El peso de la realeza

Tabúes regios y sacerdotales

En cierta etapa de la sociedad primitiva el rey o sacerdote está dotado, según creen, de virtudes o poderes sobrenaturales o es la encarnación de una deidad y, de acuerdo con esta fe, se le hace responsable de los malos tiempos, cosechas fracasadas y otras calamidades parecidas. En algún grado parece presumirse que el regio imperio sobre la naturaleza semejante al que tiene sobre sus súbditos y esclavos, actúa mediante actos concretos voluntarios, y en consecuencia, si agobia la sequía, el hambre, la peste o las tormentas, el pueblo atribuye su mala suerte a la negligencia o culpa de su rey y le castiga con palizas y encadenándole o, si sigue obstinado, con el destronamiento y la muerte. Algunas veces, sin embargo, al curso de la naturaleza, aunque considerado dependiente del rey, se lo supone parcialmente independiente de su voluntad. Se considera su persona, si se nos permite expresarlo así, a modo de centro dinámico del universo, del que irradian las líneas de fuerza en todas direcciones del cielo, de tal modo que un movimiento de su cabeza o el solivio de su mano afecta al instante y puede alterar seriamente alguna parte de la naturaleza. Él es el punto de apoyo del cual depende el equilibrio mundial, y la menor irregularidad por su parte puede deshacer dicho equilibrio. Por lo tanto, debe tenerse sumo cuidado por él, y también él mismo, su vida entera, hasta el más mínimo detalle, ha de ser regulada para que ningún acto suyo, voluntario o involuntario, pueda desquiciar o destruir el orden establecido de la naturaleza. De esta clase de monarcas es o, mejor aún, era el espiritual emperador del Japón, el Mikado o Dairi; él es encarnación de la diosa Sol, deidad que rige el universo, hombres y dioses incluidos. Una vez al año le presentan sus respetos los dioses y están alojados un mes en su corte; durante este mes, cuyo nombre significa “sin dioses”, no se frecuentan los templos porque no están allí, según creen. El Mikado asume en sus declaraciones oficiales y decretos, y su pueblo así lo considera, el título de “deidad manifestada o encarnada” y él reclama autoridad general sobre los dioses del Japón. Por ejemplo, en un decreto oficial del año 646, el emperador es descrito como “oí dios encarnado que gobierna el universo”.

La siguiente descripción del modo de vivir del Mikado fue escrita hace unos doscientos años. “Actualmente aun los príncipes descendientes de esta familia, y más particularmente el que se sienta en el trono, son considerados como las personas más sagradas por sí mismas y a modo de papas por nacimiento. Con objeto de conservar estas ideas tan convenientes en la mente de sus súbditos, aquéllos están obligados a tomarse un cuidado extraordinario con sus propias y sagradas personas y a hacer cosas tales que, enjuiciadas de acuerdo con las costumbres de otras naciones, serían ridículas e impertinentes. No estará mal dar algunos ejemplos de esto. Él piensa que sería muy perjudicial a su dignidad y santidad tocar el suelo con sus pies, y por esta razón, cuando quiere ir a cualquier sitio, debe ser transportado a hombros de un lado para otro. Mucho menos puede consentir en exponer su sagrada persona al aire libre, y el sol no es digno de iluminar su cabeza. Tal es la santidad que se achaca a todas las partes de su cuerpo que no se arriesga a corlarse el pelo, ni las barbas, ni las uñas. Sin embargo, y a menos de estar cada vez más sucio, se necesita que le limpien por la noche, cuando él está dormido; porque dicen ellos que lo que se recoja de su cuerno en estas horas, se le roba y, como es un robo, no perjudica a su dignidad o santidad. En tiempos antiguos estaba obligado a sentarse en el trono durante varias horas todas las mañanas, con la corona imperial puesta sobre la cabeza y a quedar inmóvil, semejante a una estatua, sin mover mano ni pie, ni la cabeza, ni los ojos, ni en absoluto parte alguna de su cuerpo pues mediante esto se pensaba que podría conservar la paz y tranquilidad en su imperio; si desgraciadamente se movía o tendía una mirada en cualquier dirección de sus dominios, estallaría la guerra, el hambre, ]qs incendios o alguna otra catástrofe pronta a desolar el país. Habiéndose descubierto mucho después que la corona imperial era el paladión que con su inmovilidad conservaba la paz en el imperio para librar del cargante deber su persona imperial, consagrada solamente a los placeres y la ociosidad, se pensó en el expediente actual de colocar la corona sobre el trono todas las mañanas durante unas horas. Sus comidas son aderezadas cada vez en cacharros nuevos y servidas en mesa y platos nuevos: todo está muy limpio y primoroso, pero hecho de loza ordinaria, pues sin un considerable gasto no podrían abandonarse o romperse después de haber servido una sola vez. Generalmente rompían todos los cacharros, temiendo que pudieran llegar a manos de cualquier inadvertido, porque creían religiosamente que si cualquier lego se atreviera a comer en aquella vajilla sagrada, se le hincharían, abrasadas, boca y garganta. El mismo temor a que sobrevinieran males se tenía de las vestiduras sagradas del Dairi; se creía que al lego que, se vistiera con ellas, sin permiso o mandato expreso del emperador, le ocasionarían hinchazón y dolores en todo el cuerpo”. Sobre el mismo tema dice un relato antiguo del Mikado: “Se consideraba como una bochornosa degradación para él, que tocara el suelo con los pies. No se permitía que diesen en su cabeza los rayos del sol o de la luna. Ninguna de las superfluidades de su cuerpo podía quitarse nunca, ni cortarse el pelo, la barba o las uñas. Se le aliñaban y servían las comidas en vajilla que servía solamente una vez”.

