La divinidad y la mentalidad religiosa maya

Por José Vila Selma

Siempre el hombre ha comulgado con la Vida, aún antes de su nacimiento, y esta es la primera convicción que se tiene de sí y la forma como se concibe el orden, el comienzo del orden, es decir, el origen, que para la mente amerindia es la conciencia humana sabiendo que el caos existe, y en ese mismo instante comienza el orden, porque orden no es estratificación, ni nivelación, ni clasificación, si no conciencia clara de que todo puede ser destruido…

1. Comienzo exponiendo no sólo una convicción personal, sino una verdad
de la que con excesiva frecuencia se prescinde llegada la hora de la interpretación de textos, procedentes o creados, elaborados, no según un proceso acumulativo, sino originales, pero transmitidos de linaje en linaje, de generación en generación hasta nuestros días, documentos o textos que nos proporcionan la posibilidad de adentrarnos por las mismas entrañas de las culturas mal llamadas primitivas, y que, cuando se trata concretamente de las que constituyen el cuerpo de lo amerindio precolombino y hasta en sus formas de expresión actuales, deben considerarse como formas de expresión que denuncian una disposición de la inteligencia que el racionalismo occidental en modo alguno puede jamás comprender.

Para acercarnos con fruto, discernimiento y clarividencia hasta la entraña de lo amerindio, debemos despojarnos de todo lastre occidental, porque aquellas culturas sólo ahora comienzan a interesar a los estudiosos europeos y jamás pudieron ser homologadas, bajo ningún aspecto, con las otras culturas primitivas, que han sido el pasto de los etnógrafos de la escuela americana y de los que siguieron las pautas estructuralistas como Levi Strauss y Marcel Mauss. Ahí está el libro de Leach dando fe de lo deteriorado que era el estado de los esquemas mentales opuestos por estos dos etnógrafos, cuando han tenido cierta validez y preeminencia con sus libros entre nosotros. Lo que no ha sido obstáculo para que muchos estudiosos hispanoamericanos, como el mismo Miguel León?Portilla,
hayan caído en el vicio de analizar lo amerindio precolombino con pautas procedentes de sistemas filosóficos europeos, que en modo alguno se forjaron teniendo conocimiento alguno del pensamiento amerindio, y que hasta, como es el caso de Hegel y de muchos más, negaron la validez del indígena precolombino como criatura humana de pleno derecho y de cierta humanidad.

La gran cuestión, como ya apuntara el padre Mendieta —¡quién lo dijere!, pero lo dijo— es saber cómo resolvieron el problema de dar encarnadura a las fuerzas naturales en las que los amerindios veían manifestaciones de la divinidad única.

2. Estoy consciente de que equivale a salirse de los márgenes prescritos
por la lineal crítica literaria, romper las reglas del juego, afirmar que sin la hermenéutica que nos proporciona la psicología religiosa y, sobre todo, la fenomenología de la religión no hay manera de penetrar o de conseguir un mínimo de comprensión de la mentalidad amerindia.

Ya es hora de que dejemos de considerar los datos que proporcionan todos los niveles en los que se manifiesta la entraña medular de la forma cultural amerindia, y concretamente maya, como aquellos otros que proceden de las literaturas o de las historias de las artes otras, de las formas culturales que han alcanzado su plena personalidad bajo el influjo de sus conciertos —en el sentido musical de la palabra—, de su armonización, de su concendo y de los procesos de selección con otras literaturas, formas y sistemas de pensamiento extrañas.

Sin esos procesos hubiera sido imposible el boom —por seguir designado el hecho de manera inexacta. Pero lo más importante, y es lo que hasta ahora se ha ignorado, es que esos procesos son la justificación misma de la diversidad matizadísima de formas de cultura amerindias, mosaico de expresiones mentales que no sólo era como un entramado —pensemos en la transculturización entre los toltecas y los chichimecas de Xálotl, en el siglo XI— que sostenía la variedad posible, sino que precisamente en la medida en que los intercambios y los cambios sustanciales profundos y consiguientes se producían, se puede hablar de una unidad sustantiva de todas las culturas amerindias precolombinas, como de sus manifestaciones, realidades y forma de estar presente en la red de modalidades de culturas de nuestro momento y hora.

