mano dentro y sacó fuera una lombriz de unos siete centímetros de largo. Aja, dijo, aquí está el cebo; debe colocarlo usted bien, bien en torno al anzuelo, dejándolo bascular un poco, y el pez picará en un segundo.
La lombriz se movía de aquí para allá como un limpiaparabrisas. Usted está loco, dijo papá; yo esto no lo toco, me da asco.
Y esto empujó al vigilante a meter el gusano en el anzuelo. Papá metió la mano en el bolsillo y le dio una moneda.
El pez picó realmente en un segundo. Hubo un poco de confusión porque el sedal se había enredado con el del señor de al lado. Este, mientras tanto, había lanzado un chillido porque creía que el pez era el suyo y se mostraba muy excitado; pero luego, cuando el sedal fue soltado y vio que el pez era de papá, se puso morado de rabia y fue a colocarse más lejos.
Mamá estuvo muy contenta cuando nos vio regresar con el pez. Apagó el televisor y dijo: estupendo. Mientras tanto, papá registraba el cesto de camping, buscando el cuchillo sacatapones. Después abrió la barriga del pez, pero cuando se trató de sacar sus intestinos arrugó la nariz. Al fin, ayudándose con un cuchillo, lo limpió bien y lo enjuagó con agua mineral.
Ahora vamos a encender el fuego, dijo, y veréis qué bonito. El fuego, dijo mamá; ¿y para qué? Para asar el pez, dijo papá. Lo haremos a las brasas, como los antiguos, y en la naturaleza.
De vez en cuando decía la naturaleza, una palabra que no acabo de entender. Ah, la naturaleza, decía. Y se frotaba las manos. Vivir en la naturaleza, el cebo natural, el aire libre, y hablaba de los hombres vestidos con pieles de leones, del arco y las flechas. Mamá reía. El fuego. ¿Cómo lo harás, Ernesto, para encender el fuego? Porque en todo el pinar no había ni una sola astilla. Entonces se me ocurrió ir a revisar el cubo de la basura. Buscaba los palitos de los helados y, cuando tuve entre las manos una treintena, corrí hacia papá muy contento. Nada que hacer. Lo sé, encender un fuego no es una cosa fácil; papá ponía papel y soplaba, tenía los ojos rojos, lacrimosos. Pero la llama no se formaba, tan solo humo y cada vez más pestilente. No seas ridículo, Ernesto, dijo mamá, y se alejó para encender de nuevo el televisor. Entonces papá se enfadó, tomó el pez y lo arrojó lejos.
Merendamos unas cápsulas. Después papá se recostó para fumar un cigarrillo. Yo metí una moneda en la distribuidora automática, mastiqué un chicle y después, cuando ya no sabía a nada, metí otra moneda. Las distribuidoras estaban a mano, había una de ellas colocada junto a cada árbol.
Mientras tanto, mamá estaba un poco aburrida. Continuaba cambiando estaciones. Bastante gente se estaba preparando para el regreso. Entonces también nosotros plegamos la mesita, las sillas y el resto, lo
colocamos todo en su sitio en el coche, que pese a todo, como dice papá, es un hermoso coche, ya que él lo pule con cuidado y no lo fuerza como hacen algunos que se lanzan a toda velocidad sin darle ni un respiro al motor.
Necesitamos una hora y media para recorrer los dos kilómetros que nos separaban de la autopista. Yo estaba detrás, encajado en medio de los bultos, y sin que roe vieran —papá dice que todo esto son porquerías— he masticado tres chicles comprados a escondidas. Mamá tenía encendido el televisor sobre las rodillas.
A lo largo del recorrido he contado setenta y cinco choques y taponamientos. Hemos salido de la autopista cuando ya era oscuro; papá quería hacer la circunvalación, pero los accesos estaban todos atestados y así para ir a casa hemos tenido que pasar por el centro, toda la ciudad en primera y segunda.