Se encuentran sacerdotes o, mejor aún, reyes divinos parecidos, en un nivel poco más bárbaro, en la costa oeste de África. En Punta Tiburón, cerca de Cabo Padrón, en la Guinea baja, vive solitario en el bosque el rey sacerdotal Kukulu. No puede tocar a una mujer ni dejar su casa, ni aun levantarse de la silla, en la cual tiene que dormir sentado, pues si se tumbase no se levantaría ningún viento y la navegación quedaría parada. Regula las tormentas y en general mantiene en estado salutífero y uniforme la atmósfera. En Monte Agu, en el Togo, vive un fetiche o espíritu llamado Bagba que tiene mucha importancia para el conjunto del país de los alrededores. Se le adscribe el poder de dar o retener la lluvia y es el señor de los vientos, inclusive del harmattan, viento caliente y seco que sopla del interior. Su sacerdote mora en una casa sobre el más alto pico de la montaña, donde guarda los vientos en unas vasijas enormes. Se le solicita además para que llueva, y él hace buen negocio con amuletos que consisten en colmillos y quijadas de leopardos. Aunque su autoridad es grande y él es el verdadero jefe del país, en realidad la ley del fetiche le prohibe dejar la montaña nunca y debe vivir hasta su muerte en la cúspide. Solamente una vez al año puede bajar a hacer sus compras en el mercado, pero aun entonces no debe entrar en la choza de ningún mortal y deberá volver a su lugar de exilio el mismo día. Los asuntos del gobierno en las aldeas son llevados por jefes subordinados suyos y nombrados por él. En el reino africano occidental del Congo había un pontífice supremo denominado Chitóme o Chitombé a quien los negros trataban como un dios en la tierra y todopoderoso en el cielo. De consiguiente, antes de probar las nuevas cosechas le ofrecían las primicias, temiendo que caerían sobre ellos múltiples desgracias si rompían esta ley. Cuando dejaba su residencia para visitar otros lugares de su jurisdicción, toda la gente observaba estricta continencia mientras estuviera en su excursión, por suponer que un acto de incontinencia le sería fatal. Y si se moría de muerte natural, creían que el mundo perecería y la tierra, que solamente está sostenida por su mérito y poderío, sería aniquilada inmediatamente. Entre las semibárbaras naciones del Nuevo Mundo, en la época de la conquista española se encontraron jerarquías o teocracias semejantes a la del Japón; en particular, el gran pontífice de los zapotecas parece haber presentado un estrecho paralelo con el Mikado. Era un poderoso rival del rey y este señor espiritual gobernaba Yopaa, una de las ciudades más grandes e importantes del reino, con absoluto imperio. Es imposible, se nos dice, exagerar la reverencia en que se le tenía. Era considerado como un dios a quien la tierra no tenía méritos para sostener ni el sol para brillar sobre él. Profanaba su santidad tan sólo tocando el suelo con el pie. Los oficiales que llevaban su palanquín al hombro eran miembros de las familias más distinguidas; difícilmente se dignaba mirar a nadie de los que le rodeaban y todo el que le encontraba caía con la cara en tierra temiendo que la muerte le llegaría si miraba siquiera a su sombra. Los sacerdotes zapotecas tenían ordinariamente una regla de continencia impuesta especialmente sobre el gran pontífice, pero “en ciertos días del año, que se celebraban generalmente con banquetes y bailes, era costumbre que el gran pontífice se emborrachase, y estando en este estado, creyendo que no pertenecía ni al cielo ni a la tierra, le traían una de las más bellas vírgenes de las consagradas al servicio de los dioses”. Si la criatura que nacía después era niño, le exaltaban a príncipe de la sangre y el hijo mayor de todos sucedía a su padre en el trono pontifical. Los poderes sobrenaturales atribuidos a este pontífice no están especificados, aunque es probable que recordaran a los del Mikado y Chitóme.

