Del antiguo conocimiento sagrado a la actual

Del antiguo conocimiento sagrado a la actual
tradición científica

Por Giovanni D’Aloe

Allá donde el Urubamba, tras un recorrido espumeante y turbulento, parece tomarse un respiro, en una revuelta perfectamente circular, alrededor de una verde montaña cónica, en el lado externo de la curva azul del río surge el Machu Pichu, la Vieja Montaña, de escarpados barrancos adornados por gigantescas orquídeas; allá arriba, entre la cima del monte y el desfiladero que lo une con el Huayha Pichu, surge la Ciudad sin Nombre, construida con piedras traídas de muy lejos, precedida por pacientes bancales y dominada por el Inti Huatana, el templo-observatorio del Sol.

Probablemente esta ciudad sagrada peruana (en el sentido de ciudad reservada a la casta sacerdotal) sea la más hermosa que exista en el mundo.

Dividida en sectores, destinados a viviendas, a los templos, a la producción y a la investigación, bendecida por una fuente de agua purísima, cuya canalización se ve facilitada por las escarpadas pendientes, totalmente autosuficiente, la Ciudad sin Nombre ha sido capaz de sustraerse a las más cuidadosas investigaciones (pasaron cerca, sin darse cuenta, todos los buscadores de Eldorado, incluido el legendario Aguirre). Al mismo tiempo, domina el fértil valle del alto Urubamba en la gran altiplanicie en dirección a Cuzco, y la inacabable extensión de las selvas tropicales en dirección a Iquitos, donde el Urubamba corre hacia el Amazonas.

Podía esconder y mantener de 500 a 1.500 personas durante tiempo indefinido. Los últimos sacerdotes y dignatarios Incas la abandonaron por su propia voluntad para ir a morir entre las tribus amazónicas de los Ashaninka (que aún conservan su nombre) después de más de un siglo de dominación española sobre el resto del ex-imperio incaico.

Concebida como residencia y centro de estudio de la seleccionadísima élite sacerdotal inca, la Ciudad sin Nombre (Machu Pichu es el nombre de la montaña donde está construida) posee todas las características ideales de la ciudad sacerdotal. Perfectamente orientada sobre el eje magnético terrestre (el norte magnético y el norte geográfico están exactamente señalados por dos de las esquinas del pequeño obelisco indicador del Inti Huatana), construida en posición dominante, no dependía, como Delfos, de la presencia de peregrinos, ni estaba implicada, como Lhasa, en la dirección política del país.

Sus bancales, estudiados a la perfección para cultivos cíclicos que permitieran el sustento de un determinado número de personas y animales, la hacían perfectamente autosuficiente. Su técnica de construcción, con paredes de piedras cuadradas y tejados de ramas, la hacían prácticamente invisible. Incluso su nombre ha permanecido en secreto hasta nuestros días a diferencia del de otros grandes centros sacerdotales, egipcios (Tebas, Luxor) o Mayas (Chichén Itzá, Uxmal).

En este perfecto y gran «College», la aristocracia incaica desarrollaba sus conocimientos religiosos y científicos.

Aquí, casi con seguridad, se cultivaron muchas de las 160 variedades de papas (patatas) que alimentaban a las poblaciones quechuas de las montañas, aquí se cultivó la coca, ayuda para la respiración a gran altura, y aquí también se descubrieron las variedades de legumbre de contenido proteico superior al de la carne.

La inmensa reserva arbórea de la selva preamazónica, el clima tropical atemperado por la altura y el magnifico espectáculo de la salida del sol por las montañas hicieron de la Ciudad sin Nombre el centro de ciencia agrícola más importante que probablemente haya existido nunca. Incluso hoy día debemos nuestra supervivencia a los conocimientos aquí adquiridos. Realmente es difícil concebir la nutrición de una población de alta densidad sin la patata, el tomate o el maíz, cultivados, seleccionados y perfeccionados en las universidades agrícolas de Teotihuacán y Chichen Itzá, pero sobre todo en nuestra Ciudad sin Nombre. Además de esto, los sacerdotes formados en las pendientes del Machu Pichu controlaban la tercera parte de toda la producción del imperio incaico (la primera correspondía al Inca y a su ejército, la segunda a los productores), mediante la cual no sólo evitaban las carestías sino que estaban en condiciones de realizar excelentes operaciones económicas.