Hemos llegado que eran casi las diez. Yo no tengo hambre, ha dicho mamá. En cambio papá y yo hemos comido corned-beef y una caja de Tiernísimos, los exquisitos guisantes naturales que contienen tantas vitaminas. Después papá ha querido controlar los resultados en la transmisión de las últimas noticias deportivas. Será para otra vez, ha dicho, y ha roto la quiniela. Mamá se ha quedado unos momentos a ver el match Gargiullo-Palmer, espectáculo ofrecido por la Vivarelli & Nicholson Company, pero después, como el boxeo no le gusta (mamá prefiere los programas-concurso y las telenovelas históricas) ha ido a arreglar el dormitorio, la cocina y el baño, de modo que los Anceschi no tengan de qué lamentarse. Mamá tiene esta manía. Nuestros coinquilinos, en cambio, siempre dejan la casa sucia, olvidan objetos por todas partes, una vez encontramos un mechón de cabellos en el lavabo y además pieles de manzana y cáscaras de queso bajo la mesa del comedor. Mamá no, está siempre muy atenta a volver a colocarlo todo en nuestro armario personal, no deja un alfiler, y lo hace a propósito, para darles una lección moral y hacerles comprender como deben vivir las personas civilizadas. Papá, en cambio, dice que si los Anceschi continúan de esta manera los denuncia y hace que los echen, porque el reglamento habla claro y le da la razón a papá.
Papá tiene razón también cuando dice que el gobierno debería pensar en resolver la crisis de los alojamientos y que si vamos avanzando de esta manera los dobles turnos ya no bastarán, tendremos que llegar a los triples y quizá hasta los cuádruples turnos, y terminaremos con que nos darán cupones no solamente para circular, no solamente para ir al cine o de paseo, sino también para hacer pipí y hasta para sonarse. Papá dice que es todo un asco, que somos demasiados, y que hay demasiada gente ambiciosa que quiere hacerlo todo a su comodidad. Y es por eso que nos toca vivir una semana sí y otra no. Aquí, sin embargo, creo que papá exagera. A mí la hipnosuspension no me produce ningún fastidio, y siete días pasan en un minuto y me despierto a la semana siguiente fresco y reposado.
Así, a medianoche, cuando han comenzado a distribuir la hipnocorriente, no he hecho remilgos, también porque comprendo que papá y mamá quieren estar un poco solos. He guardado todas mis cosas, me he puesto el pijama y en vez de subirme a la cama donde duermo habitualmente he abierto el armario mural donde se hallan colocados los orbículos de reposo, los nuestros y los tres de los Anceschi. He recitado mis plegarias y mamá me ha dado el beso largo de todos los fines de semana. Después me he colocado el hipnocapuchón y he apretado el botón. He quedado dormido de golpe.

El mejor de los mundos
Ion Hobana (Rumania)

Ion Hobana es el escritor rumano de ciencia ficción más conocido internacionalmente. Apasionado de Julio Verne, le ha dedicado multitud de artículos, un excelente libro traducido ya a varios idiomas, y una serie de programas de televisión en su país… sin contar la traducción de muchas de sus obras al rumano. En este relato, uno de sus más conocidos, Hobana se aparta bastante de las corrientes de la ciencia ficción al uso: por una vez (y es que Hobana, en el fondo, es un escritor optimista) la visión de nuestro planeta no es tan mala como suele pintarla el género.

Recostado sobre la mesa de operaciones, el astronauta aparecía todavía más masivo de lo que el profesor recordaba haber visto en las fotografías y películas de los periódicos y la televisión.
No tan solo más masivo, sino también más apuesto. La larga hipotermia le daba la dureza y aspecto noble del mármol; unas sombras violetas surcaban su rostro exangüe, con los párpados cerrados.
¿De qué color serían sus ojos? ¿Negros? ¿Grises?
El profesor se colocó sus lentillas y se acercó al cuerpo inanimado. Todas las dudas que lo habían envuelto hasta aquel momento, como en una tela de araña, desaparecieron de repente: aquel enfermo no era más que un caso entre tantos otros con los que se había encontrado a lo largo de su carrera médica. Un hombre clínicamente muerto. Un hombre al que iba a devolver la vida.
