PLANTAS, CHAMANISMO Y ESTADOS DE CONSCIENCIA, PREFACIO del Dr. Josep Mª Fericgla

PREFACIO del Dr. Josep Mª Fericgla al libro PLANTAS, CHAMANISMO Y ESTADOS DE CONSCIENCIA, Ed. Libros de la Liebre de Marzo, Barcelona.

Las culturas varían, pero el ser humano parece buscar siempre lo mismo, tanto en su interior como en el exterior. Tal vez sólo se diversifica la forma de buscar, pero lo que se anhela es siempre idéntico. O tal vez la esencia misma del ser humano sea buscar. Nuestras sociedades occidentales iniciaron hace miles de años, para algunos, para otros hace tres siglos y aún para otros hace escasamente nueve décadas, un camino evolutivo que pasó primero por la evolución técnica, luego por la tecnológica y ahora está en la fase de la revolución informática o de la información, especialmente en referencia al conocimiento del mundo físico sea externo o propio al ser humano. Parece que hoy el interés y la energía (económica, personal, mecánica y toda las demás formas de energía) se volcaran únicamente hacia esa dimensión concreta físico-química del mundo. No obstante, frente al prejuicio general, totalmente vigente, según el cual la única base esencial de nuestro conocimiento del mundo proviene exclusivamente del exterior y en consecuencia nihil esse in intelectu quod non antea fuerit in sensu, hay personas que entienden el cosmos y a nosotros dentro de él desde otras perspectivas menos reductivistas, más holísticas.

Las religiones, se dice, forman parte del pasado: el marxismo las eliminó tildándolas de narcotizante colectivo y las grandes instituciones religiosas actuales (sean de cruces o de lunas), con sus verdades eternas vacías y su interés por fundirse con los sistemas de control de la realidad social (el poder político), las está rematando. Se diría que sólo cuentan los nuevos modelos de coches, el marketing que hace vender (sea vender un objeto útil o inútil, un placer psicológico o una porción de buena consciencia) y las apariencias. El grueso de la sociedad imagina a los estudiosos de las religiones como individuos de cara larga, seria y avinagrada, con descomunales carencias afectivas, frustrados, sin dinero y dedicándose a algo inútil y lejano (y a veces los hay realmente así).

La génesis de este panorama es fácil de comprender. Originalmente, la religiosidad era parte integrante de la vida cotidiana y ritual de las personas como lo sigue siendo entre los pueblos primitivos, y en pequeñas comunidades occidentales, cada vez más numerosas, donde se practican nuevas formas de religión más acordes con el resto de elementos del mundo de hoy ; algunas personas tenían más sensibilidad y compromiso que otras hacia el mundo interior que se revelaba por medio de la religión, pero esto no importaba ya que con el arte, los deportes, la familia y las galletas de chocolate sucede lo mismo. No todos disfrutamos del mismo umbral de sensibilidad hacia los mismos estímulos o campos de interés.

No obstante, sí había algo en común, algo que hemos buscado durante toda la historia de nuestra especie de Homo sapiens sapiens, que aparece en las excavaciones arqueológicas, en los estudios antropológicos referidos a cualquier pueblo de la Tierra, y que está en el centro de toda religión orientada a religare origen etimológico del concepto el mundo exterior e interior del ser humano: la búsqueda del éxtasis, de la iluminación profunda, del autoconocimiento del propio ser que permite vivir con un elevado nivel de gracia y armonía (palabra, ésta, muy maltratada en la actualidad). Las técnicas descubiertas y usadas a lo largo y ancho de la historia y del mundo para buscar el éxtasis son múltiples y diversas: análisis y trabajo de los propios sueños naturales, ayunos extremos, técnicas de hiperventilación del cerebro, meditación, yoga, katsugén o el más generalizado de todos los métodos la ingestión de substancias enteógenas (neologismo que vendría a significar “dios dentro mío”; acuñada en el año 1979, es la más adecuada de que disponemos para referirse a las plantas y substancias hasta ahora llamadas alucinógenas). Incluso ciertas corrientes zen afirman que es justamente esta capacidad de disociación mental lo que nos distingue del resto de especies vivas con las que compartimos la Tierra, lo que nos hace propiamente humanos.

