Fundamentos cientificos del ocultismo

FUNDAMENTOS CIENTÍFICOS DEL OCULTISMO
(PRIMERA PARTE)

El material que brindamos a continuación es la primera entrega de un texto aún no dado a imprenta por Gustavo Fernández, pero que se encuentra en sus planes de edición para el bienio 2000/2001.

INTRODUCCIÓN

El trabajo que ustedes se aprestan a leer es la natural decantación de numerosos años de estudio e investigación pero, en especial, de reflexión. Pensamientos que nacieron no sólo de la libre asociación de conceptos extraídos de centenares de libros leídos sobre el tema, sino especialmente de la amalgama de los mismos con las experiencias y anécdotas por mí vividas, tanto en el ámbito de la enseñanza como en el de la investigación de campo. Y todo ello hilvanado a partir de la inflexible metodología intelectual que me he impuesto y que, cuanto menos en mí, se manifiesta en una revolucionaria concepción del Universo y la Realidad que así, escrita con mayúscula, trasciende la concepción que de la realidad cotidiana tenemos para transformarse en una lente multidimensional para comprender el Todo (el sentido esencial del Uni-verso) en que estamos insertos.

Como suelo decir frecuentemente, resulta hasta intelectualmente chocante para una mayoría de contemporáneos que a principios de este siglo veintiuno alguien, en vez de buscar la acreditación científica o académica para sus actividades en el campo de la investigación (especialmente si ésta roza peligrosamente el limbo de lo paranormal) acepte nominalmente volcarse hacia el 0cultismo. Precisamente, estas páginas constituyen, si cabe, un alegato de autojustificación lo que, ciertamente, no deja de ser un expreso reconocimiento de humana debilidad por parte del autor, puesto que si hay algo que se supone no debe interesar en lo más mínimo a un ocultista es lo que otros puedan pensar de él.

Pero, en fin. Este es el tenor de los tiempos, la incierta oportunidad de haber nacido a caballo de la transición entre la Era de Piscis a la de Acuario.

Por otra parte, es absolutamente cierto que esto de dejar tranquila nuestra conciencia a partir del momento en que gozamos del crédito universitario es apenas un modismo de la época: en efecto, en otros tiempos, muy distintos eran los referentes de credibilidad a que acudía el ser humano.

Así, por ejemplo, en el Medioevo los intelectuales temblaban ante la sola idea de no contar con el respaldo eclesiástico. En otros momentos históricos (en nuestro propio país, décadas atrás) lo importante era la opinión favorable que de lo que uno hacía tuvieran los políticos. O los militares.

En última instancia, decir que hoy en día lo “importante” es que los científicos respalden lo que hacemos sólo refleja la moda intelectual de la época: a veces me pregunto qué será importante, cuál será realmente la referencia válida intelectualmente hablando para nuestros descendientes de los próximos quinientos años. Y me respondo: algo muy parecido a ese entronque entre misticismo, lógica y estética que hoy denominamos Ocultismo, pues eso (y no otra cualquier burda definición de diccionario) es la filosofía que nos ocupa.

Comencemos por aclarar que existe una contradicción –otra más– implícita en el título de este libro: un verdadero ocultista sabe que es una perogrullada buscar fundamentos científicos en el Ocultismo porque, precisamente, es la Ciencia la que se fundamenta en éste. Y lo dicho, que puede sonar a herejía, es sin embargo una verdad histórica: el método científico como tal, en tanto es una metodología aplicada analíticamente al conocimiento de un tema determinado, y en cuanto parte de tres axiomas o premisas básicas, es una exigencia intelectual de los antiguos sabios ocultistas.

En efecto: esos axiomas fueron exigidos por los antiguos hierofantes para el conocimiento racional del Universo, a saber: (a) verificabilidad (que una afirmación pueda ser cotejada por cualquier observador objetivo); (b) repetibilidad (que aplicando un mismo método se obtengan idénticos resultados) y (c) uniformidad de criterios. Pues ciertamente, ¿qué es el Ocultismo, sino el conocimiento racional de las cosas más la percepción mística e iluminista o, si se quiere, intuitiva, más el orden y la armonía (estética) entre ellas?. El experimentador ocultista proponía un ensayo, una receta, una metodología, y afirmaba que si ésta se respetaba (en elementos, circunstancias, etc.) se obtenía invariablemente los mismos resultados: y esto es científico.

Lo científico (que en nuestra época equivale a decir lo respetable) no pasa por las herramientas de trabajo, por el uso de sofisticada tecnología (por lo que el diccionario entiende por “sofisticado”), por el título académico o por el guardapolvo blanco: lo científico, lo serio, lo metodológico estriba en la actitud intelectual. No interesa si nos valemos de contadores Geiger, electroencefalógrafos o, en su defecto, de velas, sahumerios o símbolos. Un tema no es “científico” por sí mismo sino por las exigencias metodológicas que satisface. La absurdidad campea también en las academias, cuando se flexibiliza en exceso la rigurosidad de una investigación, nos autocensuramos de evaluar una hipótesis alternativa o se priorizan las luchas internas o el “lobby” político institucional sólo en aras de asegurar la rápida publicación de unos resultados, acceder a una beca o sostener la respetabilidad adquirida.

Los ocultistas, en cambio, sostenían que además del trabajo de laboratorio es necesario el crecimiento interior, espiritual, del experimentador, porque sólo del resumen de ambas concepciones surge una visión holística del Universo. Así, el Ocultismo enseña que hay tres maneras de comprender la Realidad: racionalmente (la ciencia), esencialmente (la mística) y estéticamente (el arte). Cuando un maestro de obras gótico dirigía la construcción de una catedral, como en el caso de Notre Dame o Chartres, esto no sólo buscaba la perfección edilicia (técnica) para un fin (religioso) sino también debía expresar artísticamente su objetivo.

Pero la esquizofrenia social del sistema nos llevó a una compartimentización, a especializarnos en exceso; hoy se sabe cada vez más de cada vez menos, perdiendo de vista esa contemplación totalizadora que preconiza el Esoterismo. Palabra, después de todo, que proviene del griego “eisoteo” (“abrir una puerta”) indicando que la búsqueda de Dios está hacia adentro de cada uno de nosotros. De allí que la moderna ciencia deba sus créditos a los primeros preceptos intelectuales de las Ciencias Ocultas. No olviden ustedes que la Filosofía, madre epistemológica de todas las ciencias, esa Filosofía que hoy estudiamos en las universidades, parte de planteos elaborados por sabios muertos centenares o miles de años atrás.

Cada rama del Ocultismo antecede y engloba a las ciencias contemporáneas: la Astrología es más abarcativa que la Astronomía, no solamente por ser históricamente anterior, sino porque mientras ésta última estudia las relaciones físicas entre los cuerpos celestes, aquélla estudia esas relaciones físicas más el todo energético, el todo astral, que las involucra, además de las interacciones de esos distintos planos entre sí y su efecto macrocósmico sobre lo microcósmico, el hombre. La Alquimia se encuentra en igual relación con la moderna Química, pues mientras ésta investiga las relaciones físicas y químicas entre los elementos orgánicos o inorgánicos, la alquimia trabajaba en el mismo terreno además de su relación con las transmutaciones psíquicas y espirituales del operador. La moderna Matemática nace en la matemática pitagórica, pues mientras en la escuela, el colegio y la universidad se nos enseñan las relaciones entre esos entes abstractos llamados números y solamente ellas, Pitágoras estudiaba dichas relaciones así como las de las mismas con los planetas, colores, notas musicales, partes del cuerpo humano… porque en última instancia el Ocultismo busca el conocimiento de lo particular para aprender (¿o debería escribir “aprehender?”) la esencia de lo general, lo trascendente. En síntesis, el Todo.

Tengo además otra razón de peso para justificar a este trabajo: el brindar una óptica quizás polémica pero no menos realista a la actividad parapsicológica. En efecto, en todo el mundo es evidente el esfuerzo que hacen los parapsicólogos profesionales –especialmente aquellos de profunda inserción mediática– por rotular a sus actividades de “científicas”, poniendo el grito en el cielo cada vez que se les atribuye connotaciones esotéricas. Soy un convencido, como parapsicólogo, que nuestra disciplina no es más que el aggiornamiento contemporáneo de contenidos y herramientas típicamente ocultistas, ya sea este ocultismo de Oriente u Occidente. Y como creo que nada malo hay en eso, intento depurar de nuestras filas la suspicacia y vergüenza que la ignorancia puede generar alrededor de la filosofía esotérica y sus prácticas.

Pero como estamos dominados por el pensamiento tecnocrático, seguimos pensando que el valor de las cosas radica en la “razón científica” que sea, o no, encontrada. Por ese motivo es que escribí este libro.

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  • Crow

    PRIMEROS EJEMPLOS

        Sólo a los efectos de demostrar que nuestros antepasados no eran tan ingenuos y supersticiosos en la búsqueda del saber como habitualmente se piensa, es oportuno repasar algunas anécdotas que nos reservó la Historia.

        En los libros sagrados hindúes, especialmente en los “Vedas”, se describe una “medicina” efectiva para tratar la viruela o “peste” como allí se la menciona: el paciente enfermo de la misma debe frotar su cuerpo desnudo contra el de un animal, preferiblemente vaca o caballo, que hubiese sufrido ésta y sobrevivido. Los antropólogos e historiadores dicen que esto es un exponente del “pensamiento mágico” de los antiguos hindúes, que así creían transferir la enfermedad al animal por un proceso de magia simpática. Empero, las evidencias arqueológicas señalan que muchos enfermos de viruela, tratados así, sobrevivían. Hoy sabemos que el método tenía fundamentos: el animal enfermo y sobreviviente lo era a expensas de generar anticuerpos, leucocitos blancos que se depositaban en pústulas sobre su cuerpo. Al frotarlo, el paciente reventaba esas pústulas y los anticuerpos, por distintos conductos, especialmente ósmosis capilar, ingresaban al torrente sanguíneo del enfermo, que así se “vacunaba”. Y la expresión no es ociosa, pues precisamente ése es el mecanismo de nuestras modernas vacunas, llamadas así, además, porque se preparan a partir del suero obtenido por la inoculación progresiva del virus en vacunos.

        Otro ejemplo. Durante las guerras entre árabes y cristianos, algunos siglos atrás, se empleaba un sangriento método para templar las armas. En la fragua, el hierro al rojo vivo era introducido en el cuerpo de prisioneros cristianos para enfriarlo con su sangre, matándolos en ese acto. Otra vez los historiadores ortodoxos nos “explican” que de esta manera los musulmanes creían transmitir al metal las propiedades de virilidad, coraje y resistencia del enemigo. Pero lo cierto es que en los combates, por cada alfanje o alabarda mora que se quebraba, decenas de espadas españolas lo hacían. Durante los siglos dieciocho y diecinueve, el sistema empleado para templar el metal consistía en enfriarlo en grandes bateas donde previamente se habían hervido pieles de animales sin curtir. Hoy, la metalurgia emplea el proceso llamado de “nitrogenación del acero”, mediante el cual se insufla nitrógeno en el período de enfriamiento del metal, dándole así temple y durabilidad. Por cierto, es alto el contenido de nitrógeno en la sangre del infeliz en cuyo cuerpo se enfriaba el acero y este nitrógeno, evaporándose al disipar el calor, se incorporaba al metal. Método cruel, sí, pero científicamente justificable.

        Durante miles de años, los textos esotéricos han descripto al mundo conformado por cuatro elementos básicos: agua, aire, tierra y fuego. Ciertamente, los antiguos no se referían al agua de beber, la tierra del jardín, el aire que respiramos o el fuego de la cocina al hablar de estos elementos, sino a cuatro categorías en las cuales esa tierra del jardín, el aire que respiramos y demás son sólo la expresión más grosera, más material, de un primer principio sutil llamado, por caso, “tierra”, que abarca, sí, ese elemento físico, pero también implica signos zodiacales, notas musicales, colores (el verde, sinónimo de seguridad y progreso), fecundidad… Al hablar de “agua”, en el mismo sentido, se habla de colores (azul), condiciones (adaptabilidad), etc. El “aire” implica como color al amarillo (no porque sea de este color, sino porque es el sustento visible de los rayos del Sol) y se le asigna la característica de “transitoriedad y mutabilidad”, o sea, “cambio”. El “fuego” además de corresponder, verbigracia, al signo de Leo, corresponde al color rojo, al concepto de “peligro”, y nos acercamos entonces a una conclusión fundamental: aunque no creamos en las leyes del Ocultismo estamos inexorablemente sujetos a ellas. Como con la gravedad, a la que puedo desconocer, pero si me asomo excesivamente al balcón de un quinto piso, me veré forzado a obedecerla.

        ¿Y porqué esa conclusión y todo este introito?. Porque noventa años atrás, alguien inventó, para seguridad y control del tránsito, el cotidiano semáforo. Seguramente, el o los inventores habrán tenido sus muy buenas razones para elegir sus colores característicos y adjudicarles un valor simbólico a los mismos… pero no pudieron escapar a esa ley universal que dice que al “rojo” se le asocia el concepto de “peligro”, al “amarillo” el “cambio” y al “verde” la “seguridad” o “avance”. Ciertamente, ustedes pueden reinventar el semáforo y otorgarle otros colores, o darle a los mismos otro sentido… pero sólo ahora, que conocen la ley, que toman conciencia de la misma, están en condiciones intelectuales de alterarla. Esta es otra condición del Ocultismo: sólo se cambia, o se evita, o se combate aquello que primero se conoce. Ya que de lo contrario, si desconocemos las opciones, ¿cómo ejecutar el libre albedrío?.

        Y permítaseme aquí hacer una digresión. Dentro del Ocultismo, y cuando discutimos sobre “mancias” (técnicas adivinatorias) los escépticos comúnmente nos atacan con el argumento de que tal creencia es “fuertemente determinista”, presupone un “futuro inexorable” y, en consecuencia, entrega al hombre “a la resignación de no luchar por su porvenir”. Pero el razonamiento correcto es exactamente al revés: como dije, sólo cuando soy conciente de un eventual futuro puedo elegir dar –o no– los pasos necesarios para cambiarlo. Si lo ignoro, después de todo, ¿cómo puedo estar seguro –más allá de la autojustificación– de que lo que emprendo es porque “construyo” mi futuro (desde la ignorancia) en vez de, simplemente, obedecer las tendencias, ahora sí deterministas, a las que ese desconocimiento previo me ha sujeto?.

        Veamos otro caso. Desde hace también miles de años, las escuelas esotéricas enseñan que en el Universo todo lo positivo es masculino y todo lo negativo, femenino. No se enojen las damas lectoras: lo “positivo” o “negativo” no lo es en un sentido moral, sino en polaridad, como opuestos y complementarios. Pues bien, también enseñaban que lo positivo gira (en el Universo todo es cíclico y se mueve en curvas cerradas) de izquierda a derecha (dextrógiro) y lo negativo de derecha a izquierda (levógiro). Ahora: ¿observaron ustedes cómo se prenden un saco o chaqueta los hombres?. De izquierda a derecha. ¿Y las mujeres?. De derecha a izquierda. Por supuesto, el primer sastre que confeccionó un saco para el hombre y la primera modista que hizo lo propio con uno de mujer tuvieron seguramente sus razones, evidentemente no esotéricas, para imprimirle ese sentido… pero no pudieron escapar a esa ley cósmica que dice que lo masculino es dextrógiro y lo femenino, levógiro. Aquí también pueden ustedes introducir cualquier modificación y crear vestimentas con el sentido de ojales y botones alterados, pero sólo a partir de haber tomado consciencia de esta relación que señaláramos.

        Otra perla. Está difundida en Occidente la medicina homeopática que, aún resistida por la ciencia tradicionalmente alopática, sabemos que es efectiva en cuadros crónicos, actuando por máxima dilución de sus componentes, a un extremo en que la materia química desaparece del preparado. Es esta ausencia de restos químicos lo que ha hecho que la ciencia positivista rechazara la homeopatía, sosteniendo que si nada queda del principio activo químico, nada puede actuar sobre el sujeto y por lo tanto su aparente “curación” es sólo producto de la sugestión. Pero ante esto los médicos homeópatas se encogen de hombros. Prácticos, afirman que pese a todo “algo” debe quedar, para que siga siendo efectiva, como saben los veterinarios homeopáticos que tratando así a nuestras mascotas jamás se les ocurriría pensar que las mismas se “sugestionan”. Y seguramente, más de un homeópata se escandalizaría de saber que no hace más que aplicar viejos preceptos ocultistas que afirman que lo que sobrevive en el líquido o polvo suministrado es la impronta energética, la vibración del elemento químico preexistente. Exactamente, lo que un laboratorio oficial francés descubrió, en 1988, que ocurre con el medicamento homeopático. Por otra parte, la frase rectora del pensamiento de esta corriente médica, expresada como “lo semejante cura lo semejante”, ¿no es acaso la expresión misma de la magia simpática?. En consecuencia, si la homeopatía funciona (y vaya si lo hace), ¿porqué la Magia –entendida tal como la aplicación técnica de principios teóricos estudiados por el Ocultismo– no ha de hacerlo?

        Finalmente, remito al capítulo sobre “Leyes Universales” para comprender los fundamentos racionales operativos de los procedimientos esotéricos. Pero valga en tanto una reflexión, relacionada con aquello que señaláramos de las actitudes: en el fondo, la práctica del científico, del sacerdote o del ministro religioso así como la del brujo indígena tienen semióticas comunes. Si yo necesito lluvia, me puedo plantear tres opciones: siembro las nubes con alguna sustancia química, yoduro de plata, por ejemplo, o solicito una misa propiciatoria, o le pido al chamán que baile una danza de la lluvia. Ahora bien, ¿cómo categorizamos esto?. Para la mayoría de la gente, lo primero es ciencia, lo segundo religión y lo tercero brujería o superstición lisa y llana. Pero las diferencias son mucho más sutiles, y no pueden ser dilucidadas exclusivamente por la semántica. Para el chamán, su baile de la lluvia, ¿es estadísticamente menos efectivo que para el técnico el yoduro de plata?. ¿Y qué ocurre con el sacerdote, que cuenta con buenos argumentos –cuanto menos teológicos– para confiar en su misa?. Su experiencia y sus resultados hacen que su interpretación sea “científica”. Y si, como ocurre generalmente, el piloto del avión que siembra las nubes ignora por qué circunstancia emplea esa sustancia y no otra, ¿acaso su actitud es menos ingenua y crédula –es decir, “mágica”– que la del campesino que, sin saber por qué, pide ayuda al brujo, confiando en que sus procederes misteriosos hagan llover?. Y cuando el científico aprende en su templo –perdón, universidad– el procedimiento indicado para cada circunstancia y lo repite y aplica aún cuando observe situaciones en que no se cumple o evade conocer alternativas, ¿acaso esa actitud no es de aceptación mágica?.

        ¿Y dónde queda parada nuestra confianza en un mundo académicamente predecible cuando la experiencia, los hechos –lo único que no puede refutarse– nos enseñan que cuando el brujo danza llueve, cuanto menos con la misma frecuencia que cuando el técnico rocía las nubes desde su avión?.

    Los rituales ocultistas

        Hasta aquí, he buscado hacer comprender ciertos enfoques esenciales del Ocultismo a mis lectores, enfoque que podríamos sintetizar en uno de los aspectos menos conocidos pero más interesantes de las sincronicidades simbólico-energéticas en que se fundamenta la actividad y efectividad técnica de lo que, genéricamente, se han denominado “rituales” y que significan, específicamente, el resabio sobreviviente de una antiquísima ciencia, seguramente perteneciente a una civilización desaparecida, ciencia ésta cuanto menos que no recibiría esta denominación por operar con instrumentos meramente materiales o transformando la materia con la materia, sino que reconocería la existencia de planos más sutiles de vibración, concatenados e interactuantes con la fisicidad.

        Sobre estos planos de manifestación de la Naturaleza actuarían los Antiguos, moldeando el Universo de acuerdo a sus deseos (cuanto menos, la cotidianeidad de su universo), de una manera más eficiente, quizás, que la que llevó a nuestros actuales científicos a modificar nuestro mundo con las herramientas que el conocimiento académico, exotérico (que no “esotérico”) les ha brindado.

    En última instancia, debemos ver que tras el ritual, con claridad yace un pensamiento mágico, sí, pero también una racionalidad operativa. Es posible que el aspirante contemporáneo a ocultista vea un sentido sobrenatural en las velas, pantáculos, fragancias, pero el hecho incontrastable es que tras cada uno de estos elementos se busca actuar sobre un específico plano de lo sensorial, aunque en este caso lo sensorio se remite tanto a lo físico como a lo psíquico.

