Sufismo y Taoismo
REFLEXIÓN COMPARATIVA
Preliminares metodológicos
Como ya se ha dicho en la introducción a la primera parte de esta obra en el vol. I, inicié este estudio inspirado por la convicción de que lo que el profesor Henry Corbin llama un dialogue dans la métahistoire es algo urgentemente necesario en la actual situación mundial, ya que en ningún otro momento de la historia de la humanidad se ha puesto de manifiesto con más intensidad que en nuestros días la necesidad de un entendimiento mutuo entre las naciones del mundo. El entendimiento mutuo es realizable o, por lo menos, concebible, en varios planos distintos. El plano filosófico es uno de los más importantes y, a diferencia de otros de interés humano más o menos vinculados a las situaciones corrientes y condiciones actuales del mundo, proporciona o prepara un lugar adecuado en que el entendimiento mutuo en cuestión pueda realizarse bajo forma de diálogo metahistórico. Éste, llevado de un modo metódico, se cristalizará en una philosophia perennis en toda la extensión de la palabra, ya que el impulso de la mente humana es, sean cuales sean las edades, los lugares y las naciones, fundamentalmente el mismo.
Reconozco que esta obra dista mucho de aproximarse siquiera a ese ideal, pero, por lo menos, ése fue el motivo de que emprendiera este estudio. En la primera parte, he tratado de poner al descubierto la estructura filosófica fundamental de la cosmovisión de Ibn Arabí, uno de los filósofos místicos más eminentes. El trabajo analítico se ha hecho evitando hasta cierto punto las consideraciones comparativas. He intentado aislar y analizar con el mayor rigor posible los principales conceptos que constituyen la base de la cosmovisión filosófica de Ibn ‘Arabí para formar un estudio completamente independiente.
La segunda parte, que trata de Laozi y Zhuangzi, es ligeramente distinta. Por supuesto, es un estudio igualmente independiente de la filosofía taoísta, y bien podría ser leído como tal. Pero difiere de la primera parte en un punto: al aislar los conceptos clave y presentarlos de un modo sistemático, he ido iniciando el trabajo preparatorio de coordinación y comparación. Con ello no me refiero simplemente al hecho de que, en el transcurso de la segunda parte de la obra, haya mencionado de vez en cuando algún aspecto del pensamiento de Ibn Arabí, sino a algo más fundamental o de carácter más metodológico.
Acabo de hablar del trabajo preparatorio de coordinación y comparación. Concretamente, me refiero al hecho de que dispuse y presenté el tema de modo que el análisis mismo de los conceptos clave del taoísmo pusiera de manifiesto la base filosófica común en que el diálogo metahistórico podría hacerse posible. Con ello no quiero decir que hay modificado el material con vistas a facilitar la comparación ni, menos aún, que haya distorsionado los hechos o impuesto algo a Laozi y Zhuangzi con ese propósito. Se trata más bien de que el análisis objetivo de los términos clave taoístas me ha conducido de modo natural a descubrir una idea central que pueda funcionar como punto de enlace entre ambos sistemas de pensamiento. La única arbitrariedad que me he permitido, si se puede considerar como arbitrariedad, consiste en haber dado un nombre filosófico a la idea central. El nombre en cuestión es existencia. Una vez establecido éste, he podido calificar el espíritu de la cosmovisión filosófica de Laozi y Zhuangzi de existencialista, en oposición a esencialista, la tendencia de la escuela confuciana.
Creo haber puesto de manifiesto en el transcurso de la segunda parte que, al abordar la filosofía de Laozi y Zhuangzi desde el punto de vista de la existencia, no les he impuesto nada ajeno a su pensamiento. Lo que sucede es que los sabios taoístas no proponen un nombre concreto para esta idea en particular, mientras que Ibn Arabí utiliza la palabra wuyud, que es, desde las perspectivas histórica y estructural, la expresión árabe exacta correspondiente a la misma idea. Bien es verdad que Laozi y Zhuangzi utilizan la palabra you, que significa ser o existencia, contraria a wu (no-ser o inexistencia). Pero, como hemos visto, en su sistema, you desempeña un papel muy especial y distinto del de la existencia en cuestión. You indica un aspecto o fase particular de la actividad creativa de lo Absoluto, la fase en que lo absolutamente innominable se convierte en lo nominado y empieza a diversificarse en infinidad de cosas.
