Reflexiones sobre el oro de los alquimistas

El oro que dormita en el barro es tan puro

como el que brilla en el sol
El oro de los alquimistas es un término equívoco en sus escritos. Han hablado mucho de él, pero de una manera oscura. El lector principiante está tentado de preguntarse si dicho oro es verdaderamente oro, si sólo es un símbolo. ¿Es la alquimia, como piensa la gente, una obra metálica, o la enseñanza de un cierto yoga occidental, que hay que interpretar sutilmente?

Los Filósofos dicen que todo aquí abajo no es más que polvo y cenizas. Es el mundo de la generación y de la corrupción. Entre todas las sustancias sublunares, sólo este hermoso metal es inalterable. La hipótesis de los alquimistas es, pues, la siguiente: Si el oro, sol terrestre, es indestructible, es porque posee en sí un principio físico de inmortalidad. Si los hombres conociesen el poder y la medicina que contiene, abandonarían todas sus ocupaciones para emprender la búsqueda del secreto que el Soberano Creador ha depositado en las minas, con el fin de encontrar esta cura y regeneración a la que aspira el género humano.

¡Asombrosa hipótesis de la alquimia! Pocos hombres parecen ser sensibles a ella, quizá por falta de imaginación, pues las necesidades de la vida los acucian por todas partes. El estudio de la alquimia, poco costoso, exige, sin embargo, una gran independencia frente a esas necesidades; o una cierta aceptación de la pobreza a la que nadie quiere por compañera.

El hombre no posee en sí mismo el principio de la medicina. Debe, pues, buscarlo en la naturaleza, extraerlo y tratarlo. Lo mismo ocurre con esta «panacea universal», consistiendo la gran Obra en hacer de este oro el medicamento de los tres reinos; aplicado al cuerpo humano es el licor de inmortalidad o «elixir de larga vida».

    ¡Quimeras!, dirán algunos. ¡Si el elixir de larga vida existiera, lo sabríamos!

    «No conocemos a nadie que haya sido inmortal excepto en las leyendas».

    Éstos se definen a sí mismos, «no habiendo conocido a nadie».

Un Filósofo como el Cosmopolita escribe, por ejemplo: «El oro de los sabios no es el oro vulgar, sino una cierta agua clara y pura sobre la cual es llevado el espíritu del Señor, y es de ahí que toda fuerza de ser toma y recibe la vida». Y todavía en el mismo tratado: «El oro y la plata de los Filósofos son la vida misma y no necesitan ser revivificados».

Podríamos multiplicar estas citas características de en lenguaje en apariencia equívoco y muy propicio para despistar al lector. Abordando este género de escritos, se verá inclinado a buscar más sutilizas de las que la cosa requiere.

La alquimia no es una receta. Es una escuela filosófica que no admite más que la experiencia sensible como criterio verdadero. El alquimista quiere tocar para saber. Aunque esta experiencia sea de naturaleza secreta, no quita nada al carácter «sensualista» de tal filosofía, la más antigua y materialista del mundo; la más antigua, en efecto, ya que siempre ha resultado imposible determinar sus orígenes históricos; la más materialista, también, ya que no tiene otro fundamento que el testimonio de los sentidos. Es una enseñanza enigmática, sin duda, pero que jamás ha variado en el transcurso de la historia. La unanimidad de todos los maestros nos parece ser la prueba de una experiencia común.

La originalidad de dicha filosofía, frente al sensualismo filosófico de un Condillac, por ejemplo, es no referirse más que a un solo y único objeto: «No hay más que una sola cosa -dice el Cosmopolita- mediante la cual se descubre la verdad de nuestro Arte, en la que éste consiste enteramente y sin la que no podría ser». Así, en lugar de dispersarse en la multiplicidad de las observaciones sensibles, el alquimista encuentra todo su saber en la contemplación de un solo objeto. Louis Cattiaux, por ejemplo, dirá que esta filosofía acopla la unidad del saber con la unidad de la obra en la unidad del hombre. Es, finalmente, una filosofía del oro. A propósito del oro, no digas pues: ¡Es mi alma! Sería errar lejos del magisterio en una falsa doctrina. Pues el oro es una trampa y la alquimia también.

    Paracelso, por su lado, escribió en su Cielo de los Filósofos:

El oro es celeste disuelto
triple en elemental fluido
su esencia metálico corporal

    Limojon de St. Didier se mostró más explícito:

«Según los Filósofos, hay tres clases de oro: el primero es un oro astral cuyo centro se encuentra en el sol que, por sus rayos, lo comunica, al mismo tiempo que su luz, a todos los astros que le son inferiores. Es una sustancia ígnea y una continua emanación de corpúsculos solares que, por el movimiento del sol y de los astros, que están en un perpetuo flujo y reflujo, llenan todo el Universo; todo está penetrado por él en la extensión de los cielos, sobre la tierra y dentro de sus entrañas. Respiramos continuamente este oro astral y sus partículas solares penetran nuestros cuerpos que las exhalan sin cesar».

