El nacimiento de los dioses

El nacimiento de los dioses
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Hace ya muchísimos años, tantos que hasta los viejos más viejos han olvidado cuándo ocurrieron estas cosas, aparecieron los primeros dioses mexicanos.
En lo más alto del cielo, en el Paraíso del Oeste donde crece el maíz maduro, surgieron los primeros dioses.
Allí, ente brumas y misterio, nacieron en el silencio del universo el Viejo Padre y la Vieja Madre.
Nada había sido creado todavía, y no había tierra, ni hombres, ni animales, ni plantas. Con ellos nació la vida y de ellos nacerían después otros dioses; de ellos dependerían todos los hombres. Es por eso que se conocen también con el nombre de El Señor y La Señora de Nuestro Sustento.
No hay nada más hermoso que una noche clara, donde brillan la luna y las estrellas como piedras preciosas. Quizás por eso, y por que los hombres tienden a comparar lo que aman con las cosas más hermosas, a estos viejos dioses del cielo los llamaron tambíen Estrella Brillante y La de la Falda de Estrellas.
Cuenta la leyenda que Falda de Estrellas arrojo un cuchillo de piedra que cayó en la región del norte; a su alrededor nacieron los mil seiscientos dioses mexicanos: los dioses grandes y pequeños, los buenos y los malos, que poblaron las trece capas del cielo y las cuatro regiones del universo.
Cuatro de estos dioses serían, al paso del los tiempos, los más importantes: el dios rojo del Este; el dios negro del Norte y del cielo nocturno, temible y bengativo; el dios blanco del Oeste, protector de los hombres; el dios azul del Sur, el joven guerrero.
Fueron ellos los que crearon el fuego, el calendario, las aguas y la tierra. Pero ésta es ya otra historia. Una historia de luchas entre dioses al final de la cual surgió lo más preciado del universo: EL HOMBRE Y SU MUNDO.

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La leyenda de los soles
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Cuentan que los dioses, después de un largo tiempo de inactividad, decidieron crear la tierra.
Así lo hicieron, sin que se les olvidara nada.
Hicieron las grandes llanuras y las altas montañas; los volcanes que arrojan fuego cuando se estremecen. Los ríos tranquilos de aguas transparentes y los turbios que parece que braman cuando bajan corriendo las montañas.
Hicieron los mares y los grandes lagos. La nieve y la arena. Y no se olvidaron de los animales y las plantas.
Crearon desde los peces tornasolados hasta las caracolas que duermen en las playas. Soltaron pájaros de todos los colores, de plumas verdes, amarillas y pecho color llama; toda clase de aves que cantaban en las sombreadas copas de los árboles. No se olvidaron de las pequeñas hormigas ni de los grillos del campo.
Sin embargo, los hombres no estaban bien hechos. Quizás era la falta de práctica, pues no es nada fácil hacer hombres. Los que habitaban la tierra en este momento eran gigantes, grandes y torpes, que no sabían sembrar ni cultivar la tierra y comían raíces y frutos silvestres.
Todo estaba echo, pero no había luz. Hacía falta un sol que calentara la tierra y que alejara las tinieblas.

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El primer sol: Sol de Tigre
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Fue entonces que el dios del cielo nocturno, que tenía el extraño nombre de Espejo Humeante, se hizo sol y gobernó esta primera época del mundo.
Pero sucedían cosas terribles. El sol no seguía su camino: se paraba en el cielo a mediodía, se hacía de noche y los tigres se comían a las gentes. Todo se oscurecía y las tinieblas y el frío envolvían a la tierra.
El dios del Oeste, Quetzalcóatl, el dios serpiente emplumada, le dio un bastonazo al sol y lo tumbó. Espejo Humeante cayó al agua, se transformo en tigre y devoró a los gigantes.
Quedó despoblada la tierra y sin sol el universo. Así terminó la primera época de la historia de la humanidad. Así acabó el Sol del Tigre.

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El segundo sol: Sol de Viento
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Entonces el dios Serpiente Emplumada, enemigo de Espejo Humeante, se hizo sol y comenzó la segunda época de la tierra. Ésta volvió a poblarse y hubo calma durante un tiempo.
Pero el terrible Espejo Humeante, el dios Tigre, el dios de los hechiceros, estaba al acecho. De un zarpazo derribó a Serpiente Emplumada, y nuevamente la tierra se quedó sin sol.
Se desató un gran viento que derribó todos los árboles; todo fue arrastrado por el viento y la mayoría de la humanidad murió. Por arte de magia, los hombres que no murieron quedaron convertidos en monos. Por los montes se dispersaron los hombres-monos, y así terminó la segunda época de la tierra.
Así acabó el Sol de Viento.

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El tercer sol: Sol de Lluvia de Fuego
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Los dioses creadores pusieron entonces por sol al dios la Lluvia y del Fuego Celeste. Pero Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada, hizo que lloviera fuego.
El fuego cayó del cielo en forma de rayos y relámpagos. Los volcanes abrieron sus bocas y el fuego abrasó la tierra. Decían los viejos que también llovió arena y que hasta las piedras hirvieron. Todo pereció por el fuego y los hombres se quemaron. Los que no murieron se convirtieron en pájaros que huyeron asustados.
Así terminó la tercera época de la tierra. Así acabó al Sol de Lluvia de Fuego.

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El cuarto sol: Sol de Agua
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Después de este último desastre, Quetzalcóatl puso por sol a la Diosa de las Aguas, la hermosa doncella de la falda de jade.
La nueva humanidad no fue más feliz que las anteriores. El celoso Espejo Humeante hizo que lloviera con tanta fuerza que la tierra se inundó, durante días y días la lluvia cayó sin cesar y todo se lo llevó el agua: las plantas, los animales, los hombres.
Los pocos hombres que no perecieron en el diluvio se convirtieron en peces. Así acabó el Sol de Agua.
El cielo, que es de agua, cayó sobre la tierra, y ésta estuvo a punto de destruirse por completo. Entonces Serpiente Emplumada y Espejo Humeante tuvieron que levantarlo para que empezara a aparecer nuevamente.
Cuatro veces habían intentado crear una humanidad y cuatro veces se había destruido el mundo por las rivalidades entre el dios Tezcatlipoca, el Espejo Humeante, y Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada. Nuevamente el mundo estaba frío y obscuro; nuevamente se había quedado sin sol.
¿Cómo podrían los dioses crear, al fin, un mundo que no se destruyera? ¿Cómo harían de nuevo al hombre? ¿Quién aceptaría convertirse en sol? He aquí las terribles preguntas que se hicieron entonces los creadores.

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La creación de los hombres
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Se reunieron enseguida los dioses, preocupados por la suerte de la humanidad. Unos a otros se preguntaban quiénes vivirían ahora en la tierra.
Estaban tristes, apesadumbrados. Y decidieron hablar con Serpiente Emplumada. Si se comprometía a hacer lo que había pensado los dioses, podían crearse nuevamente otros hombres.
Pero la tarea que querían encomendarle a Quetzalcóatl estaba llena de peligros. Sólo un valiente saldría victorioso; sólo un dios de corazón fuerte no temblaría al emprender el largo camino que conducía al Mundo Subterráneo.
Porque los dioses querían que Quetzalcóatl fuese al temido Mundo Subterráneo, al Lugar de los Muertos, a recoger los huesos de los hombres que había perecido en los cuatro Soles destruidos. Con ellos, los dioses harían de nuevo la humanidad.
Salió el dios a cumplir su misión y comenzó a descender al centro de la tierra, por un camino lleno de rocas y rodeado de ríos que corrían entre barrancos muy estrechos. Bajando cada vez más y más, Serpiente Emplumada hizo el recorrido y enfrentó todos los peligros del viaje.
Atravesó desiertos y montañas. Venció a los monstruos que guardaban el camino; la gran Culebra y la Lagartija Maligna. Soportó el viento frío que cortaba como navajas. Atravesó a lomo de un perro el oscuro río que lo separaba del Mundo Subterráneo. Al fin, al cabo de cuatro años, llegó al Mictlán, el reino del mundo del misterio. El lugar oscuro, sin luz ni ventanas, de donde no se sale ni se puede volver.
Allí lo esperaba la prueba final: el enfrentamiento con el temido Señor del Mictlán.
Sentado sobre su trono de huesos lo encontró Quetzalcóatl y así le dijo:
– Vengo a buscar los huesos preciosos que tú guardas. Vengo a llevármelos.
Y le preguntó el dios del Mictlán:
– ¿Qué harás con ellos, Quetzalcóatl?
Le respondió Serpiente Emplumada:
– Los dioses se preocupan porque alguien viva en la tierra.
El dios del Mictlán, falso y maligno, hizo un gesto con la cabeza, como si estuviera de acuerdo con la petición. Pero preparaba una trampa y así le contestó:
– Está bien. Te los llevarás si haces sonar mi caracol y le das vuelta cuatro veces a mi trono.
Quetzalcóatl aceptó, pero cuando fue a soplar el caracol, vio con sorpresa que no tenía agujero y comprendió el engaño. Pero por algo era Quetzalcóatl el más sabio de los dioses.
Rápidamente, llamó en su ayuda a los gusanillos de la tierra, y éstos le hicieron los agujeros; también vinieron las abejas y los abejones, que entraron en el caracol y lo hicieron sonar.
Cuando el dios de los muertos oyó el sonido del caracol, se estremeció de rabia. Disimulando su furia, dijo a Serpiente Emplumada que recogiera los huesos y se los llevara.
Tan pronto como el dios viró las espaldas, el Señor del Mictlán comenzó a gritar a los otros dioses de la oscura región:
– ¡Gentes del Mictlán! ¡No dejen que se los lleve! ¡Díganle a Quetzalcóatl que los tiene que dejar!
Pero Serpiente Emplumada no se dejó intimidar por las amenazas del otro dios y se dijo:
– Pues no; de una vez me apodero de ellos y me los llevo – y decidido a engañar a los guardianes, gritó – : Está bien. ¡Voy a dejarlos!
En lugar de dejarlos, subió inmediatamente y recogió los huesos preciosos. De un lado estaban los huesos de hombre y de otro lado los de mujer. Los recogió y los envolvió en una manta. En ese preciso momento, gritó el dios del Mictlán:
– ¿Pero de verdad se lleva los huesos preciosos? ¡Rápido; hagan un hoyo para que cuando salga se caiga en él y no pueda llevárselos!
Los guardianes lo hicieron, y cuando Serpiente Emplumada salía rápidamente, tropezó y cayó en el hoyo. Se regaron los huesos por el suelo y el dios cayó muerto.
Sin embargo, dice la leyenda que resucitó al poco tiempo. Y cuál no sería su tristeza al ver que había fracasado en su misión. Muchos huesos se habían perdido; otros habían sido picoteados por las codornices.
Luego, pensando todo lo que había pasado y cómo esperaban por él para poder crear a la humanidad, se dijo así: “Aunque esto me ha salido mal, de todos modos puede dar algún resultado.” Y diciendo esto, recogió de nuevo los huesos y emprendió el camino de regreso, para llevarlos al lugar donde se reunían los dioses.
Tan pronto llegó, una de las diosas más viejas molió los huesos y guardó el polvo en una olla muy hermosa. Serpiente Emplumada los regó con su sangre y todos los demás hicieron ofrendas.
De aquel polvo de huesos que el dios regó con su propia sangre para darles vida, nacieron los nuevos hombres. Del sacrificio de un dios, Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada, surgía la nueva humanidad. Surgía el hombre que poblaría la tierra.

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El quinto sol
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Ya había nuevos hombres sobre la tierra, pero todavía era de noche. No había luz, porque no había sol.
Dicen que los dioses se juntaron y se preguntaron preocupados: “¿Quién nos alumbrará? ¿Quién es el que hará amanecer?”
Todos se miraban y ninguna se atrevía a decir nada. Ninguno quería convertirse en sol. Todos ellos, grandes señores, tenían miedo, retrocedían asustados ante la pregunta.
Una y otra vez preguntaron los dioses, hasta que un señor rico y vanidoso, halagado por la idea de ser el sol y de que los demás lo adoraran, alzó su voz y dijo:
“Yo seré el sol”.
Otra vez preguntaron los dioses si había alguien más que quisiera convertirse en sol, pero nadie respondió.
Entre los señores había uno, llamado Nanahual, pobre y humilde, que escuchaba con seriedad. Los dioses se le acercaron y le dijeron: “Tú has sido el escogido, Tú serás el sol”.
Nanahual se sintió muy honrado, pero no se consideraba digno de ese honor. Su cuerpo enfermo, su fealdad, su pobreza, le hacían pensar que no era posible que él mereciera convertirse en el brillante sol del que dependía la vida.
Después los dos señores, el rico y el pobre, se retiraron; debían prepararse para la gran ceremonia. Durante cuatro días tenían que hacer ofrendas a los dioses y, sobre todo, llenarse de valor, pues el día señalado tendrían que lanzarse en una hoguera donde morirían para convertirse en sol.
Es por esto que ninguno había querido aceptar el ofrecimiento de transformarse en sol. El precio que había que pagar era el de la propia vida.
El señor rico ofrecía a los dioses regalos muy hermosos: plumas de quetzal, bolas de oro y espinas de jade y coral. Nanahual, en cambio, sólo tenía ramas de pino, bellotas y espinas de maguey. Pero su corazón era humilde y se preocupaba más por tener el valor suficiente para entregar su vida en el momento en que se hiciese la ceremonia del fuego
Cuando pasaron cuatro noches y llegó el momento esperado por todos, los dioses encendieron un gran fuego en lo alto de un monte y se colocaron en dos filas, a cada lado.
En el centro, estaban el señor rico y el pobre Nanahual. El rico caminaba pavoneándose, orgulloso de su hermosura y de sus ricos vestidos; traía un precioso manto tejido y un gran adorno de plumas blancas en la cabeza. Nanahual era tan pobre que sus adornos y vestidos eran de papel.
Los dioses dijeron al rico: “Es tu turno. Ten valor y lánzate al fuego”
El rico, seguro de su triunfo, trató de arrojarse a la hoguera, pero cuando se acercó, el calor y las chispas que de allí salían lo detuvieron. Tuvo miedo.
Se echó hacia atrás y volvió a intentarlo con todas sus fuerzas. Una y otra vez se acercó, pero siempre retrocedía.
Cuatro veces lo intentó, pero no pudo arrojarse al fuego.
Al ver esto, los dioses se volvieron hacia Nanahual y dijeron que se arrojara. Era su turno.
El pobre, el enfermo Nanahual, no vaciló. Cerró los ojos para no tener miedo; hizo fuerte su corazón y no se detuvo. Se lanzó al fuego y enseguida ardió su cuerpo, consumiéndose entre las llamas.
Avergonzado al ver la conducta de Nanahual, el señor rico hizo un nuevo intento y se lanzó también, aunque dicen que no ardió con una luz tan hermosa como la del señor pobre.
Todos los dioses guardaron silencio y quedaron en espera de lo que iba a suceder. Un hombre bueno, de gran corazón, había dado su vida por convertirse en sol y así salvar a la humanidad. Había que esperar para ver si su sacrificio no había sido inútil.
¿Lo había logrado Nanahual? ¿Qué le había ocurrido al señor rico? ¿Saldría, al fin, el Quinto Sol? Nuevamente los dioses se hacían preguntas de cuyas respuestas dependía la suerte del universo.

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Aparición del sol y de la luna
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Todos los dioses se sentaron y se pusieron a contemplar el cielo, ansiosos de ver por dónde saldría el sol.
Miraban hacía todas partes, sin rumbo fijo, y discutían entre ellos. Para unos el sol saldría por la región del frío, por el norte; otros se quedaban mirando hacia la región de las espinas, hacia el sur. Miraban hacia todas partes, porque había una gran claridad que inundaba todo el cielo.
De pronto, un gritó: “¡Por allá, por allá va a salir al sol!”. Todos miraron hacia donde el dios señalaba con el dedo. Por el este, estaba rojo como una llamarada; y como un disco de fuego, lanzando la luz dorada de sus rayos, apareció Nanahual, ahora hermoso y brillante, convertido en sol; convertido en dios.
Era tan fuerte su luz, que dicen los ancianos que no podía mirársele a la cara. Sus rayos herían los ojos de la gente y llegaban a todas partes. Se habían terminado las sombras y el calor del sol comenzaba a calentar la tierra. Se había salvado la humanidad.
Pero para gran sorpresa de los dioses, detrás de Nanahual salió el señor rico, convertido también en sol. Tal y como cayeron en el fuego volvían a aparecer ahora; primero Nanahual, detrás, el señor rico.
Como nunca se había visto que dos soles iluminaran al mundo, uno de los dioses tomó una determinación. Salió corriendo, atrapando a un conejo con sus manos, lo lanzó con fuerza al rostro del señor rico.
El conejo lo hirió en la cara y oscureció su rostro; su brillo se hizo más pálido y distinto al del sol. Fue así como castigaron la vanidad del señor rico, convirtiéndolo en luna.
Es por eso que los antiguos mexicanos creían que las manchas que se ven en la luna tienen forma de un conejo. Es por eso que la luna brilla menos y siempre va detrás del sol, con su luz fría y sus manchas en la cara.