Siempre que, como en el Japón y en África occidental, se imagina que el orden natural y hasta la existencia del mundo están ligados a la vida del rey o sacerdote, claro es que éste será considerado por sus súbditos como un manantial de bendiciones infinitas o de infinitos daños. El pueblo tiene que estarle agradecido por la lluvia o el tiempo soleado que nutre los frutos del suelo; por el viento que trae los barcos a sus costas y hasta por el innoble suelo que les sustenta. Pero lo que él da, puede rehusarlo, y tan estrecha es la dependencia de la naturaleza a su persona, tan delicado el equilibrio de fuerza de las que es el centro que la menor irregularidad por su parte provoca un terremoto que hace temblar la tierra en sus cimientos. Y si puede ser perturbada la tierra por el más fútil acto involuntario del rey, fácil es pensar la convulsión que podría provocar su muerte. La muerte natural del Chitóme, como lo hemos visto ya, supone la destrucción de todo. Evidentemente, y en consideración a su propia seguridad, como puede estar expuesto al peligro por un acto irreflexivo del rey y más todavía por su muerte, el pueblo exigirá de su rey o sacerdote una estricta conformidad con aquello cuyo cumplimiento se cree necesario para su propia conservación y en consecuencia para la conservación de su pueblo y del mundo. La razón de ser de las despóticas monarquías primitivas, en las que el pueblo existía solamente para el soberano, es totalmente inaplicable a las que aquí estamos tratando. Por el contrario, en éstas solamente vive el monarca para sus súbditos; su vida es valiosa solamente en tanto que cumpla los deberes de su posición ordenando los eventos naturales para el beneficio de su pueblo. Tan pronto como deja de hacerlo así, el esmero en servirle, la devoción, el homenaje religioso que el pueblo entonces le prodigo, se torna en odio y desprecio, le destrona ignominiosamente y podrá agradecer si escapa con vida. Adorado un día como dios, es muerto al siguiente como criminal. Pero en esta conducta cambiante del pueblo no hay nada caprichoso o inconsecuente; por el contrario, es rectilínea. Si su rey es dios, a él deben confiar su defensa, y si no la acepta, debe dejar el puesto a otro que la asuma. Sin embargo, mientras responda a sus esperanzas, no limitan los cuidados que con él tienen y los que le obligan a tomar por sí mismo. Un rey de este género vive acosado por una etiqueta ceremonial, una red de prohibiciones y observancias cuya intención no es contribuir a su dignidad ni mucho menos a su comodidad, sino constreñirle contra una conducta que, perturbando la armonía de la naturaleza, pudiera envolver a él, a su pueblo y al universo en una catástrofe general. Lejos de aumentar su comodidad, estas observancias entorpecen todas sus acciones, aniquilan su libertad y con frecuencia su propia vida, cuyo objeto es conservarla, convirtiéndola en carga penosa y triste.

