Brujas, 16 de abril
Todavía a cierta distancia, los dos hombres intercambiaron señales de manos que ningún transeúnte podía advertir, pero que establecieron su identidad mutua. Luego se reunieron en una mesa vacía del café al aire libre del Hotel Le Panier d'Or, se sentaron y pidieron jarras de cerveza.
—Es todo un honor, para los que conocemos su reputación —dijo el hombre más joven—, que haya venido a visitar nuestra humilde y rústica Brujas, monsieur...
—Barrabás, para esta ocasión.
—Monsieur Barrabás, el honor es todavía mayor para mí, que he sido elegido para...
—No hay tiempo para intercambiar ramos de flores. Ese es el campanario de la plaza, ¿no es cierto? ¿Y la procesión pasa dos veces por aquí?
—Oui. Al principio cruza la plaza de derecha a izquierda. Al final, unas dos horas más tarde, lo hace de izquierda a derecha.
—El arzobispo con su litera es el centro de atención. Y tras su silla va... —El hombre consultó una libreta de bolsillo— va una hermandad de ancianos conocida con el nombre de Honorables Ballesteros de San Jorge. ¿Llevan ballestas en realidad?
—Oui.
—¿Ballestas de verdad? ¿Disparan, quiero decir?
—Oui. Disparan una flecha corta y de punta cuadrada.
—¿Son expertos con las armas esos viejos bastardos?
—Oui. Tremendamente expertos. Siempre están participando en concursos, competiciones y demostraciones públicas de su habilidad. Un dardo de ballesta es tan exacto como una bala de rifle hasta un alcance de sesenta metros. —El joven aclaró su garganta—. Pardon, monsieur Barrabás, pero no se me informó de que éste fuera un trabajo a sueldo.
—¡No lo es! —respondió con irritación el otro—. Limítese a responder mis preguntas, sin hacer conjeturas, o prepárese para una carrera de por vida como alcahuete ayudante en el Reeperbahn de Hamburgo.
—Oui, m'sieu. —El joven empezó a sudar.
—Bien. Ahora necesito tener acceso a la litera del arzobispo o algún medio de construir un duplicado exacto. ¿Qué responde?
—Puede ver la silla auténtica, monsieur Barrabás, justo allí, en el almacén del campanario. Al asistente le emocionará que un turista se tome tanto interés.
Mientras el momificado y desdentado asistente mascullaba explicaciones en flamenco acerca de la historia, abolengo, dimensiones y riqueza de la silla, los dos hombres la estudiaron. Era como un trono, cubierto con rico brocado oro y blanco y unido a dos palos lo bastante largos para que los asieran cuatro hombres a cada lado. La construcción era notablemente sólida y sus piezas estaban unidas mediante anticuadas espigas de madera en lugar de clavos o tornillos. El hombre que se hacía llamar Barrabás pasó la mano por el brocado, levantando una pequeña nube de polvo acumulado desde hacía un año.
—No tema, mynheer —dijo el anciano asistente (el hombre joven iba traduciendo)—. Todos los años, unos días antes de la procesión, se encarga a un artesano que examine la litera con todo detalle. Efectuar cualquier refuerzo que sea preciso, limpiar el tapizado, zurcir lo que haga falta...
—¿Pero qué es esto? —preguntó Barrabás, inclinándose sobre el acolchado asiento de la silla. Encima de ella había un cinto con hebilla, adornado con brocado en la superficie externa, la que se veía, pero con una lisa tira de cuero en la interna.
—Un cinturón de seguridad —repuso el hombre joven—. Como el de un avión.
—Qué precaución tan notable —dijo el otro para sí mismo.
—Ah, bien —intervino el asistente al tiempo que se encogía de hombros y alzaba ambas palmas de sus manos—. Hasta los caballeros más jóvenes que llevan la litera, mynheer, no son tan jóvenes. Y buena parte de nuestras calles están pavimentadas con adoquines. Hacia el final de la procesión, cuando los portadores se cansan, puede suceder que uno de ellos se tambalee... o que incluso se desmaye y caiga. El arzobispo no debe salir despedido, aunque la silla oscile. Puede sufrir una sacudida momentánea, pero no soltará la Santa Sangre.
—Excelente —dijo Barrabás. Salió del campanario junto al ayudante asignado, y los dos hombres se abrieron paso entre el tráfico de la Grand' Place—. Hará falta sobornar a cuatro hombres y hacerlo con gran esplendidez. El hombre que cuida de esa silla antes de la procesión. Dos de los caballeros que la llevan. Y uno de los ballesteros que marchan detrás de ella. ¿Puede hacerse?
—Todo el mundo puede ser sobornado para hacer cualquier cosa —respondió el ayudante, como citando la Sagrada Escritura. Y se aventuró a añadir—: No estaría mal darles algún pretexto que justifique esos espléndidos sobornos.
—Explíqueles que somos americanos ricos haciendo una travesura.
—¿Una travesura?
—De un americano puede creerse cualquier cosa. Y ustedes tienen payasos en sus procesiones, muy a menudo, hein? Me enteré en el tren, leyendo un folleto sobre los festivales belgas.
—Cierto, pero en procesiones festivas, no en las de días santos. Sin duda leyó usted acerca del bromista más famoso de todos los tiempos, Tijl Uilenspiegel, y su... ¿cómo le llaman ustedes? ¿Socio? Su socio Lamme Goedzak. Numerosas personas creen que el malicioso Tijl es una simple fábula, pero en realidad existió. Incluso está enterrado aquí, en Flandes, en...
—¿Todavía se le representa en los desfiles? ¿A él y a su socio?
—Oui, y todavía hacen bromas. Como arrojar cáscaras de huevo llenas de tintas indelebles. Los participantes y espectadores de esos festivales visten los peores andrajos que tienen. Pero...
—¿Hay trajes especiales de Tijl Uilenspiegel y Lamme Goedzak?
—Oui. Son parecidos a la ropa de los antiguos bufones de la corte. Hay infinidad de fotografías. Será muy fácil hacer imitaciones.
—No nos arriesgaremos a que las modistillas de aquí pregunten el porqué. Me los harán en París.
—Pero... Perdone mi insistencia, monsieur Barrabás. Los bromistas estarán totalmente fuera de lugar. Se trata de una solemne procesión religiosa.
—En ese caso no intervendremos cuando cruce la plaza por primera vez. Pero tras dos horas de caminata, los participantes acogerán de buena gana un poco de diversión. Actuaremos al finalizar la procesión, cuando ésta vuelva a pasar frente al campanario. Yo seré Tijil Uilenspiegel y usted será Lamme Goedzak.
París, 17 de abril
—Disfraces, oui, puedo comprenderlo—dijo el sacerdote hablando por teléfono—. Pero ¿cáscaras de huevo...?
Roma, 18 de abril
—Cáscaras de huevo en camino —dijo el hombre de ropas rojas, con curiosidad, mientras decodificaba el telegrama de su sobrino—. Llenas de... ¿tintas de colores?
Brujas, 7 de mayo
La gran campana del Triunfo del campanario retumbó de modo portentoso y las trompetas resonaron con estruendo en la torrecilla más elevada del edificio.
