Las cocinas de Mexico

Las cocinas de México I

    Autor: JOSÉ N. ITURRIAGA

    Presentanción
    Introducción
    Cocina y cultura
    El mestizaje gastronómico mexicano

        La diversidad cultural de México
        La comida prehispánica
        El encuentro de dos mundos gastronómicos
        Aportaciones alimenticias de México y de América al mundo
        Evolución del mestizaje culinario. Tres siglos de virreynato y dos de México
            independiente

    Maíz, frijol y chile: común denominador de las cocinas de México

        Nuestro cereal madre. El universo del maíz
        Frijol: la leguminosa cotidiana
        El chile: fruto/especia nacional

    Lecturas Complementarias

Las cocinas de México I

    Autor: JOSÉ N. ITURRIAGA

    Presentanción
    Introducción
    Cocina y cultura
    El mestizaje gastronómico mexicano

        La diversidad cultural de México
        La comida prehispánica
        El encuentro de dos mundos gastronómicos
        Aportaciones alimenticias de México y de América al mundo
        Evolución del mestizaje culinario. Tres siglos de virreynato y dos de México
            independiente

    Maíz, frijol y chile: común denominador de las cocinas de México

        Nuestro cereal madre. El universo del maíz
        Frijol: la leguminosa cotidiana
        El chile: fruto/especia nacional

    Lecturas Complementarias

JOSÉ N. ITURRIAGA es autor de la popular serie Anecdotario de viajeros extranjeros en México, siglos XVI-XX que el Fondo de Cultura Económica ha editado en cuatro tomos. En esta ocasión Iturriaga nos invita a recorrer el paisaje de gastronómico de México desde cinco principales perspectivas: la reveladora combinación de cocinas y cultura, las características de nuestro mestizaje gastronómico mexicano, la trilogía fundamental de maíz, frijol y chile (que están incluidas en el presente volumen ), y —dentro del segundo volumen— la generalizada cultura del antojito y las cocinas de México, ensayo este último que da título a la obra entera y que, junto a próximas entregas, servirá para confeccionar una cartografía gastronómica de México.

Como bien apunta Iturriaga, si comer es un acto biológico, cocinar es un acto cultural. Más allá de la deliminación de las características alimenticias-nutricionales de los pilares de nuestra alimentación, Iturriaga se preocupa aquí por ubicar dentro de un marco cultural e histórico las diferentes cocinas de México para así saborearlas en su total trascendencia.

José N. Iturriaga es licenciado en economía por la UNAM y licenciado de historia por la UIA. Desde 1995 es director general de Culturas Populares del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes y, dentro de sus ya extensa obra, ha dedicado no pocos artículos y libros al tema de nuestra cocinas y comidas, entre los que destacan De tacos, tamales y tortas (1988), México a la carta (1991), La cultura del antojito (1993), Conquista y comida. Consecuencias del encuentro de dos mundos (1996) y The Mexican Gourmet (1996).

Fondo 2000 ha publicado algunos títulos que pretenden contribuir al conocimento, difusión y goce de los diferentes platillos e ingredientes que distinguen a nuestras cocinas de las del resto del mundo. El lector de estas sabrosas páginas confirmará que los sabores de México, más que una simple digestión, implican una necesaria lectura y despiertan útil reflexión

Introduccion
Este libro no es un recetario. Las cocinas de México son tan atractivas que ya existen numerosas recopilaciones de recetas regionales; no hay estado del país que no tenga varios libros de ese género, y en los casos más relevantes —como Puebla , Oaxaca, Yucatán , Michoacán y Veracruz— son muchos los que se han escrito; nunca demasiados.

El objetivo de este trabajo es más general. Se intenta ubicar a las cocinas de México dentro de un marco cultural e histórico que permita apreciarlas en toda su trascendencia , más allá de los aspectos alimenticios y culinarios.

Se resalta en esta páginas que la cocina es cultura (comer es un acto biológico, cocinar es un acto cultural).

Se revisa también el proceso de nuestro mestizaje gastronómico y la predominancia de los elementos indígenas hasta hoy en día. Se destaca como eje común determinado de las cocinas de México al trinomio maíz, frijol y chile.

Un apartado específico —que se encuentra en el segundo volumen de esta obra— se dedica a ahondar en la cultura del antojito, sustento de nuestro pueblo. Tacos, tamales y tortas, por mencionar a los más habituales antojitos, son representativos de diversos orígenes, regiones y hasta estrractos socioeconómicos. Pero todos los mexicanos somos aficionados a ellos.

El libro desemboca, a partir de los antecedentes y elementos mencionados —y también en el segundo volumen—, en el capítulo de las cocinas de México: algunas consideraciones sobre el panorama general y finalmente una revisión por estados, somera, sucinta, meramente indicativa. Allí aparecen con frecuencia nombres de guisos que abrirán interrogantes en la mente —y en el paladar— de los lectores. Ese es nuestro propósito: despertar su curiosidad ante las cocinas de México, reconocidad a nivel mundial con muy justa razones.

Cocina y cultura

Comer es el acto biológico; cocinar es un acto cultural. La cocina es cultura. La cultura no es el atesoramiento de libros en los estantes de las bibliotecas y en los cerebros de los sabios. No solamente. La cultura popular se integra de diversas maneras y con muy diferentes elementos. Es la forma de ser de los pueblos. La gastronomía es una de las manifestaciones culturales más importantes del ser humano y dentro de dicho término no debe entenderse sólo a la llamada “alta cocina”, sino a todas las expresiones culinarias de las diversas regiones y estractos sociales, incluidas en la cocina indígena.

Alrededor de este asunto, es pertinente recordar el título de un libro del clásico francés decimonónico Honorato de Balzac: Dime lo que comes y te diré quién eres.

El término “culturas populares” hace alusión a procesos, por lo general colectivos, que crean y recrean tradiciones. Tal es el caso de las cocinas de México.

La alimentación de los pueblos merece la más alta consideración y respeto. No es sólo el sustento material de las personas; de alguna manera es, también, un sustento del espíritu. Valga el siguiente texto de salvador Novo (de su libro cocina mexicana):

    Los nahuas disponían de varias palabras para calificar la hermosura, para señalar el valor de las cosas. La belleza implícita en una flor permitía adjetivar el sustantivo xóchitl, y hacer lo mismo con quetzal, o con chalchiuh, o con yectli, cosa buena, recta. Estas palabras, usadas como adjetivos, confieren idea de preciosidad.

    Pero un verbo —cua— es el que más genialmente creó adverbios y adjetivos que expresen belleza y bondad como lo que es asimilable; lo que deleita y aprovecha no sólo a la vista, sino al corazón: al espíritu y a la carne.

    Este verbo, cua, significa “comer”. El objetivo cualli significa a la vez lo bello y lo bueno; esto es: lo comestible, lo asimilable , lo que hace bien y es por ello bueno.

El mestizaje gastronómico mexicano

    *La diversidad cultural de México.
    *La comida prehispánica.
    *El encuentro de dos mundos gastronómicos.
    *Aportaciones alimenticias de México y de América al mundo.
    *Evolución del mestizaje culinario. Tres siglos de virreynato y dos de México independiente.

LA DIVERSIDAD CULTURAL DE MÉXICO

La principal consecuencia de la Conquista de México consumada por los españoles en 1521 fue el mestizaje. Esta mezcla se dio en muy diversos aspectos: desde el más evidente del mestizaje racial, hasta muchas variantes del que podríamos llamar mestizaje cultural, de manera particular el que se refiere a las cocinas. En esta materia alimenticia no hubo conquista sino unión, matrimonio, suma y multiplicación.

Para comprender los alcances del mestizaje gastronómico hay que tener presente que cada uno de los dos elementos fundamentales —el indígena y el español— en realidad era un cúmulo de conocimiento más allá de lo azteca y lo ibero. La cocina española trajo a México buena parte de las tradiciones culinarias europeas, con una importante dosis de hábitos provenientes del norte de África; hay que recordar que apenas 30 años antes de la conquista de México, España a su vez había concluido ocho siglos de permanencia árabe o mora en su ámbito peninsular.

Por su parte, el territorio que hoy conocemos como México cobijaba a muy diversos grupos indígenas perfectamente diferenciados entre sí, no sólo por sus variados elementos culturales, como son el atuendo tradicional, la vivienda, las costumbres religiosas o la cocina, sino por algo más tajante y evidente: el idioma.

Cabe recordar que, a finales del siglo xx, nuestro país sigue siendo uno de los principales del planeta por lo que se refiere a su diversidad cultural indígena. Cuando una cultura se empieza a perder o diluir, lo primero que comienza a desaparecer es la lengua propia; por ello, la permanencia del idioma autóctono es el mejor indicador de la sobrevivencia cultural de un pueblo, con sus rasgos originales. Pues bien: a dos años del cambio del milenio, la India es el principal país del mundo por cuanto al número de sus idiomas indígenas vivos, con la cifra de 72 (sin considerar las variantes dielectales). México está en segundo lugar en el orbe con 62 idiomas, en pleno 1998. Para sopesar la importancia de esa posición nuestra, conviene anotar que China tiene el tercer lugar con 48 lenguas y la que fue la Unión Soviética tenía el cuarto lugar con 35. Todas estas cifras no son meras disertaciones lingüísticas; reflejan algo más trascendente, como es la supervivencia pasmosa de cultura ancestrales; en el caso mexicano, la mayoría de las culturas indígenas son de muchos siglos de antigüedad, algunas hasta de milenios.

Lo anterior quiere decir que México es una potencia mundial en materia de culturas populares y una de las manifestaciones más importantes de la cultura es la cocina de los pueblos.