        Las velas nos hablan de la luz, la acción sobre la vista. Las fragancias nos remiten al olfato. Las oraciones o “mantrams” y letanías, al oído. Y la compleja pero precisa construcción pitagórica (es decir, filosófico-matemática) estimulan lo psíquico, lo espiritual, lo intelectual, lo intuitivo, pues hablan simbólicamente de la estrecha relación de ese Microcosmos que es el Hombre en función del Macrocosmos en que se halla inserto. Un Microcosmos que también estimula en el ritual su sensibilidad gustativa, pues nada del olfato es ajeno al gusto, y la táctil, por la voluptuosidad del contacto húmedo de la copa de cristal, el frío de la espada, la vara o, mejor, la punta de plata que impide la condensación de la luz astral, el roce de la túnica, el calor amigable del texto sagrado, el roce del aire contra nuestras manos al ejecutar los “mudras” o gestos de poder, enhebrando los cinco sentidos físicos, los parafísicos y la percepción intuitiva en una fiesta de sutiles sensaciones microcósmicas que abren el oído y el ojo a la trama oculta del Macrocosmos, pues sólo se escucha el susurro del propio espíritu cuando somos capaces de oír la caída del pétalo de una rosa entre una multitud…

        Tal inserción es en sí misma un mecanismo de acción sobre ese medio, y los elementos que hacen a su correspondencia sincrónica las llaves que regulan el mismo. El operador, entonces, es un técnico de los planos sutiles, un sujeto que no responde a endebles motivaciones místicas exacerbadas por los miedos inconscientes del ser humano ante las circunstancias agresivas del medio, sino a precisos mecanismos cósmicos usufructuables en su beneficio.

  • Crow

    CAPITULO II

    LEYES UNIVERSALES DEL OCULTISMO

    Como es lógico suponer, el Ocultismo, como ciencia primigenia, debe apoyar su metodología en la operatoria de leyes o principios comprobables (unánimamente por sus dos vías de conocimiento: el raciocinio y la iluminación) y de carácter axiomático para toda su fenomenología. Y si a estas leyes no las conociéramos, válido sería todo esfuerzo conducente a descubrirlas, ya que ninguna catedral del pensamiento, humano o divino, puede levantarse sin los pilares basales en que consisten tales fundamentos.

    Afortunadamente, esas Leyes o Principios Fundamentales existen, y son siete –lo que, esotéricamente expresado, no podía ser de otra manera, por aquello de la sacralidad de este número– con la particularidad de que debe observarse su accionar sobre el Todo físico o espiritual que nos interpenetra; en efecto, en tanto una ley física regula, de alguna manera, el comportamiento físico y energético, mecánico o vibratorio del Cosmos, una ley ocultista debe por fuerza ser más abarcativa, pues en tanto lo físico es apenas una de las facetas del Universo, una ley del calibre de las que vamos a tratar debe aplicarse en todo lo físico, sí, pero también en todo lo psíquico, todo lo astral, todo lo espiritual, en suma, el Todo. Veamos, entonces, de qué se tratan.

    Ley del Mentalismo

    Primera y fundamental. Se enuncia diciendo: “En el Todo, Todo es mental”. Pero no en el sentido de un subjetivismo kantiano dieciochesco, donde se sostenga que lo único “real”, objetivo, soy yo y que todo lo que me rodea es sólo producto de mi percepción y mi mente, seguramente subjetivo y posiblemente irreal. No. El mentalismo ocultista sostiene que todo lo que existe en el Universo es expresión cada vez más grosera, más material, más densa, de un Primer Principio extremadamente sutil y elevado, que podemos llamar Dios, Consciencia Cósmica, Brama, inmanente en el Cosmos, y que se manifiesta en la naturaleza en distintos planos de vibración cada vez más densa, ora como psiquis, ora como espíritu, ora como materia. Vale decir que las cosas del Cosmos no son de naturaleza distinta entre sí, sino que esa Esencia Universal adopta en ocasiones la característica de la energía, en otra circunstancia la de la materia, en una tercera la del pensamiento.

    Para que esto sea más entendible, imaginemos un río. Un río que nace en una cascada, donde el agua fluye rápidamente y es cristalina, desplazándose luego por la llanura formando meandros, donde aquella se torna lenta y turbia para morir en un pantano, donde el agua está quieta y oscura. A primer golpe de vista, ustedes pueden dividir el río en tres partes bien diferenciadas: aquí el agua es cristalina, más allá turbia, finalmente negra. Pero, ¿ustedes podrían decir dónde termina un tipo de agua y comienza la otra?. No, porque en un punto cualquiera el agua es más rápida y transparente que unos metros río abajo, pero todavía más lenta y turbia que otro tanto río arriba… y así en progresión infinita. Es decir, la única diferencia es de grado, de densidad, pero no de naturaleza, y en un análisis pormenorizado todos los “sectores” del río son indistinguibles entre sí.

    Lo mismo ocurre en el Cosmos. Todo es una sola cosa. Y, sugestivamente, la ciencia moderna viene a demostrar que las antiguas afirmaciones esotéricas eran ciertas. De Einstein para aquí, sabemos que materia y energía no son dos cosas distintas sino esencialmente los mismos elementos comunes manifestados de distinta forma. Tengo un pedazo de carbón y sé que es materia. Lo caliento y emite calor, es decir, energía. El calor no surge de la nada, ya que se genera a partir de los elementos constituitivos del carbón. Un poco de calor inicial (el fósforo) excita y libera los átomos que coherentemente estructurados formaban la materia y, a partir de esa excitación inicial, aquellos, cumpliendo la ley de entropía, se disipan en forma de calor. Materia y energía, energía y materia son sólo dos caras de la misma moneda, son sólo una. Un trozo de uranio con un peso atómico 238 chocando con otro de peso 235, genera fisión atómica. Una explosión. Energía.

    Trescientos años atrás, los científicos creían que el Universo estaba poblado por distintos tipos de energías y de fuerzas. Que el calor nada tenía que ver con el magnetismo, ni éste con la electricidad, ni aquellos con la gravedad. Pero en el siglo XIX un físico inglés, Maxwell, descubrió que electricidad y magnetismo no son dos cosas distintas sino dos aspectos particulares de un mismo principio que él llamó electromagnetismo. Y esta reducción y unificación de fuerzas continuó al punto de que con el advenimiento de este siglo los físicos sostenían que sólo cuatro eran las fuerzas que interactuaban en el Cosmos: el electromagnetismo, la gravedad, la interacción nuclear débil y la interacción nuclear fuerte (estas dos últimas responsables de las relaciones atómicas entre sí). Pero aparece nuevamente Einstein –cuándo no– y enuncia la Teoría del Campo Unificado, tan maltratada por los escritores de ciencia ficción y tan poco comprendida por el público. Einstein teoriza que  gravedad y electromagnetismo no son dos fuerzas distintas, sino dos manifestaciones específicas y particulares de un principio vinculado a la deformación geométrica del espacio, que a veces se presenta como electromagnetismo y a veces como gravedad. Es decir, unifica (de allí el término) en una sola teoría de campo ambas fuerzas, con lo que las universales quedan reducidas a tres. Hasta que en 1985 un astrofísico inglés llamado Paul Davies afirma que aún estas tres fuerzas son sólo aspectos de una única universal, que él denomina Superfuerza.

    Finalmente, las investigaciones parapsicológicas contemporáneas han demostrado que la mente es energía, en el sentido de fuerza. Actúa sobre la materia física (telekinesis), altera, como veremos más adelante, la emulsión química de una película fotográfica en condiciones ideales experimentales (“psicofotografía” o “escotofotografía”). Así que por simple carácter transitivo concluimos que, si todas las energías son sólo una (incluso el pensamiento), si todas las fuerzas son sólo una, y si materia y energía son la misma cosa (recordemos que la materia es energía organizada y la energía, materia desorganizada)… ¿qué diferencia, qué distancia hay de la sutileza de la psiquis a la densidad de la materia sino únicamente diferencias de grado, de condensación?.

    Para que esto sea más entendible, imaginemos una gigantesca olla repleta de polenta mal preparada. En algunos lugares, está grumosa; en otros, líquida. Más allá, tendrá una consistencia media. A golpe de vista, puede decirse que allá la materia es grumosa (sólida), aquí muy líquida y acullá intermedia, pero en definitiva todo es polenta. Así ocurre en el Universo.

    En otro sentido, esto expresaban los antiguos ocultistas cuando enseñaban que el Cosmos se dividía en siete planos de distinta densidad, en donde las entidades –como el ser humano– vibran en algunos de esos planos, y ciertas energías inteligentes (los “haiöth-hakodesch”) en otros, tan reales y tangibles para sí mismos como nosotros lo somos para nuestros congéneres. Estos planos son, de mayor densidad a mayor sutilidad, “material”, “mental inferior”, “mental superior”, “astral”, “etéreo”, “búddhico” y “átmico”. Dios tiene consciencia átmica, y sus manifestaciones se desprenden “hacia abajo”, hacia la materialidad. El hombre existe en los planos material, mental inferior, mental superior, astral y etéreo. El animal, en el material, mental inferior, astral y etéreo. Los entes a los que aludiéramos, en el astral y mental superior, o astral y mental inferior (las larvas astrales que estudiáramos en un viejo trabajo sobre “Autodefensa Psíquica”), los hombres y mujeres elevados, además de los planos mencionados, en el búddhico, etcétera.

    Esta categorización de la Naturaleza es asimismo afín con el principio khabbalístico de los sephirot. Un “sephira” (“sephirot” es plural), es una de las maneras que tiene Dios de manifestarse en la naturaleza (una “emanación”) y los diez niveles de manifestación (“Kether” o Espíritu, “Binah” o Sabiduría, “Chokmah” o Belleza, “Pechod” o Inteligencia, “Chesed” o Bondad, “Tipheret” o Equilibrio, “Hod” o Justicia, “Nitzach” o Valor, “Yesod” o Reflexión y “Malkuth” o Materia) señalan las diez virtudes que debe alcanzar el hombre si quiere entrar en comunión (común unión) con Dios, mediante uno de los treinta y dos “senderos” que comunican estos diez frutos del Árbol de la Vida, o Árbol de la Sabiduría, como también lo llamaban los esoteristas hebreos. Dios aparece como lo Supremo, Omnisciente, Omnipresente y Omnisapiente, llamado Ain Soph Aur (“La Corona Áurea”) y sus emanaciones van descendiendo hasta irradiar Malkuth, caracterización de lo material.

    Por supuesto, un lector escéptico –si ha sobrevivido a la lectura de estas páginas hasta aquí– puede argumentar que esta disquisición, si se quiere filosóficamente aceptable, peca por un defecto: lo indemostrable de ciertos principios que aquí damos como ciertos, por ejemplo, la existencia del llamado “mundo astral”. En efecto, ¿qué evidencia podemos aducir nosotros, los ocultistas, de que lo “astral” existe?.  ¿Que hablar de “cuerpos astrales” o sucedáneos es más que un gratuito ejercicio de la imaginación?. Puedo aportar seguramente referencias de índole vivencial, místicas o paranormales pero, para un observador exterior al tema y objetivo, ¿cómo le demostraremos científicamente –una vez más– la existencia de lo astral?.

    Es más fácil de lo que parece.

    En 1988, astrofísicos norteamericanos descubrieron un fenómeno cósmico extrañísimo: estudiando la rotación de los cuerpos de nuestra galaxia (ese conglomerado de estrellas, espeso en el centro y raleado en la periferia, en uno de cuyos barrios suburbanos se encuentra nuestro Sistema Solar y que sabemos rota a gran velocidad en conjunto alrededor de su centro), observaron que los sistemas ubicados casi en el centro de aquella demoran el mismo tiempo en completar una rotación que los ubicados cerca de la periferia, es decir, los que están más alejados. ¿Qué tiene esto de extraño?. Mucho. Por ejemplo, si ustedes, en una palangana llena de agua, arrojan un puñado de papelitos y luego con un dedo comienzan a hacer girar a gran velocidad el agua, van a observar que los papelitos próximos al centro se desplazan más rápidamente que los más alejados, pues al ser independientes unos de otros, sus velocidades varían por el mayor o menor tiempo que emplean para recorrer su trayecto circular. Es el caso de los planetas de nuestro sistema solar, donde la Tierra, por ejemplo, tarda un año en completar una órbita alrededor del Sol, mientras que Plutón, el más alejado, demora 288 años de los nuestros. Para que la periferia de un círculo o disco –que eso es la Galaxia– rote a la misma velocidad que su centro, se necesitaría que todo el conjunto fuese sólido; es lo que pasa con un disco compacto en un centro musical, donde el borde gira a la misma velocidad que el centro pues es una masa homogénea, compacta. El fenómeno deducido por los astrofísicos requeriría que todos los cuerpos de la galaxia se encontraran “pegados” entre sí por algún tipo de lazo material para que la velocidad de rotación nos acelere a algunos y la inercia retrase a otros. Pero los instrumentos científicos no detectan ningún tipo de materia, que necesariamente debe existir como aglutinante. Entonces, los astrónomos han creado la expresión “materia oscura” para definirla (pues es “oscura”, es decir, invisible a nuestros más sensibles aparatos) y referirse así a ese pegamento cósmico. Y yo pregunto: ¿qué diferencia hay, conceptualmente, entre esta “materia oscura”, una clase de materia que no es materia, que no se comporta como la misma, que forzosamente debe existir aunque no la detectemos, y la “materia astral” (excepto el cambio de nombres), si lo “astral” es, precisamente, una forma de la materia distinta a las cuatro que conocemos (sólido, líquido, gaseoso y plasma), e indetectable físicamente pero que ejerce sus efectos sensibles sobre el mundo material que vemos y sentimos?.

    Ley de Correspondencia

    Tres mil doscientos años antes de Cristo, según cuentan los antiguos relatos egipcios, finalizó el reinado de dioses y semidioses sobre la Tierra. En el valle del Alto Nilo un rey de pastores, Menes, ascendió en ese entonces al faraonato con el título de Menes I, El Tinita (por ser oriundo de la ciudad de Thinis).

    Menes desarrolló, en su prolongado reinado, una vasta tarea de conquista y culturalización para sacar a su pueblo de la condición pastoril y agrícola que hasta entonces la caracterizaba. Hizo contratar especialistas en las más variadas disciplinas provenientes de los más alejados puntos del mundo conocido y, muy especialmente, agregó a su corte a un sabio caldeo, arquitecto, médico, astrónomo y –lógicamente para ese entonces– mago, conocido como Toth. Hasta avanzada su ancianidad, Toth se dedicó a volcar sus conocimientos en diversos libros, algunos perdidos para siempre, otros conservados fragmentariamente como el llamado “Libro de Toth”, compendio de Teurgia o Alta Magia Blanca del que sólo sobrevivieron a la primera de las siete destrucciones de la Biblioteca de Alejandría sus láminas ilustrativas, exactamente setenta y ocho, y que conformaron al paso del tiempo la baraja del Tarot o, en egipcio, “tarah ha’ Toth” (de donde por deformación proviene el vocablo “Tarot”) y la “Tábula Esmeragdina”, o “Tabla de Esmeralda”, una sucesión de aforismos que guardaban memoria del conocimiento filosófico de los contemporáneos de este Toth que, al morir, fue elevado a la categoría de dios –apoteosis común en esos tiempos– e, incluso, adoptado tardíamente por los griegos con el nombre de Hermes Trimegisto (“el tres veces grande”). Precisamente, lo de “filosofía hermética” proviene de su nombre helenizado.

    El primer aforismo de la “Tabla de Esmeralda” expresaba el Principio de Correspondencia, que enseguida explicaremos, con estas palabras: “Es verdad, muy cierto y verdadero, que lo que es arriba es como lo que es abajo, y lo que es abajo es como lo que es arriba, para hacer el milagro de una sola gran cosa bajo el Sol”. En otros términos, la total identificación entre lo macrocósmicamente grande y lo microcósmicamente pequeño.

    La estructura de un átomo es, microcósmicamente, como el Sistema Solar macrocósmico que lo contiene. La parte del todo refleja el Todo. Un ser humano es 70% agua y 30 % materia sólida y vive, casualmente, en un planeta que es 70 % agua y 30 % materia sólida. Además, su sangre tiene exactamente la misma proporción de sal que la del agua del planeta. El iris de una persona permite conocer el funcionamiento de todo su organismo porque, como siempre, la parte de un Todo refleja ese Todo. Una carta natal astrológica resume en su microcosmos, el macrocosmos de la vida y la personalidad del sujeto al que pertenece. Las líneas de mi mano reflejan mi personalidad y mi vida también, pues mi mano, como parte de un Todo integrado por mí y por mi devenir, refleja el Todo. Una persona carismática y de fuerte carácter concita a su alrededor a las personas de temperamento más débil, que imitan sus poses, su manera de ser y tratan de vivir en función de aquél, lo que llamaríamos una conducta heliocéntrica, donde hasta “la luz del Sol” (y recordemos que en Astrología el Sol significa la personalidad manifestada) es “reflejada” por quienes giren a su alrededor, actuando microcósmicamente como un sistema planetario lo hace macrocósmicamente.

    En Matemáticas es conocida una curiosidad llamada serie de Fibonacci, planteada por el sabio homónimo, donde cada número resulta de la suma de los dos anteriores. Tal el caso de la secuencia 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 56, 90… etc. Pues bien, una figura que se repite en la naturaleza universal es la espiral de Fibonacci, donde cada una de las espiras (vueltas) se distancia de la anterior de acuerdo a esa progresión numérica. Esto es tan así, que lo encontramos desde la espiral macrocósmica de una galaxia, hasta en la microcósmica de un caracol e, incluso, si toman ustedes un repollo colorado y lo cortan transversalmente, comprobarán que no sólo su disposición es en espiral sino que respeta la serie de Fibonacci.

    ¿Un experimento práctico?. Supongamos que en casa alguien se lastima, se corta, pierde sangre en cualquier accidente hogareño. Tenga preparada una bolsita con sulfato de cobre (unas piedritas color verde azuladas que, entre otros usos, se emplean para clorificar piscinas de natación) y rápidamente diluyan en un vaso lleno de agua el mismo hasta el punto de saturación, es decir, cuando por más que sigan agregando sulfato de cobre éste no se disulve más, o, por lo menos, cuatro o cinco cucharadas soperas colmadas. Entonces introduzcan en él un trocito de algodón sucio de la sangre del herido, dejándolo allí. Atención: no se trata de mojar la herida con la solución del sulfato, ya que (a) si bien observarían efectos cicatrizantes, aquí la acción sería comúnmente química –es el principio de las sulfamidas– y no esotérico, que es lo que tratamos de probar, y (b) el ardor subsiguiente en la herida haría que la víctima recordara el árbol genealógico del frustrado enfermero hasta la octava generación.

    Observaremos entonces un hecho fascinante: sin ningún tipo de acción química en contacto con la herida, ésta cicatrizará varias veces más rápido de lo que haría cualquier compuesto medicinal aplicado directamente sobre aquélla, actuando a distancia. Tan es así, que aunque se pongan centenares de kilómetros entre el herido y su “muestra testigo” sumergida en la dilución, seguirá actuando, y aún lo hará aunque el sujeto del experimento nada sepa del mismo o no crea en él, lo que invalida la hipótesis de la sugestión. Personalmente, además de haberlo empleado numerosas veces, cuento con el testimonio de un odontólogo especializado en cirugía maxilofacial y otro profesional de la salud, urólogo y cirujano, que desde hace años y por mi recomendación vienen empleándolo con éxito en sus intervenciones quirúrgicas. Es tanto como afirmar que la acción (química o energética, lo mismo da) sobre la muestra de sangre se copia, se duplica en el original del cual proviene porque, obviamente, la parte del todo (la muestra de sangre) refleja al Todo del cual fue obtenida.

