SOMBRAS CÓSMICAS Y SERENIDAD

SOMBRAS CÓSMICAS Y SERENIDAD

FRITHJOF SCHUON

“Dios hace lo que quiere”: ello no significa que Dios, tal como un individuo, pueda tener deseos arbitrarios, sino que el Ser puro, por su misma naturaleza, comporta la Todo-Posibilidad; ahora bien, la ilimitación de ésta implica incluso las posibilidades por así decirlo absurdas, es decir, contrarias a la naturaleza del Ser, que sin embargo se espera que todo fenómeno manifieste, y que manifiesta de buen o mal grado: pues evidentemente estas posibilidades sólo pueden hacerse realidad de un modo ilusorio y limitado, pues ningún mal puede penetrar en el orden celestial. El mal, lejos de constituir la mitad de lo posible —no existe simetría entre el bien y el mal— se encuentra limitado por el espacio y el tiempo hasta el punto de reducirse a una cantidad ínfima dentro de la economía del Universo total; ello es necesariamente así puesto que “la Misericordia envuelve todo”; y vincit omnia Veritas (la Verdad todo lo vence).

En otros términos: la Infinitud divina implica que el Principio supremo consiente, no sólo en limitarse ontológicamente —por grados y con respecto a la Manifestación universal—, sino también en dejarse contradecir en el seno de ésta; todo metafísico lo admite intelectualmente, pero falta mucho para que cada uno se encuentre en condiciones de aceptarlo moralmente, es decir, resignarse a las consecuencias concretas del principio del absurdo necesario.

Con el objeto de resolver el espinoso problema del mal, algunos han afirmado que nada es malo pues todo lo que sucede es “voluntad de Dios”, o que el mal sólo existe “desde el punto de vista de la Ley”; pero ello es inaceptable, en primer lugar porque es Dios quien promulga la Ley, y luego porque la Ley existe a causa del mal y no inversamente. Lo que hay que decir es que el mal se integra dentro del Bien universal, no como mal sino como necesidad ontológica; esta necesidad es subyacente al mal, le es metafísicamente inherente, pero no lo transforma en un bien.

Por lo tanto, no hay que decir que Dios “quiere” el mal —más bien digamos que lo “permite”— ni que el mal es un bien porque Dios no se opone a su existencia; por el contrario, se puede decir que debemos aceptar la “voluntad de Dios” cuando el mal entra en nuestro destino y no nos es posible escapar de él, o durante todo el tiempo que o somos capaces de lograrlo. Por lo demás, no perdamos de vista que el complemento de la resignación es la confianza, cuya quintaesencia es la certeza a la vez metafísica y escatológica incondicional de aquello que es, y certeza condicional de aquello que podemos ser.

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El mal forma parte del bien de diversas maneras; en primer lugar por su existencia en tanto que ésta manifiesta al Ser y por lo tanto al Bien soberano; en segundo término, por el contrario, a causa de su desaparición, pues la victoria sobre el mal es un bien y sólo es posible gracias a la presencia del mal; en tercer lugar porque el mal puede participar en el bien a título de instrumento, pues a veces sucede que un mal colabora en la elaboración de un bien; y en cuarto lugar porque esta participación puede consistir en la acentuación de un bien por contraste entre él y su contrario. Por último, los fenómenos negativos o privativos manifiestan la “capacidad” de Dios de contradecirse en cierto modo, y es la perfección misma del Ser la que exige esta capacidad; pero, como decía el Maestro Eckhart, “cuanto más blasfema más alaba a Dios”. Asimismo sucede que el bien y el mal se mezclan, lo cual origina la posibilidad de que exista un “mal menor”, o un “bien menor”; y ello coincide con la noción misma de la relatividad. Con respecto a la cuestión que plantea por qué una posibilidad es posible, ésta no tiene respuesta o bien se resuelve de antemano por el axioma de la Todo-Posibilidad inmanente al Ser, la cual por definición no tiene límites; paradójicamente, se puede decir que la Todo-Posibilidad no sería lo que es si no hiciera realidad en cierto modo a la imposibilidad.

La Realidad absoluta —el Sobre-Ser, Paramatma— no tiene opuesto; pero el Ser, el Dios personal, comporta un opuesto a causa de que se encuentra comprendido dentro de la Relatividad universal, Maya, de la cual es la cima. Sin embargo ese opuesto, Satán, no puede situarse en el mismo plano que Dios, de modo que éste también se puede considerar “sin opuesto”, al menos desde cierto punto de vista que sin embargo es esencial; es decir que Dios está “en los cielos”, mientras que el diablo, y con él el infierno, pertenece al mundo infracelestial. Sea como sea, la posibilidad de la existencia de Satán está dada, ontológicamente hablando, por la relatividad misma, la cual exige no sólo gradaciones sino también oposiciones; la relatividad es al fin y al cabo el movimiento hacia la nada, la cual sólo tiene apenas una sombra de realidad gracias a ese movimiento; y todo ello, repetimos, en virtud de la infinitud del Ser.