Su asistente pulsó un conmutador y la luz, lentamente, descendió. La mesa de operaciones, pivotando sobre su eje, tomó una posición casi vertical. Parecía que el astronauta no tendría más que hacer un gesto para liberarse de las ataduras magnéticas y ponerse en pie sobre el suelo transparente.
—¡Contacto!
Un haz de chispas verdes comenzó a bailar sobre una pantalla, dibujando poco a poco los contornos del cerebro dañado. Los detalles se precisaron, muy agrandados. El profesor modificaba de tiempo en tiempo el ángulo de observación; su propio diagnóstico se unía al ya facilitado por el auscultador cibernético, que había hallado lesiones irreparables en los alrededores de los centros de la memoria.
Las células de reemplazo, irrigadas artificialmente en su cuba de vidrio, estaban dispuestas para el trasplante: reproducían exactamente las células vivas del cerebro del astronauta. Era la primera vez que se trataba de reconstruir completamente un tejido orgánico de una tal complejidad.
El profesor contempló especulativamente a su paciente. Los experimentos de este tipo sólo habían sido llevados a cabo, hasta el momento, en animales, y no siempre habían sido coronados por el éxito. Seguían siendo necesarios todavía muchos meses de investigaciones. Meses…
En la glauca penumbra, el astronauta había perdido su aspecto cadavérico; se habría dicho que estaba sumergido en un profundo sueño reparador. Pero, no obstante, su corazón ya no latía. Tan solo la hipotermia lo mantenía en las fronteras de una muerte clínica… que amenazaba convertirse en cualquier momento en muerte a secas.

La recuperación se hizo esperar más tiempo del previsto. El trasplante de células había tenido un éxito superior al que habían osado imaginar, el corazón latía con un ritmo normal. Y, sin embargo, el estado del paciente permanecía estacionario. Este, al recuperar fuerzas, había solicitado un magnetofón y útiles de escritura; pero pronto había perdido todo interés. Silencioso, inmóvil, permanecía todo el día acostado en su habitación, con las persianas bajadas. Comía poco y de mala gana, no aceptando ni medicinas ni nuevos tratamientos.
Al cabo de dos semanas, el profesor pasó a verlo entre dos consultas, a una hora desacostumbrada. Gordo y pesado, se dejó caer en un sillón cercano al lecho y, sin más preámbulos, declaró escuetamente:
—¡Tengo muchos reproches que hacerte, muchacho!
—Tiene usted todo el derecho a hacerlo —murmuró el astronauta, sin siquiera volver la mirada vaga que mantenía clavada en el techo—. Le debo la vida… gratitud eterna… etcétera, etcétera… Ya conozco ese estribillo.
El profesor se irguió.
—No conseguirás hacerme enfadar.
El astronauta se apoyó sobre un codo y replicó brutalmente:
—Me río de sus estados anímicos. No me interesan. Ni usted tampoco me interesa.
Esperaba la reacción del profesor. Como este guardaba silencio, se dejó caer de nuevo sobre la almohada.
—¡Qué niñería! —dijo al fin el profesor con una sonrisa que llenó de pequeñas arrugas las comisuras de sus labios. Luego, con un tono más calmado como si hablase de cosas intrascendente como el tiempo, dijo—: En cambio, tú me interesas mucho a mí.
—Ya lo sé, ya lo sé. ¿Acaso no soy el valeroso explorador espacial que tiene en su haber el descubrimiento de cinco planetas?
—Sí, ciertamente. Pero también eres un ser humano, que ha perdido los deseos de vivir. Mi ayudante está convencido de que tu apatía solo se puede explicar por la existencia de alguna lesión, que aún no hemos descubierto, en tus células cerebrales. Yo, en cambio, tengo la opinión de que…
—Tengo sueño. ¿Tendría la bondad de dejarme dormir? —interrumpió el enfermo.
¡He tomado un mal camino!, pensó el profesor, modificando su táctica.
—De acuerdo, no discutamos más. ¡Ya tengo bastante con lo que me hacen pasar los periodistas para que ahora tenga que escuchar tus reproches!
—¿Ha expuesto sus hipótesis a esos plumíferos? ¿Qué es lo que han hecho: revelarlas con grandes titulares o insinuar lo peor entre líneas?