Nuestra diversidad cultural, pluriétnica, no podría ser un fenómeno repentino: es el desenlace actual de nuestra historia antigua. Aunque no es posible precisar alguna cifra de manera corroborada, se puede afirmar que en aquellos años de la conquista de Tenochtitlan , de seguro había en México más de cien grupos étnicos diferenciados; naciones indias, les llamban entonces. Cada etnia tenía sus propias costumbres gastronómicas, si bien con algunos patrones o troncos comunes que eran —y siguen siendo— el maíz , frijol y el chile.

El mestizaje gastronómico se inicia en 1521 con la caída de la ciudad de México a manos de los españoles y va desarrollándose después a lo largo de tres siglos, a la par que avanzan las fuerzas militares y religiosas de los conquistadores hacia el sur, el occidente y el norte de esta metrópoli. Hay que recordar que, ya entrado el siglo XVIII, apenas se lograba la conquista, allá por lo rumbos de Sonora y las Californias.

2 comentarios

  • Crow

    LA COMIDA PREHISPÁNICA.

    INGREDIENTES Y USANZAS INDÍGENAS

    La alimentación que acostumbraban los habitantes del México prehispánico es un tema bastante bien documentado, particularmente para el caso de los aztecas, en el centro del país, y de los mayas, en la península de Yucatán.

    El más famoso y destacado cronista de la Conquista, Bernal Díaz del Castillo, soldado de Hernán Cortés, hace minuciosas descripciones del mercado de Tlatelolco, en la capital mexica, y de los cotidianos banquetes que le servían al emperador Moctezuma II, lo cual permite asomarnos a las mesas de muy diferentes clases sociales. Con relación al primer asunto, hemos selccionado algunas citas de su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España:

        Desde que llegamos a la plaza, que se dice Tlatelolco, como no habíamos visto tal cosa, quedamos admirados de la multidud de gente y mercaderías que en ella había […] Pasemos adelante y digamos de los que vendían frijoles y chía y otras legumbres y yerbas. Vamos a los que vendían gallinas, gallos de papada [guajolotes], conejos, liebres, venados y anadones, perrillos y otras cosas [por supuesto , para comer] […] y también los que vendían miel y melcochas y otras golocinas que hacían como muéganos […] Pues pescadoras y otros que vendían unos panecillos que hacen de una como lama que cogen de aquella gran laguna, que se cuaja y hacen panes de ello que tienen un sabor a manera de queso [aquí Bernal se refiere al ahuautle o hueva de mosca acuática, que desova sobre el agua ese caviar, hoy cada vez más escaso].

    Con respecto a las costumbres gastronómicas del emperador Moctezuma Xocoyotzin, esto informa Bernal:

        En el comer, le tenían sus cocineros sobre treinta maneras de guisados, hechos a su manera y usanza, y teníanlos puestos en braseros de barro chicos debajo, porque no se enfriasen […] Cotidianamente le guisaban gallinas, gallos de papada, faisanes, perdices de la tierra, codornices, patos mansos y bravos, venado, puerco de la tierra [jabalí], pajaritos de caña, y de palomas y liebres y conejos, y muchas maneras de aves y cosas que se crían en esta tierra, que son tantas que no las acabaré de nombrar tan presto […] Dos mujeres le traían tortillas […] Traíanle frutas de todas cuantas había […] Traían en unas como a manera de copas de oro fino, cierta bebida hecha de cacao; decían que era para tener acceso con mujeres[…]

    Por su parte, el formidable historiador franciscano Bernardino de Sahagún, por medio de una acuciosa investigación basada en el interrogatorio sistemático de ancianos y sabios indígenas, reconstruye, entre otras muchas cosas, las costumbres culinarias del México prehispánico, destacando las siguientes en su Historia general de las cosas de Nueva España:

        Hay perros que se llaman tlalchichi, bajuelos y redondillos, que son muy buenos de comer […] Los topos de esta tierra son grandes, como grandes ratas: este animal es de comer, y sabrosos, y muy gordo […] Hay tortugas y galápagos. Son buenos de comer como las ranas. Ponen huevos y entiérranlos debajo de la arena; son de comer estos huevos y son más sabrosos que los de la gallinas.

    Abunda Sahagún en otros animales comestibles, como las iguanas, el pescado blanco, los charales, algunas clases de hormigas, ajolotes o peces prehistóricos, los acociles o camarones lacustre. Reporta que los indígenas comían miel de abeja y de cierto tipo de homigas; efectúa una detallada enumeración de otros alimentosque en Europa no se conocían, como los tejocotes, las ciruelas criollas de hueso grande, los capulines, diversos tipos de zapotes, jícamas, variados camotes y otras, raíces , “diversidad de tunas” y una gran cantidad de yerbas, entre ellas los quelites y los quintoniles, por sólo citar algunos ejemplos, amén de diferentes frutos que sí había en el Viejo Continente.

    Otro notable historiador del mismo siglo XVI, el dominico Diego Durán, también se explaya en estas materias de los sustentos del hombre, y nos ilustra acerca de alimentos que los aztecas recibían de otros pueblos, como impuesto o tributo, por estar subyugados; esto dice en su Historia de las Indias de Nueva España:

        De otras provincias tributaban maíz y frijoles, chía, huauhtli [o semilla de amaranto o alegría, chile de diferentes especies y maneras que hay de ellos y se cría en esta tierra, que a ellos les sirve para diferentes modos y maneras de guisados. Tributaban cantidad de pepitas de calabazas […] De otros lugares y provincias traían venados y conejos, codornices. De ellos, frescos; de ellos, en barbacoa. Tributaban topos, comadrejas, ratones grandes que se crían en los montes. Tributaban langostas [o chapulines] tostadas y hormigas de estas grandes que crían alas, y cigarras grandes, chicharras, y de todas las sabandijas que cría la tierra. También los que tenían lagunas tributaban de todo cuanto cría la laguna, hasta la lama y moscas que andan por encima de ella, hasta aradores de agua y gusanillos. Pues en los pueblos que había frutas, como era en la Tierra Caliente, tributaban de todos cuantos géneros de fruta hay en aquellas provincias: piñas, plátanos, anonas [chirimoyas], mameyes, de otros mil géneros de zapotes, y golosinas que en aquellas provincias se crían de guayaba, peruétanos, zapotes amarillos y negros y blancos, aguacates, batatas [papas] de dos y tres géneros.

    Asimismo en el siglo XVI, en el sureste hace lo propio Diego de Landa, paradójico franciscano que con vehemente fanatismo destruyó numerosos códices, estatuas prehispánicas y muchas otras evidencias de la cultura maya y , años después, quizás arrepentido,escribió la más importante historia antigua de ese pueblo extraordinario: Relación de las cosasde Yucatán. En ella explica:

        que el mantenimiento principal [de los mayas] es el maíz, del cual hacen diversos manjares y bebidas, y aún bebido como lo beben, les sirve de comida y bebida […] Que hacen de maíz y cacao molido una manera de espuma muy sabrosa con que celebran sus fiestas y que sacan del cacao una grasa que parece mantequilla […] Que hacen guisados de legumbres y carne de venado y aves monteses y domésticas, que hay muchas, y de pescados , que hay muchas, y de pescados, que hay muchos, y que así tiene buenos mantenimientos.

    Además de la trilogía maíz/frijol/chile, a la cual habría que agregar en primer lugar a las calabazas (de cuya planta se comen los frutos, semillas, las flores, las guías y las raíces), otros alimentos fueron básicos en el México prehispánico: chayotes, jitomates y tomates, y animales como el armadillo y todos los mencionados por los autores transcritos. En particular para el caso del altiplano del país, habría que agregar chilacayotes, huazontles, nopales, alga espirulina, hueva de hormiga o escamoles, gusanos de maguey y jumiles o chinches de monte, que suelen comerse vivas. Correspondientes a las zonas costeras y tropicales, deben anotarse la yerba santa o acuyo, el axiote, la herbácea conocida como chipilín, papayas, palmitos y el lujoso aromatizante y saborizante que es la vainilla, además de numerosos pescados y mariscos y animales terrestres como los monos y los tepezcuitles.

    La cocina prehispánica incluía varios guisos cotidianos y comidas de temporada, vinculadas a las principales fiestas en honor a los dioses del panteón indígena, y asimismo en estrecha relación con los diferentes momentos de los cultivos agrícolas y con la climatología de las estaciones del año.

    Los antiguos mexicanos cocían sus alimentos de diversas maneras: asados directamente a las brazas y con leña , como es el caso de animales, o colocados sobre comales de barro, cuyo mejor ejemplo son las tortillas; hervidos en agua, como algunas verduras, o cocidos al vapor, como ciertos tamales (otros se asaban, con todo y hoja ); muy interesante es el caso de la barbacoa que, en términos generales, se trata de carne envuelta en hojas vegetales y cocida en un hoyo bajo el suelo, cubierto de tierra, el que previamente se ha calentado con leña, y piedras que absorben y mantienen el calor. (Cabe señalar que tanto los tamales —paquetes comestibles envueltos en hoja vegetal— como la barbacoa, son inventos surgidos en diferentes épocas en varios lugares del mundo, sobre todo en pueblos de la antigüedad. Con respecto a esos hornos subterráneos, “así disponen los hotentotes en el África sus sabrosísimas rebanadas de trompas y pies de elefantes”, informa El cocinero mexicano en su edición de 1831.) En la cocina prehispánica no se acostumbraba freír los alimentos, pues no disponían regularmente de aceites vegetales ni de mantecas animales.

    Los indígenas conservaban algunos alimentos por medio del proceso de secado o salado, o ambos juntos, sobre todo en las cálidas regiones costeras y en las zonas lacustres del centro del país. Hasta hoy día subsiste el hábito de consumir pescados y camarones preparados de esa manera.

    Tenían varias formas de endulzar, por medio de mieles de maíz, de maguey, de abeja y de otros vegetales.

    El estudio de sus bebidas no alcohólicas y así mismo de las espiritosas, ha ameritado amplias publicaciones de especialistas. Desde luego, destacan entre ellas el chocolate y el pulque, respectivamente.