Vemos que el autor conocía bien el famoso prana de los yoguis; pero estos últimos, ¿acaso lo han conocido corporificado?

El segundo es un oro elemental, vale decir la más pura y fija porción de los elementos y de todas las sustancias que éstos componen, de modo que todos los seres sublunares de los tres reinos contienen en su centro un precioso grano de este oro elemental».

He aquí afirmada la unidad radical, no sólo de los metales, sino también de todas las cosas. Si el grano fijo del oro que está en todos los seres fuera puesto de nuevo en estado de vegetar, la creación entera volvería a encontrar la incorruptibilidad y la inmortalidad perdidas, dicen los alquimistas. Es por ello que dicho oro es el secreto de su Física.

«El tercero es el hermoso metal, su brillo y su perfección inalterables hacen que todos los hombres lo valoren como el soberano remedio de todos los males y de todas las necesidades de la vida y como el único fundamento para la independencia, la grandeza y el poder humanos; por esto, no es menos objeto de codicia por parte de los mayores príncipes, que por parte de los pueblos de la tierra…»

Este oro metálico al ser el más perfecto, ciertamente, de él se trata en la filosofía química.

«…Como cuando uno diga que los Filósofos poseen un oro vivo y que el oro vulgar está muerto, será un ignorante quien se atreviera a mantener que existe en el mundo otro oro que el oro vulgar, el cual, aunque se le diga muerto, es, no obstante, la cosa más pura de toda la tierra y el efecto último de la naturaleza; y, por consiguiente, es la materia sobre la cual debemos empezar nuestra obra. Debemos entender esta diferencia antes o después de la preparación por la cual en lugar de ser sepultado en su sepulcro, es resucitado y puesto en camino de vegetación…»

El oro de nuestros Filósofos químicos es ciertamente el Vulgar, pero enmendado por la buena naturaleza.

Hemos escrito precedentemente que en el oro había una trampa. Aquí se muestra. En efecto, los metales filosóficos son metales puros y no vulgares. Aquí, el avaro no encontrará provecho. ¿Qué ha podido saber de los metales puros y del oro de los Filósofos aquel que persigue las riquezas de este mundo? ¡La dulce y santa química no desvela sus encantos ante los astutos!

La avaricia fue quien heló aquí abajo todas las riquezas del oro; el oro vulgar, es el oro de aquel Dite* situado por Dante en el fondo del infierno, y atrapado en un mar de hielo. No se nos ocurra, pues, emprender esta búsqueda química sin estar, como Dante y Virgilio, animados por el deseo de volver al «claro mundo». La concupiscencia y las riquezas de Dite significaron la pérdida del oro vivo: y no es más que un cadáver lo que buscan neciamente los avaros.

¿Quién, pues, en nuestros días ha reconocido en Virgilio, al cantor del Arte químico? La Eneida es un canto sublime a la gloria de la Edad de Oro de Roma. En ello el poeta hizo alusión a ese cadáver del oro con la historia del desdichado Polidoro, en el canto III de su poema.

El rey Príamo, presintiendo la próxima ruina de Troya, quiso poner a salvo a su joven hijo Polidoro, el bien nombrado. Le impuso una «pesada carga de oro» y lo entregó al rey de Tracia pidiéndole que lo «alimentara»:

    Hunc Polydorum auri quondam cum pondere magno
    infelix Priamus furtim mandarat alendum
    Threicio regi…

    versos 49 a 51

Pero cuando se enteró de la ruina de Troya, este malvado rey hizo decapitar a Polidoro y se apoderó de su oro «por violencia».

    Polydorum obtruncat et auro
    vi potitur. Quid non mortulia pectora cogis
    Auri sacra fames?

    versos 55 a 57

¿A qué extremos empuja el corazón de los mortales la maldita avidez del oro? Pero, precisamente, los Adeptos lo han previsto. Por ello han trenzado esta famosa corona de espinas alrededor de su secreto que cuece en la sal del Paraíso.

Nos dice Virgilio que desde tal crimen, los árboles que crecían sobre aquella tierra no tenían por savia más que una sangre negra y putrefacta. Cuando se les rompía una rama, esta sangre se derramaba sobre el suelo, mancillándolo con su podredumbre.

