La ciencia-ficción europea
Biblioteca Básica de Ciencia Ficción 9
Varios
© 1982; Ed. Dronte.
Dep. legal: B 9957 82
ISBN: 84-366-0061-4
Edición digital de Elfowar y Umbriel. Noviembre de 2003.
Títulos originales de los relatos:
El cambio (Veränderung, 1967) de Kurt Luif. Traductor: Lucy Van Pelt.
Punto final (Point final; Fiction nº 40 1957) Gilles D’Argyre (seudónimo de Gérard Klein).
Un domingo romano (Domenica romana; 18 junio de 1967, Paese Sera, Roma) Lino Aldani. Traductor: Pedro Domingo
El mejor de los mundos (Un Fel de Spatiu; 1969) Ion Hobana. Traductor: S. Castro
El elefante (Elefantti. Slon, 1957) de Slawomir Mrozek. Traductor: Sebastián Castro
Reflejo espontáneo (Spontannyi refleks; Znanie 1958) de Arkady y Boris Strugatsky. Traductor: Sebastián Castro
Los centinelas (Nueva dimensión 18; 1970) de Sebastián Martínez
Cyborg (Nueva dimensión extra nº 1; 1970) de Domingo Santos
Historias del robomóvil (Nueva dimensión 1; 1968) de Luis Vigil
Índice
La ciencia ficción europea 4
El cambio
Kurt Luif (Alemania) 5
Punto final
Gérard Klein (Francia) 7
Un domingo romano
Lino Aldani (Italia) 12
El mejor de los mundos
Ion Hobana (Rumania) 16
El elefante
Slawomir Mrozek (Polonia) 25
Reflejo espontáneo
Arkady y Boris Strugatsky (URSS) 28
Los centinelas
Sebastián Martínez (España) 43
Cyborg
Domingo Santos (España) 45
Historias del robomóvil
Luis Vigil (España) 49
La ciencia ficción europea
La ciencia ficción es un género literario eminentemente anglosajón. Iniciada en 1926 en los Estados Unidos por Hugo Gernsback, desarrollada en ese país a través de los pulps y las revistas especializadas, el fenómeno nació en lengua inglesa, y así ha seguido hasta ahora. Todas las colecciones europeas de ciencia ficción se nutren en un noventa por ciento de autores anglosajones, y los nombres más conocidos, desde Bradbury hasta Asimov pasando por Heinlein, Dick, etc., son estadounidenses.
Sin embargo, la ciencia ficción no es exclusivamente anglosajona. Existen otras escuelas en Europa que están empezando a hacerse notar. De hecho, si vamos a sus orígenes, el maestro indiscutido de la ciencia ficción a finales del siglo pasado y principios de este fue un francés, Julio Verne. Y aunque el otro gran nombre de los inicios modernos del género fuera anglosajón, Wells no era americano, sino inglés.
Existe, qué duda cabe, una ciencia ficción europea. Se halla, evidentemente, muy por detrás de la anglosajona, tanto en audiencia como en número, aunque no en calidad. Y tiene unas características propias. La vieja Europa es un continente mucho más maduro que la joven América, mucho más reflexivo, y también en cierto modo mucho más desencantado. Las guerras mundiales, las crisis económicas, las dificultades de las reconstrucciones nacionales, han creado una lucidez propia de Europa que está teñida en ocasiones de un cierto desencanto realista.
Esto se refleja en su ciencia ficción. El entusiasmo anglosajón suele estar ausente en la ciencia ficción europea. Sus textos son más críticos, abordan temas mucho más humanistas, son más lúcidos. Y también mucho más literarios.
Esta ciencia ficción europea, en los últimos años, ha conocido un gran auge y desarrollo. En Francia, numerosos autores, muchos de ellos muy jóvenes y entusiastas, escriben interesantes obras de ciencia ficción, que empiezan a ser publicadas incluso en Estados Unidos, y en las que una fantasía desbocada como en las obras de Michel Jeury se mezcla con una profundidad política de tendencia generalmente de izquierdas. En Italia, la política y la sociología dominan completamente el género, y las utopías sociales como las de Lino Aldani atraen la atención del público lector. En Alemania, las aventuras espaciales de un Clark Darlton y su serie de Perry Rhodan se mezclan con otras aventuras más cerebrales, mucho más profundas. En los países del Este, con la Unión Soviética a la cabeza Rusia es, después de los Estados Unidos, el segundo país productor de literatura de ciencia ficción el género pasa por los condicionantes políticos de presentar siempre un «mundo feliz», pero la literatura de crítica ya se está dejando sentir. Y en España, finalmente, un plantel de nuevos autores que se adscriben a la «nueva ola» está remodelando el género en nuestro país, en la línea anglosajona, pero con una innegable característica hispánica que le da personalidad.
En este volumen hemos querido recoger una muestra de esta ciencia ficción europea que, aunque apoyándose en los cánones anglosajones, se aleja de ellos buscando una personalidad propia. Por supuesto, hemos eliminado de este rápido repaso a Inglaterra. La razón es sencilla: aunque profundamente europea en su base, la ciencia ficción inglesa entronca de lleno en el mundo anglosajón, y los libros ingleses del género suelen ser publicados simultáneamente en Estados Unidos. Autores como Clarke, Aldiss, Moorcock, etc., pertenecen completamente al mundo anglosajón, y como tales deben ser considerados.
Además, la ciencia ficción inglesa merece, por sí sola, que le dediquemos más adelante todo un volumen…
DOMINGO SANTOS
El cambio
Kurt Luif (Alemania)
Aunque austriaco de nacionalidad, Kurt Luif es uno de los autores de ciencia ficción más conocidos de Alemania, donde ha sido publicada toda su obra. Junto con Herbert Franke, es uno de los pocos autores de habla alemana que ha visto gran parte de su producción traducida al inglés y publicada en los Estados Unidos. Tuvimos la ocasión de conocerle en un excelente relato de ciencia ficción terrorífica, Flores en sus ojos (BBCF 7). Aquí nos ofrece una nueva muestra de su talento, que mereció ser seleccionada por Frederick Pohl para su revista International SF, y en donde, en una curiosa variante de la licantropía clásica, nos cuenta la historia de un hombre que, en las noches de luna llena, se convierte no en lobo, sino en… liquido.
Ustedes, naturalmente, saben lo que es un hombre-lobo, ¿cierto? Estupendo. Entonces, a Dios gracias, podré ahorrarme una larga explicación.
Sería afortunado si fuera un hombre-lobo, pero por desgracia no lo soy.
Así que, cuando hay luna llena, me transformo en líquido. Cada vez en un líquido distinto: unas veces cerveza, otras vino, a veces whisky o tónico capilar…
Pueden ustedes imaginarse lo peligrosas que resultan para mí tales transformaciones. Una vez recuerdo que me convertí en cerveza y me encontré en un vaso depositado sobre la mesa de la cocina.
Siempre le he insistido a mi mujer para que salga de casa las noches de luna llena, pero esta vez no había pensado en hacerlo, ni ella lo había recordado tampoco.
Entró en la cocina, me llamó, vio la cerveza… alzó el vaso… ¡Traté de gritar, pero no podía!… Se llevó el vaso a los labios…
Quizás puedan ustedes comprender lo que pasaba en aquellos momentos por mi mente. ¡Mi propia mujer quería bebérseme! Era un método totalmente nuevo de matar a su propio esposo. Temblé de miedo…
Ella me observó cuidadosamente, dubitativa. No puedo imaginar cómo debe verse la cerveza temblorosa; sin embargo, bebió un sorbo de mí.
El dolor fue indescriptible.
La cerveza, yo mismo, comenzó a echar espuma. Mi mujer gritó aterrorizada, cayó al suelo dando alaridos histéricos. Entonces, por fin, se dio cuenta de lo que había bebido.
Bueno, la aventura acabó sin más daños. Tan sólo perdí mi oreja derecha y el ojo izquierdo. Puedo decir justificadamente que aún fui afortunado dentro de mi mala suerte, pues ella muy bien podía haberse bebido también mi cerebro, y entonces ustedes nunca habrían tenido la ocasión de leer algo sobre mis aventuras.