El cristianismo medieval fue acabando con todos aquellos métodos que permitían al individuo, como tal, conectar con sus divinidades; o, según una acertada expresión de A. Escohotado que lo aleja de la concepción religiosa, realizar una excursión psíquica. Se quiso imponer una cosmovisión única, una jerarquía única, un dios único… y la fórmula fue acabar implacablemente con todo método que permitiera acceder a estos estados extáticos o de profunda interiorización; estados mentales que, en términos psicoanalíticos junguianos, permiten conectar con los propios arquetipos y el contenido que subyacen en nuestro inconsciente.

La modernidad enmarcó con un único término -bruja- lo que en los obscuros siglos de la Edad Media, y ya desde el Imperio Romano, se dividía en masca, fara, maléfica, sortilegia, lammia, pythonissa, stria, incantatrix, herbaria, fascineria y arlia. Cada una de estas palabras tenía un origen etimológico propio y una aventura semántica independiente, pero la Inquisición y la Justicia regular, con el terror que sentían hacia los diversos fenómenos culturales y populares que eran incapaces de discernir, acusaron a cualquier persona que realizara actividades desconocidas, o que no entraran dentro del esquema de valores cosmológicos que les interesaba entender, de “brujería”: así fueron condenados bajo una misma acusación muchos símbolos que indicaban diversas realidades, y en especial todo lo que tuviera que ver con excursiones psíquicas no autorizadas por la autoridad eclesiástica. Un ejemplo tristemente famoso fue el de la Doncella de Orleans (Juan de Arco, 1412-1431), quien después de ser quemada viva a los 19 años por su presunta relación con el diablo origen de las visiones extáticas que le venían ha sido objeto de discusión eclesiástica durante siglos para dilucidar si, finalmente, se trataba de una iluminación divina o demoníaca. Esto es, si la autoridad hegemónica jurídico-eclesiástica lo quería aceptar y entonces, a posteriori, elevaba la imagen de Juan de Arco al pódium de la santidad (cosa que hizo en el año 1920 con lo cual, de pasada, parasitó la fama histórica y popular de la heroína francesa); o si no lo quería aceptar y se reafirmaba en su decisión original.

Pasaron los siglos y la justicia civil, en prácticamente todo Occidente, tomó las riendas del control de las dimensiones interiores de los seres humanos. Realizar excursiones interiores la más extrema y salutífera manifestación de la libertad humana sin el permiso de la autoridad pasó, pues, de ser pecado y motivo de hoguera, a ser motivo de burla o de cárcel.

Llegamos al siglo XIX. Durante este siglo, el ideal occidental se llamaba progreso. Todo aquello que tenía relación con el progreso (máquinas, cultural formal, industrialización, medicina farmacólogica aun en ciernes, producción en cadena, etc.) era bueno y deseable, era el modelo cultural a seguir. Y, contrariamente, todo el que no encajaba o aceptaba el progreso industrial, el control social centralizado y el capitalismo era tildado de retrógrado y de supersticioso. Los consumidores del hongo enteógeno Amanita muscaria, tradición que en algunos parajes del Viejo Mundo incluso había sobrevivido a los siglos de Inquisición, continuaron escondiendo su hábito pero ahora por temor a hacer el ridículo ante los valores crecientes. Los mismo sucedió, por ejemplo, con las plantas medicinales, cuyo conocimiento popular y uso terapéutico tradicional cayó en picado porque a nadie le gusta ser tratado de ignorante, bárbaro y supersticioso, y este era el mensaje de la creciente industria farmacéutica con el fin de eliminar competición (¡además gratuita!) a sus productos de laboratorio.

