Facultades que olvidamos – Tuaregs-1

Facultades que olvidamos – Tuaregs-1

Estoy leyendo una interesante cronica de un encuentro con los tuareg,
escrita por el explorador Douchan Gersi, y me ha entrado complejo de
atontada y abotargada occidental que, de tanto vivir entre cemento y
de no necesitar ver, ni oir, ni oler, ni palpar, no ve un palmo más
allá de sus narices.
Sucede que el contexto fisico en el que vivimos no nos hace agudizar
los sentidos porque todo lo tenemos fácil e indicado con cartelitos,
tecnología punta, etc.
Pero ¿qué sucede cuando vives en un desierto como el Sahara, donde
todo es inestable y cambiante (mar de arena) y claramente hostil a la
vida “organizada” y “rutinaria”?.
Estas anécdotas, algunas de las cuales voy a compartir con vosotros,
me recuerdan también a las “hazañas de percepción” que se cuentan
sobre los aborígenes australianos en el Outback, esas extensiones
desiertas y durísimas donde, sin embargo, ellos se mueven como pez en
el agua.
Y también me confirman estas historias la grandisima importancia,
nunca suficientemente insistida, de vivir en y con el cuerpo como
aliado, y sacarle su máximo potencial…
—–

Douchan Gersi, “El pueblo Tuareg”

(…)En Tombouctou, conocí a un taleb u hombre de conocimiento. Tenía
la habilidad de predecir con meses de antelación y durante la
estación seca cuánta lluvia caería en la estación húmeda. Todos los
habitantes de la región decían que jamás se había equivocado.
El taleb era miembro de una tribu seminómada, vasalla de los tuareg,
que tenía su base en una aldea a unos cincuenta kilómetros al este de
Tombouctou. Su casa, hecha de caña como todas las demás de la aldea,
estaba construida en la orilla de un oued. Poseía un pequeño rebaño
de cabras y obtenía lo necesario para vivir gracias al cultivo de su
huerto, que tenía un ingenioso sistema de irrigación. Le ayudé unas
cuantas veces a transportar en mi Land Rover las hortalizas, las
verduras y las cabras hasta Tombouctou. En otra ocasión, di
antibióticos a uno de sus pacientes, que sufría una fuerte infección
dental. Me debía un favor. Un día descubrí la manera en que podía
devolvérmelo.
Aquel día, un vecino de otra aldea le había preguntado cuánta lluvia
caería y cuándo empezaría a llover. El taleb le invitó a tomar un té
y luego pidió al vecino que esperara, mientras él dejaba la
habitación. Yo quería saber su secreto y le seguí.Salió al huerto, y
miró al cielo, y los árboles y plantas que crecían en derredor.
Al volver, dijo al hombre:
-Las primeras lluvias caerán dentro de tres meses. En total serán
unos treinta centímetros de agua.
Esperé a que se quedara solo y le pedí:
Taleb, dime tu secreto.
– Te lo diré, pero sólo si es para un buen fin.
Asentí. Creo que el relatar la anécdota en este libro es con un buen
fin; en los países donde las gentes han perdido contacto consigo
mismas y con la naturaleza, podría servir de ayuda para cobrar
conciencia de la cantidad de información que, sabiendo leerla, nos
brinda la naturaleza.
El taleb me llevó al huerto y dijo:
-Mi secreto para predecir la cuantía de la lluvia y el momento en que
empezará reside en este huerto. ¡ Mira a tu alrededor y descúbrelo!
Miré por todas partes y no vi nada.
-¿Está escrito en los árboles? -pregunté.
El taleb negó con la cabeza.
-¿Está escrito en las plantas que cultivas?.
Sonriendo, respondió que no.
Dos horas enteras estuve buscando en todo el huerto el secreto del
taleb, pero fue en vano. El taleb se acercó adonde yo estaba.
-El secreto está aquí -dijo, señalando unos pequeños nidos que los
pájaros construían en los arbustos bajos-. ¿A qué altura del suelo
están los nidos? -preguntó.
-¡A treinta centímetros!
-Estos pájaros indígenas saben que deben construir sus nidos un poco
por encima del nivel del agua. En consecuencia, tendremos algo menos
de treinta centímetros de agua en el punto culminante de la estación
de las lluvias.
-¿Y no se confunden nunca?
-Si lo hubieran hecho, ¡no quedaría ni un solo pájaro! -replicó.
– Y supongo que puedes saber cuándo empezarán las lluvias viendo en
qué fase está la construcción de los nidos. ¿Estoy en lo cierto?
-¡Sólo el hombre se equivoca, la naturaleza nunca! -dijo el taleb.
Es obvio que este taleb no se valía de ninguna habilidad paranormal
para predecir cuándo comenzarían las lluvias y en qué cuantía
caerían. No necesitaba dones de clarividencia. En lugar de ello,
conocía bien los ciclos de la naturaleza y sabía leer sus mensajes.