No logro comprender cómo puedo transformar mi metro ochenta de estatura y mis noventa kilos de peso en líquido y, además, encontrarme siempre dentro de un vaso. Tan sólo se me ocurre que debo deslizarme por el suelo hasta hallarlo.
Naturalmente, debería visitar a un médico, pero ninguno creería jamás en tales cosas.
Tras esto; en las noches de luna llena, me encerraba en una habitación, en la que dejaba un brillante y confortable vaso. No me hubiera gustado que mi mujer estuviera presente durante el cambio. Ustedes se darán perfecta cuenta de la razón de ello, imagino; ¿cómo podría mi mujer seguir queriéndome si me viese como un martini o una limonada?
Y sin embargo me arrepentí de hacer esto. Me arrepentí, y mucho.
No lo había reflexionado suficientemente; tal vez, después de todo, ella se tragó parte de mi cerebro. Simplemente no pensé en todas las posibilidades que podían ocurrir.
Desgraciadamente me había olvidado de algo: hay un líquido, de un notorio olor, conocido con el nombre de gasolina. Ustedes saben perfectamente bien lo que es la gasolina: se pone en el depósito de un auto, o se usa para limpiar manchas, o se coloca como combustible en los mecheros de estilo antiguo.
Pues bien, una noche de luna llena, me convertí en gasolina.
Puedo asegurarles que es un líquido endiablado. Se evapora por sí mismo, así que me evaporé, lenta pero seguramente.
Mi cuerpo se encogía y, durante todo el tiempo, yo pensaba en una novela de Matheson. Era un proceso horriblemente malo.
Disminuí y disminuí, hasta que tan sólo quedaron unas gotas en el vaso. Una situación infernal.
Mi esposa tuvo que hundir la puerta, yo no podía abrirla. Me encontró sentado en el alféizar de la ventana, mirando tristemente a la calle, hacia abajo, a donde me habría gustado saltar. Por entonces tan sólo medía un par de centímetros de alto, era el enano más pequeño del mundo.
Pero todavía no he perdido todas las esperanzas.
Hay una posibilidad.
Nuestra casa está abarrotada, por todas partes hay vasos y botellas, y en su interior hay centenares de líquidos diferentes. El olor que se desprende de todos ellos está siempre presente en el ambiente.
Estoy esperando a la próxima noche de luna llena.
Tan pronto como me transforme de nuevo, mi mujer, si tenemos de ese líquido en la casa, llenará mi vaso, con lo que esperamos que volveré a alcanzar mi estatura normal.
En la próxima noche en la que la luna sea llena, se lo ruego, crucen los dedos por mí. Háganlo, y todo saldrá bien…
Punto final
Gérard Klein (Francia)
Gérard Klein es uno de los pocos autores europeos no anglosajones que puede enorgullecerse de que toda su obra ha sido traducida y publicada en los Estados Unidos, donde goza de un nombre considerable. Es el director literario de la más prestigiosa colección gala de ciencia ficción, Ailleurs et demain, y uno de los más renombrados críticos, ensayistas y antologistas. Su obra discurre entre una poesía muy bradburiana, un humor corrosivo, y un gusto por lo fantástico y por la recreación de viejos mitos. En Punto final, adscribiéndose a su primera vena, nos ofrece una nostálgica historia sobre el fin de todas las cosas, y sobre el universo considerado como un inmenso libro.
Esperaba, al extremo del corredor, con la nariz y las manos aplastadas contra el enorme cristal de cuarzo que intentaba filtrar el torrente negro del vacío. Esperaba, de pie, con los ojos desmesuradamente abiertos como un vigía de los antiguos tiempos sobre un buque de madera, y sus miradas abandonaban sin cesar las estrellas, rompían cordámenes de luz y descubrían nuevos sistemas perdidos con él, con la destelleante nave, el zumbido de millares de motores adormecidos, el olvido de los gestos repetidos y los suspiros de los hombres que añoraban la Tierra, en el océano sin bordes ni fin, con únicamente parpadeantes islas como pasteles de aniversario.
Díganme, ¿han visto? Las estrellas se apagan.
Era cierto. Y después. Diez años, veinte años en el espacio, en busca de nuevos mundos, a la velocidad en que la luz de
los sistemas conocidos se pierde en un agujero negro, tras las toberas. Y las estrellas que se deslizan de un cuadrante a otro del enrejado grabado sobre el cristal de cuarzo.
Las estrellas se apagan.
No solamente las estrellas. Las lámparas descendían también en intensidad, y los colores. Incluso el negro del vacío.
Pensaba en un verano en la Tierra, en una tarde de verano, a la hora en que todos los colores se vuelven grises y se funden y uno no sabe si va a despertarse muy pronto.
Es cierto. Miren. Las estrellas empalidecen.
No se inquieten, muchachos. Estamos en una nube. Nada más.
¿Creen que alcanzaremos jamás las estrellas nuevas, si se apagan?
No lo dudes. Siempre habrá demasiadas. Y otros cielos, y otras estrellas. Mundos desconocidos en profusión. Y pensar que hay quienes buscan perlas finas en las profundidades del mar… Escucha, incluso si nos quedamos allá abajo, nuestros hijos o los hijos de nuestros hijos irán hacia la oscuridad, hacia las regiones del cielo donde brillan otras constelaciones. Es imposible impedirlo.
Y viajarían, durante diez años, veinte años, en el espacio.
No. Ya basta. De todos modos, no me quedaré en las estrellas. Volveré después a la Tierra. Continuad si el corazón os lo dicta, pero mis hijos vivirán en la Tierra.
Todo el mundo dice eso. Siempre, y luego, cuando uno se siente hastiado en la Tierra, comienza a arrastrar sus botas al lado de los cohetes y a empinarse tras las alambradas cuando una nave se eleva escupiendo fuego, y a patalear, e imaginarse atado y aplastado en una silla, y de repente, crac, uno se encuentra en una nave, contento de volver a ver las mismas viejas estrellas.
Había la ventanilla de cuarzo, las líneas grabadas, las estrellas más pálidas y el vacío que vacilaba aún en ennegrecer, o en cambiar, y más allá el vacío, y mundos, pero ninguna nave.
Pero las habría, y tan lejos que los hombres, de un extremo a otro de su mancha de aceite, no volverían a encontrarse y se olvidarían, y continuarían sin saber, como pulgas insaciables saltando de una estrella a otra, y extendiéndose de galaxia en galaxia, sin poder volverse, hasta que no hubiera más que un hombre por planeta, después por sistema.
La nave practicaba el cabotaje entre las estrellas. Pero aquellos que eran lo bastante jóvenes como para atreverse a soñar con volver a ver la Tierra eran poco numerosos.
Nunca he oído decir que todas las estrellas puedan palidecer. Jamás, ¿oís? Quizá lleguemos al extremo del universo.
Pero nadie le creía. Habría más hombres y más mundos. Sin límites posible.
Los detectores hundían sus largos tentáculos invisibles en el espacio. Las líneas trazadas en el cuarzo convergían en el vacío en pequeños cubos regulares. Los analizadores canturreaban:
No hay nube de polvo. No hay nube. Causa desconocida. Causa desconocida.
El capitán no veía el vacío. No veía más que el montón de plaquitas metálicas, de gráficos, de ecuaciones psicológicas, y los paneles de cuadrantes.
Me pregunto si es esto lo que atrae a la gente hacia el vacío dijo. Nada de polvo. Nada de polvo.
Se levantó, abrió la puerta, y remontó el corredor hasta la larga hendidura de vacío que se abría en la nave. Sus botas resonaban blandamente. Pero no le prestó atención.
¿Las estrellas se apagan? preguntó.
Oh hizo el hombre de guardia. El capitán era transparente. Veía a través del capitán la pared de la nave y, más allá, las cabinas, y después el vacío y las moribundas estrellas.
¿Estoy soñando? dijo el capitán. El hombre de guardia no era más que un fantasma.
Y vieron entre la bruma de los tabiques a los demás intranquilizarse, ir y venir, pero sin prisa, sin hacer sonar las puertas a causa de los cierres estancos, sin correr a causa de la pesantez, y sin tener miedo a causa del largo hábito y de los viejos reflejos que habían patinado y alisado las paredes de los aparatos y de las almas.
No volveremos a ver la Tierra.
No dijo el capitán. La Tierra ya no existe. Y nunca más habrá nuevas estrellas. Y nunca más nuevas naves.