    Ley de Causalidad

    En el Universo nada ocurre por azar, por casualidad. Cuando el ser humano no ve lógica o razón de ser en el devenir de una serie de circunstancias, sean estos fenómenos físicos o problemáticas sociales o personales, atribuyendo su aparición a algún aspecto aleatorio, sólo está reconociendo con ello su ignorancia de principios más trascendentes y, por ello, quizás incognoscibles. En efecto, si existe una inteligencia divina, de la cual por emanación de la Ley de Mentalismo la humana es apenas una ínfima parte, aunque procedamos racionalmente (o quizás precisamente por ello), ¿es lícito esperar que ese corpúsculo pueda entender los designios de lo Trascendente, por más que sea parte necesaria de él?. Yo no sería un yo completo, por ejemplo, si me fuera amputado un dedo pero, ¿no resultaría ridículo esperar que mi dedo, por sí mismo (o las células que lo forman) pueda comprender qué soy yo, para qué y por qué lo uso para un determinado fin o las razones que me llevan a amputarlo?. O como dijera el poeta: “La casualidad es el pseudónimo de Dios cuando quiere permanecer anónimo”. Todo efecto, entonces, tiene su causa aunque ésta, hoy por hoy, nos sea incomprensible. Esto explica el estudio, en Parapsicología y Astrología, de lo que se denomina SPA, o Signos Precursores de Acontecimientos, el modo de “leer” los avatares de la vida para entender su postrer significado.

  • Crow

    Ley de Vibración

        En el Universo todo esta vibrando, es decir, en permanente movimiento. Décadas atrás aún se discutía esta proposición. Se decía que un florero, por ejemplo, independientemente del movimiento relativo que le cabe por estar sobre un planeta que rota sobre sí mismo y se traslada en el espacio estaría, en términos absolutos, inmóvil. Hoy sabemos que sus átomos y moléculas, empero, están oscilando y no existiendo, en consecuencia, tal inmovilismo.

        Esa esencia universal de la que habláramos en la Ley del Mentalismo, entonces, consiste en la sucesión de vibraciones de distinto grado, afines o inarmónicas entre sí, lo que establecería correspondencias de afinidad (“amor”) o rechazo (“odio” o “negatividad”) en las inteligencias portadoras. Más aún, un aspecto secundario de esta ley, que podríamos denominar “de ciclicidad” dice que todo se mueve circularmente en el Universo, y cíclicamente. Lo que hoy está en la cresta de la ola, mañana estará en la depresión de la misma. Todo retorna al lugar de origen (y, precisamente por eso, nuestro destino ineluctable es regresar al Todo). Los electrones orbitan, los planetas giran en órbitas elípticas y las energías y fuerzas operatorias desencadenadas en los rituales ocultistas vuelven al punto de partida (de allí la expresión “efecto boomerang” usada en Esoterismo para definir la consecuencia moral de nuestras acciones).

        A propósito, ha proliferado en los últimos años la creencia, en ciertos ambientes herméticos, de que existirían ciertas técnicas de “efecto campana” para protegerse del efecto “boomerang”. Esto, que justificaría los deseos de quienes no quieren preocuparse por las consecuencias de ciertas acciones propias, ocultistas o no pero en todo caso ciertamente negativas o amorales, es a todas luces banal. Ya que siendo estas leyes universales, lo que es lo mismo que decir inspiradas por Dios, ¿acaso algún mortal puede ser tan pedante de suponer que cualquier técnica por él empleada puede operar por encima de los designios divinos?.

        La Ley de Vibración en general y el Principio de Ciclicidad en particular justifican la presunción de lo que se conoce como “karma”, en sus dos aceptaciones: el “universal” (que se sucede de encarnación en encarnación) y el “mundano” (que acusa, dentro del término de nuestra propia vida, las consecuencias ulteriores de nuestras acciones anteriores).

    Ley de Serialidad

        Todos los eventos universales tienden a agruparse de acuerdo a su idéntica naturaleza. La gente, por ejemplo, espontáneamente tiende a aglutinarse según idiosincrasias comunes y… ¿acaso ustedes no advirtieron que cuando algo en sus vidas cotidianas les sale bien, parece tener una “seguidilla” de aciertos y, por el contrario, después de un contratiempo parecen aglutinarse, a veces por varios días, novedades igualmente contrariantes?. Dicho de otra manera, los eventos favorables se agrupan en conjuntos favorables, y los eventos desfavorables lo hacen también en conjuntos desfavorables.

        Es en este contexto que se entiende con más precisión el sentido de disciplinas como el Tarot o la Astrología: tienden a orientar al ser humano hacia los conjuntos favorables o bien alejarlo de los desfavorables.

    Ley de Polaridad

        Todo existe en pares complementarios. Al frío se opone el calor, al arriba el abajo, a la luz la oscuridad, al bien, el mal. Pero ambos se necesitan mutuamente; si no existiera la sombra, la luz nos sería irreconocible como tal. Si no existiera el Mal, no habría nada meritorio en hacer el Bien. Si alguna vez no fuéramos infelices, ¿cómo sabríamos cuándo somos felices?. Es lo que expresa el símbolo del “pakua” chino, quizás más, y erróneamente, conocido con el nombre de “yin y yang”, ese círculo divido por una sinusoide, blanco de un lado y negro del otro y con sendos pequeños círculos de iguales colores pero invertidos en cada mitad. Fíjense ustedes, asimismo, el profundo conocimiento psicológico encerrado en esta figura, que aquí ilustramos para mayor comprensión de lo que vamos a explicar.

                                                                                     

                                                                                      Yin-Yang

        Según observara el gran psicólogo suizo Carl Gustav Jung, todo ser humano masculino, para realizarse y ser completo como tal, debe tener algunas leves características de las que habitualmente se atribuyen a la feminidad en su personalidad: ternura, compasión, etc., que conforman lo que Jung denominó el “ánima” del varón. Y lo contrario caracteriza a la mujer realizada, que a través de su “ánimus” expresa coraje, agresividad, etc. Un hombre o una mujer sólo dominados por lo inherente a su sexo serían algo así como extremistas psicóticos, él un “duro” a lo Bogart sobreactuando y ella una pasiva histérica. Es decir, lo “yang” masculino necesita algo de “yin” femenino para ser perfecto (precisamente ese circulito en la ilustración que se llama “joven yin”) y el “yin” femenino, necesita algo de “yang” masculino para lo mismo (inherente simbólicamente en el “joven yang”). Síntesis estética, por otra parte, que exhibe este símbolo varias veces milenario. Entonces, polaridades opuestas, pero complementarias.

    Ley de Sincrocinidad

        Todo existe en pares, dijimos. Y cada evento, sea material, psíquico, espiritual, tiene su contrapartida. Es el caso de las partículas elementales, según apunta la física cuántica, que una vez estuvieron en contacto y a partir de lo cual mantienen una extraña “ligazón” por sobre el tiempo y el espacio. Jung llamó a esto “sincronicidad” y el físico Wolfang Pauli las llamó “coincidencias significativas”. Un acto telepático sería entonces una sincronicidad eventual simbólica entre dos o más psiquis. Un evento telekinético, por su parte, es un ente psicoide entre la imagen mental de un movimiento y el fenómeno mecánico que se efectiviza en un marco material. Los antiguos filósofos medioevales decían que no cae una aguja en el mundo de los hombres sin que tiemble una estrella, y los sacerdotes aztecas hablaban de que cada hombre tiene su “náhual”, una contraparte animal o vegetal, de manera tal que lo que le pase a uno le sucederá al otro. Muere un animal en el bosque y un hombre rueda víctima de un síncope. Se descompone una mujer, y un árbol cae vencido a los pies del leñador. El universo en que vivimos (otra vez: uni-verso) es una armonía de espíritus, una  sinfonía  etérea  donde  cada nota  por  sí  sola  parece carecer de  valor,  pero todas  se necesitan –ensambladas entre sí mediante alguna Inteligencia– para que resuene la música.

        Los propios sucesos que acompañaron la muerte de Jung son quizás la manifestación poéticamente más contundente de la propia Naturaleza para demostrar a los hombres la realidad inapelable de esta ley.

        En los años postreros de su vida, el genial psicólogo se había retirado a su mansión solariega de Klüsnacht, donde de joven había plantado un roble a cuya atención dedicara tiempo preferencial. Bajo ese árbol se retiraba a meditar, fumando su pipa, o a repasar originales de sus últimas obras. Era, a todas luces, el “roble de Carl”. Ahora bien, en el preciso momento en que este gran hombre fallece de un ataque cardíaco, el 15 de junio de 1961 a las tres de la tarde, un rayo se desprende del tormentoso cielo suizo e impacta en el roble de Jung, matándolo. El rayo podría haber caído a cien kilómetros de distancia o en cualquier otro árbol, media hora antes o dos días después. Pero tuvo que ser en ese árbol en ese momento como para señalar con este acto teatral que, después de todo, Jung tenía razón y su enunciación de la Ley de Sincronicidad era un hecho.

    Axiomas Secundarios

    Principio del Amor: El amor es la atracción de dos o más seres para unificarse, ley de armonía y por lo tanto de creación y conservación de la vida, es tanto como decir reconocimiento de la Unidad en todo. En los astros se manifiesta en forma de fuerza centrípeta, ya que todos los planetas se subordinan en unidad de su sistema planetario. En los minerales y cuerpos químicos se presenta como afinidad: en los animales como instintos, atracción sexual; en los vegetales como tropismos; en el hombre y la mujer como cariño y simpatía y en grados más elevados como verdadero amor espiritual, ya en forma de idealismo o de sacrificio.

    Principio de Finalidad: La evolución tiene un sentido finalista, es decir, la consecución de un objetivo de índole trascendental y metafísico.

    Principio de Jerarquía: Todo ser o cosa está subordinado a todo aquello que es superior en grado evolutivo y tiene poder sobre todo aquello que le es inferior en la escala de la evolución. En el plano meramente humano de la biología social se falta frecuentemente a esta ley (y así nos va) dándose el caso de que en las sociedades humanas no rige en la escala evolutiva el verdaderamente superior (el más virtuoso, el más sabio) sino el que tiene más soluciones materiales, más astucia, más influencia o más fuerza. Esto desarmoniza la colectividad y degrada a los hombres verdaderamente dignos. Los hombres son iguales en esencia, poco iguales en potencia y totalmente desiguales en presencia.

        Es cierto que de esta ley puede inferirse que el Ocultismo es un sistema de pensamiento elitista, casi aristocrático, y se estaría en lo correcto (después de todo, “aristocracia” no es el gobierno de los nobles sino, etimológicamente, “el gobierno de los mejores”). Pero lo que no comprenden quizás muchos que se vuelcan a estos temas, es que la superioridad del Ocultismo no significa más derechos sobre los demás (te menosprecio porque tengo el secreto, me debés obediencia, yo sé que es lo que te conviene, etc.) sino, en realidad, más obligaciones para con los demás. Porque si el conocimiento es poder, también es responsabilidad, y mientras somos ignorantes de estas leyes podemos ser dignos de compasión por nuestras desgracias, mas a partir de nuestra “iniciación”, seremos los únicos responsables de los problemas que enfrentamos si no somos capaces de solucionarlos y, aun, trabajar para solucionar la ignorancia –no el problema en sí– de los demás. “Al que tiene hambre, no le des pescado, sino…”.

    Principio de Armonía: La existencia de todos los seres exige una adecuada relación entre las partes y el todo, que se manifiesta por el máximo de libertad y rendimiento en la función de cada parte, juntamente con el máximo de ayuda mutua a favor del todo. Por lo que podríamos enunciar que la armonía, enfocada desde el punto de vista esotérico, es la capacidad de cada una de las partes de un conjunto de expresar su propia naturaleza de manera proporcional al grado de correspondencia con las otras partes antes del límite crítico del conjunto.

    Principio de Adaptación: Todos los seres adaptan sus vidas al medio que los rodea para defenderse y para aprovecharlo en su beneficio. La Ley de Adaptación es recíproca: el medio ambiente es modificado por los seres vivos a quienes corresponde la iniciativa del cambio. El ser modifica al medio por su actividad voluntaria, aunque sin dejar de adaptarse a él para no perecer. Los perezosos y escépticos deberían meditar sobre este principio, ya que siempre están a la espera de circunstancias propicias para actuar, sin pensar en que las circunstancias deben crearlas ellos mismos.

    Principio de Selección: En la lucha que para adaptarse al medio mantienen los seres, prevalecen los más sanos, más fuertes, más inteligentes o más buenos.

  • Crow

    MEMORIA: EL ARCHIVO DEL UNIVERSO

            En el mundo de la ciencia, la unidad de información es llamada “bit”. Podemos representarlo con dos dígitos: el cero y el uno. Un alfabeto de cuatro letras podríamos representarlo con cuatro bits. Veamos: A= 00; B= 01; C= 10; D= 11. Nuestras 27 letras del alfabeto pueden representarse con 5 bits. Así, por ejemplo, la letra T correspondería al 10101.

            De este modo podemos analizar cualquier configuración que exista en el universo, dividiéndola en unidades bit. La estructura de una estrella, una bella pintura de Goya o una deliciosa melodía de Mozart tocada al piano. Nos sería fácil, por ejemplo, dictar por teléfono a un amigo que reside en Montevideo la imagen de nuestro retrato. No tendríamos más que hacer sino ampliarlo a gran tamaño, cuadricularlo con una red de líneas rectas y del mismo modo que jugábamos a la “batalla naval” en nuestros años escolares, definir cuadrito por cuadrito mediante dos bits (blanco, negro, gris claro, gris oscuro) cuatro letras para cada punto fotográfico que nos llevaría varias horas… y una abultada cuenta en la factura telefónica en base a dictar cientos de miles de ceros y de unos. Eso es exactamente lo que hace la TV cuando nos envía treinta imágenes por segundo.

            Usted puede estar plácidamente sentado ante su televisor en una tarde de domingo viendo el fútbol. Mientras apura una cerveza, y en una hora, recibirá a través de la retina de sus ojos 10 a la 11 bits (cien mil millones de bits, pues 10 a la 11 es igual a 1 seguido de 11 ceros) que podrán ser almacenados en su cerebro. Habría que sumarle los 300.000 bits que representan las palabras pronunciadas. Toda esa información equivale a una gran biblioteca de 15.000 volúmenes.

            Durante nuestro período vigil y, aunque en menor escala, en el curso de nuestro sueño, penetra a través de nuestros sentidos una ingente masa de datos. El aroma de la ropa recién planchada y el ácido sabor de una mandarina se mezclan con las docenas de sensaciones térmicas, táctiles, de presión que experimentan nuestras áreas epidérmicas. Y todas ellas pueden medirse en unidades bits.

            Se ha calculado que a cada segundo el conjunto de nuestros sentidos recibe 10 a la 10 (diez mil millones) bits. Eso implicaría que durante toda la vida de un hombre, un promedio de setenta y cinco años, el total de información recibida, si sumamos los millones de escenas vistas, olores y sabores percibidos, ruidos y palabras escuchadas, alcanzaría un volumen de unos 10 a la 19 bits (diez trillones).

            Esto crea un grave problema. Sabemos que nuestro cerebro es una tupida red de fibras nerviosas, cada una de las cuales conecta entre sí con varios miles de esas células llamadas “neuronas”. Se ha calculado que el total de conexiones (cada una representando un bit) es de 10 a la 15 (mil billones). Aun en el impreciso caso de que todas ellas se utilizaran para archivar (memorizar), cosa que dista de ser cierta, no cierran los números. De modo que uno estaría tentado a decir que la teoría “pantomnésica”, según la cual retenemos en nuestro inconsciente todas las percepciones de nuestra vida, carecería de fundamento ya que no habría suficientes “receptáculos cerebrales”. Sin embargo, esa teoría es una realidad: el psicoanálisis, la hipnosis, la guestalt y el análisis transaccional, así como muchos otros abordajes clínicos han demostrado que realmente sí conservamos todo en la mente. Entonces, ¿dónde lo alojamos?.

            Por otra parte, los neurofisiólogos han estudiado punto por punto la intrincada textura del cerebro, buscando los núcleos nerviosos o las áreas corticales donde puede radicar ese maravilloso mecanismo que es la memoria. Si un tumor o una grave lesión afecta al lóbulo temporal, podemos quedar “ciegos” para siempre. Una destrucción del “área de Brocca” en el lóbulo frontal nos impide hablar. Esos accidentes traumáticos o patológicos nos permiten trazar una especie de mapa cerebral, constatando la función específica de cada zona encefálica. Pero, ¿dónde ubicar la memoria?. Pueden lesionarse miles de puntos corticales o nucleares sin que se afecte la facultad de recordar. Esto, sumado a lo señalado líneas arriba con respecto a la “capacidad de almacenaje” del cerebro, sólo puede decir una cosa: la memoria está en otro lado.

    La mente cósmica

            Rattray Gordon Taylor, en su apasionante libro “El Cerebro y la mente”, refiere el hecho, obvio pero poco tenido en cuenta, de que la memoria no es la capacidad de recordar algo (en el sentido de “retenerlo” en la mente) sino, por el contrario, de olvidarlo momentáneamente hasta el momento en que lo precisemos.

            Ilustraremos esto mejor con un ejemplo. Cuando en una conversación cualquiera estoy a punto de mencionar a alguien y sufro una “laguna” (solemos ponerlo de manifiesto con la típica frase “lo tengo en la punta de la lengua”) suele ocurrir que por más esfuerzo que hagamos no podamos traer el dato a la consciencia. Pero más tarde, a veces días después, surge el recuerdo “perdido”. Si la “mala memoria” fuese olvidar algo, en el sentido de “irse de la mente”, no podría “regresar” espontáneamente. Si aparece, es porque nunca se fue. Y, en consecuencia, la mala memoria no pasa por “olvidar” sino por la incapacidad de “recuperar” lo que ya se sabe. Esto, además de abrir interesantísimas posibilidades para explorar el gran poder dormido en todos nosotros, nos dice que guardamos absolutamente todo lo que alguna vez conocimos. Si yo, por ejemplo, digo que nací un 29 de abril, sé que esta información no ocupa permanentemente lugar en mi mente consciente; no ando por la vida repitiendo constantemente “yo nací un 29 de abril”. Eso se encuentra momentáneamente “olvidado” –es decir, desplazado de la consciencia– hasta que algún detonante (como la pregunta “¿cuándo es tu cumpleaños?”) me la hace recuperar. Por lo tanto, llamo “memoria” a la función de retirar de la mente consciente algo, hasta el momento en que lo necesite. La pregunta, entonces, es: ¿adónde va?. Evidentemente, no a ningún lugar particular del cerebro.

            Los antiguos orientales sostenían que en el Universo existían lo que ellos llamaban “registros akhásicos”, algo así como un gran banco de datos de todo lo que ocurrió desde que el Cosmos existe, y al que “conecta” la mente inconsciente del hombre por procesos a los que hemos dado diversos nombres: intuición, corazonada, expansión de la consciencia. De alguna manera, esto siempre se ha sospechado: Sócrates, por caso, decía que sus reflexiones no eran en realidad producto de su intelecto, sino que le eran dictados por una “entidad” acompañante, una especie de guía a la que él llamaba su “daimon”. O las inspiraciones geniales de tantos artistas o científicos. El alcance de esta suposición es realmente alucinante, pues significa que hasta el más común de los mortales, explorando estas posibilidades y abriendo sus canales para conectarse con esa especie de dimensión paralela (registros akhásicos, mente cósmica o “memoria”, lo mismo da) puede acceder a las más maravillosas obras que pueda concebir el espíritu humano sin resignarse a una cuestión de pautas culturales, educación o disposición congénita genética.

  • Crow

    LOS SERES ESPIRITUALES

    “Durante la Edad Media se quemaba vivos a los magos; hoy, se les cubre de ridículo, lo que es todavía peor, ya que el ridículo jamás ha creado mártires”.

            Estas soberbias palabras escritas por Pierre Piobb en los primeros años del siglo XX sirven magníficamente de introducción a estos párrafos, referencias filosóficas para los interesados en el Ocultismo con el fin de brindarles, entre otras posibilidades, confianza en sus investigaciones y argumentos válidos para justificar ante los escépticos sus inclinaciones hacia estas disciplinas, ello, en el supuesto de que algún buen estudiante de la Filosofía Hermética realmente crea de alguna importancia andar por la vida justificándose ante los demás. Dejaremos para otra oportunidad analizar con más extensión esa actitud tan ingenua, pero naturalmente humana, de creer que sólo la aceptación colectiva o el supuesto criterio de autoridad de terceros dignifican una creencia individual, más allá del propio autoconvencimiento que podamos tener sobre nuestros intereses, para volcar ahora nuestra atención en esbozar ciertas metodologías lógicas que apoyan, en la teoría, la efectividad que, en la práctica, ponen de manifiesto las técnicas ocultistas.

