Desatino controlado

“El mundo no tiene ‘ser’ salvo como alegoría: del principio al fin es farsa y simulación”.
Shabistari, El jardín secreto (siglo XIII)

-Acaso podría usted decirme más acerca de su desatino controlado -dije.
-¿Qué quieres saber de eso?
-Dígame por favor, don Juan, ¿qué es exactamente el desatino controlado?
Don Juan rió fuerte y produjo un sonido chasqueante golpeándose el muslo con la mano ahuecada.
-¡Esto es desatino controlado! -dijo, y nuevamente rió y golpeó su muslo.
-¿Qué quiere usted decir . . . ?
-Estoy feliz de que, al cabo de tantos años, finalmente me hayas preguntado por mi desatino controlado, y sin embargo no me hubiera importado en lo más mínimo si nunca hubieras preguntado. Pero he decidido sentirme feliz, como si me importara que preguntases, como si importara que me importara. ¡Eso es desatino controlado!

-¿Con quiénes practica usted el desatino controlado, don Juan? -pregunté tras un silencio largo.
El chasqueó la lengua.
-¡Con todos! -exclamó, sonriendo.
-Entonces, ¿cuándo decide usted practicarlo?
-Cada vez que actúo.
En ese punto sentí necesidad de recapitular, y le pregunté si desatino controlado significaba que sus actos no eran nunca sinceros, sino sólo los actos de un actor.
-Mis actos son sinceros -dijo-, pero sólo son los actos de un actor.
-¡Entonces todo lo que usted hace debe ser desatino controlado! -dije, verdaderamente sorprendido.
-Sí, todo -dijo él.
-Pero no puede ser cierto -protesté- que cada uno de sus actos sea únicamente eso.
-¿Por qué no? -replicó con una mirada misteriosa.
-Eso significaría que nada tiene caso para usted y que nada ni nadie le importan en verdad. Yo, por ejemplo. ¿Quiere usted decir que no le importa si yo me convierto o no en hombre de conocimiento, o si vivo, si muero, si hago cualquier cosa?
-¡Cierto! No me importa. Tú eres como Lucio, o como cualquier otro en mi vida, mi desatino controlado.
Experimenté una peculiar sensación de vacío. Obviamente no había en el mundo razón alguna para que yo hubiera de importarle a don Juan, pero a la vez yo tenía casi la certeza de que se preocupaba por mi en lo personal; pensaba que no podía ser de otro modo, pues siempre me había dedicado su atención completa durante cada momento que yo había pasado con él. Se me ocurrió que acaso don Juan sólo decía eso por estar molesto conmigo. Después de todo, yo abandoné sus enseñanzas.
-Siento que no estamos hablando de lo mismo -dije-. No debía haberme puesto como ejemplo. Lo que quise decir es que debe haber algo en el mundo que a usted le importe en una forma que no sea desatino controlado. No creo que sea posible seguir viviendo si nada nos importa en realidad.
-Eso se aplica a ti -dijo-. Las cosas te importan a ti. Tú me preguntaste por mi desatino controlado y yo te dije que todo cuanto hago en relación conmigo mismo y con mis semejantes es precisamente eso, porque nada importa.
-La cosa es, don Juan, que si nada le importa, ¿cómo puede usted seguir viviendo?
Rió, y tras una pausa momentánea, en la que pareció deliberar si responderme o no, se levantó y fue al traspatio de su casa. Lo seguí.
-Espere, espere, don Juan -dije-. De veras quiero saber; debe usted explicarme lo que quiere decir.
-A lo mejor no es posible explicar -dijo él-. Ciertas cosas de tu vida te importan porque son importantes; tus acciones son ciertamente importantes para ti, pero para mí, ni una sola cosa es importante ya, ni mis acciones ni las acciones de mis semejantes. Pero sigo viviendo porque tengo mi voluntad. Porque he templado mi voluntad a lo largo de toda mi vida, hasta hacerla impecable y completa, y ahora no me importa que nada importe. Mi voluntad controla el desatino de mi vida.
Se acuclilló y pasó los dedos sobre unas hierbas que había puesto a secar al sol en un gran trozo de arpillera.
Me hallaba desconcertado. Jamás habría podido anticipar la dirección que mi interrogatorio había tomado. Tras una larga pausa, pensé en un buen punto. Le dije que en mi opinión algunos actos de mis semejantes tenían importancia suprema. Señalé que una guerra nuclear era defini-tivamente el ejemplo más dramático de un acto así. Dije que, para mí, destruir la vida en toda la faz de la tierra era un acto de enormidad vertiginosa.
-Crees eso porque estás pensando. Estás pensando en la vida -dijo don Juan con un brillo en la mirada-. No estás viendo.
-¿Me sentiría distinto si pudiera ver? -pregunté.
-Una vez que un hombre aprende a ver, se halla solo en el mundo, sin nada más que desatino -dijo don Juan en tono críptico.
Hizo una pausa y me miró como queriendo juzgar el efecto de sus palabras.
-Tus acciones, así como las acciones de tus semejantes en general, te parecen importantes sólo porque has aprendido a pensar que son importantes.
Puso una inflexión tan peculiar en la palabra “aprendido” que me forzó a inquirir a qué se refería con ella.
-Aprendemos a pensar en todo -dijo-, y luego entrenamos nuestros ojos para mirar al mismo tiempo que pensamos de las cosas que miramos. Nos miramos a nosotros mismos pensando ya que somos importantes. ¡Y por supuesto tenemos que sentirnos importantes! Pero luego, cuando uno aprende a ver, se da cuenta de que ya no puede uno pensar en las cosas que mira, y si uno no puede pensar en lo que mira todo se vuelve sin importancia.
Don Juan debe haber notado mi expresión intrigada; repitió sus aseveraciones tres veces, como para hacerme comprenderlas. Lo que dijo me sonó al principio como un galimatías, pero al pensarlo cuidadosamente, sus palabras descollaron más bien como una declaración elaborada acerca de alguna faceta de la percepción.
(Una realidad aparte, C. Castaneda)

