EL ETERNO RETORNO Y LA ANGUSTIA DE LA HISTORIA

EL ETERNO RETORNO Y LA ANGUSTIA DE LA HISTORIA

Por Nadia Sabrina Koziner

 

    Las culturas arcaicas no sienten angustia ante la historia. Confían en el Eterno Retorno como restauración cíclica y periódica de la vida. Por el contrario, en la sociedad moderna y posmoderna, impera la angustia, el sufrimiento ante la historia, ante un tiempo atravesado por lo irrecuperable, lo incierto y frágil. Estos dos modos de percepción de lo histórico y su sentido son desplegados, en este momento de Temakel, por Nadia Sabrina Koziner a través de la exploración de la obra del historiador de las religiones Mircea Eliade y el ensayista Héctor Murena, y otras fuentes que hurgan en las formas actuales de la experiencia del tiempo.

EL ETERNO RETORNO Y LA ANGUSTIA DE LA HISTORIA

Por Nadia Sabrina Koziner

1. Introducción

El objetivo del presente trabajo es analizar el contraste existente entre la concepción del mundo de las religiones de los pueblos antiguos y la idea de tiempo e historia en la modernidad y posmodernidad.

Para llevar a cabo dicho objetivo, desarrollaremos los aspectos más importantes de la cosmovisión “arcaica” o “tradicional” tomando como base el desarrollo de Mircea Eliade en El mito del eterno retorno, que nos permitirá realizar un estudio lo suficientemente completo para el análisis que nos proponemos. A partir de determinados aspectos que hemos elegido como importantes para ordenar nuestra exposición, comenzaremos en cada uno de ellos tomando la cosmovisión arcaica, para luego contraponerla con la moderna y la postmoderna, destacando a su vez, la diferencia entre estas últimas dos concepciones.

En primera instancia, desarrollaremos la concepción del tiempo en las tres diferentes cosmovisiones y cómo dicha concepción se articula dentro de cada una de ellas dando lugar a las diferentes concepciones de la historia. Adentrándonos un poco más en el desarrollo, levantamos la apuesta del punto anterior intentando definir cómo se concibe tanto dentro de la concepción antigua como de la moderna y postmoderna, el sufrimiento y la catástrofe. Para finalizar, nos proponemos desarrollar y reflexionar sobre el concepto de “libertad” en lo que a la creación o al desarrollo de la historia se refiere para cada cosmovisión.

2 Desarrollo

2.1. La concepción del tiempo

Para el hombre de las culturas antiguas* , un objeto o un acto no es real, más que en la medida que imita o repite un arquetipo. Así, la realidad se adquiere únicamente por repetición o por participación; todo lo que no tiene un modelo ejemplar está “desprovisto de sentido”, de realidad. Para el ojo del observador moderno, estaríamos hablando de una paradoja, puesto que el hombre arcaico no se reconoce como real, “como verdaderamente él mismo”, sino en la medida en que deja de serlo y se contenta con imitar y repetir los actos de otro.

Pero desde la cosmovisión del hombre arcaico, cuando un acto u objeto adquieren realidad por la repetición de gestos paradigmáticos, el que reproduce este hecho o acto “ejemplar” se ve así transportado a la época mítica en la que sobrevino la revelación de aquella acción ejemplar, por lo que habría una “abolición” implícita del tiempo profano.

Para entender esto último debemos hacer una diferenciación: como expuso el profesor Esteban Ierardo en su clase práctica del 13 de mayo, los pueblos arcaicos reconocen dos niveles o planos en el desarrollo de la realidad: 1. Tiempo profano: éste está vinculado con los procesos de cambio, la naturaleza, la aparición de los cuerpos y su muerte. Transmite inseguridad, puesto que lleva a los cuerpos a su disolución, por lo que hablamos de desgaste. Allí es donde aparece el hombre.

2. Tiempo sagrado (eterno, puro presente): al hablar de este tiempo hablamos de continuidad, no hay aquí sucesión. Se busca estar cerca del origen, en el que el universo fue creado por los Dioses. El origen no se da en el tiempo ya que el universo es creado constantemente.

La ligazón o fusión de ambos niveles se hace posible a través del rito. Un sacrificio, por ejemplo, no sólo reproduce el sacrificio inicial revelado por un dios, sino que sucede en ese mismo momento mítico primordial; es decir que, todo sacrificio repite el sacrificio inicial y coincide con él. Todos los sacrificios se producen en el mismo instante mítico del comienzo. Gracias al rito, el tiempo profano y la duración quedan suspendidos. Lo mismo ocurre con todas las repeticiones de los arquetipos, como sería, para tomar otro ejemplo, el rito de fundación de las ciudades desarrollado por Héctor Murena.

De este modo, cualquier acción dotada de sentido llevada a cabo por el hombre arcaico, una repetición cualquiera de un gesto arquetípico, suspende la duración, excluye el tiempo profano y participa en el tiempo sagrado. Esto quiere decir que la abolición del tiempo profano y la proyección del hombre en el tiempo mítico no se reproducen naturalmente sino en los intervalos esenciales, aquellos en los que el hombre es verdaderamente él mismo, en el momento de los rituales o de los actos importantes. El resto de su vida se pasa en el tiempo profano y desprovisto de significación: en el “devenir”.

