J. Mª Fericgla: Aconteceres que integran la muerte en la vida

J. Mª Fericgla: Aconteceres que integran la muerte en la vida

Conferencia de J. Mª Fericgla impartida el 7 de junio de 1999, en las I Jornadas Una visión humanista de la muerte, organizadas por el Máster en Gerontología Social, Universitat de Barcelona.

Morir, primer caso

Estamos en el norte de Alemania o en algún lugar de los países nórdicos europeos. En todos estos pueblos se observa una costumbre parecida. Cada vez que alguien muere, los familiares directos y amigos íntimos del fenecido se visten lujosamente y se reúnen en casa del difunto. A veces llegan a ser varias decenas de personas y estarán un día -o varios- alojados en la casa o en las cercanías del domicilio. La tradición lo fijaba así. La reunión comienza grave, entre lloros y tristeza. Se habla del muerto, de su existencia, de lo que había despertado en cada uno de los asistentes, de cómo han quedado el viudo o la viuda y los hijos…
Poco después se celebra un opulento banquete funerario. Al principio, todos los comensales están desolados y muy serios pero a medida que transcurre el ágape la conversación cambia de tono. Los estados emocionales pasan de la triste depresión a una cierta euforia. Los temas de la larga tertulia cambian. Al principio dominan las reflexiones graves. Se aprovecha para cerrar situaciones pasadas de manera que cada uno pueda dejar la vida sin deudas ni hechos mal acabados. Tal vez, los familiares reunidos se disculpan de algún evento pasado que fue ofensivo para alguien presente o ausente. Hay reconciliaciones y lágrimas de duelo. Se limpia el pasado con respecto del muerto y también entre los vivos. Los jóvenes asistentes descubren que se gustan y quedan para nuevas citas ya fuera de este tiempo especial, pero cargado de sentido, en que se está velando el cadáver. Los adultos hablan de proyectos y de incipientes negocios familiares. El duelo acaba en una alegre fiesta que da lugar a nuevas relaciones nupciales y a nuevas formas de contrato familiar.
Es así como, de forma natural, la muerte da paso a la vida por medio del mismo ritual de la celebración funeraria. No hay diferencia entre velar el cadáver del familiar o del amigo íntimo que ha acabado su tiempo, y el inicio de nuevas formas de vida. A partir de la muerte, las relaciones sociales se transforman, se proyectan futuros núcleos familiares. La presencia de la Nada final fuerza a vivir el día a día de forma intensa y autoremuneradora.
Antonio Machado escribió un sereno y conocido poema que refleja este lazo entre la vida y la muerte, aludiendo a cómo la cercanía del óbito empuja el despertar a la vida:

Era un niño que soñaba
un caballo de cartón.
Abrió los ojos el niño
y el caballito no vio.
Con un caballito blanco
el niño volvió a soñar;
y por la crin lo cogía…
¡Ahora no te escaparás!
Apenas lo hubo cogido,
el niño despertó.
Tenía el puño cerrado.
¡El caballito voló!
Quedóse el niño muy serio
pensando que no es verdad
un caballito soñado.
Y ya no volvió a soñar.
Pero el niño se hizo mozo
y el mozo tuvo un amor,
y a su amada le decía:
¿Tú eres de verdad o no?
Cuando el mozo se hizo viejo
pensaba: todo es soñar,
y el caballito soñado
y el caballo de verdad.
Y cuando vino la muerte,
el viejo a su corazón
preguntaba: ¿Tú eres sueño?
¡Quién sabe si despertó!
(fragmento de Campos de Castilla)

En este primer caso de acontecer que integra la muerte en la vida individual y grupal hay amor, respeto y consciencia del final. El ágape funerario es una ceremonia bastante corriente en el ser humano, la etnografía la ha observado en multitud de culturas distintas. Probablemente está relacionado con la necesidad de aplacar la ansiedad que genera la presencia de un muerto entre los vivos, con la angustia de ser consciente de la propia finitud. Comer es uno de los caminos para calmar la ansiedad. No obstante, las culturas conducen tal pulsión -caso de que ésta sea la causa- hacia nuevas formas de vida. Ello es lo importante.