A este respecto, mucho mejor que you es la palabra dao, la Vía, que es el equivalente taoísta exacto del haqq islámico (la Verdad o Realidad). Pero dao, para empezar, es una palabra que posee una estructura connotativa extremadamente compleja. cubre un campo semántico extenso, que va desde el Misterio de Misterios hasta el ser-tal-de-por-sí de los existentes. Su significado presenta, por así decirlo, diversos matices y numerosas asociaciones. Ciertamente, cubre en gran parte el significado de existencia. Pero, si se utiliza como equivalente de existencia, añadirá inevitablemente gran cantidad de elementos a ese significado básico. Por ejemplo, el uso de la palabra taoísmo en lugar de existencialismo en aquellos contextos en que deseemos mostrar el contraste radical entre la postura fundamental del taoísmo y el esencialismo (que, por cierto, es la equivalencia escogida para el concepto confuciano de los nombres, ming) haría más oscura y confusa la situación. Para indicar el aspecto particular del dao en que éste se concibe como actus purus, resulta absolutamente necesario utilizar una palabra menos pintoresca que dao. Y existencia es la palabra adecuada para este propósito.
Estas consideraciones parecen conducirnos a una importante cuestión metodológica respecto a la posibilidad de diálogos metahistóricos. Se trata de la necesidad de un sistema lingüístico común. Es natural, ya que el concepto mismo de diálogo presupone la existencia de un lenguaje común entre dos interlocutores.
Cuando nos proponemos establecer un diálogo filosófico entre dos pensadores pertenecientes a una misma cultura y a un mismo contexto histórico, por ejemplo, Platón y Aristóteles, o Tomás de Aquino y Duns Escoto, Kant y Hegel, etc., la cuestión de la necesidad de una lengua común, naturalmente, no se plantea. El problema se hace sentir cuando escogemos, en una tradición cultural, dos pensadores separados por ciertos factores, por ejemplo, Aristóteles y Kant. Cada uno de ellos discurría en un lenguaje diferente al del otro. En este sentido, no hay lenguaje común entre ambos. Pero, en un sentido más amplio, podemos decir que existe un lenguaje común entre ambos debido al fuerte vínculo de la tradición filosófica común que los une indisolublemente. De hecho, es difícilmente imaginable que un término clave de primordial importancia en griego no encuentre su equivalente en alemán.
La distancia lingüística se hace más patente cuando tratamos de establecer un diálogo entre dos pensadores pertenecientes a tradiciones culturales distintas, por ejemplo Avicena y Tomás de Aquino. Pero incluso aquí se justifica que reconozcamos la existencia de un lenguaje filosófico común debido al hecho de que, al fin y al cabo, representan dos variedades de la filosofía escolástica que se remontan a la misma fuente griega. El concepto de existencia, por ejemplo, en la forma lingüística de wuyud en árabe y en la existentia en latín, aparece con la misma connotación básica tanto en la tradición escolástica oriental como en la occidental. Así pues, el problema del lenguaje común no se plantea de un modo demasiado agudo.
El problema cobra verdadera acuidad cuando no hay relación histórica en ningún sentido entre ambos pensadores. Precisamente, es lo que ocurre con Ibn Arabí y Laozi o Zhuangzi. En tal caso, si hay un concepto central activo en ambos sistemas con su equivalente lingüístico en tan sólo uno de los dos, debemos concretar el concepto en el sistema en que se encuentre en estado de fluidez no lingüística o amorfia y estabilizarlo con un nombre determinado. El nombre puede ser tomado de otro sistema si el término utilizado es verdaderamente apropiado. O se puede escoger otra palabra para este propósito. En nuestro caso, Ibn Arabí ofrece la palabra wuyud que, en su forma traducida, existencia, se adecua precisamente a nuestro propósito porque expresa el concepto de la manera más sencilla posible, o sea sin teñirlo con connotaciones especiales. La palabra mantiene su sencillez connotativa debido al hecho de que Ibn Arabí utiliza preferentemente otros términos, como tayallí, fayd, rahma, nafas, etc., para describir el mismo concepto con connotaciones especiales.