Entonces, a pesar del intento del hombre arcaico de abolir el paso del tiempo por medio del rito que lo transporte a la situación mítica de la creación, como bien acabamos de decir, fuera de estos ritos, la vida del hombre “primitivo” se desarrolla en la “historia”. Esto hace que estas sociedades sientan la necesidad de regenerarse periódicamente anulando el tiempo por medio de otros ritos: los de regeneración. Colectivos o individuales, periódicos o esporádicos, los ritos de regeneración encierran siempre en su estructura y significación un elemento de regeneración por repetición de un acto arquetípico, la mayoría de las veces el acto cosmogónico. Podemos observar en esos sistemas arcaicos la abolición del tiempo concreto y, por tanto, su intención antihistórica. La negativa a conservar la memoria del pasado, aún inmediato, es la oposición del hombre arcaico a aceptarse como ser histórico, a conceder valor a la “memoria” y por consiguiente a los acontecimientos inusitados (es decir, sin modelo arquetípico) que constituyen, de hecho, la duración concreta. En última instancia, en todos esos ritos y en todas esas actitudes desciframos la voluntad de desvalorizar el tiempo. Desde una posición extremista podríamos decir que para la cultura arcaica si no se le concede ninguna atención, el tiempo no existe; además, cuando se hace perceptible (a causa de los “pecados” del hombre, es decir, debido a que éste se aleja del arquetipo y cae en la duración), el tiempo puede ser anulado. En realidad, si se mira en su verdadera perspectiva, la vida del hombre arcaico, aun cuando se desarrolla en el tiempo, no por eso lleva la carga de éste, no registra la irreversibilidad; en otros términos, no tiene en cuenta lo que es precisamente característico y decisivo en la conciencia del tiempo. El primitivo vive en un continuo presente. (Y es ése el sentido en que puede decirse que el hombre religioso es un “primitivo”; repite las acciones de cualquier otro, y por esa repetición vive en un presente atemporal).

Pero si el hombre arcaico siente la necesidad de regenerarse habría tal vez un punto, un momento, en el que no puede escapar al paso del tiempo y su corrosiva acción, hay un punto en que se registra la “historia”, la irreversibilidad de los acontecimientos. La existencia de los pecados, “acontecimientos personales” sin ningún arquetipo, sería prueba de esta caída en la “historia” que dificulta la trascendencia del tiempo.

Lo que para el hombre arcaico refleja un alejamiento del arquetipo, una ruptura de las normas o, simplemente actos sin ninguna significación, para el hombre moderno son las “novedades” a través de las cuales construye la historia. Desde esta concepción, el hombre es artífice de su propia historia en la que el tiempo resulta considerado en su linealidad.

A partir del nacimiento de la Modernidad se produce un desplazamiento de la importancia hacia el tiempo presente. Éste pasa a ser digno de consideración en función de su proyección hacia el futuro. El pasado pasa a ser irregresable. La revalorización del pasado surge no ya desde una lectura religiosa de los tiempos que remitían al Dios de los orígenes, sino a la confrontación entre el hombre antiguo y el hombre moderno, a una comparación secularizada, absolutamente humanizada, hija del legado renacentista y no del legado sagrado. Todo sucede en el tiempo profano, en el acontecer, y, como dijimos, la Modernidad se asienta sobre la rotunda novedad de la historia como valor supremo. Novedad como signo alentador, positivo, utópico, prometeico.

Surge entonces la idea de progreso, en el sentido de que la historia se desarrolla linealmente, con una meta. Para Hegel, la historia conduce hacia la libertad del hombre, los movimientos sociales son acordes al precepto de evolución a la libertad. Si esto es así, entonces podemos decir que la historia es racional, por lo que sería necesario conocer sus principios para saber su destino. Surge así la filosofía de la historia que, paralela al desarrollo de la ciencia como búsqueda de las leyes de la naturaleza, busca las leyes de la historia. Para Immanuel Kant, el sentido de la historia es la liberación del hombre, la libertad humana. Para Hegel, que hereda el tiempo filosófico de este pensador, ahora sólo es la razón, fuerza suprema de la nueva subjetividad histórica, el camino hacia la verdad, hacia la certeza y el porqué de lo histórico. La historia será la historia de esta conciencia. Es la razón como único concepto unitario frente a la multiplicidad del mundo, frente a la multiplicidad de las cosas. El lugar desde donde se piensa el mundo histórico es ese lugar, unitario, dialéctico, contradictorio, totalizante, superador de las contradicciones que es la razón, que concentra y define la multiplicidad de lo real, el sentido del pasado, la conformación de un futuro mejor.