Morir, segundo caso

Otra ilustración actual -más reciente- de un mecanismo de integración de la muerte en la vida en nuestras sociedades.
Estamos en Pennsylvania, EE.UU. El Estado ofrece 300 dólares -unas 47.000 ptas.-, a los familiares de los fallecidos si permiten la extracción de sus órganos. Por su lado, las mafias del mercado negro de Nueva York, venden un par de córneas de importación listas para el trasplante a 5.000 dólares.
Por otro lado, no hace mucho se desmanteló una red china de tráfico de órganos que vendía páncreas, riñones, hígados, corazones, córneas y pulmones procedentes de prisioneros que habían sido ejecutados en ese gigantesco país oriental. La noticia indicaba literalmente que: “Los precios eran relativamente baratos para lo que se pide en este mercado de la muerte: un riñón oscilaba entre los 20.000 y los 30.000 dólares -entre 3 y 4’5 millones de pesetas-, con viaje a China incluido. Los pulmones venían con una etiqueta aclaratoria: procedentes de un donante no fumador”.
Esta forma de integrar la muerte en la vida a través del consumismo materialista tiene también otras dimensiones. El Estado de Missouri -también en EE.UU.- lanzó una iniciativa que denominó Vida a cambio de vida: proponía a los reos condenados a muerte permutarles la ejecución por una condena a cadena perpetua si, a cambio, accedían a dar un riñón o médula ósea(2). Esta forma de integrar la muerte en la vida, haciendo entrega de los propios órganos una vez uno ha fallecido, tiene una vertiente deseable pero tiene también la cara del consumo sin ética y de la corrupción política y de todo tipo a que ello da lugar. Así por ejemplo, en 1995, el tiempo de espera de un riñón para ser trasplantado, en los EE.UU., era de 440 días desde el momento de la solicitud, pero ha habido personajes públicos que recibieron su riñón al poco de necesitarlo. Fue escandaloso el caso de Bob Casey, gobernador de Pennsylvania, que recibió un riñón para que le fuera trasplantado cuando no habían pasado ni 24 horas desde la solicitud. En la misma operación, Casey recibió también un corazón, colándose delante de los 61.000 pacientes que también estaban preparados para realizar el trasplante desde tiempo antes que el gobernador (Del PINO, 1999;34).
Ante estos hechos se pone de evidencia que hablar hoy de la muerte, en nuestras sociedades, requiere un tratamiento absolutamente nuevo. Ya no sirve intentar mal encajar una dimensión científica, fríamente objetiva y pragmática, a un planteamiento humanista de nuestro final. No se puede. Todos estamos demasiado e inevitablemente implicados en la muerte, así como en la vida, porque son dos caras de una misma y única realidad humana. Tampoco se puede castigar con la hoguera de la Inquisición a los que se niegan a creer en un Dios vengativo que nos espera en el más allá con una balanza, para darnos una vida eterna a su derecha o a su izquierda, según nuestros avatares biográficos del aquí y ahora. Nada de esto sirve para la mayoría de occidentales.