De los reyes de Loango, dotados sobrenaturalmente, se dice que el más poderoso de ellos es el que más tabús se ve obligado a obedecer: regulan todas sus acciones, su paseo y su descanso, su comida y su bebida, su sueño y su vigilia. A estas restricciones está sujeto desde su infancia el heredero del trono y según va teniendo más edad, va creciendo cada vez más el número de abstinencias y ceremonias que cumple “hasta el momento de ascender al trono, en que se pierde en el océano de los ritos y tabús”. En el cráter extinguido de un volcán, encerrado por todos lados por laderas frondosas, se encuentran las desperdigadas chozas y campos de ñame de Riabba, capital del rey nativo de Fernando Poo. Este misterioso ser vive en lo más recóndito del cráter, acompañado por un harén de cuarenta mujeres y cubierto, se dice, con monedas antiguas de plata. Salvaje desnudo como es, aún ejerce más influencia en la isla que el gobernador español de Santa Isabel. En él está encarnado, o algo así el espíritu de los bubis o habitantes aborígenes de la isla. No ha visto nunca la cara de un hombre blanco y según la firme convicción de todos los bubis, la vista de un “cara pálida” le causaría la muerte instantánea. No puede ir a ver el mar; en verdad se cuenta que jamás lo vio ni aún a distancia y que por esto lleva toda su vida unos grilletes en las piernas dentro de la penumbra crepuscular de su choza. Ciertamente, nunca ha puesto sus pies en la playa y a excepción de su mosquete y cuchillo no usa nada que venga de los blancos; telas europeas no tocan persona y desdeña el tabaco, el ron y hasta la sal.

Entre los pueblos de la Costa de los Esclavos y de habla ewe, “el rey es al mismo tiempo gran sacerdote. En esta calidad, particularmente en tiempos antiguos, era inabordable para sus súbditos. Solamente por la noche le era permitido salir de su morada con objeto de bañarse y realizar las demás necesidades naturales. Nadie sino su representante, el llamado rey visible, con tres ancianos escogidos, podía hablar con él y aun así, tenían que hacerlo sentados de espaldas a él sobre una piel de buey. No podía mirar a ningún europeo ni caballo, ni mirar al mar, razón por la cual no le estaba permitido ausentarse de su capital ni un solo momento. Estas leyes fueron derogadas en época reciente”. El mismo rey de Dahomey está sujeto a la prohibición de contemplar el mar y lo mismo sucede con los reyes de Loango y Gran Ardra, en Guinea. El mar es el fetiche de los eyeos, en el noroeste del Dahomey, y ellos y su rey están amenazados con la muerte por los sacerdotes si se atreven a mirarlo. Se cree que el rey de Gayor, en Senegal, moriría infaliblemente dentro del año si cruzase un río o brazo de mar. En Mashonalandia hasta época reciente los jefes no podían cruzar ciertos ríos, particularmente el Rurikwi y el Nyadiri; la costumbre era observada estrictamente al menos por un jefe en estos últimos años. “A ningún precio querrá cruzar el río el jefe. Si le es absolutamente necesario hacerlo, le vendan los ojos y le cruzan la corriente disparando tiros y cantando. Si él lo cruzara andando, quedaría ciego o moriría; de todos modos perdería la jefatura”. También en el sur de Madagascar, entre los mahafalys y sakalavos, está prohibido a algunos reyes navegar en el mar o cruzar ciertos ríos. Entre los sakalavos el jefe está considerado como un ser sagrado, pero atraillado por una multitud de restricciones que rigen su conducta lo mismo que la del emperador de la China. No puede intentar hacer nada, sea lo que sea, a menos que los hechiceros declaren favorables los presagios; no puede comer nada caliente y en ciertos días no puede salir de su choza, y así otras cosas. En algunas de las tribus montañesas del Asam, el jefe y su mujer tienen que observar muchos tabús respecto a los alimentos; no deben comer búfalo, cerdo, perro, gallina ni tomates. El jefe será casto, marido de una sola mujer, de la que se separa la víspera de una observancia general o pública de tabú. En un grupo de tribus, al jefe le está prohibido comer en pueblo forastero y bajo ninguna provocación, sea la que sea, pronunciará una sola palabra de denuesto. Seguramente imagina la gente que la violencia de cualquiera de estos tabús por un jefe, atraerá la desgracia sobre toda la aldea.