Los olores se desvanecieron primero. Olor a ozono, olor a caucho, olor de pieles limpias y de sudor sano, de aire purificado, olor de vainilla de las materias plásticas. Después los sonidos. Después la nave se difuminó sin crujidos, se disolvió con la suavidad de un terrón de azúcar minuciosamente lamido.
Giraron durante un corto tiempo en el espacio, después se fundieron a su vez, como estatuas de azúcar, muy lentamente en el agua negra del vacío.
Y alguien sopló, una a una, todas las velas de los espléndidos pasteles de aniversario del Universo, más y más profundamente, en el cielo, hasta el sol y la Tierra.
Puso punto final a su historia, se levantó, descendió la escalera, se detuvo un instante en el último peldaño para que los granos de arena dejaran de crujir, un segundo, bajo su pie.
Flotaba, por encima de las baldosas rojas del corredor, un olor y una tibieza de desierto tal y como se ve en los sueños. Se sentía vacío, seco y ligero como el cartón de un cohete quemado. No estaba seguro de saber por qué continuaba. Normalmente, hubiera debido caer y desaparecer.
Olvidó la imagen del desierto, posó su mano sobre el pestillo frío, abrió la puerta, hizo estallar en, el interior de la inquieta casa el cielo, el sol, el exuberante reflejo de la hierba, de las hojas y de los blancos guijarros, y las pequeñas llamas regulares y redondas de los geranios.
Había un cojincillo de césped entre las geométricas losas del jardín. Dio dos pasos, lanzó un grito y dejó libres una multitud de moscas zumbantes y doradas que se abatieron por un segundo en su cabeza, colocó con circunspección y delectación sus dos pies en el espeso césped, y de pronto, en un instante, la hierba y las losas parecieron difuminarse, sumergirse en bloques de bruma, y olvidar su confortable fieltro de polvo seco.
Los muros vacilaron y se hundieron en resplandores brillantes y frágiles. Se hundieron muy suavemente en la nada.
Los ruidos se detuvieron. Los discos, las lámparas de los receptores, los labios que habían roto, laminado, fragmentado el silencio, ascendían en largos penachos de humo, muy rectos, muy puros. Ni un grito. Una gran paz, y el cuchicheo de preguntas sorprendidas.
Todo se marchaba, los postigos de las ventanas y después las ventanas, las piedras de las escalinatas, las huellas de neumáticos y los coches, las llamadas que se asfixiaban en un blando chapoteo, los brillos.
Todo se disolvía, los dorados frutos que jamás madurarían, las tejas en equilibrio en lo alto de las paredes de ladrillo, y el libro que había dejado sobre el banco, por la mañana, y cuyos caracteres danzaban como copos grises y emprendían el vuelo en cenizas invisibles como se pierde un perfume en un viento ligero.
Los techos lanzaron un último estallido rojo, entrechocaron, se deslizaron y se fundieron. ¿Habían gritado o gemido? Nada. Solamente, tras los muros, muebles irreales que descendían, lentamente, a través de los pisos vaporosos donde se deshilachaban sin moverse, con su sutil carga de bibelots, de colores, de vajilla y de ropa interior que temblaban como el aire calentado y que se reabsorbía en el espacio en pequeños braseros moribundos y apenas luminosos.
Se inclinó y tomó una piedra. Pero se deslizó entre las junturas de sus dedos, en finos chorrillos de gas, interminablemente, y no tocó jamás el suelo.
Todo terminaba. Los guijarros se volvían cada vez menos y menos verdaderos, las hojas enmascaraban aún un poco con su algodonoso verde los fantasmas de los árboles.
Los hombres se evaporaban en humaredas, al azar.
Empezó a caer nieve de niños.
¿Qué es lo que pasa? ¿Una bomba? De todos modos han tenido éxito con sus condenadas experiencias. Esto se ha terminado, ¿eh?, se ha terminado.
No sufría. Ni siquiera sentía miedo. Volvió lentamente la cabeza hacia aquel que acababa de hablar, como si temiera romperse y escapar, él también, en fragmentos más y más pequeños, más y más dispersos. El otro tampoco estaba inquieto. Simplemente quería saber.
Esto debía ocurrir, ¿eh?, esto debía ocurrir.
Pues sí, ha ocurrido.
No sabía lo que había ocurrido. Buscaba en el fantástico amontonamiento de formas desapareciendo, que se consumían tan suavemente, tan claramente y tan totalmente como ardientes montañas de diamante.
Quizá aún podamos huir.
No. En todas partes ocurre lo mismo.
Reflexionaron.
No sentían realmente deseos de partir, sus pasados se había apilado alrededor de sus piernas en montones de polvo gris, y ya no recordaban nada, pero no llegaban a concebirse sin futuro.
Actuar… sin salida… pensaban.
La calle estaba dispuesta, se deslizaba sin ruido entre las aceras y conducía más allá de la plaza. Serpenteaba por allá donde se habían perdido ya los reverberos y las grandes fachadas planas. No había más que un desierto a ambos lados de la carretera, y un viento tímido removía la arena de las dunas.
En alguna parte en la rojiza niebla de su cerebro, germinaba una idea. Se preguntaba por qué todo terminaba así, incluso el sol, que adivinaba de cristal puro y desaparecía en el espacio, incluso las estrellas, incluso el vacío, sin contrastes. Todos los decorados que ardían, se fundían en mezcolanza y se sobreimprimían.
Hubiera deseado un prodigioso fuego de artificio. Se sintió frustrado. La idea se desarrolló, aumentó de tamaño. Lo único que tomaba afianzamiento en él…
Sé lo que ha pasado.
Por todas partes caían esferas azules, esferas verdes, esferas rosas, y cuando le tocaban, estallaban sin ruido. Después los sueños de los hombres se fueron, hadas, dragones, viajes, muñecas maravillosas, montones de oro y de pedrería, una pieza teatral, y, algunas veces, hojas de libros jamás escritos. Había palacios, un cielo de los mares del sur, un patinete eléctrico, proclamas.
Ah dijo el otro. Aquello no le interesaba en absoluto. Acababa de comprender que todo estaba consumado. No sentía el secreto deseo de encontrar la solución.
Es extraño que nadie se haya dado cuenta antes. Había un paralelismo tal entre esto y lo que hacíamos. El ha puesto Simplemente el punto final. Como yo. Como todas las demás pobres imágenes.
Mientras hablaba se desprendían de sus mejillas burbujas de jabón. Reía porque, en el fondo, aquello tenía la comicidad del más extraño de los sueños y, como un sueño, era sin alcance, ilusorio. Ni siquiera había la muerte de la humanidad que pudiera ensombrecer el delicado humor de aquel fin.
Espere. ¿Quién ha puesto el punto? ¿Qué punto final? No comprendo.
No sé quien. Alguien que acaba de terminar la historia del hombre y muchas otras historias, tal vez, que se terminan en otras regiones del espacio, y que jamás hemos conseguido descubrir. Y tal vez va a comenzar otras historias. Pero, con nosotros, ha terminado. Lo que sería extraordinario sería que nosotros continuáramos. ¿Acaso se ha visto esto nunca?
Qué cochino… Hubiera podido preverlo. Hay montones de cosas que yo hubiera podido hacer aún. Ahora… Buenas tardes… No sentía verdadero odio. Estaba irritado porque juzgaba que hubieran podido muy bien continuar, antes que ahogarse allá y deslizarse en un océano sin fondo.
Nunca más las creaciones de los hombres y los castillos de arena de los niños, nunca más las casas apacibles y las plantas que se observan crecer en las horas vacías, y los cohetes ardientes y pesados que el cielo rodea con un halo de fuego.
Nunca más los hombres.
¿Es que alguna vez ha pensado usted en la suerte de los héroes de un libro cuando el libro ha terminado?
Estaban casi solos. Ignoraban dónde se encontraban, pero debía de ser en un universo tan tenue que apenas podría existir durante algunos segundos más aún.
Me pregunto si contaba nuestra historia, o si la soñaba, o si la escribía. Qué riqueza de imaginación, y qué precisa. Qué genio creador, incluso en los menores detalles. Tal vez hubiera podido de todos modos imaginar un argumento que nos fuera más favorable, a lo largo del tiempo.