    Conviene dejar bien claro que nuestros pueblos prehispánicos practicaban regularmente la antropofagia ritual, pero rara vez como sustento alimenticio.

    EL ENCUENTRO DE LOS DOS MUNDOS GASTRONÓMICOS.

    INGREDIENTES Y USOS ESPAÑOLES

    Una vez consumada la conquista del imperio azteca, se inició toda una corriente migratoria de españoles hacia México. Hombres y mujeres jóvenes vinieron en búsqueda de mejores condiciones de vida y por lo general las lograron. En los barcos que realizaban el crucero trasatlántico, con duración de varios meses, los colonos traían diversas semillas para iniciar cultivos agrícolas en la Nueva España, principalmente trigo y otros cereales para hacer pan, como avena, centeno y cebada. Por supuesto, entre las varias hortalizas no faltaban ajos y cebollas, y en los mismos navíos venían también animales de corral vivos, desde gallinas y cerdos hasta ganado mayor, incluyendo asimismo cabras y borregos. Las reses fueron traídas con el doble objeto de abasto de carne y la producción de leche. Desde luego también se trajeron numerosos caballos, pero no con fines alimenticios, sino de trabajo y militares.

    De seguro que el trigo, el cerdo y los lácteos fueron las aportaciones españolas al mestizaje culinario más significativas. La sabrosa carne y sobre todo la manteca del animal para freír alimentos —arte gastronómico desacostumbrado hasta entonces en México—, de la mano con cremas y quesos, dieron lugar a maravillosos platillos al sumarse a los autóctonos maíz y frijol, sazonados con variados ingredientes, de manera relevante el chile. Tales son nuestros ricos y numerosos antojitos y otros guisos aún más elaborados.

    Para decirlo con palabras metafóricas de Salvador Novo:

        Consumada la Conquista, sobreviene un largo periodo de ajuste y entrega mutuos: de absorción, intercambio, mestizaje: maíz, chile, tomate frijol, pavos, cacao, quelites, aguardan, se ofrecen. En la nueva Dualidad creadora —Ometecuhtli, Omecihuatl—, representan la aparente vencida, pasiva, parte femenina del contacto. Llegan arroz, trigo, reses, ovejas, cerdos, leche, quesos, aceite, ajos, vino y vinagre, azúcar. En la Dualidad representan el elemento masculino. Y el encuentro es feliz, los esponsales venturosos, abundante la prole. Atoles y cacaos se benefician con el piloncillo y la leche. (Cocina mexicana)

    Los españoles trajeron y aclimataron verduras y hortalizas: coles, chícharos, espinacas, rábanos, zanahorias, berenjenas, betabeles, pepinos, lechugas, alcachofas, acelgas, perejil y cilantro, y calabazas de variedades más pequeñas que las mexicanas. Además de los cereales ya mencionados, también trajeron otros granos, como garbanzos, habas y lentejas; frutas, como melones, higos, dátiles, nueces, almendras, avellanas y variados cítricos: naranjas, limones y toronjas; plátanos procedentes de las islas Canarias, con origen más remoto, quizás africano o asiático.

    Introdujeron aquí los iberos el cultivo de la caña y el consumo de su azúcar, basado aquél en la mano de obra de esclavos comprados en África. Tan bárbara costumbre dio lugar a nuestra sangre negra, que constituye la tercera raíz del pueblo mexicano.

    Por supuesto que trajeron vides y olivos (por más que había restricciones legales para hacerlo, impuestas por la Corona española que deseaba mantener allá el monopolio productivo de esos cultivos mediterráneos). Así hubo en México algunos vinos locales —aunque la mayoría eran importados—, uvas, pasas, vinagre, aceite de oliva y aceitunas.

    También trajeron la cerveza y la técnica para fabricarla a partir de cereales, pero el pueblo mexicano se mantuvo pulquero. Por lo que respecta a licores destilados, apenas a partir del siglo XVI se empezaron a practicar en España tales procesos, por lo que a México llegaron aún más tarde.

    Proveniente de Asia y llevado a España por los árabes, nos llegó el arroz, tan arraigado en nuestra dieta cotidiana.

    Muchas especias y yerbas de olor de la India y de otros orígenes, fueron parte del bagaje español en su inmigración a México: pimienta blanca y negra, canela, mostaza, azafrán, albahaca, anís, mejorana, jenjibre, romero, orégano, menta y nuez moscada, entre otras. Se cree que las especias ayudaban a disimular malos olores e incluso a evitar descomposición de los alimentos.

    Los españoles aportaron al mestizaje técnicas de conservación como los embutidos. Así, desde el mismo siglo XVI, ya eran de renombre los jamones, tocinos y chorizos de Perote y de Toluca, fama bien ganada que hasta hoy mantienen. Otras técnicas fueron el secado y cristalización de frutas y asimismo el prepararlas en conserva, con almíbar a base de azúcar o piloncillo.

    APORTACIONES ALIMENTICIAS DE MÉXICO Y DE AMÉRICA AL MUNDO

    Ya se sabe que América fue descubierta por error, pues lo que Cristóbal Colón buscaba era el “camino corto” a la Especiería, o sea al Lejano Oriente, a China y a la India, paraíso de las especias que Marco Polo había llevado a Europa desde el siglo XIII, para enriquecimiento de sus cocinas.

    Las joyas de la reina española Isabel la Católica que ayudaron a financiar el primer viaje del osado marino genovés, no redituaron en pimienta, canela o clavo de Ceylán más baratos, pero sí en toda una gama de alimentos desconocidos que alteraron la gastronomía de Europa.

    En primer lugar debe mencionarse al jitomate y al chocolate, productos mexicanos ambos cuya etimología náhuatl denota su origen. Los cheffs y reposteros del mundo entero tienen diario contacto con los dos ingredientes.

    Los aguacates y un sinnúmero de frutas tropicales provenientes de nuestro continente —como el mamey y el chicozapote— se convirtieron en lujosos y exóticos placeres para los paladares de otras naciones.

    El maíz, la papa, la yuca y otros camotes también fueron novedad en Europa y marcaron nuevas rutas a los hábitos alimenticios de allá.

    Mención aparte debe hacerse al chile, pues este fruto nacional mexicano expandió explosivamente su consumo, para llegar a casi todos los rincones del planeta (véase el apartado correspondiente).

  • Crow

    EVOLUCIÓN DEL MESTIZAJE CULINARIO. TRES SIGLOS DE VIRREINATO Y DOS DE MÉXICO INDEPENDIENTE

    Podría decirse que el mestizaje culinario nunca termina, pues al paso del tiempo se adoptan algunas costumbres alimenticias oriundas de otros países. En el caso de México hay una división: durante los 300 años del Virreinato, la mezcla principal es entre lo indígena y lo español; de allí surge la “comida mexicana”, salpicada con sabores árabes que llegaron a la península ibérica y con sabores asiáticos que siguieron la ruta de la Nao de China o el Galeón de Manila. A partir del siglo XIX, nuestro país —recién nacido a la independencia— se abre a los visitantes e incluso inmigrantes extranjeros, quienes trajeron influencias enriquecedoras de las cocinas de Italia y sobre todo de Francia; hacia finales de esa centuria también se inicia la influencia estadounidense, a través de la adopción de numerosos hábitos que siguen arribando durante todo el siglo XX, con mayor auge en las áreas urbanas al correr sus actuales postrimerías. Desde luego, dos periodos destacan por su mayor incidencia: la Intevención francesa, con el imperio de pacotilla de Maximiliano, y el Porfiriato, con sus ínfulas afrancesadas. Los modelos a seguir provenían de las principales naciones europeas.

    El mestizaje de lo español con lo indio fue caminando de la ciudad de México hacia el norte, conforme avanzaban las fuerzas militares y los evangelizadores, proceso que duró los tres siglos de la Colonia.

    En las regiones donde había civilizaciones indígenas desarrolladas, como los aztecas, los zapotecas o los mayas —por ejemplo—, el mestizaje fue más fructífero y rico que en las alejadas zonas del norte, donde predominaban naciones nómadas de indígenas cuya misma condición errante no era propicia para la mezcla fértil. Más bien se dedicaron a exterminarse bárbara y recíprocamente los españoles y los llamados de manera genérica chichimecas (que eran los mismos “pieles rojas” de los Estados Unidos); ya se sabe que la victoria finalmente fue para la pólvora invasora. Una línea divisoria que podría imaginarse hacia la latitud de Zacatecas, marcaría una frontera cultural de México, por cuanto a mestizaje se refiere. Y esto se puede apreciar no sólo en la gastronomía, sino en el arte colonial, en las artesanías y en otras manifestaciones.

    No se trata de sostener la equívoca frase de José Vasconcelos, aquella de que “la civilización acaba donde empieza la carne asada”, pero sí de observar que las más importantes cocinas de México (Puebla, Michoacán, Veracruz, Oaxaca y Yucatán, entre otras), se ubican en el centro, sur y sureste del país, y ello no es porque haya mexicanos de primera y de segunda (en términos geográficos y gastronómicos), sino porque el mestizaje culinario se dio entre hispanos y pueblos autóctonos sedentarios con gran desarrollo cultural.

    Por otra parte, se acostumbra dividir a los países de acuerdo al cereal que consumen de manera principal: Europa y Norteamérica son el mundo del trigo, Asia es el mundo del arroz y Latinoamérica el mundo del maíz (excepto el extremo sur de Sudamérica). México, evidentemente, pertenece al ámbito del maíz, aunque el consumo de pan y de tortilla de trigo sea importante, sobre todo al norte y noroeste de la nación. Valgan las cifras: nuestro consumo humano nacional anual de maíz es de alrededor de 12 millones de toneladas, el trigo es de 4 millones y el de arroz es de menos de un millón de toneladas.

