Los malditos

El día era hermoso, el cielo estaba radiante, y la población civil de la ciudad salió a cumplir con sus obligaciones con la habitual seguridad que les daba el inexplicable privilegio de nunca haber sido ésta bombardeada, al contrario de lo que ocurría con las demás ciudades del país.

Pobres ilusos. Ninguno de aquellos sabía que no fueron atacados durante todo ese tiempo a propósito, porque la de ellos, había sido seleccionada junto a otras cuatro ciudades, con salvaje perversidad, para un mortífero y vengativo experimento.

Y sólo porque aquel día amaneció claro y despejado, quiso el destino que Hiroshima, padeciera el triste privilegio de ser la primera en recibir la peor de las maldiciones que “Los Malditos” pudieran lanzar.

Desde muy lejos, alto en el cielo, el avión que transportaba aquel infierno, escoltado por otros que, sin importar en absoluto lo que ocurriera con los que estaban allí abajo, tenían misiones específicas, como medir las consecuencias del impacto, tomar fotos, filmar, y experimentar con el crimen que estaban por cometer, abrió las puertas a la tragedia, llevándose, sólo ese día, 150.000 vidas.

Para causar más daño, hasta el horario exacto fue elegido con saña, ya que, aunque ese día amaneció minutos después de las 5 y pudiéndose lanzar la bomba a las 6, hora en que la visibilidad era perfecta, se esperó a que el centro de la ciudad se llenara de entre 100.000 y 150.000 civiles adultos (que desde las 7:00 ó 7:30 empezaban sus trabajos) más unos 100.000 niños y niñas que entraban en las escuelas del centro de la ciudad a las 7:30.

Y el desastre ocurrió: luego de la detonación, se desplegó una bola de fuego primero violácea y posteriormente de color blanco intenso y brillante como un flash fotográfico, con una temperatura de 50 millones de grados. Quienes vieron esa luz y vivieron para contarlo, quedaron ciegos permanentemente (muriendo meses después debido a la radiación).

La onda expansiva, destruyó todo alrededor de 2,5 km de distancia, incinerando a quienes se encontraban en ese sector y transportó vientos recalentados a más de 500 °C hacia toda la ciudad generando casos de incineración súbita, carbonizaciones parciales y quemaduras de personas expuestas hacia el hipocentro del estallido, a más de 10 km del punto cero.

La bola de fuego ascendió, consumiendo miles de metros cúbicos de oxígeno y la luz fue tan intensa que las sombras generadas quedaron marcadas en las paredes que lograron mantenerse en pie.

Pasados los minutos se vieron masas de gente quemada totalmente pero viva con jirones de piel colgando, mutilados por los escombros, algunos quemados parcialmente sólo por el lado expuesto a la explosión. Los incendios se sucedieron uno tras otro.

Media hora más tarde empezó a suceder un efecto extraño: empezó a llover una lluvia de color negro. Dicha lluvia traía el carboncillo condensado de todo material orgánico quemado (entre ellos las víctimas humanas), y del material radiactivo de la bola de humo que se había levantado.

Cinco segundos después del estallido, todo el daño estaba consumado, pero en los primeros meses siguientes a la explosión se cree que murieron 60.000 personas más debido a la radiación causada por la explosión, aunque este total no incluye las víctimas a largo plazo, muchos de ellos voluntarios provenientes de otras ciudades que sin saber los daños que dicha radiación podrían causarles intentaron acudir en ayuda.

Los Malditos jamás pidieron perdón por este genocidio; y al día siguiente del espanto, en las principales ciudades de su país se festejó el lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima, y sin vergüenza ni arrepentimiento se decía: Damos gracias a Dios por habernos dado la bomba atómica, porque ¿quién sabe cómo la hubiera usado otra nación?

¿Es que se hubiera podido usar de un modo más atroz?