Flotaban, ellos solos, los últimos, quizá porque pensaban intensamente.
Nuestra desgracia es no haber acordado nuestro fin con el de la historia. Aunque no es demasiado grave.
¿Pero quién es? suplicó la sombra del otro.
La idea se extendía y crecía, con pequeñas ramificaciones de sueño y de razón que se hinchaban y se entrecruzaban. Contenía ya una vaga noción de la respuesta.
Tal vez continúe nuestra historia. Dentro de algún tiempo. Quizá le quiera dar una continuación. ¿Puede ser que ya nos haya ocurrido esto? ¿No lo recuerda?
Una pausa.
Creo que veo qué clase de ser es… Y si él, a su vez, fuera soñado, y así vez, y otra, hasta el infinito.
Sus dos penachos de bruma eran casi blancos. Se condensaron primero en manchas muy pálidas, alargadas. Se les hacía cada vez más difícil respirar. Y moverse,
Adiós.
Hasta la vista.
Una de las manchas se agitó un poco porque quería decir aún alguna cosa. Pero ya no había ni sonido ni olor.
Ni espacio. Un punto. Luego nada.
Un domingo romano
Lino Aldani (Italia)
Si han leído ustedes el número 8 de nuestros volúmenes habrán entrado ya en contacto con Lino Aldani, con uno de sus más célebres relatos: 37 centígrados. Considerado como un escritor profundamente social, vuelto recientemente a la literatura tras una etapa de varios años de alejamiento y meditación en la campiña italiana, es el principal valor de la ciencia ficción de aquel país. En Un domingo romano nos ofrece una nueva aproximación al infierno urbano: un día en la vida de los habitantes de una Roma del futuro, agobiada por la superpoblación.
Mamá me ha despertado cuando serían las cinco. Apenas se veía. Me ha lavado y vestido, he tomado la supermalta con los bizcochos vitamínicos, y hemos salido hacia el garaje. Papá estaba lustrando el coche. Hemos cargado los accesorios de la excursión, los avíos de pesca, la cesta de la comida. Después, papá, poniendo el coche en marcha, ha dicho: ¡nos vamos, muchachos!
¡Pero sí! Hemos necesitado un cuarto de hora largo para salir del garaje; los coches estaban pegados los unos a los otros, y los cuidadores juraban; papá, en cierto momento, se ha puesto verde, se ha desabrochado el cuello de la camisa y ha dicho: no me haría gracia pasar el domingo aquí dentro. Y mamá le ha dicho: bueno, cálmate, Ernesto, nadie nos persigue.
Mamá es paciente. Incluso durante todo el trayecto para llegar a la autopista ha intentado siempre minimizarlo todo. Había puesto la radio y trataba de mantenernos alegres con la música, pero papá estallaba en cada semáforo; la andanada que prefiere es aquella contra los falsificadores de cupones, siempre dice que deben ser decenas de millares, y esto explicaría el porqué, a pesar de los turnos y las limitaciones, ya no se marcha como antes.
Papá ha sido listo, ha hecho treinta y ocho semáforos en una hora y cuarto. Pero después, en la casilla de la autopista, hemos permanecido parados cuarenta minutos. Papá se ha quitado la camisa, siempre irritado, siempre resoplando. Solamente se ha calmado más allá de la casilla, cuando ha podido ponerle la directa al coche. Mira, hijo mío, ha dicho en un determinado momento, en este mundo hay los astutos y hay los tontos; aquellos que llegan al mar en media hora porque tienen helicóptero y aquellos que deben pudrirse en la carretera dentro de esta ratonera.
Mamá no ha querido hacer ningún comentario, tan sólo ha cambiado la estación. Buscaba los Desperados, aquellos que tocan sin instrumentos metiéndose los dedos en la nariz y en el fondo de la garganta, pero no los encontraba; entonces ha vuelto con los Lánguidos, pero papá ha dicho: corta ya esta serenata, y entonces mamá ha puesto el volumen casi a cero, se ha colocado el auricular y no ha dicho nada más.
No hemos necesitado mucho para llegar al mar. El infierno ha recomenzado, sin embargo, apenas fuera de los pinares, cuando se ha presentado el puesto de bloqueo. Todos los semáforos estaban verdes, pero los controles eran largos, se avanzaba a saltos y para pasar al otro lado hemos necesitado casi una hora.
Papá ha recorrido cuatro o cinco veces la orilla del mar en busca de un lugar que no estuviera demasiado lleno de gente. Después mamá y yo hemos ido, cupón en mano, a hacer cola delante de las portillas, mientras papá buscaba un buen lugar para aparcar el coche.
A las diez en punto estábamos en la playa, en la fila veinticuatro. He ido rápidamente a controlar la hora del baño. A las diez y media, ha dicho el bañero. Al cabo de poco ha dado tres golpes de silbato para señalar la entrada en el agua de todos aquellos de las filas del veinte al treinta. Quería irme un poco hacia lejos, donde había menos gente, pero papá gritaba que no debía alejarme. Así, he probado a nadar permaneciendo cerca de la orilla: inútil, a cada momento tropezaba con alguien y al final me he hecho un rasguño en el cuello, muy
profundo. Papá, enormemente enojado, me ha acompañado a la enfermería.
Después hemos regresado bajo el parasol, y junto a mamá hemos comido las almendras saladas y las palomitas de maíz. Papá quería leer el diario; por unos momentos lo ha intentado, pero después ha debido dejarlo a causa de los transistores, que eran unos dos o tres mil, todos ellos puestos a todo volumen, porque los mal-educados, como dice siempre papá, son un ejército inmenso y son muy pocas las personas civilizadas que usan los auriculares sin molestar a nadie.
Yo he intentado tomar el sol, tendido en la playa. Pero la gente no se estaba quieta ni un instante, todos pasaban y saltaban por encima de mí, y así, después de diez minutos, me he levantado completamente cubierto de arena.
Después hemos ido al bar, que estaba atestado ya que había allí también aquellos que bailaban junto el juke-box. Papá nos ha dicho entonces que lo esperáramos afuera, que a él solo le sería más fácil. Después de un cuarto de hora ha vuelto con un helado para mí y con un café en un vaso de papel para mamá. Me he metido un poco bajo el entoldado del bar, donde hay los columpios y los toboganes. Algunos muchachitos sinvergüenzas querían pasarme delante, pero los he llamado al orden. En media hora me he deslizado tres veces por el tobogán. Después me he comprado un chicle y más tarde un caramelo con palo.
Faltaba un cuarto para el mediodía, y papá ha hecho seña de prepararnos. Esperaba llegar entre los primeros al restaurante y lograr que le dieran una mesa cerca de la balaustrada, donde se ve bien el mar; pero tantos otros se habían movido antes que nosotros que nos ha tocado una mesa en medio, allí donde el mar apenas se ve.
Ya no quedaba sopa de pescado, a mamá le ha sabido mal y ha tenido que contentarse con el acostumbrado pollo asado que no sabe a nada. También papá ha comido a disgusto, mientras miraba al mar alargando el cuello y murmuraba. Cierto, decía, aquel que tiene una lancha motora se va mar adentro y se divierte como quiere, se baña, pesca, toma el sol sin nadie alrededor que lo fastidie.
Entonces mamá ha propuesto tomar una barca de alquiler, pero las barcas estaban ya todas comprometidas desde hacía quince días. Y así papá ha dicho: vayamos a los pinos, allí hay el estanque con la pesca de pago, podremos divertirnos sin arriesgarnos a coger una insolación.
A las dos estábamos ya vestidos de nuevo. El coche se hallaba al sol y dentro se sudaba, aún teniendo los cristales bajados. Por fortuna a aquella hora el tráfico no era mucho, y así llegamos a los pinos en un segundo.
Gira y gira, papá consiguió encontrar un rincón realmente tranquilo, donde no había mucha gente; tanto es así, que conseguimos colocarnos en un área de veinte metros cuadrados sólo para nosotros. Mamá se ha echado en el colchón de gomaespuma y ha encendido el televisor portátil, papá en cambio ha intentado dormir. Yo, como me aburría, me he ido a dar una vuelta, sin alejarme demasiado y sin prestar demasiada atención a los otros muchachos que correteaban por allí.