Morir, la situación mal definida

Se puede afirmar que el proceso de morir nos ha sido concienzuda y deliberadamente sustraído. Como después expondré, ya no tenemos ni sabemos dónde o cómo hay que morir. Fenecemos en los hospitales por exclusión, no por decisión. Actualmente, el 60% de las personas mueren en los hospitales, más el 10% que mueren en residencias. Es decir, aunque la mayoría es lo que afirma desear, sólo el 30% restante puede morir en su hogar, y no siempre lo hace rodeado de sus seres queridos ya que, a menudo, este traspaso en el espacio doméstico sucede estando el anciano solo.
Los moribundos son reducidos a enfermos de los que casi nadie quiere saber nada. El vacío cultural que hay sobre el estado de morituri genera demasiada ansiedad y, como decía el poeta Rilke, los enfermos mueren intercambiablemente en 559 camas. También escribió el poeta checo de principios del siglo XX: “Tengo que hacer de la muerte mi muerte propia, preparada y conformada, trabajada y dada a luz” (de Cuadernos de Malte Laurids Brigge y del Libro de Horas). A eso me refería hace un instante, al decir que nos ha sido sustraído el proceso del buen morir, o del morir simplemente.
También en el cristianismo hay una apropiación de la muerte, de carácter ascético. De ahí que a las prácticas ascéticas se las denomine “mortificación”, pero pocas son hoy las personas que habitan fuera de conventos de clausura y que se dedican realmente a mortificarse con plena consciencia de estar alumbrando su propia muerte.
Nuestra biología nace con un diseño cerrado, y la muerte -así como las demás transformaciones naturales por las que vamos pasando- es una más de las mudas del proceso biológico.
No obstante, la muerte y aun más el proceso de morir entendido como parte del cambio permanente en que vivimos, se construye cultural y socialmente. Así, por ejemplo, cada sociedad fija unos parámetros propios para determinar quien está muerto y quien no lo está. Se respire o no, casi da igual. En las sociedades postindustrializadas se trata de parámetros clínicos: hasta hace poco era el latido del corazón lo que se tomaba como determinante para decidir si alguien estaba vivo o muerto; hoy es el electroencefalograma (EEG) plano lo que indica la defunción de un ser humano. Pero esta “evidencia” puede ser modificada por razones socioculturales y refrendada por las Leyes, tiene un importante grado de arbitrariedad: no son extraños los casos de personas que han revivido gracias a un tratamiento de urgencia y después de haber sido dadas por difuntas -¡pero negamos la reencarnación!-; y, en sentido contrario, aun nos es más familiar el trato de cadáver que respira que reciben algunas personas que muestran un EEG bien ondulado. Con esta expresión de cadáver viviente nos referirnos a aquellos cuerpos capaces de convertirse en donantes de órganos, cuya actividad vital se mantiene mediatizada por la técnica o por la química ¿Están vivos o no?.
En este mismo sentido, muchos enfermos terminales reciben un trato social casi como si fueran ya cadáveres por el olvido al que se ven sometidos y por su carácter tabú de seres cercanos a la muerte: son y no son a la vez.
En otras sociedades, no se considera muerto a nadie hasta que no se ha realizado algún tipo de exequias. La ceremonia depende de las creencias y cosmovisión propia de cada pueblo. Entre tanto, se entiende que el individuo está transitando por algún espacio liminar. Por ejemplo, el caso de los shuar de la Alta Amazonia ecuatoriana. Para este pueblo, cuando alguien deja de respirar y aunque entierren su cuerpo, creen que se transforma en wacani, espectro de lo que fue. Merodea por la selva con la misma imagen de cuando “estaba vivo”, solo que ahora la persona, animal o planta es incorpóreo. Si un cazador ve una presa a lo lejos corre hacia el animal, pero si al llegar no ve ninguna señal de sus pisadas afirma que no hay que preocuparse ya que no era un auténtico animal, sino un espíritu, un wacani. En el caso de los humanos, este periodo dura entre uno y tres años, afirman los shuar, tras los cuales el pre-fallecido se transforma en una mariposa negra nocturna que aparece en la choza de los familiares, pasa ahí la noche y por la mañana se transforma de nuevo en la neblina que llena la selva matutina. Es entonces cuando se le considera finalmente desaparecido. Así pues, el morir como proceso tiene diversas caras y tratamientos que dependen de la cultura y de nuestros humanos potenciales cognitivos.
Con ello, regresamos al punto de partida: ¿qué es el morir? ¿Cuándo deja uno de estar vivo? Podemos afirmar sin temor a equivocarnos que la diferencia entre la vida y la muerte es solo un respiro, una inspiración. Por otro lado, alguien afirmó en cierta ocasión que la muerte es el mejor colocón de todos, por eso nos lo guardan para el final. Así pues, morir es lo que cada pueblo se forja alrededor de ello: desde una reflexión infantil pero incuestionable hasta una cara más del mercado consumista que eleva la economía negra o blanca a teología de la trascendencia.