Quedará claro que no estemos haciendo injusticia a la realidad de la cosmovisión de los sabios taoístas al aplicar la palabra existencia a la idea central de su pensamiento si nos tomamos la molestia de reexaminar la descripción que hace Zhuangzi del Viento cósmico y la correspondiente interpretación analítica en el capítulo VI.
En cualquier caso, al establecer la existencia como concepto central de ambos sistemas, tenemos una base filosófica común donde establecer un diálogo metahistórico entre Ibn Arabí, por una parte, y Laozi y Zhuangzi por otra. Con esto en mente, revisemos los puntos principales de ambos sistemas que ya hemos analizado en detalle en las páginas anteriores.
Me gustaría señalar ante todo que la estructura filosófica de ambos sistemas como conjunto está dominada por el concepto de la Unidad de la Existencia. La expresión correspondiente en árabe es wahdat al-wuyud, literalmente la unicidad de la existencia. Para expresar el mismo concepto básico, Zhuangzi utiliza palabras como tian ni, Nivelación celestial, y tian jun, Igualación celestial.
Las palabras nivelación e igualación sugieren claramente que no se trata de una simple unidad, sino de una unidad formada por muchas cosas distintas. La idea, en pocas palabras, es ésta: hay, efectivamente, diversas cosas, pero se igualan unas con otras, se nivelan hasta alcanzar el estado de unidad, perdiendo así sus distinciones ontológicas en el seno del Caos metafísico original. Dicho de otro modo, la unidad en cuestión es una unidad de multiplicidad. Lo mismo sucede con la wahda de Ibn Arabí.
En ambos sistemas, el mundo del Ser está representado como una especie de tensión ontológica entre la Unidad y la Multiplicidad. En la cosmovisión de Ibn Arabí, haqq, la Verdad o la Realidad, representa la Unidad, mientras que, en la del taoísmo, la representa dao, la Vía. La multiplicidad, para Ibn Arabí, es mumkinat, o los seres posibles, y, para Laozi y Zhuangzi, wan wu, o las diez mil cosas.
tayalli
haqq………………… mumkinat
sheng
dao…………………….wan wu
Lo que relaciona ambos términos de la tensión ontológica es la Unidad. Y así es porque todas las cosas que constituyen la Multiplicidad son, al fin y al cabo, diferentes formas fenoménicas que adopta lo Absoluto (la Verdad y la Vía, respectivamente). El proceso fenoménico mediante el cual el Uno original se diversifica en Muchos es, para Ibn Arabí, tayalli o automanifestación del Uno, y, para Laozi y Zhuangzi, sheng o producción. Zhuangzi elabora esta idea hasta convertirla en Transmutación, wu hua, literalmente transformación de las cosas.
Tal es la estructura general que comparten las cosmovisiones de Ibn Arabí y los sabios taoístas. Está fundada enteramente en el concepto básico de existencia. En las siguientes páginas examinaremos, en función de esta estructura y de este concepto básico, los puntos principales que caracterizan ambos sistemas filosóficos.
La transformación interna del Hombre
La cosmovisión filosófica de la Unidad de la Multiplicidad, ya sea en la forma de Unidad de la Existencia o en la de Igualación celestial es insólita, por no decir más. Es extraordinaria porque es producto de una extraordinaria visión de la Existencia experimentada por un hombre extraordinario. Lo más característico de este tipo de filosofía es que el acto filosófico parte de una intuición inmediata de la Existencia en su profundidad metafísica, como lo Absoluto en su absolutidad.