    Lo anterior quiere decir que, en nuestro mestizaje gastronómico, el factor indígena es preponderante, al ser el maíz su principal aportación y continuar como base alimenticia del pueblo en general cinco siglos después del encuentro de los dos mundos.

    Durante el Virreinato, el mestizaje culinario se va conformando en los diversos niveles de la escala social, desde los hogares modestos, fondas, mercados, tabernas y mesones, hasta las mesas de “la nobleza”, pasando desde luego por los conventos de hombres (con frecuencia centros destacados para los excesos de la gula) y por los de monjas, que eran verdaderos laboratorios gastronómicos de guisos, dulces y rompopes. De tales recintos de sobria reclusión surgieron los grandes exponentes de nuestra alta cocina, como los chiles en nogada y el mole poblano.

    La hospitalidad española en cuestión de alimentos —que mucho traía de los árabes o moros— se conjugó con la de los pueblos indios; aquélla abundante, ésta más frugal y austera. En todo caso, a los extranjeros sorprendían las mesas de los mexicanos, quienes comían hasta cuatro veces diarias: un desayuno relativamente ligero (chocolate y pan dulce), un almuerzo sustancioso, la comida abundante y una cena bien servida. El hábito de “hacer las once” consistía en tomar, además, otro chocolate a esa hora de la avanzada mañana. En ocasiones asimismo se disfrutaba a media tarde, como equivalencia del té inglés de las 5 p.m.

    Por cierto que la acendrada afición mexicana por la bebida de chocolate tenía sus claros orígenes en la época prehispánica; durante los tres siglos de la Nueva España la costumbre no sólo continuó, sino que se acrecentó de manera notable. A lo largo del siglo XIX empezó a perder terreno frente al café (grano de origen africano que llegó a México a finales del siglo XVIII); durante la presente centuria, sobre todo en la época posrevolucionaria, el llamado “café americano” desbancó en definitiva al chocolate, en buena medida por la influencia de los hábitos originados en Estados Unidos.

    El trigo, desde el siglo XVI, trajo gran variedad de panes, que adoptaron increíble número de formas, sabores y colores en las diversas regiones de México. Asimismo se arraigaron aquí los fideos, pasta de trigo que a España llegó por el largo camino de China (su lugar de origen) e Italia, a donde los llevó Marco Polo.

    Guisos españoles tan difundidos como el puchero u “olla podrida”, aquí sentaron sus reales, con la incorporación de verduras locales. El nombre poco apetitoso deriva de que se hacía ese caldo con los restos de lo que hubiera en la despensa, todo junto: carnes de cordero, de res, de gallina, de cerdo, embutidos y verduras diversas. Hoy se prepara tan rico platillo por lo general sólo con carne de res y los vegetales. Se debe comer en tres “tiempos”: el caldo con cebolla picada, chile y limón; las verduras con aceite de oliva y asimismo limón, y la carne con alguna salsa, acompañada con tortillas.

    Del Lejano Oriente asiático provinieron no sólo las especias, sino algunos frutos exóticos como el mango (en numerosas variedades) y el tamarindo, que aquí se desarrollaron como en su casa.

    Con respecto a las bebidas alcohólicas, al pulque prehispánico se agregaron —de importación— el aguardiente de caña, la cerveza y los vinos de uva, aunque éstos en ocasiones eran del país, producidos aquí ilegalmente, contra las disposiciones monopólicas de España. Los licores destilados, como el mezcal y el tequila, se desarrollaron plenamente hasta el México independiente.

    En las ciudades del Virreinato pululaban los vendedores ambulantes y muchos de ellos lo eran de comida. En sus pregones callejeros hacían mención de patos asados y chichicuilotes del lago de Texcoco, cabezas de borrego al horno, tamales y dulces, por citar algunos ejemplos.

    En el siglo XIX, las viejas fondas dejaron paso a los restaurantes (que es un galicismo) y más tarde a los cafés. La Revolución francesa de fines del siglo XVIII había marcado rutas políticas a las colonias españolas en América, que las llevarían a su independencia. De igual manera se consideró “de avanzada” el modelo gastronómico de Francia y sus influencias se dejaron sentir. A mediados del siglo pasado ya proliferaban en las ciudades mexicanas neverías, dulcerías, “tívolis” y cafés cantantes de corte europeo no hispano. La franca explosión de los cafés se incrementó a partir de la Revolución.

    En el presente final del siglo y de milenio le toca a México vivir una importante invasión cultural (si es que así se le pueda llamar) proveniente de Estados Unidos. En materia culinaria, a nuestros arraigados hábitos alimenticios seculares se agregan hoy, a nivel urbano y sobre todo entre las clases medias y altas, las hamburguesas y los hot dogs, las pizzas y otras muestras de fast food, o sea de comida rápida, cuyo mero nombre ya es una confesión: no se trata de dar gusto a los sentidos, sino de subsistir en medio de la velocidad citadina.

    Por fortuna, la comida mexicana no se presta a tales aberraciones. Hasta nuestros más sencillos antojitos, que se pueden comer de pie en una esquina, están hechos para deleitar, no para deglutirse a la carrera.

    En esta época de asechanzas y asedios foráneos que sufre nuestro país en lo político y en lo económico, debemos reforzar nuestra cultura, que es el modo colectivo de ser de un pueblo. En México el taco ha sido poderoso agente cultural, mucho más activo que la hamburgesa, por más que nuestro paladar, antes refrescado con frecuencia por aguas de chía u horchata, esté sufriendo ahora una cocacolonización.

    Maíz, frijol y chile:
    común denominador
    de las cocinas de México

    Desde una pedante posición primermundista y con nulos conocimientos nutricionales, suele criticarse nuestra dieta popular de tortillas, frijoles y chile. Aunque es obvio que el consumo de carnes, frutas y otros productos enriquece cualquier régimen alimenticio, en todo caso es equivocado el enfoque peyorativo de la trilogía que sustenta a nuestro pueblo. El maíz de las tortillas, como otros cereales, aporta los carbohidratos y así las calorías que se traducen en energía; también tiene proteínas, aunque los aminoácidos que las componen tienen limitaciones en su digestibilidad… pero esperemos al tercer elemento. El frijol es una leguminosa que aporta mayores cantidades de proteína que los cereales y con una mejor calidad en sus aminoácidos, aunque algunos de ellos también tienen, en principio, una baja asimilación… y aquí entra en acción el tercer elemento de nuestra dieta popular: el chile. Resulta que este fruto no sólo es riquísimo en vitaminas (es el vegetal con mayor concentración de ácido ascórbico que se conoce), sino que además, y sobre todo, provoca una alta digestibilidad de las proteínas del maíz y del frijol.

    Es decir, el trinomio no es “maíz más frijol más chile, sino “maíz más frijol por chile”, si se nos permite esta figura algebraica. De manera que el chile no es para los mexicanos solamente un complemento alimenticio, sino un multiplicador nutricional. Esto lleva a reflexionar (por enésima vez, como en tantos temas) en que la naturaleza es muy sabia. Y habría que reiterar que sabios fueron nuestros antepasados prehispánicos.

    Como quiera que sea, con base en estos tres elementos se desarrollaron culturas tan avanzadas como la maya, la zapoteca, la azteca, entre otras civilizaciones prehispánicas.

        * Nuestro cereal madre. El universo del maíz.
        * Frijol: la leguminosa cotidiana
        * El chile: fruto/especia nacional

    NUESTRO CEREAL MADRE. EL UNIVERSO DEL MAÍZ

    La historia de un pueblo sedentario está estrechamente vinculada al cultivo de un producto agrícola. Tal es el caso de México con el maíz. Y más aún: desde el norte de nuestra actual geografía política hasta el centro de Sudamérica, el maíz ha sido el alimento fundamental de sus habitantes y con frecuencia ha devenido incluso moneda indígena. De alguna manera, esta gramínea ha sido factor de unidad cultural y económica entre los pueblos del continente.

    El maíz en el mundo prehispánico era sustento básico del cuerpo y también del espíritu. La religiosidad de los aztecas estaba vinculada de varias maneras al maíz: dioses representados con esa planta o con mazorcas; ofrendas de tortillas, atoles, pinole y tamales votivos; ídolos de masa; culto a la fertilidad y a la agricultura.

    Dejemos que fray Diego Durán nos asome a ese mundo fantástico de los ritos prehispánicos nahuas y de otros pueblos:

        Los sacerdotes y dignidades del templo tomaban el ídolo de masa y desnudábanle aquellos aderezos que tenía, y así a él como a los trozos que estaban consagrados en huesos y carne suya, hacíanlos muchos pedacitos y, empezando desde los mayores, comulgaban con ellos a todo el pueblo, chicos y grandes, hombres y mujeres, viejos y niños, recibíanlo con tanta reverencia y temor y lágrimas que era cosa de admiración, diciendo que comían la carne y huesos del dios; teniéndose por indignos de ello. (Historia de las Indias.)

    El Popol Vuh, por su parte, deja constancia de la creación del hombre a base de maíz, en contraste con el barro de la tradición cristiana. Los dioses mayas intentaron sin éxito moldear al ser humano con tierra, pero se doblaba, de madera, carecía de alma:

        He aquí, pues, el principio de cuando se dispuso hacer al hombre, y cuando se buscó lo que debía entrar en su carne […] Y así encontraron la comida y ésta fue la que entró en la carne del hombre creado, del hombre formado; está fue su sangre, de ésta se hizo la sangre del hombre. Así entró el maíz por obra de los progenitores […] De maíz amarillo y de maíz blanco se hizo su carne; de masa de maíz se hicieron los brazos y las piernas […] Únicamente masa de maíz entró en la carne de nuestros padres.

