Pensar en uno mismo

-¿A poco crees que conoces el mundo que te rodea? -preguntó don Juan.
-Conozco de todo -dije.
-Quiero decir, ¿sientes el mundo que te rodea?
-Siento el mundo que me rodea tanto como puedo.
-Eso no basta. Debes sentirlo todo; de otra manera el mundo pierde su sentido.
Formulé el clásico argumento de que no era necesario probar la sopa para conocer la receta, ni recibir un choque eléctrico para saber de la electricidad.
-Ya transformaste todo en una estupidez -dijo-. Ya veo que quieres agarrarte de tus razones a pesar de que no te dan nada; quieres seguir siendo el mismo aún a costa de tu bienestar.
-No sé de qué habla usted.
-Hablo del hecho de que no estás completo. No tienes paz.
La aserción me molestó. Me sentí ofendido. Pensé que don Juan no estaba calificado en modo alguno para juzgar mis actos ni mi personalidad.
-Estás lleno de problemas -dijo-. ¿Por qué?
-Sólo soy un hombre, don Juan -repuse malhumorado.
Hice la afirmación en la misma vena en que mi padre solía hacerla. Cada vez que decía ser sólo un hombre, implicaba que era débil e indefenso y su frase, como la mía, rebosaba un esencial sentido de desesperanza.
Don Juan me escudriñó como el día en que nos conocimos.
-Piensas demasiado en ti mismo -dijo sonriendo-. Y eso te da una fatiga extraña que te hace cerrarte al mundo que te rodea y agarrarte a tus razones. Por eso tienes solamente problemas. Yo también soy sólo un hombre, pero no lo digo como tu lo dices.
-¿Cómo lo dice usted?
-Yo me he salido de todos mis problemas. Qué lástima que mi vida sea tan corta y no me permita aferrarme de todas las cosas que quisiera. Pero eso no es un problema, ni punto de discusión; es sólo una lástima.
(Una realidad aparte, C. Castaneda)