Fue en otro pequeño campamento de la región de Hoggar donde pude
conocer de primera mano otra misteriosa facultad psíquica de los
tuareg.
Éramos los invitados de un tuareg llamado Oizek. Salvo él y unos
cuantos hombres ancianos, en el campamento sólo había mujeres;
padres, maridos y hermanos habían partido en caravana hacia Níger
para adquirir cereales, ropas y otras mercancías a cambio de la sal
que recogían en la región. La sal sigue siendo la moneda única de los
tuareg. A las dos semanas de estar allí con ellos, Oizek me dijo:
-¡La caravana volverá pronto!
-¿Cómo lo sabes? -pregunté sorprendido.
-Me lo ha dicho Aicha -repuso-. Aicha es la mujer de un hombre que
viene en la caravana. Hace dos días que está muy inquieta y que no
cesa de mirar el horizonte desde la colina. Siempre sabe estas cosas
de antemano.
-¿Cómo puede saberlo?
-No lo sé. Jamás le he preguntado. Pero sabe estas cosas de antemano –
repitió-. El taleb dice que es capaz de comunicarse mentalmente con
su marido.
-¿Cuándo salió de aquí la caravana?
-Hace más de tres meses –dijo.
-¿ Y cuándo esperabais que volviera?
-Hace unas cuantas semanas, o dentro de dos meses. Sólo , Alá lo
sabe -replicó. (No existen fechas fijas en estos viajes largos y
agotadores por el duro, peligroso desierto.)
Dejé a Oizek y fui en busca de Aicha. La encontré sentada junto a su
tienda; su hermana la estaba peinando. Quería estar guapa cuando
volviera su marido.
-Así que vuelve tu marido -dije sentándome con ellas. Aicha asintió.
-¿Cómo lo sabes? -pregunté.
-Le he olido en el viento de la mañana -repuso.
Sentí que no era momento para interrogarla sobre esas misteriosas
facultades suyas, de modo que seguí sentado y observé. Como todas las
mujeres del mundo, las tuareg dan mucha importancia al peinado.(…)
Cuando ya estaba trenzado la mitad del peinado, Aicha salió del
campamento y yo la seguí hasta la cima de la colina. Desde arriba,
mirando al Sur en dirección a Níger, más allá del valle sólo
alcanzaban a verse kilómetros y kilómetros de dunas que llegaban
hasta el mismísimo horizonte. Observé a Aicha. Hacía algo más que
escudriñar los espacios abiertos; olfateaba la suave brisa mientras
se acariciaba la cara. De pie junto a ella, vi que le temblaban las
aletas de la nariz.
Luego sonrió y dijo lentamente que su hombre llegaría pronto.
-¿Cuándo es pronto? -pregunté.
-¡Esta noche! -replicó.
-¿Cómo lo sabes?
-Ya te lo he dicho; el viento trae su olor -respondió , riendo.