    Doña Guadalupe Pérez San Vicente nos ilustra:

        La vertiente náhuatl de nuestra herencia prehispánica coincide en lo fundamental con la aseveración maya. El maíz, grano divino o cinteotl, fue el alimento que los dioses guardaban en el centro de Tonacatépetl, el cerro de nuestra carne, y de allí lo sustrajo Quetzalcóat, el dios civilizador, disfrazado de hormiga roja, para entregarlo a la humanidad para que participara de la comida divina, tal como lo consigna la Leyenda de los Soles en el Códice Chimalpopoca. Gracias a ello, los individuos tenemos el sustento necesario para nuestras carnes.

        Agradecidos, los hombres de maíz reconocieron el carácter divino de la planta y su grano, le otorgaron el culto adecuado según la etapa de su desarrollo y le trataron con veneración y delicadeza. Por eso cuando cocían el maíz, al ponerlo sobre cenizas, manifestaban su amor calentándolo primero con su aliento, en esta forma evitaban que sufriera con el cambio brusco de temperatura. (El maíz: nuestra carne y sustento.)

    Nuestro cereal nativo sigue otro curso muy diferente allende el océano:

        Fuera del Nuevo Mundo, el maíz fue inicialmente sólo grano para la alimentación animal. Siéndolo al poco tiempo también para el hombre, liberándolo, en especial en Europa, del fantasma del hambre […] El maíz se introdujo en Europa no en sustitución del trigo, sino de los otros ingredientes con que los pobres fabricaban su pan: bellotas, cebada, centeno, avena, castañas, guisantes y aun cortezas de pino y abeto [Parmalee E. Prendice, El hambre en la historia]. El buen pan de trigo era para sectores privilegiados, urbanos o agrícolas [… El maíz] reducido a harina, se popularizó a través de las polentas italiana y rumana, del pan de maíz en el centro europeo, de la borona en algunas regiones españolas y más recientemente con la maicena y las hojuelas de maíz con las que Estados Unidos invade Europa.

    Dentro de los varios aspectos que unen a los mexicanos sobresale el hábito del consumo de maíz, único alimento que sin discriminación consumimos todos. En efecto, sin distinción económica, social, cultural, intelectual o regional, todos los mexicanos comemos maíz y sobre todo tortillas. Somos una cultura maicera.

    Después del encuentro de los dos mundos en 1492, han pasado casi quinientos años de mestizaje racial, religioso, cultural y por supuesto gastronómico, mediante el cual se ha agregado a nuestra dieta indígena el uso del trigo y del arroz.

    En cuanto al maíz, su consumo en América es, con mucho, prehispánico. Hay numerosas pruebas arqueológicas que permiten fechar a este cereal con más de tres mil años como alimento básico mesoamericano. Al margen de cuál haya sido el origen del hombre en el Nuevo Continente —lo más probable es que sea un origen múltiple—, es indiscutible que el tránsito que va desde los nómadas cazadores hasta las civilizaciones sedentarias, estuvo vinculado en el México antiguo al inicio del cultivo del maíz.

    Hoy sigue predominando su consumo, aunque las cifras per cápita son inversamente proporcionales al estrato socioeconómico de que se trate. No obstante, no hay miembro de nuestras “clases altas” que sea capaz de rechazar una tortilla echada a mano y recién salida del comal, aunque su único relleno consista en un poco de sal.

    Hay que precisar que el maíz no sólo se convierte en tortillas, sino que se transforma en una muy amplia gama de variantes regionales: desde los tamales, en sus decenas de tipos diferentes, hasta los panuchos y salbutes; desde los atoles, pozoles y chilatoles, hasta las memelas, los huaraches y las chalupas; desde las picadas, las corundas y las gorditas, hasta los molotes, los sopes y las dobladas; desde los uchepos, los tlacoyos y las garnachas, hasta las enchiladas, los zacahuiles y tostadas; desde las hojarascas, los tecocos y los pemoles, hasta los etabinguis, los padzitos y los xocoatoles; desde los piltamales, los xajoles y los papadzules, hasta las pellizcadas, los nacatamales y los xocotamales; desde los pitaúles, los nolochis y los totomoches, hasta los chocoles, los tapataxtles y los puxis; desde los nejos, el pinole y los champurrados, hasta los peneques, los cuatoles y las quesadillas; desde las paseadas, los timbales y las martajadas, hasta las cazuelitas, los garapaches y las barquitas; desde las canastillas, las memechas y las boronitas, hasta los turuletes y los ¡ahogaperros! En fin, este universo de productos del maíz va desde los totopos, las infladas, los bocoles y los chilaquiles, hasta un vasto repertorio derivado del maíz que sería prolijo inventariar aquí. (Eusebio Dávalos Hurtado informa que existen en México no menos de 700 formas de comer el maíz.)

    Cada uno de los anteriores antojitos puede ser objeto de un estudio específico. El mexicano, antojadizo como es, deja de lado toda preocupación dietética por los antojitos.

    La popular tortilla de maíz —que tan familiar nos resulta, ya sea como plato flexible y comestible para enrollar cualquier alimento, dando lugar así al incomparable taco, o cortada en pedazos que permitan usarla como cuchara también comestible— es el producto de un largo camino agrícola, industrial y comercial que conviene no olvidar. La necesidad que tenemos los consumidores de que no falten las tortillas, los problemas económicos y laborales que derivan de varias decenas de miles y tortillerías y molinos de nixtamal en todo el país (más de 50 mil) y, desde luego, la importancia social de los campesinos que producen la materia prima para las tortillas, convierten a este producto en un importante factor de paz o de disturbios. Por ello, quienes tienen en sus manos la posibilidad de tomar las decisiones respectivas, deben contemplar el proceso maíz/nixtamal/masa/tortilla desde un ángulo no sólo económico, sino también social y político.

        El maíz sigue teniendo una presencia que puede vincularse —en sus múltiples aspectos de cultivo, distribución, transformación, precio— al diagnóstico social en ciertos momentos. Transformado en tortilla, alimento principalísimo desde hace siglos en México, se convirtió en eje central en torno al cual se organiza la rutina de vida de millones de mexicanos. Alrededor de ese alimento también se han desarrollado hábitos alimenticios, patrones de comportamiento, valores culturales y tecnologías propias. No es aventurado afirmar que la tortilla es uno de los pocos símbolos de la nacionalidad que en verdad rige como identificador objetivo (V. Novelo y A. García, La tortilla…;UNAM, 1987.)

    El maíz es el principal cultivo agrícola de nuestro país. Valga decir que casi la sexta parte de los mexicanos depende directamente de su siembra y cosecha; este cultivo representa cerca de la mitad del volumen de la producción y del territorio agrícola nacional. Los mexicanos comemos maíz veintitrés veces más que arroz, nueve veces más que el frijol y el triple que trigo. Con razón en Suave Patria de Ramón López Velarde se lee: “Patria, tu superficie es el maíz”.

    La República Mexicana es el quinto productor del mundo de este grano y el segundo de Latinoamérica. No obstante, hemos sido el sexto importador mundial de maíz y en los últimos lustros compramos en el exterior entre dos y cuatro millones de toneladas anuales. La mayor parte de las hectáreas sembradas con este cereal año con año en México, son tierras de temporal, temporal errático, ingrato, a diferencia de esa noble planta que lo mismo se cría en las tierras cálidas como en las frías, en las bajas como en las elevadas. Por eso, los rendimientos promedio del cultivo maicero en nuestro país son de alrededor de 1.6 toneladas por hectárea, en contraste con las más de 7 toneladas de otras naciones dotadas de una alta capitalización en el campo y un régimen pluviométrico privilegiado por la naturaleza.

    La utilidad multifacética de nuestro cereal la destaca doña Lupita Pérez San Vicente:

        Sus raíces y rastrojo abonan la tierra; con las brácteas del totomoxtle que envuelven la mazorca se hacen cigarros, papel y hojas para tamales. Su caña azucarada y las hojas son excelente forraje; las mazorcas tiernas o elotes son muy gratas de comer cocidas o asadas; con el grano seco se prepara masa y harina, base de mil platillos y bebidas. Con las hojas verdes se envuelven las corundas; los olotes o mazorcas sin grano se emplean como combustible, y los cabellitos de elote o estigmas se aprovechan en la medicina popular como diurético. Su aprovechamiento industrial también es múltiple; de su endospermo se extrae almidón y se produce alcohol, aceite y jarabe, y con los olotes y tallos, papel, explosivos, fibras y disolventes. Quizá por ello los dioses mexicas lo guardaban tan celosamente.

    El desarrollo tecnológico ha alargado la lista hasta ramos insospechados. Ciertos almidones de maíz sirven para la fabricación de sustitutos de plasma sanguíneo, de aspirinas, de adhesivos, para espesar tintas, para recubrir textiles, para polvo de guantes quirúrgicos. Con algunos derivados del olote se hacen solventes para la extracción de petróleo crudo y resinas resistentes a los ácidos. Con el alcohol etílico o etanol proveniente del maíz se fabrican combustibles alternativos de las gasolinas y con otros procesos elaboran cerveza, whisky, bourbon y hasta vinos de mesa (lo que en algunos países está prohibido, pues se mezcla con vino de uva). Con enzima de la fermentación de este cereal se interviene en la producción de detergentes, de ablandadores de carne y de quesos. A partir del jarabe de maíz, otras industrias hacen grasas de zapatos y oscurecen pieles y otras más apoyan la fabricación de cigarrillos, pues con derivados de este grano mantienen la humedad del tabaco. Con otros subproductos se participa en la producción de antibióticos, de vitaminas B2 y B12, de ácido cítrico, de lisina, de neumáticos, de goma de mascar y de dulces y chocolates. En fin, con el endospermo o sémola del maíz se hacen fermentadores y con el germen uno de los aceites más finos del mercado porque reduce los niveles de colesterol.

    Casi todas las formas mexicanas de comer este cereal implican un proceso previo de precocido llamado nixtamalización. Su fundamento y procedimiento no ha variado con los siglos. Quizás son milenios.