El único método de embriagamiento que perduró durante todos aquellos siglos fue el alcohol: naturalmente, se trataba del intermediario que había usado y seguía usando el cristianismo para contactar aunque ahora ya sólo simbólicamente con su divinidad. El vino era, y sigue siendo, la substancia que se transmutaba milagrosamente en sangre de Cristo durante la celebración del rito cristiano, la Misa. Los sacerdotes y monjes cristianos, para nada ajenos al proceso de monopolización del camino que nos ayuda a descubrir nuestro interior, han sido los que magistralmente han ido descubriendo innumerables métodos para elaborar bebidas alcohólicas, cada vez más delicadas y perfeccionadas. Así, gracias a la paciencia milenaria de los monjes de los Países Bajos hoy podemos disfrutar de extraordinarias cervezas belgas elaboradas con centeno o con trigo, con gustos altamente refinados y graduaciones que extrañamente bajan de los 6º de alcohol; gracias a las órdenes del Císter y de Cluny, hoy se produce un magnífico vino en toda la Francia centro y meridional; también el champán fue un descubrimiento de los monjes cristianos; y podría seguir citando los innumerables licores estomacales con nombre de abadías o de santos famosos. Sin duda, las bebidas con contenido alcohólico son el embriagante de nuestras sociedades, repudiado como ajeno, en cambio, por otros pueblos que prefieren el suyo (por ejemplo, en el mundo islámico está prohibido el consumo de bebidas alcohólicas, o se trata de algo muy estigmatizante cosa que desde Occidente nos suele parecer absurdo , de la misma manera que entre nosotros está prohibido el consumo de haxís o de marihuana, tradicional entre los musulmanes).

Llegado un cierto momento de casi mediado siglo XX, renace el interés, por una parte del pueblo laico, por conocer y transitar estas realidades interiores (afectivas, trascendentes, extáticas…) de que tanto han hablado nuestros antepasados y de que tanto se habla en otras sociedades. Algunos individuos norteamericanos o afincados en los EE.UU., especialmente escritores, aprenden las técnicas de meditación oriental y las importan; otros descubren el consumo de plantas narcotizantes y de hongos y cactus enteógenos que se da entre los indígenas mexicanos. Se interesan por ello, lo prueban, se extasían y algunos se instalan en México.

En la década anterior (en 1942), Albert Hofmann había descubierto accidentalmente el potencial psicoactivo de una extraña substancia derivada del cornezuelo del centeno, la LSD 25, que cinco años antes había sido descubierta pero había quedado aparcada en el voluminoso registro anónimo de las nuevas substancias sintéticas. Inicialmente, los laboratorios Sándoz propietarios del descubrimiento, distribuyeron muestras de LDS 25 entre psiquiatras reputados para que lo experimentaran en sus terapias e informaran de los resultados clínicos obtenidos. El éxito registrado en las sesiones de terapias psicolíticas (nombre dado a las técnica terapéutica basada en la administración de la LSD 25) fue extremadamente alentador. Se distribuyó por todo el mundo, especialmente en Suiza y los EE.UU.

A mediados de los años 1950 comenzó a extenderse el uso no clínico de la LSD 25, y en 1960 ya se había constituido un movimiento social potente, cuyo núcleo simbólico y cosmológico surgía del consumo de la LSD 25. La legalidad del LDS 25 duró 20 años aproximadamente, durante los cuales la sociedad occidental había puesto los cimientos para una profunda revolución.

El resultado final fue que la justicia regular, de nuevo, dirigió sus esfuerzos a impedir la expansión de cualquier método que permitiera realizar excursiones psíquicas sin su consentimiento y, a mediados de la década de los años 1960, prohibió la distribución, venta y consumo de LSD 25. Más tarde esta lista se ha ido ampliando hasta ser ilegal, en EE.UU., incluso el trabajo de cualquier bioquímico del cual se pueda presuponer que puede sintetizar algún tipo de enteógeno (es decir, se castiga la sola intención, ya no es preciso llegar al acto de elaboración privada de enteógenos ni a su distribución; objetivamente, no hay ninguna distancia con aquello de los pecados de pensamiento).