Y dando media vuelta echó a correr hacia el campamento. Miré el
reloj. Todavía faltaba más de una hora para la puesta de sol. Corrí
hacia el Land Rover y conduje lo más aprisa que pude para llegar
cuanto antes al extremo más alejado del valle. Recorrí el horizonte
con unos binoculares muy potentes y no vi más que el vacío. Trepé por
la ladera de un monte rocoso y busqué otra vez la caravana hasta que
la oscuridad se cernió sobre el desierto. Pero no vi rastro de seres
humanos, nada que probara que Aicha estaba en lo cierto.
Tardé unas dos horas en llegar al campamento porque ya era noche
cerrada. Eso me dio tiempo para reflexionar. Si desde donde yo
estaba, y pese a los potentes prismáticos, no había podido ver a
nadie aproximándase al campamento, Aicha tampoco había podido hacerlo
desde donde ella estaba, unas horas antes. Y ya que nadie puede decir
con exactitud cuándo volverá una caravana, yo era tremendamente
escéptico en cuanto a la capacidad de Aicha para predecir el regreso
de su marido. Pensando en la posibilidad de que Aicha tuviera
facultades de clarividencia o precognición, fui en su busca y
pregunté si su marido volvía solo o con toda la caravana; y si lo
hacía solo, si los demás vendrían todos juntos o irían llegando en
pequeños grupos.
-No lo sé -respondió Aicha-, pero él no vendría nunca solo, no
viajaría sin la compañía de sus amigos.
Me fui a dormir sabiendo que si la caravana llegaba por la noche, los
ruidos me despertarían.
-Douchan… Douchan…
Alguien susurraba mi nombre, al principio con suavidad, calmadamente;
después, en tonos más altos cada vez, hasta que abrí los ojos. (Los
tuareg lo hacen así para no despertar con brusquedad. Conocen bien la
importancia del despertar, que decide el estado de ánimo de una
persona para todo el día. Muchas culturas de tradición se valen de
esta técnica porque creen que el alma humana, durante el sueño, viaja
a otros universos ya otros niveles de espacio-tiempo; creen que un
sueño es el recuerdo, la rememoración de estos viajes. Decir con
suavidad el nombre de la persona a quien se despierta, dará tiempo a
su alma para retomar al cuerpo antes de despertar.)
Era Oizek quien llamaba.
-¡El marido de Aicha está aquí! Ella tenía razón; acaba de llegar.
Eran las cinco de la madrugada, y el marido de Aicha había vuelto
solo. Había dejado a sus compañeros de caravana en Níger antes de
cerrar los tratos y había viajado con otra caravana que iba a Libia,
donde podía conseguir plata a buen precio. Desde allí, había hecho
solo el trayecto de vuelta al campamento.
Si Aicha hubiera tenido facultades de precognición o de
clarividencia, habría sabido que su marido regresaba solo. Por tanto,
quedaba una única explicación posible: había tenido contactos
telepáticos con su marido mientras éste se acercaba a casa. El taleb
estaba en lo cierto; ella tenía ese poder.