            La ciencia moderna, en su horror hacia lo sobrenatural –horror legítimo que parece, en último término, haber sido en todo momento la característica de la ciencia verdadera que busca explicar lo desconocido en términos de lo conocido– rechaza implacablemente toda tentativa que le parezca realizada siguiendo principios ignorados por sus dogmas establecidos. De esta forma rechaza el milagro, lo mismo que todo hecho que proceda del dominio religioso.

            La religión, por su parte, tiene horror a la ciencia; tiene miedo de que la ciencia divulgadora se dedique a investigar sus prácticas y no entrevea allí más que un vasto dominio de hechos naturales y patentes que, reducidos a su justa proporción, harían inútil toda actitud maravillosa y maravillada; tiene miedo, en una palabra, de que el sabio sustituya al sacerdote. Y, como consecuencia, rechaza todo “milagro” que no se realice, también, siguiendo los principios consagrados por sus dogmas establecidos. Así, cualquiera que efectúe con éxito una experiencia que se manifieste fuera de las leyes científicamente aprobadas o de la liturgia aceptada, se ve indudablemente tratado como escapado del manicomio por la ciencia y de habitante potencial del infierno por la religión. Y cada partido posee el mismo término para designar a este demente o este condenado, diciendo: “es un brujo”.

            De manera que el “brujo” es, simplemente, un investigador que trata de hacer penetrar lo sobrenatural en el terreno de lo natural, y la Magia, como expresión técnica del Ocultismo teórico, no es, después de todo, según la afortunada expresión de Karl du Prel, más que “una ciencia natural desconocida”.

            Pero hay que distinguir la ciencia del charlatanismo, la religión de la superstición. La charlatanería es lo inconsistente que trata de imponerse usurpando los procedimientos de la ciencia fría y positiva. La superstición, palabra que procede, como ha destacado muy justamente Eliphas Levi, de un verbo latino, “superstite”, que significa “sobrevivir”, es el signo que sobrevive al pensamiento, es el cadáver de una práctica religiosa.

            En la baja magia, goecia o brujería hay, al mismo tiempo, lo uno y lo otro. Es una superstición, en el sentido que forma un resumen de prácticas que en su tiempo fueron razonables y es, simultáneamente, una charlatanería, porque estas prácticas han sido deformadas, en apariencia a placer, por personas que sólo buscaban ilusionar a sus semejantes. De forma tal que la baja magia no es sino una ridícula caricatura de la ciencia suprema de los magos de la antigüedad y que merece todo el desprecio que los siglos le han testimoniado, denominándola, alternativamente, brujería, hechicería o magia negra.

            La Alta Magia,  o Teurgia, en cambio, tiene derecho a la atención de las personas más serias, de los espíritus más luminosos. Aparece como una ciencia bastante incompleta, no porque así lo sea, sino porque sus secretos han estado hasta ahora velados por el misterio de los símbolos, y resulta muy difícil comprender sus leyes. Sin embargo, presenta tan poderoso interés que un filósofo como Max Müller no ha dudado en reconocerlo: “Se limitará a comprobar –escribe– que todo encantamiento mágico, por absurdo que pueda parecernos hoy en día, ha debido tener primitivamente su razón de ser, y cuyo descubrimiento es el punto culminante de nuestras investigaciones”. La Alta Magia descansa sobre el principio de que existen en la naturaleza fuerzas ocultas, a las que se les da el nombre de “fluidos”, y son operables mediante la intervención de ciertas “inteligencias”. De allí que se formula una primera ley mágica, que dice: “ninguna operación puede efectuarse sin que intervenga una inteligencia”.

            Pero la palabra inteligencia (por traducción del latín intellectus y no intelligentia) se aplica lo mismo a un ser humano que a una colectividad humana, a una personificación de energías o a un colectivo fluídico. Entre esas inteligencias, el Ocultismo considera a los ángeles, egrégoros, etc., estos últimos, parásitos psíquicos creados a expensas de la concentración colectiva de un grupo de personas. Por supuesto, debe entenderse que la palabra “ángel” no significa, para el Ocultismo, necesariamente lo mismo que, por ejemplo, para los católicos. O mejor deberíamos decir que los sacerdotes católicos han cuidado muy bien de ocultar a sus fieles este aspecto esotérico de su religión que se refiere, precisamente, a la manipulación que puede hacerse de tales “energías inteligentes”.

            No era en el pasado, ciertamente, sencilla tarea traducir al griego lo que los hebreos entendían por haiöth-haködesch, que fue traducido como aggeloi que significa mensajero, siendo la hebrea una expresión que ordinariamente traducida significaba “animales superiores en santidad” (“Animales” en el sentido de “no humano”, y en latín animalia sanctitatis) que quiere decir “entidades existentes y dotadas de fuerza vital a las que, en razón de su estado superior, se les atribuye un carácter sagrado”. Es interesante señalar que los “aggeloi” conformaban, como toda energía que, aun siendo inteligente, debe ceñirse estrictamente a ciertas leyes, sólo uno de los extremos de una polaqridad complementada, en el sentido pasivo, receptor, terrestre (es decir, material) por el “daimon” particular de cada individuo, una entidad acompañante, independiente psíquicamente pero comprometida en su determinismo con el del humano con quien camina. Esa idea de “oposición complementaria” y de “polaridades opuestas” fue la que provocó una de las confusiones más trágicas en la historia espiritual de la humanidad, pues llevó a pensar a los primitivos padres de la Iglesia (devotos y piadosos, sí, pero poco preparados intelectualmente) que el “daimon”  se oponía al “aggeloi”, en el sentido común de ese término, con su carga de “conflicto”. Y si el “aggeloi” era el mensajero de Dios, el “daimon” sólo podía serlo del demonio. Pues aggeloi se transformó en ángel, y daimon en demonio. Si los autores cristianos hubieran profundizado aún más filosóficamente en el asunto –o no hubieran respondido a oscuros intereses– habrían advertido la semejanza con el ya por entonces varias veces milenario principio oriental del yin y el yang, donde todo lo Yin (pasivo, receptivo, centrípeto) se opone y complementa al Yang (activo, masculino, oblativo, centrífugo) pero que todo lo que existe sólo puede resultar de la mutua interacción de principios contrapuestos capaces de generar las fuerzas y tensiones necesarias para reflejar en eventos lo que es. O, mejor aún, lo que emana de Aquél Que Es. Y que sólo del punto medio de fuerzas opuestas nace la paz y el equilibrio.

            Como dato enciclopédico, obsérvese que la idea de “daimon” encuentra su correlato en las creencias indígenas centroamericanas en el “náhual”, ya comentadas a tenor de explicar el Principio de Sincronicidad, ya que anima en sí las funciones complementarias, espiritualmente hablando, del hombre del cual es sincrónicamente correspondiente. En cuanto a la palabra arcángel recordemos que en griego significa “ángel primordial” y señala, en consecuencia, las matrices eidéticas primarias. Y para redondear estos conceptos, recordemos también que “diablo” proviene del verbo griego “diabaellin” que significa “lanzar”, en el sentido de “fuerza en movimiento”. Precisamente, las energías operativas sobre las que escribiéramos anteriormente. De allí, la nefasta aceptación de la palabra “diablo”.

            Todo esto apunta a demostrar que el estudio del Ocultismo debe encararse con audacia mental, sí, pero con la precaución de descubrir detrás del disfraz etimológico los verdaderos y correctos sentidos de las palabras empleadas. Así, por ejemplo, si al leer un “grimorio” (tratado de magia) tropezamos con citas o afirmaciones que parecen hasta ridículas, debemos entender que precisamente ésa fue la sensación que sus autores trataron de brindar para mantener a salvo sus conocimientos de los no iniciados.

            Reconocida la existencia de energías inteligentes en el universo es interesante saber, cuanto menos históricamente, en qué categorías se las clasifica y cómo se las denomina. Deben, primero, comprenderse dos cosas: categorizar un haiöth-haködesch (para mencionarlos con propiedad) significa reconocer el mayor o menor nivel evolutivo del mismo, que es como decir su nivel vibratorio, de donde emana su capacidad y autoridad natural.

            Darle un nombre, en cambio, significa conocer la vibración sincrónica y etérea que lo evoca, lo concita, lo llama. Si “Dios dijo…” y más adelante, “Padre, Verbo y Espíritu Santo…”, aquí surge que nombrar algo significa pronunciar un sonido cuya vibración es afín a lo nomenclado. Por supuesto, al elegirse los nombres de los seres humanos se desconoce esta razón esotérica pero, de alguna manera, sus nombres son más o menos consonantes –quizás por predestinación kármica– con sus naturalezas vibratorias (o, deberíamos decir, la vibración del nombre modela de determinada forma a la persona), lo que explicaría en parte la buena fortuna de algunos, en cuanto a que la mención que de los mismos hacen los demás movilizan energías cuyos efectos finales recibe el propietario del nombre favorablemente.

            Por Ley de Vibración, el nombre es energía, y por Ley de Sincronicidad, invocar una energía es concitarla en nosotros. Que algo nos salga bien, a veces contra viento y marea, no se debe a la “buena suerte” sino, por Ley de Causalidad, a aquello que en nuestro ritual, aunque sea ceremonial o simplemente ideal, mental, pero siempre por Ley del Mentalismo, hemos atraído, con sus consecuencias a largo plazo que debemos aprender a observar espiritualmente pues, por Ley de Polaridad, implica también que luego de esos eventos beneficiosos pueden aguardar momentos duros, completando así la Ley de Serialidad, todo lo cual quedará impreso en nuestro karma que, por Ley de Correspondencia, se modela según los eventos cotidianos de nuestra vida. Así se conocen en orden descendente a los seraphim (“serafines”), cherubim (“querubines”), aralim (“tronos”), haschmalim (“dominaciones”), tharschisim (“potencias”), malakim (“virtudes”), clobim (“principados”), beni-elohim (“arcángeles”), aischim (“ángeles”). La palabra latina “virtus” significa exactamente “fuerza moral” (en oposición a “fuerza material”); evoca una idea de influencia y efecto (en castellano empleamos la expresión “en virtud de” para decir “en razón de”) con lo cual referimos, otra vez, a una “inteligencia”. Un  mensajero siempre es sólo instrumento de un príncipe (y la palabra “príncipe” tenía cierto valor espiritual muchos siglos antes de que se usara políticamente; de hecho, se “copió” una expresión de significancia entre los sacerdotes para sugerir un poder superior en manos de autoridades terrenales) pero el poder material del principado siempre estará subordinado a la inteligencia (virtud) con que se lo emplea pues, de lo contrario, sólo se es dictador, y el dueño del poder termina siendo esclavo de su propia violencia.

            Empero, sólo la potencia del ideal supera a la inteligencia, y las condiciones previas, aglutinadas, dan la verdadera dominación que permite alcanzar al trono, siendo todo trono un emplazamiento de autoridad máxima, sólo supeditada a Dios, quien se expresa a través de sus canales comunicantes directos (por eso se dibujaba ingenuamente a querubines y serafines provistos de trompetas que anuncian la “gloria de Dios”).

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    EL EFECTO ENERGÉTICO DE LOS SÍMBOLOS

        Es práctica común al Ocultismo el valerse de símbolos de los más diversos orígenes: hebreos, hindúes, griegos, rúnicos, cada uno de ellos dotado de una aparente “facultad” especial, facilitadora de determinado objetivo. Y si nos colocamos en el lugar de un observador neutral, ajeno por completo a la Filosofía Hermética, debemos convenir que puede resultar difícil de digerir el que meditar, o elaborar mentalmente, dibujar o tallar un símbolo determinado pueda desencadenar –en el mundo aparentemente material en que nos desenvolvemos– algún efecto perceptible.

        Que mentalizar un pentáculo o estrella de cinco puntas de determinada manera sobre el órgano afectado de una persona enferma puede propender a su curación, o que en caso de acusados problemas psicológicos un “sello de Salomón”, también conocido como “estrella de David” sea en ocasiones suficiente paliativo. Además del abismo infranqueable para la mentalidad materialista de este siglo que representa lo que va de lo mental a lo fisicista-mecanicista, se hace en ocasiones incomprensible el porqué debería aceptarse que una figura geométrica determinada pueda, por su sola observación, desencadenar resultados tangibles. Sin embargo –y como en muchas otras ocasiones– aquí también la moderna psicología ha hecho tan significativos avances que sus propuestas rozan audazmente las milenarias enseñanzas esotéricas. Y precisamente, en el campo semiológico es donde encontramos una aproximación válida para avalar tales misterios.

        Enseña el psicoanalista argentino Norberto Litvinoff, que todo símbolo es “una máquina psicológica transformadora de energía”, lo que equivale a decir que la concentración en un símbolo provoca dos respuestas: por un lado, una tensión psíquica que, en ocasiones, puede gatillar la latente potencialidad parapsicológica (según el buen decir del parapsicólogo argentino Antonio Las Heras) del individuo; por otro, al asociarse al mismo determinados contenidos inconscientes, su evocación polariza sobre el sujeto tales correspondencias con lo que –cuanto menos en forma autorreferente– se detonan los contenidos emocionales de armonía y equilibrio que le fueron adjudicados.

        Por otra parte, una figura señera del Esoterismo como fuera la norteamericana Dion Fortune –que no ociosamente se dedicara al psicoanálisis antes de volcarse de lleno al Ocultismo– enseñó que “cuando en el pasado, a un símbolo le es incorporado, por meditación o raciocinio no convencional, un determinado contenido por un grupo de iniciados, en el presente, aún cuando las claves interpretativas se hubiesen extraviado irremediablemente, también por meditación e iluminación podemos evocar esos contenidos”. Ejemplificando esto, podemos señalar que si hoy en día un grupo de estudiosos deseara perpetuar determinada información, esotéricamente hablando, y evitar que la misma caiga en manos no deseadas, se elaboraría un signo o símbolo a través de largas sesiones de contemplación meditativa; luego, aunque transcurrieran siglos y desaparecieran todos aquellos elementos materiales que podrían brindar una pista sobre el significado del mismo, en otro lugar y otra época, y siempre por directa meditación sobre el símbolo en cuestión, podríamos recuperar el contenido que le fue adjudicado al mismo.

        Y para esto hay una razón lógica; de una u otra forma, esos contenidos pasan a integrar, genética o extrasensorialmente, una memoria racial, reservorio natural del Inconsciente Colectivo de donde, a fin de cuentas, nos realimentamos en nuestras meditaciones. O los Registros Akhásicos a los que ya hiciéramos referencia. Y ese Inconsciente Colectivo es, a todas luces, un entramado que comunica, diríamos que de manera subliminal, todas las mentes del género humano. Por ello, lo que nosotros recuperamos por “conectarnos” con esa red también señala una vía de acceso sobre la psiquis de los demás y de esa forma desencadenar determinados efectos.

        A veces, observando los diseños de algún dispositivo mecánico o electrónico de nuestra época, las señales del tránsito o la fórmula E=mc2, deliro pensando en que si nuestra civilización, por causas naturales o artificiales casi desapareciera por completo o retrocediera espectacularmente, y nuestros lejanos descendientes lograran recuperarla pero por otro camino, es decir, con otra escala de prioridades en el conocimiento o estructuras culturales tan distintas como un yezida lo es de un sueco, no verían en esos símbolos pretéritos de nuestra época y por carecer de la interpretación correcta, apenas supersticiosos esbozos de cultos religiosos perimidos.

        Y si queremos ser más precisos, deberíamos recordar que la Parapsicología ha demostrado, más allá de toda duda razonable, la existencia de una llamada “energía de las formas”, potencial energético de naturaleza desconocida que se hace presente cuando construímos objetos que acusan una muy concreta geometría, como es el caso de las pirámides (lo más popular), y los conos, espirales, etc. Decimos que la naturaleza de esta energía es desconocida, pese a que muchos autores le atribuyen un carácter “cósmico” lo cual, por supuesto, aún es discutible máxime cuando, si hemos de ser exigentes con la terminología, en última instancia todas las energías son cósmicas. Y, si observamos con atención, advertiremos que un símbolo geométricamente definido es, en todo caso, una “forma” de dos dimensiones (quizás tres, si aceptamos que el sutil relieve del grabado o la impresión sobre el papel puede considerarse también una dimensión) y, en tal sentido, capaz de acumular “energía de las formas”.

  • Crow

    RESCATANDO LA CEROMANCIA

        Los aficionados a las Ciencias Ocultas, aun a sabiendas de los aspectos filosóficos que fundamentan sus prácticas, padecen en ocasiones una forma insólita de servilismo; prefieren ocultar, no en la paz del misterio esotérico sino en el cono de sombra de la vergüenza personal, ciertas seguridades propias que, a instancias de lo que aparece como “serio” o aceptable para los demás, podría hacerle sentir ridículo si lo reconociera públicamente.

        Tal es el caso del empleo de velas; no con el fin propiciatorio que cuanto menos en los estratos cristianos aparece como un ritual de entrecasa común, ni el uso de aquellas en ocasiones especiales como misas, funerales, etc. Nos referimos al otro uso de velas, aquél que se basa en el consumo de distintas variedades de colores y formas y en el análisis místico de sus restos, o, si se quiere, en verdad mántico, como hacen los afectos a la lectura de la borra del té o la cafeomancia.

        Seguramente nadie que se estime aceptaría comentar, por ejemplo ante profesionales universitarios o gente que sabemos escéptica o crítica que, en ciertos especiales momentos se recurre en la intimidad del hogar o a ciertos cirios coloreados, o fragancias y cánticos, esperando que el remanente del consumo de aquellos refleje, si no el Destino, cuanto menos una sucesión de acontecimientos sobre los cuales podremos orientar determinadas decisiones. Y es tragicómico observar cómo ciertos parapsicólogos y “parapsicólogos” –nótese la sutil diferencia– las consumen en cantidades industriales, pero hacen mutis por el foro o llegan a bromear tímidamente cuando, en alguna reunión teñida de cierto cientificismo, se pone el tema sobre el tapete.

        Claro, todo apunta a señalar que una Parapsicología científica será únicamente aquella que se basa en computadoras, electroencefalógrafos, matemática aplicada, transistores y lucecitas a diestra y siniestra y, en cambio, digna de escarnio una que se apoya en velas, resinas, perfumes, oraciones… Pero como he señalado en numerosas oportunidades, no son los instrumentos los que hacen científica una investigación ni digno de consideración un tema: son las metodologías intelectuales aplicadas, la actitud crítica, la experimentación, la verificabilidad de los resultados. Es decir, aunque resulte anacrónico en este siglo, no es, en sí, poco científico hablar de liturgias medioevales: lo absurdo o no científico de un tema cualquiera no es nunca el tema en sí, sino la actitud con que se encara su estudio. De hecho, no hay nada tan anticientífico como prejuzgar la seriedad o validez de un tema sin haberlo estudiado. De allí que en ocasiones observemos que es mucho más “mágica” la actitud de un individuo en guardapolvo blanco que afirma o rechaza dogmáticamente y a priori alguna cosa (lo que no deja de ser, psicológicamente hablando, una sacralizada actitud religiosa) que la de un chamán o hechicero tribal que, no conforme con las enseñanzas de sus antepasados, experimenta nuevas hierbas, pases magnéticos de otro clan y pócimas dictadas por los espíritus buscando optimizar sus resultados.

        Uno de los aspectos más apasionantes del moderno Ocultismo es el estudio de las correspondencias que existen entre el Inconsciente Individual de un sujeto y el Inconsciente Colectivo a que éste pertenece, como miembro de un estrato social, colectividad, ideología, etnia o el propio género humano. Así, quienes conocemos las técnicas de estudio de la personalidad reconocemos como uno de los más eficaces para el mismo al llamado Test de Roscharch, de la clase de los “proyectivos”, consistente en una docena de láminas presentando manchas que el individuo testeado tiene que “interpretar” a su parecer. De estas interpretaciones se deducen evaluaciones complementarias de diagnósticos. Paralelamente tengamos en cuenta uno de los principios del Esoterismo: aquello que Aristóteles denominó “entelequias”, y que dice que todo cuanto existió, existe y existirá en este Universo ya se encuentra en el “Mundo de las Ideas”, y que la historia de aquél es sólo aguardar el momento en que la materia dé forma a los eventos sobre estas matrices semióticas. O, en palabras del propio Aristóteles, en que se “llenen de realidad”. Precisamente, en este sentido se observa en su real extensión la Ley del Mentalismo (el Todo es mental), lógicamente perfecta y que enseña que todo lo que gira a nuestro alrededor, sea materia, energía, pensamientos, deseos, en realidad no son cosas distintas entre sí sino los mismos principios básicos materializados de distinta forma.