Es proceso, no estado

A mi juicio, hay un craso error en todo ello. Hablamos de la muerte pero la muerte no importa. Lo que debe interesar es el proceso de morir. No es un estado sino un camino lo que debe atraer nuestra atención y esfuerzo. De ahí que, como M. Allué (ALLUÉ, 1993), prefiero hablar de morituri remedando la famosa expresión del cruel circo romano, pero a la vez lo uso con la más absoluta seriedad: morituri indica una acción verbal, se refiere a algo dinámico: “el que va a morir”. No es una situación estática y, por tanto, sin posibilidad alguna de cambio o de ajuste.
La trayectoria vital de toda persona implica inevitables momentos de cambio y de tránsito, tanto para ella como para el grupo al que pertenece. Los más importantes de estos cambios vienen marcados ¾ no determinados¾ por las perturbaciones naturales de la propia biología. Todos pasamos de la Nada al frágil bebé, luego al ingenuo púber; más tarde somos fantasiosos adolescente que tienen la primera menstruación o la primera erección; pasamos por la fase de adultos, de vejez y llega de nuevo una Nada que es la muerte. De la Nada no sabemos nada, pero del proceso para llegar a ella, sí sabemos y podemos construirlo y reconstruirlo de forma permanente.
No todas las sociedades ritualizan esos cambios biológicos, pero prácticamente todas mantienen ciertos tabúes en relación a ellos. Nosotros, por ejemplo, mantenemos en secreto la primera menstruación, la primera erección, la menopausia y pretendemos negar la muerte. De alguna forma entendemos que morir es un proceso inevitable e incontrolable de profunda transformación del individuo y que, como tal cambio contumaz, debe esconderse y se debe luchar en contra. A mi juicio, ello sucede porque vivimos en un mundo desritualizado en extremo, y ese es uno de los temas principales que se deben abordar para replantear el morir en nuestras sociedades. No la muerte, insisto, sino el proceso de morituri. Esta transformación debe vivirse dentro de un marco que le dé sentido, un marco simbólico que indique al sujeto -y al resto de su comunidad- en qué momento de su existencia está, qué puede y debe esperar, qué puede y debe exigir, y qué debe dar a cambio. Para eso sirven los ritos, para enmarcar e imprimir sentido a la vida de las personas y también de los demás animales. Casi todos realizan ritos, paradas nupciales, grupos de edad y demás.
Los humanos tenemos una consciencia de permanencia por encima de la del cambio. Debemos esforzarnos para recordar en cada momento que la transformación permanente es lo esencial, no la permanencia. Ciertas escuelas de psicología hablan de la “sensación de identidad”, en lugar de referirse al ego tradicional, para indicar esta consciencia fija de rechazo e inercia hacia cambio. También las grandes y pequeñas religiones recuerdan que debemos acostumbrarnos a “soltar”, a “tener caridad”, a “no quedarnos atrapados en ninguna fantasía del ser”, a “no preocuparnos por el mañana” y todo ello alude a la idea de mantener una vida fluida, sin referentes demasiado fijos que nos impidan vivir el cambio permanente de forma tranquila.
No siempre somos capaces de reconocer ¾ a menudo siento que la mayoría nunca se da cuenta ¾ las mudas que van jalonando la vida. Muchas personas llegan a ancianas negándolo : “me siento joven”, “los años no pasan para mí”, etc. Este tipo de afirmaciones, aunque suenen a simpatía, la mayor parte de veces tapan una ceguera absoluta a los cambios biográficos o bien manifiestan un terror a aceptarlos, aunque se perciban. Basamos nuestra idiosincrasia occidental en la perennidad, en la previsibilidad y en la seguridad. La mayoría de nosotros se pasa el tiempo proyectando futuros inmediatos o lejanos -las próximas vacaciones o la adquisición de un nuevo apartamento a pagar a lo largo de los próximos veinte años- y cuando algo inesperado sucede provoca estupefacción y desorientación.
La vejez como periodo previo biológico al deceso, o la enfermedad terminal como último escalón inequívoco hacia el mismo cambio, son tratados como realidades o momentos tabú, objetos con los que no se sabe qué hacer ni como tratar porque el estigma del tránsito es demasiado obvio y pocas personas quieren realmente cambiar.
Los humanos de hoy hablamos de transformación, pero la tememos. Es aquello tan triste, si se piensa seriamente, de que “cualquier tiempo pasado fue mejor”, o el “más vale loco conocido que sabio por conocer” y tantos otros dichos que ponen de manifiesto la tendencia a la inercia. El cambio sin control es lo más estigmatizado y angustiante para un ser humano. Creemos que carece de sentido, de finalidad, de orden, de pautas conocidas que lo hagan controlable y comprensible.