Una distinción análoga a la que acabamos de mencionar es la oposición entre el espíritu y la materia, con la diferencia de que ésta es neutra y no maléfica; ello no impide que la distinción entre el “espíritu” y la “carne” identifique a esta última prácticamente con el mal —por razones de oportunidad moral y mística— perdiendo de vista la transparencia metafísica de los fenómenos en general y de las sensaciones en particular, y por lo tanto de su ambigüedad y su neutralidad de principio (1). En otros términos, y para ser más precisos: si bien la materia en sí misma es neutra —nada más puro que un cristal—, existe sin embargo un defecto en su combinación con la vida, y de allí surgen la impureza, la enfermedad y la muerte; se trata de un defecto relativo que no impide las interferencias de lo celestial en la vida terrenal. Geométrica y analógicamente hablando, puede haber hundimiento dentro de los círculos concéntricos, pero los rayos que parten del centro y los atraviesan permanecen incorruptibles; este principio concierne no sólo a la ambigüedad de la materia sino también al exceso de contingencias en el cual nos vemos obligados a vivir, y que solamente nuestra relación con el Cielo logra compensar y vencer.

Pero no sólo existe el imperio de la materia sobre el espíritu, de la exterioridad sobre la interioridad y de la dispersión sobre la concentración, sino que también está el predominio del psiquismo sobre la inteligencia, y esta tara —que una racionalidad superficial no sería capaz de corregir— llega incluso a comprometer las victorias sobre la materia; a pesar de que el Cielo igualmente logra utilizar esta debilidad humana para sus fines y quitarle en ese caso su nocividad moral; pues una de las generosidades de la Misericordia es la de tomar a los hombres como son, en la medida de lo posible (2).

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Más arriba hemos dicho que hay que aceptar la “voluntad de Dios” cuanto el mal entra en el destino y no es posible escapar de él; en efecto, la naturaleza parcialmente paradójica de la Todo-Posibilidad exige de parte del hombre una actitud adecuada a esta situación, que es la cualidad de la serenidad, de la cual el cielo que está arriba de nosotros es el signo visible. La serenidad se podría caracterizar como la capacidad de mantenerse por encima de las nubes, en la calma y la frescura del vacío y lejos de todas las disonancias de este mundo inferior; consiste en no permitir jamás que el alma se hunda en pozos de problemas, de amargura, de rebelión no confesada, pues hay que cuidarse de acusar implícitamente a Ser al acusar tal fenómeno. No decimos que no haya que acusar al mal con toda justicia, sino que no hay que acusarlo con una actitud de desesperación, perdiendo de vista al Bien Soberano presente en todas partes y, bajo otro aspecto, a los imperativos del equilibrio universal; el mundo es lo que debe ser.

La serenidad es la resignación a la vez intelectual y moral a la naturaleza de las cosas: es la paciencia frente a la Todo-Posibilidad en tanto que ésta exige, por su misma limitación, la existencia de posibilidades negativas, negadoras del Ser y de las cualidades que lo manifiestan, tal como hemos señalado antes. Asimismo cabe decir, con el objeto de provee una clave más, que la serenidad consiste en resignarse a ese destino a la vez único y permanente que es el momento presente, a ese “ahora” itinerante al cual nadie puede escapar y que, en su sustancia, pertenece a lo Eterno. El hombre consciente de la naturaleza del Ser puro permanece de buena gana dentro del instante que el Cielo le ha asignado; no tiende febrilmente hacia el porvenir y no se inclina amorosa o tristemente sobre el pasado. El presente puro es el momento de lo Absoluto: es ahora —ni ayer ni mañana— cuando estamos ante Dios.

La cualidad de la serenidad evoca la de la dignidad: lejos de ser solamente un asunto de actitud exterior, la dignidad natural y sincera tiene una base espiritual que es la conciencia cuasi existencial del “motor inmóvil”; el hombre concretamente consciente de las grandezas que lo superan no puede renegar de ellas en su comportamiento, y por otra parte ello es lo que exige su deiformidad; de hecho, no hay piedad sin dignidad. La razón de ser del hombre es situarse más allá del plano de existencia sobre el cual ha sido proyectado, o sobre el cual —desde cierto punto de vista— se ha proyectado a sí mismo; y ello siempre adaptándose a la naturaleza de ese plano. La misión cósmica del hombre es ser pontifex, “edificador del puente”, del camino que une al mundo sensible y en movimiento con la inmutable Ribera divina.