Entre tanto, mientras la vanguardia de la sociedad occidental de la década de los años 1960 se sacudía el inmovilismo psíquico y espiritual aprovechando la expansión del LDS 25, de los hongos psilocíbicos y de las técnicas de meditación importadas de Oriente, los estudiosos de la religiones con alguna excepción seguían alejados de los enteógenos, mundanales temas de la calle. Hasta que en 1968, el banquero Robert Gordon Wasson, posteriormente de fama universal por sus descubrimientos etnomicológicos, publicó un libro titulado Soma: Divine Mushroom of Inmortality. Con él, en palabras de J. Ott, “sorprendió el somnoliento mundo de los estudios védicos”. R.G. Wasson proponía, defendía y mostraba que el famoso, divinizado y mítico Soma de los vedas, objeto de innumerables investigaciones anteriores y elemento central de la religión más antigua de la Tierra, era el hongo embriagante Amanita muscaria. Ello provocó un revuelo que llegó hasta los más recónditos y eruditos despachos de los historiadores de las religiones. Hubo defensas y ataques de todos los colores y desde todos los ámbitos. Pero, al margen de valor del propio descubrimiento, algo muy importante había sucedido: alrededor de los trabajos de R. Gordon Wasson se fueron dando cita investigadores independientes que, desde distintos campos de la ciencia, habían mantenido su interés despierto y orientado hacia estas substancias capaces que permitir al ser humano “ser como dios” o bajar a los infiernos.

De hecho, nunca se había parado la investigación en este campo del conocimiento de la propia consciencia humana y sus procesos y capacidades. Una década y media antes de la publicación del libro de R.G. Wasson, Aldous Huxley había estado escribiendo y divulgando sus excursiones psíquicas, inducidas por mescalina primero y luego con psilocibina, en conferencias, libros y novelas de gran éxito, avisando de una forma literariamente pulida y muy bonita del peligro inherente al monopolio, por parte de quien fuera, del método para conseguir el éxtasis (Un Mundo feliz) y repitiendo las inmensas ventajas de incluir estas substancias en la educación de los jóvenes (La Isla).

Por otro lado, la antropología ponía de relieve que la práctica totalidad de culturas distintas a la occidental actual, tienen algún sistema consensuado para autoinducirse estados modificados de la consciencia por medio de vegetales o de pócimas compuestas, y que tal consumo no sólo no genera ninguna de las lacras sociales que los medios de comunicación de masas había atribuido a los enteógenos consumidos en los años 1960-70, sino que este consumo constituye el núcleo mismo de una gran variedad de ritos y ceremonias que, entre otras finalidades, propician la unión grupal, actuando de proceso negantrópico aplicado a la sociedad humana.

A pesar de la prohibición, pues, la ciencia había seguido trabajando. Para un científico de espíritu limpio es realmente irrelevante que algo sea legal o ilegal, pecado o premio. Lo único que interesa a la ciencia es verificar si un fenómeno sucede o no sucede, y si realmente sucede tratar de entender los mecanismos internos que lo promueven o lo orientan. Nada más. Durante estas décadas y hasta la actualidad se había dado, bajo otra máscara, la eterna lucha entre platónicos (o partidarios del valor esencial del mundo interior) y aristotélicos (o partidarios de las formas externas como origen de todo orden y conocimiento).