El morir ritualizado

La función esencial de los rituales es ofrecer un recipiente social y emocional donde vivir las transformaciones, donde ordenar los cambios y facilitarlos a través de los símbolos. Ayudan a superar la angustia. El ritual asegura, garantiza la perennidad de un determinado orden humano más allá de los cambios biográficos individuales. De ahí que el sentido de todo ritual reside tanto en sus fines prácticos -por ejemplo, en el caso del morir, fijar quien debe encargarse de cada tarea- como en ofrecer esta vasija simbólica y emocional que pervive a los sujetos y que les ayuda a dirigir y a dar sentido a sus emociones -permitir el duelo a los allegados, el grupo presente en el rito comparte la tristeza con los dolientes, etc.
El rito nos permite mantener la sensación de control sobre los cambios biológicos y, de hecho, así es en cierta forma. De ahí que las religiones institucionalizadas hayan manifestado sin escrúpulos su permanente obsesión por controlar los ritos extraños -para ellos, paganos- haciéndoselos suyos por medio del proceso de obliteración. Es así como durante siglos, estas grandes y dogmáticas religiones, se han auto atribuido el control sobre los cambios humanos, sobre la vida y la muerte. La iglesia católica ha sido durante dos milenios -y sigue siendo- un buen ejemplo de ello, hoy solo aventajada por los protestantes.
Las sociedades primitivas pautan el tránsito hacia la muerte a través de actos ceremoniales. Se preparan para morir por medio de ritos. La nuestra, en cambio, carece de mecanismos simbólicos para asumir el estado liminar de morituri, de moribundo, ya que andamos cogidos de la mano de una tecnología que no ve sino un fracaso en el óbito de las personas. En nuestras sociedades, el morituri es tabú porque no sabemos qué hace con él durante este tiempo liminar, que a veces es corto y otras dura años.
De ahí que la muerte súbita sea estadísticamente tenida como la más deseable, porque carece de periodo transitorio. Pero hasta bien entrado nuestro siglo XX, el óbito repentino era considerado el más nefasto porque no daba el tiempo necesario para los arreglos terrenales -testamentos-, para la reconciliación emocional -despedidas emotivas que permitían un final en paz y estaban cargadas de recomendaciones a los jóvenes para un vivir mejor-, ni para un acabar espiritual -el viático que preparaba para el último viaje.
Así es como hoy nos encontramos con una sociedad desritualizada y sin una religión válida. Por otro lado, la valorización hedonista del cuerpo está ejerciendo una influencia nefasta al conllevar una actitud estigmatizante del tránsito final, y no solo tiene una trascendencia cultural, sino también psicológica y teológica.
Nos encontramos ante una situación sociocultural, psicológica y teológica nueva que requiere un replanteamiento radical, por la sencilla razón de que tal y como está siendo manejada en la actualidad es causa de descomunales conflictos emocionales y sociales, anomalías culturales y situaciones que son fuente de ansiedad sin sentido. Por ejemplo, los especialistas del centro de psicoterapia Izkali, del País Vasco, atienden a personas con problemas psicológicos producidos por duelos mal elaborados y observan como se están incrementando estas psicopatologías hasta el punto de pensar en la posibilidad de que la S.S. las financie. Todo ello, además, pocas veces trasciende a la opinión pública por la misma razón de que el propio discurso lo impide: el morituri es alguien caminando por una parte del sendero que es tabú, no debe hablarse de ello.
Aquellos que han perdido a un ser querido tras sufrir una larga enfermedad, usualmente prefieren olvidarlo, y el personal hospitalario tiende a concebirlo como una rutina, tratando de pasar el muerto viviente a los empleados del siguiente turno.
En este sentido, las recientes publicaciones sobre el tema abogan por una resocialización recurriendo a mecanismos culturales muy cercanos al trato ritualizado que reciben los moribundos en las sociedades no occidentales -y en las nuestras hasta hace unas décadas.
Las recomendaciones indican la necesidad de una ritualización del proceso del morir mediante lenguajes no verbales de carácter simbólico, mediante la atención, los silencios y mucha paciencia ante el terminal. Hay que re-aprender el significado de la muerte para poder ejercer profesionalmente de tanatopracta -o como simple familiar- las funciones de acompañante.
Los Talleres vivenciales de integración de la propia muerte, que fundé y dirijo desde el año 1996, y por los que han pasado ya más de 500 personas, tienen esta estructura ritual FERICGLA, 1996). Los participantes, dentro de un contexto seguro y preparado para ello, experimentan un profundo estado modificado de la consciencia que les conduce a vivir su propia muerte, a descubrir lo que implica salir del estado cognitivo habitual. La consecuencia inmediata es que se reaprende de forma automática el sentido del morir y, como consecuencia directa, es habitual que la vida adquiera un sentido más profundo. Son muchos los participantes a los Talleres que afirman sin ambages que en su vida hay un antes y un después de experimentar su proceso de morir. Les da una segunda oportunidad para vivir habiendo reajustado sus propósitos. Los griegos clásicos llevaban a cabo un encuentro con la propia muerte en los ritos mistéricos de Eleusis, Samotracia, Delfos y en otros lugares de su geografía milenaria. Todas las personas adultas tenían derecho a experimentarlo -también por medio de estados profundamente modificados de la consciencia cotidiana- para devenir adultos en términos de responsabilidad, integridad y para hallar su lugar en el mundo. Tan solo a los criminales griegos se les prohibía el acceso a los ritos mistéricos.