Cierto, el pinar es muy hermoso, con los árboles todos iguales y el terreno recubierto de suave maleza. Papá dice que era mucho más hermoso hace veinte años, cuando los pinos eran auténticos, pero después una desgraciada enfermedad los atacó y así debieron cortarlos y sustituirlos por aquellos artificiales. Yo no les veo ninguna diferencia, esos de plástico me parecen más relucientes, y además la maleza no pincha.
Hacia las tres y media papá ha sacado las cañas y nos hemos ido al estanque. Había una enormidad de gente y estábamos un poco estrechos, codo contra codo, pero con un poco de paciencia se conseguía lanzar el anzuelo.
Papá probó primero con el pan y después con el maíz. Nada que hacer. Quizá porque el cebo no estaba bien colocado, y cuando papá lo recuperaba encontraba siempre el anzuelo limpio.
Vino un vigilante con la ropa roja y la placa plateada en el sombrero. Señor mío, dijo, señor mío, si no pone el gusano, ¿cómo quiere que piquen los peces?
Levantó la tapa del cesto que llevaba en bandolera, metió la mano dentro y sacó fuera una lombriz de unos siete centímetros de largo. Aja, dijo, aquí está el cebo; debe colocarlo usted bien, bien en torno al anzuelo, dejándolo bascular un poco, y el pez picará en un segundo.
La lombriz se movía de aquí para allá como un limpiaparabrisas. Usted está loco, dijo papá; yo esto no lo toco, me da asco.
Y esto empujó al vigilante a meter el gusano en el anzuelo. Papá metió la mano en el bolsillo y le dio una moneda.
El pez picó realmente en un segundo. Hubo un poco de confusión porque el sedal se había enredado con el del señor de al lado. Este, mientras tanto, había lanzado un chillido porque creía que el pez era el suyo y se mostraba muy excitado; pero luego, cuando el sedal fue soltado y vio que el pez era de papá, se puso morado de rabia y fue a colocarse más lejos.
Mamá estuvo muy contenta cuando nos vio regresar con el pez. Apagó el televisor y dijo: estupendo. Mientras tanto, papá registraba el cesto de camping, buscando el cuchillo sacatapones. Después abrió la barriga del pez, pero cuando se trató de sacar sus intestinos arrugó la nariz. Al fin, ayudándose con un cuchillo, lo limpió bien y lo enjuagó con agua mineral.
Ahora vamos a encender el fuego, dijo, y veréis qué bonito. El fuego, dijo mamá; ¿y para qué? Para asar el pez, dijo papá. Lo haremos a las brasas, como los antiguos, y en la naturaleza.
De vez en cuando decía la naturaleza, una palabra que no acabo de entender. Ah, la naturaleza, decía. Y se frotaba las manos. Vivir en la naturaleza, el cebo natural, el aire libre, y hablaba de los hombres vestidos con pieles de leones, del arco y las flechas. Mamá reía. El fuego. ¿Cómo lo harás, Ernesto, para encender el fuego? Porque en todo el pinar no había ni una sola astilla. Entonces se me ocurrió ir a revisar el cubo de la basura. Buscaba los palitos de los helados y, cuando tuve entre las manos una treintena, corrí hacia papá muy contento. Nada que hacer. Lo sé, encender un fuego no es una cosa fácil; papá ponía papel y soplaba, tenía los ojos rojos, lacrimosos. Pero la llama no se formaba, tan solo humo y cada vez más pestilente. No seas ridículo, Ernesto, dijo mamá, y se alejó para encender de nuevo el televisor. Entonces papá se enfadó, tomó el pez y lo arrojó lejos.
Merendamos unas cápsulas. Después papá se recostó para fumar un cigarrillo. Yo metí una moneda en la distribuidora automática, mastiqué un chicle y después, cuando ya no sabía a nada, metí otra moneda. Las distribuidoras estaban a mano, había una de ellas colocada junto a cada árbol.
Mientras tanto, mamá estaba un poco aburrida. Continuaba cambiando estaciones. Bastante gente se estaba preparando para el regreso. Entonces también nosotros plegamos la mesita, las sillas y el resto, lo
colocamos todo en su sitio en el coche, que pese a todo, como dice papá, es un hermoso coche, ya que él lo pule con cuidado y no lo fuerza como hacen algunos que se lanzan a toda velocidad sin darle ni un respiro al motor.
Necesitamos una hora y media para recorrer los dos kilómetros que nos separaban de la autopista. Yo estaba detrás, encajado en medio de los bultos, y sin que roe vieran papá dice que todo esto son porquerías he masticado tres chicles comprados a escondidas. Mamá tenía encendido el televisor sobre las rodillas.
A lo largo del recorrido he contado setenta y cinco choques y taponamientos. Hemos salido de la autopista cuando ya era oscuro; papá quería hacer la circunvalación, pero los accesos estaban todos atestados y así para ir a casa hemos tenido que pasar por el centro, toda la ciudad en primera y segunda.
Hemos llegado que eran casi las diez. Yo no tengo hambre, ha dicho mamá. En cambio papá y yo hemos comido corned-beef y una caja de Tiernísimos, los exquisitos guisantes naturales que contienen tantas vitaminas. Después papá ha querido controlar los resultados en la transmisión de las últimas noticias deportivas. Será para otra vez, ha dicho, y ha roto la quiniela. Mamá se ha quedado unos momentos a ver el match Gargiullo-Palmer, espectáculo ofrecido por la Vivarelli & Nicholson Company, pero después, como el boxeo no le gusta (mamá prefiere los programas-concurso y las telenovelas históricas) ha ido a arreglar el dormitorio, la cocina y el baño, de modo que los Anceschi no tengan de qué lamentarse. Mamá tiene esta manía. Nuestros coinquilinos, en cambio, siempre dejan la casa sucia, olvidan objetos por todas partes, una vez encontramos un mechón de cabellos en el lavabo y además pieles de manzana y cáscaras de queso bajo la mesa del comedor. Mamá no, está siempre muy atenta a volver a colocarlo todo en nuestro armario personal, no deja un alfiler, y lo hace a propósito, para darles una lección moral y hacerles comprender como deben vivir las personas civilizadas. Papá, en cambio, dice que si los Anceschi continúan de esta manera los denuncia y hace que los echen, porque el reglamento habla claro y le da la razón a papá.
Papá tiene razón también cuando dice que el gobierno debería pensar en resolver la crisis de los alojamientos y que si vamos avanzando de esta manera los dobles turnos ya no bastarán, tendremos que llegar a los triples y quizá hasta los cuádruples turnos, y terminaremos con que nos darán cupones no solamente para circular, no solamente para ir al cine o de paseo, sino también para hacer pipí y hasta para sonarse. Papá dice que es todo un asco, que somos demasiados, y que hay demasiada gente ambiciosa que quiere hacerlo todo a su comodidad. Y es por eso que nos toca vivir una semana sí y otra no. Aquí, sin embargo, creo que papá exagera. A mí la hipnosuspension no me produce ningún fastidio, y siete días pasan en un minuto y me despierto a la semana siguiente fresco y reposado.
Así, a medianoche, cuando han comenzado a distribuir la hipnocorriente, no he hecho remilgos, también porque comprendo que papá y mamá quieren estar un poco solos. He guardado todas mis cosas, me he puesto el pijama y en vez de subirme a la cama donde duermo habitualmente he abierto el armario mural donde se hallan colocados los orbículos de reposo, los nuestros y los tres de los Anceschi. He recitado mis plegarias y mamá me ha dado el beso largo de todos los fines de semana. Después me he colocado el hipnocapuchón y he apretado el botón. He quedado dormido de golpe.
El mejor de los mundos
Ion Hobana (Rumania)
Ion Hobana es el escritor rumano de ciencia ficción más conocido internacionalmente. Apasionado de Julio Verne, le ha dedicado multitud de artículos, un excelente libro traducido ya a varios idiomas, y una serie de programas de televisión en su país… sin contar la traducción de muchas de sus obras al rumano. En este relato, uno de sus más conocidos, Hobana se aparta bastante de las corrientes de la ciencia ficción al uso: por una vez (y es que Hobana, en el fondo, es un escritor optimista) la visión de nuestro planeta no es tan mala como suele pintarla el género.
Recostado sobre la mesa de operaciones, el astronauta aparecía todavía más masivo de lo que el profesor recordaba haber visto en las fotografías y películas de los periódicos y la televisión.