acultades que olvidamos. Tuaregs-2

La historia que relato a continuación también pertenece al ámbito de
los fenómenos telepáticos.
Sin teléfonos ni otros medios modernos de comunicación, y pese a las
distancias, las noticias vuelan en el imperio de viento y silencio de
los tuareg. Las noticias que se producen en el seno de las tribus
encuentran un cauce de transmisión cuando los tuareg que practican el
pequeño nomadismo coinciden durante el viaje. (El pequeño nomadismo
consiste en desplazarse de un pasto a otro, dentro del territorio
tribal. Cuando se agota el pasto en una zona, los tuareg levantan el
campamento y marchan hacia la zona de pastos más próxima.) Todo
aquello que sucede en el Sáhara, suele comentarse alrededor de un
pozo, generalmente un hoyo de un metro o menos de ancho, pero muy
profundo. Allí es donde los tuareg que practican el pequeño nomadismo
se encuentran con los que practican el gran nomadismo, gentes que
viajan en largas caravanas de hombres, animales y mercancías,
cruzando el Sáhara hasta Gao, Tombouctou, Agadez y otras ciudades del
África negra, o que llevan enormes rebaños de camellos hacia y desde
los verdes pastos del Sahel, al sur del desierto. y cuando se
encuentran, los tuareg beben té caliente y charlan de que tal hizo
esto y lo otro y se encontró con cual, que irá a la boda de aquél,
que se celebrará en el pozo X. A veces, al despedirse, dos hombres
acordarán verse otra vez por el camino en un lugar y fecha
determinados, al cabo de tres meses o de un año, pero nunca olvidan
decir «Inch Allah» (Con la voluntad de Alá).
Un día, en medio de ningún sitio, lejos de los pozos y de los
senderos nómadas, tropecé con un tuareg sentado a la sombra de su
camello. A juzgar por los rastros que había sobre la arena alrededor
del camello, yo sabía que el hombre debía de llevar allí por lo menos
unas veinticuatro horas. (Se había ido cambiando de sitio para estar
en todo momento a la sombra del camello.) Después de intercambiar el
tradicional saludo, le llevé té que tenía en el coche y, junto con
mis acompañantes, bebimos y charlamos.
-¿Qué está haciendo aquí? -pregunté.
-Espero a un amigo -dijo él.
-¿Desde cuándo?
-Desde hace tres días.
-¿Cuándo tenía que venir?
-Uno de estos días.
-¿Cuánto tiempo esperará aún?
-Quizá dos o tres días. Casi no me queda agua.
-¿Cómo sabrá su amigo que ha estado aquí, esperándole?
-Dejaré un mensaje en una piedra para poder vemos en otra ocasión y
en otro lugar.
La tradición tuareg sólo es oral, y pasa de una generación a otra.
Según estas gentes, no hay que dejar escrito nada de gran importancia
porque puede leerlo cualquiera. Pese a ello, todo el Sáhara está
lleno de escritos en tifinah, el alfabeto tuareg. Son mensajes como
el que este tuareg pensaba dejar a su amigo; se descifran tanto de
izquierda a derechá como de derecha a izquierda, de abajo arriba o de
arriba abajo, basándose en un código que solamente es conocido por el
que escribe y por la persona a quien va dirigido el mensaje.
-¿Cuándo fijaron la fecha de su encuentro?
-Hace unos siete meses.
-¿Dónde?
-En Gao.
(Gao es una ciudad de Malí, a unos mil kilómetros del lugar donde
estábamos.)
Tuve que hacer pacientemente infinidad de preguntas para enterarme
por fin de que venía del Este e iba hacia el Sur, y que su amigo se
desplazaba de Oeste a Norte. Aquel sitio era, ciertamente, el mejor
para la cita.
Miré en derredor y solamente vi colinas rocosas, arena y piedras
-¿ Cómo sabe que éste es el lugar? -pregunté.
-No puede haber error -respondió el hombre, describiendo y dando los
nombres de todo lo que nos rodeaba.
Se avecinaba la puesta del sol y decidimos cenar y pasar la noche con
el tuareg. Al día siguiente, mientras tomábamos el desayuno, dije al
hombre que le dejaría un poco de agua para que pudiera esperar a su
amigo unos cuantos días más.
-No necesito más agua, gracias. Usted la necesitará para el viaje
mucho más que yo.
-No entiendo qué quiere decir -repuse.
-Anoche, mi amigo me dijo dónde estaba. Iba escaseando el agua que
llevaba y tuvo que dar un rodeo para poder llenar sus guerbas
(especie de odres de piel de cabra que se emplean para transportar
agua) en un pozo. Está a dos días de aquí.
-¿Cómo le dijo eso? ¿Soñó usted con él?
-No, no soñé con él. Me dijo dónde estaba.
-Pero ¿cómo pudo decírselo?
-En mi mente, y de la misma manera yo respondí que le esperaría.
-¿Cómo hace eso?
-Pienso en él, intensamente, repitiendo lo que quiero saber, y sé que
mi mensaje llega cuando oigo su respuesta.
-Entonces, ¿está seguro de que su amigo llegará aquí dentro de dos
días?
-Inch Allah!
Me volví hacia mis acompañantes y les propuse esperar dos días para
ver qué ocurría. Estuvieron conformes.
Al final del segundo día apareció más allá de las colinas rocosas,
una silueta que se movía en dirección a nosotros. Era el amigo que
esperaba el tuareg. Tras los saludos de rigor y el té ceremonial,
pregunté al recién llegado si sabía que estábamos esperándole junto a
su amigo. Respondió que no.
-Mi amigo sólo dijo que él me esperaba.

Facultades olvidadas. Tuaregs-3

Para concluir, referiré otra historia, una que me parece de lo mas
asombrosa.Estábamos en Djanet, una ciudad argelina no lejos de la
frontera con Libia. Yo pretendía llegar desde allí hasta Tombouctou
cruzando el Sáhara en línea recta. Se trataba de un viaje muy
arriesgado; había que cubrir un trayecto de unos mil quinientos
kilómetros de montañas rocosas, profundos valles, amplias llanuras
con afiladas piedras volcánicas, y grandes extensiones de dunas y
arenas movedizas. Los mapas de la zona carecían de precisión y era de
todo punto desaconsejable realizar el viaje sin ayuda de un guía que
pudiera reconocer los puntos sobresalientes del paisaje y que nos
condujera a salvo en la peligrosa travesía por el desierto, además de
encontrar pozos en caso de que nos faltara agua.