El profesor se sacó del bolsillo varios periódicos de la tarde y los dejó negligentemente sobre las sábanas.
—¡Míralo tú mismo, si es que tienes ganas!
El astronauta se quedó mudo. El profesor se arrancó del sillón.
—Todavía tengo otros pacientes que visitar. Te dejo. Volveré pronto. Muy pronto.

Los diarios, desdeñados, seguían en el mismo lugar. Pero… el penetrante ojo del profesor no dejó escapar el detalle de que varias de las hojas estaban arrugadas, como si hubiesen sido vueltas a plegar apresuradamente. En segunda página, se leía con grandes titulares: ¡ESTA PRÓXIMA LA RECUPERACIÓN DE NUESTRO ASTRONAUTA! Luego, con letra más pequeña: Según las declaraciones del médico-jefe, el explorador espacial ya no corre peligro. En un próximo futuro, el héroe del espacio podrá…
—Ya es la hora de la lluvia vespertina. —dijo el profesor—. La lluvia me inspiró en otro tiempo mis primeros poemas, pero ahora solo me produce un reumatismo que mis muy estimados colegas no logran curarme. Pero no puedo quejarme de mi suerte, porque soy víctima de mi propia imprudencia. En efecto, una mañana, durante una excursión a Venus…
—¿No tiene nada mejor que hacer, profesor, que tratar de distraerme contándome su vida? Su tiempo es precioso.
—Pero tu curación es más preciosa todavía.
—Comprendo —dijo el astronauta con una risa amarga—. ¡El creador no querría que su creación fracasase!
El profesor se sobresaltó, pero continuó contemplando con tranquilidad a través de la ventana, mirando como los aviones del Servicio Metereológico recogían las nubes para la lluvia del atardecer. Tras un instante de silencio, dijo, pareciendo cambiar completamente de tema:
—Una época de nuestra historia se llamó la Edad Media…
—Mi padre —ironizó el piloto—, poseía una maravillosa colección de conchas que había traído de Alfa Centauro.
El profesor ignoró la interrupción:
—En aquella época, habían gentes que se afanaban en crear monstruos. ¡No, naturalmente que no se trataba de una verdadera teratología científica! Se contentaban con mutilar a niños a los que se enviaba luego a mendigar por las calles. O bien se los exhibía en las ferias como si fueran fenómenos, excitando la curiosidad de los ignorantes. Era un negocio muy lucrativo. Los que se dedicaban a él no se paraban en barras, torturando a la vez a su propia imaginación y a sus víctimas para lanzar sin cesar al mercado nuevas «maravillas».
Las nubes se extendían ahora por encima de la ciudad, como el domo irisado de una enorme medusa. Los aviones habían desaparecido. De repente se iluminó la antena del Centro Meteo, y los relámpagos surcaron zigzagueantes el cielo. Alcanzada en pleno corazón, la medusa se descompuso en millares de tentáculos de plata.
—No quería ofenderle —dijo el astronauta—. ¡Pero es que me siento tan inútil ahora! Es un verdadero complejo, mi complejo…
—¿Inútil?
—Debe saber que nací a bordo de una astronave partida para explorar los planetas de la estrella doble de Barnard. Eran aún los tiempos heroicos de los viajes espaciales. Los aparatos, sometidos a las leyes de la aerodinámica, se posaban en los planetas mismos. Todavía no disponíamos de los bloques propulsores atómicos, y nuestra velocidad de crucero causa hoy risa. La ida y el regreso costaba casi veinte años. Veinte años interrumpidos tan solo por una breve escala en un mundo inhospitalario sin el menor parecido con la Tierra. Veinte años en estado de ingravidez…
«Sí, los tiempos heroicos… el peor enemigo de los nautas del espacio no residía en los meteoritos o las radiaciones cósmicas, sino en el tiempo. La tripulación comía, dormía, hacía guardias frente a los paneles de mando… Yo creo que es de aquella época de cuando debe datar la expresión matar el tiempo, aunque los filólogos pretendan que es muchísimo más antigua.