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Por lo tanto, la serenidad es la victoria moral casi incondicional sobre las sombras naturales, o sea sobre las disonancias absurdas del mundo y de la vida; en caso de encuentro con el mal —y le debemos a Dios y a nosotros mismos mantenernos en la Paz— podemos utilizar los argumentos siguientes. En primer lugar, ningún mal puede debilitar al Bien Soberano ni debe perturbar nuestra relación con Dios; jamás debemos perder de vista, al entrar en contacto con lo absurdo, los valores absolutos. En segundo término, debemos tener conciencia de la necesidad metafísica de que exista el mal; “el escándalo debe llegar”. En tercer lugar, no perdamos de vista los límites del mal y su relatividad; pues Dios tendrá la última palabra. En cuarto lugar, es evidente que hay que resignarse a la voluntad de Dios, es decir a nuestro destino; por definición, el destino es lo que no podemos dejar de encontrar, y de ese modo es un aspecto de nosotros mismos. En quinto término —y ello surge del argumento anterior— Dios quiere probar nuestra fe y por lo tanto también nuestra sinceridad y nuestra paciencia, sin olvidar nuestra gratitud; es por ello que se habla de “las pruebas de la vida”. En sexto lugar, Dios no nos pediría que rindamos cuenta de lo que hacen los demás, ni de lo que nos sucede sin que seamos directamente responsables; nos hará rendir cuenta solamente de lo que hagamos nosotros mismos. Por último, en séptimo término, la felicidad pura no es para esta vida sino que es para la otra; la perfección no es de este mundo, pero este mundo no es todo, y la última palabra está en la Beatitud.

VIRTUD Y CAMINO

La primera de las virtudes es la veracidad, pues sin la verdad no podemos hacer nada. La segunda virtud es la sinceridad, que consiste en extraer las consecuencias de lo que sabemos que es verdad, y que implica a todas las otras virtudes; puesto que no basta reconocer la verdad objetivamente, en el pensamiento, sino que también hay que asumirla subjetivamente, en los actos, ya sean exteriores o interiores. La verdad excluye a las despreocupación y a la hipocresía tanto como al error y a la mentira.

La sinceridad implica directamente dos actitudes concretas: la abstención de lo que es contrario a la verdad, y el cumplimiento de lo que está de acuerdo con ella; dicho de otro modo, hay que abstenerse de aquello que aleja al Bien Soberano —el cual coincide con lo Real— y realizar lo que acerca a él. De este modo a las virtudes de la veracidad y de la sinceridad se agregan la de la temperancia y la del fervor, o la de la pureza y de la vigilancia, así como, incluso más fundamentalmente, las de la humildad y la caridad.

Sin virtud no hay camino, cualquiera que pueda ser el valor de nuestros medios espirituales; la virtud es directamente la sinceridad, e indirectamente la veracidad. La virtud no es un mérito en sí misma, sino que es un don; pero sin embargo es un mérito en la medida en que nos esforzamos hacia ella.

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Yo y los demás: las cualidades morales que corresponden respectivamente a estas dos dimensiones de nuestra existencia son la sencillez y la generosidad; o dicho de otro modo la humildad y la caridad, no como actitudes a priori sentimentales sino como adaptaciones morales y espirituales a la naturaleza de las cosas.

El fundamento quintaesencial de la virtud de la sencillez o de la humildad es que el hombre no es Dios, o que el “yo” humano no es el “Sí-mismo” divino; y el fundamento de la virtud de la generosidad, la compasión o la caridad es que nuestro prójimo también está “hecho a imagen de Dios”, o que el Sí-mismo divino es inmanente a todo sujeto humano. Es esta deiformidad la que explica también la cualidad de la dignidad, la cual resulta por añadidura de nuestra capacidad —también deiforme— de participar en la divina Majestad gracias a la conciencia que de ella tenemos.

Sencillez y generosidad: por un lado hay que ser sencillo con dignidad; por otro lado hay que ser generoso con medida, pues los intereses ajenos no suprimen nuestros propios intereses, y además todos los hombres no tienen derecho a las mismas deferencias, excepto desde el punto de vista general de la condición humana. Por otra parte, la caridad no ofrece necesariamente lo que es agradable de inmediato, pues en ese caso no habría remedio amargo; castigar con justicia a un niño es más caritativo que consentirlo. Además pensar de otra manera equivaldría a suprimir toda justicia y toda salud moral y social.