No obstante, ante esta necesidad actual de experimentar el proceso de morir en un marco ritualizado específico, hay algunos cabos que quedan sueltos: a) el personal sanitario no ha sido contratado para tales tareas tanatopractas, a pesar de que el 60% de decesos se producen en hospitales;  el propio personal sanitario, como miembros de nuestras sociedades, también considera que, de alguna manera, es mejor no hablar de la muerte y se admite el enmascaramiento general que cubre esta transformación final; y c) en tercer lugar, la superación del tabú a la muerte requiere un tratamiento de enfrentamiento con la propio abismo oscuro de la psique individual, pero no se puede obligar al personal sanitario ni de atención a domicilio a comprometerse con su propia evolución personal, de la misma forma que no se puede obligar a tener unas creencias determinadas sobre la trascendencia.
Resolver estos cabos sueltos es de extrema dificultad hoy día. Nuestras sociedades se hallan obsesionadas por el culto hacia el cuerpo y por el hedonismo consumista más primario. Todo ello lleva a concebir el cuerpo como una máquina controlable, capaz de cosechar éxitos y facilitadora de placeres (ibid, 1993). En caso contrario -es decir, cuando deviene la enfermedad-, la medicina y la farmacología se encargan de poner la máquina de nuevo a punto para que rinda. Recordar a las personas que esta máquina tiene un diseño cerrado, y que no trabajará más allá de unos años, es difícil de asumir tanto para el propietario como para los reparadores (cirujanos, bioquímicos, médicos).
De ahí que la muerte es vivida como el fracaso más estrepitoso de nuestra idiosincrasia. Es misteriosa, imprevisible y anticonsumista, justo los tres valores que más se oponen a nuestras pretensiones culturales: control y seguridad, previsibilidad y consumo. En la última fase del enfermo terminal, los que le rodean, a menudo afirman que “ha luchado hasta el final” y se retiran frustrados. Ya no saben qué hacer con el morituri. No se sabe como manejar este proceso que puede ser corto o largo. Solo se espera con ansiedad a que llegue la hora del óbito, que nunca se aplaude porque constituye la última derrota.
Así pues, y para acabar, poner de relieve que el discurso tanático de las diferentes culturas se construye a partir de la conceptualización que se tiene del cuerpo como referente primario de la existencia. El sentido de la muerte viene, en buena parte, determinado por la valoración cultural del cuerpo. Si nos preocupamos en demasía por la parte biológica de nuestro ser en el mundo, la muerte del cuerpo será concebida como la derrota final, ya no se puede consumir más. Pero si se atiende la dimensión cultural del proceso de morir, y cada uno exige ser el gestor de tal proceso último, será más fácil poder reaprender a dar un sentido profundo a la vida a partir de la muerte.
Los arcaicos mecanismos religiosas de carácter ritual fueron desechados en su momento porque llenaban nuestras vidas de un rígido sinsentido. Pero, justamente, es lo que se debe reconstruir ahora, si bien alejándolos de dogmatismos religiosos y de verdades absolutas que no nos atañen. La despedida ha de ser considerada como una situación y proceso fundamental de la existencia humana y deberíamos referirnos a la muerte con diversos verbos, no con un sustantivo estático. El lenguaje ha de ser algo vivo, evolutivo y si es preciso acuñar neologismos para desterrar cargas semánticas, ¡hagámoslo sin complejos! no hay ningún problema. El compromiso de cada ser humano, de cada uno, con las gestión de la propia muerte es la mejor manera de prepararse para asumir y acompañar el proceso terminal de otros. Nuestra iniciativa con los Talleres de Integración de la propia muerte es viejísimamente vanguardista, pero no es el único marco ritual para experimentar el tránsito moriturum.
Así pues, la ritualización del morir no es una pregunta de más sino la respuesta misma.

Notas a Pie de Página

Los médicos de este Estado se han negado a aceptar órganos conseguidos por estos medios, por lo que la Ley probablemente deberá ser rechazada

Bibliografía

ALLUÉ, Marta, 1993, “La antropología de la muerte”, en ROL, revista de enfermería, pág., 33-39, núm. 179-180, Julio-agosto, Barcelona.
DEL PINO, Javier, 1999, “Un Estado de EE UU abre la veda al mercado de órganos”, en El País, pág. 34, del domingo 16 de mayo.
FERICGLA, Josep Mª, 1996, “Cara a cara con la muerte”, en Integral, noviembre, pág. 60-65, Barcelona.