        En consecuencia, yo –mi Inconsciente Individual– navego en un mar de entelequias, que no son ajenas a los vectores psíquicos inmanentes al Inconsciente Colectivo del cual formo parte. En consecuencia, esas tensiones pueden “ideoplastizarse” en la parafina o estearina de las velas, ya que las mismas no adoptan necesariamente el aspecto de lo que puede acontecer sino que, Ley del Mentalismo mediante, formar figuras que interpretaremos en función de las pulsiones psíquicas que, manifestadas a través del Inconsciente Colectivo, actúan sobre nuestro Inconsciente Individual, detonando en él ciertos aspectos de su natural potencialidad parapsicológica, usando el remanente de las velas como un “puente”, un “amplificador” (al igual que la baraja del Tarot o la bola de cristal la cual, por cierto, no es precisamente un televisor paranormal) para expresar esas latentes facultades extrasensoriales que duermen en todos los seres humanos.

        Dicho de otra forma, la Ceromancia es una especie de test Roscharch del Inconsciente Colectivo y de las entelequias subyacentes en él.

        Actualmente, me encuentro conformando una especie de pequeño “museo privado” con, entre otras cosas, residuos céricos de altos índices de extrañeza: en él encontramos pequeñas duplas de cuernos, rostros, letras hebreas, conjuntos de figuras humanas… y aquí no sirve la escéptica explicación que “se ve lo que se quiere ver”; creo que, por caso, la aparición de dos cuernitos perfectamente simétricos, curvados de la misma forma y, obviamente, sin manipulación inteligente alguna –cuanto menos humana– no puede ser explicado por la casualidad, menos aún cuando estas “casualidades” ocurren en un episodio de “ataque psíquico”, sin olvidar que la suma de las “casualidades” hace a la “causalidad”.

        Precisamente otra ley científica, la llamada “navaja de Occam” o “Principio de economía de hipótesis” dice que cuando se tiene más de una explicación posible para el mismo fenómeno debe comenzarse por presuponer la más sencilla. Si ésta no basta para explicar todas las manifestaciones debe pasarse a la que le sigue en complejidad y así sucesivamente; y ciertamente, presuponer que “por casualidad” en una situación dada de tensiones psíquicas sobre un sujeto o grupo familiar, o en un hogar sometido a extrañas circunstancias, el simple derretimiento de una vela deje esas específicas improntas, mientras objetos se mueven solos y se ven extrañas apariciones… es mucho más inaceptable que admitir, simplemente, la interacción de extraños fenómenos parapsicológicos.

        Por supuesto, en el ejemplo de referencia, nadie dice que sea el “diablo” quien ande metiendo la cola, o, en este caso, los cuernos; observemos que la aparición de los mismos significa lo que simbólicamente es perjudicial, extraño y peligroso para el Inconsciente Colectivo de un estrato social específico, esencialmente católico, donde el fenómeno se produjo, y es comprensible que así sea: el Inconsciente Colectivo es precisamente eso, inconsciente, y se manifiesta en base a símbolos.

        Fenómenos como el descripto –cuyas pruebas obran en nuestro poder– ilustran un universo muy distinto al mecanicista que nos muestran los libros de texto. Un universo que es precisamente eso, “uni”, es decir, la expresión unificada, unidad de lo que se materializa en la naturaleza de distinta forma. Realmente, si hubiera cosas distantes en su génesis o caracterización entre sí que las hiciera irreconciliables holísticamente, viviríamos en un Pluriverso.

        Este Universo hace que mediante algo tan sencillo como dejar quemar una vela –pero la Verdad, así con mayúscula, siempre se encuentra en las cosas sencillas– nos muestre, hasta con una sinceridad cruel, qué emanaciones forman el entramado metafísico en el que nos encontramos inmersos.

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    SATANÁS: EL ETERNO PROMETEO

        Reconozco que he dudado sobremanera antes de sentarme a escribir estas líneas, siendo la más sencilla de las razones la casi total seguridad de que, pese a mis esfuerzos y al mejor empleo que sea capaz de hacer del idioma, seguramente no seré comprendido por muchos de mis lectores o, lo que sería peor, seré mal entendido. Porque lo que aquí me propongo demostrar es que vale la pena tratar de rescatar un poco la imagen del individuo sin lugar a dudas más denigrado en la historia de la humanidad: Satán.

        En otro lugar he realizado un estudio de la etimología de las palabras “demonio” y “diablo”, dos sustantivos comunes para designar al, como se le suele llamar, Príncipe de las Tinieblas.  Lógicamente, no voy a poner en duda la existencia del Mal sobre la Tierra. Lo que quiero significar es que, si el Mal existe, éste no reside en las personificaciones o medios de los que se valga el hombre para sus propósitos, sino en la naturaleza misma de sus objetivos. En cierto modo, el mal es natural, ya que una ley del universo tan concreta como es la llamada Ley de Entropía, dice que en éste todo tiende naturalmente hacia la destrucción.

        Si dejo un automóvil un año abandonado a la puerta de mi casa, transcurrido ese tiempo no tendré un vehículo más afinado, brillante, nuevo, sino uno totalmente deteriorado. La energía, de cualquier tipo que sea, tiende naturalmente a disiparse. Un objeto puesto en movimiento, si no está en un plano inclinado y si no tiene un medio propio de propulsión, naturalmente desacelera hasta detenerse. Todo se degrada, se diluye, se evapora, envejece y se olvida con el paso del tiempo. La Mecánica, la Química, la Astronomía, la Psicología (¿acaso no nos es más fácil pensar mal que bien de los demás?), la Historia (¡cuánto más fácil nos es destruir que construir!) demuestran la validez de la ley de Entropía en todas las áreas del ser y del cosmos. Y por ello el Bien –o, mejor dicho, hacerlo– es una heroica y dificultosa gesta muchas veces destinada inexorablemente al fracaso. Pero si de algo estamos todos conscientes es que, en lo que respecta a hacer el Bien, aun cuando todo parezca jugar en nuestra contra, no podremos tener paz en la conciencia si no hacemos el intento de salir adelante. Y por absurdo que parezca es, precisamente, en este sentido que la figura de Satanás adquiere otra dimensión.

        Aclaremos algunas etimologías, ya que usaremos, al mejor estilo católico, indistintamente la palabras “Satanás” (“Satán” significa “el contrario”.¿Y si lo fuera en el sentido de opuesto y complementario?), como Lucifer y, en lo que a este último respecta, recordemos que quiere decir “portador de luz”. Algo contradictorio, ciertamente, con la imagen que tenemos del susodicho.

        Se ha escrito que Lucifer era el más hermoso de los ángeles de Jehová y también el más querido y que, ensoberbecido, se levantó en rebelión, por lo que cayó al Infierno. En este punto podemos plantearnos algunas reflexiones lógicas. Si Jehová es omnisciente y omnisapiente, brazo ejecutor e inteligencia rectora de una Providencia donde para El todo está escrito, ¿acaso no previó la rebelión luciferina?. Si así fue, ¿porqué la dejó salir adelante?. ¿No es un tanto contradictorio pensar en un Ser lleno de bondad que tienta y luego castiga al débil atraído por aquello que El mismo creó para tentar?. (Por favor, nada de acotar “eso es un Misterio” porque con tal perogrullada no llegaremos a ninguna parte). ¿No sería porque necesitaba de una fuerza en oposición para generar las tendencias espirituales que movilizaran a los seres vivos de este Universo?.

        Y, si se quiere analizar con rigurosidad, ateniéndonos a los relatos del Génesis en lo que respecta a la intervención diabólica en la expulsión del Edén, no podemos menos que disentir con la actitud un tanto fascista de Dios: en efecto, el mismo mantenía a Adán y Eva protegidos y ahítos en el Paraíso, pacíficos en su ignorancia. Lucifer, la Serpiente (que, por otra parte, es el animal que siempre ha significado en todas las culturas el pensamiento lógico, la ciencia racional, el conocimiento técnico, como el dragón en China –los “maestros llegados del cielo” eran dragones– o Quetzalcoátl –la “serpiente emplumada” mexicana, o “serpiente voladora”, y ¿qué es una “serpiente voladora” sino un reptil volador?–) les posibilita comer del Árbol del Bien y el Mal –en algunas versiones, del “árbol de la Ciencia”– con lo cual esa protopareja adquiere discernimiento y, en consecuencia, capacidad de decisión propia. Y esto parece disgustar a Jehová: prefiere que su pueblo permanezca ignorante de intelecto y con el estómago lleno. A propósito, eso me recuerda ciertas conductas políticas de algunos gobernantes que hemos tenido…

        Y según las crónicas bíblicas, el castigo divino surge en cierto modo por miedo, ya que –cito textualmente– “…Ea, expulsémoslos ahora, no ocurra que también coman del Árbol de la Vida y alcancen la inmortalidad como nosotros…”. La Serpiente pasa a ser tal a partir del castigo que le dicta la autoridad. Y recuerden ahora otro mito, esta vez, el de un semihéroe cantado en su valentía por los poetas a través de las épocas: Prometeo, que roba a los dioses el fuego para los hombres y por ello se le castiga encadenándolo a una alta roca, donde todos los días un águila devora sus entrañas que se regeneran por la noche, en un suplicio destinado a ser eterno y sólo interrumpido por la decidida intervención de un hombre en puja con los dioses, Hércules, quien lo libera de su martirio.

        El mismo Hércules que, en otro de sus doce famosos “trabajos”, roba las manzanas de oro del  jardín de las Hespérides, lo que en realidad significa acceder a otro secreto divino, corporizado en la imagen simbólica de la manzana. Las manzanas de ese jardín, en realidad fueron, según modernas investigaciones, un acervo de conocimientos técnicos sobre agricultura y ganadería que llega a Europa proveniente del norte de Africa, y hacen que Hércules sea también castigado por los habitantes del Olimpo de la forma más cruel: obligan a creer a la amada de Hércules que aquél le es infiel, empujándola a envenenarlo con la sangre de un centauro que, embebida en sus ropas, le producen tan atroces dolores que lo arrojan al suicidio en la pira funeraria. Pero la Historia ha rescatado las glorias de Prometeo y Hércules: aunque ambos sufrieron y, en cierta forma, fracasaron, son héroes históricos. Y está bien que así sea: lo único que le da sentido moral a la Historia es la esperanza de que “quizás la próxima vez…”. Sin ella, quedaría reducida a mera cronología.

        De Hércules a las tragedias cotidianas del hombre de la calle, se repite una y otra vez la frase crucial: lo único que dignifica al ser humano es su capacidad de seguir luchando aunque todo parezca estar perdido.

        Y eso hizo Satanás.

        Porque por ser ángel de Jehová, era el primero en saber las consecuencias de su rebelión; es ingenuo pensar que pudo creer poder cambiar la Providencia. Habiendo caído, no buscó reconciliarse. Siguió en sus trece. Aun cuando él mismo sabe que todo está perdido.

        Como Prometeo, se rebeló ante la ignorancia del ser humano, buscando darle otra opción, otro punto de vista, otros medios para manejar la naturaleza. No se opuso a Dios: engrandeció Su obra, que de meros peleles rozagantes y primitivos, juguetones en los prados y con una permanente y sin duda bobalicona sonrisa en los labios, nos llevó a transformarnos en seres pensantes, amantes, alegres, tristes, desafiantes, furiosos, compasivos, vengativos, violentos, pacíficos, creativos. A tonificar nuestros músculos, transpirar, exigir nuestras mentes, crear, multiplicar, construir, destruir, volver a construir sobre lo destruido, conquistar las cuatro regiones del mundo, volar cuando Dios no nos hizo con alas, correr más rápido que la mejor de Sus obras, caminar por el fondo de los mares cuando las branquias sólo son privilegio de los peces.

        Jehová nos dio la inteligencia que, en potencia, encerraba la posibilidad de hacer todo ello, sí, pero sin Lucifer nunca, en la beatitud del Paraíso, nos habríamos obligado a hacerlo. De hecho, los ceñudos predicadores que elevan su odio a Lucifer por habernos hecho perder las inerciales delicias del Edén, obedecen solamente a su propio facilismo, alimentado por la Ley de Entropía: y ése es el verdadero peligro.

        Si lo único que dignifica al ser humano, insisto, es seguir luchando cuando todo está perdido, entonces Satanás es la expresión más heroica del género humano. La expresión del inconformismo, de la búsqueda racional, lógica, de no ceder al autoritarismo, al dedo digitador.

        Es posible que algún despistado crea, a la altura de estas líneas, que estoy haciendo apología de los cultos satánicos y la magia negra: nada más alejado de la verdad. En primer lugar, por el hecho de que sus asiduos concurrentes encarnan algunas de las más deplorables mezquindades del espíritu humano, o bien acusan severas perturbaciones psicológicas, conjunto éste de razones sumadas al frívolo esnobismo que lleva a muchos niños aburridos de la alta sociedad a buscar por allí una vía de escape tan destructiva como el consumo de estupefacientes. Por otro lado, no descreo de las obras de Dios: sólo de las de un Jehová que, a fin de cuentas y como él mismo lo señala en el Antiguo Testamento, es “el Dios de Israel”, que no el mío. Pienso que el Dios Cósmico que rige este Universo no es tan represor, vengativo, cruel e irresponsable como el que describe la Biblia. Pero de esto hablaremos en otra oportunidad.

        Existe un Mal, eso es indudable, y el que anida en el hombre es mucho más terrorífico que aquel mal satánico que ciertas Iglesias (palabra que viene del griego ekklesía: “reunión de hombres”) trataron de vendernos: en efecto, ¿qué son los tormentos infernales, según se los describe, al lado de las crueldades del género humano, muchas de ellas cometidas en nombre de intereses tan sagrados como la Patria, la propia Humanidad o el mismo Dios?. ¿Qué son los círculos infernales que el Dante describía trémulo de pavor junto a Hiroshima, Biafra, Mi Lai, El Salvador, Ruanda, Bosnia o, simplemente, la imagen de un pequeño muerto de hambre a pocos kilómetros de una “city” financiera?. La imagen del “diablo” con sus cuernos, sus patas de macho cabrío y su pene erecto (todas imágenes de cultos regionales del norte europeo que fueron asociados con lo demoníaco por los primitivos cristianos para desacreditar tales religiones simbolizantes de la fertilidad, ante el avance del cristianismo), esa imagen, decía, provoca apenas una sonrisa ingenua ante algunas, sólo algunas, de las fotografías que aparecen en los periódicos de todos los días.

        Y el Mal es también dejarse arrastrar por la Ley de Entropía. No luchar por el Bien –que no es propiedad exclusiva de los creyentes–, por construir, por ayudar, por sonreír, por empujar juntos para que este viejo y querido mundo ruede en su órbita algunos millones de años más. Pues lo verdaderamente demoníaco es el olvido, el caos, la quietud paralizante, la oscuridad. En síntesis, la Nada. ¿Qué puede ser más terrible que pensar que nada habrá después de la muerte, que seremos rápidamente olvidados por nuestros seres queridos, nuestra tumba derruída y nuestras pertenencias extraviadas?. ¿Qué es más terrible que sospechar que, en algún momento, pudiéramos no haber sido, que da lo mismo haber pasado o no por esta vida?. Ese es el verdadero horror. Aun el infierno encierra alguna esperanza…

        Si ante el avance del militarismo que sólo multiplicará rencores para las generaciones futuras oponemos la defensa activa del pacifismo, es posible que nos prometan el infierno. Si ante la prédica dogmática y sentenciosa de los clérigos elevamos la cabeza y esbozamos cierta sonrisa de escepticismo, es probable, también, que nos prometan el infierno. Si ante la palmada cómplice del político enarcamos una ceja con disgusto, sí, nos prometerán el infierno. Pero si por encendernos en el patrioterismo del brillo de los fusiles, la emoción supersticiosa de las Iglesias o la dádiva demagógica del político, dejamos adormecer aún más nuestras neuronas, poco o mucho tiempo después, no importa cuándo, nuestro cuerpo solo, o el planeta todo, estarán reducidos a polvo y sumidos en el olvido. Seremos parte de la Nada.

        Y ese es el verdadero infierno.

  • Crow

    UNA PRUEBA DE LA EXISTENCIA DE DIOS

                Supe desde el momento mismo en que concebí este libro, que posiblemente despertaría las iras no solamente de los cientificistas a ultranza sino también, paradójicamente, la de muchos ocultistas, quizás directos beneficiarios de los alcances intelectuales habidos en la difusión de este trabajo, pero celosos custodios de la tradición hermética (aquella del “osar, saber, querer…” pero, sobre todo, “callar”) y de ciertos comprensibles principios espirituales necesariamente dogmáticos. Lo dije, el propio título de este ensayo daría pábulo, lo sé, a acerbadas críticas. Y el de este capítulo también, en evidente contradicción con mis propios comentarios respecto a la univocidad del Todo. La parte del todo refleja al Todo, sí, pero no puede abarcar (o comprender) a ese Todo. Probar la existencia de Dios, en un sentido materialista, implicaría “realizar” lo divino en nuestra propia naturaleza. Y si ese fuera mi caso, seguramente estaría haciendo otras cosas que escribir este libro. Así que convengamos que lo de “prueba” lo es con el relativismo de una deducción implícita, un silogismo, una simple disquisición dialéctica pero que posee, a mi criterio, tanto peso como los gráficos de una computadora.

                El razonamiento de marras es, si se quiere, elemental, pero quizás precisamente por eso mismo contenga un germen de verdad. Se trata de revertir los considerandos de la así conocida “ley de entropía”. Este segundo principio de la termodinámica dice que en el universo todo tiende naturalmente al desorden, la disipación, el caos. La energía se disipa uniformemente en el espacio, lo biológico envejece, se degrada y desintegra al paso del tiempo. De lo ordenado se pasa a lo desordenado. De lo complejo, a sus componentes simples. Pasa con un cuerpo putrefacto, sin vida, que se desintegra en elementos cada vez más simples. Pasa con nosotros cuando envejecemos, pasa con las montañas erosionadas por los elementos, pasa con el Big Bang y su consecuente expansión del universo, pasa con la materia a través de los evos transformándose en energía y ésta disipándose, pasa con el calor de la estufa hogareña, pasa en las sociedades y culturas, las moralidades y la gente.

                Pasa con todo, menos con la Vida. Así, escrita con mayúscula, entendida como entelequia. Ya que si la Vida fuera sólo consecuencia de una sucesión de casualidades químicas, de azarosas mezclas, debería cumplir con la ley de entropía. Y no podría ocurrir lo que la paleontología, la paleobotánica y otras disciplinas nos enseñan: que la vida en este planeta y seguramente en otros, discurrió al revés, de lo más simple a lo más complejo; primero los protozoarios, luego las amebas, paramecios unicelulares, peces y batracios, saurios y mamíferos hasta culminar en lo más organizado: el hombre. Esta “entropía negativa” o, mejor dicho, negantropía, porque es la negación de la otra ley que es necesariamente universal, y dado que la entropía no admite excepciones sólo puede deberse a un Principio Rector Inteligente que impone un Orden biológico, una Conducta producto de un Intelecto que necesariamente debe tener un Sentido. A esto, denle ustedes el nombre que deseen. A mí me satisface llamarlo Dios.

  • Crow

    EL OJO SAGRADO

        Una de las hipótesis más fascinantes, sostenida durante milenios en la antigüedad e incluso contenida en textos de Ciencia Hermética y que hoy parece tomar cuerpo y explicación en algunas de las más avanzadas investigaciones parapsicológicas, es la del “tercer ojo”, órgano ignorado por científicos y profanos, pero existente en el cuerpo humano, más o menos camuflado dentro de la gran maraña de tejidos cerebrales cuyas verdaderas funciones no se conocen suficientemente bien.

        Este Tercer Ojo estaría atrofiado, dormido o por desarrollar en la mayoría de nosotros. De forma que, aunque examinando el cuerpo de un hombre o una mujer se diera con dicho órgano de “visión”, a nadie se le ocurrirá identificarlo como tal. Sólo así es posible que este Tercer Ojo exista y haya existido siempre, ya que de haber sido descubierto y conocida su función no estaríamos ahora tratando de desentrañar el misterio.