No tan solo más masivo, sino también más apuesto. La larga hipotermia le daba la dureza y aspecto noble del mármol; unas sombras violetas surcaban su rostro exangüe, con los párpados cerrados.
¿De qué color serían sus ojos? ¿Negros? ¿Grises?
El profesor se colocó sus lentillas y se acercó al cuerpo inanimado. Todas las dudas que lo habían envuelto hasta aquel momento, como en una tela de araña, desaparecieron de repente: aquel enfermo no era más que un caso entre tantos otros con los que se había encontrado a lo largo de su carrera médica. Un hombre clínicamente muerto. Un hombre al que iba a devolver la vida.
Su asistente pulsó un conmutador y la luz, lentamente, descendió. La mesa de operaciones, pivotando sobre su eje, tomó una posición casi vertical. Parecía que el astronauta no tendría más que hacer un gesto para liberarse de las ataduras magnéticas y ponerse en pie sobre el suelo transparente.
¡Contacto!
Un haz de chispas verdes comenzó a bailar sobre una pantalla, dibujando poco a poco los contornos del cerebro dañado. Los detalles se precisaron, muy agrandados. El profesor modificaba de tiempo en tiempo el ángulo de observación; su propio diagnóstico se unía al ya facilitado por el auscultador cibernético, que había hallado lesiones irreparables en los alrededores de los centros de la memoria.
Las células de reemplazo, irrigadas artificialmente en su cuba de vidrio, estaban dispuestas para el trasplante: reproducían exactamente las células vivas del cerebro del astronauta. Era la primera vez que se trataba de reconstruir completamente un tejido orgánico de una tal complejidad.
El profesor contempló especulativamente a su paciente. Los experimentos de este tipo sólo habían sido llevados a cabo, hasta el momento, en animales, y no siempre habían sido coronados por el éxito. Seguían siendo necesarios todavía muchos meses de investigaciones. Meses…
En la glauca penumbra, el astronauta había perdido su aspecto cadavérico; se habría dicho que estaba sumergido en un profundo sueño reparador. Pero, no obstante, su corazón ya no latía. Tan solo la hipotermia lo mantenía en las fronteras de una muerte clínica… que amenazaba convertirse en cualquier momento en muerte a secas.
La recuperación se hizo esperar más tiempo del previsto. El trasplante de células había tenido un éxito superior al que habían osado imaginar, el corazón latía con un ritmo normal. Y, sin embargo, el estado del paciente permanecía estacionario. Este, al recuperar fuerzas, había solicitado un magnetofón y útiles de escritura; pero pronto había perdido todo interés. Silencioso, inmóvil, permanecía todo el día acostado en su habitación, con las persianas bajadas. Comía poco y de mala gana, no aceptando ni medicinas ni nuevos tratamientos.
Al cabo de dos semanas, el profesor pasó a verlo entre dos consultas, a una hora desacostumbrada. Gordo y pesado, se dejó caer en un sillón cercano al lecho y, sin más preámbulos, declaró escuetamente:
¡Tengo muchos reproches que hacerte, muchacho!
Tiene usted todo el derecho a hacerlo murmuró el astronauta, sin siquiera volver la mirada vaga que mantenía clavada en el techo. Le debo la vida… gratitud eterna… etcétera, etcétera… Ya conozco ese estribillo.
El profesor se irguió.
No conseguirás hacerme enfadar.
El astronauta se apoyó sobre un codo y replicó brutalmente:
Me río de sus estados anímicos. No me interesan. Ni usted tampoco me interesa.
Esperaba la reacción del profesor. Como este guardaba silencio, se dejó caer de nuevo sobre la almohada.
¡Qué niñería! dijo al fin el profesor con una sonrisa que llenó de pequeñas arrugas las comisuras de sus labios. Luego, con un tono más calmado como si hablase de cosas intrascendente como el tiempo, dijo: En cambio, tú me interesas mucho a mí.
Ya lo sé, ya lo sé. ¿Acaso no soy el valeroso explorador espacial que tiene en su haber el descubrimiento de cinco planetas?
Sí, ciertamente. Pero también eres un ser humano, que ha perdido los deseos de vivir. Mi ayudante está convencido de que tu apatía solo se puede explicar por la existencia de alguna lesión, que aún no hemos descubierto, en tus células cerebrales. Yo, en cambio, tengo la opinión de que…
Tengo sueño. ¿Tendría la bondad de dejarme dormir? interrumpió el enfermo.
¡He tomado un mal camino!, pensó el profesor, modificando su táctica.
De acuerdo, no discutamos más. ¡Ya tengo bastante con lo que me hacen pasar los periodistas para que ahora tenga que escuchar tus reproches!
¿Ha expuesto sus hipótesis a esos plumíferos? ¿Qué es lo que han hecho: revelarlas con grandes titulares o insinuar lo peor entre líneas?
El profesor se sacó del bolsillo varios periódicos de la tarde y los dejó negligentemente sobre las sábanas.
¡Míralo tú mismo, si es que tienes ganas!
El astronauta se quedó mudo. El profesor se arrancó del sillón.
Todavía tengo otros pacientes que visitar. Te dejo. Volveré pronto. Muy pronto.
Los diarios, desdeñados, seguían en el mismo lugar. Pero… el penetrante ojo del profesor no dejó escapar el detalle de que varias de las hojas estaban arrugadas, como si hubiesen sido vueltas a plegar apresuradamente. En segunda página, se leía con grandes titulares: ¡ESTA PRÓXIMA LA RECUPERACIÓN DE NUESTRO ASTRONAUTA! Luego, con letra más pequeña: Según las declaraciones del médico-jefe, el explorador espacial ya no corre peligro. En un próximo futuro, el héroe del espacio podrá…
Ya es la hora de la lluvia vespertina. dijo el profesor. La lluvia me inspiró en otro tiempo mis primeros poemas, pero ahora solo me produce un reumatismo que mis muy estimados colegas no logran curarme. Pero no puedo quejarme de mi suerte, porque soy víctima de mi propia imprudencia. En efecto, una mañana, durante una excursión a Venus…
¿No tiene nada mejor que hacer, profesor, que tratar de distraerme contándome su vida? Su tiempo es precioso.
Pero tu curación es más preciosa todavía.
Comprendo dijo el astronauta con una risa amarga. ¡El creador no querría que su creación fracasase!
El profesor se sobresaltó, pero continuó contemplando con tranquilidad a través de la ventana, mirando como los aviones del Servicio Metereológico recogían las nubes para la lluvia del atardecer. Tras un instante de silencio, dijo, pareciendo cambiar completamente de tema:
Una época de nuestra historia se llamó la Edad Media…
Mi padre ironizó el piloto, poseía una maravillosa colección de conchas que había traído de Alfa Centauro.
El profesor ignoró la interrupción:
En aquella época, habían gentes que se afanaban en crear monstruos. ¡No, naturalmente que no se trataba de una verdadera teratología científica! Se contentaban con mutilar a niños a los que se enviaba luego a mendigar por las calles. O bien se los exhibía en las ferias como si fueran fenómenos, excitando la curiosidad de los ignorantes. Era un negocio muy lucrativo. Los que se dedicaban a él no se paraban en barras, torturando a la vez a su propia imaginación y a sus víctimas para lanzar sin cesar al mercado nuevas «maravillas».
Las nubes se extendían ahora por encima de la ciudad, como el domo irisado de una enorme medusa. Los aviones habían desaparecido. De repente se iluminó la antena del Centro Meteo, y los relámpagos surcaron zigzagueantes el cielo. Alcanzada en pleno corazón, la medusa se descompuso en millares de tentáculos de plata.
No quería ofenderle dijo el astronauta. ¡Pero es que me siento tan inútil ahora! Es un verdadero complejo, mi complejo…
¿Inútil?