    Independientemente de que el nixtamal vaya a ser molido mediante manipulación artesanal con objeto de producir masa, o en grandes instalaciones fabriles con modernos métodos de secado para producir harina, de cualquier manera la nixtamalización es básicamente igual: consiste en remojar maíz en agua caliente y con cal de piedra viva o en polvo hidratada, sustancia que al unirse el agua produce una reacción química exotérmica (que genera calor) y ella ablanda la cutícula u hollejo (piel delgada) que cubre el grano, propiciando que se aglutinen las partículas de la gramínea; todo ello permite que la consistencia y textura de las tortillas sea la adecuada. Para decirlo en términos de tortilleros: ese producto circular debe tener correa, es decir, flexibilidad suficiente para doblarse sin quebrarse.

    Históricamente el nixtamal se molía en metates, costumbre tan buena para el paladar —acaso por el regusto de la roca volcánica— como mala para los riñones de las molineras. Esta práctica aún subsiste en algunos poblados rurales. Después se inventó el molino casero manual, donde las piedras dejan su lugar al metal. Con posterioridad surgen los molinos con motor, los cuales siguen siendo dos piedras —como redondos metates motorizados— que muelen por fricción: primero los hubo a base de motores de combustión interna y ahora sobre todo con motores eléctricos. Por último, se han multiplicado las fábricas de harina de maíz nixtamalizado, que a partir del mismo proceso básico, muelen en gran escala el nixtamal con molinos de martillo, de rodillos u otros, y lo deshidratan para producir harina (cuyo manejo y conservación se facilitan mucho más que los de la masa, en las tortillerías. De hecho, la masa es un producto altamente perecedero: en pocas horas se aceda).

    El proceso de nixtamalización en los molinos de nixtamal —que por lo general son viejas y pequeñas instalaciones— consiste en los siguiente: en grandes tinas hasta una tonelada de capacidad se vacían varios costales de maíz previamente cribado —para quitarle los olotes, varas o piedras— y se le agrega la cal a razón de un tanto por cada cien tantos de maíz; se cubre esa mezcla en la tina con agua a 90°C —casi hirviendo— y se deja reposar de cinco a seis horas mínimo, a veces el doble; al principio se revuelve el maíz, con una larga paleta de madera, hasta seis veces. Después se drena el agua usada o najayote, se elimina con agua limpia toda la cal excedente y se deja enfriar el nixtamal; así queda listo para introducirse en la tolva del molino, que da acceso a las dos piedras cilíndricas mencionadas —una fija y otra movida por el motor— que, al girar una contra la otra, muy pegadas, muelen el nixtamal que pasa entre ambas. En todos los molinos deben desmontarse cada día las piedras para renovar sus “picaduras” con un cincel y un martillo, pues es a través de tales incisiones (que forman líneas en espiral) por donde penetra el nixtamal para molerse.

    La rápida descomposición de la masa a pocas horas de haberla producido, llevó en 1950 a desarrollar la harina nixtamalizada de maíz. Su elaboración se efectúa en grandes y modernas fábricas que, aunque a una escala de producción mucho mayor que la de los molinos tradicionales, usan un proceso básicamente similar; el nixtamal también se prepara en tinas, aunque éstas son de muchas toneladas de capacidad; asimismo, el nixtamal reposa y después se muele, sólo que en este caso con molinos metálicos de impacto u otros.

    Cambiar los hábitos populares es una tarea muy ardua. A veces casi imposible, sobre todo cuando se trata de hábitos alimenticios. Hace poco más de un siglo hubiera sido inconcedible que el nixtamal dejara de prepararse y molerse a escala doméstica y que las tortillas dejaran de echarse a mano en la propia casa. No obstante ello y sobre todo en las ciudades, empezaron a proliferar ya entrado el siglo XX los molinos de nixtamal y algunas incipientes tortillerías, que entonces eran meros comales y marías palmeando el comestible. En aquellos tres primeros decenios de nuestra centuria actual nadie hubiera aceptado como posible que las tortillas dejaran de hacerse a mano. La sorpresa consistió en que con posterioridad surgieran —con éxito— las tortilladoras de bisagra o aplastón y las de bola, y después las máquinas tortilladoras motorizadas y automáticas.

    En un proceso parecido, la aceptación popular hacia la tortilla elaborada a partir de harina de maíz fue muy limitada hace 40 años. De hecho había un franco rechazo, pero ocho lustros no pasan en balde. En la actualidad, casi la mayoría de las tortillerías urbanas producen tortilla con una mezcla de masa de nixtamal y masa de harina de maíz nixtamalizado; algunas incluso ya sólo usan harina.

    La única desventaja de la harina consiste en que la famosa correa, de la que ya hablamos, es menor en las tortillas hechas con masa de harina que en las tortillas de masa de nixtamal tradicional, pues el proceso de nixtamalización, que en los viejos molinos es de seis horas o más, en las modernas fábricas —por su operación en gran escala— se reduce a dos o tres horas, y además la molienda fabril con molinos de impacto produce partículas de maíz menores que la molienda por fricción con las piedras volcánicas; esto provoca pérdida de correa, que es un fenómeno de desintegración molecular. (Por otra parte, cabe señalar que las últimas investigaciones indican una cierta correlación entre el contenido de proteínas del maíz y la correa de la tortilla.) La industria correspondiente está investigando y avanzando en el mejoramiento de ese aspecto.

    Aunque el grano habitual para la producción de tortillas es el maíz blanco híbrido, pueden usarse todo tipo de variedades, incluidas las amarillas, azules, moradas, negras, anaranjadas o rojas. Por cierto que la preferencia popular por las tortillas blancas es una costumbre muy arraigada, con fundamento más bien estético.

    Desde que México tiene déficit en su producción de maíz (cerca de 30 años), los mexicanos de las ciudades nos acostumbramos a las tortillas amarillas, pues el maíz de ese color es el que predomina en los mercados internacionales; cabe destacar que el maíz blanco suele tener precios mundiales del 30% al 50% más caros que el amarillo, porque no hay oferta suficiente.

    En todo caso, ante la tortilla amarilla no prejuzguemos erróneamente que “le molieron los olotes” en el molino de nixtamal, pues ello no es probable, ya que se les tapan las picaduras a las piedras y habría que desmontarlas para limpiarlas.

    FRIJOL: LA LEGUMINOSA COTIDIANA

    Al igual que el maíz, el frijol era originalmente una planta silvestre; fue “domesticada” por el hombre mesoamericano desde tiempos inmemoriales.

    Hoy se consumen en nuestro país más de 50 diferentes variedades, desde blancas alubias de varios tamaños, hasta frijoles negros clasificados como Jamapa, Arriaga, Querétaro, San Luis y Zacatecas. Entre ambos extremos de color hay, por supueto, numerosas variedades claras: frijol azufrado, berrendo, bayo rata, bayo Río Grande, canario, flor de mayo y flor de junio, garbancillo, manzano, mayocoba, ojo de cabra, peruano, pinto, rosa de castilla, rosita, sangre de toro y satevó, entre otras muchas.

    Llamanos a este inciso “Frijol: la leguminosa cotidiana” no como una alegoría, sino como un hecho absolutamente real; aparece en las mesas de los mexicanos a diario, con frecuencia tres veces al día y, como el maíz, su consumo por persona aumenta en razón inversa al estrato socioeconómico del consumidor.

    El frijol está presente en la mayoría de los antojitos mexicanos, desde los salbutes y los panuchos de Yucatán, hasta las coyotas y las burritas de Sonora, pasando por los sopes, garnachas, tlacoyos, pellizcadas y por supuesto las enfrijoladas de todo el país.

    En la mayor parte de nuestro territorio nacional se hacen tamales de frijol, sopa de frijol y sopa de tortilla que también lleva esa leguminosa. En algunos lugares se hace incluso sopa de fideos en caldillo de frijol.

    Por su parte, los frijoles en sí mismos son todo un platillo. Se pueden comer aguados de la olla, generalmente cocidos con una rama de epazote, y la sencilla receta puede convertirse en un plato más elaborado si al momento de servirlos se les agrega jitomate, cebolla y chile serrano picados, orégano, unas gotas de limón y un chorrito de aceite de oliva. Con cierta preparación, los de la olla se convierten en frijoles charros, y sin caldillo pueden hacerse refritos, incluso chinitos y maneados.

    Cada estado de la república tiene, además guisos específicos a base de frijol. En Aguscalientes hacen con él un pastel. En Baja California tienen un caldo de frijol blanco tépari y es famosa en Rosarito su langosta con frijoles y arroz. En Baja California Sur hay frijoles borrachos. Siempre a base de frijol, en Campeche cocinan pan de cazón, unos bollitos y sopa de arroz negro. En Coahuila preparan un budín y en Colima y otros estados cocinan los llamados frijoles puercos. En Chiapas hacen frijol en chipilín y en Chihuahua un dulce con el mismo ingrediente. En Guanajuato acostumbran chiles rellenos de frijol y frijoles con xoconostles. En Guerrero tienen frijoles chilapeños y otros con flor de colorín. En Michoacán hacen gorditas de frijol, en Nayarit unos frijoles de arriero y en Nuevo León también un dulce. En Oaxaca hay tamales de frijol con yerba santa.

    En Puebla cocinan “frijoles de novios”, frijoles con xocoyolis y ayocotes o grandes frijoles de colores. En Sinaloa acostumbran, a base de frijol, unos tamales dulces, caldo de zuzule, huacabaque y cierta cajeta. En Sonora preparan tamales de frijol yorimuni, burritos y las deliciosas coyotas, tortillas gordas de trigo rellenas de piloncillo que se comen con frijoles refritos. En Tabasco hacen tortitas de plátano macho rellenas de frijol y los famosos frijoles con puerco cuyo origen es múltiple, pues lo mismo se consumen en Yucatán que en diversas islas del Caribe y en Latinoamérica hasta Brasil, donde la feijoada remite de inmediato a tierras tabasqueñas.