Pero, tomando al filósofo cordobés Oscar Del Barco, éste nos dice que a partir de la posmodernidad, se produce una gran crisis del sujeto como lugar enunciador de la verdad. Según él, aún persiste el objeto, el mundo tecnológico nos puede dar una idea de “progreso”, pero ese “objeto” y su relación con el “sujeto” ha entrado en verdadera crisis. Vivimos en una época en que se ha perdido todo fundamento, toda verdad y toda historia en cuanto a la interpretación de que la historia tenía un sentido a que apuntar y alcanzar. Del Barco se pregunta si es posible la historia en un mundo tecnificado, sin hombres, sin totalidad de sentidos, sin prioridades, sin valorización de las cosas. Estaríamos en un mundo sin proyecto, la cosmovisión moderna ha fracasado por no haber podido llevar a cabo el suyo.

Al fracasar el proyecto unitario del Modernismo forjado en la razón, se produce una total fragmentación de la realidad. La reducción de la experiencia a “una serie de presentes puros y desvinculados” implica además que la experiencia se vuelve poderosamente material. Se produce una gran ruptura temporal que, a su vez, modifica de una manera particular el tratamiento del pasado. Como nos dice Dick Harvey:

“…Al evitar la idea de progreso, el postmodernismo abandona todo sentido de continuidad o memoria histórica, a la vez que, simultáneamente, desarrolla una increíble capacidad para entrar a saco en la historia y arrebatarle todo lo que encuentre allí como si se tratara de un aspecto del presente. La arquitectura modernista, por ejemplo, toma pequeños fragmentos del pasado de manera bastante ecléctica y los mezcla a voluntad…”

En el caso de la postmodernidad, entonces, los hechos o acontecimientos tomarían relevancia en función de un “puro presente” que ya no se remonta ni a un origen mítico, como en el caso de las sociedades tradicionales, ni a una etapa de un proceso progresivo hacia la libertad del hombre, como fue planteado por los teóricos de la Modernidad.

2.2 Interpretación del “sufrimiento”

Como venimos exponiendo, para el hombre de las culturas tradicionales, “vivir”, es vivir conforme a los arquetipos, a los modelos metaterrenales, que remiten a un momento mítico. Esto significaba, además, vivir respetando una “ley”, que, por supuesto, remitía a una revelación hecha in illio tempore por una divinidad.

Pero, teniendo en cuenta este cuadro, ¿qué significaba para este hombre la catástrofe, el padecimiento y el dolor? Desde los rigores del clima (sequía, inundación, tempestad), las invasiones (incendio, esclavitud, humillación) hasta las injusticias sociales, etc., cualquiera fueran la naturaleza y la causa aparente, todo padecimiento tenía un sentido. Si todos estos padecimientos pudieron ser soportados, no era por causas arbitrarias o desconocidas. El primitivo que ve su campo devastado por la sequía o su hijo enfermo, sabe que eso no se debe al azar, sino a acciones mágicas o demoníacas. Así, recurre al brujo para eliminar cualquier maleficio o al sacerdote para que los Dioses le sean favorables. Recién cuando estos recursos han fracasado, es cuando invoca la ayuda del Ser Supremo. Éste no interviene si no es en última instancia, cuando ya no queda otra alternativa.

El sufrimiento puede provenir de la acción mágica de un enemigo, de una infracción a un tabú, del paso por una zona nefasta, de la cólera de algún Dios, o de la voluntad o del enojo del Ser Supremo. No se concibe entonces el sufrimiento no provocado, lo que permite hacer llevadera esta “caída en la historia”. El primitivo lucha contra ese “sufrimiento” con todos los medios mágicos y religiosos a su alcance justamente porque ese sufrimiento no es absurdo. En cuanto el sacerdote o el mago encuentran la causa de él, el sufrimiento tiene sentido, es integrado a un sistema y explicado.

Tomando el ejemplo que nos proporciona Mircea Eliade en su libro:

“…los hindúes elaboraron tempranamente una concepción de la causalidad universal, el karma, que explica los acontecimientos y padecimientos actuales del individuo, y a un mismo tiempo explica la necesidad de las transmigraciones. A la luz de la ley del karma, los sufrimientos no sólo hallan un sentido, sino que adquieren también un valor positivo (…) puesto que sólo de este modo es posible recordar y liquidar una parte de la deuda cármica que pesa sobre el individuo y decide el ciclo de sus existencias futuras. Según la concepción hindú, todo hombre nace con una deuda, pero con la libertad de contraer otras nuevas. (…) El karma garantiza que todo cuanto se produce en el mundo ocurre de conformidad con la ley inmutable de causa o efecto…”

Al igual que en este ejemplo, en todas las culturas arcaicas será posible advertir la tendencia a considerar al sufrimiento de los acontecimientos “históricos” como “normales”.

En este sentido, podemos decir sin temor a equivocarnos, que gracias a esa concepción metahistórica de las catástrofes históricas, infinidad de hombres han podido soportar gran cantidad de presiones sin desesperar, sin suicidarse y ni caer en la sequedad espiritual, que acarrearía una caída en una visión nihilista de la historia.

