Los niños mendigo

Durante el tiempo que permanecí en el hotel, descubrí que había un acuerdo entre los niños y el administrador del restaurante; a los muchachos se les permitía rondar el local para ganar algún dinero con los clientes, y asimismo comer las sobras, siempre y cuando no molestaran a nadie ni rompieran nada. Había once niños en total, y sus edades iban de cinco a doce años; sin embargo, al mayor se le mantenía a distancia del resto del grupo. Lo discriminaban deliberadamente, mofándose de él con una cantinela de que ya tenía vello púbico y era demasiado viejo para andar entre ellos.
Después de tres días de verlos lanzarse como buitres sobre las más escasas sobras, me deprimí verdaderamente, y salí de aquella ciudad sintiendo que no había esperanza para aquellos niños cuyo mundo ya estaba moldeado por su diaria pugna por migajas.
-¿Les tienes lástima? -exclamó don Juan en tono interrogante.
-Claro que sí -dije.
-¿Por qué?
-Porque me preocupa el bienestar de mis semejantes. Esos son niños y su mundo es feo y vulgar.
-¡Espera! ¡Espera! ¿Cómo puedes decir que su mundo es feo y vulgar? -dijo don Juan, remedándome con burla-. A lo mejor crees tú que estás mejor, ¿no?
Dije que eso creía, y me preguntó por qué, y le dije que, en comparación con el mundo de aquellos niños, el mío era infinitamente más variado, más rico en experiencias y en oportunidades para la satisfacción y el desarrollo personal. La risa de don Juan fue amistosa y sincera. Dijo que yo no me fijaba en lo que decía, que no tenía manera alguna de saber qué riqueza ni qué oportunidades había en el mundo de esos niños.
Pensé que don Juan se estaba poniendo terco. Creía realmente que sólo me contradecía por molestarme. Me parecía sinceramente que aquellos niños no tenían la menor oportunidad de ningún desarrollo intelectual.
Discutí mi punto de vista un rato más, y luego don Juan me preguntó abruptamente:
-¿No me dijiste una vez que, en tu opinión, lo más grande que alguien podía lograr era llegar a ser hombre de conocimiento?
Lo había dicho, y repetí de nuevo que, en mi opinión, convertirse en hombre de conocimiento era uno de los mayores triunfos intelectuales.
-¿Crees que tu riquísimo mundo podría ayudarte a llegar a ser un hombre de conocimiento? -preguntó don Juan con leve sarcasmo.
No respondí, y él entonces formuló la misma pregunta en otras palabras, algo que yo siempre le hago cuando creo que no entiende.
-En otras palabras -dijo, sonriendo con franqueza, obviamente al tanto de que yo tenía conciencia de su ardid-, ¿pueden tu libertad y tus oportunidades ayudarte a ser hombre de conocimiento?
-¡No! -dije enfáticamente.
-¿Entonces cómo pudiste tener lástima de esos niños? -dijo con seriedad-. Cualquiera de ellos podría llegar a ser un hombre de conocimiento. Todos los hombres de conocimiento que yo conozco fueron muchachos como ésos que tu viste comiendo sobras y lamiendo mesas.
El argumento de don Juan me produjo una sensación incómoda. Yo no había tenido lástima de aquellos niños subprivilegiados porque no tuvieran suficiente de comer, sino porque en mis términos su mundo ya los había condenado a la insuficiencia intelectual. Y sin embargo, en los términos de don Juan, cualquiera de ellos podía lograr lo que yo consideraba el pináculo de la hazaña intelectual humana: la meta de convertirse en hombre de conocimiento. Mi razón para compadecerlos era incongruente. Don Juan me había atrapado en forma impecable.
-Quizá tenga usted razón -dije-. ¿Pero cómo evitar el deseo de ayudar a nuestros semejantes?
-¿Cómo crees que podamos ayudarlos?
-Aliviando su carga. Lo menos que uno puede hacer por sus semejantes es tratar de cambiarlos. Usted mismo se ocupa de eso. ¿O no?
-No. No sé qué cosa quieres cambiar ni por qué cambiar cualquier cosa en mis semejantes.
-¿Y yo, don Juan? ¿No me estaba usted enseñando para que pudiera cambiar?
-No, no estoy tratando de cambiarte. Puede suceder que un día llegues a ser un hombre de conocimiento, no hay manera de saberlo, pero no te cambiará. Tal vez algún día puedas ver a los hombres de otro modo, y entonces te darás cuenta de que no hay manera de cambiarles nada.
(Una realidad aparte, C. Castaneda)