»La astronave poseía una filmoteca, unas salas vastas y confortables, un gimnasio. En este batíamos todas las marcas terrestres de salto o de lanzamiento. Pero yo prefería, sobre todo, la conversación.
»La gente dice que los veteranos del espacio son gigantes taciturnos, con el rostro y el corazón de piedra. ¡No hay nada más falso! Yo pasaba horas escuchándolos, mientras cada uno de ellos defendía con entusiasmo su estrella o su planeta. Al término de aquellas justas verbales, los campeones enfrentados presentaban sus pruebas testificales y me tomaban como arbitro: entonces, sentado frente a una pantalla tridimensional, me deleitaba en la contemplación de las imágenes, los sonidos, los colores y los aromas de aquellos mundos de una belleza incomparable; y no me perdía ni una sola palabra de los comentarios que los acompañaban: “Un bosque de cristal púrpura”… “La única forma de vida existente en 61 —doble de Cisne”…
“Allí perdimos tres de nuestros camaradas”.. “Las plantas carnívoras se inclinaban hacia ella”… “Ese globo tiene una masa dieciséis veces la de Júpiter; nos costó muchas dificultades el posarnos en él”.
«También hablaban de la Tierra, con una nostalgia que no lograba comprender. ¿Qué puede ofrecerle la Tierra a quien atormenta la sed de lo desconocido?
»Ya sé lo que me va a decir: cuna de la Humanidad, madre patria, hogar de nuestra civilización… ¡De acuerdo! Pero, ¿cómo podría habituarme jamás a vivir entre unas personas que llaman Aventura, con A mayúscula, a una vulgar excursioncita a Urano?
»¿Se pregunta el por qué de estas confidencias?; ahora lo sabrá.
«Todos los miembros de nuestra expedición eran especialistas en las disciplinas más diversas. Ellos me enseñaron cosmografía, astrobotánica, biofísica y las reglas del vuelo a velocidades sublumínicas. Todos estos conocimientos son necesarios para quien quiere obtener el título de explorador galáctico. Yo seguía mis estudios y esperaba sin impaciencia mi primer encuentro con Sol III que no representaba para mí más que otra escala cualquiera.
»La repentina aparición de un enjambre de meteoritos, entre las órbitas de Saturno y Júpiter, nos obligó a realizar un tremendo gasto de carburante. Llegamos demasiado de prisa a las proximidades de la Tierra. Fue preciso frenar demasiado brutalmente nuestro descenso, y mi madre no sobrevivió a esta maniobra.
»Más tarde, entré en la Escuela Astro-naval, debatiéndome con la continua molestia del peso de mi cuerpo, nuevo para mí. Pasé todos los exámenes y realicé mi año de prácticas en una base de Beta Centauro.
»Mi padre obtuvo el mando de otra expedición. Lo acompañé, abandonando sin la más mínima pena Sol III.
»No, no me interrumpa. De lo contrario, quizá no tenga el valor de continuar…
«Hemos atravesado el cosmos durante lustros, explorando decenas de sistemas solares. Yo descubrí cinco planetas. El fenómeno de la interferencia del campo magnético lleva mi nombre. Tras largas investigaciones, puse a punto y patenté un compensador del efecto Doppler, aparato que hoy es de uso corriente a bordo de todas las astronaves. Consideraba otros proyectos, estudiando los medios más eficaces para terraformar ciertos planetas.