Debe saber que nací a bordo de una astronave partida para explorar los planetas de la estrella doble de Barnard. Eran aún los tiempos heroicos de los viajes espaciales. Los aparatos, sometidos a las leyes de la aerodinámica, se posaban en los planetas mismos. Todavía no disponíamos de los bloques propulsores atómicos, y nuestra velocidad de crucero causa hoy risa. La ida y el regreso costaba casi veinte años. Veinte años interrumpidos tan solo por una breve escala en un mundo inhospitalario sin el menor parecido con la Tierra. Veinte años en estado de ingravidez…
«Sí, los tiempos heroicos… el peor enemigo de los nautas del espacio no residía en los meteoritos o las radiaciones cósmicas, sino en el tiempo. La tripulación comía, dormía, hacía guardias frente a los paneles de mando… Yo creo que es de aquella época de cuando debe datar la expresión matar el tiempo, aunque los filólogos pretendan que es muchísimo más antigua.
»La astronave poseía una filmoteca, unas salas vastas y confortables, un gimnasio. En este batíamos todas las marcas terrestres de salto o de lanzamiento. Pero yo prefería, sobre todo, la conversación.
»La gente dice que los veteranos del espacio son gigantes taciturnos, con el rostro y el corazón de piedra. ¡No hay nada más falso! Yo pasaba horas escuchándolos, mientras cada uno de ellos defendía con entusiasmo su estrella o su planeta. Al término de aquellas justas verbales, los campeones enfrentados presentaban sus pruebas testificales y me tomaban como arbitro: entonces, sentado frente a una pantalla tridimensional, me deleitaba en la contemplación de las imágenes, los sonidos, los colores y los aromas de aquellos mundos de una belleza incomparable; y no me perdía ni una sola palabra de los comentarios que los acompañaban: “Un bosque de cristal púrpura”… “La única forma de vida existente en 61 doble de Cisne”…
“Allí perdimos tres de nuestros camaradas”.. “Las plantas carnívoras se inclinaban hacia ella”… “Ese globo tiene una masa dieciséis veces la de Júpiter; nos costó muchas dificultades el posarnos en él”.
«También hablaban de la Tierra, con una nostalgia que no lograba comprender. ¿Qué puede ofrecerle la Tierra a quien atormenta la sed de lo desconocido?
»Ya sé lo que me va a decir: cuna de la Humanidad, madre patria, hogar de nuestra civilización… ¡De acuerdo! Pero, ¿cómo podría habituarme jamás a vivir entre unas personas que llaman Aventura, con A mayúscula, a una vulgar excursioncita a Urano?
»¿Se pregunta el por qué de estas confidencias?; ahora lo sabrá.
«Todos los miembros de nuestra expedición eran especialistas en las disciplinas más diversas. Ellos me enseñaron cosmografía, astrobotánica, biofísica y las reglas del vuelo a velocidades sublumínicas. Todos estos conocimientos son necesarios para quien quiere obtener el título de explorador galáctico. Yo seguía mis estudios y esperaba sin impaciencia mi primer encuentro con Sol III que no representaba para mí más que otra escala cualquiera.
»La repentina aparición de un enjambre de meteoritos, entre las órbitas de Saturno y Júpiter, nos obligó a realizar un tremendo gasto de carburante. Llegamos demasiado de prisa a las proximidades de la Tierra. Fue preciso frenar demasiado brutalmente nuestro descenso, y mi madre no sobrevivió a esta maniobra.
»Más tarde, entré en la Escuela Astro-naval, debatiéndome con la continua molestia del peso de mi cuerpo, nuevo para mí. Pasé todos los exámenes y realicé mi año de prácticas en una base de Beta Centauro.
»Mi padre obtuvo el mando de otra expedición. Lo acompañé, abandonando sin la más mínima pena Sol III.
»No, no me interrumpa. De lo contrario, quizá no tenga el valor de continuar…
«Hemos atravesado el cosmos durante lustros, explorando decenas de sistemas solares. Yo descubrí cinco planetas. El fenómeno de la interferencia del campo magnético lleva mi nombre. Tras largas investigaciones, puse a punto y patenté un compensador del efecto Doppler, aparato que hoy es de uso corriente a bordo de todas las astronaves. Consideraba otros proyectos, estudiando los medios más eficaces para terraformar ciertos planetas.
«Todos estos trabajos no son en la actualidad para mí sino títulos de libros desprovistos de todo significado. Ya no me acuerdo de nada, o de casi nada. Los paisajes de esos cinco planetas, el cálculo de la interferencia, el principio del compensador… ¡nada! ¡Ya nada! ¡Hasta las reglas elementales del vuelo espacial han huido de mi mente! Me he torturado el cerebro durante horas para tratar de encontrar en él algunos rudimentos de astronomía. ¡En vano! El vacío…
«Supongo que el accidente es el culpable de esto. ¡Ese maldito accidente! No cabe duda de que los centros de la memoria han sido afectados. Sería preciso que volviese a comenzar de nuevo, a partir de cero, ¡y eso es imposible! Comprenda profesor: no tengo ni el tiempo ni las ganas de hacerlo…
»¡Ah!, ya sé lo que me va a decir: aquí mismo, en la Tierra, tengo una multitud de oportunidades. En todas partes seré acogido con los brazos abiertos. Me ofrecerán, por ejemplo, vigilar los invernaderos de cultivos venusianos; una readaptación de tan solo seis meses bastaría para prepararme para ello. Y una readaptación de un año…
»No, profesor no me tientan tales perspectivas para el porvenir. Imagine sus propias reacciones si, de un día para otro, se olvidase de toda su profesión; le fuera imposible curar a un enfermo e imaginar nuevos tratamientos. Y eso que, usted al menos, no se encontraría en tan mal estado como yo: tendría una familia, un hogar, y sería un terrestre; mientras que yo…
»Esto es todo. Ya le he dicho lo que tenía que decirle. Ahora es su turno: estoy dispuesto a escuchar sus reproches.
El inmueble del Centro de Investigaciones Cósmicas brillaba con toda la luminosidad solar almacenada durante el día. Como una gran mariposa negra atraída por esa luz, el graviplano fue a posarse en la terraza más alta. El profesor descendió y se apresuró en dirección a la oficina del Director.
Le esperan. Haga el favor de entrar.
El profesor atravesó la antecámara, apreciando con una sonrisa interna el armonioso tono de contralto de la secretaria robot. El Director, pensó, debe ser un melómano.
Lo encontró en pleno trabajo. Al tiempo que seguía en una pantalla el aterrizaje de una astronave que llegaba de Marte, dictaba una respuesta al Consejo Solar y rebuscaba entre un montón de carpetas marcadas todas con las siglas luminiscentes de su Centro. Esta facultad de fijar su atención sobre varios sujetos a la vez recordaba los métodos de un general de otros tiempos, pensó el profesor. ¿Cómo se había llamado..?
Efectivamente le esperaban. El Director apagó la pantalla del televisor, apartó las carpetas e interrumpió el dictado. Después ordenó a la robot melodiosa que registrase todos los informes y anotase todas las llamadas. Por fin, se volvió hacia su visitante y le preguntó solícito:
¿Qué tal está el muchacho?
Escuchó con atención el informe del profesor, mientras su rostro se iba ensombreciendo.
¡Hemos de hacer algo por él! exclamó. El Centro, con todos sus medios, está a su disposición: tanto nosotros, como toda la Unión Solar, estamos en deuda con ese hombre. Él…
El profesor negó con la cabeza.
No puedo devolverle la memoria.
No obstante, debemos intentarlo todo.
Una hora más tarde, el Director llamaba a su secretaria y le rogaba convocar a uno de sus colaboradores.
Era joven, delicado y estaba tan intimidado por la celebridad de su interlocutor, que comenzó a tartamudear mientras le exponía su teoría. Y, ahora, esperaba la respuesta del astronauta mientras seguía con mirada inquieta sus incesantes paseos por la habitación. El piloto se hablaba a sí mismo, con pedazos de frases casi inaudibles:
Velocidad hiperlumínica… eso querría decir… increíble ampliación de las zonas a explorar… una puerta abierta al espacio… los sistemas de la Vía Láctea más lejanos… quizá hasta las metagalaxias…
Se detuvo bruscamente frente al joven.
Si la práctica confirma sus teorías, su nombre quedará inscrito en los anales de la astronáutica. Le agradezco haber pensado en mí. Pero, por desgracia, mi estado de salud no me permite….
El profesor ha dicho… comenzó a decir el joven enrojeciendo.
¡El profesor no se lo ha dicho todo! le cortó el piloto, y luego, tras una corta pausa: ¿A menos que..?
Tomó el silencio del otro por una aquiescencia.