    En Tlaxcala preparan una especie de sopa con frijol amarillo llamada tlatlapas. También en Veracruz el frijol es casi omnipresente y se le encuentra en los tecocos, en la sopa de xonequi en tamales con hoja de aguacate, en alchuchut y también se guisa con chololo, con hoja de chonegui, con chochos y con quilaguacate. En Yucatán no habría joroches ni huevos motuleños ni chulibuul ni panuchos ni salbutes si no hubiera frijoles, y qué decir de los moros y cristianos que allí se comen, de ascendencia cubana. En fin, hay frijoles zacatecanos y en ese mismo estado enfrijoladas con chicharrón.

    EL CHILE: FRUTO/ESPECIA NACIONAL

    El nombre del chile proviene del náhuatl chilli, en tanto que su sinónimo ají, tan usado en España y en muchos países de Latinoamérica, tiene su origen en el arahuaco, dialecto caribeño.

    Salvo excepciones, no se puede hablar de antojitos sin hablar del chile. Las salsas no son mero condimentos, sino eje de los sabores (como en Francia). Un taco de barbacoa sin salsa borracha es como una ensalada césar sin queso. Sin la existencia del chile no existirán los antojitos o, más aún, ni la misma cocina mexicana.

    Por ello, buena parte de nuestros paisanos cree, de manera equivocada, que tenemos el monopolio del chile. Si bien es cierto que esta planta es de origen americano y sobre todo mexicano, hoy en día el consumo del chile se extiende prácticamente al mundo entero.

    Todas las variedades de chiles —desde los más picantes, hasta los pimientos dulces— son originarias de América. Alrededor del 90% de los que en la actualidad se consumen a nivel mundial, son en concreto de origen mexicano y pertenecen a la clasificación que los botánicos llaman en latín cápsicum annuum. El resto de las variedades actuales, una mínima parte, tiene su origen en Centroamérica, el Caribe y Sudamérica, sobre todo en Perú y en la cuenca amazónica, y corresponden a familias de cápsicum chinense y de cápsicum frutescens.

    Los cápsicum annuun son arbustos de poca altura, en tanto que los chinense y los frutescens son árboles, si bien bajos. A estas últimas familias minoritarias pertenecen los chiles habaneros y los manzanos, mientras que a las mayoritarias cápsicum annuum corresponden todos los demás.

    De manera sorprendente para quien inicia la exploración del mundo del chile, resulta que desde los picosísimos guisados chinos de las regiones de Szechuán o los no menos picantes currys de la India y de Ceylán, hasta la paprika húngara —que es un chile seco molido— o el pimentón español o los morrones del Mediterráneo entero, de Grecia a España, todos ellos son variedades del cápsicum mexicano. Hasta que se profundiza en la materia, resulta difícil aceptar que esos hábitos alimenticios europeos y sobre todo asiáticos, no son milenarios, sino apenas centenarios.

    A partir del descubrimiento de América, el propio Cristóbal Colón llevó al Viejo Continente semillas de diversos chiles y desde entonces otros viajeros hicieron lo propio. Fueron dos las corrientes migratorias del chile rumbo a Eurasia y de ellas se responsabilizaron los navegantes españoles y portugueses: por el Pacífico, desde Acapulco, en la Nao de China, hacia ese país y las Filipinas, y con el mismo destino, también desde El Callao peruano. Por el Atlántico, la ruta proveniente de América —e insistimos, sobre todo de Nueva España— terminaba en una primera escala en la península ibérica, desde ahí continuó la migración del cápsicum, ahora a cargo de los comerciantes venecianos, turcos y giregos, tal y como lo menciona Fernández de Oviedo desde el siglo XVI.

    Es importante recordar que uno de los principales móviles que empujaron a Cólon —y después a otros navegantes— hacia el horizonte marino del poniente, fue la búsqueda de un camino más corto rumbo a la “Especiería”: Alguna forma de atajo hacia el Lejano Oriente, cuyo principal atractivo entonces no era por cierto turístico, sino como fuente de especias.

    Desde Marco Polo, esas delicias botánicas orientales enriquecían la gastronomía europea y deleitaban los paladares de sus pueblos. Pimienta, clavo, canela, comino, cardamomo y otras especias fueron el poderoso imán que llevó a Isabel la Católica a desprenderse de sus joyas y a levar las anclas a Colón. Y no obstante los cuatro viajes que realizó el genovés a su América descubierta, él murió creyendo que había llegado a los litorales levantinos de Asia. Por ello a nuestras tierras les llamaron las Indias y a sus habitantes los nombraron indios. (Cuando se comprobó que América era un nuevo continente y no la India ni ningún otro lugar asiático, ya el nombre había enraizado y para enmendar el error toponímico, se nos llamó las Indias Occidentales.)

    Así pues, como buscando pimienta lo que encontraron fue chile, se le bautizó como pimiento y hasta la fecha subsiste ese nombre para diversas variedades de cápsicum, sobre todo las dulces.

    La denominación inglesa de pepper lo mismo se refiere a la pimienta que al chile y la húngara paprika (que viene de piperka) suma a la anterior su etimología latina piper: pimienta negra.

    Si se tiene presente que el objetivo principal de aquellos viajes de finales del siglo XV y principios del XVI fueron las especias, no sorprende entonces que el inesperado cápsicum haya tenido de inmediato una exitosa aceptación y veloz diseminación entre los habitantes del Viejo Continente. Cuando Hernán Cortés conquistó el imperio azteca, en 1521, ya empezaba a popularizarse el consumo de algunos chiles en el sur de España, cuyas semillas fueron llevadas allá casi treinta años antes por Colón y sus marineros.

    Pocas veces la etimología de un verbo es tan adecuada como en el caso de “diseminar”, aplicado al cápsicum: la semilla del chile recorrió casi todos los caminos del mundo durante el siglo XVI y se arraigó de manera impresionante en países lejanos a su patria mexicana. El chile empezó a reproducirse en muchos lugares, sin el egoísmo de las especias orientales que reducen su hábitat casi sólo a Ceylan (hoy Sri Lanka).

    Así como en un campeonato mundial de futbol nos endilgaron como un símbolo mexicano al “Pique” —un chile con sombrero—, de la misma manera en Hungría la paprika es un alimento nacional que ha motivado símbolos y caricaturas parecidos; pocos recuerdan su origen mexicano. Con la paprika, que ahora nos llega de Europa, sucedió lo mismo que con la papa: siendo de origen americano, su divulgación y consumo masivo aumentó en el Viejo Continente y luego volvió a América.

    El consumo del mexicanísimo chile se extiende, en sus variedades picantes, a las dos Áfricas; la negra meridional y el arábe septentrional (en Etiopía, el platillo nacional llamado wat es a base de chile); a todos los archipiélagos de Indonesia, Melanesia y Polinesia; en tierra firme asiática, además de China e India, a Singapur, Vietnam, Corea y Tailandia; y desde luego, a la mayor parte de América Latina, casi desapareciendo el consumo en Chile, Argentina, Uruguay y Paraguay.

    Estado Unidos, Canadá, Europa y Australia no escapan al consumo del chile, sobre todo en sus inocuas variedades dulces, aunque crecientemente los paladares blancos se están aficionando al cápsicum picoso.

    A partir de espermas americanos, hoy se consumen más de 200 variedades de chile en todo el mundo. Su cultivo está sumamente extendido, ya que esta noble planta resiste desde los calores tropicales hasta los climas templados con marcados cambios estacionales.

    Debe recordarse que un soldado norteamericano que participó en la invasión a México de 1847, se llevó a su regreso un puño de chiles piquín (o chiltepines) y de ahí surgió la salsa picante más famosa del planeta: la salsa Tabasco, fabricada en Luisiana y ahora ya en todo el mundo. Un buen bar en Nueva Zelandia o en Alaska no podría hacer bloody maries sin ese ingrediente indispensable.

    Por cierto que en Estado Unidos hay once organizaciones o cofradías de consumidores de chile, una revista Chile Gourmet, una estación Radio Jalapeño, y en un concurso de comedores de chile el ganador estableció un nuevo récord mundial masticando con parsimonia ¡115 cuaresmeños! (No me sorprende. Acabo de ver en Nuevo México una carrera de tractores sobre el techo de varios automóviles, apachurrándolos.)

    Está, pues plenamente reconocida la genealogía americana del chile y asimismo su consumo general en los 360 grados terrestres.

    Todos sabemos la importancia de la vitamina “C” para el buen funcionamiento del aparato respiratorio. También hay que recordar que el escorbuto, que asolaba a los marineros de tiempos pretéritos, se combate de manera muy efectiva con esa vitamina. A partir del descubrimiento de América y de la aparición del cápsicum, bagage obligado de los hombres del mar fueron los chiles, para prevenir esa patalogía de las encías. De seguro que no es casualidad el remedio casero que usaban los indígenas precolombinos y que consigna Sahagún en su Historia: “Se untaban chile en las encías para curarlas”. (Y a propósito de cronistas, fray Bartolomé de las Casas informa que los indios, si no comían chile, no sentían que comían.)

    Con la relación a las otras vitaminas que contienen los chiles, resalta la “A” con sus magníficas propiedades para la agudeza visual, para la protección de la piel y para ayudar al crecimiento. El cápsicum es rico también en el complejo de la vitamina “B” y, por otra parte, fue en el chile donde se descubrió la vitamina “P”, que proporciona la resistencia capilar.

    Aunque los mexicanos comemos alrededor de seis kilos anuales de chiles frescos per cápita y casi un kilogramo de chiles secos (lo que constituye, desde luego, el promedio más alto del mundo), en una encuesta informal que realicé entre diez comelones, sólo uno supo la respuesta a tres preguntas vinculadas con chiles de consumo cotidiano entre nosotros:

    ¿Cuál es el chile fresco del que proviene el chile chipotle?