La Existencia, que siempre y en todas partes ha sido el tema central para innumerables filósofos, puede ser abordada y captada en diferentes niveles. La actitud aristotélica representa, a este respecto, la postura exactamente opuesta a la de los filósofos taoístas y sufíes. Para Aristóteles, la Existencia significa, ante todo, la existencia de cosas individuales en el plano concreto de la realidad fenoménica. Su filosofía parte de la experiencia corriente de la Existencia, compartida por todos los hombres en el nivel del sentido común. Sin embargo, para un Ibn Arabí o un Zhuangzi, estas cosas experimentadas por una mente corriente en el plano físico no son más que un sueño o son de naturaleza onírica. Desde su punto de vista, las cosas captadas en este nivel, si bien son, en el fondo, formas fenoménicas de lo Absoluto y, como tales, son la Existencia, no revelan la profundidad metafísica real de ésta. Y una ontología fundada en dicha experiencia no alcanza más que la superficie de las cosas y no su estructura ni la base misma de su Existencia. Un filósofo de este tipo permanece en el plano del ser mundanal (nasha dunyawiyya), por usar la teminología de Ibn Arabí. Carece de la vista espiritual (ayn al-basirah) o, como dice Zhuangzi, del brillo de ilumina (ming), absolutamente necesarios para penetrar más profundamente en el misterio de la Existencia. Si quiere conseguir esa vista, el hombre debe experimentar un renacer espiritual y transferirse del ser mundanal al ser ultramundano (nasha ujrawiyya).
Dado que el primero es el modo natural de ser de la mayoría de los hombres, los del ser ultramundano parecen necesariamente anormales. Las cosmovisiones taoísta y sufí representan, en este sentido, un concepto de la Existencia propio de los hombres anormales.
Resulta significativo el hecho de que tanto Ibn Arabí como Zhuangzi describan el proceso mediante el cual se produce esta transformación espiritual en un hombre de un modo que, en ambos casos, revela exactamente la misma estructura básica. Ibn Arabí habla de autoaniquilación (fana), y Zhuangzi de sentarse en el olvido (zuo wang). Las palabras mismas, aniquilación y olvido, indican claramente una misma idea, la misma que se encuentra latente en la purificación de la Mente o lo que Zhuangzi llama ayuno espiritual.
En cuanto a lo que sucede en el proceso de purificación, ya hemos dado detalles en las partes primera y segunda y no tendría sentido repetirlo aquí. Tanto en el taoísmo como en el sufismo, la purificación consiste, en pocas palabras, en que el hombre se desprenda de todos los deseos y cese la actividad de la Razón. Dicho de otro modo, se trata de la anulación completa del ego como sujeto empírico de las actividades de la Razón y de los deseos. La anulación del ego empírico desemboca en la aparición de un nuevo Ego, el Ego cósmico, que, en el taoísmo, se considera unificado por completo con lo Absoluto en su actividad creativa y, en el caso de Ibn Arabí, está unificado con lo Absoluto hasta el límite de lo posible.
Quizá lo más interesante de este tema, desde la perspectiva comparativa, sea la cuestión de las fases de la purificación, ya que tanto Ibn Arabí como Zhuangzi distinguen tres etapas básicas en este proceso. Ambos sistemas difieren en detalles, pero coinciden en lo principal.
Empezaremos por recapitular la tesis de Zhuangzi. Según él, la primera fase consiste en sacar el mundo de la Mente, es decir, olvidar la existencia del mundo objetivo. Dado que el mundo objetivo se encuentra, por naturaleza, relativamente lejos de la Mente, resulta relativamente fácil al hombre borrarlo de su consciencia a través de la contemplación.
La segunda fase consiste en sacar las cosas de la Mente, o sea borrar de la consciencia las cosas familiares que rodean al hombre en su vida cotidiana. en esta etapa, el mundo externo desaparece por completo de la consciencia.
La tercera fase consiste en olvidar la Vida, es decir la vida de uno o su existencia personal. El ego queda de este modo destruido, y el mundo, tanto exterior como interior, desaparece de la consciencia. Anulado el ego, el ojo interno del hombre se abre, y el brillo de la iluminación atraviesa súbitamente la oscuridad de la noche espiritual. Esto marca el nacimiento de un nuevo Ego en el hombre, que se encuentra entonces en el Eterno Ahora, fuera de los límites del espacio y del tiempo. También se encuentra más allá de la Vida y la Muerte, lo que equivale a decir que está unificado con todas las cosas, y todas las cosas son una en su ausencia de consciencia. En dicho estado espiritual, una Serenidad o Calma reina sobre todo. Y, en esta serenidad cósmica, lejos de la agitación y de la confusión que reinan en el mundo sensible, el hombre disfruta unificándose e identificándose con el proceso de la Transmutación universal de las diez mil cosas.