En la Modernidad, esa defensa al “terror de la historia”, podemos encontrarla, en cierto sentido, en el marxismo. Para el marxismo, los acontecimientos no son una sucesión de arbitrariedades; son parte de una estructura y, lo más importante, llevan a un fin determinado que consiste en la eliminación final del terror a la historia: en la “salvación”. Es por ello, por lo que al término de la filosofía marxista de la historia se encuentra la edad de oro de las escatologías arcaicas, ese origen mítico de la creación. En ese sentido, podría decirse que, la teoría marxista, ha revalorizado el mito primitivo de la edad de oro, con la diferencia de que coloca la edad de oro exclusivamente al final de la historia (el fin de la lucha de clases por la abolición de ellas) en vez de ponerla también al principio. Se advierte en el drama provocado por la presión de la historia un mal necesario, que posibilitará el triunfo próximo que acabará para siempre con todo “mal” histórico. Pero, si echamos una mirada a como se han sucedido los acontecimientos, cuando, según las condiciones estuvieron dadas para la “Revolución” que llevaría a cabo el proyecto marxista, sobrevino la catástrofe: los regímenes fascista y nazi.

¿Cómo puede ser soportado el “terror a la historia” en la perspectiva del historicismo? ¿Qué explicación se encuentra a los sufrimientos que el hombre debe padecer en su camino de progreso indefinido? La justificación de un acontecimiento histórico por el simple hecho de que se produjo de ese modo, no permitirá al hombre moderno soportar las vicisitudes que la historia le depara con la misma convicción que el hombre arcaico. Se trata del problema de la historia como tal, del “mal” que va ligado al comportamiento del hombre en su relación con los demás. ¿Cómo puede explicarse en un “camino lineal al progreso” la experiencia de la bomba atómica, las Guerras Mundiales o las políticas agresivas por parte de países como Estados Unidos, que, en su despiadada ambición de poder económico destruye vidas a mansalva? ¿Cómo puede explicarse en el marco de una concepción historicista que ve el devenir en términos de progreso, que la humanidad se halle en un constante descenso (en términos de Eric Hobsbawn) a una barbarie cada vez más lejos de los límites que alguna vez pudimos haber imaginado?

Existen ciertas orientaciones que tienden a revalorizar el mito de la periodicidad cíclica, incluso el del eterno retorno. Esas orientaciones menosprecian no sólo al historicismo, sino también a la historia como tal.

Como nos dice Mircea Eliade, es importante tener en cuenta que, cuanto más se agrave el terror a la historia, cuanto más precaria se haga la existencia debido a la historia, más crédito perderán las posiciones de historicismo. Y, en un momento en que la historia podría aniquilar a la especie humana en su totalidad, no sería extraño que presenciáramos una tentativa desesperada para prohibir “los acontecimientos de la historia”.

En el éxito de ésta tentativa encontramos actualmente como uno de los principales artífices, a los medios de comunicación o al periodismo que, en su presentación de los “hechos periodísticos”o”noticias”, generan una temporalidad espuria. Todos los acontecimientos tienen la misma importancia la cual culmina en el más extremo de los casos, el mismo día en que son presentados. El más importante objetivo que se proponen es la sensación momentánea que responde, a su vez, a determinados intereses económicos. Además, en este puro presente que no considera el antes ni el después de los acontecimientos, se produce un hecho que puede resultar peligroso: bombardeados por la sensación de lo momentáneo, olvidamos detenernos a reflexionar qué puede haber detrás de lo que nos es presentado (por ejemplo, personalidades políticas que aparecen en los medios de comunicación con “nuevas propuestas” y no se discute jamás cual es la historia de ese personaje y que tareas viene desempeñando). En vistas de una situación planteada de esta manera, la memoria viviente del pasado y el proyecto de un porvenir valorizado desaparecieron juntos. La pretendida “tabula rasa” del pasado es en verdad la pérdida de la memoria viviente de la sociedad. Y esta pérdida es, por tanto, la pérdida del hombre a sí mismo.

Estamos ante la gran paradoja de una sociedad que despliega riquezas cada vez más fabulosas, una sociedad que desarrolla una gran industria del ocio, de la cultura, de grandes avances científico-técnicos, pero que, lejos de alcanzar los ideales ilustrados del siglo XVIII, cae, como anteriormente dijimos, en nuevas fórmulas de la barbarie, de destructividad. Escribía Adorno:

“…La historia universal tiene que ser construida y negada. A la vista de catástrofes pasadas y futuras, sería un cinismo afirmar que la historia se manifiesta en un plan universal que lo asume todo en un bien mayor. Pero no por eso tiene que ser negada la unidad que suelda los factores discontinuos, caóticamente desperdigados, y las fases de la historia: el estado de la dominación sobre la naturaleza interna. No hay historia universal que guíe desde el salvaje al humanitario; pero sí de la honda a la superbomba. Su fin es la amenaza total de los hombres organizados por la humanidad organizada: la quinta esencia de la discontinuidad…”