Generalmente todos los nómadas tuareg gozan de la rara habilidad de
orientarse en el desierto. Siempre saben dónde están aunque nunca
antes hayan estado en el lugar. Forma parte de su herencia cultural;
los tuareg enseñan las tradiciones a sus hijos y, por medio de
fábulas, de sus valores, filosofía y sabiduría, también les enseñan
la vida nómada. Graban el desierto en la memoria de sus hijos: cómo y
dónde encontrar agua; cómo reconocer y utilizar plantas medicinales;
cómo orientarse por la noche mirando a las estrellas y, durante el
día, oliendo la arena caliente y tocando los granos, que se
distinguen según la región, y memorizando los colores y formas de la
naturaleza.
El jefe del puesto militar de Djanet nos dijo dónde encontrar a un
hombre llamado Iken quien, según él, sería el mejor guía para nuestro
viaje. Cuando estaba a punto de salir de allí, el comandante agregó
que Iken era ciego, pero que eso no debía preocupanne. Pensé que se
trataba de una broma y así lo dije. Repitió que no debía preocuparme,
que Iken era el mejor guía.
-¿El mejor que tiene, o el mejor que le queda? -pregunté intentando
sonreír.
-¡No se preocupe! -insistió riendo.
-¿Nació ciego o se quedó ciego por alguna enfermedad? -pregunté
nervioso.
-Se quedó ciego hace unos diez años. Una infección ocular -respondió
estrechándome la mano para dar a entender que la entrevista había
terminado.
Iken era un hombre alto, de unos cincuenta años. Hablando con él nos
enteramos de que había pasado la infancia y la adolescencia con su
padre, que conducía caravanas por todo el Sáhara. Luego él mismo
trabajó en las caravanas hasta que la Legión Extranjera francesa lo
contrató de guía; en aquel entonces los franceses gobernaban Argelia.
A los treinta años perdió la vista de resultas de un tracoma mal
tratado. (…)
Describí a Iken el trayecto que pensaba emprender.
– Ya veo… Ya veo -repetía mientras yo le informaba.
-¿Ha hecho este viaje alguna vez? -pregunté.
-Exactamente el mismo itinerario no, pero veo perfectamente lo que
quiere hacer. Podemos salir mañana por la noche -dijo.
-¿Por qué por la noche? Preferiría conducir durante las horas de luz
para poder filmar.
-Como quiera, pero en cuanto pasemos la región montañosa no debemos
circular entre las diez de la mañana y las cinco de la tarde.
-¿Por qué?
-Allí ya es verano. Es un horno, hay tormentas de arena y una
temperatura de sesenta y dos a sesenta y cinco grados durante el día.
Los neumáticos se rompen con facilidad y el motor no resistirá.
Parecerá sorprendente, pero pese a su dolencia yo sentía que Iken era
un guía seguro.
Tengo un amigo ciego que me ha hecho reparar en que los ciegos,
forzados a manejarse con la pérdida de la visión, suelen gozar de
ciertas facultades psi. Se llama Michel Oelacroix y vive en Bruselas.
Su ceguera no ha sido obstáculo para recibirse de abogado ni para la
práctica de la ley criminal. Solía visitarme cuando yo vivía en
Bruselas, una manzana más allá de su casa; le encantaba pasar el
tiempo tocando, acariciando y oliendo cada objeto de mi colección de
arte primitivo. Era capaz de decir si había algún objeto nuevo sin
que yo dijera nada. Por la cantidad de polvo acumulada sobre las
cosas, sabía cuánto tiempo hacía que no limpiaba la casa, y además
podía hablar horas enteras sobre el objeto que tenía en la mano,
sobre su forma, características y, más asombroso aún, sobre sus
colores, que, decía él, literalmente sentía a través de los dedos.
Un día iba yo siguiendo el laberinto de interminables corredores del
palacio de justicia, buscando un despacho donde debía presentarme con
una citación por violación de normas de tráfico, cuando desde atrás
oí la voz de Michel llamándome. Al preguntarle cómo había sabido que
estaba allí dijo:
-Has pasado por delante de mí cuando salía de una sala del tribunal.
Sabía que eras tú.
-Pero ¿cómo sabías que era yo? ¿Por mi colonia? ¿Por el sonido de los
pasos?
-Por todo… y por nada en particular, ¡pero sabía que eras tú!
-¿ Y puedes reconocer también a otras personas?
-Sólo a las que me importan.
Impresionado por lo que había sucedido decidí, días más tarde,
intentar un experimento para cerciorarme de los elementos por los que
Michel me reconocía. Sabía en qué parada bajaba del autobús y qué
calle tomaba para volver a casa cuando acababa el trabajo en el
tribunal. Llamé al tribunal para saber qué días estaba de servicio y
sustituí mi colonia habitual por otra. Le esperé a mitad de camino
entre la parada del autobús y su casa, en la acera por donde vendría
él.
Cuatro metros antes de llegar donde yo estaba, Michel, moviendo su
bastón blanco de lado a lado para poder cruzar la calle a salvo,
empezó a mostrarse más y más inquieto. Redujo el paso y su cabeza
comenzó a seguir casi los movimientos laterales del bastón, como si
estuviera buscando algo. Me apoyé contra la pared para dejarle más
sitio. Cuando pasaba frente a mí, miró instintivamente hacia donde yo
estaba, frunciendo la frente y oliendo el aire, pero continuó
caminando despacio. Luego se detuvo como esperando que yo dijera
algo. Seguí callado e inmóvil, sintiéndome culpable por mi ardid, y
él prosiguió la marcha.
Al día siguiente repetí el experimento, pero esta vez esperé en la
acera opuesta. Michel pasó por las mismas reacciones del día
anterior. Sus ojos sin vida me miraron otra vez; luego, siguió
caminando.
Pensé que me llamaría uno de aquellos días, pero no fue así. Dejé
pasar una semana y le hice una visita, llevando mi colonia de
siempre. En el transcurso de la conversación, preguntó si yo había
cambiado de colonia en los últimos tiempos. Respondí que sí.
-¡De modo que eras tú! -exclamó-. Sabía que eras tú. Me resistía a
llamarte porque el olor de la colonia era diferente y no quería
ponerme en ridículo en el barrio al llamarte por el nombre, ¡pero
hubiera apostado a que eras tú!
Expliqué a mi amigo los motivos que me habían impulsado a hacer aquel
experimento, y me perdonó.
Si no podía olerme u oír mis pasos, ¿cómo había sido capaz de
percibir mi presencia ?
-¡Tenía una sensación inexplicable, una certeza incontrolable! -dijo
Michel.
¿Clarividencia o telepatía?