La cuestión del equilibrio entre la sencillez y la dignidad nos conduce a señalar la siguiente precisión: al reconocer que la criatura es una nada frente a Dios, no debemos perder de vista que Dios quiso la existencia de la criatura y que bajo ese aspecto ella puede tener cierta grandeza en su propio mundo; esta grandeza no la tiene solamente en su ambiente cósmico sino que también la posee, y a priori, en el Intelecto divino mismo, puesto que al crear a ese Dios quiso crear es grandeza. Lo mismo sucede con la libertad, por agregar sólo este ejemplo, ya especialmente controvertido: ante el argumento de que sólo Dios es libre y que todo el resto está predestinado, responderemos que sin embargo, al crear seres libres, Dios quería manifestar la libertad y no otra cosa, y que en consecuencia los seres son realmente libres bajo el aspecto de esta intención divina. El modo o el grado de manifestación cósmica implica limitaciones —el solo hecho de la manifestación ya las implica—, pero el contenido de esta proyección no deja por ello de ser idéntico a lo que constituye su razón de ser.

Para la piadosa sentimentalidad, la humildad significa que el hombre no es consciente de su valor, como si la inteligencia no fuera capaz de objetividad frente a este orden fenomenológico que es el alma humana; es precisamente esta objetividad la que implica que el hombre plenamente inteligente tiene conciencia también de la relatividad de sus dones, sus cualidades y sus méritos.

Evidentemente, la quintaesencia de la humildad, insistimos, es la conciencia de que no somos nada frente a lo Absoluto; dentro del mismo orden de ideas, la quintaesencia de la caridad es nuestro amor por el Bien Soberano, el cual da a nuestra compasión social su sentido más profundo. En efecto, no amar a Dios es negarlo, y negarlo es ipso facto negar la inmortalidad del alma y en consecuencia el valor de la vida, lo cual quita a nuestra beneficiencia si bien no todo su sentido al menos la mayor parte de su significado; pues la caridad hacia el hombre estrictamente terrenal —el animal humano si se quiere— debe estar acompañada po la caridad hacia el hombre virtualmente celestial, así como la caridad puramente “horizontal” puede corresponderse con el asesinato de un alma, mientras que un sufrimiento del cual nadie se compadece puede ser un bien para el alma inmortal (3). Por supuesto, no decimos esto para desalentar las intenciones de caridad, sino con el objeto de recordar que para el hombre todo valor debe referirse al Bien Soberano, so pena de seguir siendo una espada de doble filo.

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Toda virtud tiene su aspecto de belleza, que la hace inmediatamente digna de amor, independientemente del aspecto de utilidad o de oportunidad. La combinación de la sencillez y la generosidad, o de la humildad y la caridad, o de la modestia y la compasión, esta combinación, a decir verdad consustancial, constituye la virtud en sí misma y por ello mismo la calificación espiritual sine qua non. Tal vez se nos objete que, si ello es así, nadie está plenamente cualificado para la espiritualidad; ahora bien, la intención de hacer realidad la virtud forma parte de ella, de modo que la virtud esencial es a la vez una condición y un resultado. Dios no nos pide directamente la perfección, sino que requiere de nosotros la intención, que si es sincera implica la ausencia de imperfecciones graves; es sumamente evidente que el orgulloso no puede aspirar sinceramente a la humildad. Dios nos pide lo que nos dio, es decir las cualidades que llevamos en el fondo de nosotros mismos, dentro de nuestra sustancia deiforme; el hombre debe “convertirse en lo que es”; todo ser es fundamentalmente el Ser en sí mismo.

DEL AMOR

El amor de Dios se impone por la lógica de las cosas: amar los accidentes es amar la Sustancia, inconsciente o conscientemente. El hombre espiritual puede amar cosas o criaturas que en sí mismas no son Dios, pero no puede amarlas sin Dios ni fuera de Él; de modo que ellas lo conducen de un modo casi sacramental hacia el Bien Soberano simplemente siendo lo que son. “No es por amor al esposo que se quiere al esposo, sino por amor a Atma que está en él”: al amar directamente a una criatura amamos indirectamente al Creador, necesariamente puesto que “todas las cosas son Atma”. La nobleza del amor, de parte del sujeto, consiste en elegir el objeto que es digno de amor y amar sin avidez ni tiranía, teniendo consciencia —casi existencialmente— del arquetipo celestial y de la sustancia divina; con respecto al objeto digno de amor, éste ennoblece a aquel que lo ama, en la medida en que es amado en Dios. El ser humano puro, primordial y por lo tanto normativo, tiene sus raíces en el orden divino y tiende ipso facto hacia su Origen.