Si citamos a Theodor W. Adorno, no podemos dejar de mencionar el acontecimiento que para éste filósofo alemán, teórico de la posteriormente definida como Escuela de Frankfurt o Escuela Crítica, marcó el fin de la cultura y el punto visible del completo fracaso del proyecto ilustrado, fracaso que implica una pérdida del sentido de la historia como un proceso lineal y progresivo. El acontecimiento a que nos referimos es Auschwitz. Así, escribió Adorno en Dialéctica Negativa:

…”Auschwitz demostró irrefutablemente el fracaso de la cultura. El hecho de que Auschwitz haya podido ocurrir en medio de una tradición filosófica, artística y científico-ilustradora encierra más contenido del de que ella, el espíritu, no llegara a prender en los hombres y cambiarlos. En estos santuarios del espíritu, en la pretensión enfática de su autarquía es precisamente donde radica la mentira. Toda cultura después de Auschwitz, junto con la crítica contra ella, es basura. Al restaurarse después de lo que dejó ocurrir sin resistencia en su casa, se ha convertido por completo en la ideología que era en potencia desde que, en oposición con la existencia material se arrogó el derecho de insuflarle la luz; una luz que precisamente el aislamiento del espíritu se había reservado para sí quitándosela al trabajo corporal. Quien defiende la conservación de la cultura, radicalmente culpable y gastada, se convierte en cómplice; quien la rehúsa fomenta inmediatamente la barbarie que la cultura reveló ser. Ni siquiera el silencio libera de ese círculo; lo único que hace es racionalizarla propia incapacidad subjetiva con situación de la verdad objetiva, degradando de nuevo a ésta a una mentira…”

Entonces, para el hombre tradicional, el “terror de la historia” se hace soportable desde el momento en que se encuentra para el sufrimiento una razón metahistórica que le da sentido y la incorpora a una explicación. Para el hombre moderno, en cambio, se hace más difícil este proceso, puesto que si bien concepciones como la marxista pueden ayudar a la defensa del terror de la historia, el fracaso de proyectos como este, hacen que resulte más que conflictivo encontrar una explicación que haga soportable el sufrimiento. En el caso del hombre postmoderno, se hace aún más difícil ya que frente al fracaso del proyecto ilustrado y, ante terribles catástrofes como el uso de la bomba atómica y Auschwitz, por ejemplo, sólo hace percibir una realidad fragmentada, que ya de ninguna forma puede ser explicada o justificada con la razón que la modernidad pretendió instaurar.

Ante semejante situación, la alternativa que permitiría, tomando en cuenta el desarrollo de Eliade, igualar la efectividad de la mitología arcaica los arquetipos y la repetición en cuanto a soportar el sufrimiento, sería la fe en términos judeocristianos. Ésta significaría la emancipación absoluta de toda la especie de “ley” natural y, por lo tanto, la más alta libertad que el hombre pueda imaginar: la de poder intervenir en el estatuto ontológico mismo del universo. Sería, en consecuencia, una libertad creadora por excelencia. Desde la “invención” dela fe en el sentido judeocristiano del vocablo ( o sea que para Dios todo es posible), el hombre apartado del horizonte de los arquetipos y de la repetición no puede defenderse de ese terror sino mediante la idea de Dios. En efecto, solamente presuponiendo la idea de Dios conquistaría, por una lado la libertad y, por otro, la certeza de que las tragedias históricas tienen una significación transhistórica. Toda otra situación del hombre moderno en la que no se considere la presencia de Dios conduciría, en última instancia a la desesperación.

El fracaso del judeocristianismo ante la muerte de los metarrelatos en la posmodernidad, hace fracasar la posibilidad de encontrar, una explicación universal y metahistórica al terror a la historia. La actualidad está así signada por una cantidad de relatos aparentemente no vinculados entre sí, cuya principal característica es la inmanencia y, ya no, la trascendencia.

2.3 Libertad para”hacer” historia.

En la cosmovisión del hombre moderno, podemos leer una resistencia de éste a la naturaleza, que tiene que ver con la autonomía que este “hombre histórico” pretende instaurar. La principal diferencia que podemos destacar, y que destaca también Mircea Eliade en su libro, entre el hombre de las civilizaciones arcaicas y el hombre moderno, es la importancia que este último concede a los acontecimientos históricos, a esas “novedades” que el hombre tradicional considera carentes de significación o infracciones a las normas, y que, por lo tanto, debían ser abolidos o expulsados.

Si los arquetipos se componen de gestos, actitudes y decretos, para el hombre moderno, constituyen una “historia”. Aún cuando se supone que se han manifestado in illio tempore, no obstante se han manifestado, es decir, han ocurrido en el tiempo, se han manifestado como cualquier hecho histórico. En los ritos primitivos podemos reconocer reproducciones que refieren a actos llevados a cabo por los dioses o héroes y que se repetirán infinitamente. Esto quiere decir que se reconoce, en algún punto, una historia, aunque esta sea primordial y se sitúe en un tiempo mítico. El rechazo a la historia por parte el hombre arcaico, su negativa a situarse en un tiempo concreto, histórico, puede interpretarse como un miedo profundo al movimiento, a la espontaneidad. El hombre primitivo estaría situado entre la aceptación de la condición histórica y sus riesgos, por un lado, y su reintegración a los modos de la naturaleza, por otro. A la hora de optar, lo hará por supuesto por la alternativa de la integración, lo que permitiría no alterar la armonía de las explicaciones arcaicas.