        Por otra parte, al menos en las leyendas y las ciencias ocultas, se da por sentado que en tiempos remotos los seres, humanos o no, poseían un Tercer Ojo. Se dice, en la cultura egipcia por ejemplo, de ciertos reptiles o serpientes. Hay pruebas pictóricas de este Tercer Ojo en algunas interpretaciones de dioses hindúes (llamado “tilka” y figurado con una gema), como Shiva. Y las divinidades se han representado con ojos humanos: el Sol, la Luna, Dios, etc. Y así se da el ojo de Osiris en el Antiguo Egipto, el ojo de Drama o Mahatma en el tantrismo hinduista, budista y jainista. En mascarillas funerarias, estatuillas y figuras de las culturas olmeca, maya y otras. En México se encuentran muestras de este Tercer Ojo en la frente de máscaras rituales, aunque este “ojo” misterioso no responda luego en dichas culturas al órgano que buscamos de la visión clarividente y extrasensorial, pero sí constituya un antecedente, como indicio de la respuesta que intentan hoy los estudios parapsicológicos. En Egipto, en cambio, el ojo sagrado de Osiris se encuentra, a veces, en escenas iniciáticas como un triple ojo, símbolo de la trinidad ocultista del dios Thot, y que concedía la visión directa de cosas invisibles, como podían ser las reencarnaciones sucesivas del mismo individuo.

        Y también en Egipto, sobre muchos sarcófagos así como en estatuas, la visión de lo “sobrenatural” se simboliza por una serpiente enrollada en espiral sobre la frente como el poder oculto que poseían faraones (el “urus”) y otras jerarquías del estado. Los ojos de la serpiente cobra, falsos o verdaderos (en realidad un “sensor infrarrojo” que le permite orientarse hacia la presa por el calor que ésta emite) pero claramente dibujados como marcas blancas o negras en su caperuza y que le han merecido el apodo de “cobra de anteojos” son otros símbolos utilizados en los misterios de la religión del Nilo. Y la realidad confirma este simbolismo, ya que de las doce especies de cobras existentes en la actualidad, la llamada “cobra egipcia” y algunas otras poseen estas características simuladoras de ojos en su caperuza expandida. Y de lo que no cabe duda es que los egipcios antiguos tomaron a la cobra como símbolo de la visión extrasensorial y sobrenatural.

        Existen numerosas teorías sobre la existencia de un Tercer Ojo en la especie humana en tiempos muy antiguos, o en planos de existencia distintos al nuestro… Este Tercer Ojo por alguna razón se atrofió en determinado momento (como ocurrió con otro órgano primitivo con su función perdida: el apéndice), se retrotrajo y escondió dentro del cráneo y vive adormecido en esta cavidad. Algunos científicos creen entender que este Tercer Ojo podría volver a cumplir sus funciones antiguas y otros parecen demostrar que, al menos en algunos individuos, se ha podido conseguir reactivar esa visión. Estamos hablando, lógicamente, de la no menos famosa “glándula pineal”. Lo veremos todo ello por su orden; al fin y al cabo, los dos ojos que actualmente tenemos no son sino terminales nerviosas perfeccionadas y desarrolladas en un órgano de visión. Y de la misma manera que hoy existen dos, nada impide proponer, siquiera como hipótesis de trabajo, que en otro momento podrían haber existido tres.

    La tesis de Bardasano

        El biólogo José Luis Bardasano, hijo de un célebre pintor y profesor él mismo de la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid, realizó, en 1971, una tesis para dicha universidad, sobre “Epífisis de un quelonio”, en la que exponía sugestivos argumentos sobre el desarrollo biológico de la glándula pineal. El profesor Bardasano, desde entonces, ha estudiado el tema exhaustivamente; está en condiciones, por tanto, si no de afirmar categóricamente que la glándula pineal sea el Tercer Ojo buscado por la Parapsicología, sí de esperar que las actuales investigaciones puedan conducirnos algún día a tal afirmación.

        Los escritos y comunicaciones de Bardasano en libros y congresos se multiplican después de su tesis, hasta culminar con una serie de estudios con un equipo de la Universidad de Alcalá de Henares, España, cuyos resultados aún están por confirmarse, en orden de establecer que la glándula pineal puede ser la sede y el fundamento anatómico y funcional de la percepción extrasensorial. De confirmarse esta tesis, coincidiría con la que han sostenido muchos ocultistas y clarividentes de todas las épocas.

    El ojo adivinatorio

        Por otra parte hay pruebas de que, en algún momento, han existido seres humanos con un solo ojo central, síntesis de los dos que naturalmente existen. Sea por error de la naturaleza, como en el caso de los monstruos, sea porque alguna raza pudo desarrollarse así (a despecho de un proceso de selección natural y supervivencia del más apto que conspiraría contra su perennidad, ya que con dos ojos se estima mejor la distancia de una presa o un agresor que con uno solo), el caso es que esta realidad está ahí. En las islas Canarias, por ejemplo, se han hallado indicios de la existencia de unos seres extraños, con un solo ojo. Tal vez sean los herederos de los cíclopes, aquellos seres gigantescos y con un solo ojo que Homero cita en la Odisea como residentes de una isla, la misma que algunos han querido identificar con una de las Canarias, o restos de la sumergida Atlántida. Los científicos consideran hoy que todo mito y toda leyenda tiene un trasfondo de verdad y como en el caso de Troya, ciudad mítica hasta que en el siglo XIX fuera descubierta por el arqueólogo aficionado alemán Heinrich Schliemann, algunos quieren ver este mito de los cíclopes, hijos de Poseidón (el océano) y Anfitrina (la tierra) como otra realidad localizable en la geografía más allá de las Columnas de Hércules, lo que hoy llamamos estrecho de Gibraltar.

        La Doctrina secreta, el popular libro de Helena Petrovna Blavatsky, en su volumen tercero, “Las razas con tercer ojo”, revela tan curiosa como fantástica teoría sobre esta materia. Son hipótesis de teósofos y ocultistas fundamentadas en leyendas de la historia hindú, las mismas que reconociendo la existencia sucesiva de diversas razas humanas en la “cadena planetaria”, identifican a algunas de ellas, como la de los hermafroditas, con cualidades como tres ojos en la cabeza o cuatro brazos en el tronco. Dice textualmente: “… en ellos el Tercer Ojo, petrificándose gradualmente pronto desapareció, hundiéndose profundamente en la cabeza…”. Este Tercer Ojo, sin embargo, es un órgano de visión extrasensorial, no un mero tercer ojo para ver cosas físicas y contemporáneas, sino el ojo adivinatorio, telepático. Y en busca del desarrollo del mismo, diversas culturas acometieron incluso la práctica de las trepanaciones craneanas, que desde el Paleolítico por lo menos ha practicado la humanidad en lugares muy diversos y distantes del universo de la historia, en el tiempo y la geografía. Muchos interpretan hoy que esas trepanaciones craneanas tenían como finalidad, además de la quirúrgica y sanatoria, otra “mágica”, mediante la cual se reactivaba ese Tercer Ojo petrificado del que hablaba La doctrina secreta. Actualmente, aún existen yoguis a los cuales se les ha practicado este tipo de trepanación. Y de cuyos conocimientos y utilización del Tercer Ojo dormido y activado cuesta mucho dudar.

        El biólogo Ariens Copes ha desarrollado una teoría según la cual las glándulas pineal y parapineal pueden considerarse como la base de un sistema que funciona como un reloj biológico, mediante el cual los animales que lo poseen se adaptan a las condiciones ambientales. Este sistema sería el conductor de las aves migratorias, el guía de las palomas mensajeras, el adaptador de los animales salvajes a la cautividad, etcétera.

        En las glándulas pineal y parapineal se recibe información a través de distintos órganos y fibras del organismo; del olfato, de las vísceras, del área preóptica, y en ciertos animales como los vertebrados inferiores, las fibras del tacto proyectarían sobre la epífisis sensaciones ópticas. Así, la glándula pineal o epífisis determinaría los ritmos de la vida del animal, como la relación de la periodicidad actividad-descanso en relación con la luz del ambiente. La intensidad de la luz ambiente regula a través de la epífisis, por ejemplo, la puesta del huevo en las gallinas. De forma que, si se le enciende la luz de noche, la gallina cree que ya es de día y vuelve a sus funciones diurnas de comer y poner huevos.

    Las palomas “magnéticas”

        El profesor Bardasano ha experimentado con su equipo de Alcalá de Henares en la línea férrea Madrid-Guadalajara, cómo las palomas mensajeras desvían su vuelo o se detienen agazapadas sin cruzar el tendido eléctrico, mientras el tren no se aleje suficientemente del lugar. El paso del tren produciría alteraciones electromagnéticas captadas por la paloma a través de su glándula pineal, que “desorientan” el mapa de sus vuelos. Algunas investigaciones han demostrado que estos animales necesitan un régimen alimenticio que incluya partículas de hierro, junto a granos de avena que contengan minerales ferromagnéticos. ¿Se explicarían así las peculiaridades migratorias de estas aves?.

    La vuelta del Tercer Ojo

        En los mamíferos y en el hombre la glándula pineal o epífisis está situada en el centro geométrico del encéfalo y hasta ahora no se han descubierto sus funciones con una unanimidad que merezca el nombre de científica. Pero algunos biólogos están interesados en su estudio y todo lo obtenido hasta ahora parece orientar hacia que esta glándula, como traductor fotoendócrino, no ha sido suficientemente conocida.

        Se supone que, sin embargo, la glándula pineal tiene funciones o puede tenerlas de mayor envergadura, pero que por alguna causa desconocida se ha atrofiado o adormecido. Empero, algunos piensan que esta glándula puede ser reactivada mediante ciertos estímulos como la luz, y volver a ser lo que la naturaleza dispuso para ella.

        El biólogo ruso Shuskin ha desarrollado una hipótesis según la cual el individuo puede producir variaciones de adaptación que le llevarán a una diferenciación celular en un órgano determinado. En otras palabras: Shuskin afirma categóricamente que caracteres que han desaparecido de la estructura de un animal, órganos que han atrofiado y casi perdido su naturaleza, pueden volver a funcionar ya que se pueden desarrollar de nuevo si están inscriptos en el código genético del individuo o de la especie.

        En definitiva, como se ha dicho siempre que la función crea al órgano, en la teoría de Shuskin se dice que un carácter depende de la utilidad y tiene lugar cuando aún existe. Por lo tanto, si un órgano creado en su día por una función ha dejado de “funcionar” y se ha atrofiado o al menos “adormecido” por falta de utilidad, puede volver a la actividad total si es nuevamente necesario y útil y en tanto no haya desaparecido por completo en la ontogénesis.

        Se trataría, pues, de la vuelta al funcionamiento ordinario de la glándula pineal como Tercer Ojo. Ello sería posible si se dieran las condiciones que supuestamente se dieron cuando tal circunstancia se produjo. Según la biología, la glándula pineal admite dos funciones: como receptor de estímulo y como órgano secretor. Actualmente predomina la segunda función, pero podría volver a ser criptorreceptor, es decir, tercer ojo, si llegase a recibir luz.

        Consideramos hoy en día la glándula pineal como un transductor neuroendocrino: traduce información recibida de unas células para trasladarlas a otras, pero podría volver a ser Tercer Ojo y de hecho se piensa que en algunos individuos no ha dejado de serlo, siempre que dicha utilidad fuese creada por el ambiente. Algunos piensan que tal reactivación de las funciones fotoendócrinas de la glándula pineal como Tercer Ojo no depende más que de una conveniente iluminación de dicha glándula, lo que podría conseguirse mediante la trepanación del cráneo, como parece que ya se vino haciendo en la antgüedad sobre ciertos y determinados individuos, posiblemente dentro de ceremonias iniciáticas. Ciertamente, con la ley de Shuskin, “… la apertura de una ventana craneal permitiría el paso de la luz hacia el encéfalo y podría inducir sobre los pineocitos en evolución el desarrollo de segmentos externos con polaridad fótica”.

        Esta teoría sobre el Tercer Ojo fundamentado sobre la glándula pineal no es una hipótesis que haya desarrollado simplemente algún místico o una serie de ocultistas cuyos principios científicos pudieran no ser del agrado de todos.

        Pero de todo esto, un elemento me parece altamente revelador: más allá de la credibilidad que el lector otorgue a las teorías esotéricas de esta glándula, es un hecho histórico que desde la más remota antigüedad se le llama “tercer ojo”, asignándole funciones ópticas. Ahora bien: si la neurología y la oftalmología son científicamente confiables desde tiempos sólo recientes, si los antiguos eran tan ignorantemente supersticiosos y carentes de toda tecnología científica, ¿cómo sabían entonces que en ciertos animales era un “fotorreceptor”?. ¿Cómo diferenciaban las células –si es que sabían de las mismas– sensibles a la luz de las que no lo son?. ¿Cómo sabían de las primitivas relaciones nerviosas entre las funciones corticales y la epífisis?.

  • Crow

    UN NUEVO CONCEPTO: EL PUNTO DE FUGA

        Uno de los aportes más significativos al desarrollo de conceptos de avanzada dentro de la mecánica de los fenómenos paranormales (y en la cuestión de la supervivencia a la muerte) está dada, a nuestro criterio, por la rotura del corsé intelectual que buscaba explicar a través de procesos estrictamente psicologistas la génesis y etiología de esta fenomenología. Como diversos autores han señalado en numerosas oportunidades, la propia palabra “parapsicología” ya resulta caduca para referirnos a una multiplicidad de eventos que escapan a los límites de lo mental, por más “extrasensóreo” que el mismo resulte. De hecho, sólo aquél que encare esta disciplina pensando en una “parafísica” así como en una “parabiología” puede resultar, aunque parezca perogrullesco, un sensato parapsicólogo.

        En consecuencia, debemos entender que una aproximación meramente psicologista a la Parapsicología (hija dilecta del Ocultismo) puede brindarnos una explicación etiológica, esto es, de las causas desencadenantes del fenómeno en estudio; pero sólo un conocimiento interdisciplinario que no desprecie la física, la geometría no euclidiana y las matemáticas nos ilustrará sobre la mecánica de producción de tales eventos.

        En este sentido, hemos observado que una especialidad tan resistida por personas con formación humanística como psicólogos y parapsicólogos, como es la astronomía, puede ofrecernos aproximaciones confiables para explicar algunos de los muchos puntos oscuros que encierran estas temáticas. Se trata de uno de los fenómenos cósmicos más interesantes, el de los llamados “agujeros negros” que parece tener un correlato psíquico (“lo macrocósmico en lo microcósmico”) en lo que hemos llamado “puntos de fuga”, especie de “puertas” a una dimensión propia del ámbito de quienes ya no pertenecen a este mundo. Y que exista esta correspondencia ya de por sí no debe asombrarnos pues, recordando la versatilidad del Principio de Correspondencia ocultista, admira extender sus implicancias hasta este caso.

        Como todos sabemos, un “agujero negro” es un punto del espacio llamado así porque el potencial gravitatorio de ese punto es tan infinitamente elevado que nada escapa a su atracción, ni siquiera la luz.

        El proceso de gestación del mismo arranca en las variaciones que se producen durante el “envejecimiento” de algunas estrellas. Éste puede tener dos caminos: o aquellas comienzan a incrementar su volumen, pasando por la fase de gigante roja, hasta estallar, como en el caso de las “novas” y “supernovas”; o bien, alcanzan un determinado punto crítico, comenzando a colapsar sobre sí mismas, en lo que podríamos denominar un proceso de “implosión”.

        Ahora bien. Como quedara oportunamente demostrado por la física relativista, todo cuerpo estelar “curva” el espacio a su alrededor. Cuanto mayor es la masa del cuerpo, mayor la gravitación y mayor la curvatura, y debe quedar comprendido que el “volumen” (tamaño) de un cuerpo no es necesariamente sinónimo de su “masa” (resistencia a la inercia). Así, si Júpiter, más voluminoso que la Tierra, tiene también mayor gravedad que ésta –y, en consecuencia, también mayor curvatura espacial a su alrededor– una estrella que alcanzara la etapa de “gigante roja” involucione reduciendo su tamaño –o sea, su volumen– no necesariamente disminuye su masa, ya que ésta es una variable dependiendo de las distancias e interacciones corpusculares de sus átomos constituitivos. En consecuencia, una estrella colapsada sobre sí misma disminuye su volumen, pero aumenta de manera inversamente proporcional su masa, y con ella su gravedad. Pasa entonces a la etapa de “enana blanca”  –del tamaño de un simple planeta como el nuestro, pero con una gravedad miles de veces mayor–  y continúa implosionando,  hasta  reducirse a  un tamaño  tan exiguo –unos pocos metros de diámetro– que, a escala cósmica, es inexistente.

        Llegada a este punto, su masa aumentó en un límite tendiente a infinito, con lo cual también lo hizo su gravedad. Tenemos entonces un “agujero negro”, punto del espacio que, como la vorágine del Maëlstrom del cuento de Edgar Allan Poe atrae hacia sí, desde distancias inconmensurables, materia y energía que terminan siendo devoradas por el mismo.

        Pero si algo da su especial característica insólita a este fenómeno es que, si idealmente pudiéramos situarnos a “un lado” del agujero negro para observar el proceso de absorción de materia y energía, veríamos que todos estos componentes parecen “caer” a un pozo, pero no “salen” por ningún lado. Así, un rayo lumínico se dirigiría hacia el agujero, ingresa a éste… y se corta abruptamente, como desapareciendo en la nada. Ahora bien, si un incremento en la gravedad tendiendo a infinito provocaría una curvatura también tendiendo a infinito, la “bolsa” gravitatoria así creada se “desfondaría”, dando paso a… ¿dónde?.

        Pues, a un universo paralelo.

        De hecho, los astrofísicos han encontrado otro enigmático fenómeno astronómico que parece ser la polaridad opuesta del “agujero negro”. Se trata de los “quasars”, palabra formada por la contracción de las palabras inglesas que definen a “objetos cuasi estelares”, es decir, puntos del espacio que se comportan como estrellas pero no son estrellas, emitiendo altísimas cotas de radiación de todo tipo (rayos X, gama, etc.). El interrogante es que tales emisiones no provienen específicamente de un cuerpo estelar dado, sino apenas de un “punto” en el espacio que se comporta como una estrella, de allí la definición de “cuasi estelar”. Y suponemos con bastante fundamento, que el “quasar” es, a este Universo, el “agujero negro” de un universo simultáneo o paralelo, como el “agujero negro” de aquí pasa a ser el “quasar” de allá.

        De hecho, matemáticamente nada se opone a la posibilidad de la existencia de “universos reflejos” del nuestro, como que la propia teoría de los “números negativos” corre en su apoyo.

        Y ahora regresemos temporariamente al campo de la Parapsicología, sólo el tiempo necesario para establecer un nexo entre ambas teorías.

        Tenemos la presunción de que aquello que denominamos –siguiendo aquí al biólogo francés Jean Jacques Delpasse– “paquetes de memoria” (en alusión a los “fantasmas” o elementos psíquicos supervivientes a la muerte de la materia biológica) coexisten no necesariamente en el mismo “plano” vibratorio que el nuestro, sino quizás desplazándose a otros niveles de desenvolvimiento y, al hablar de niveles, no hacemos lugar aquí a cuestiones espirituales sino, sencillamente, a planos de naturaleza energética que la propia Ley de Entropía –también conocida como Segundo Principio de la Termodinámica– obligaría a ocupar.

        Una de las numerosas razones por las cuales este supuesto parece adquirir sólidos fundamentos, pasa por las descripciones que las numerosas personas sensitivas hacen de sus percepciones de “paquetes de memoria”, más específicamente, del momento en que éstos desaparecen del campo visual.

        Recordemos que en la generalidad de los casos, la percepción de un “paquete de memoria” adopta la forma de una nebulosa o una figura vagamente humanoide, de color blancuzco, excepto en los contados casos en que la percepción implica la visualización en detalle de las características adoptadas por el sujeto durante su vida biológica. Esos mismos sensitivos informan que en muchas ocasiones el proceso de desaparición de la visión implica que el ente o “paquete de memoria” parece aproximarse hacia el testigo, deformándose, extendiéndose instantáneamente hacia ambos lados y desapareciendo como un fogonazo de luz curvándose alrededor del campo visual del testigo. Y ahora sí, volvamos a la astronomía.

        Ya que los científicos han elaborado una interesante hipótesis sobre cómo varía la sucesión de los acontecimientos cuando un hipotético astronauta ubicado en el interior del “agujero negro” contempla la materia y energía a punto de ser absorbido por éste.

