DIMENSIONES DE LA ORACION

DIMENSIONES DE LA ORACION

FRITHJOF SCHUON

El hombre debe encontrar a Dios con todo lo que es, pues Dios es el Ser de todo; éste es el sentido de la exhortación bíblica de amar a Dios «con todas nuestras fuerzas».

Ahora bien, una de las dimensiones que caracterizan de facto al hombre es que éste vive hacia el exterior y tiende, además, a los placeres; ahí están su exterioridad y su concupiscencia. Debe renunciar a ambas frente a Dios pues, en primer lugar, Dios está presente en nosotros mismos y, en segundo lugar, el hombre debe poder encontrar el goce dentro de sí mismo y con independencia de los fenómenos sensoriales.

Pero todo lo que acerca a Dios tiene precisamente por ello su beatitud; elevarse, al rezar, por encima de las imágenes y los ruidos del alma es una liberación a través del Vacío divino y la Infinitud; esta es la estación de la serenidad.

Es verdad que los fenómenos exteriores, por su nobleza y su simbolismo -o su participación en los arquetipos celestiales-, pueden tener una virtud interiorizadora, y todo puede ser bueno a su debido tiempo; esto no quita que el desapego deba realizarse, pues, si no, el hombre no tiene derecho a la exterioridad legítima y cae en una exterioridad seductora y en una concupiscencia mortal para el alma. Del mismo modo que el Creador por su trascendencia es independiente de la creación, al igual el hombre debe ser independiente del mundo con miras a Dios. Es esa prerrogativa del hombre que es el libre albedrío; sólo el hombre es capaz de resistir a sus instintos y deseos. Vacare Deo.

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Otro privilegio del hombre es el pensamiento racional y la palabra; esta dimensión debe por consiguiente actualizarse con ocasión de ese encuentro con Dios que es la oración. El hombre no se salva sólo por la abstención del mal, se salva también, y a fortiori, por el cumplimiento del Bien; y la mejor de las obras es la que tiene a Dios como objeto y a nuestro corazón por agente: el «recuerdo de Dios».

La esencia de la oración es la fe, la certeza por tanto; el hombre la manifiesta, precisamente, mediante el discurso, o el llamamiento dirigido al Sumo Bien. La oración, o la invocación, equipara la certeza de Dios y de nuestra vocación espiritual.

La acción vale por la intención; es evidente que no debe haber en la oración ninguna intención teñida de ningún tipo de ambición; debe estar pura de cualquier vanidad mundana, so pena de provocar la cólera del Cielo.

La oración con intención pura no aprovecha sólo al que la cumple, sino que irradia asimismo alrededor de él, y en este aspecto es un acto de caridad.

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Todo hombre va en busca de la felicidad; es otra dimensión de la naturaleza humana. Ahora bien, no hay felicidad perfecta fuera de Dios; cualquier felicidad terrenal tiene necesidad de la bendición del Cielo. La oración nos pone en presencia de Dios, que es pura Beatitud; si tenemos conciencia de ello, encontraremos en ella la Paz. Bienaventurado el hombre que tiene el sentido de lo Sagrado y que abre así su corazón a este misterio.

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Otra dimensión de la oración se deriva del hecho de que, por una parte, el hombre es mortal y, por otra, tiene un alma inmortal; debe pasar por la muerte y, sobre todo, debe preocuparse de la Eternidad, que está en las manos de Dios.

En este contexto, la oración será al mismo tiempo una llamada a la Misericordia y un acto de fe y de confianza.

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El atributo fundamental del hombre es una inteligencia capaz de conocimiento metafísico; en consecuencia, esta capacidad determina necesariamente una dimensión de la oración, que entonces coincide con la meditación; su tema es, primero, la realidad absoluta del Principio Supremo y, después, la no realidad -o la realidad relativa- del mundo que lo manifiesta.

El hombre, sin embargo, no debe utilizar intenciones que estén por encima de su naturaleza; si no es metafísico, no debe creerse obligado a serlo. Dios ama tanto a los niños como a los sabios; y Él ama la sinceridad del niño que sabe seguir siendo niño.

Es decir, hay en la oración dimensiones que se imponen a todo hombre, y otras de las que puede desentenderse, por expresarnos así; pues lo que es importante en esta confrontación no es que le hombre sea grande o pequeño sino que se mantenga sinceramente frente a Dios. Por una parte, el hombre es siempre pequeño frente a su Creador; por otra, siempre hay grandeza en el hombre cuando se dirige a Dios; y, en el fondo, cualquier cualidad y mérito pertenecen al Sumo Bien.

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Hay una dimensión de la oración meditativa, hemos dicho, cuyo tema es la realidad absoluta del Principio; y después, correlativamente, la no realidad -o la menor realidad- del mundo, que lo manifiesta.

Pero no basta con saber que «Brahma es la realidad y el mundo es la apariencia»; es necesario igualmente saber que «el alma no es sino Brahma». Esta segunda verdad nos recuerda que podemos, si nuestra naturaleza lo permite, tender hacia el Principio Supremo no sólo de modo intelectual sino también de modo existencial; lo que proviene del hecho de que no sólo poseemos la inteligencia capaz de conocimiento objetivo sino también la conciencia del yo, que es capaz en principio de unión subjetiva. Por un lado, el ego está separado de la Divinidad inmanente debido a que es manifestación y no Principio; por otro, no es sino el Principio en la medida en que éste se manifiesta, del mismo modo que el reflejo del sol en un espejo no es el sol pero, sin embargo, «no es distinto de él» en la medida en que aquél -el reflejo- es la luz solar y nada más.

Consciente de esto, el hombre no cesa de mantenerse ante Dios, que es transcendente e inmanente al mismo tiempo; y es Él, y no nosotros, quien decide la amplitud de nuestra conciencia contemplativa y el misterio de nuestro destino espiritual. Sabemos que conocer a Dios unitivamente significa que Dios mismo se conoce en nosotros; pero no podemos saber en qué medida Él quiere realizar en nosotros esta divina Conciencia de Sí; y no tiene importancia que lo sepamos o no. Somos lo que somos, y todo está en manos de la Providencia.