Después de la que podríamos llamar la generación de los investigadores científicos clásicos (A. Hofmann, R. Evans Schultes, A. Shulgin, P.T. Furst, G. Reichel-Dolmatoff, M. Harner, R. Gordon Wasson, incluso R. Graves, C. Naranjo, y otros), a partir de los años 1980 aparece una nueva generación de investigadores que recogen las aportaciones anteriores, en muchos casos directamente de los propios maestros, e inician su andadura. Es la historia de, por ejemplo, el psiquiatra S. Grof, quien después de haber descubierto el fascinante uso del LSD 25 en su labor como terapeuta, y asumiendo la ilegalización de esta substancia, se lanza a buscar nuevos o viejos, pero distintos métodos para modificar la consciencia que no puedan ser prohibidos, lográndolo por medio de lo que llama la respiración holotrópica. Es también el caso del químico y etnobotánico J. Ott, quien trabajó junto a R. Gordon Wasson, y a quien se puede considerar su actual y aventajado seguidor, el cual en su reciente libro Pharmacoteon intenta rebatir la hipótesis de que la planta Peganum Harmala era el Soma de los vedas, en lugar de serlo el hongo Amanita muscaria, y lo debate como “lo hubiera hecho Wasson”. Es igualmente el caso de antropólogos relativamente jóvenes como L. E. Luna y S. Schaefer, entre otros, que centran sus investigaciones en el ámbito del uso y manifestaciones de los enteógenos en distintos pueblos indígenas, en relación a sus pautas culturales y simbólicas.

Relacionado con todo ello, en noviembre del año 1992 se dio un evento importante. El profesor y doctor en arqueología Joaquín Muñoz y entonces director de sección del INAH (Instituto Nacional de Antropología e Historia), México, junto al también arqueólogo Manuel C. Torres, norteamericano de origen cubano y profesor de la International University of Florida, en EE.UU., decidieron aprovechar la oportunidad del financiamiento que les ofrecía una institución y reunieron a una parte importante de los investigadores científicos actuales de todo el mundo, cuyos trabajos se orientan hacia el estudio de los enteógenos. La reunión no fue anunciada más que a los propios invitados y, aunque luego hubo sesiones a puerta abierta, la mayor parte del encuentro de una semana se realizó con la única participación de los invitados.

El objetivo era ambicioso, pero necesario: poner en común los trabajos de investigadores, provenientes de cualquier campo de la ciencia, relacionados con la modificación de la consciencia. Ello implicó, de entrada, la aceptación de una transdisciplinariedad a alto nivel (neuroquímicos, antropólogos, botánicos, arqueólogos, historiadores, etc.), riesgo que se corrió al no establecer sesiones separadas para cada disciplina, y que dio un magnífico resultado final. El distinguir campos de trabajo no sólo es posible sino también necesario por motivos prácticos y sólo pueden separarse los campos si se ha sentado conscientemente la limitación. Pero cuanto más complejos, como era nuestro caso, son los fenómenos sobre los cuales debe actuar el pensamiento, tanto más amplio debe ser el campo delimitado y el conocimiento correspondiente. En aquella conferencia, pues, se trató justamente de eliminar la separación entre campos de investigación y ver qué podía aportar cada uno, de su propia praxis científica.

La reunión se hizo en San Luís Potosí, México. Todos estuvimos en las conferencias de todos; cuando algo no se podía comprender por falta de manejo de una terminología muy específica, se preguntaba; cada uno habló en su idioma y los demás hicimos esfuerzos por entender a cada conferenciante. La misma actitud de favorecer el intercambio se puso de relieve organizando una exposición de arte plástico, a la cual se invitó a pintores y estetas europeos y americanos que trabajan sobre o desde la visión chamánica, inspirados en motivos propios de los estados modificados de consciencia, etc.

Abrió la conferencia Alexander Shulgin y detrás suyo fueron desfilando científicos y pensadores como D. Flattery, L.E. Luna, M.C. Torres, el matrimonio formado por Joaquín y Nicole Muñoz, J.C. Callaway, A. Escohotado o S. Schaefer, hasta una treintena de ponentes. P.T. Furst hizo la conferencia final leyendo un texto enviado por R. Evans Schultes, quien, a pesar de ser invitado de honor, había declinado asistir por su delicado estado de salud y su avanzada edad.