El hombre moderno, que acepta o pretende aceptar la historia, ante esta última característica mencionada, puede emitir crítica al hombre arcaico, esclavo de la imitación de actos llevados a cabo por otros, hacia su impotencia creadora, o su incapacidad para aceptar y enfrentar los riesgos que lleva consigo todo acto de creación. Para el moderno, el hombre no puede ser creador sino en la medida en que es histórico; aquella creación posible es la que surge como producto de su propia libertad. El hombre moderno goza de la libertad de hacer la historia haciéndose a sí mismo, que es la forma de construir la historia, el hombre es, bajo esta concepción, artífice de su propio destino. Desde la teoría marxista, el hombre construye su historia y es, a la vez, “construido” o determinado por esa historia en una relación hombre-historia que, lejos de ser dicotómica, se plantea como dialéctica.

A las críticas del hombre moderno, el hombre tradicional podría responderle que, cuanto más moderno el hombre se torna (cuanto más vulnerable ante el terror a la historia), menos posibilidad tiene de hacer, él, historia. Pues la historia, o se hace sola (gracias a los gérmenes depositados por acciones que tuvieron lugar en el pasado) o se deja hacer por un número cada vez más reducido de personas las cuales, no sólo prohíben el acceso al hacer historia a las grandes masas de sus contemporáneos, sino que además, los obligan a soportar las consecuencias de lo que para ellos es historia, dejándolos caer en el espanto de la historia. Ante esta situación, el individuo puede oponerse a la historia que escriben esas minorías y exponerse al destierro o al suicidio, o condenarse a vivir en condiciones subhumanas o en la evasión.

Así, para el hombre tradicional, el hombre moderno no constituye el tipo de un ser libre hacedor ni de un ser creador de la historia. Por el contrario, el hombre de las civilizaciones arcaicas está orgulloso de su existencia que le permite ser libre y crear. Es libre de no ser ya lo que fue, libre de anular su propia “historia” mediante la abolición periódica del tiempo y la regeneración colectiva. El hombre que aspira a ser histórico no puede aspirar en modo alguno a esa libertad del hombre arcaico respecto a su propia “historia”, pues para el moderno la suya no sólo es irreversible, sino también constitutiva de la experiencia humana. En las sociedades arcaicas y tradicionales admitían la libertad de comenzar cada año una nueva existencia, “pura”. Pero esto no puede ser de ninguna manera homologado con la regeneración de la naturaleza en cada primavera, en la que encuentra intactas todas sus potencialidades, ya que la naturaleza se encuentra a sí misma, ya que el hombre arcaico halla la posibilidad de trascender definitivamente el tiempo y vivir en la eternidad. En la medida en que fracasa al hacerlo, en la medida en que “peca”, en que cae en la existencia “histórica”, estropea cada año esa posibilidad. Pero por lo menos conserva la libertad de anular esas faltas, de borrar el recuerdo de su caída en la historia y de intentar nuevamente una salida definitiva del tiempo.

Por otro lado, el hombre arcaico tiene seguramente el derecho a considerarse más creador que el hombre moderno, que se considera a sí mismo creador de la historia. Cada año, en efecto, el hombre arcaico toma parte en la repetición de la cosmogonía, el acto creador por excelencia. El mundo es creado constantemente, y el hombre arcaico participa en cada rito de esa creación. Y es esto lo que lo hace libre.

Pensando en el concepto de “libertad creadora”, podemos traer a colación el caso de la ciencia y la tecnología durante el Proyecto dela Modernidad. Éstas estuvieron pensadas como grandes instrumentos de “liberación” de la humanidad, que iba a permitirles ser dueños y señores de su propio destino, abriéndose ante ellos una nueva etapa de prosperidad y bienestar para todos. Ante una nueva situación de degradación de la naturaleza y la posibilidad de una guerra nuclear, surgieron numerosas críticas referidas, no sólo a la posibilidad de una destrucción final atómica, sino también a una vida diaria en la que el hombre estaría “sometido al dominio de la técnica”. Encontramos así, un problema más que imposibilita la realización de aquella libertad que el hombre “historicista” postula para “escribir su propia historia”.

Si nos trasladamos a la postmodernidad, lo que podemos decir respecto del tema que venimos trabajando en este apartado, no es poco significativo. Justamente, es esta nueva concepción la que sugiere la necesidad de decir adiós a la modernidad, tomando en cuenta las nuevas condiciones de vida que muestran a nuestra época como el lugar en el que se anuncia para el hombre una diferente posibilidad de existencia. La postmodernidad de los intelectuales expresa un estilo de pensamiento desencantado ante la razón y los grandes conceptos anclados a ella. Veamos entonces las principales postulaciones de esta nueva cosmovisión en los términos que venimos desarrollando:

No se cree ya en la razón fundamentadora que puede proporcionar unos cimientos incólumes a una visión de la realidad, del hombre, su comportamiento, etc.