Quien dice amor dice belleza; el aspecto de la belleza, en Dios, es de primordial importancia dentro del contexto del amor espiritual. El amor implica el deseo de posesión y de unión; en este sentido directo, amar a Dios es, si bien no querer poseerlo, al menos querer vivir su Presencia y su Gracia, y al fin y al cabo desear unirse a él en la medida en que lo permiten nuestra potencialidad espiritual y nuestro destino.

El amor apunta a la belleza, hemos dicho; ahora bien, la Belleza de Dios surge de su Infinitud, la cual coincide con su Felicidad y su tendencia a comunicarla, es decir a irradiarla; éste es el “desbordamiento” del Bien Soberano, que a la vez proyecta sus bellezas y atrae a las almas. El Infinito se hace presente ante nosotros y al mismo tiempo nos libera de nosotros mismos; no destruyéndonos sino por el contrario conduciéndonos a lo que somos en nuestra esencia inmortal.

Sólo se puede hablar de la belleza con la condición de saber que es una realidad perfectamente objetiva, la cual es independientemente de ese factor subjetivo que es la afinidad o el gusto; la apreciación de lo bello es en primer término asunto de comprehensión y luego asunto de sensibilidad. Es bello aquello que, en el mundo de las expresiones, está de acuerdo con su esencia celestial, que es su razón de ser; en Dios mismo, la expresión hipostática de la Esencia es la Beatitud, Ananda; es ésta la que en última instancia constituye la base de toda belleza. Y la Beatitud coincide con la “dimensión” divina de Infinitud, en virtud de la cual Dios se presenta como el Bien Soberano, fuente de toda armonía y de toda dicha.

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Existe un amor de Dios que constituye un método y cuyo punto de partida es una teología, y hay otro amor de Dios cuyo punto de partida es el conocimiento de la naturaleza divina y en consecuencia el sentido de la divina Belleza, la cual nos libera de las estrecheces y de los alborotos del mundo terrenal. El camino del amor —la bakthi metódica—presupone que no podemos ir hacia Dios si no es por él; el amor en sí mismo —la batkhi intrínseca— por el contrario, acompaña al camino del conocimiento, el jnana, y se basa esencialmente en nuestra sensibilidad a la Belleza divina. Es de esta perspectiva —casi platónica— de donde surge por otra parte el arte sagrado, y es por ello que este arte se encuentra intrínsecamente dentro del campo del esoterismo; ars sine scientia nihil.

Por consiguiente, es importante comprender que los aspectos metafísicos y por así decirlo abstractos de Dios también sugieren bellezas y razones para amar: el alma contemplativa puede ser sensible a la inmensa serenidad propia del Ser puro o a la cristalinidad refulgente de lo Absoluto; o se puede —aparte de otros aspectos— amar a Dios por lo que su inmutabilidad tiene de diamantino, o por lo que su infinitud tiene de cálido y de liberador. En nuestro mundo terrenal hay bellezas sensibles: la del cielo ilimitado, la del sol brillante, la del relámpago, la del cristal; todas estas bellezas morales son del mismo orden; se puede amar a las virtudes por su participación por así decirlo estética en las bellezas del Ser divino, así como se puede y se debe amarlas por sus valores específicos e inmediatos.

Belleza, amor, felicidad: el hombre aspira a la felicidad porque la Beatitud, que está hecha de belleza y amor, es su sustancia misma. “Todos mis pensamientos hablan de amor”, dice Dante con un sentido a la vez terrenal y celestial.

Tutti i miei pensier parlan d’amore.

NOTAS  ____________________________________________________

No es necesario señalar que la teología, que admite los “consuelos sensibles”, no es estrictamente maniquea, es decir que no olvida el origen divino de la sustancia corporal; Cristo y la Virgen Santa tenían cuerpos, y estos cuerpos ascendieron al Cielo, sin duda transfigurándose, pero sin perder su corporeidad.
En este punto pensamos no sólo en las religiones monoteístas semíticas sino también en ciertos sectores dentro del hinduismo y del budismo.
También existe, obligatoriamente, la caridad hacia los animales, pero en este caso la cuestión del deber espiritual con respecto a un alma inmortal no se plantea. No se puede dar al animal más de lo que puede recibir, pero se le da lo que puede recibir porque, en su nivel, es nuestro prójimo; todo ello independientemente del hecho de que un animal pueda estar penetrado por una barakah, es decir que pueda servir de vehículo de una influencia espiritual.
Capítulo III de la obra “Raíces de la condición humana” (Frithjof Schuon, Grupo Libro, colección “Paraísos perdidos”)