    Nam quae prima solo ruptis radicibus arbos
    Vellitur, huic atro liguontur sanguine guttae
    Et terram tabo maculant…

    versos 27 a 29

«…Lo que tomaste por árboles no es sino hierro, huye de las tierras de este cruel, huye de la proximidad de los avaros», gime desde el fondo de su tumba el alma de Polidoro… «Estoy fijado aquí, el hierro me ha recubierto con una cosecha de flechas, que han crecido en venablos agudos». Vemos pues que el hierro es maldito para los alquimistas: es la «helada» de los metales. Observamos precisamente la oposición entre la Edad de Oro y la Edad de Hierro:

    Heu fuge crudelis terras, fuge litus avarum
    Nam Polydorus ego. Hic confixum ferrea textil
    Telorum seges et iaculis increvis acutis

    versos 44 a 46

Habiéndose, pues, enterado del crimen de que fue víctima Polidoro, Eneas y sus compañeros decidieron de forma unánime marchar de aquella tierra criminal donde la hospitalidad había sido profanada, y confiar sus velas al viento.

    Omnibus idem scelerata excedere terra
    Linqui pollutum histitium et dare classibus austros

    versos 60 a 61

Actuemos del mismo modo…, pero no antes de haber estado atentos al grito del alma del oro desde el fondo de su sepulcro: «Ayúdame y yo te ayudaré».

Pero, algunos dirán, las palabras de estos Filósofos son oscuras, y su práctica, indescifrable. Si el oro debe ser lavado y disuelto para liberar su virtud interna, y renacer vivo, ¿dónde encontraremos el disolvente que es como su propia naturaleza y en la que se funde suavemente como el hielo en el agua, para, seguidamente, coagularse de nuevo en la pureza, en esta Piedra de los sabios de la que se oyen tantas maravillas?

¡Cuántos químicos han muerto obrando en la búsqueda de esa «prima materia», que ha inspirado tantos libros!

La respuesta es que dicha obra es inaccesible al hombre solo. Por eso el Oratorio es tan necesario como el Laboratorio. Si la alquimia es una filosofía materialista, dista mucho de ser atea. Que el discípulo haga suya esta sentencia del Talmud: «Todo hombre que tiene en él el temor de los cielos oye las palabras de Elohim… y el mundo entero no ha sido creado más que para hacerle compañía». Esta sentencia, también, es un enigma.

Todos estos misterios están en poder de Altísimo. Otorga sus favores a quien quiere. La humildad de los sabios consiste en haber hablado dejando a ese Altísimo Padre de las Luces el cuidado de dar la inteligencia. La alquimia no se enseña, se comunica.

«… Os juro por mi Dios -dice Pitágoras en la Turba- que por largo tiempo he investigado esos libros, a fin de llegar a esta ciencia, y he rogado a Dios que me enseñara lo que era; y cuando Dios me hubo oído, me mostró un agua nítida, conocí que era como puro vinagre, y después, cuanto más leía los libros, tanto más lo entendía».

1. Louis Cattiaux: El Mensaje Reencontrado, II-21′.

2. Panacea. Del griego Pan: todo, y akeo: curar. Aquello que lo cura todo. En la mitología, Panakeia: «La socorredora de todos», era hija de Asclepios, dios de la Medicina.

3. Del árabe «Iksir», de una raíz «Ksr» que significa romper, quebrar, partir. Al iksir es el nombre árabe de la Piedra Filosofal.

4. Cosmopolita: Traité du sel, troisième des choses minerales de nouveau mis en lumière… París, Jean d’Houry, 1669. Sobre misterioso personaje que, a veces, se ha confundido con Sendivogius, ver Louis Figuier: La Alquimia y los Alquimistas… París, Hachette, 1865; Reedición, Denoël, París, 1970.

5. Génesis, I, 2.

6. El Mensaje Reencontrado, XXXVIII-69′.

7. Paracelso: Le ciel des Philosophes, Canon 7, Ed. de Tournes, Ginebra, 1658.

8. Limojon de St. Didier: Entretien d’Eudoxe et de Pyrophile, París, Jacques d’Houry, 1668.

9. Nicolas Valois: Los cinco libros o la llave del secreto de los secretos. Libro II, Biblioteca Hermética, Ed. Retz, París, 1975, p. 192.

*. Dante, Infierno VIII, 68. Dite, llamado Lucifer o Pentón y también nombre de la ciudad infernal situada por Dante en medio de la laguna Estigia. (N. del T.)

10. Dante, Infierno XXXIV, 27.

11. Idem, 132.

12. Como Judas el traidor que se manchó de barro con los malditos treinta denarios. volver

13. Virgilio, IV Bucólica, versos 8 y 9.

14. Talmud de Babilonia, Berakoht, 6, b.

15. La Turba de los Filósofos. Hay varias versiones diferentes de la Turba de los Filósofos. El libro en latín: Artis Auriferae quam Chemiam vocant (Basilea, 1593) contiene dos diferentes. Nuestra cita está extraída de un tercer tratado del mismo nombre, publicado en París por Jean d’Houry en 1622, en un precioso librillo titulado: Divers traités de la Philosophie Naturelle. El editor nos advierte que en esta versión era la que «el conde de la Marche Trévisane alaba y cita tan a menudo, llamándolo el Código de toda Verdad».