        Según esa teoría, alrededor del “agujero negro” se formaría un campo o anillo que ha recibido el nombre de “horizonte de singularidad”. A medida que la luz, por caso, se acerca al “agujero negro”, su tiempo se lentifica, más aún para un hipotético observador situado dentro de éste, el cual observará que la luz (o la imagen del objeto que se aproxima, lo que a fin de cuentas, también es luz) parece extenderse por ese anillo que es el “horizonte de singularidad” y, si bien otro observador situado fuera del agujero lo vería ingresar a éste, para el astronauta “de adentro”, al llegar al “horizonte” aquél se detendría con lo cual la luz quedaría “suspendida” en el anillo de singularidad.

        Aunque esto parece complicar innecesariamente las cosas podríamos agregar que, si no se ve a la luz o al objeto hecho luz “caer” hacia él, se debe a que el astronauta mismo es el “horizonte de singularidad”. Y precisamente observemos que se corresponde como dos gotas de agua con las descripciones de la “partida” de los paquetes de memoria.

        Incidentalmente, nada impide suponer que, en este plano psíquico, el “agujero negro” por el cual un “paquete de memoria” pasa a su propio universo sea precisamente el sensitivo o, mejor dicho, su potencialidad parapsicológica. Y así como existen individuos que a la manera de “agujeros negros” permiten el pasaje de “paquetes de memoria” hacia este otro universo, otros seres humanos podrían actuar como “quasares” que faciliten el ingreso o manifestación de nuestra Realidad en aquéllos.

        Por otra parte, observemos que tanto las crónicas parapsicológicas como protoparapsicológicas, especialmente las de la metapsíquica francesa y el espiritismo norteamericano, enseñan que en las sesiones de convocatoria de “espíritus”, sean reuniones mediumnímicas o sesiones de tablero “ouija”, debe marcarse siempre un “punto de fuga”, sea en forma de un punto hecho a bolígrafo o lápiz, sea, sencillamente, la palabra “adiós” inscripta en una tarjeta. Según esta teoría, es por ese punto –y sólo por ese punto– por el cual se retira el ente convocado. Algún lector puede oponer el argumento de que tal punto es arbitrariamente elegido por el o los operadores y, en consecuencia, difícilmente coincida con alguna alteración espacio-temporal que asuma esas características de “agujero negro mental”, pero observemos que el mero hecho de que todos los asistentes acepten esa convención como “punto de fuga” hace que el mismo, ya con definición espacial, asuma algo así como la densificación psíquica resultante de las tensiones concentradas sobre el mismo por los participantes. Dicho de otra forma: psíquicamente hablando, pensar en un punto del espacio con la necesaria tensión, en detrimento de cualquier otro, “curvaría” mentalmente esos planos psíquicos a su alrededor. A fin de cuentas, el Principio del Mentalismo –que ya hemos estudiado– acepta que las tensiones mentales dirigidas vectorialmente sobre un punto pueden modificar el entorno de la misma. Algo similar ocurre cuando en ciertos rituales ocultistas, dicho punto es marcado con un cuchillo de plata: las enseñanzas esotéricas –Eliphas Levi dixit– señalan que toda punta metálica impide la condensación de “luz astral” y, en tal plano sutil de materialización, la función inversa del mismo también se comportaría como un punto de fuga.

        Finalmente, y recordando que en numerosas ocasiones hemos insistido en considerar tales rituales a la luz de aproximaciones racionales, científicas, sí, pero lo suficientemente audaces para reveerlas al cristal de las modernas teorías físicas, vale advertir que el empleo de velas negras expresa, simbólicamente, lo que la misma significa para el operador: el punto de condensación de lo thanático (negativo) inmanente al ambiente, el punto por el cual “escapan” las vibraciones perjudiciales presentes en el lugar. De hecho es, por definición, otro “punto de fuga”. Así como el color negro es en realidad la suma de todos los colores o, para decirlo más correctamente, la superposición de las frecuencias que conforman, en el espectro luminoso, todos los colores, energéticamente un objeto negro tenderá a atraer hacia sí todo tipo de componente  energético negativo y, de hecho, un “paquete de memoria thanático” lo es. Si a ello sumamos que la vela expresa simbólicamente la idea de punto focal, la densificación psíquica proyectada por el o los operadores incrementa el significante del mismo.

        Para terminar, permítaseme señalar que estudiando los aspectos más preocupantes de los errores cometidos en prácticas esotéricas o parapsicológicas, figura como causal significativo la no estipulación de “puntos de fuga”. Esto condice con nuestra impresión generalizada de que peor que hacer mal una experiencia (cuyas consecuencias sólo pueden implicar la pérdida de tiempo o la desilusión por los esfuerzos malgastados) es hacerlos bien, pero incompletos: muchas veces se “abren” puertas dejando pasar ciertas “cosas”, y luego no se sabe cómo cerrarlas. De allí que recomendemos muy especialmente establecerlos, preferentemente de común y previo acuerdo, para que actúen como algo así como cloacas espirituales que eliminen el riesgo de remanencias nefastas. Y teniendo, en todo momento, la tranquilidad de saber que estamos procediendo –por anacrónico que resulte– con criterio científico; la exposición metodológica y crítica del Principio de Correspondencia y de la Ley del Mentalismo abonan lógicamente la presunción de que tal técnica (la de valernos de “puntos de fuga” marcados gráficamente, con velas, preferentemente con puntas metálicas o meramente mentales), aunque parezca rondar los límites de la imaginación desbocada, en realidad es apenas un esbozo de un nuevo orden en un criterio secuencial de razonamientos que no es fácilmente desarticulable y sí, por el contrario, caracterizará axiomáticamente en el futuro a nuestra disciplina.

  • Crow

    NUEVAS EVIDENCIAS

    A FAVOR DE LA REENCARNACIÓN

        Iniciaremos este capítulo –que, a no dudarlo, será de los más polémicos– con unas reflexiones que no nos son propias, pero con las cuales comulgamos plenamente. Sintetizan las enseñanzas que supo legar el doctor J. Emile Marcault en el Congreso Espírita Internacional celebrado en Londres del 7 al 12 de setiembre de 1928. Y una aclaración fundamental: en lo personal no comulgamos con la doctrina espiritista, pero la inserción de estos comentarios en nuestra obra obedece, simplemente, a que no podemos negar el peso analítico de estas consideraciones que, a su fin, se verán complementadas con, entonces sí, mis consideraciones personales.

        Que el problema de la reencarnación sea debatido entre los humanos que se preocupan con la filosofía parece natural, pero que la controversia se extienda hasta el mundo de los desencarnados hace que el caso se torne un apasionante problema, ya para la psicología de los médiums, ya para la de los desencarnados. Un hombre muere en un país latino: en el Más Allá le enseñan una doctrina evolucionista del espíritu. Si él muere en un país anglosajón, le aseguran que la reencarnación no existe. El canal de la Mancha extiende su barrera más allá del mundo físico. Autoridad para aquí de la Mancha, error más allá de la misma y hasta en el mundo de los desencarnados.

        Estimamos presentar en apoyo de la tesis reencarnacionista, ciertas observaciones de orden psicológico que no fueron invocadas hasta ahora y que proveen fuertes presunciones a su favor. Se hicieron hasta el presente demostraciones comprobativas de orden filosófico, religioso y moral y, sin duda, su valor es considerable. Existen también pruebas de hechos, bastantes numerosos para convencer a los incrédulos de buena fe si con todo ellos aceptasen, como válidos, los fenómenos mediúmnicos. En los países no reencarnacionistas olvidan con demasiada facilidad que el testimonio de una criatura describiendo una vida anterior es, por lo menos, tan convincente como el testimonio de un médium si uno y otro pueden igualmente ser verificados con exactitud. Se puede siempre, sin duda, para uno u otro invocar la telepatía más, quien admita el testimonio mediúmnico, no debería poder recusar al otro.

        No es en este orden de hechos que nosotros buscamos las consideraciones que siguen; desearíamos no salir del cuadro de los hechos psicológicamente reconocidos y, si se puede refutar el valor probativo de los hechos consumados, no se puede, por lo menos, recusarles un serio valor de presunción. Si la reencarnación es verdadera, ella hace parte del sistema de la evolución a la cual la vida humana está sometida sobre nuestra Tierra y en el Más Allá. Egos de evolución diversa se encarnan en nuestras sociedades y se debe poder determinar por observación psicológica, al menos, la realidad de esta evolución individual. Es lo que hace la psicología contemporánea, sin posibilidad de duda.

        El método de los “tests de inteligencia” (pruebas experimentales que miden la mentalidad o inteligencia del individuo) permite determinar, en edad psicológicamente igual, la diferencia de edad o evolución mental entre diversos individuos. Se aplica no solamente en la infancia como también en la edad madura y no puede dudarse que él determina, eficazmente, el grado de evolución humana. Insistamos un poco sobre este punto.

        Aplicar un “test de inteligencia” es colocar en el espíritu un problema que interesa una cierta camada de sus facultades mentales. Si el problema se resuelve, esto quiere decir que el individuo puede reflexionar sobre los datos del problema, comprender el alcance y mover concientemente los mecanismos mentales, de los cuales el automatismo lógico resuelve la cuestión. Si el problema no se resuelve, se tiene la convicción que el individuo es incapaz de reflexionar sobre el problema y de dirigir, concientemente, el mecanismo mental correspondiente.

        En el primer caso, se sabe que la camada mental interesada reside en la zona objetiva de la conciencia; en caso contrario, en ella es aún subjetiva y todavía incapaz de ser un objeto de reflexión.

        Esta interpretación psicológica de la reflexión, descubierta muy recientemente, es del mayor valor para el problema que nos ocupa.

        La reflexión es una función esencialmente humana, es sobre ella que está fundada la dignidad de nuestra especie. Es porque nosotros podemos reflexionar sobre nuestros estados morales, deseos, aspiraciones, compararlos con tal o cual ideal y alcanzar sobre ellos un juicio de valor, por lo que nosotros somos seres morales perfectibles. Establecer el valor evolutivo del fenómeno de la reflexión es, por tanto, formular la ley de la evolución propiamente humana y es también colocar en foco este hecho importante, el que existe en el alma una doble estructura: una fija, la de las facultades o de las funciones psicológicas; la otra móvil, índice de las modificaciones evolutivas debidas a la reflexión. El “test” determina, en efecto, a qué nivel de la escala fija de las facultades intelectuales o morales reside en un dado momento el plano de reflexión: el diafragma ideal que separa la zona objetivada de nuestra conciencia de la zona conservada subjetiva. Este nivel es diferente para diferentes individuos. Tal adulto de cuarenta años reflexionará, perfectamente, sobre una idea concreta, pero será incapaz de reflexionar sobre un pensamiento abstracto. Él existe en sí como la actividad de todas las otras facultades, pero no está en el plano de su reflexión. Tal otro, por el contrario, podrá concentrar su atención sobre el pensamiento abstracto como sobre un objeto exterior, analizarlo en sus elementos, recomponerlo en su síntesis: él objetivizó la abstracción.

        El método de los “tests” establece, pues, las variaciones de estructura espiritual existentes entre los individuos de la especie humana. Y, visto que si la estructura de las facultades puede ser considerada idéntica para todos, la estructura espiritual o de reflexión es demostrada individual y establece, innegablemente, que la evolución humana es pertenencia del individuo y no de un agrupamiento colectivo. Que el hecho suceda de otra manera en los reino infra-humanos es lo que cada uno sabe, más aquí también las dos estructuras –la de las funciones y de la vida en evolución– son distintas. Los caracteres, de los cuales las combinaciones constituyen una especie, pertenecen a la especie y no al individuo. Es la razón porque el individuo se eleva para realizar el tipo específico, pero no evoluciona: la evolución pertenece a la especie. Que del interior de la vida un carácter nuevo surja y una nueva especie aparezca. Y los naturalistas nos dicen que es entre todos los individuos de la especie, al mismo tiempo, que las mutaciones se producen.

        Nosotros tenemos por tanto, en la planta y en el animal, una estructura funcional que pertenece al individuo y una estructura específica que es la de los caracteres. La especie, como escribiera Henri Bergson, es una rama sobre la cual los individuos aparecen como renuevos. Es entre dos especies que es preciso procurar el acto creador para el cual un carácter nuevo emerge en excedente de los otros, constituyendo una nueva especie. La escala evolutiva pasa de una a otra especie.

        En el hombre, al contrario, las dos estructuras están ligadas en el individuo. La estructura de la vida constituída por la objetivación gradual de nuevos caracteres está presente en el individuo, como la estructura de las funciones. La objetivación o reflexión pertenece al individuo. El hombre individual es él sólo. Esto significa, sin ninguna duda, la individualidad del fenómeno evolutivo, sabiéndose que las leyes que la rigen son individuales también. Estas leyes son, como se sabe, la “herencia” y la “mutación”. Se torna por tanto evidente que, si en el animal la herencia y la mutación son específicas, ellas son individuales en el hombre.

        Pero, ¿qué quiere decir esto?. Si desde la infancia se constatan variaciones evolutivas, como es innegable, esto significa que la criatura es, a su respecto, su propio heredero. No las posee de sus ascendientes, porque la transmisión sería específica, ni tampoco de su grupo social visto que, aun así, la herencia sería específica. Ahora, ella no adquirió estas facultades que recibe al nacimiento, en esta vida. Debe por tanto haberlas adquirido en otra parte, y, por otro lado, por las variaciones evolutivas que ella traerá en el uso de estas facultades, no es deudora sino a sí misma y en esto reside, como se verá sin que insistamos más, el fundamento del libre albedrío y el de la moralidad.

        Tal es el primer orden de consideraciones sobre el cual se pueden establecer serias presunciones a favor de la tesis reencarnacionista. La psicología contemporánea establece la individualidad de la evolución humana. Ella, la reencarnación, hace más: completa lo que sus inducciones podrían tener de insuficientes; establece al mismo tiempo que esta conciencia, de la cual ella sigue la evolución, sobrepasa las condiciones de tiempo y de espacio a donde su encarnación se efectúa.

        Para llegar a su verdadero “yo”, Bergson debió trascender todas las formas del pensamiento conceptual, las categorías especiales y temporales, el plano de las relaciones sociales, y ve en los “datos inmediatos” de su conciencia, la esencia creadora de la propia vida que nos anima, individualización de la vida universal a la cual él no puede dar otro nombre que el de “energía espiritual”. Sí, pues, este Ego universal y eterno, en el grado del tiempo que él ocupa actualmente, da prueba en el curso de su duración de haber alcanzado desde el comienzo de esta existencia un nivel evolutivo diferente del de los otros, se torna difícil escapar a la evidencia de que él debe su diferencia a una evolución diferente de la porción anterior de su eternidad. Vivió diferentemente antes de nacer, visto que antes de nacer vivió y, naciendo apenas diferente de los otros, importa poco, desde entonces, que discorden de opinión sobre el punto del espacio donde se efectuó esta evolución anterior. La tesis reencarnacionista satisface plenamente y es lógico, filosófico y científico suponer que, siendo la Tierra una escuela donde todas las clases están representadas, desde la ignorancia del criminal y del salvaje hasta la gloria del genio y el santo, es sobre la Tierra, también, que cada uno aprenderá las lecciones que conducen de uno a otro.

        No insistiremos sobre la claridad que la concepción psicológica por nosotros expuesta lanza sobre las inconsecuencias aparentes de nuestra vida social. Estamos, evidentemente, en presencia de diferencias evolutivas entre los hombres. Suponer que esas diferencias son el efecto de una creación inmediata, es prolongar hasta el absurdo el estado de caos original. Que del seno de Dios, donde su esencia reside toda pura, dos almas sean en el mismo instante enviadas sobre la Tierra por el Dios del amor, una para ocupar el cuerpo de una criatura entregada, por las condiciones de su medio, al vicio y al crimen, en tanto que la otra tomará vida en una familia donde los nobles ejemplos y la alta cultura harán de ella un genio o un santo; he aquí razón suficiente para arrojar en el ateísmo cualquier espíritu superficial. Si estas diferencias son de orden evolutivo se comprende, y comprender es amar y amar es ayudar. El orden estará restablecido en la sociedad humana porque la psicología descubrió la ley que rige estas diferencias. Como decía Orígenes: “Nosotros no pecamos porque Adán pecó, más Adán pecó por la misma razón que nosotros, Visto que él era una criatura en evolución espiritual y nosotros no alcanzamos la perfección”

        Admitir la reencarnación es lo mismo que reconciliar al mismo tiempo la ciencia, la filosofía y la religión.

        Mostramos, terminando, que la evolución espiritual es bien la ley de lo que hay de más elevado en la aspiración humana, a saber: la ayuda mutua, la fraternidad, el amor universal. No es verdad que la evolución social sea la causa de la evolución individual; lo contrario es lo que es la verdad. Cuando sobre una vía cualquiera de evolución y de progreso un genio descubre una verdad nueva, él no la recibe, evidentemente, de la herencia social. Él recibió y asimiló todas las adquisiciones anteriores de su grupo y por su reflexión individual sobre la verdad anterior comparándola con los hechos que procuraba explicar, consagrando todas sus energías solitarias a la solución de este nuevo problema, que él la juzga insuficiente y concibe un nuevo principio, una nueva ley, una síntesis más vasta que la que había sido transmitida. Formulándola, socializándola, la comunica a aquellos que le están más próximos en evolución intelectual. Por la reflexión sobre estas fórmulas, ellas producen a su turno la intuición genial que le da nacimiento. Ellas crecen tanto como pueden a la imagen del genio. Poco a poco, el descubrimiento gana a toda la masa social y el grupo entero todo evoluciona porque el genio, por sí solo, evoluciona.
        Mas esta ley no es verdadera únicamente para el genio y solamente en la cumbre de la escala social. Todas las leyes de las cuales a un nivel cualquiera un individuo evoluciona en nobleza, en sabiduría, en cultura intelectual o estética, él transmite el resultado de sus esfuerzos a aquellos que lo rodean y ayudan a su grupo social más restricto a evolucionar a su imagen. La especie humana es, por tanto, una jerarquía evolutiva donde los individuos están colocados con una mano en la ley de sus hermanos más nuevos y debajo de él. La ley de la evolución humana, porque es individual y es la ley de la fraternidad donde nosotros concluímos hoy, que si debemos alcanzar cualquier día aquél lugar bienaventurado donde la justicia habitará con el amor, no será por la rebelión de los pequeños y los débiles, pero sí por el servicio, por el sacrificio voluntario y consciente de los grandes y los fuertes. La ciencia verifica bien lo que la religión había enseñado cuando divinizó la fraternidad humana en el sacrificio redentor de la cruz.

  • Crow

    NUEVAS EVIDENCIAS A FAVOR DE LA REENCARNACIÓN (continuación)

        Este camino, el de la aproximación dialéctica, es uno de los senderos que permiten esbozar racionalmente la probabilidad de la Reencarnación. Pero, experimentalmente existen otras vías de acceso, de las cuales la así llamada Regresión Hipnótica y su aplicación clínica, la TVP (Terapia de Vidas Pasadas) es la más difundida y, posiblemente, la más confiable.

        Consiste, como es sabido, en sumir en profundo trance hipnótico al sujeto y retrotraerlo a su infancia (haciéndole vivenciar nuevamente las fases por las que atraviesa) a su estado intrauterino y, aún atrás, donde la lógica indicaría que nada podría exteriorizarse –porque nada existiría– surgen, dramáticamente, las escenas de otra vida, en otro tiempo, en otro lugar.

        A la recusación típicamente psicologista de que lo que el sujeto expondría en este caso sería la representación imaginaria de lo que de él se espera, se puede oponer el argumento de que si el investigador se toma el suficiente trabajo y busca comprobar “in situ” la presunta realidad objetiva de esa otra existencia (rastreando, por ejemplo, en los registros parroquiales de ese entonces el nacimiento y defunción de ese “otro” individuo), puede encontrarse con la sorpresa de que sí, de que tal persona existió realmente. Claro que algunos autores parapsicológicos han señalado que podría tratarse de un caso de retrocognición (“clarividencia hacia el pasado”) donde el sujeto “absorbería” la información de una fuente psíquica ubicada en otro tiempo (ese otro individuo) y la “representaría” vivencialmente en éste. Si hemos de ser objetivos, debemos admitir que  algunos casos de presuntas reencarnaciones podrían ser explicados de esta manera pero, ciertamente, debemos colegir que no es posible aún indicar con absoluta convicción que todos los casos de “encarnaciones contemporáneas” son explicables por retrocogniciones. Y desde un punto de vista terapéutico, la TVP demuestra la validez de la creencia en las vidas anteriores. Veamos por qué.