Un cura de abultados carrillos, situado en el balcón del segundo piso de la Capilla de la Santa Sangre, alzó el relicario y entonó una plegaria «por la paz y unidad de la Iglesia, por Su Santidad el Papa, por el clero de la Santa Iglesia Católica y Romana, por los hombres de todas las condiciones, por nuestro gracioso soberano, el rey Balduino, por los catecúmenos, por los enfermos y afligidos, por herejes y cismáticos, por judíos y paganos...» Luego entregó el relicario a las rugosas manos del arzobispo, ayudó a éste a pasarse la cadena en torno al cuello... y así se inició la edición número ochocientos veintinueve de la procesión de la Santa Sangre.
El inicio fue plácido. La mayoría de los participantes aguardaron en el lugar que les correspondía mientras los contingentes de cabeza se separaban lentamente y salían de la fachada de la capilla, bordeando la esquina de la calle que conducía a la Grand' Place. Los trompeteros hicieron sonar sus instrumentos y los tambores redoblaron con sumo vigor. La brisa de mayo provocó ondulaciones y restallidos de las banderas. Los miembros de los coros cantaron con tal dulzura que sus voces apenas se oyeron entre el estridente sonido de las gaitas.
La plaza había sido despejada por completo, tanto del tráfico en movimiento como de las inmóviles falanges de automóviles aparcados. Los fotógrafos y operadores de televisión, procedentes de todos los medios de difusión de Bélgica (y otros países), se movieron, saltaron y se acuclillaron en torno a la procesión, tomando las obligadas fotos con el campanario como fondo escénico. Y después todos se precipitaron hacia sus coches y unidades móviles, situados en calles laterales, para tratar de entregar sus artículos y comentarios antes del límite de tiempo fijado... dejando así de lado el inesperado «aspecto de interés humano» que se manifestó a continuación.
Los fotógrafos aficionados y los turistas actuaron de un modo muy distinto. Aguardaron, apretujados en sus puestos, para disparar sus cámaras de nuevo cuando la procesión volvio a la plaza dos horas más tarde, moviéndose con bastante más lentitud y tocando una música mucho menos exuberante. Cuando la litera del arzobispo se movió majestuosamente de arriba abajo frente a la escalera de entrada al campanario, hubo una sacudida entre la multitud que se encontraba en el lado opuesto de la plaza. Una de las gaitas de la procesión emitió un sonido más extraño de lo normal en tanto que la cabeza del gaitero hizo un movimiento brusco y adquirió de repente un color azul brillante.
Dos hombres, una difusa masa de electrizantes y caprichosos colores verdes y rojos, saltaron por encima de la barrera de caballetes que delimitaba la ruta de la procesión. Sus manos describieron frenéticos movimientos al coger las granadas de cáscara de huevo que llevaban colgadas al hombro en un saco y lanzarlas en todas direcciones. Hubo consternación entre los miembros de la procesión que, para esta ocasión, no iban vestidos con ropas inservibles, sino con trajes que imitaban modas antiguas y habían costado mucho dinero y sacrificio, o con vestimentas cuidadosamente guardadas y remendadas una otra vez, quizá durante siglos. Los participantes rompieron filas, los espectadores empezaron a arremolinarse en el lugar y la Grand' Place se llenó de chillidos, gritos y maldiciones irreligiosas. Muchos de los presentes no vieron lo que sucedió a continuación.
De los ocho caballeros hospitalarios que llevaban la litera del arzobispo, los dos que estaban detrás y a ambos lados de la silla extendieron el brazo y soltaron las espigas de madera, especialmente retalladas, de las varas que sostenían el asiento. Dependiendo sólo de las dos espigas delanteras, el trono cayó hacia atrás. Las piernas del anciano volaron por el aire, igual que su mitra. Cualquier hombre forzado de repente a dar una voltereta hacia atrás extenderá sus manos en busca de apoyo adicional, aunque se trate de un arzobispo que, además, está asegurado por un cinturón. El arzobispo había estado sosteniendo en alto la Santa Sangre. Cuando la soltó para aferrarse a los brazos de su sillón, el relicario pareció quedar suspendido en el aire por un momento antes de que cayera. La cadena se desprendió del cuello y cabeza del religioso.
El cilindro y su cadena fueron a parar a los adoquines que estaban justo debajo de los hinchados ojos del arzobispo, colocado cabeza abajo como estaba, con un tintineo que quizá sólo oyera él. Según declaró posteriormente, el arzobispo juró haber oído un segundo sonido de metal rebotando en la piedra, más fuerte que el primero y acompañado de un centelleo, mientras el sagrado objeto desaparecía repentinamente de su vista y se deslizaba entre los pies de la multitud.
—Pero los habitantes de Brujas son buenos y devotos —manifestó a los periodistas que se apresuraron a regresar al centro de la ciudad—. En cualquier otra parte, un vándalo podría haber cogido con toda facilidad la Santa Sangre y quedársela como, Dios nos guarde, un recuerdo. Pero cuando los caballeros, con abundantes excusas, me ayudaron a bajar con mucho cuidado y enderezaron mi silla, un honrado ciudadano se acercó a mí, sosteniendo con todo respeto la Santa Reliquia y devolviéndomela intacta. Y ahora... —Su voz temblorosa adoptó un tono severo— ...sólo me queda aguardar la noticia de que esos dos sacrilegos camorristas han sido detenidos. La policía de Brujas me asegura que la detención se efectuará de un momento a otro.
Vuelo Alitalia 401, Roma-Munich, 10 de mayo
—Esto ha costado ya el rescate de un rey —refunfuñó el hombre que vestía un traje normal de color gris oscuro, en lugar de su habitual atavío púrpura. Dio una palmada al maletín que descansaba en su regazo—. Y ahora... ahora hemos de comprometernos a un enorme gasto adicional.
—¿Y si El Mayor está en lo cierto? —preguntó el hombre del asiento contiguo, vestido en esta ocasión con un traje normal de color verdeazulado—. ¿Y si todo esto ha sido instigado de un modo divino? Conocido el desenlace, ¿no pensaría que esto vale la pena? —apretó con más fuerza su bolsa de viaje cuando el avión entró en un bache de aire.
—Ni puedo ni quiero criticar la decisión del Mayor —dijo su acompañante—. Pero considérelo de esta forma: existen más de treinta Clavos Santos que todavía se conservan como reliquias. Si todos ellos fueran auténticos, Nuestro Señor crucificado se habría parecido a uno de esos cuadros de San Sebastián que describen al santo como un puerco espín. Otro ejemplo: piense en la Santa Cruz. En iglesias y relicarios de todo el mundo hay ahora suficientes fragmentos de la cruz auténtica para construir otra arca de Noé.
—Tenemos nuestras órdenes —expuso el hombre que acostumbraba vestir de rojo—. Y nuestra fe.
Munich, Alemania Occidental, 11 de mayo
El despacho del doctor en el Mandlstrasse estaba amueblado de una forma austera, quizá deliberadamente, para exhibir mejor la vista de su ventana panorámica al inmenso parque del Englischer Garten. En el escritorio del doctor sólo había una pluma, un cuaderno y un cuadrado de vidrio cilindrado, incomprensible, pequeño y curiosamente pintarrajeado con tinta negra brillante.