“El mundo no tiene ‘ser’ salvo como alegoría: del principio al fin es farsa y simulación”.
Shabistari, El jardín secreto.

-Pero si nada importa, don Juan, ¿por qué va a importar que yo aprenda a ver?
-Una vez te dije que nuestra suerte como hombres es aprender, para bien o para mal -repuso-. Yo he aprendido a ver y te digo que nada importa en realidad; ahora te toca a ti; a lo mejor algún día verás y sabrás si las cosas importan o no. Para mí nada importa, pero capaz para ti importe todo. Ya deberías saber a estas alturas que un hombre de conocimiento vive de actuar, no de pensar en actuar, ni de pensar qué pensará cuando termine de actuar.
“Por eso un hombre de conocimiento elige un camino con corazón y lo sigue: y luego mira y se regocija y ríe; y luego ve y sabe. Sabe que su vida se acabará en un abrir y cerrar de ojos; sabe que él, así como todos los demás, no va a ninguna parte; sabe, porque ve, que nada es más importante que lo demás. En otras palabras, un hombre de conocimiento no tiene honor, ni dignidad, ni familia, ni nombre, ni tierra, sólo tiene vida que vivir, y en tal condición su única liga con sus semejantes es su desatino controlado. Así, un hombre de conocimiento se esfuerza, y suda, y resuella, y si uno lo mira es como cualquier hombre común, excepto que el desatino de su vida está bajo control. Como nada le importa más que nada, un hombre de conocimiento escoge cualquier acto, y lo actúa como si le importara. Su desatino controlado lo lleva a decir que lo que él hace importa y lo lleva a actuar como si importara, y sin embargo él sabe que no importa; de modo que, cuando completa sus actos se retira en paz, sin pena ni cuidado de que sus actos fueran buenos o malos, o tuvieran efecto o no.
“Por otro lado, un hombre de conocimiento puede preferir quedarse totalmente impasible y no actuar jamás, y comportarse como si el ser impasible le importara de verdad; también en eso será genuino y justo, porque eso es también su desatino controlado”.
(Una realidad aparte, C. Castaneda)

“El mundo no tiene ‘ser’ salvo como alegoría: del principio al fin es farsa y simulación”.