No se cree en los grandes relatos que dan sentido a la historia y legitiman proyectos políticos, sociales, económicos como el de la modernidad.

Se piensa incluso que los grandes relatos emancipadores de la modernidad han sido (a aún son) muy peligrosos: albergan la coerción, la uniformidad y el totalitarismo.

No creen en el proyecto de la modernidad en cuanto estilo de pensamiento y su correspondiente estilo de vida desarrollista, competitiva y funcionalista.

Aunque permanece una melancolía por la pérdida de un concepto “fuerte” de razón (Lyotard), sin embargo, los intelectuales postmodernos ven en esta situación nuevas posibilidades:

Una nueva concepción de la razón y la racionalidad pluralista y fruitivo-inaugural.

Una comprensión de la vida humana donde la racionalidad (objetivamente, instrumental, logificante) no sea lo central y único.

Una visión de la inmensa riqueza y heterogeneidad de la vida, irreductible a ningún universalismo.

Tomando en cuenta los que acabamos de exponer, encontramos un rechazo a la “historia” con mayúsculas, a la construcción de la historia como metarrelato. Si bien, al igual que en las sociedades tradicionales, se rechaza la idea de la historia como proceso lineal, a diferencia de dichas sociedades, se reconoce la existencia de muchas historias, se fragmenta la historia que reconoce el moderno.

El investigador francés Jean Lyotard, plantea que ha concluido el tiempo moderno porque los grandes metarrelatos modernos que le dieron referencia racional, horizonte, guía de acción, han claudicado. Aparecen en su lugar una pluralidad de relatos no totalizadores, de relatos parciales, de razones circunstanciales, de lenguajes y variables que sirven circunstancialmente en términos de eficacia para las situaciones que cada uno vive. A partir de la idea de fragmentación, Lyotard plantea que podríamos estar en los bordes de la modernidad, trabajando en sintonía con un tiempo de carácter post-moderno, plural, polisémico, parcial en valores, hablas y sentidos.

Siguiendo el hilo de lo que venimos diciendo, la postmodernidad es el período histórico de la pluralidad de voces en la esfera pública, de la desregulación de reglas en la composición del arte, la literatura, la música y la arquitectura (puesto que ya no hay una “única forma” de hacerlos sino muchas y cada una de ellas de igual importancia que las otras) y el momento de la reivindicación de derechos sociales y especiales (del niño, del enfermo, del anciano, etc.).

En definitiva, en la posmodernidad ya no hablamos de tiempo, sino de “tiempos”; tampoco hablamos de historia sino de “historias” que parecen proceder en camino inverso al de la universalización planteada por la Modernidad.

Parecería ser que la cosmovisión postmoderna devolvería al hombre la posibilidad de “escribir su propia historia” (que ya no sería la historia de la humanidad sino la de cada hombre en particular) que la modernidad en el fracaso de su proyecto le había robado. Como decíamos antes, la sociedad tradicional podía criticarle al Modernismo que, proclamando la autonomía del hombre para crear su historia después otorgaba ese “privilegio” sólo a unos pocos obligando a los demás a aceptar y a sufrir las consecuencias de lo que ellos consideraban historia. En este sentido, el postmodernismo, proclamando la des-construcción de la razón ilustrada y la pluralidad de voces, devolvería al hombre aquella capacidad perdida o, mejor dicho, negada. En el compromiso ideológico con las minorías en política, sexo y lenguaje está esa posibilidad.

Pero, naturalmente, el postmodernismo también genera sus críticas. Si bien se acepta la crítica hecha por esta corriente de pensamiento a los excesos instrumentales de la razón ilustrada, se ve peligroso el abandono de la universalidad. Según opina Habermas, sin unos principios o éticas mínimas, no hay posibilidad de ser críticos y resistir al statu quo. Por eso en el fondo del postmodernismo anida el neo-conservadurismo. Se puede además aceptar la crítica postmoderna a la razón fundamentadora, a la moral abstracta, y salvaguardar la pluralidad de formas de vida mediante una comprensión, por ejemplo, comunicativa de la razón y la ética. Es decir que, la solución a los problemas que plantea la postmodernidad no sería la única. Se argumenta que la mayor deficiencia de los postmodernos es la ausencia de análisis socio-políticos del fracaso de la modernidad. Por eso carecen de mediaciones en sus propuestas y, a menudo, se quedan en “un ingenuo pluralismo neoliberal”.