    ¿En qué chiles se convierten los poblanos cuando se secan?

    ¿Cómo se llama el chile pasilla en estado fresco?

    Pues resulta que el nombre original de los chipotles es chili poctli, que en náhuatl quiere decir chile ahumado, y no son más que jalapeños sujetos a un proceso de secado y ahumado. La raíz explica por qué algunas personas les llaman chipotles y otras chipocles, ambos nombres correctos.

    Todos sabemos que los mejores chipotles se preparan en escabeche o adobados. No podrían existir unos pambazos de papa con longaniza ortodoxos o unas albóndigas o un entomatado o un salpicón bien hecho o las cemitas poblanas de pata con pápaloquelite, si no existiera el sápido chipotle.

    Por su parte, cuando los chiles poblanos se secan, se convierten en chiles anchos o en chiles mulatos y la alternativa azarosa depende de un par de genes en la familia botánica.

    Los chiles poblanos —los chiles para rellenar por antonomasia— son el envoltorio e ingrediente principal de los chiles en nogada de Puebla: por dentro, un relleno de picadilo a base de carnes de res y de cerdo picadas o molidas, con pasas, piñones, frutas secas picadas —destacando el acitrón, que es la cactácea biznaga—, pedacitos de aceitunas y alcaparras; y por fuera, el poblano —que no siempre va capeado— se baña generosamente con una salsa de nuez molida y se adorna y sazona con dientes de granada y hojas de perejil.

    Ni qué decir acerca de unas buenas rajas con bastante cebolla, crema y queso. Tienen que ser de chile poblano.

    Acerca del chile pasilla, el hecho de que sea el chile seco menos picoso es la mejor pista para descubrir cuál es cuando está fresco: la chilaca, más usual en el norte que en el centro del país. Hay un primo de la chilaca con gran demanda en Estados Unidos, conocido como variedad Aneheim.

    No es posible disfrutar la intensidad del chile sin hacerlo acompañamiento de algunos alimentos, de manera destacada los antojitos. Por ello, no se puede hablar del chile si no se habla de los platos que surgen de ese formidable fruto. Los chiles cobran sentido en las salsas, los guisos y los moles y ellos, a su vez, son la manifestación cotidiana de los chiles. Lo que nos eleva de la botánica a la gastronomía, de los componentes al platillo, del chile al guisado, La innumerable cantidad de antojitos mexicanos a base de masa de maíz son inconcebibles sin la contundente presencia del chile.

    Nuestro tema nos lleva al chile serrano: el chile verde a secas, el chile de todos los días, el chile de casi todas las salsas (y permítaseme este exabrupto, por ser nativo de la capital). Valga enunciar nueve usuales ejemplos de salsas con serranos:

    Salsa verde cruda, de tomates molidos con cilantro y cebolla, o estos dos picados, idónea para un taco de chicharrón.

    Salsa verde cocida, la indicada en los tacos de cabeza de res, para la cual se hierven en agua el tomate y los chiles con la cebolla, refinándose así su sabor; no se liberan los tacos de más cebolla y cilantro, crudos y picados.

    Salsa verde frita, en la cual los mismos ingredientes citados se muelen y se fríen. Esta es la receta recomendada para las enchiladas.

    Salsa verde asada, para cual se asan los tomates sin las cáscaras y los chiles serranos y se mueles, con cebolla y ajo crudos.

    Salsa “mexicana”, con todos sus ingredientes picados y crudos: jitomate, chiles serranos, cebolla y cilantro; obligada sobre un tlacoyo de maíz azul, relleno de frijol o de haba. Se puede sofisticar con aceite de oliva o convertir en ensalada, si se revuelve con trozos de chicharrón.

    Salsa roja cruda, contiene jitomates, un diente de ajo y dos tipos de chile: serranos frescos y de árbol secos, todo molido en molcajete. Está hermanada a los tacos de carnitas, siempre sin omitir a los adicionales cebolla y cilantro picados.

    Salsa roja cocida, similar a la verde, pero con jitomate en vez de tomate.

    Salsa roja frita. También es igual a la verde, pero con un cambio: un poco de cebolla se muele con el jitomate y el chile serrano y otro poco se pica y se fríen el aceite, previamente a que se agregue la salsa. Idónea para enchiladas.

    Salsa roja asada. Similar a la verde. A veces adicionalmente se fríe.

    Se debe comentar un par de cosas sobre los moles (cuyo eje son los chiles). Del mole poblano hay más de 50 versiones y encabezan la lista las recetas de las monjas del convento de Santa Rosa, seguidas por las de los conventos de Santa Mónica, Santa Teresa y Santa Clara, todos de la ciudad de Puebla. El común denominador son cuatro chiles imprescindibles: anchos, mulatos, pasillas y chipotles.

    Sobre el mole negro de Oaxaca, cabe decir que está hecho con una fórmula centenaria de chilhuacle, chile ancho y chile mulato, y es uno de los “siete moles” de esa provincia.

    Y así como nuestras tatarabuelas indígenas se mestizaron con los españoles, así el chile se mezcló con los animales europeos, adobando corderos y cecinas de puerco; a la par, se mantienen recetas autóctonas, como la salsa borracha, de chile pasilla molido con pulque (para la barbacoa).

    Los chiles no sólo están asociados a los antojitos, sino que se vinculan a la medicina, a la industria alimenticia, a la de los colorantes y cosméticos y a la de los embutidos, entre otras. En efecto, el componente activo del chile es una oleorresina llamada capsicina, demandada en la preparación de ciertas carnes frías como saborizante, en la fabricación de cigarrillos, en la agricultura como repelente y en la ganadería menor contra mamíferos depredadores, como sustancia activa de las pinturas marinas para rechazar la adherencia de caracolillos, como estimulante en la industria farmacéutica y como colorante en la industria de alimentos balanceados en sustitución de la flor de cempazúchil. En fin, la resina del chile no se pudo librar de la guerra y es componente básico para el pepper gas, que obliga a los soldados a quitarse sus máscaras protectoras, y asimismo es esencial para los sprays contra los asaltantes.

    Los chiles constituyen un excelente aperitivo. No debemos acreditar a la generosidad de los barman o de los capitanes restoranteros la botana picante por cuenta de la casa. Ellos saben que no es un gasto, sino una inversión.

    El largo camino secular recorrido por el cápsicum va desde su uso como moneda, tributo, símbolo ritual y castigo para los niños mal portados en el México prehispánico, hasta las más modernas industrias contemporáneas. Detallemos, con Héctor Coronado:

        Dicen que la primera ocasión en que se usaron gases tóxicos con fines militares fue quizá en el siglo XVI, en América del Sur: algunas tribus quemaban chile en grandes hogueras; la irritante humareda enloquecía a los caballos de los conquistadores y ponían en fuga a los jinetes. En cambio, los indígenas eran inmunes al humo porque en diferentes lugares se usaba este elemento no sólo para endurecer a los guerreros y someter a pruebas de valor a los muchachos que llegaban a la edad adulta, sino también para castigar a los niños desobedientes.

        Algunas tribus caribeñas tasajeaban a sus prisioneros y les untaban chile en las heridas. Los mayas solían frotar con chile los ojos de las doncellas coquetas, y cuando el coqueteo pasaba a mayores, ¡el castigo consistía en untar con chile los genitales de la pecadora!

        Fray Bernardino de Sahagún, apenas desembarcó en América, observó que cuando los comerciantes tenían bajas ventas, solían meterse atados de chile entre sus mantas para propiciar mejor suerte en la siguiente jornada.

        Diferentes variedades de chile se usaban (y aún se usan) no sólo contra el dolor de muelas, sino también contra la migraña: ¡si no quitan el dolor, al menos consuelan!

        Volvamos a Sudamérica: algunas tribus mezclaban chile en polvo con la coca para estimular las mucosas e intensificar el efecto de la droga. Y también observó Sahagún que en combinación con diferentes hierbas y productos naturales, el chile estaba presente en medicinas para ¡curar infecciones de garganta y oídos, combatir la tos, cicatrizar heridas en la lengua, aliviar males pulmonares, mejorar la digestión, facilitar el parto, eliminar la sarna, curar abscesos y reducir el cáncer!

        En la actualidad, los científicos dicen que el chile intensifica las secreciones y estimula las mucosas del aparato respiratorio y ayuda a combatir congestiones y obstrucciones asfixiantes (como por ejemplo: asma, bronquitis y otros males respiratorios, tal como hacían los antiguos mayas). También están investigando el efecto del chile sobre la circulación sanguínea, pues suponen que puede ser útil auxiliar para prevenir la formación de coágulos. Pero no creen en las supuestas propiedades afrodisiacas del chile […]

        La industria de la alimentación utiliza chile como sazonador y colorante natural en una increíble gama de productos, desde comida para canarios hasta ginger ale […] Con chile se elabora un repelente en aerosol usado por los carteros de Estados Unidos para ahuyentar perros agresivos, y el linimento (ungüento medicinal) preferido por los atletas universitarios. Además, hay inclusive esperanza de lograr un eficaz repelente contra tiburones, y aun insecticidas no contaminantes e inofensivos para el hombre, para proteger cultivos. (El mexicanísimo chile no sólo es condimento…)

    Por último, no le sobra a la historia, a la geografía, a la nutriología y a la gastronomía del chile, un poco de estadística y otros datos: la mayor parte de las cápsicum actuales son familias domesticadas diferentes a los originales; en lo picante influye, además de la variedad genética, el clima y el estado de madurez: los chiles del trópico son en general más picantes que los de zonas templadas y cuando están maduros pican más que cuando están verdes.

    En México se producen anualmente más de 500 mil toneladas de chiles frescos y alrededor de 60 mil toneladas de chiles secos.

    (Janet Long Solís, Cápsicum y cultura, y Arturo Lomelí, El chile y otros picantes.)