La sabiduría concentrada en manos de estos brahmanes incas les permitía actuar puntualmente sobre la vida de cada ciudadano del imperio, pero sin ejercer ningún poder político ni estar condicionados en ningún aspecto. Cuando el tosco Pizarro y sus conquistadores invadieron el Imperio, interviniendo en una guerra de sucesión entre Huasca (el Inca legitimo) y su hermano Atahualpa (el usurpador), estos sacerdotes no inventaron ningún arma contra los invasores, se retiraron al Machu Pichu, para después dispersarse por la selva, donde el Urubamba vierte sus aguas en el Amazonas.

Su misteriosa escritura simbólica, tal vez oculta entre los bordados de sus mantos ceremoniales, calló para siempre.

Este tipo de castas sacerdotales, en las que quizás Herman Hesse se inspiró para su «Castalia» y su «Juego de los abalorios», eran la norma del mundo antiguo. Su poder derivaba del monopolio de la ciencia. Durante milenios únicamente los sacerdotes supieron regular los ciclos agrícolas según la sucesión de las estaciones y las fases lunares. Sólo ellos podían garantizar la conservación de las reservas necesarias para superar las crisis (las vacas flacas) en los silos subterráneos de los templos. Las ciencias naturales, astronómicas y matemáticas eran su prerrogativa más celosamente guardada y no se conoce ningún caso de traición al secreto.

El sacerdocio y por ende el acceso a los conocimientos superiores, sólo se obtenía al término de una larga y difícil iniciación, cuyo esoterismo era ante todo educación en el silencio. Los misterios no eran solamente teofánicos, sino también científicos; su divulgación se consideraba no sólo sacrílega, sino además peligrosa para toda la colectividad.

En el mundo antiguo, históricamente, no ha ocurrido jamás que la ciencia haya sido utilizada con fines destructivos.

Y sin embargo, se trataba de conocimientos acerca de las leyes naturales, por lo tanto fácilmente transformables en tecnología. Se debería reflexionar sobre el hecho de que las únicas aplicaciones tecnológicas permitidas por las castas sacerdotales fueron las agrícolas y las arquitectónicas, siendo su sabiduría muy superior.

Existe toda una literatura acerca de la creencia de que los hombres de la antigüedad no podían llegar solos a determinadas conquistas (y de ahí la pretendida intervención de los extraterrestes). En verdad, la acústica de los estadios construidos por los Mayas sólo se podría obtener mediante el conocimiento de los ultrasonidos, la altura de la Gran Pirámide es una exacta fracción de la distancia entre la tierra y la luna, y los observatorios solares de Chichen Itzá o del Machu Pichu están orientados hacia el Norte magnético con mayor precisión que el observatorio de Greenwich.

Las matemáticas de los brahmanes hindúes —inventores del cero— y de los «magos» medos y babilonios estaban sin duda a la altura de nuestras mejores escuelas normales. Por otra parte, quien haya ido a Stonehenge (a dos horas de tren de Londres) no puede creer que se trate de algo pensado y realizado en un país «bárbaro» y en el Neolítico.

Sin embargo, los sacerdotes del templo de Amón, evocadores del «ghibli» y los de Delfos, señores del rayo, siguieron influyendo en la política del Mediterráneo incluso en tiempos perfectamente conocidos por nosotros y, desde luego, si César, Ciro o Alejandro rindieron homenaje a dichos templos no fue por mérito de los extraterrestres.

La verdad es que todas las manifestaciones culturales que nos han llegado desde el noveno milenio a.C. (cuando, al parecer, se realizaron las primeras observaciones astronómicas) hasta la mitad del primer milenio (es decir a la llegada de la democracia en Grecia) son expresión de restringidos grupos sacerdotales, cuyos conocimientos se trasmitían exclusivamente por vía esotérica (y, por lo tanto, se han perdido en gran parte).

Los primeros en poseer una cultura «laica» fueron los Griegos y también ellos con una gran cautela, por lo menos al principio, si es cierto que la escuela pitagórica, madre de esta cultura, iniciaba al neófito con el silencio durante un período de dos a cinco años.