Ibn Arabí, que, como acabo de indicar, también divide el proceso en tres fases, ofrece una versión marcadamente islámica de la purificación espiritual. La primera es la aniquilación de los atributos. En ella, el hombre anula todos sus atributos humanos y adopta en su lugar los Atributos divinos.
La segunda fase consiste en que el hombre anula su propia esencia y toma consciencia de su unidad con la Esencia divina. En este punto se completa el fenómeno de la autoaniquilación en el sentido estricto de la palabra. Esta fase corresponde a la primera mitad de la tercera fase de Zhuangzi, en que el hombre abandona su ego.
En la tercera fase, según Ibn Arabí, el hombre recupera el yo que acaba de aniquilar, aunque no en las mismas condiciones anteriores, sino en el seno de la Esencia divina. Se trata, a todas luces, de otra manera de decir que, al haber abandonado su antiguo ego, obtiene un nuevo Ego. Habiendo perdido su vida, encuentra otra Vida en la unificación con la Realidad divina. En la terminología técnica del sufismo, este proceso se conoce como la autosubsistencia (baqa).
La tercera fase corresponde a la última parte de la tercera etapa según la división que hace Zhuangzi del proceso. El hombre ve ahora todas las cosas fenoménicas mezclándose unas con otras y fundiéndose en el ilimitado océano de la Vida divina. Esta consciencia o, para ser más exactos, supraconsciencia, se encuentra en la más extrema proximidad posible respecto a la Consciencia divina en la fase previa a su división en infinidad de determinaciones y formas particulares. De modo natural, se sume en un profundo silencio, y una extraordinaria Tranquilidad reina sobre su Mente concentrada.
Cabe mencionar otro importante punto en relación con el tema de la purificación de la Mente. Se refiere a la dirección centrípeta de la purificación. El proceso de autoaniquilación o autopurificación debe dirigirse hacia el núcleo más profundo de la existencia humana, lo cual va claramente en contra de los movimientos corrientes de la Mente. La actividad de ésta se caracteriza normalmente por su tendencia centrífuga. La Mente tiene una fuerte tendencia natural a salir al mundo exterior en busca de objetos externos. Para purificarse, esta tendencia natural debe tomar la dirección opuesta. La purificación sólo puede ser realizada por un hombre introverso. Ibn Arabí lo expresa a través de la célebre Tradición: Quien se conoce a sí mismo conoce a su Señor, a la que corresponde, en la filosofía taoísta, la frase de Laozi: Quien conoce a los demás (o sea los objetos externos) es un hombre perspicaz, pero quien se conoce a sí mismo es un hombre iluminado. En referencia a la misma situación, Laozi habla también de cerrar todas las aperturas y puertas, o sea obstruir todas las salidas posibles de la actividad centrífuga de la mente. El objetivo es que el hombre profundice en su mente hasta alcanzar su propio núcleo existencial.
La razón por la cual este punto reviste especial importancia es que esta tesis puede parecer, a primera vista, contradictoria respecto a la idea más fundamental de la Unidad de la Existencia, ya que, tanto en el pensamiento de Ibn Arabí como en el de los sabios taoístas, todas las cosas del mundo sin excepción, incluidos ellos mismos, son formas fenoménicas de lo Absoluto. Y, como tales, no puede haber diferencia básica entre ellas. Todos los existentes manifiestan por igual, cada uno a su manera, lo Absoluto. Entonces, ¿por qué las cosas externas han de ser consideradas perjudiciales para la actualización subjetiva de la Unidad de la Existencia?
No es difícil conocer la respuesta. Si bien las cosas externas son formas de lo Absoluto, y lo sabemos intelectualmente, no podemos penetrar en ellas ni experimentar desde su interior la Vida de lo Absoluto que en ellas palpita. Lo único que podemos hacer es contemplarlas desde fuera. Sólo en nuestro propio caso puede cada uno de nosotros intuir en sí mismo lo Absoluto como algo que funciona constantemente en su interior. Éste es el único modo de que disponemos para participar subjetivamente en el Misterio de la Existencia.