Los antiguos reyes de Irlanda, así como los reyes de las cuatro provincias de Leinster, Munster, Ulster y Connaught, estaban coartados por ciertas prohibiciones curiosas o tabús de cuya debida observancia suponían que dependía la prosperidad de la población del país tanto como la suya propia. Así, por ejemplo, no debería levantarse el sol sobre el reino de Irlanda antes que el rey se levantara de su lecho en Tara, la antigua capital de Erín. Le estaba prohibido apearse del caballo en día miércoles en el Magh Breagh, cruzar Magh Cuillinn después del atardecer, espolear su caballo en Fan Chomair, ir embarcado en lunes después del Bealltaine (día mayo) y dejar huellas de su ejército sobre Ath Maighue el martes después de “todos los santos”. El rey de Leinster no podía rodear Tuath Laighean por la izquierda en día miércoles ni dormir entre el Dothair (Dodden) y el Duibhlinn con la cabeza inclinada a un lado, ni acampar nueve días seguidos en las llanuras de Cualann, ni viajar por el camino de Duibhlinn en lunes, ni montar caballo enlodado y de patas negras cruzando Magh Mainstean. Al rey de Munster le estaba prohibido divertirse en la fiesta de Loch Lein de un lunes al lunes siguiente, banquetear de noche en el principio de la siega ante Geim en Leitreacha; acampar por nueve días sobre el Siuir y tener una reunión fronteriza en Gabhran. Al rey de Connaught se le prohibía terminar un tratado respecto a su antiguo palacio de Cruachan después de hacer la paz en día de todos los santos, ir con ropa moteada sobre un caballo pío al brezal de Dal Chais, acudir a una asamblea de mujeres en Seaghais, sentarse en otoño sobre los montones sepulcrales de la mujer de Maine, contender corriendo sobre caballo gris y tuerto en concurso entre dos postes en At Gallta. Al rey de Ulster le estaba impedido ir a la feria de caballos de Rath Line entre los jóvenes de Dal Araidhe, escuchar los cantos de las bandadas de pájaros de Linn Saileach después de la puesta del sol, celebrar la fiesta del toro de Dairemie-Daire, ir a Magh Cobha en el mes de marzo y beber del agua de Bo Neimhidh entre dos luces o en el crepúsculo. Si los reyes de Irlanda cumplían estrictamente éstas y otras muchas costumbres más, que estaban en uso desde tiempo inmemorial, se pensaba que no tendrían nunca mala suerte o desgracia y vivirían noventa años sin conocer los achaques de la vejez; que ninguna epidemia o mortandad sobrevendría en su reinado y que las estaciones del año serían favorables y la tierra rendiría cosechas en abundancia; mientras que si abandonaban los usos antiguos, el país sería visitado por el hambre, las plagas y los malos tiempos.

Los reyes de Egipto fueron adorados como dioses y la rutina de su vida diaria estaba regulada en todos los detalles por reglas precisas e invariables. “La vida de los reyes de Egipto —dice Diodoro— no era semejante a la de otros monarcas que son irresponsables y pueden hacer lo que quieran; por el contrario, todas las cosas estaban fijadas para ellos mediante leyes, y no solamente sus deberes oficiales sino aun los detalles de su vida diaria. . . Las horas, lo mismo del día que de la noche, fueron coordinadas para lo que tenía que hacer el rey, no lo que a él le gustase, sino lo que estaba prescrito para él… No sólo tenía su horario para las tramitaciones de los negocios públicos o sentarse a enjuiciar, sino todas las horas, para sus paseos, su baño y acostarse para dormir con su mujer y, resumiendo, para todos los actos de su vida todo estaba establecido. La costumbre le prescribía una comida sencilla; la única carne que podía comer era de ternera y solamente podía beber una determinada cantidad de vino”. Además, hay razones para creer que estas reglas fueron observadas no sólo por los antiguos faraones, sino por los reyes sacerdotales que reinaron en Tebas y Etiopía a finales de la dinastía xx.