Todo ello, o con otras palabras: se ha llegado al estado actual de los estudios hispanoamericanos —porque dentro de esta denominación hay que integrarlos— que merecen las formas amerindias o mal llamadas primitivas, insertas en un contexto de lo más cambiante, como es la realidad hispanoamericana hoy, porque por un lado tiende al estatismo, mientras que dada esa realidad compleja no puede hurtarse a la dinámica irreversible que le imponen las tensiones de nuestro mundo moderno, moderno y actual, aunque agonizante.

Se ha llegado a este estado en los estudios americanos —no incluyo en modo alguno los Estados Unidos— porque no se ha prestado interés ni atención suficiente a aquellos datos que nos deben de conducir a la comprensión de los tiempos cosmogónicos, precisamente a través sólo de textos literarios, en los que el hombre amerindio nos deja testimonio de haber poseído una clara conciencia de estar en el mundo para realizar una misión; esto ha determinado a que se haya prestado más atención a lo diferenciador entre las formas mentales y de expresión de culturas que a lo que de común existe en todas ellas: el positivismo, pese a sus grandes aportaciones en el nivel de la indagación de datos, se ha cebado hasta la saciedad en establecer compartimentos estancos en la realidad de la americanía.

Y, de manera esencial, todavía no se ha reconocido que el mestizaje debe ser no sólo una realidad etnográfica, sino la denominación de la dinámica sin fin de la americanía. Y teniendo en cuenta este alcance universal en el tiempo y en espacio del mestizaje, se hacen más verdaderas aquellas palabras de Icaza, que en 1898 nos proponía el siguiente método de trabajo para lo amerindio y para la americanía: “Débense emplear todos los medios posibles para ensanchar los límites de lo cierto a expensas de lo dudoso.”

Si no fuera ridículo, sería triste el espectáculo de los lingüistas que
se vuelcan en esfuerzos inhumanos y deshumanizantes sobre las múltiples lenguas amerindias, creyendo ver en el acerbo de sus conocimientos los límites únicos del conocimiento que sobre lo americano puede poseerse,
sin tener en cuenta la opinión de aquellos otros, sus antecesores, en tal disciplina o simple método de trabajo, que más enriquecida su inteligencia
de conocimientos históricos y de análisis de textos, se hicieron profetas de la escuela de Dumézil y de Calame?Griaute, y como Brinton, en 1883, no se avergonzaron en afirmar que las lenguas en sí mismas y por sí mismas “no sólo eran expresiones de ideas, sino hasta de relaciones metafísicas”, lo cual, en verdad, no puede ser ni siquiera considerado ni tenido en cuenta por los americanistas al uso, pero no por ello deja de ser un axioma previo para conseguir la plena comprensión de los barruntos de conocimiento certísimo por parte de los estudiosos de una profundidad insospechada y única —y lo digo sin apasionamiento alguno— de las formas mentales, religiosas y de cultura de la realidad amerindia que no tiene límites en su validez dentro de la cronología a la que el positivismo resume todo.

Ya Clavígero nos decía:

“Afirmo que no hay lengua más apta que la mexicana (lo que puede extenderse a cualquier otro sistema semántico) para tratar materias metafísicas, es difícil encontrar otra con más nombres abstractos.”

De aquí que estas consideraciones viejas, pero nuevas por desconsideradas por parte de los que debieron prestarles atención, nos llevan a una relación metodológica entre la palabra, en los sistemas prelógicos amerindios, y el concepto mismo de la divinidad, si bien,
debo reconocerlo, no sin dolor, es materia que desborda los límites y las limitaciones de este prólogo; pero no por ello soy lo suficientemente fuerte como desechar o perder la oportunidad de citar aquí un texto casi ignorado por los americanistas, debido a la preclara intuición de otro americanista del XIX, Alice d’Obigny:

“Los quechuas y los aymarás civilizados cuentan con una amplísima lengua, llena de figuras elegantes, de comparaciones ingenuas, de poesía, sobre todo cuando se trata de amor; no hay que pensar que anclados en el seno de bosques salvajes o desolados en medio de llanuras ilimitadas, los pueblos cazadores, agricultores y guerreros, estén privados de formas elegantes, de figuras ricas y variadas”, es decir, que la Palabra sigue siendo el punto de partida, el núcleo central de la estructura mental de la americanía y, por tanto, de la primerísima noción que alcanzaron, y demostrado está que alcanzaron aquellos pueblos: la noción de la divinidad única.