Bien, entonces ya sabe porque no puedo aceptar. Le hace falta un colaborador, no un peso muerto. Yo no sería capaz ni de interpretar correctamente las cifras de los cuadrantes de los aparatos.
Comencé a trabajar en este proyecto tras haber leído su tesis sobre la interferencia del campo magnético. Es con usted, y no con otro, con quien quiero partir. Todos los ensayos son concluyentes. ¡Estamos en las vísperas de una gran aventura! Además, el profesor espera que…
Se detuvo. Los ojos del astronauta chispearon.
¿Sí?
Que al franquear el muro de la luz tendrá una especie de choque que tal vez le pueda despertar la memoria.
Una extraordinaria aurora boreal rutilaba sobre la pantalla semicircular. Azul, verde, rojo… los colores vibraban, palidecían, se entremezclaban sutilmente, estallaban en cascadas de chispas, en haces de rayos. Fascinado, el astronauta observaba el brillante espectáculo del que nunca había sido testigo a bordo de las naves sublumínicas.
Nos acercamos a Lalanda 21183 anunció el joven sabio, inclinado sobre una carta de navegación. El planeta gravita a 0,132 unidades astronómicas de su sol. Masa relativa: 0,06. Período de revolución sobre su eje: 14 años.
El astronauta casi no le escuchaba, perdido en la contemplación de la aurora boreal cósmica.
El resultado de los análisis se demostró satisfactorio: la atmósfera no contenía ningún elemento nocivo. Los cosmonautas cambiaron sus escafandras por una combinación de melenita ignífuga, ligera y, sin embargo, más resistente que el acero.
Una vegetación lujuriosa cubría esa zona del planeta: altas hierbas, lianas, plantas trepadoras de largas raíces aéreas, árboles cuyas copas se expandían en un domo desmesurado.
El astronauta y el joven científico se abrieron con dificultad camino hacia el río que habían entrevisto antes de posarse. Un calor anonadador aplastaba el lugar. A su alrededor, todo vibraba con una vida oculta: las hojas y los matorrales zumbaban disimuladamente.
¡El río!.. Una larga cinta gris que se deslizaba hacia un océano desconocido.
El astronauta, curioso, se acercó a la ribera. Un paso. Luego otro. Su compañero apenas si tuvo el tiempo de retenerlo: enmascarada por las hierbas, la orilla caía a pico. El agua plomiza lucía con pequeños destellos.
¿Piensa que este río pueda ser peligroso?
¿Debo citarle el párrafo 37 del código de exploración galáctico?: Todo líquido que no haya sido analizado según los métodos reglamentarios será considerado como nocivo. Mire…
Había tomado una rama seca y la había lanzado a la corriente. Casi no había tocado el trozo de madera la superficie del agua cuando una boca dentada, surgida de las profundidades, la atrapaba al vuelo y la engullía.
El astronauta se estremeció al pensar en todos los monstruos que se debían hallar al acecho bajo las aguas traidoramente en calma del gran río. Y, al mismo tiempo, su corazón se henchía de reconocimiento hacia el compañero, el amigo, que le había salvado. Era un sentimiento nuevo y exaltante para él, habituado hasta entonces a dejar el cuidado de su seguridad a la vigilancia de los robots electrónicos; a bordo de su astronave natal, prácticamente, siempre había estado solo.
Cediendo al calor de su emoción, se giró con viveza hacia el joven para darle las gracias, para apretarle las manos… para darle un abrazo. Pero se encontró con su mirada, preocupada, escrutadora… y el astronauta, roto el primer impulso, ya no osó decir nada.
Por otra parte, un pensamiento subconsciente no dejaba de atormentarle: el temor de no ser más que un caso, susceptible tan solo de inspirar una curiosidad despreciativa o, lo que aún era peor, la piedad.
Controló cuidadosamente su voz para decir, con una fingida indiferencia:
En efecto, este no parece el lugar más ideal para disputar un campeonato de natación.
La astronave hendía el espejo tranquilo del océano que cubría todo el planeta.
Sistema de Ross 614 había anunciado el joven sabio, algunas horas antes. Un mundo totalmente acuático, cuya revolución se cumple en quince años.
Ross 614 repitió el astronauta, y su frente se arrugó, mientras trataba en vano de hallar algún eco perdido entre las ruinas de sus recuerdos.
Hace treinta años, usted cruzó por estos parajes. Su libro de a bordo lleva la siguiente mención: «Las astronaves de exploración deberían estar estudiadas para poder navegar en cualquier elemento. ¡Es una lástima abandonar este planeta sin conocer nada de los misterios que, tal vez, se ocultan bajo sus aguas!
El amnésico dio una mirada asombrada a su compañero: ¿no resultaba casi increíble que unas palabras escritas por él mismo hacía tiempo pudieran vivir todavía en la memoria de aquel joven que conocía desde hacía tan poco tiempo?
Unas sombras extrañas pasaron por la pantalla. Las hubiera contemplado más detenidamente, pero la aguja del batímetro enloqueció de repente; la astronave frenó y se detuvo.
¿Un obstáculo?
Sin responder, el joven sabio acopló la gran pantalla semicircular a un periscopio. El ex-piloto retuvo una exclamación. Atrapada en el cono luminoso de los proyectores, emergía de las tinieblas una fantástica ciudad submarina, con sus edificios enormes, sus domos y sus torres multiformes.
¿Una civilización acuática?
No. La tercera expedición del Centro ha descubierto aquí ricos yacimientos de uranio.
Los proyectores mostraban ahora el hormigueo atareado de las palas mecánicas y de las barrenas, las cintas de los conductores que llevaban al precioso mineral a unos inmensos abrigos de paredes transparentes.
Por primera vez en su vida, el astronauta se sintió orgulloso de ser uno de aquellos terrestres, que a conciencia podían afirmar: ¡Ved nuestra obra, la obra de nuestra raza! Sintió el brusco deseo de unirse a aquellos mineros desconocidos y de trabajar codo a codo con ellos para arrancarle al océano aquellos bloques de uranio, fuente de energía de las astronaves y las fábricas de Sol III.
Alfa de Orión, también llamado Betelgeuse. Una estrella de un volumen aproximadamente quinientas veces superior al de nuestro sol.
El joven científico se calló y apartó la vista, pero continuaba sintiendo encima la mirada insistente del astronauta, mientras ambos franqueaban, en búsqueda de cualquier traza de vida, bien poco probable en aquel desierto, las dunas de arena de violáceas sombras.
Masa relativa: 0,1. Fuerte gravedad .volvió a decir el joven. Atmósfera de metano y amoníaco. Mortal para nosotros.
Continuaron su camino, curvados bajo el peso de las escafandras. El sol no había desaparecido aún tras el horizonte; se elevaban tres lunas malvas.
Descansemos un poco dijo el expiloto.
Llegaron a un grupo de árboles, coronados de penachos de hojarasca alargada, y se detuvieron bajo su sombra, apoyados en sus troncos escamosos.
El crepúsculo… murmuró el astronauta. Y su voz, deformada por el micro del casco, temblaba un poco.
Una cascada de luz, amatista y zafiro, salpicó el cielo con su esplendor real, desde el cénit hasta el horizonte ya ahogado por las sombras.
El joven sabio suspiró.
Debemos volver a bordo. La temperatura caerá bruscamente una vez se haya puesto el sol.
No hubo respuesta. Se volvió hacia su compañero. Aquél, de pie, inmóvil, perdido en sus pensamientos, se había quitado el casco. Su rostro parecía rejuvenecido. Se dejaba arrastrar por la amarga y mayestática poesía de aquel planeta al fin descubierto, tras una larga vida de vagabundeo cósmico.
Con algo de embarazo, y bastante de alegría y alivio, el joven se sacó el casco a su vez, respirando el olor de las palmeras, el aire seco y puro del Sahara.
¿Lo había comprendido ya en nuestra primera «escala» en las orillas del Amazonas?, pensó, ¿o fue luego, en el fondo del Atlántico?
El sol acababa de ocultarse. La Luna y los dos satélites artificiales brillaban con una luz más viva. En la repentina noche, aparecieron las constelaciones.
El astronauta las contempló por un instante, y luego se giró, para mirar tan solo a la acogedora Tierra: su patria reencontrada.