Desde que dejáramos Djanet, Iken iba sentado sobre la rueda de
recambio, que estaba sujeta al capó.
-Necesito respirar el olor del desierto -había explicado-. Eso me
dice dónde estoy; cada sitio tiene un olor particular. No puedo oler
si voy dentro del coche. y desde aquí oigo los diferentes ruidos que
hacen los neumáticos al pisar el suelo; también eso me dice mucho con
respecto al terreno.
Debéis fijaros atentamente en los gestos que yo haga para guiaros.
Con la mano izquierda señalo que debéis ir hacia la izquierda; con la
derecha, que debéis ir hacia la derecha. Las dos manos levantadas son
para que aceleréis, las dos manos extendidas lateralmente quieren
decir que paréis, y para reducir la velocidad, agitaré ambas manos en
el aire. También necesito ayuda de todos vosotros. (Yo iba acompañado
por Daniele y por mi ayudante, Philippe.) No habléis mientras
conducís, y mirad detenidamente el paisaje que os rodea.
-¿Por qué? -pregunté, sabiendo la respuesta pero deseando oírsela
decir.
-Porque también eso me ayuda a ver dónde estoy -dijo.
No era fácil conducir con Iken sentado en el capó, tapando la vista.
Siguiendo las instrucciones que me daba, yo tenía que ir zigzagueando
con cuidado entre los obstáculos naturales: arenas movedizas, enormes
rocas volcánicas, dunas, profundas grietas excavadas por antiguos
ríos. (…)Pese a estos problemas de índole técnica, Iken seguía
mereciendo toda mi confianza.
Un día, las manos de Iken ordenaron parar el coche. Le ayudamos a
bajar del capó. Se sentó sobre los talones y tomó un puñado de arena
que olió intensamente durante largo rato. Luego acarició la arena y
jugueteó con los granos, estudiando cuidadosamente su textura. Al
cabo se irguió y libre de toda preocupación dijo:
-Ahora sé dónde estamos. Debemos proseguir en esta misma dirección.
Y su mano indicaba el camino.
Una noche buscábamos desesperadamente un pozo porque estábamos
escasos de agua. Lejos de encontrarlo, dimos de bruces con un enorme
arbusto reseco, de más de un metro de alto.
Iken acarició las ramas muertas, olió todo lo que crecía o estaba
seco alrededor de él y por fin dio instrucciones. Pocas horas después
encontramos agua.
Llegamos a Tombouctou según lo previsto. Era imposible perderse
llevando a Iken de guía. En lo que concierne a sus facultades, podría
argüirse que no todas pertenecen al ámbito de fa telepatía, que
algunas están más cercanas a la clarividencia. Pero lo importante es
que Iken sintonizaba con una parte del cerebro que le permitía
guiamos a través del desierto.