Es más; todo esto nos lleva a una conclusión, que no sólo es hipótesis posible de trabajo, sino verdad verificada por el análisis contextual comparado: el mito, en la mente amerindia, no es una forma de llenar los tiempos desconocidos, obedeciendo a la necesidad de saciar toda laguna que pueda existir en el conocimiento de su linaje que los hombres individuales y los pueblos tienen —como ocurre en las grandes culturas antiguas mediterráneas o de oriente próximo y medio—, sino que es la expresión del yo?mismo, es decir, la aceptación y la conciencia de que la Vida que se posee, que se comenzó a poseer en un instante del tiempo ido, estaba desde siempre integrada en el movimiento del ritmo del cosmos; se ha formado siempre parte de la Vida, siempre el hombre ha comulgado con la Vida aún antes de su nacimiento y esta es la primera convicción que se tiene de sí y la forma como se concibe el orden, el comienzo del orden, es decir, el origen, que para la mente amerindia es la conciencia humana sabiendo que el caos existe, y en ese mismo instante comienza el orden, porque orden no es estratificación, ni nivelación, ni clasificación, si no conciencia clara de que todo puede ser destruido en el momento que se introduzca en aquello que al hombre afecta una mínima partícula de desorden; el caos se impondría de nuevo, porque el caos no es una etapa previa al orden, sino aquello que envuelve a la divinidad y desde cuyo seno misterioso lo santo pone en movimiento el dinamismo de la ordenación de la vida en sus múltiples expresiones.

Y esto, en verdad, es una novísima concepción del mito que es lo que de la mente amerindia puede derivarse y en realidad y en verdad de ella se deriva.

Por eso, y por ello, y de aquí, y de ahí, ese inequívoco monoteísmo: la divinidad que se comporta de tal manera no puede ser un Ser superior y magnánimo, sino el Ello; el antropocentrismo, es lo que quiero significar, como la idolatría, nada tienen que ver con la mentalidad amerindia. Y es así cómo la novísima concepción del mito como el monoteísmo dinámico, no panteísta, pero sí vital, por estar presente en toda forma de Vida mínima, se adecuan entre sí y de tal modo se conciertan que en verdad es enriquecedor estudiarlos desde esa perspectiva, no sólo por el ensanchamiento de horizontes que para la fenomenología de la religión puede derivarse, sino, sobre todo, por la renovación de muchas ortodoxias que sólo han seguido un proceso de cristalización en el Occidente.

Y no deja de ser maravilloso que el camino seguido hasta estas concepciones básicas no ha sido otro que la experiencia reflexionada de aquellas realidades recogidas y verificadas por el sentido de la vista. El amerindio es tan contemplativo como el budista, pero mientras éste cierra los ojos y dirige su mirada hacia dentro, el amerindio la dirige hacia fuera y su corazón se llena de gozo al contemplar una naturaleza diversa, múltiple, rica, pero toda ella epifánica. Es decir, antes que Fénelon, los amerindios son los fundadores de la teodicea —y Fénelon acabó en el destierro por tal atrevimiento, pues venció como siempre el espíritu de ortodoxia y de dogmatismo de Bossuet.

Y de esta teoría amerindia se deducen dos consecuencias de primera importancia.

1. La unidad sustantiva de las formas de cultura.

2. La visión unitaria y unificante de la diversa realidad,

y la demostración la tenemos en las cualidades externas con que se adorna o reviste al hombre civilizador, de existencia histórica comprobada, si bien su vida se consumó en el área del golfo de México, Ce Acatl, Quetzacoatl, Kukulkán para los mayas, Bochica para los chibchas, Viracocha para los aymarás: este personaje llega hasta nosotros ataviado con las plumas del águila que domina el aire y con las escamas de la serpiente, el animal cuya vida es más terrestre hasta en un sentido físico y dinámico; es como una unidad matrimonial entre la Tierra y el Cielo: la serpiente emplumada.