También en Grecia se daban cuenta del peligro que hay en una indiscriminada difusión del conocimiento. Los inventores del mito de Prometeo tenían buen cuidado de expresarse mediante oscuras metáforas cuando se trataba de las leyes fundamentales de la naturaleza. Así, las leyes de la gravedad, formuladas por el mismo Pitágoras con la metáfora de las vibraciones musicales (que más adelante retomará Platón), debieron esperar a Newton para formularse de forma más clara; y las leyes químicas de la formación de las moléculas, metafóricamente expresadas por Demócrito en términos de «simpatía atómica», siguieron siendo desconocidas para los más (es decir, para los no alquimistas) durante otros dos siglos

Por lo tanto, el auténtico «pecado» de los Griegos no fue el de haber difundido conocimientos secretos, sino el de haber confundido el conocimiento con el ejercicio directo del poder.

Los catastróficos intentos políticos dé Pitágoras y de Platón demuestran la violación de una estricta línea de demarcación entre el ejercicio del poder y el dominio de la ciencia, lo que con Aristóteles se manifestará ya muy claramente.

No sólo el Estagirita puso la Sabiduría al servicio del Poder —como pedagogo de Alejandro el Macedonio— sino que utilizó esta «traición» para destruir, con el imperio del Gran Rey, la antiquísima escuela de los Magos y para infligir un duro golpe a la casta sacerdotal egipcia que fue (excesivamente) generosa madre de la cultura griega.

La parábola del Helenismo, que se inició con el incendio de Persépolis, concluyó con el incendio de la biblioteca de Alejandría; el primero, realizado por el discípulo mismo de Aristóteles, demostró la fundamental función destructiva de una ciencia al servicio del poder, mientras que el segundo, en la ciudad de su nombre, demostró que una cultura basada en la escritura podía ser destruida tan fácilmente como otra basada en la tradición oral.

Para comprender en qué ambiente se han «inventado» la agricultura, la astronomía, la domesticación de animales, la rueda, la pintura, la escritura, etc., no es suficiente hacer referencia al concepto de «casta»: es necesario integrarlo en los de «orden» y «escuela iniciática».

En un principio, estos conceptos coincidían en la vocación iniciática individual. Sólo cuando, con el brahmanismo, el sacerdocio se hace hereditario, fue necesaria la institución de grupos más restringidos y organizados, seleccionados a partir de datos personales. Surgieron las órdenes sacerdotales y monásticas, con sus escuelas, sin las cuales no se habría producido la difusión de las grandes religiones reformadoras ni tampoco el progreso cultural inherente a las mismas; éstas fueron la de los Magos en Persia, la de Tebas en Egipto, la Budista y Jainista en la India, la Taoísta en la China y otras (por el contrario, los Levitas siguieron como casta).

Fuera de las castas y de las escuelas sacerdotales no había posibilidad alguna de cultura. Pero de la misma manera que fomentaban la investigación teórica, actuaban como freno de las aplicaciones tecnológicas. En este sentido, son ejemplares la historia de la rueda en América y de la pólvora y la imprenta en China. La primera, símbolo del Cielo y del Sol – por lo tanto sagrada- no pudo ser utilizada para el transporte ni por los Mayas, ni los Aztecas, ni tampoco por los Incas. La segunda, generadora del fuego, sólo se empleó en China para fuegos artificiales en ocasión de festividades religiosas, pero no para fabricar cañones. En cuanto a la imprenta, todo el mundo sabe que ya se conocía desde los tiempos de Marco Polo, pero hubo quien impidió su difusión más aún su inevitable desarrollo en prensa tipográfica.

Mientras tanto, en Occidente la «traición» aristotélica había provocado una difusión incontrolada de conocimientos tecnológicos; en esa época cualquier tirano, cualquier estúpido y cualquier criminal podía utilizar esos instrumentos «mágicos» que en el resto del mundo estaban todavía bajo el férreo control de las escuelas sacerdotales.

Estas diferencias provocaron fatalmente la destrucción de todas las civilizaciones «tradicionales» en cuanto entraron en contacto con la fáustica cultura de Occidente, cultura libre de todo control moral: los cañones del semianalfabeto Pizarro dirigidos contra los templos-fortaleza de los Incas.

La imposición de la tecnología como «civilización global» llevaba en sí misma el germen de la autodestrucción de la humanidad. En 1945, en América, un grupo de los mejores científicos del mundo, bajo el mando de un general del ejército de los Estados Unidos, construyó el primer ingenio nuclear, que después hizo estallar un «tabaquero» (el Presidente Truman tenía precisamente esta calificación profesional) sobre las ciudades imperiales japonesas.