        La TVP enseña que si por medio de la regresión hipnótica localizamos en una vida anterior un trauma o hecho crítico, psicológicamente hablando, éste puede generar una fobia que, proyectándose a través de los tiempos, genera las angustias actuales. El vértigo, o temor a las alturas, puede significar, según la TVP que el sujeto, en otro tiempo, falleció por una caída al vacío. La aprensión de algunas personas a, por ejemplo, ser tocadas o apretadas por el cuello, podría significar que en otra vida fueron degolladas o ahorcadas. Y la validez de la tesis reencarnacionista se asegura en la misma medida en que la terapéutica reencarnacionista funcione: se puede admitir la posibilidad de la retrocognición, pero si la TVP “cura” la fobia o complejo del sujeto, aquí la teoría de la retrocognición no sirve, ya que la curación sólo puede ejecutarse en forma autorreferencial, sobre las propias instancias psíquicas y vivencias del sujeto y no sobre las de terceros, aun en el caso de que esté asumiendo dramáticamente una personalidad que no le corresponda. Una cosa es asumir y “jugar” un rol; otra muy distinta –e imposible terapéuticamente– tratar indirectamente la fobia de aquella persona cuyo rol ejecutamos y que ello cure nuestras fobias.

        Una especialista en TVP, la doctora M. Julia P. Moraes Prieto Peres, amplía las consideraciones generales sobre esta técnica en su trabajo de laboratorio, dándoles credibilidad científica.

        La existencia humana, cuando es analizada bajo un enfoque pluridimensional, toma una visión global, imponiendo mayor coherencia y análisis de su naturaleza, y la posible solución de sus problemas. Eso es posible en la Terapia Regresiva Reencarnatoria, que trabaja con diferentes dimensiones de la existencia humana, considerándola en esta vida y en vidas anteriores.

        Por la TVP, los hechos traumáticos no resueltos, almacenados o reprimidos en el Inconsciente remoto (de otras vidas), o próximo (de esta misma existencia), que están causando disturbios psíquicos, psicosomáticos, orgánicos u otras modalidades de desajustes, de relacionamientos interpersonales y comportamentales, son revividos por el paciente. En estas vivencias aflora el consciente, con liberación de gran contenido emocional, los eventos del pasado que están causando los problemas presentes. Esta movilización de cargas emocionales hasta entonces reprimidas, dinamizan y generan campos sutiles que interactúan con los niveles de conciencia registrados en las estructuras mentales (acción concientizadora) llevando, por un proceso de revaluación, a una nueva disposición de mudanza (acción transformadora) donde se efectúa el proceso terapéutico propiamente dicho. Estos recuerdos de vivencias anteriores de episodios traumáticos, reprimidos en el inconsciente son aflorados al conciente, en una experiencia liberadora a nivel psíquico, físico y emocional. Entonces, el paciente recapitula acontecimientos pretéritos, a través de una experiencia íntima muy peculiar, que le proporciona el conocimiento subjetivo de su propia verdad, que su vivencia le permite tener; surge natural y espontáneamente un “insigth”, un “estallido” que lo lleva a la comprensión de los orígenes de sus problemas actuales, que es la concientización que necesita para remover los síntomas ligados a complejos afectivos. Es lo que se llama Acción Concientizadora.

        Sólo la concientización de experiencias traumáticas reprimidas en las profundidades ancestrales del inconsciente, no es suficiente para la cura o solución de problemas. Ella puede revelar las causas de conflictos, desequilibrios, fobias, neurosis, enfermedades y otros desajustes; sin embargo, sólo por la Acción Transformadora es que el individuo va a conseguir eliminar sus problemas. Si por un lado, la regresión de eventos traumáticos libera energías bloqueadas, por otro lado, solamente la transformación individual podrá renovarlas. Después de la concientización, el paciente es naturalmente llevado a un nuevo “insigth” y de allá, por un proceso de autoeducación, a reformular su modelo de vida, programando para sí las mudanzas comportamentales que necesita para equilibrarse, aceptando el problema, consiguiendo así la cura y/o solución de sus conflictos. Es su modificación psíquica, con nueva programación de trabajo, en el sentido de transformarse de manera tan direccionada y desarrollar sus potenciales positivos y creativos.

        En esta técnica psicoterapéutica, es el propio paciente el que se cura, que se libera de sus problemas. La acción transformadora psíquica implica la valoración de la responsabilidad del paciente, por la cual él realiza –por disposición propia– el trabajo de modificación y neutralización de sus problemas actuales; hay una desvinculación con los problemas pretéritos, obteniendo entonces la solución de sus conflictos y la remisión de los síntomas y, consecuentemente, una vida mejor. Él comprende que el pasado es pasado, que realmente ya pasó, y no deberá ejercer más influencias perjudiciales en su presente. Cuando el individuo se mejora a sí mismo, a través de la programación de mudanzas y reorganización de su estado psíquico, se mejora también en relación a su ambiente familiar, social y de trabajo. Como consecuencia de su mejor relacionamiento interpersonal, él pasa a ver el mundo bajo un nuevo modelo, y las personas con quienes conviven, pasan también a considerarlo mejor. El éxito terapéutico es más rápido que el obtenido con las otras técnicas convencionales. Es el propio paciente también quien se da el alta, cuando se siente en condiciones satisfactorias de equilibrio psíquico, psicosomático, orgánico, de relacionamiento interpersonal, etc., y considera ya superados sus problemas. No se puede prever el número de sesiones necesarias pues cada caso presenta características propias, subjetivas, que son variables de acuerdo con el presente y con sus sintomatologías. Las sesiones tienen una duración de dos horas, una vez por semana y, por lo que se ha experimentado, la mayor parte de los casos lleva un promedio de 12 a 24 sesiones para la obtención del alta.

        La Terapia Regresiva no es entretanto una panacea o un instrumento mágico o milagroso, que viene a resolver todas las disfunciones psíquicas. Como cualquier otra terapia, ella tiene sus indicaciones y sus limitaciones. Por este motivo debe ser practicada sólo por individuos bien orientados y equilibrados. Es indispensable para el terapeuta el entrenamiento teórico-práctico para que pueda estar realmente habilitado y saber trabajar correctamente con estos “estados específicos de conciencia”, conociendo las indicaciones y limitaciones de esta técnica, informándose de los enunciados en que ella está basada. Los procesos regresivos pueden también ser analizados a través del test de Rorscharch y el psicodiagnóstico miocinético de Myra y López, aplicados antes y después de la regresión, y después de haberse resuelto el problema del paciente, esos resultados presentan correlación con datos electroencefalográficos. El doctor A. Sech ha estudiado y observado alteraciones en kirliangrafías de pacientes tomadas antes, durante y después del proceso regresivo. El terapeuta no usa sugestiones de tiempo, época o acontecimientos pero recurre al inconsciente de los pacientes que espontáneamente, de forma gradual, viene a emerger. La Terapia Regresiva Reencarnatoria abre nuevos parámetros en el campo de los recursos terapéuticos, constituyendo un instrumento más a ser usado por el profesional, tanto aisladamente, como acoplado a otras técnicas psicoterapétuticas, para obtener mejores resultados para su paciente.

        La TVP no es aplicada en hipótesis alguna sólo para satisfacer curiosidades fútiles o personales, deseos caprichosos de descubrir lo que fue importante en el pasado, o confirmar informaciones imprecisas de tarotistas o videntes. Su indicación es sólo para fines terapéuticos en la vigencia de síntomas psicopatológicos, enfermedades psicogénicas, desequilibrios en el relacionamiento personal, neurosis fóbicas, de angustia y otras enfermedades de esa naturaleza. No hay necesidad de que el paciente acepte la reencarnación, para someterse a la terapia con esta técnica.

        Debe ser aplicada individualmente, y no en grupos. El tratamiento sólo debe ser iniciado cuando el paciente realmente desea someterse a esta técnica psicoterapéutica, y cuando él se compromete a no interrumpir la terapia, pues la desistencia en la vigencia del proceso terapéutico puede serle perjudicial, resultando en la persistencia de los síntomas y hasta el posible agravamiento de los mismos, pues fueron manipulados contenidos emocionales traumáticos reprimidos, cuyo tratamiento debe ser concluido adecuadamente. La interrupción de la terapia es comparable a una herida abierta, sin los debidos cuidados para su completa cicatrización.

        El terapeuta debe dejar bien claro al paciente que esta terapia no es un tratamiento espiritista, ni tiene un abordaje religioso; es un recurso terapéutico más con que el profesional puede contar para aliviar o resolver muchos procesos patológicos, y como tal, es utilizado a nivel de consultorio

                El terapeuta, a través de esta técnica, auxilia al paciente a:

    a)    Desencadenar la vivencia de episodios traumáticos que se hallan bloqueados.

    b)    Comprender racionalmente la causa de los problemas de su vida actual.

    c)      Tomar decisiones firmes y seguras de empeñarse en la transformación de su modelo de vida, reprogramándose.

    d)    Dinamizar su autoconfianza.

    e)    Potenciar su voluntad de vencer las dificultades y superar los posibles obstáculos.

        Los cambios, para que tengan éxitos duraderos, deben ser pensados, reflexionados y concientizados. El paciente debe ser considerado como un todo durante el tratamiento regresivo, y la regresión no es el único tratamiento terapéutico, debiéndose tomar en cuenta las diferentes variantes que interfieren en los problemas del paciente, que deben ser abordadas y trabajadas. Para eso puede ser utilizada la complementación con otras técnicas, incluso la terapia de apoyo, durante su acción transformadora de reprogramación para su mudanza personal, con sugestiones directas, definición de objetivos, análisis de las situaciones familiares y ambientales. En la terapia de apoyo se puede incluir, con resultados provechosos, la grabación con programación positiva para el fortalecimiento del Ego, técnicas de relajamiento u otras.

        Se sabe que ciertos recuerdos de “cosas juzgadas olvidadas” (bloqueos) que se encuentran registradas en la mente inconsciente, la cual funciona como una central registradora de eventos a través de los tiempos, pueden ser alcanzados por diferentes técnicas psicoterapéuticas. Aun las técnicas de psicoanálisis y de libre asociación son proyectadas para recuperar esas memorias. A nivel celular el “bloqueo” sería explicado por las restricciones que actúan para evitar ciertos patrones de disparo específico adecuadas a memorias específicas a ser alcanzadas.

        Existen técnicas, como terapia de drogas, hipnosis o análisis, que liberan esas restricciones. Cuando aplicadas, posiblemente disminuyen la ansiedad, fenómeno que a nivel neurobiológico se refleja en actividad de células en regiones específicas del hipotálamo y del sistema límbico, células que ahora se tornan más conocidas por su control de tales aspectos del comportamiento. Cuando puede ser removido el control desencadenado por la acción de esas células y cuando el paciente es colocado en un estado de tranquilidad o de relajación o estado específico de conciencia, la presión de la información sensorial que llega al cerebro es reducida. Aquí estas células cerebrales serían accionadas por el disparo de sus propios mecanismos sinápticos y el paciente ”…entra en estados específicos que completarán sus cursos desencadenando secuencias de memorias de otro más reprimidas” (“El Cerebro Conciente”, Steven Rose, Editorial Alfa y Omega, 1984, pág. 292).

        El propio conciente puede crear mecanismos de defensa, alterando las informaciones afloradas del inconsciente, que se manifiestan entonces en forma de símbolos, cuando son bloqueadas por censuras internas, represiones, complejos de culpa, rechazo u otros. Puede ocurrir también, en el proceso regresivo, la interferencia de entidades espirituales inferiores, perturbando la vigencia de la regresión. En este caso se recomienda encaminar al paciente a un centro parapsicológico bien orientado para hacer un tratamiento de desobsesión, antes o concomitante al tratamiento regresivo.

        Cuando el proceso pasado de la vivencia traumática ocurre sin acompañamiento de contenido emocional significativo, el paciente está pasando por un proceso de retrocognición, en el cual hay solamente el registro de determinados hechos pasados, como si recibiese apenas noticias, sin liberación de emociones.

        Durante la regresión, el paciente entra en un estado específico de conciencia en el cual consigue vivenciar con mucha nitidez y realidad los  hechos experimentados a nivel físico, emocional y psíquico. A veces, esos recuerdos afloran en forma de vivencias muy nítidas, claras y precisas, relacionando hechos, nombres, personas, lugares, que dan al paciente la certidumbre de que esos eventos son reales. Otras, llegan a presentar sintomatologías clínicas y sensoriales relacionadas a la experiencia vivenciada (crisis alérgicas o de asma, epileptiforme, desmayos, lipotimia, o aun sensaciones de odio, venganza, susto, sorpresa, miedo, inseguridad, rechazo, soledad, desesperación, fuga, dolor, calor, frío, parálisis, peso, etc.); otras veces la vivencia se presenta en forma pictórica, como si estuviese impresa sobre una tela mental, o una pantalla de cine o televisión, otras veces aflora en forma de recuerdos que llegan de modo intuitivo, más lento o como un “insight” de aparición brusca. Pueden también ocurrir lapsos de memoria, donde el paciente pudo recordar datos más precisos, como su propio nombre, el lugar donde vive, etc. Puede haber una mezcla de estas formas de vivencias con o sin predominio de una de ellas.

        Muchas veces el paciente llega a tener dudas de si lo que él está vivenciando sería fruto de su imaginación o fantasía o dramatización, o creaciones mentales, o hasta una crisis histérica o un delirio esquizofrénico. Según Morris Netherton y Edith Fiore, ese temor no tiene mayores significados, pues lo importante es conseguir la cura del paciente, y eso en general ocurre en menor tiempo que en las terapias convencionales. Aquí el terapeuta debe animar al paciente a dejar que las ideas afloren a su mente conciente, sin temor, sin censura, sin represión, transmitiéndole seguridad y el apoyo que debe tener en un consultorio. A veces, a partir de imágenes simbólicas o hasta de contenido mental supuestamente imaginario, surgen una serie de otros hechos que el paciente puede ver, oír o sentir, y desencadenar auténticas vivencias.

        En la experiencia de varios terapeutas que trabajan desde hace muchos años con las técnicas regresivas, no afloran en las regresiones “altas” personalidades, como reyes, reinas, príncipes, sino más frecuente es el afloramiento de personalidades inexpresivas en el contexto social.

        Las vidas revivenciadas no obedecen a una secuencia cronológica. Las vivencias son apenas de hechos traumáticos de vidas anteriores y no de toda una encarnación, lo que aleja la preocupación de que enemigos de vidas pasadas puedan agravar o continuar tal enemistad.

        Considerándose método, como “un conjunto ordenado de técnicas o procesos necesarios para alcanzar determinado fin o resultado”, se desprende que el método utilizado por esta terapia es la regresión del paciente a etapas anteriores de su vida (prenatal, nacimiento y vidas pasadas). Considerándose “técnica”, como “un conjunto de medios o procesos correctos para ejecutar las operaciones de investigación o desarrollo de determinadas áreas del conocimiento”, pueden ser utilizadas en TVP diversas técnicas, tales como las de Morris Netherton, Edith Fiore, M. Julia P. Peres, hipnosis clásica, control mental, método “Cristos”, etc.

        Concluyendo, acompañamos el pensamiento de la doctora Edith Fiore en el último párrafo de su libro “Usted ya estuvo aquí”: “Cierta es la doctrina de muchas de las principales religiones del mundo: somos la suma total de todo lo que fuimos hasta ahora, a través de las vidas sucesivas”.

        Contamos ahora con el enfoque científico-terapéutico dado a la reencarnación, con un instrumento psicoterapéutico más para curar o atenuar numerosos procesos mórbidos vigentes en la patología humana.

        Y ahora consideremos algunas reflexiones particulares. En primer lugar, el lector avisado podría oponer dos explicaciones alternativas para el abordaje hipnótico de las supuestas vidas pasadas. Una de ellas, estrictamente psicológica. La otra, de naturaleza parapsicológica.

        La primera diría que las fobias del sujeto tendrían explicación por situaciones traumáticas atravesadas en la niñez. Lo que tomamos por vida pasada sería una “dramatización” inconsciente, estimulada por lo que se espera del sujeto en sí, esto es, que forzosamente relate una vida anterior. Tal aproximación sería aceptable para explicar la vivencia de esa vida, pero no para resolver su situación o aportar una solución, ya que si la regresión no encuentra el origen de la fobia en esta vida, y la historia clínica del sujeto –especialmente si podemos rastrearla hasta su primera infancia– ratifica esto, entonces se hace cuesta arriba admitir la hipótesis de la “dramatización”.

        En el segundo caso, es decir, buscando una explicación parapsicológica, podría apelarse a la retrocognición o “clarividencia hacia el pasado”: el sujeto ejecuta una clarividencia (conocimiento instantáneo sin el uso de los sentidos físicos, la memoria o la hiperestesia indirecta) hacia momentos cronológicos anteriores, o sea, algo así como una premonición al revés; el individuo “sabe” lo que pasó a una hora, un día o siglos antes sin tener acceso por otra vía a esa información. Y si bien la retrocognición explica muchos casos de supuestas “encarnaciones” anteriores, no sirve para dilucidar el efecto terapéutico de la TVP; una persona puede protagonizar novelísticamente la información que percibe por retrocognición, de forma tal de aparentar una vida anterior sobre los datos pertenecientes a otra que, en el pasado, transitó por este mundo; pero no puede “curarse” de los traumas de otro, además de los considerandos ya aportados sobre la presencia o no de cargas emocionales asociadas a la vivencia de esos hechos del pasado.

        La explicación meramente psicologista encuentra también otro obstáculo, tal como es el hecho de que si el relato bajo regresión hipnótica es cotejado en una investigación a fondo y resultan ser ubicables temporal y geográficamente, aquélla cae así ante la fuerza de los hechos.

        Una objeción que suele hacerse con frecuencia a los reencarnacionistas es la que nace del crecimiento demográfico de la población del planeta (y, por extensión, del Universo). Se supone que los “espíritus” (empleo este término sólo para que la cuestión sea entendible) de los pocos millones de habitantes de la Tierra hace una determinada cantidad de milenios deben necesariamente reingresar en los cuerpos de otros tantos millones de habitantes actuales, en consecuencia, cabe preguntarse qué pasaría con todos los otros miles de millones de habitantes del mundo que, de ser así, nacerían sin espíritu. A ello pueden oponerse dos teorías:

    a)    o bien entender que los “espíritus” que encarnan no deben necesariamente ser sólo de este planeta, con lo cual el proceso de trasmigración no encontraría límites espaciales, o

    b)    si el “espíritu” es emanación del “alma” de una Conciencia Cósmica (“Dios” puede ser su nombre, si así ustedes lo desean) su número, como tal, es ilimitado. Así como el Misterio de la Trinidad dice que Dios es Uno y Trino a la vez, su partícula en el hombre (la “mónada divina” de Leibnitz) no se vería así circunscripta cuantitativamente. Razonemos: si todo es el Todo, las nuevas generaciones no pueden surgir de la nada; necesariamente deben hacerlo de ese Todo. Y si el mismo tiene la materia suficiente para que, manifestada de las formas más disímiles, pueda eventualmente llegar a materializar nuevas generaciones de seres humanos, nada se opone a que su contraparte psíquica y/o espiritual también se multiplique las ocasiones que sean necesarias.

        Se entenderá mejor este concepto ejemplificándolo de la siguiente manera. Consideremos el Universo un gran receptáculo o un tanque: a los seres vivos como tantos otros pequeños recipientes distribuidos en su interior y a lo mental o espiritual como una determinada cantidad de pequeñas esferas: en la medida en que a cada recipiente le corresponda una y sólo una pelotita tendremos entonces una cierta cantidad de seres vivos con alma o conciencia dentro de ese universo, pero si aumentara la cantidad de recipientes y se mantuviera fija la de esferitas llegaría un momento en que algunos de los primeros se quedarían sin las segundas. Tal es el caso de considerar la crítica a la reencarnación en base a un número constante de mentes que se suceden en distintos cuerpos.

        Pero si en lugar de “esferas-mente” tuviéramos una masa de líquido (un “líquido-mente” dentro del Gran Tanque) pues sólo la limitada capacidad del tanque-universo pondría tope a la cantidad de “cuerpos-recipiente” que pudieran caber, todos los cuales y cualquiera fuera su número estarían sumergidos por igual (y gozando de las posibilidades) de aquél “líquido-mente”.