La cultura sólo lo es, para la metafísica amerindia, cuando une, cuando unifica, cuando tiende a salvar la diferencia y la distancia entre opuestos; entre aquello que sólo es opuesto a la simple visión sensorial, pero que está unificado por la obra del hombre, y de lo Santo. Este es el sentido del Humanismo quetzalcotiano, que es universal, que no tiene fronteras sino matices en toda la Amerindia, no sólo precolombina, sino actual.

Cultura para el amerindio es la búsqueda de la concordancia entre todos los elementos dispares y mil1tiples de la realidad creada. Como escribió Alexander, “no posee el ideal de una armonía racional (afortunadamente, porque entonces aquellas formas mentales hubieran sido invalidadas con la mayor cantidad de racionalismo aportado por la cultura trídentina), pero su inteligencia tiene el don de la concordancia.”

Y el mito viene a ser la inmensa fábula de esta concordancia que la intuición afirma como verdad primera, como el Origen mismo de todo en el Todo y en lo Uno.

Por esto, por todo esto, creo que la Teología de la Liberación no es sino el intento de que la actitud y la aptitud religiosas connaturales al alma del amerindio no caigan bajo el peso censorio, admonitorio, de un racionalismo que en modo alguno sería compatible con aquella realidad que nos entrega el conocimiento directo de los testimonios actuales y del pasado de esa actitud y de esa aptitud.

En la trama de los procesos mentales del amerindio no hay conversión posible, porque connaturalmente su espíritu se siente dirigido versus = hacia la adoración de la divinidad en una Naturaleza Viva y Epifánica. Y el grado de cristianización sólo es posible que crezca, como las espigas y como los tallos del maíz, en la medida en que se admita o se vuelva a admitir que la Naturaleza es obra de Dios y no sólo un dominium sobre el que la mente humana puede ejercer su poder esclavizante. No sólo es el dominio colonial económico lo que la masa de indígenas y de intelectuales rechazan cuando proceden de los Estados Unidos, sino la forma de vida civilizada dominada por el ídolo del confort y del bienestar, por la idolatría del self made man. El amerindio se sabe obra de lo santo, y siente las caricias de las manos de lo divino en su quehacer y en su aliento vital. Fumar en pipa es participar, para él, en el ritmo del mundo lubricado por el espíritu, el humo, de la divinidad.

He aquí este texto actual de los indios Pawni —para que no se diga o se crea que mis afirmaciones sólo son válidas para el área hispano?amerindia:

“La Noche es la madre del día; es el poder del Padre?cielo quien camina por encima de las tinieblas y así la Noche da nacimiento a la Aurora. La Aurora es el Hijo del Padre?cielo (Aurora es uno de los nombres de Cristo, en los renacentistas); la Aurora aporta el bienestar porque es comenzar a vivir de nuevo; despierta al hombre y a la Madre?Tierra y a todos los seres vivos para que reciban la Vida, y reciben el aliento de la Aurora, que nacida de la Noche, hijo de la Noche y del Padre?cielo, inserto en todos los poderes y en todas las cosas, en lo alto y en lo bajo, es el aliento lo que les da nueva vida para el día nuevo que comienza. Esto es un misterio profundo. Hablo de algo muy santo, aunque sea cotidiano” , y este sentido, esta realidad cotidiana de lo santo es lo que Occidente vivió en su historia perdiéndolo progresiva y aceleradamente.

Una cierta idea de origen

En el principio, en lo amerindio, no fueron las instituciones, sino el hombre explicándose a sí mismo a través del mito. En lo amerindio, las instituciones no están ni existen para el hombre, sino que éste crea las instituciones y les otorga su sentido. Y la idea de origen es la primera de las instituciones porque de ella depende la buena orientación o intencionalidad de la vida y de la participación en la Vida del indígena americano —incluidos los puestos en reservas por la filantropía norteamericana, tan puritana, precisa y ejemplar.