3. Conclusión

Podemos decir que, para las sociedades “primitivas”, lo que guía el desarrollo de su vida, es la imitación de ciertos arquetipos, aquellos que lo remontan al origen mítico de la creación y que permiten que el mundo pueda ser creado constantemente, por lo que el “transcurrir” del tiempo, el tiempo profano, es abolido en ese proceso participando el hombre arcaico del tiempo sagrado. En este sentido, la “edad de oro” del hombre arcaico puede situarse en el origen mítico, pero también en cada rito que lo haga participar de él. Esto denota una actitud antihistórica del hombre arcaico, que no reconoce el origen en un tiempo determinado, sino en un tiempo mítico, y la vida tiene sentido en función de él. La realización de un pecado, o el alejamiento de los arquetipos y la repetición, puede interpretarse como una “caída en la historia”, y es posible su reparación por medio de ritos de regeneración. Su objetivo principal, entonces, se establecería en la trascendencia definitiva del tiempo, la vida en la eternidad. En el caso del hombre moderno o “histórico”, la columna vertebral de su desarrollo se basa en la concepción de una historia lineal, basada en el proyecto ilustrado de la razón que hará posible el progreso, un proceso cada vez más cercano a una meta universal: la liberación del hombre de su culpable incapacidad, el uso de la razón que permitiría la libertad definitiva de la humanidad. En éste último caso, se sitúa la edad de oro al final del proceso, en el “futuro” mejor que el hombre está construyendo desde el presente. El “avance” de la historia hacia aquella meta, está dado por la aparición de las “novedades” que para el hombre tradicional representan el alejamiento de los arquetipos.

Pero en el caso de la postmodernidad, a partir del gran fracaso del proyecto de la Ilustración, la guía es que ya no hay guía. Tras la ruptura de la universalidad y de la razón como fundamento de la realidad, el fin de los grandes relatos que dan sentido a la historia y legitiman proyectos políticos, sociales o económicos, la posmodernidad habla de una nueva realidad en la que “todo vale”, un relativismo absoluto que impide la posibilidad de establecer parámetros desde donde medir conductas, valores, ideales. Así, el tiempo de la posmodernidad es el tiempo presente, el tiempo de lo efímero, un tiempo de acontecimientos que ya no son vistos en función de su pasado ni de su futuro. La posmodernidad se planteará a sí misma como un movimiento de des-construcción y desenmascaramiento de la razón ilustrada como respuesta al fracaso del proyecto modernista. Esta tarea de des-construcción, tiene su aspecto más negativo en Foucault, quien afirma que somos movidos por “nuevas tecnologías del poder que toman la vida como objeto suyo”. Frente a esto, sería imposible hacer revoluciones o crear instituciones de defensa de los derechos humanos, puesto que constituirían regresiones jurídicas. Para él, las instituciones y los derechos no hacen más que volver aceptable al poder. Todas las interrogaciones sobre la condición humana sólo remitirían a los individuos de una condición disciplinaria a otra, y sólo añaden otro discurso de poder.

El ideal moderno, al postular la autonomía del hombre de la naturaleza, critica la falta de libertad del hombre arcaico para crear su historia, puesto que no hacía más que repetir arquetipos que no le pertenecían. El hombre moderno se considera libre, es él quien decide sobre sí mismo, es él el artífice de su propio destino. Pero, estos ideales del hombre histórico que parecen superar la concepción arcaica resultaron imposibles de llevar a cabo, puesto que, en lugar de producirse el avance hacia una sociedad que postulase la libertad del hombre, lejos de eso, el hombre se vio acorralado por la propia historia de la que se consideró autor e intérprete. La “historia” sólo fue escrita por unos pocos que obligaron al resto de sus contemporáneos a vivir bajo las condiciones de lo que para sus escritores era la “historia”. Además, desembocó en catástrofes imposibles de explicar desde el paradigma del progreso. Esas rupturas dan origen a la cosmovisión posmoderna que, postulando el fin de los grandes relatos y el camino inverso a la universalidad que la Modernidad pretendía instaurar, da origen a un “pluralismo neo-liberal”, donde el pasado y el futuro ya no existen, no hay explicaciones que trasciendan la historia, porque tampoco hay ya historia, no hay proyecto.

La humanidad asiste así a un descenso acelerado y constante hacia una barbarie (en el sentido negativo del término) que cada vez resulta más natural y menos cuestionada.

Una nueva y “más justa” sociedad, en la que el hombre sea valorado como tal, no será posible si no se genera una nueva y verdadera conciencia autónoma que, a la vez, rescate aquellos valores de la tradición, basados en la igualdad y en el respeto mutuo, y una actitud distinta frente a ella, que se integre además al pasado de la humanidad y a las concepciones de un presente-futuro diferentes. (*)

(*) Fuente: Trabajo realizado por Nadia Sabrina Koziner en el contexto de la materia Principales Corrientes del Pensamiento Contemporáneo de la Carrera de Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Buenos Aires en el año 2002.

4. Bibliografía

Casullo, Nicolás; Unidad Nº 1, Unidad Nº 2 y Unidad Nº 3, material de la cátedra “Principales Corrientes del Pensamiento Contemporáneo”, primer cuatrimestre año 2002.

Casullo, Nicolás; Forster, Ricardo; Kaufman, Alejandro; “Historia, tiempo y sujeto: antiguas y nuevas imágenes” en Itinerarios de la Modernidad, Editorial Eudeba, Buenos Aires, 1999, págs. 235-238

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López Gil, Marta; Filosofía, modernidad y posmodernidad, Editorial Biblos, Buenos Aires, 1996.

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