De este modo los incendios de Persépolis y de Alejandría se reavivan en los de Hiroshima y Nagasaki. Con ello esta jerarquía naturaliter humana, incluida la de las inteligencias puras, fue definitivamente suprimida.

Tengamos en cuenta que la ciencia médica ha quedado como la única entre las ciencias naturales que exige de sus practicantes al menos un juramento, el de Esculapio (residuo, también éste, de una antigua orden sacerdotal), por el que los conocimientos aprendidos se utilizarán para el bienestar de la humanidad.

Ningún juramento parecido se pide a los demás científicos, que, por el contrario, se ven obligados a jurar —si quieren acceder a la enseñanza universitaria— fidelidad al Estado en cuyas universidades realizarán su investigación. ¡Como si la sabiduría, o incluso el conocimiento técnico más sencillo, no fuese patrimonio de todos los hombres y no de un solo pueblo o de un grupo de poder!

Hacia el final de la segunda guerra mundial, Hermann Hesse en El juego de los abalorios atisbó una posibilidad de salvación en la disociación de todos los hombres de ciencia de cualquier forma de poder político o económico y en su convergencia en una orden: la Castalia.

Su mensaje no fue entendido. Pero ahora hay que repetirlo más claramente; es evidente que se ha de volver a plantear un control no sólo intelectual, sino también moral en el acceso a los conocimientos. Quien desee aprender, deberá primero ser educado para callar y, convencido después, bajo el vínculo de los más sagrados juramentos, de que ha de utilizar la ciencia aprendida únicamente en favor de la humanidad en su conjunto.

Es necesario impedir que la ciencia sea empleada como instrumento de guerra, de poder y de beneficio por parte de personas no cualificadas. Solamente los hombres de ciencia podrán hacer que se perdone la traición de Aristóteles y al mismo tiempo protegerse de la posibilidad de convertirse en ciegos servidores de los generales y los industriales.

El mundo científico deberá reorganizarse bajo forma de orden autosuficiente.

La venta de unas pocas innovaciones inocuas a precio justo bastaría para financiar todas las investigaciones, cuyas finalidades científicas —el conocimiento puro— deben mantenerse a distancia de las finalidades operativas (la tecnología).

Por el contrario, las actuales comunidades científicas se basan en principios de acceso indiscriminado a los conocimientos mediante una selección puramente mental (por lo tanto de base muy amplia), en la máxima difusión de los resultados de la investigación científica —garantizada por publicaciones especializadas aunque de fácil acceso— en congresos, concursos, etc. y sus posibilidades de aplicación (garantizadas por el sistema de patentes) y, por último, en la tutela del secreto y de la exclusiva de sus aplicaciones únicamente industriales.

Es muy importante subrayar que la única tutela jurídica del conocimiento actúa cuando éste ya está fuera del alcance de los científicos y es propiedad de industriales y financieros.

¡Esta es realmente la auténtica finalidad de la polémica contra el oscurantismo! Pero no acaba aquí la cosa, los derechos de autor que tienen vigencia en el campo de la creación artística y literaria, están condicionados en el de la ciencia por la divulgación de los conocimientos precisamente por medio de las patentes. He aquí un sistema que desposee a sus creadores del conocimiento científico y tecnológico para dárselo… ¿a quién?

El eterno conflicto entre Brahmanes y Ksatriyas, entre depositarios del conocimiento sacerdotal y del poder real, que tuvo su culminación mística con el Avatar Visnuítico de Parasurama y la histórica con el encuentro entre Alejandro Magno y Aristóteles, hoy día se ha terminado con la omnipotencia de Mammon -el dinero- que domina tanto el Conocimiento como el Poder, obligando al primero a ceder sus secretos a vulgares especuladores y al segundo a ceder su carisma a vulgares demagogos e intrigantes.

De esta forma, los “clérigos”, en la ilusión galileana de reivindicar su “libertad de investigar” ante las “autorictates” represivas, se han convertido en los siervos de Mammon, colaborando —aunque como subordinados— en la destrucción de la Tierra.

¡Con saludos a la “magnifique sorti e progressive”! (1)

Nota:

(1). El autor hace aquí referencia (“la magnífica suerte y progresista”) a un conocido verso de Giacomo Leopardi, cuya obra reivindica, entre otros temas, el valor de la mitología, e ironiza a menudo —adelantándose a nuestro tiempo— sobre el progreso científico (N. de la R.)