—Es ist hier —dijo el hombre del traje verdeazulado. Abrió su bolsa de viaje, sacó la vasija de cristal con tapas de oro (de las que se había quitado la cadena) y la puso en el escritorio.
—Ohne Zweifel —repuso fríamente el doctor.
Ojeó la mancha que había dentro del vidrio. La conversación prosiguió en alemán.
—Confiamos en que será una... eh... una muestra suficiente para que usted trabaje con ella —dijo el hombre de traje gris oscuro, al tiempo que señalaba la reliquia.
—Ja, en un solo corpúsculo hay multitud de células. Una sola gota de sangre puede permitir hacer bastantes experimentos como para ocupar el resto de mi vida. Ahora... herr Schmidt, herr Braun —expuso, acompañando sus palabras con leves inclinaciones de cabeza—, nuestra correspondencia ha sido abundante, pero vamos a asegurarnos de que las dos partes nos entendemos perfectamente. Afirman ustedes que su... eh... amigo murió prematuramente, antes de que terminara un importante trabajo en que estaba comprometido. Desean que ese trabajo prosiga. Por mi parte, no puedo prometer nada. La tecnología involucrada se halla todavía en fase embriónica. Puedo intentarlo y dedicar a ello todo mi tiempo y energías, pero no puedo empezar a estimar el costo.
Herr Braun, el hombre del traje gris oscuro, abrió su maletín. Sacó de uno en uno varios fajos de billetes, sujetos con tiras de papel, y fue apilándolos en el escritorio.
—Aquí tiene un millón de marcos alemanes para empezar —dijo.
—Un buen anticipo —admitió el doctor—. Pero sólo eso, un anticipo. Por otra parte, es prácticamente lo que cuesta un microscopio de exploración electrónica. No pueden imaginarse el material y personal que necesitaré para este trabajo.
Herr Braun añadió otra pila de fajos de dinero.
—Dos millones de marcos alemanes —anunció—. Pensamos que era una imprudencia viajar con más dinero en metálico. Pero si quiere más, sólo tiene que pedirlo. Atenderemos todas sus peticiones. Los fondos que están a su disposición son, y serán, ilimitados.
—¿Ilimitados? —El doctor, hasta entonces imperturbablemente frío, pareció impresionarse—. ¿Puedo confiar en ello?
—Absolutamente. Comprendemos que usted no puede garantizar el éxito, pero tenemos fe... Es decir, nuestros superiores confian en sus credenciales y no escatimarán los medios requeridos. Su capital es ilimitado.
—¿Puedo preguntar, mein Herrén, si representan a una de las grandes compañías multinacionales? ¿O tal vez a una familia real?
—Podríamos contestar que sí a cualquier pregunta, herr Doktor —replicó herr Schmidt, tras soltar una risita—, y sus conjeturas seguirían estando muy alejadas de la verdad. La única condición especificada es que se observe un total anonimato y secreto.
—¿Puedo saber el nombre del fallecido, como mínimo?
—No es apropiado —contestó herr Schmidt, negando también con la cabeza.
—Perfecto. N/A. —El doctor tomó una nota—. Pero hay ciertos detalles en el historial del caso que realmente debería conocer. Sé que el individuo era varón. ¿Cuál era su edad al fallecer?
—Creemos que treinta y tres años. Con un posible error de dos años en más o en menos.
—Bastante exacto. ¿Y la fecha de la defunción?
—N/A —contestó herr Braun.
—Ach, vamos. Comprendo la necesidad del anonimato, pero...
—No murió recientemente —dijo herr Braun—, y eso nos preocupa. O me preocupa a mí, en cualquier caso. —Miró de reojo a Schmidt—. Por esa mancha de sangre, herr Doktor, puede deducir que no hemos venido aquí directamente desde el lecho mortuorio de nuestro amigo. Puesto que murió hace algún tiempo, ¿no deberían haber muerto también todas esas células?
—Morir es una palabra propia de un profano y muy imprecisa... —empezó a decir el doctor en tono didáctico.
—Una excelente forma de exponerlo —murmuró Schmidt. Extendió las manos, con los dedos separados, y sonrió benignamente. El doctor le miró con curiosidad y prosiguió su explicación.
—No es preciso que cite las numerosas ocasiones en que la vida humana ha sido prolongada por medio de prótesis después de que uno o varios órganos vitales hayan muerto, utilizando su expresión. Sin embargo, por lo que respecta al caso que nos ocupa, debo decir, simplemente, que las células de esta mancha de sangre no necesitan guardar todavía calor y movilidad. Considérenlas como tarjetas de programación de una computadora. No importa su antigüedad o grado de desecación. Cada una de ellas sigue conteniendo «bits» de información genética. Todas y cada una, implantadas en un óvulo vivo y fértil, provocarán en ese óvulo un proceso de mitosis, división celular o, en pocas palabras, crecimiento. Y dicho crecimiento será programado por los «bits» de información de las células implantadas. Todo, desde el color de los ojos al coeficiente de inteligencia. Hablo, como es lógico, de un experimento que logre un éxito ideal. Hasta la fecha, estos éxitos sólo han sido obtenidos en los órdenes animales inferiores, aún no en el hombre.
—Usted mencionó que ya había obtenido algunos progresos limitados —dijo herr Braun—. De otro modo no estaríamos aquí.
—Les mostraré el resultado de un experimento —anunció el doctor.
Apretó un botón situado bajo su escritorio. Una enfermera entró en el despacho, conduciendo ante ella a un muchacho. El niño se acercó tímidamente al escritorio y los tres hombres.
—Sólo para demostrar que no se trata de un Doppelganger (1) —dijo el doctor. Deslizó el extraño bloque de vidrio y su libreta hacia el muchacho y ordenó bruscamente—: El pulgar, Hansel.
(1) Sosia.
El niño alzó su mano derecha, lenta y deliberadamente, apretó su pulgar en la tinta del vidrio y luego en la página abierta de la libreta. El doctor hizo lo mismo y a continuación acercó la libreta a sus clientes. Los herrén Schmidt y Braun se inclinaron sobre las dos huellas dactilares y ajustaron sus lentes trifocales. Desde luego, una huella era más grande que la otra, pero no hacía falta ser un experto, ni siquiera disponer de una lupa, para comprobar que las curvas y espirales de ambas huellas eran idénticas.
—Sorprendente —musitó Braun. Contempló atentamente el rostro del niño, luego el del doctor y añadió—: Misterioso. El parecido.
—Ja —intervino el doctor—. Partí de una sola célula tomada de la membrana mucosa del interior de mi labio.
—Y sin embargo... —empezó a decir Schmidt—. Y sin embargo... hay algo en su aspecto que es sutilmente incorrecto.
—Sí, por desgracia —admitió el doctor. Ordenó a la enfermera que llevara a Hans a su habitación. Cuando los dos salieron continuó diciendo—: Habrán notado el sesgo de los ojos, las orejas, extrañamente pequeñas, y otras distorsiones menores, aunque notables, en su réplica de mis rasgos físicos. Los médicos lo denominan síndrome de Down, y vulgarmente se conoce con el nombre de mongolismo. El chico es un idiota mongoloide. Ahora tiene seis años, pero su mente es la de un niño de tres. Cuando su inteligencia alcance el nivel de los seis años, Hans tendrá cerca de diecinueve... si es que no ha muerto. Los mongólicos rara vez llegan a los veinte años.
Los visitantes quedaron silenciosos, bastante impresionados por el pronóstico clínicamente insensible del doctor.
—Mis colegas científicos opinan que mis logros hasta la fecha son trascendentales —prosiguió el doctor—. Para ustedes resultan inservibles e insuficientes. Su amigo dejó inacabado su trabajo al morir a los treinta y tres años de edad. Ustedes querrán que él viva hasta superar un poco, al menos, esa edad. Y un idiota, tenga los años que tenga, apenas les será de utilidad. —Extendió las manos—. Es obvio que aún debemos recorrer un largo camino para perfeccionar la programación, por así decirlo. ¿Hace falta que aclare, mein Herren, que ninguno de ustedes dos vivirá para ver la culminación, sea cual fuere?
—Eso carece de importancia —murmuró Schmidt—. Nuestros superiores presenciarán el resultado. Y los términos del contrato sobrevivirán a nuestra muerte. Usted es libre para experimentar a su gusto, tendrá todo el dinero que precise y no se le impondrá límite de tiempo.
—Sehr gut. Y ustedes serán tenidos al corriente de todo progreso, por mínimo que sea, a través de esa dirección de conveniencia. —El doctor cogió la reliquia y examinó con indiferencia el complejo grabado áureo—. Como ya les he informado, el experimento se inicia, literalmente, en una probeta. Cuando se logra la mitosis, si es que se logra, se procede al transplante a la matriz de la madre-huésped. Por cuestiones de seguridad prefiero una multípara, es decir, una mujer que ha dado a luz a un niño como mínimo. —Sus ojos grises centellearon con frialdad—. A menos que sus superiores insistan en que utilice una mujer virgen cuando llegue ese momento afortunado.
Vuelo Lufthansa 312, Munich-Roma, 12 de mayo
—Sigo estando intranquilo —admitió herr Braun a herr Schmidt—. Esas páginas redescubiertas del Códex Sinaíticus afirman que José de Arimatea embotelló y conservó realmente una gota de la sangre de Jesús. Eso es seguro. Pero yo sugiero que José no tenía a mano una bonita vasija de cristal y que no derrochó oro para adornarla. Y ese recipiente estuvo en Jerusalén más de un milenio antes de que fuera entregado al cruzado de Brujas. Luego, durante sus ocho siglos en Brujas, ha estado en peligro muy a menudo. Oculta en las paredes de rústicas casas de campo durante dos guerras mundiales. ¿Quién sabe cuántas veces ha estado así con anterioridad? En el transcurso de casi dos mil años han existido innumerables oportunidades para que fuera robada, para que se perdiera o rompiera... y fuera sustituida por otra vasija. O también, la Santa Sangre original pudo haberse evaporado, o perder el color hasta quedar reducida a nada, hace mucho tiempo, y haber sido remplazada por una gota distinta. ¡Dios mío! ¡Suponga que el doctor está trabajando con la sangre de alguna nulidad de Jerusalén, un criminal ejecutado, una bruja medieval! ¡Suponga que sea sangre de un animal! ¡Suponga que sea algo así como jugo de remolacha!
—Suponga que no lo sea —replicó herr Schmidt, escueta y serenamente.
LOS EXTRAORDINARIOS VIAJES DE AMELIE BERTRAND
Joanna Russ
Hommage á Jules Verne
En el verano de 192... se produjo el hecho más extraordinario de mi vida.
Estaba efectuando un viaje de negocios y me hallaba en la campiña francesa, no lejos de Lyon, esperando mi tren en un pequeño andén ferroviario situado en las afueras de una población que llamaré Beaulieu-sur-le-Pont. (Este no es su nombre real.) El tiempo era frío, pese a que ya estábamos en junio, y en el andén sólo había otra persona: una rolliza mujer de al menos cuarenta años, que no era hermosa pero iba vestida muy respetablemente, el genuino tipo de nuestra bonne bourgeoise provinciana; estaba sentada en el banco dispuesto para comodidad de los viajeros y no paraba de hacer punto en cierta prenda de vestir indeterminada.
La estación de Beaulieu, como tantos de nuestros apeaderos ferroviarios en pequeñas poblaciones, consta de un edificio central de ladrillos rojizos a través del cual se extiende un pasaje, también de ladrillos rojizos, que divide la estructura de la estación en dos partes. En una se hallan el despacho de billetes y la sala de espera, y en otra una pequeña cafetería. De modo que si uno ha estado esperando en el lado equivocado de la estación (porque hay vías a ambos lados del edificio), tiene que atravesarla para subir a su tren, por lo normal en el último segundo.
Eso fue lo que me ocurrió a mí. Oí que se aproximaba mi tren, saqué el reloj y descubrí que el suave tiempo primaveral me había hecho entregarme a un ensueño no sólo prolongado, sino en un lugar distante de la vía correspondiente. El tren doscientos cincuenta y uno para Lyon estaba a punto de entrar en Beaulieu, pero yo estaba mal situado para subir a él. Si no me daba prisa, iba a perderlo.
Bendiciendo a los fundadores de Beaulieu-sur-le-Pont por su previsión al dividir así la estación, caminé rápidamente, aunque no demasiado, hacia el pasillo. No tenía la más mínima duda de que iba a alcanzar mi tren. Incluso tuve tiempo de meditar sobre el puente que se menciona en el nombre del pueblo y recordar que, por lo que yo sabía, había sido destruido en la época de Caractacus. Después avancé entre los edificios. Noté que mis pisadas producían ecos en los muros del pasaje, un fenómeno observable al entrar en cualquier espacio confiando. A mi izquierda y derecha había paredes de ladrillo rojo. El ambiente era fresco, vigorizante, el tiempo soleado y claro, y delante se encontraba el andén de madera, las matas bien podadas y los geranios plantados en macetas al otro lado de la estación de Beaulieu.
Nada podía haber sido más vulgar.
Luego vi de reojo que la dama del andén, la que había visto haciendo punto, estaba entrando en el pasaje detrás de mí, a una distancia apropiada. Al parecer íbamos a ser compañeros de viaje. Me volví y alcé mi sombrero hacia ella, con la intención de proseguir. No podía ver el tren de Lyon, pero juzgando por el sentido del oído deduje que estaba tomando la curva exterior de la estación. Volví a ponerme el sombrero, llegué al centro del pasaje...
¿Va a creerme? Es probable. Usted es inglés y las nieblas y la literatura de su infortunado clima le predisponen a los prodigios. Sus inviernos le obligan a leer mucho. Sus autores reflejan para usted en sus obras la romántica imaginación de un refuge del frío y la humedad al que todo puede sucederle..., ¡aunque ese tiempo sólo lo haga al otro lado de sus ventanas! Yo soy un producto de otro suelo, soy lógico, positivo, francés. Igual que mi famoso compatriota, exclamo: «¿Dónde está ese portento? ¡Que lo muestre!» Ni yo mismo creo en lo que me sucedió. Creo tanto en ello como en que Phineas Fogg circunnavegara el globo en la década de 1870 y viva actualmente en Londres con la dama que rescató de una pira funeraria en Benarés.
Sin embargo, intentaré describir lo sucedido.
La primera sensación fue una dilación del tiempo. Me pareció haber estado en el pasillo de Beaulieu un rato muy largo. El mismo pasadizo me dio la impresión de convertirse de repente en una distancia doble, o incluso triple. Luego mi cuerpo se hizo pesado, como en un sueño. También experimenté una pérdida de equilibrio, como si el pasaje se inclinara hacia su extremo más alejado y un aumento de gravedad tirara de mí en esa dirección. Un fenómeno aún más inquietante fue la peculiar nebulosidad que repentinamente oscureció la parte delantera del pasaje, como si Beaulieu-sur-le-Pont, lejos de gozar de la cálida temperatura de un excelente día de junio, se estuviera fundiendo en el calor. ¡Sí, calor! Un ardor como el de un horno, y no obstante húmedo, desconocido para nuestro clima, que es moderado hasta en pleno verano. Mi ropa veraniega quedó empapada en sudor en sólo unos instantes y me pregunté horrorizado si me atrevería a romper las habituales reglas de urbanidad y aflojarme el cuello. El estruendo del tren de Lyon, lejos de desaparecer, me rodeó por todos lados como si una docena de trenes estuvieran convergiendo en Beaulieu-sur-le-Pont o como si soplara un viento tenaz (que me empujaba hacia adelante). Traté de atisbar en la nebulosidad que había frente a mí, pero no pude ver nada. Di un paso más y los remolinos de niebla se apartaron a un lado. Detrás de ellos parecía haber una explosión de verdor. (En realidad, distinguí perfectamente las ramas de una palmera iluminada por un sol intenso.) Y a continuación, en medio de ese panorama, apareció una serpiente grisácea, larga, gruesa y sinuosa que culebreó de un lado a otro hasta acabar fijándose en el tronco de la palmera y ofreciendo a la vista un flanco gris tan grande como la abertura del pasaje, cuatro inmensas columnas del mismo color y dos largos colmillos de marfil.
Era un elefante.
El bramido del animal me hizo recuperar mis sentidos. Hasta entonces me había comportado como en un sueño sorprendente. Me giré y traté de volver sobre mis pasos... encontrándome con que a duras penas podía subir por el empinado pasaje y enfrentarme al viento furioso que me golpeaba. Percibí el ambiente de Beaulieu, tranquilo, fresco y tan familiar para mí, como algo pequeño y precioso que se presentaba en la forma de una fotografía o una escena observada a través de unos gemelos de teatro, pero no por su lado amplificador, sino por las lentes del objetivo, de modo que me era imposible llegar hasta allí. Fue entonces cuando un brazo vigoroso asió el mío y regresé al andén del que me había aventurado a salir hacía muchísimo tiempo. (¡Así me lo pareció!) Mientras estaba sentado en el banco de madera, la buena burguesa de atuendo oscuro y decente me preguntó cómo me encontraba.
—¡Pero esa palmera...! —grité—. ¡El clima tropical, el elefante!
—No se inquiete, monsieur —dijo ella con toda la tranquilidad del mundo—. Se trataba de Uganda, simplemente eso.
Debo decir, por cierto, que madame Bertrand, pese a no encontrarse en su primera juventud, es una mujer cuyos ojos negros fulguran con un encanto extraordinario. Hay que estar ciego para no advertir este detalle. Su preocupación es sincera, su porte séduisante, y bastaron menos de cinco minutos de conversación para que ella abandonara las barreras de la reserva y me explicara no sólo la naturaleza de la experiencia que yo había vivido, sino también (en el café de la estación de Beau-lieu, tomando un helado de limón) su personal y extraordinaria historia.
—Poco antes de acabar la gran guerra —dijo madame Bértrand—, inicié un hábito que he mantenido hasta hoy: siempre que mi esposo, Aloysius Bértrand, se ausenta de Beau-lieu-sur-le-Pont por cuestiones de negocios, cosa que ocurre muy a menudo, visito a mi cuñada de Lyon, saliendo de Beaulieu a mitad de semana y regresando al día siguiente. Al principio mis visitas carecieron de novedad. Luego, un desgraciado día, hace únicamente dos años, me encontré en el lado equivocado de la estación tras haber comprado mi billete y corriendo por ese corredor abovedado o pasillo en que usted, monsieur, acaba de aventurarse. Los efectos fueron idénticos, pero los atribuí a una cierta debilidad por mi parte y seguí mi camino esperando una hora de viaje hasta Lyon, la compañía de mi cuñada, el cine, el restaurante y el habitual viaje de vuelta al día siguiente.
«Imagine mi sorpresa... no, mi estupefacción, cuando en lugar de encontrarme en un tosco andén de madera me vi rodeada de inmensas rocas y aguas plomizas, ¡y en lugar que me resultaba absolutamente desconocido! Hice averiguaciones y descubrí, para mi ilimitado asombro, que me hallaba en la última estación ferroviaria, o terminal, de Tierra del Fuego, el extremo más meridional del continente sudamericano, y que me había comprometido a navegar como sobrecargo en un barco ballenero contratado para surcar las aguas de la Antártida durante los dos años siguientes. El sol estaba bajo, las nubes se amontonaban en el cielo y detrás de mí (siguiendo la curva de la bahía repleta de rosas) había un bosque de abatidos pinos, cuyos troncos retorcidos expresaban la violencia del clima.
»¿Qué podía hacer? Mi vestimenta era victoriana, la nave estaba a punto de partir y la noche de seis meses se nos echaba encima. No se esperaba otro tren hasta la primavera.
«Para abreviar esta larga historia, me embarqué.
»Sería de esperar que una dama, expuesta a una situación así, sufriera más los detalles desagradables y molestos. Así fue. Pero también existe un sombrío encanto en aquellas apartadas latitudes meridionales, algo que sólo conoce el que ha viajado hasta allí: las estrellas brillando en los témpanos, el sol a baja altura, los pingüinos, los icebergs, las ballenas... Y además los marineros, hijos de lo agreste, jóvenes, ardientes y sinceros. En especial uno de ellos, un verdadero Apolo de frente amplia y bigotes dorados. Para ser franca, no me mantuve apartada. Nos conocimos, una cosa condujo a otra y, enfin, aprendí a amar el olor del aceite de ballena. Dos años después, apeándome del tren que había tomado para ir a Nome, Alaska, con la intención de adquirir mi trousseau (porque tras haber hecho indagaciones telegráficas sobre Beaulieu-sur-le-Pont, descubrí que no existía ningún monsieur Bertrand y me consideré viuda), me encontré, no con mi ropa victoriana en la bulliciosa y frígida Nome, esa capital comercial del norte con sus proscritos, perros y esquimales vestidos con pieles que transportan otras pieles en sus trineos, sino vestida con mi vieja y familiar ropa de visita (la que llevaba puesta cuando había salido de Beaulieu hacía tanto tiempo) y en el andén de Lyon, con mi cuñada esperándome. Y no sólo eso. En los dos años largos que había estado fuera, no había transcurrido más tiempo en el que debo llamar mundo auténtico que la hora de viaje del tren desde Beaulieu hasta Lyon. Había esperado que Garance se me echara al cuello con gritos de sorpresa por mi ausencia y la extrañeza de mis ropas. En lugar de eso, Garance me preguntó por mi salud y, sin aguardar respuesta, empezó a describir de la forma más vulgar y con todo detalle la carne de ternera que había comprado aquella tarde para la cena.
»Al principio estaba tan confusa y desconsolada que pensé que, de alguna forma, había confundido el tren de Nome y que si volvía inmediatamente de Lyon a Beaulieu podría regresar a Alaska. Estuve a punto de interrumpir mi visita a Lyon fingiendo encontrarme mal. Pero pronto comprendí lo absurdo que era suponer que una vía férrea podía atravesar miles de kilómetros de océano. Además, mi cuñada estaba muy recelosa (durante la visita, sin que pudiera evitarlo, se me escapó algún suspiro y la expresión "Mon cher Jack!") Me dominé y únicamente di rienda suelta a mis sentimientos en el viaje de vuelta a Beaulieu... que, lejos de terminar en Nome, Alaska, acabó en la estación de Beaulieu y a la hora exacta prevista por el horario ferroviario.
»Llegué a la conclusión de que mis vacaciones de dos años habían sido tan sólo lo que los expertos de la ciencia psicológica denominarían un sueño anormalmente completo y detallado. Creo que los antiguos chinos eran famosos por sus vividos sueños. Se dice que uno de sus poetas experimentó toda una vida de amor, miedo y aventura mientras se lavaba los pies. Este era mi caso. Allí estaba yo, ni un día ni una hora más vieja, y nadie sabía lo sucedido en la Antártida. Sólo yo.
»Era una explicación razonable, pero adolecía de un defecto grave que la invalidaba por completo.
»Era falsa.
»Desde entonces, monsieur, he realizado mis peculiares viajes, mis vacaciones, mes vacances, como yo las llamo, no una sino docenas de veces. Mi alfombra mágica es la estación de Beaulieu o, para ser más precisa, el pasillo que hay entre el despacho de billetes y el café, a las tres menos diez en punto de la tarde. Si atravieso el pasadizo a cualquier otra hora, salgo simplemente al otro lado de la estación, pero si lo hago en el momento preciso llego a cualquier lugar apartado y exótico del globo. Quizá Ceilán, con sus muchedumbres de abigarrado aspecto, su aroma de incienso, sus pagodas y jinrikishas. O los desiertos de Al-Iqah, con las multitudes de bedawi, de sueltos ropajes blancos y armados con rifles, muchos de ellos dando vueltas unos en torno a otros a lomos de caballos. O puedo encontrarme en las apacibles islas de Tahiti, con amables y morenos nativos ofreciéndome cuencos de poi y guirnaldas de flores cuya belleza no tiene igual en cualquier otro lugar de la parte tropical del globo. Tampoco mis vacaciones se limitan por entero a las regiones terrestres. El mes de febrero pasado atravesé el pasillo y me encontré en las arenas de una playa primitiva bajo un cielo gris y tormentoso. Pude oír, muy lejos, los rugidos de los saurios. Por encima de mí estaban las hojas gigantescas, de color púrpura y bordes mellados, de alguna planta palmácea, una especie que resultó ser totalmente desconocida para la ciencia botánica.
»No, monsieur, no se trataba de Ceilán. Era Venus. Es cierto que yo prefiero un clima menos nuboso, pero, con todo, no era como para lamentarse. Estar sumida en la oscuridad de la noche venusiana, tumbada en las sedosas arenas volcánicas, bajo las brillantes hojas del laradh, mientras inhalas el millón de perfumes de las flores nocturnas y escuchas la música del karakh... De verdad, no se echa de menos el azul del cielo. Aunque hace tan sólo algunas semanas estuve en un lugar que también me complació. Imagínese un cielo inmenso, de color azul blanquecino, un desierto con enormes montañas en el horizonte y los buscadores de agua, enjutos y tenaces, con sus varas de zahori, botas de tacón alto y grandes sombreros que protegen caras ya curtidas y arrugadas por el sol intenso.
»No, no era Marte, sino Texas. Son gente maravillosa esos pioneros americanos. Los hombres son apuestos y lacónicos, las mujeres recias y eficientes. Y luego, un día, tomé el tren de Lyon sólo para encontrarme en un andén que parecía una pecera hecha de vidrio coloreado y rodeada de montañas fantásticamente sutiles que se alzaban hacia un cielo negro donde las estrellas brillaban como mármol sólido, sin centellear apenas. Yo llevaba un casco de vidrio y ropas que se asemejaban a las de un buzo. No tenía idea alguna respecto a dónde me encontraba. Hasta que me moví y, para mi tremenda sorpresa, en lugar de moverme normalmente, ¡brinqué en el aire!
»Me hallaba en la Luna.
»Sí, monsieur, la Luna, aunque a cierta distancia en el futuro. El año dos mil ochenta y nueve, para ser precisa. En esa fecha, los seres humanos habían fundado una colonia en la Luna. Mi carruaje entró rápidamente en uno de los cráteres y aterrizó en la ciudad principal, un palacio de hadas con torres puntiagudas y cúpulas de vidrio, ya que usan como material de construcción un cristal fabricado a partir de la grava silícea nativa. Allí, en la Luna, fue donde adquirí todas las teorías que ahora poseo en relación a mis peculiares experiencias con el pasillo de Beaulieu-sur-le-Pont. Conocí al matemático más eminente del siglo XXI, una dama elegantísima, y expuse mi problema. Debe usted comprender que en la Luna les négres, les juifs, incluso les femmes, pueden ocupar posiciones elevadas y tener gran influencia. Es una república auténtica. Esta dama me presentó a su colega, un físico negro dedicado a los hechos supranormales, o parafísica, como ellos lo denominan, y los dos discutieron el asunto durante todo un día (no un día selenita, por descontado, ya que ello habría significado un tiempo igual a veintiocho de nuestros días). No pudieron ponerse de acuerdo, pero en pocas palabras, tal como me dijeron, sólo había dos posibilidades: o el pasaje de la estación de Beaulieu-sur-le-Pont posee una conectividad infinita, o está encantado. Para ser totalmente sincera, deploré abandonar la Luna. Pero cada cual tiene sus obligaciones. Mi alfombra mágica de Beaulieu toma la forma de un pasillo de estación y, en mes vacances, siempre me encuentro al principio situada en un andén. De la misma manera, mi regreso también debe efectuarse a través de ese medio tan poéticamente denominado camino de acero. Me coloqué en la vía que enlaza dos de los principales cráteres selenitas y... ¡hop!, me apeé en el andén de Lyon, sin haber envejecido un solo día.
»En realidad, monsieur —madame Bertrand tosió con delicadeza—, puesto que los dos formamos parte del mundo, puedo mencionar que otros determinados procesos biológicos también se detienen, un hecho que no es enteramente de mi gusto, ya que mi querido Aloysius y yo carecemos de familia. Pero esta detención tiene sus ventajas. Si yo hubiera envejecido tanto como he vivido, la mujer que estaría hablando con usted en estos momentos sería una anciana de setenta años. A decir verdad, ¿cómo se puede envejecer en mundos que no son, hablando con toda franqueza, realmente auténticos? Aunque es posible que, si hubiera permanecido para siempre en uno de tales mundos, también yo habría empezado a envejecer igual que sus otros habitantes. Eso constituiría un placer en la Luna, porque mi amiga matemática tenía doscientos años cuando la conocí, y la persona que me presentó, el profesor de paraphysique, doscientos cinco.
Madame Bertrand, cuyo relato había estado escuchando casi sin atreverme a respirar, dejó de hablar de repente. Su helado de limón permanecía intocado sobre la mesa. Yo estaba tan lleno de proyectos para que el mundo conociera esta historia sorprendente que, al principio, no advertí el cambio en la expresión de madame Bertrand.
—El Instituto Nacional —empecé a balbucear—. La Académie... no, las universidades. Y también los periódicos...
Pero la encantadora dama se levantó con una mirada horrorizada.
—Mon dieu! —gritó—. ¡Mi tren! ¿Qué pensará Garance? ¿Qué dirá de mí? ¡Monsieur, ni una palabra de esto a nadie!
Imagínese mi consternación cuando madame Bertrand salió a toda prisa del café y empezó a cruzar la estación dirigiéndose hacia el ominoso pasillo.
—¡Pero, madame, piénselo! —fue lo único que pude decir—. ¡Ceilán! ¡Texas! ¡Marte!
—No, es demasiado tarde —replicó ella—. Sólo a la hora anterior del horario ferroviario. ¡Monsieur, recuérdelo! ¡Ni una palabra de esto a nadie!
Me levanté para seguirla.
—Pero si usted no vuelve... —objeté. La señora Bertrand volvió a obsequiarme con su deliciosa sonrisa.
—No se angustie, monsieur —dijo rápidamente—. He aprendido a reconocer ciertas sensaciones... un frisson en el cuello y las paletillas que me advierte del estado del pasillo. En la hora siguiente no hay peligro, pero... ¡mi tren!
Y así me abandonó madame Bertrand. ¡Qué mujer tan sorprendente! Viajera no sólo de las apartadas regiones de la Tierra, sino también de los dominios de la imaginación. Y pese a ello, totalmente respetable, cumpliendo con placer los deberes de la vida familiar y reuniéndose puntualmente (con la salvedad de esta ocasión) con su cuñada, mademoiselle Garance Bertrand, en el andén de Lyon.
¿Se trata del final de mi relato? No, porque yo estaba destinado a volver a ver a Amélie Bertrand.
Mis ocupaciones, que ya he mencionado, me hicieron regresar a Beaulieu-sur-le-Pont a finales de aquel mismo verano. Confieso que deseaba encontrarme con madame Bertrand, ya que estaba decidido a notificar, al menos a varias de nuestras principales instituciones, los extraordinarios poderes que poseía el pasillo de la estación de Beaulieu. Pero no podía hacer tal cosa sin el consentimiento de madame Bertrand. Faltaba poco para las tres en punto de la tarde y, de nuevo, el andén estaba desierto. Vi una figura que tomé por la de madame Bertrand, sentada en el banco reservado a los pasajeros, y me apresuré en llegar hasta allí, no sin antes lanzar una exclamación de alegría...
Pero no era Amélie Bertrand. Era una mujer bastante vieja y delgada, vestida de arriba abajo de negro, uno de los negros más apagados que pueda verse, y por completo desprovista del encanto que yo había esperado encontrar en mi compañera de viaje. Un momento después oí que pronunciaban mi apellido y me alborocé al ver a madame Bertrand, saliendo del despacho de billetes, vestida con ropas veraniegas de discretos colores.
Pero ¿dónde estaba la jovialidad, el encanto, el agradable ambiente de junio? El rostro de madame Bertrand estaba contraído, sus ojos vigilantes y su expresión resuelta. Yo pensaba exponer inmediatamente mis grandes proyectos, pero la dama me hizo callar con un movimiento de cabeza, señalando la figura que antes he mencionado.
—Mi cuñada, mademoiselle Garance —dijo. Confieso que en aquel momento pensé, muy nervioso, que el mismo Aloysius Bertrand iba a aparecer. Pero estábamos solos en el andén—. Garance, éste es el caballero que desgraciadamente me hizo perder el tren el mes de junio pasado.
Mademoiselle Garance, como desmintiendo la reputación de locuaz que yo había escuchado se le atribuía a principios del verano, no dijo nada, limitándose a apretar contra su descarnado pecho una pequeña maleta.
—He explicado a Garance —me dijo la señora Bertrand— su indisposición del pasado mes de junio y la forma en que los empleados de la estación me retuvieron. Me alegro de verle con tan buen aspecto.
Fue una clara insinuación de que mademoiselle Garance no debía saber nada acerca de la historia de su cuñada. Así pues, asentí e hice una ligera reverencia. Deseé tener la oportunidad de conversar con más libertad con madame Bertrand, pero no podía hablar en presencia de su cuñada.
—¿Van a coger hoy el tren...? —empecé a preguntar, lleno de desesperación.
—Por simple nostalgia —explicó madame Bertrand—. Después de hoy jamás volveré a poner los pies en un vagón de ferrocarril. Garance tal vez lo haga, si quiere, pero yo no. Aviones, automóviles y barcos me bastarán. Quizá aprenda a volar, como la famosa americana, madame Earhart. Aloysius me dio la buena noticia esta misma mañana: un cambio en su trabajo nos permite trasladarnos a Lyon, cosa que haremos a final de mes.
—¿Y en las semanas que faltan...? —pregunté.
—No habrá ningún tren —contestó madame Bertrand, sin perder la compostura—. Van a demoler la estación.
¡Vaya golpe! Y allí estaba sentada la vieja solterona, mademoiselle Garance, totalmente inconsciente de la inminente pérdida que sufriría la ciencia. Balbuceé algunas palabras, no sé cuáles, pero mi buen ángel se apresuró a rescatarme.
—¡Oh, monsieur, mi conciencia está tremendamente apenada! —dijo madame Bertrand, acompañando sus palabras con un movimiento ligerísimo de los dedos—. Garance, ¿podrás creer que expliqué a este caballero las historias más descabelladas? Le dije, muy seria entonces, que el pasillo de esta estación..., ¡era la entrada a otro mundo! No, a muchos mundos, y que yo había estado en todos ellos. ¿Podrás creerme? —Se volvió hacia mí—. Oh, monsieur, usted fue un magnífico oyente, quiso creer en lo que yo le contaba. Seguramente no puede imaginarse que una mujer respetable como yo abandone a su esposo utilizando un pasillo de estación que ha llegado a poseer una conectividad infinita.
Madame Bertrand me miró de forma inquisitiva, pero yo no lograba entender su intención al hacer tal cosa y no dije nada. Ella prosiguió hablando, con un ligero estremecimiento de su cabeza.
—Debo confesarlo —dijo—. Soy adicta a contar historias. Siempre que mi querido Aloysius salía de casa para emprender sus viajes de negocios, me decía: «Occupe-toi, occupe-toi, Amélie!» ¡Ay! Y me he distraído, pero demasiado bien. Pensé que mi fantasía podría apartar su mente de su malestar y, así, le narré a usted una fábula inverosímil de viajes ex-traordinarios. ¿Puede perdonarme?
Di una respuesta educada, algo que no recuerdo ahora. Todavía estaba aturdido por la inesperada noticia, como ya podrá comprender. ¡Todo aquello era una simple fábula! Pese a todos los detalles y circunstancias plausibles narradas por madame Bertrand en su relato. Mi única sensación debía ser de alivio por no haber escrito al Instituto Nacional. Estaba a punto de insistir en que ambas damas me acompañaran a tomar un refresco, cuando madame Bertrand, llevándose una mano al corazón, en un gesto repentino que me pareció excesivo, gritó:
—¡Nuestro tren! —Luego se volvió hacia mí—. ¿Querrá acompañarnos a cruzar el pasillo?
Algo me hizo dudar, pero no sé qué fue.
—Piense, monsieur —dijo madame Bertrand, manteniendo la mano apretada contra su corazón—. ¿Dónde será esta vez? ¿Tal vez un Londres del futuro, protegido contra el clima y construido enteramente de vidrio? ¿O quizá las majestuosas y altas llanuras de Colorado? ¿O nos encontraremos en una de las ciudades subterráneas de las lunas de Júpiter, en cuyos terribles cielos sale y se pone el poderoso planeta con un diámetro aparente que supera el de los Alpes terrestres? —Sonrió alegremente a mademoiselle Garance—. Así eran las historias que conté a este caballero, querida Garance. Una auténtica novela.
Vi que estaba fastidiando amablemente a su cuñada, que naturalmente no sabía a qué venía todo esto.
Mademoiselle Garance se aventuró a decir, con gran timidez, que a ella le «gustaba leer novelas».
Incliné la cabeza.
De pronto oí el sonido del tren en las afueras de Beaulieu-sur-le-Pont.
—¡Nuestro tren! —gritó madame Bertrand, en un tono extremadamente prosaico—. ¡Garance, vamos a perder nuestro tren! Monsieur, ¿querrá acompañarnos?
Asentí con un gesto de cabeza, pero me quedé inmóvil. Madame Bertrand, acompañada por la delgada y encorvada figura de su hermana política, se adentró con rapidez en el pasillo que separa el despacho de billetes de la diminuta cafetería de la estación de Beau-lieu-sur-le-Pont. Confieso que cuando las dos damas llegaron al punto medio del eje longitudinal del pasillo, cerré involuntariamente los ojos. Y al abrirlos de nuevo, él pasillo estaba desierto.
No sé por qué lo hice, pero me encontré atravesando a toda prisa el pasillo, teniendo en mente la imagen de madame Bertrand abordando el tren de Lyon junto a su cuñada, mademoiselle Garance. En realidad se podía oír el tren. El sonido de su motor llenó toda la estación. Creo que me dije, o traté de convencerme, que deseaba cambiar una última frase de cortesía. Llegué al otro extremo de la estación...
Y allí no había ningún tren de Lyon.
No había damas en el andén.
A decir verdad, ¡no existe ningún tren doscientos cincuenta y uno a Lyon! ¡No existe en el horario de ninguna línea!
Imagine mis sentimientos, mi querido amigo, al saber que la historia de madame Bertrand... ¡era real en su totalidad! ¡Es cierta, del todo cierta! ¡Todos los detalles son auténticos! ¡Y mi Amélie se ha ido para siempre!
Sí, la llamo «mi» Amélie. Pero todavía pertenece, según la ley, a Aloysius Bertrand, que, sin duda alguna, volverá a contraer matrimonio tras el necesario período estatuario de espera y se convertirá así en un bigamo respetable... y sin saberlo.
Ese animal nunca habría entendido a Amélie!
Ahora mismo, si me permite usar la frase, Amélie Bertrand puede estar navegando en una góndola por uno de los grandes ríos venusianos, escuchando la música del karakh. Ahora mismo puede estar realizando actos de heroísmo en la pista número uno o charlar con su amiga matemática en un balcón que da a las elevadas torres y plazas repletas de flores del capitolio selenita. No me cabe la menor duda de que si usted tratara de encontrar los lugares que madame Bertrand mencionó, buscando en la Enciclopedia o cualquier otra obra de referencia similar, fracasaría por completo. Tal como ella misma dijo, no son «realmente auténticos». Son extrañas discrepancias.
¡Ay!, amigo mío, compadézcame. En estos momentos, toda mi preocupación es académica, puesto que la estación ferroviaria de Beau-lieu-sur-le-Pont ha desaparecido, sustituida por una vasta construcción en la que bullen los obreros. Es un hangar gigante (aprendí el nombre de boca de uno de los trabajadores), es decir, un edificio destinado a contener aviones. Me han dicho que grandes cantidades de estas máquinas volarán pronto de hangar a hangar por todo el país.
Pero piense en esto: ¿Acaso los aviones no serán usados a su debido tiempo, para vulgares viajes de negocios, para visitas programadas a lugares frecuentados u otros similares? ¿Acaso no se trata de los ferrocarriles de una nueva era? ¿No es posible que se reproduzca la misma situación, sea de conectividad infinita o encantamiento, quizá en el mismo lugar donde los viajes de mi ángel desaparecido han establecido un precedente o predisposición? Amigo mío, confabúlese conmigo. Pronto estará terminado el hangar de Beaulieu, o así lo leí en los periódicos. Pienso trasladarme al campo y establecerme cerca de este hangar. Compraré un billete para dar un paseo en uno de estos nuevos aparatos, y luego ya veremos qué sucede. Quizá sólo goce de una placentera ascensión en el aire y un descenso parecido. Tal vez, por contra, sienta ese frisson en el cuello y paletillas del que habló madame Bertrand. Bien, no importa. Mis hijos han crecido, mi esposa goza de una renta generosa y el frisson no me desanimará. Pasearé por el corredor o pasillo, dentro o alrededor del hangar, exactamente nueve minutos antes de las tres y cruzaré el espacio que separa los mundos. Volveré a sentir la extraña dilación del tiempo y la pesadez del cuerpo, veré la nebulosidad al otro extremo del túnel, atravesaré el viento furioso en medio de la niebla que me envolverá, con el rugido de un avión invisible en mis oídos, y después actuaré. Madame Bertrand fue muy amable al retrasar sus vacaciones para llevarme de vuelta desde Uganda. Y lo bastante generosa como para ofrecerme compartir la travesía del pasillo por segunda vez. ¡Tanta amabilidad y generosidad merece lograr resultados! En esta tercera ocasión no me detendré. Abandonaré mi profesión, mi periódico, mis partidas de ajedrez, mi digestif... en pocas palabras, me alejaré de todos esos hábitos que, se entiende, se nos ofrecen para sustituir la felicidad. Huiré de las insignificantes molestias de la vida, de una sombría vejez, de las confusiones y terrores de una Europa cada vez más turbulenta, para...
...¿Qué?
Esta copia de una carta jue encontrada en un tomo de la Enciclopedia (U-Z) en la Bibliothéque National. Se cree, a partir de la evidencia, que el escritor desapareció en una determinada población de provincias (llamada «Beaulieu-sur-le-Pont» en el manuscrito) poco después de sacar un billete para un vuelo en avión en el campo de aterrizaje de dicha localidad, un popular pasatiempo para los que están de vacaciones.
Nunca se le ha vuelto a ver.