(…)Otros tuareg que luego hicieron de guías para nosotros, también
rehusaron ir dentro del coche, pero por razones diferentes.
Acostumbrados a viajar en camello, no podían reconocer los puntos
sobresalientes del paisaje desde el interior del vehículo, ya que la
configuración del relieve del terreno estaba dibujada en su memoria
tal como la veían desde su perspectiva a lomos del camello. Por
tanto, viajaban en el techo del coche, que aproximadamente tenía la
misma altura de la silla de montar puesta sobre la joroba del animal.
Pero esto era fuente de problemas: yo no podía ver al guía, y con el
ruido del motor resultaba imposible oír sus indicaciones. En
consecuencia, Philippe tenía que sentarse sobre la rueda de recambio
del capó y actuar de intermediario entre el guía y yo, transmitiendo
sus mensajes e instrucciones.
Había aún otro problema con estos guías: el de conducir por la noche
con los faros encendidos. Como estaban habituados a viajar con la luz
de las estrellas y la luna, no sabían orientarse de noche porque la
luz de los faros distorsionaba la apariencia del terreno. Yo debía
conducir entonces con las luces apagadas. Sin embargo, debo admitir
que es una experiencia extraordinaria, verdaderamente mágica,
conducir a la luz de la luna y las estrellas, con la sensación de
estar suspendido entre lo ignoto y lo misterioso, formando parte, al
fin, de la realidad cósmica donde todo, hasta lo imposible, podría
ocurrir.
Estos relatos reflejan mis experiencias personales con los tuareg. En
el desierto australiano y en el Kalahari, estando con los
bosquimanos, he oído muchas historias que también atestiguan que las
gentes de los grandes desiertos -donde es necesario recorrer
larguísimas distancias para poder encontrar a otros seres humanos-
parecen estar más sintonizadas con esa parte del cerebro que da
cabida a la telepatía, porque ello es necesario para asegurar la
supervivencia.
Son muchos los fenómenos de esta índole que he conocido gracias a los
pueblos de tradición. No pueden ser mera coincidencia. A veces
pienso, no obstante, que algunos son producto de la intuición, para
la que estos pueblos parecen tener predisposición al verse forzados a
valerse de ella para sobrevivir. (…)En nosotros esta facultad
tiende a atrofiarse por falta de utilización en la vida cotidiana.
Llamar por teléfono o escribir una carta es mucho más común y más
fácil que concentrarse para enviar un mensaje a alguien.
Me he dado cuenta de que muchos pueblos de tradición viven más
acordes consigo mismos que nosotros. Han desarrollado la intuición y
los sentimientos animales primitivos más que el razonamiento.
Viviendo en estrecha relación con la naturaleza, implicándose íntima
y profundamente en ella, han aprendido su lenguaje. Quizá porque no
tienen opción para sobrevivir de otra manera, se han visto obligados
a sintonizar con aquellos aspectos del cerebro que les permiten
adquirir niveles de consciencia más altos.