Las jornadas permitieron valorar a fondo el estado de tales investigaciones, poniendo de relieve la enorme cantidad de material descriptivo y analítico fiable de que se dispone actualmente, pero, al mismo tiempo, la falta de marcos teóricos amplios que permitan orientar las investigaciones hacia paradigmas novedosos y fecundos. Mi ponencia concreta iba en este sentido.

Los textos recopilados en este volumen provienen de la reunión de San Luís Potosí. Se trata de una muestra ilustrativa e interesante de distintas aportaciones realizadas en allí, y de la interdisciplinariedad reinante, por desgracia no tan extendida en la realidad académica como en el deseo de muchos científicos. Los artículos que siguen tratan temas referidos a casi cada continente, hay aportaciones de cada disciplina principal representada en la reunión de México y hay enfoques de predominancia teórica, y otros más históricos o más descriptivos.

El largo artículo de Richard Evans Schultes (El campo virgen en la investigación de las plantas psicoactivas) es una puesta al día de su permanente actividad investigadora en el campo de la etnobotánica y una nueva perspectiva en referencia a las plantas del Nuevo Mundo que se supone que puedan contener principios enteógenos. Jonathan Ott (La historia de la planta del Soma después de R. Gordon Wasson) contribuye con un texto muy erudito sobre las discusiones teóricas y metodológicas que siguieron a la publicación de las tesis de R.G. Wasson sobre la naturaleza muscarínica del Soma de los vedas; Ott repasa todos los argumentos a favor y en contra, y deja claramente sentado el estado de la cuestión hoy. El texto de Giorgio Samorini (La religión buiti y la planta psicoactiva Tabernanthe Iboga) aporta una interesante documentación original sobre las prácticas extáticas de la religión buiti, originaria de la selva africana ecuatorial de Gabón, prácticas secretas en las que el autor fue iniciado. Otro autor, Manuel C. Torres, es uno de los pocos arqueólogos de reconocido prestigio que ha puesto de relieve la importancia que tienen los polvos inhalantes con efectos psicoactivos para explicar la difusión de ciertos trazos iconográficos de la prehistoria sudamericana; en este volumen presenta un texto original sobre el tema (Iconografía Tiwanaku y alucinógenos en San Pedro de Atamaca, Chile). El artículo de James C. Callaway (B-Carbolinas endógenas y otros alcaloides indólicos en los mamíferos) puede resultar un texto un tanto difícil para el lector que ignore todo de la química orgánica, pero en caso contrario resultará interesante por la aportación de las recientes investigaciones sobre el problema de los enteógenos que segrega el propio cuerpo humano. Finalmente el corto texto de A. Shulgin (El arte de ver), situado a modo de introducción, tiene más de poético que de críptico o hermético, como tal vez se podía esperar de un experto como él en neurotoxinas, y, justamente porque ha sido escrito por un experto en la manipulación química de la mente, me parece un precioso y fiable reflejo de algo que C.G. Jung escribió ahora hace casi medio siglo: “pese a la tendencia materialista a entender el alma como mera copia de los procesos físicos y químicos, no hay una sola prueba que apoye esta hipótesis”. Con mi aportación cerrando el libro (¿Alucinógenos o adaptógenos inespecíficos?), se abren nuevas posibilidades teóricas para la comprensión del uso y función de los enteógenos en su relación con la vida y cultura humana. Sin duda se trata de una teoría de riesgo, pero, de momento, me siento satisfecho de su esbozo aquí resumido y estoy trabajando para apuntalarla con nuevos datos provenientes de otras campañas de investigación antropológica. Con ello queda, pues, lo que podríamos llamar un libro de posibilidades abiertas.

Para acabar, en la medida de lo posible se ha dejado, en los artículos que siguen, el estilo propio de las conferencias orales originales. Los artículos que componen la presente recopilación han sido publicados al mismo tiempo, en lengua inglesa, por la revista Integration. Journal of Mind, Moving Plants and Culture, editada en Alemania, y mi conferencia fue publicada originalmente por la Revista de Antropología Social que edita la Universidad Complutense de Madrid.