«Todos estos trabajos no son en la actualidad para mí sino títulos de libros desprovistos de todo significado. Ya no me acuerdo de nada, o de casi nada. Los paisajes de esos cinco planetas, el cálculo de la interferencia, el principio del compensador… ¡nada! ¡Ya nada! ¡Hasta las reglas elementales del vuelo espacial han huido de mi mente! Me he torturado el cerebro durante horas para tratar de encontrar en él algunos rudimentos de astronomía. ¡En vano! El vacío…
«Supongo que el accidente es el culpable de esto. ¡Ese maldito accidente! No cabe duda de que los centros de la memoria han sido afectados. Sería preciso que volviese a comenzar de nuevo, a partir de cero, ¡y eso es imposible! Comprenda profesor: no tengo ni el tiempo ni las ganas de hacerlo…
»¡Ah!, ya sé lo que me va a decir: aquí mismo, en la Tierra, tengo una multitud de oportunidades. En todas partes seré acogido con los brazos abiertos. Me ofrecerán, por ejemplo, vigilar los invernaderos de cultivos venusianos; una readaptación de tan solo seis meses bastaría para prepararme para ello. Y una readaptación de un año…
»No, profesor no me tientan tales perspectivas para el porvenir. Imagine sus propias reacciones si, de un día para otro, se olvidase de toda su profesión; le fuera imposible curar a un enfermo e imaginar nuevos tratamientos. Y eso que, usted al menos, no se encontraría en tan mal estado como yo: tendría una familia, un hogar, y sería un terrestre; mientras que yo…
»Esto es todo. Ya le he dicho lo que tenía que decirle. Ahora es su turno: estoy dispuesto a escuchar sus reproches.

El inmueble del Centro de Investigaciones Cósmicas brillaba con toda la luminosidad solar almacenada durante el día. Como una gran mariposa negra atraída por esa luz, el graviplano fue a posarse en la terraza más alta. El profesor descendió y se apresuró en dirección a la oficina del Director.
—Le esperan. Haga el favor de entrar.
El profesor atravesó la antecámara, apreciando con una sonrisa interna el armonioso tono de contralto de la secretaria robot. El Director, pensó, debe ser un melómano.
Lo encontró en pleno trabajo. Al tiempo que seguía en una pantalla el aterrizaje de una astronave que llegaba de Marte, dictaba una respuesta al Consejo Solar y rebuscaba entre un montón de carpetas marcadas todas con las siglas luminiscentes de su Centro. Esta facultad de fijar su atención sobre varios sujetos a la vez recordaba los métodos de un general de otros tiempos, pensó el profesor. ¿Cómo se había llamado..?
Efectivamente le esperaban. El Director apagó la pantalla del televisor, apartó las carpetas e interrumpió el dictado. Después ordenó a la robot melodiosa que registrase todos los informes y anotase todas las llamadas. Por fin, se volvió hacia su visitante y le preguntó solícito:
—¿Qué tal está el muchacho?
Escuchó con atención el informe del profesor, mientras su rostro se iba ensombreciendo.
—¡Hemos de hacer algo por él! —exclamó—. El Centro, con todos sus medios, está a su disposición: tanto nosotros, como toda la Unión Solar, estamos en deuda con ese hombre. Él…
El profesor negó con la cabeza.
—No puedo devolverle la memoria.
—No obstante, debemos intentarlo todo.
Una hora más tarde, el Director llamaba a su secretaria y le rogaba convocar a uno de sus colaboradores.

Era joven, delicado y estaba tan intimidado por la celebridad de su interlocutor, que comenzó a tartamudear mientras le exponía su teoría. Y, ahora, esperaba la respuesta del astronauta mientras seguía con mirada inquieta sus incesantes paseos por la habitación. El piloto se hablaba a sí mismo, con pedazos de frases casi inaudibles:
—Velocidad hiperlumínica… eso querría decir… increíble ampliación de las zonas a explorar… una puerta abierta al espacio… los sistemas de la Vía Láctea más lejanos… quizá hasta las metagalaxias…
Se detuvo bruscamente frente al joven.
—Si la práctica confirma sus teorías, su nombre quedará inscrito en los anales de la astronáutica. Le agradezco haber pensado en mí. Pero, por desgracia, mi estado de salud no me permite….
—El profesor ha dicho… —comenzó a decir el joven enrojeciendo.
—¡El profesor no se lo ha dicho todo! —le cortó el piloto, y luego, tras una corta pausa—: ¿A menos que..?
Tomó el silencio del otro por una aquiescencia.
—Bien, entonces ya sabe porque no puedo aceptar. Le hace falta un colaborador, no un peso muerto. Yo no sería capaz ni de interpretar correctamente las cifras de los cuadrantes de los aparatos.