De los tabúes impuestos a los sacerdotes podemos hallar un ejemplo notable en las reglas de vida prescritas para el Flamen Dialis de Roma, al que se le interpretaba como imagen viviente de Júpiter o encarnación humana del espíritu celestial. Eran así: el Flamen Dialis no podía montar a caballo ni aun tocar uno siquiera, ni mirar tropas bajo las armas; no podía llevar ningún brazalete que no estuviera roto, ni tener un nudo en ninguna parte de sus vestidos. Ningún fuego, salvo un fuego sagrado, podía tomarse de su casa, ni tocar harina de trigo o pan con levadura; no podía tocar ni aun nombrar a una cabra, perro, carne cruda, habas y yedra, ni reposar bajo una parra; los pies de su cama tenían que estar embadurnados de barro; su cabellera sólo podía cortarla un hombre libre y con cuchillo de bronce; los recortes de sus uñas y pelo debían ser enterrados bajo un árbol afortunado (fasto). No debía tocar un cadáver en ningún lugar donde fueran a enterrar un muerto, ni ver trabajar si era día santo, ni estar descubierto al aire libre. Si metieran en su casa a un hombre maniatado, tenían que desatarle y tirar las cuerdas por un agujero del techo para que cayeran en la calle. Su mujer, la Flamínica, tema que observar aproximadamente las mismas reglas y además otras propias para ella: no podía subir más de tres escalones de la clase de escalera llamadas griegas y en un festival especial se le impedía llevar peinados sus cabellos. La suela de sus zapatos no podía ser hecha de un animal que hubiera muerto por enfermedad o vejez, sino matado o sacrificado.

Entre los grebos de Sierra Leona hay un pontífice que lleva el título de bodia y que ha sido comparado por sutiles razones con el gran sacerdote de los judíos. Se le nombra de acuerdo con un mandato del oráculo. En una ceremonia de instalación muy complicada, le ungen, le ponen una ajorca en el tobillo como insignia de su puesto y rocían las jambas de su puerta con la sangre de una cabra sacrificada. Tiene a su cargo los talismanes públicos y los ídolos, que él alimenta con arroz y aceite todas las lunas nuevas; hace sacrificios a los muertos y a los demonios en bien de la ciudad. Nominalmente su poderío es muy grande mas en la práctica está muy limitado, pues no se atreve a arrostrar la opinión pública y es responsable, aun con su vida, de cualquier calamidad que caiga sobre el país. De él se espera que pueda obligar a la tierra a traer abundantes productos: que el pueblo goce de buena salud y que la guerra se mantenga alejada y las brujerías sean tenidas a raya. Su vida está enredada entre prescripciones de ciertos tabús o restricciones Así, no puede quedarse a dormir en ninguna casa más que en su residencia oficial, que llaman “la casa ungida” por alusión a la ceremonia hecha en la inauguración. No puede beber agua en los caminos. No puede comer mientras haya un cadáver en la ciudad y no debe tampoco observar duelo por el fallecido. Si mucre mientras ocupa el puesto, debe ser enterrado a medianoche; pocos deben ser los que se enteren de su fallecimiento y nadie debe lamentar su muerte cuando se haga pública. Si muriese víctima de una ordalía por veneno, bebiendo un cocimiento de madera de sassy, entonces sería inhumado bajo las aguas de un torrente.

Entre los todas de la India meridional, el vaquero sagrado, que actúa como sacerdote de la vaquería sagrada, está sujeto a una serie variada de restricciones enojosas y pesadas durante todo el tiempo de sus obligaciones, que puede durar muchos años. Por ejemplo, vivirá en la vaquería santa y nunca visitará su casa ni ninguna otra aldea corriente. Será célibe, y si casado, tendrá que abandonar a su esposa. Ninguna persona corriente puede tocar al vaquero santo ni a la santa vaquería; tal contacto podría macular su santidad hasta hacerle perder su ocupación. Sólo dos días a la semana, generalmente lunes y jueves, puede un profano aproximarse algo al vaquero; los demás días, si tiene algún negocio que despachar con él, se colocará a distancia (algunos dicen que a 400 metros) y le dirá su recado en alas del espacio, a voces. Además, el vaquero sagrado no se cortará el pelo ni tampoco las uñas mientras conserve su puesto. No cruzará un río por el puente, sino vadeándolo, y sólo por ciertos vados. Si en su clan muere alguien, él no puede asistir a ninguna de las ceremonias funerales a menos que primeramente dimita de su cargo y descienda del excelso rango del vaquero al de un cualquiera y vulgar mortal. Indudablemente parece ser que en épocas antiguas tenía que entregar la firma, por no decir los cubos del oficio, siempre que algún miembro de su clan se despedía de la vida. Sin embargo, estas pesadísimas restricciones han sido relegadas por completo, quedando impuestas solamente a los de clase muy eximia.

La rama dorada, capítulo XVII