Ya hice referencia al Nombre y a la Palabra; éstos son como las dos primeras instituciones sobre las que se funda la personalidad concreta y el cosmos. Por el Nombre, la criatura inteligente adquiere conciencia de su destino; por la Palabra, la persona humana se sitúa en el cosmos y explica el sentido y su visión de éste.

Veamos, por ejemplo, la palabra “lacandón”, que está formada por fonemas, luego deformados con el uso y el tiempo y su empleo por otras fonéticas extrañas por los fonemas siguientes: akan y tun; akan significa elevar, levantar, instituir: tun, piedra significativa o portadora de un significado concreto; así, lacandón, serían aquellos mayas idólatras —ya hemos hablado de su voluntario aislamiento para los mayas cristianizados o quizá simplemente para las otras etnias mayas, de las que siempre se mantuvieron alejados, aislados. En ciertas áreas yucatecas, lacandón es un término despectivo.

Este significado despectivo hacia el lacandón o depositado en el nombre gentilicio, se comprende mucho mejor cuando los mayas no periféricos, como lo son lacandones, se llaman a sí mismos: hach winik, verdaderos, auténticos, originales, gentes que no han perdido su pureza de linaje.

Quizá sea el maya, aquel idioma que tiene para los pueblos que no pertenecen a una élite o que le son limítrofes, un término concreto para designarlos, Precisamente haciendo hincapié en la semántica de ese semantema de la diferenciación con lo mayence: lo’k’in, putum: hombres
de madera, salvajes, extraños, incultos, bárbaros.

No puedo dejar inadvertido o silenciar el hecho que los mayas llamen a los extranjeros y a los extraños, precisamente “hombres de madera”, porque como se ve en los textos sobre la creación del mundo, tomados del Popol Vuh, de madera fueron creados los hombres que no sabían pronunciar palabras y por eso mismo fueron destruidos por el Gran Formador. Luego la semántica de extrañeza, de extranjería llega a la conciencia maya a través de la incomprensión de las palabras, el no comulgar en un mismo sentido en la comprensión de la realidad, de la imposibilidad de hablar, de decir palabras de opción ante lo Santo.

Todo esto quizá nos lleve de la mano a barruntar que la mentalidad maya adolece de un cierto sentido de la suficiencia. Y es cierto, pero es suficiente respecto de los demás hombres, no respecto de la divinidad, pues sabiendo que el origen de todo, incluso del mismo hombre es divino, el idioma maya, y concretamente la forma pipil, acentúa la opción de la semántica de sus palabras; todas ellas están impregnadas de petición de ayuda como favor gratuito recibido de la magnanimidad de lo santo; en los textos pipiles que conozco abundan las jaculatorias, al modo de las Chilam Balam, en las que el indio siente hasta qué punto la borrachera, por ejemplo, destruye su despierta conciencia o la plenitud de su conciencia, y en aquellas fórmulas imprecatorias sabe pedir perdón no por conciencia de falta o de pecado, sino, simplemente, porque reconoce sabia y prudentemente su labilidad de criatura; y tan arraigado está en su mentalidad su sentido de unión con lo santo, que formulan las plegarias tantas veces como “cuantas sienten necesidad de hacerlo”, afirma Armas Molina. Paradójicamente, los pipiles son aquella etnia maya a la que aisladamente se podría acusar de una cierta y plena idolatría. Y ello es así, por ser tan intenso su sentido, de la dependencia respecto de la divinidad, que cualquier forma de adoración, aun aquella idólatra que no les es tradicional, se convierte en buen camino para desarrollar su sentido religioso del destino, del vivir.

Volviendo nuestra consideración a la perspectiva amplia de lo mayence, podemos advertir y así debemos hacerlo, que hasta lo más cotidiano queda impregnado del sentido del origen a través de su parentesco semántico con cualquiera de los cuatro elementos fundamentales del cosmos.