Le dije a don Juan que me preocupaba mi incapacidad de cambiar de dirección a mitad de la corriente; le expliqué que, junto con la confianza que le tenía, había aprendido también a respetar su forma de vivir y a considerarla intrínsecamente más racional, o al menos más funcional, que la mía. Dije que sus palabras me habían lanzado a un conflicto terrible porque involucraban la necesidad de cambiar mis sentimientos. Para ilustrar mi argumento, narré a don Juan la historia de un anciano de mi propia cultura: un abogado rico, conservador, que había vivido su vida convencido de sostener la verdad. En los primeros años del treinta, con el advenimiento de la política del presidente Roosevelt se vio envuelto apasionadamente en el drama político de aquella época. Poseía la seguridad categórica de que el cambio era perjudicial al país, y por devoción a su forma de vida y convicción de estar en lo justo, juró combatir lo que consideraba un mal político. Pero la marea de la época era demasiado fuerte; lo avasalló. Pugnó contra ella a lo largo de diez años, en la arena política y en el territorio de su vida personal; luego, la segunda guerra mundial selló sus esfuerzos con la derrota completa. Su caída política e ideológica dio por resultado una profunda amargura; se autoexiló durante veinticinco años. Cuando lo conocí, tenía ochenta y cuatro y había vuelto a su ciudad natal a pasar sus últimos días en un asilo de ancianos. Me parecía inconcebible que hubiese vivido tanto, teniendo en cuenta la forma en que había despilfarrado su vida en amargura y autocompasión. Por algún motivo mi compañía le resultaba amena, y solíamos conversar largamente.
La última vez que lo vi, concluyó nuestra conversación en la forma siguiente:
-He tenido tiempo de volver la cara y examinar mi vida. Los asuntos de mi tiempo no son hoy más que una historia, y ni siquiera una historia interesante. Acaso desperdicié años de mi vida persiguiendo algo que nunca existió. Últimamente he tenido el sentimiento de que creí en algo que era una farsa. No valía la pena. Creo que ahora lo sé. Y sin embargo no puedo recobrar los cuarenta años que he perdido.
Dije a don Juan que mi conflicto surgía de las dudas a que me habían arrojado sus palabras sobre el desatino controlado.
-Si nada importa en realidad -dije-, al convertirse en hombre de conocimiento uno se hallaría, forzosamente, tan vacío como mi amigo y no en mejor posición.
-No es así -dijo don Juan, cortante-. Tu amigo se siente solo porque morirá sin ver. Su vida sólo fue para hacerse viejo y ahora ha de sentirse más mal que nunca. Siente haber desperdiciado cuarenta años porque buscaba victorias y no halló sino derrotas. Jamás sabrá que ser victorioso y ser derrotado son iguales.
“Conque ahora me tienes miedo por haberte dicho que eres igual a todo lo demás. Te estás haciendo el necio. Nuestra suerte como hombres es aprender, y al conocimiento se va como a la guerra; te lo he dicho incontables veces. Al conocimiento o a la guerra se va con miedo, con respeto, sabiendo que se va a la guerra, y con absoluta confianza en sí mismo. Confía en ti, no en mí.
“Conque temes el vacío de la vida de tu amigo. Pero no hay vacío en la vida de un hombre de conocimiento: te lo digo yo. Todo está lleno hasta el borde.
Don Juan se puso en pie y extendió los brazos como palpando cosas en el aire.
-Todo está lleno hasta el borde -repitió-, y todo es igual. Yo no soy como tu amigo que nada más se hizo viejo. Cuando yo te digo que nada importa, no lo digo como él. Para él, su lucha no valió la pena porque salió derrotado; para mí no hay victoria, ni derrota, ni vacío. Todo está lleno hasta el borde y todo es igual y mi lucha valió la pena.
“Para convertirse en hombre de conocimiento hay que ser un guerrero, no un niño llorón. Hay que luchar sin entregarse, sin una queja, sin titubear, hasta que uno vea, y sólo entonces puede uno darse cuenta que nada importa.
Pregunté a don Juan si desatino controlado quería decir que un hombre de conocimiento ya no podía querer a nadie.
-Te importa demasiado querer a los otros o que te quieran a ti -dijo-. Un hombre de conocimiento quiere, eso es todo. Quiere lo que se le antoja o a quien se le antoja, pero usa su desatino controlado para andar sin pena ni cuidado. Lo contrario de lo que tú haces ahora. Que los otros lo quieren o no lo quieran a uno no es todo lo que se puede hacer como hombre.
(Una realidad aparte, C. Castaneda)

“El mundo no tiene ‘ser’ salvo como alegoría: del principio al fin es farsa y simulación”.
Shabistari, El jardín secreto (siglo XIII)

-Acaso podría usted decirme más acerca de su desatino controlado -dije.
-¿Qué quieres saber de eso?
-Dígame por favor, don Juan, ¿qué es exactamente el desatino controlado?
Don Juan rió fuerte y produjo un sonido chasqueante golpeándose el muslo con la mano ahuecada.
-¡Esto es desatino controlado! -dijo, y nuevamente rió y golpeó su muslo.
-¿Qué quiere usted decir . . . ?
-Estoy feliz de que, al cabo de tantos años, finalmente me hayas preguntado por mi desatino controlado, y sin embargo no me hubiera importado en lo más mínimo si nunca hubieras preguntado. