Chiapas y sus mujeres indigenas

Márgara Millán

Chiapas y sus mujeres indígenas.
De su diversidad y resistencia*

Poco sabemos de las mujeres indígenas, de su manera de concebir el mundo y ubicarse dentro de él. De su palabra y su consciencia, sus deseos de transformación y de permanencia. Una de las virtudes del libro de la joven periodista catalana Guiomar Rovira es justamente permitirnos el acceso a las realidades diversas de las indígenas chiapanecas y hacerlo con un material tan vasto de información y experiencia que permite comprender la complejidad de sus procesos, sus distintas dimensiones contradictorias, los puntos de tensión donde gana la represión del estado, de la comunidad, de los varones o de las mismas mujeres por sobre el ímpetu de emancipación femenil, pero también, los puntos de fuga donde se acrecienta el poder de las mujeres.

Conjugando lo mejor de un estilo ligero de crónica con ciertas descripciones etnológicas y las reflexiones de la autora tomando distancia, este texto nos presenta el mosaico que es este estado del suroeste, mostrando una vez más los motivos por los cuáles podemos afirmar que Chiapas es hoy el corazón del mundo. Compartiendo su sorpresa, enojo o tristeza, Guiomar Rovira va descubriéndonos a las mujeres “reales”, las que habitan fuera de los discursos (políticos, antropológicos, incluso feministas). Las mujeres marcadas por sus diferencias (de etnia, de educación, de consciencia política, de vocación y preferencias) construyendo, sin embargo, puentes unitarios de género, de visión de mundo, de imaginario, de futuro.

El zapatismo del primero de enero de 1994: punta del iceberg

Al acercarnos a las mujeres indígenas en Chiapas, zapatistas o no, empieza a predominar la idea de que existe una historia que va a contrapelo, que se abre paso en los cambios cotidianos de la vida de todos los días, que no se constituye en grandes acontecimientos ni noticia de primera plana. La historia como viejo topo, roedor y constructor al mismo tiempo. Cuando el mundo conoce de la insurgencia zapatista y Marcos se vuelve famoso, es de ésta otra historia ya desbordada en fenómeno público, acontecimiento nacional y hasta internacional, de la que está conociendo. Se trata de una urdimbre silenciosa que por largo tiempo ha estado en movimiento. ¿Los implicados? Familias y comunidades enteras. Tanto las que se convierten en zapatistas como las que no lo hacen, guardan el secreto, es el secreto de su propia historia, aquella que decidieron tomar en sus manos, construir todos los días, destruir también todos los días, su propia historia. Para poder re-contarla de nuevo, como lo empiezan a hacer hoy las mujeres indígenas que nos hablan a través de Guiomar. Para que el iceberg se haya dejado ver, muchas cosas han tenido que pasar. El entorno de organización combativa del zapatismo, la historia de lucha civil y pacífica de los y las indígenas campesinos de Chiapas, es un primer nivel dentro de este relato. Las mujeres estaban ahí desde siempre, algunas ya organizadas en proyectos productivos, en cooperativas textiles, en la panadería, en una tienda de la comunidad; otras se enrolaban para ser promotoras de salud, o decir la palabra de dios. Esas mujeres fueron creando espacios. Las comunidades las impulsaban pero también las criticaban. No era claro. Está bien que la mujer participe, pero causa desconfianza que lo haga. De todas formas, algunas siguen participando.

De repente se expande la noticia. Hay un grupo armado. Un grupo que se prepara para cambiar las reglas del juego del cinismo y del abandono, de la prepotencia y la ilegalidad. Algunas mujeres se enteran, siempre porque algún familiar les dice, en muchos casos el padre. De repente, se empieza a construir una opción de vida para las jóvenes indígenas. Es una opción comunitaria, y sólo por eso, una opción personal. Es comunitaria porque las familias y las comunidades la avalan: está bien el zapatismo porque es luchar por que la comunidad exista en el futuro. Muchos testimonios afirman que las opciones para las niñas-adolescentes de 12 a 15 años en los empobrecidos parajes de los altos o de la selva es irse a trabajar a las ciudades cercanas, emplearse como trabajadoras domésticas. Trabajar de zapatista es trabajar por el futuro de toda la comunidad; los otros trabajos son soluciones inmediatas a una situación de precariedad, medio de subsistencia personal y algún apoyo para la familia. Ocurre un desplazamiento en el horizonte de las comunidades, que va de las estrategias de sobrevivencia inmediata a las estrategias para “crear futuro” para todos. Para algunas comunidades indígenas, el zapatismo, así como los trabajos colectivos y el vestido tradicional empezó a significar hacer comunidad , a formar parte de la reciprocidad. Fue asumido como tarea comunitaria, y las hijas e hijos se fueron yendo al ejército zapatista. El resto empezó a trabajar para ellos. Se inicia así el amplio tejido que hoy conocemos como zapatismo y que lejos de ser un proceso aislado de opción por la vía armada, sólo podemos comprender cabalmente si consideramos su carácter comunitario y familiar. 1983 es la fecha con que los insurgentes marcan el comienzo de sus trabajos. Ana María, Mayora Insurgente encargada de la toma de San Cristóbal, ha dicho que en aquél entonces sólo había como dos mujeres en el pequeño grupo de nueve o diez insurgentes. Hoy la tercera parte de la fuerza insurgente son mujeres. Muchas tienen altos cargos y están al mando de importantes destacamentos militares.

Pero el entorno combativo y de organización femenil en Chiapas ocurría no sólo por parte de las indígenas que se volvían insurgentes, y las indígenas que se organizaban en proyectos comunitarios, sino también en la sociedad civil y mestiza que se organizaba para apoyar a las mujeres indígenas y sobre todo, para ayudarlas a encontrar sus propias inquietudes y demandas. Las figuras y grupos no gubernamentales resaltados por Guiomar, como la abogada Martha Figueroa, la periodista Concepción Villafuerte, Yolanda, la asesora de la cooperativa J’pas Joloviletik, el Grupo de Mujeres de San Cristóbal, son muestra de ese entorno. Después del 1 de enero de 1994, muchas otras mujeres del país y fuera de él, se organizan de distintas maneras para apoyar al zapatismo y a las mujeres indígenas en particular. Conpaz, en San Cristóbal, coordina las acciones de organismos no gubernamentales por la paz. Se inicia otra tarea de capacitación urgente a la población, ahora en situación de guerra declarada: la de los derechos humanos. La sensibilidad de la autora es tan amplia como para mostrarnos también los desencuentros entre las mujeres mestizas y las/los indígenas. En ningún caso se idealiza el mundo indígena sino que se le expone con todas sus contradicciones. Ello no desvaloriza la lucha que hoy llevan adelante.

Las mujeres indígenas. Sus propias diversidades, sus formas de resistencia

Delinear las diferencias entre una mujer tojolabal, como la Comandanta Trini, con una indígena tzotzil, como Maruch, fotógrafa chamula o la Comandanta Ramona, y las mujeres tzeltales, como las de Prado Pacayal o la joven comandanta Leticia, para después ir también desestructurando estas identidas étnicas en las experiencias de cada cañada, de la fundación de los poblados en la selva y también en los poblados zapatistas, como Guadalupe Tepeyac, es uno de los mejores aciertos del libro Mujeres de Maíz. Es en este retrato de las diferencias y los contrastes donde la autora nos deja ver lo complicado del proceso de cambio de relaciones de género y de visión del mundo que, pese a todo, se ha desatado en esa región del país.

Sabemos de la explotación de las/los indígenas por el sistema capitalista, de su exterminio físico y cultural, de la prepotencia e ilegalidad que forman su contexto cotidiano, compartido en diferente grado por las mayorías del país. El aislamiento, la ineficacia de la educación y de las políticas sociales de desarrollo. También es conocido el hecho de que son las mujeres las más explotadas dentro de esta escala de miserias, depositarias de la explotación de clase, etnia y género. Las más desnutridas, las más monolingües, las más analfabetas, como resultado de varios poderes: el poder del capitalismo, del estado mexicano y de la estructura de género.

El poder del racismo de la sociedad mexicana que las ha fijado como buenas nanas y sirvientas, incapaces de elaboraciones teóricas y de pensamientos políticos, guardianas de la sabiduría indígena, esa que se parece mucho al pasado que, aunque rico y profundo, pertenece al museo.

El poder del capitalismo que todo lo avasalla, “libera” y homogeniza para venderse en el mercado, destruyendo toda lógica opuesta por “precapitalista”, por ejemplo aquella que dice “queremos seguir siendo indígenas pero dominar nuestros recursos”, para decir, “lo que quiero es mano de obra barata y sin ningún recurso”.

El poder del estado mexicano que no las toma en cuenta, ni en la representación ni en la legislación, un estado que está fincando cada vez más en el Ejército y su capacidad intimidatoria cuando no francamente represora, su principal “centro de servicio a la comunidad”.

Y también, el poder comunitario y sus leyes, las que les impide escoger marido y heredar la tierra, las deja en el hogar, sin opción de aprender otros conocimientos, con responsabilidades en el trabajo pero sin participación en las decisiones, estructura del poder machista que se afirma en algunos lugares más que en otros. Este poder no sólo radica en los varones, sino también en las mujeres en contra de otras mujeres, el poder de la presión social y comunitaria, donde la indígena que se vuelve promotora, o se organiza en cooperativa, es mal vista y mal hablada.

Todos estos poderes son confluyentes en su acción, estructuran no sólo la posición de las mujeres y de los hombres en las comunidades sino también su historia y sus expectativas de futuro. Lo interesante del libro de Guiomar es que muestra como, en una situación tan aparentemente omnipotente y monolítica, existen muchas mujeres y algunos hombres que resisten con niveles y prácticas muy diversas, trabajando, como el viejo topo, en contrasentido de la sujeción femenina.

Guiomar organiza un retrato con bajorrelieves, donde aparecen tanto las indígenas no zapatistas comprometidas en la organización productiva de sus cooperativas, como las mujeres zapatistas de las comunidades que integran las llamadas “bases de apoyo”, las hermanas, madres, tías, amigas o conocidas de alguna o algún insurgente que cumplen tareas de apoyo específicas, las jóvenes insurgentes que se han ido a las montañas y que por años no han regresado a su comunidad ni visto a sus familias, las mujeres con cargo, las capitanas y las mayoras que tienen mando y han realizado acciones militares, las comandantas, indígenas miembros del CCRI. El retrato de todas estas mujeres nos da cuenta de la multiplicidad de lugares y de tareas que conforman la beligerancia femenil. Se ha ido componiendo un amplio repertorio de mujeres con autoridad, moral, política, militar, donde unas figuras apoyan a otras y abren caminos nuevos para todas. Cuando las indígenas, en uno de los encuentros posteriores al alzamiento que se realizó en San Cristóbal, afirman: ¡Qué bueno que salió Ramona! Ella creo que nos quiere, por eso salió a caminar, ella como que nos está jalando. Nos muestra el camino de lo que podemos hacer. Ella es una persona grande, mayor (p. 199), está presente el impacto que causa el movimiento sobre sí mismo y que hace que más mujeres se decidan a participar y a hablar.

Esto es muy importante, porque contribuye a la restauración y creación de una genealogía del poder femenil. Figuras con autoridad, figuras ejemplares, que inspiran respeto y reconocimiento, y que empiezan a reproducirse hasta diseminar la idea-sensación de que a todas nos toca una parte de la lucha por la dignidad. Genealogía arrebatada a las mujeres y más aún a las indígenas. Las imágenes de mujeres sabias, depositarias de un poder (la ilol o curandera, la partera, las ancianas de las comunidades) se amplían con estas otras, la insurgenta, la comandanta, las que se organizan y participan en los talleres y las reuniones. Mujeres indígenas que aprenden dos y más lenguas, que hablan castellano, que hablan en público. El imaginario estalla. Y ahora ellas nos interpelan en nuestro sentido de mundo, en nuestra responsabilidad común, en nuestro ser mujeres y tener palabra.

La historia no va nunca en un sólo sentido y siempre es un campo de batalla

El último atributo que quisiera remarcar de Mujeres de Maíz, es la idea presente a lo largo de todo el texto, de que las mujeres indígenas hoy en Chiapas están en medio al tiempo que produciendo, son producto al tiempo que actoras, de un proceso contradictorio y complejo, en el que sin duda se han fortalecido pero que de ninguna manera es un proceso que tenga un solo sentido. A los “compañeros que ya entienden” hay que agregar a los muchos que todavía no lo hacen, o que aunque entiendan, les gana un momento de desconfianza, de celos, de maledicencia, para cometer actos brutales contra sus propias compañeras. A las mujeres indígenas, zapatistas y no, les toca aquí también un trabajo más: imponerse frente a los varones que no aceptan sus procesos emancipatorios. No es terreno ganado, es terreno en lucha incluso entre los zapatistas. La Ley Revolucionaria de las Mujeres no es el marco jurídico que representa una nueva realidad, sino un deseo de una socialidad otra, el deseo de la eliminación del maltrato hacia las mujeres y de su justo castigo por parte de las comunidades; el deseo del reconocimiento de las mujeres indígenas como sujetos de pleno derecho. Pero también, la ley que por momentos y en territorio “liberado” sí funciona para castigar a los padres y a los maridos que siguen actuando conforme a costumbres que las mujeres han decidido transformar y de esa manera ejercer una nueva legalidad.

Mujeres de Maíz destruye la idea de las indígenas como sólo víctimas: de la historia, de la explotación, de la guerra y de la política. Para develarnos otra parte de su historia y de sus vidas, la del acrecentamiento de sus potencias, su “empoderamiento” como lo definen algunas feministas, sobre todo, su potencia para reivindicarse como sujeto, y más específicamente, como una diversidad de sujetos, capaces de autorrepresentarse. Con esto quiero decir, sujetos femeninos diversos con historias concretas, que elaboran sus propios horizontes de transformación, hasta ahora irrepresentables por el discurso político y por el discurso feminista en tanto teorías generales y universales. Estas mujeres indígenas se afirman como sujetos plenos, con derechos políticos, económicos, sociales y de género frente al estado mexicano y su ley, pero frente a sus comunidades y su ley. Afirman su pertenencia a la vida comunitaria al tiempo que exigen una redefinición de ésta donde su voz sea tomada en cuenta. Son totalmente congruentes con el discurso zapatista, llevándolo en muchos casos más allá de sus propias posibilidades prácticas, porque el “parejo” referido a las mujeres altera y modifica a la familia y la comunidad en un “más”. La transformación del sujeto-mujer indígena es algo que ocurre obligadamente en referencia a su pertenencia comunitaria y no como una “realización personal”. En muchas ocasiones es la propia comunidad la que elige e impulsa a alguna de sus integrantes a asistir a las reuniones, a caminar los caminos, a salir. La comunidad, después de promover la transformación participativa de sus mujeres, tiene también que transformarse. A veces puede, a veces no. Pero algo cambia.

En Chiapas las mujeres enfrentan tanto la violencia ejercida por el estado como por el esposo, como bien afirma Hernández Castillo,1 y el zapatismo como movimiento indígena, con todo y su impulso igualitario y justiciero encuentra en la situación de la mujer un continuo desafío. Queda claro que lo que no demanden y defiendan ellas mismas quedará sin ser demandado ni defendido.

Zapatismo como utopía feminista

Durante trece meses existió un territorio en México autodenominado territorio zapatista. Algunos testimonios describen sus normas y maneras: a las jóvenes indígenas insurgentes se les veía mejor comidas, es decir, menos desnutridas que sus hermanas de las comunidades. Aunque llevaban uniforme y se cubrían el rostro, se les podía observar unos pasadores (los prensa-pelo) acomodando el peinado, la larga trenza brillosa, detenida por algo colorido y los aretes, accesorios de todos los días, al igual que el arma o la linterna, y por supuesto, el pasamontañas o el paliacate amarrado al rostro. Usaban anticonceptivos y condones, porque no querían embarazarse aunque sí gozar de su sexualidad, aún en guerra. Los matrimonios se anunciaban al mando, como un “pedir permiso” a una familia extensa. Si los interesados estaban de acuerdo, no había impedimento. Los divorcios se daban sin trámite, simplemente se separaban las parejas y se decía que ya no eran. Las tareas se repartían. Los hombres aprendieron a hacer todo lo que hacen las mujeres, y las mujeres hicieron lo que generalmente hacen los hombres. Dicen que a ellos les costó más trabajo, pero había voluntad y lo lograron. Cualquier cosa era pretexto para la fiesta, pero ni en la fiesta había bebida. Las mujeres estaban muy contentas por esa prohibición, los varones, no sabemos. Pero sí sabemos que las alzadas usaban toallas sanitarias y les parecía más cómodo que andar manchando la ropa.

Los cuerpos de esos hombres y mujeres fueron cambiando, sin tantos hijos, sin tanto trago, un poco de más comida y mucho ejercicio, sus figuras esbeltas se hicieron más fuertes. Resplandeció la belleza. Venían de esas comunidades donde permanecían sus padres y madres, pero también venían de otros lados más atrás y más delante. Sufrieron mutaciones irreversibles, transformaciones profundas, “revolución de las costumbres”, ampliación de los posibles. Y por momentos se vivió la energía lúdica de la naturaleza, tal vez por estar tan cerca de ella, una especie de armonía, que paradójicamente, hacía la paz dentro de la guerra. Burbuja expuesta al aire de los tiempos, estalló para quedar en la memoria como utopía.

Pero ahí están las palabras y los deseos. Las mujeres indígenas han hablado ya sobre sus propios cuerpos, han modificado la manera en que las entendíamos, y sobre todo, la manera en que se entienden a sí mismas. Para el futuro de todas ellas el deseo de la comandanta Susana2  es: “que estén libres, que lo piensen ellas, que sean libres, muy libres. Que puedan hacer lo que pidan, lo que quieran hacer. Que va a ir allá o que quiere estudiar algo y sí puede. Antes no se podía para nada, ni ir a la escuela ni nada. Yo hasta ahorita no sé leer ni escribir, porque mi papá no me dejaba ir a la escuela, pensaba que es malo, no le gustaba. Ya cambió mucho, ahorita ya toda mi familia, todas sus hijas van a la escuela, ya estudian, es muy diferente que antes (p.212).

Mujeres de Maíz es en sí mismo una artesanía que la autora ha hecho con detalle y paciencia, un tejido de hilos coloridos que se van entrecruzando hasta darnos un panorama mucho más real, por más cercano, de las mujeres indígenas chiapanecas.