Para el maya, su casa, su propia casa, y agua, tienen raíces comunes; allí es donde se vive, en ésta es donde está depositado o de donde mana uno de los elementos vitales. Resulta curioso, pero cuando en la bibliografía pertinente encontramos la discusión sobre origen, este es siempre tomado como origen geográfico; sin embargo, cuando en los textos, innumerables, los propios mayas, en este caso concreto, hablan de su origen geográfico mítico, envuelven ese lugar indeterminado con tal aura de fábula, que conociendo un poco su mentalidad profunda, no se puede menos que pensar que la neblina fabulosa con que envuelven el lugar físico de su origen se corresponde y está pidiendo la siguiente interpretación: lo fabuloso dice hasta qué punto siente el maya que es inseguro y nada racional no su origen geográfico —que así se transforma en una metáfora del origen, es decir, del momento en que salieron de las manos de la divinidad las criaturas—, sino su manera de llegar a existir sobre esta ladera del tiempo.

Geográficamente considerada la cuestión del origen, tanto los mayas como los aztecas, se refieren a un legendario Tamoanchan, que alguien ha localizado en la Lake City actual, la ciudad de los mormones. Pero lo cierto es que descomponiendo los fonemas de Ta?moan?chan, nos encontramos con una clara alusión, a un origen cosmogónico, a una explicación telúrica de la presencia de la criatura humana sobre la tierra; en cierto sentido (v. supra), ya lo he dicho, pero lo repito de manera más explícita:

Ta = lugar

Moan = ave, águila

Chan = serpiente,

así resulta que la criatura humana procede de la unión de los dos principios básicos de la Vida: el aire y el agua, tomando de la serpiente, implícitamente, la imagen del vivir o la metáfora de la vida.

Pero la Vida se hace realidad concreta a través de la naturaleza generadora de la mujer. La generosidad de la mujer, la capacidad sólo femenina de engendrar, tiene una raíz común tanto en maya, como en tolteca, como aptitud sensitiva natural:

Ich = mirar,

lo que se aviene con aquella fuente de conocimientos sensoriales por medio de la cual el maya alcanzaba el reconocimiento de la condición epifánica de la Naturaleza, de toda la Creación. Mirando y contemplando o trascendiendo la realidad de lo que la mirada capta, el maya construye su cosmovisión. Pero ICH en maya también significa “dentro” y dentro de la mujer, recibiendo la fuerza viril, se concibe. Una misma e idéntica raíz para engendrar la cosmovisión y para designar al ser que es portador de la capacidad de engendrar nuevas vidas, que participarán de y en la Vida que la épifánica naturaleza manifiesta. Y en maya también, vivir mirando lo que se hace, se dice: Ichtacan; y en nahuatl, aquel que acecha la realidad y la trasciende en su contemplación y así engendra dentro de sí una nueva realidad, como la mujer al recibir la fuerza vital del hombre, se dice, ichtacatlachialitltli; y estas raíces idénticas las encontramos por igual en la tolteca.

Luego origen no es principio del tiempo ni procedencia, sino engendramiento, fecundación; con otras palabras: todas las maneras de fecundación y de engendramiento y nuevas formas de vida, no sólo de nuevos hombres, sino de todo aquello que viene a enriquecer lo que ya se conoce y se suma a ello, no por acumulación, sino por abundamiento.

Y si el maíz es la parte tomada a la naturaleza para el sustento, es porque esta planta y su grano engendra nuevas fuerzas, que permiten proseguir el ritmo de vida. Y la diosa nahua, que protegía el maíz, recibía el nombre semántico, o formado por fonemas de semántica funcional, de Cinteotl; en primer lugar, Ometeotl es la divinidad suprema y única para toda el área nahua, y en el nombre de la diosa encontramos claramente la presencia de fonemas iguales.

Maíz, en maya es xiim; y se decía xiimte para designar el tributo de las primicias de las cosechas a los sacerdotes. En nahua, Cinteotl también se puede escribir, Xiimteotl. La presencia en ambas lenguas y en ambas mentalidades del fonema Ol para designar una funcionalidad divina protectora de algo tan vital para el hombre como su alimento principal, nos permite afirmar que Ol u Olt, como en Ometeotl, es la Fuente única de la Vida. Y esa raíz la encontramos en el cuadro arbóreo de las formas mentales mayences.

* Publicado en La mentalidad maya, textos literarios, edición de José Vila Selma, Editora Nacional, 1982.