—Comencé a trabajar en este proyecto tras haber leído su tesis sobre la interferencia del campo magnético. Es con usted, y no con otro, con quien quiero partir. Todos los ensayos son concluyentes. ¡Estamos en las vísperas de una gran aventura! Además, el profesor espera que…
Se detuvo. Los ojos del astronauta chispearon.
—¿Sí?
—Que al franquear el muro de la luz tendrá una especie de choque que tal vez le pueda despertar la memoria.

Una extraordinaria aurora boreal rutilaba sobre la pantalla semicircular. Azul, verde, rojo… los colores vibraban, palidecían, se entremezclaban sutilmente, estallaban en cascadas de chispas, en haces de rayos. Fascinado, el astronauta observaba el brillante espectáculo del que nunca había sido testigo a bordo de las naves sublumínicas.
—Nos acercamos a Lalanda 21183 —anunció el joven sabio, inclinado sobre una carta de navegación—. El planeta gravita a 0,132 unidades astronómicas de su sol. Masa relativa: 0,06. Período de revolución sobre su eje: 14 años.
El astronauta casi no le escuchaba, perdido en la contemplación de la aurora boreal cósmica.
El resultado de los análisis se demostró satisfactorio: la atmósfera no contenía ningún elemento nocivo. Los cosmonautas cambiaron sus escafandras por una combinación de melenita ignífuga, ligera y, sin embargo, más resistente que el acero.
Una vegetación lujuriosa cubría esa zona del planeta: altas hierbas, lianas, plantas trepadoras de largas raíces aéreas, árboles cuyas copas se expandían en un domo desmesurado.
El astronauta y el joven científico se abrieron con dificultad camino hacia el río que habían entrevisto antes de posarse. Un calor anonadador aplastaba el lugar. A su alrededor, todo vibraba con una vida oculta: las hojas y los matorrales zumbaban disimuladamente.
¡El río!.. Una larga cinta gris que se deslizaba hacia un océano desconocido.
El astronauta, curioso, se acercó a la ribera. Un paso. Luego otro. Su compañero apenas si tuvo el tiempo de retenerlo: enmascarada por las hierbas, la orilla caía a pico. El agua plomiza lucía con pequeños destellos.
—¿Piensa que este río pueda ser peligroso?
—¿Debo citarle el párrafo 37 del código de exploración galáctico?: Todo líquido que no haya sido analizado según los métodos reglamentarios será considerado como nocivo. Mire…
Había tomado una rama seca y la había lanzado a la corriente. Casi no había tocado el trozo de madera la superficie del agua cuando una boca dentada, surgida de las profundidades, la atrapaba al vuelo y la engullía.
El astronauta se estremeció al pensar en todos los monstruos que se debían hallar al acecho bajo las aguas traidoramente en calma del gran río. Y, al mismo tiempo, su corazón se henchía de reconocimiento hacia el compañero, el amigo, que le había salvado. Era un sentimiento nuevo y exaltante para él, habituado hasta entonces a dejar el cuidado de su seguridad a la vigilancia de los robots electrónicos; a bordo de su astronave natal, prácticamente, siempre había estado solo.
Cediendo al calor de su emoción, se giró con viveza hacia el joven para darle las gracias, para apretarle las manos… para darle un abrazo. Pero se encontró con su mirada, preocupada, escrutadora… y el astronauta, roto el primer impulso, ya no osó decir nada.
Por otra parte, un pensamiento subconsciente no dejaba de atormentarle: el temor de no ser más que un caso, susceptible tan solo de inspirar una curiosidad despreciativa o, lo que aún era peor, la piedad.
Controló cuidadosamente su voz para decir, con una fingida indiferencia:
—En efecto, este no parece el lugar más ideal para disputar un campeonato de natación.

La astronave hendía el espejo tranquilo del océano que cubría todo el planeta.
—Sistema de Ross 614 —había anunciado el joven sabio, algunas horas antes—. Un mundo totalmente acuático, cuya revolución se cumple en quince años.
—Ross 614 —repitió el astronauta, y su frente se arrugó, mientras trataba en vano de hallar algún eco perdido entre las ruinas de sus recuerdos.
—Hace treinta años, usted cruzó por estos parajes. Su libro de a bordo lleva la siguiente mención: «Las astronaves de exploración deberían estar estudiadas para poder navegar en cualquier elemento. ¡Es una lástima abandonar este planeta sin conocer nada de los misterios que, tal vez, se ocultan bajo sus aguas!
El amnésico dio una mirada asombrada a su compañero: ¿no resultaba casi increíble que unas palabras escritas por él mismo hacía tiempo pudieran vivir todavía en la memoria de aquel joven que conocía desde hacía tan poco tiempo?
Unas sombras extrañas pasaron por la pantalla. Las hubiera contemplado más detenidamente, pero la aguja del batímetro enloqueció de repente; la astronave frenó y se detuvo.
—¿Un obstáculo?
Sin responder, el joven sabio acopló la gran pantalla semicircular a un periscopio. El ex-piloto retuvo una exclamación. Atrapada en el cono luminoso de los proyectores, emergía de las tinieblas una fantástica ciudad submarina, con sus edificios enormes, sus domos y sus torres multiformes.
—¿Una civilización acuática?
—No. La tercera expedición del Centro ha descubierto aquí ricos yacimientos de uranio.
Los proyectores mostraban ahora el hormigueo atareado de las palas mecánicas y de las barrenas, las cintas de los conductores que llevaban al precioso mineral a unos inmensos abrigos de paredes transparentes.
Por primera vez en su vida, el astronauta se sintió orgulloso de ser uno de aquellos terrestres, que a conciencia podían afirmar: ¡Ved nuestra obra, la obra de nuestra raza! Sintió el brusco deseo de unirse a aquellos mineros desconocidos y de trabajar codo a codo con ellos para arrancarle al océano aquellos bloques de uranio, fuente de energía de las astronaves y las fábricas de Sol III.
—Alfa de Orión, también llamado Betelgeuse. Una estrella de un volumen aproximadamente quinientas veces superior al de nuestro sol.
El joven científico se calló y apartó la vista, pero continuaba sintiendo encima la mirada insistente del astronauta, mientras ambos franqueaban, en búsqueda de cualquier traza de vida, bien poco probable en aquel desierto, las dunas de arena de violáceas sombras.
—Masa relativa: 0,1. Fuerte gravedad .—volvió a decir el joven—. Atmósfera de metano y amoníaco. Mortal para nosotros.
Continuaron su camino, curvados bajo el peso de las escafandras. El sol no había desaparecido aún tras el horizonte; se elevaban tres lunas malvas.
—Descansemos un poco —dijo el expiloto.
Llegaron a un grupo de árboles, coronados de penachos de hojarasca alargada, y se detuvieron bajo su sombra, apoyados en sus troncos escamosos.
—El crepúsculo… —murmuró el astronauta. Y su voz, deformada por el micro del casco, temblaba un poco.
Una cascada de luz, amatista y zafiro, salpicó el cielo con su esplendor real, desde el cénit hasta el horizonte ya ahogado por las sombras.
El joven sabio suspiró.
—Debemos volver a bordo. La temperatura caerá bruscamente una vez se haya puesto el sol.
No hubo respuesta. Se volvió hacia su compañero. Aquél, de pie, inmóvil, perdido en sus pensamientos, se había quitado el casco. Su rostro parecía rejuvenecido. Se dejaba arrastrar por la amarga y mayestática poesía de aquel planeta al fin descubierto, tras una larga vida de vagabundeo cósmico.
Con algo de embarazo, y bastante de alegría y alivio, el joven se sacó el casco a su vez, respirando el olor de las palmeras, el aire seco y puro del Sahara.
¿Lo había comprendido ya en nuestra primera «escala» en las orillas del Amazonas?, pensó, ¿o fue luego, en el fondo del Atlántico?
El sol acababa de ocultarse. La Luna y los dos satélites artificiales brillaban con una luz más viva. En la repentina noche, aparecieron las constelaciones.
El astronauta las contempló por un instante, y luego se giró, para mirar tan solo a la acogedora Tierra: su patria reencontrada.

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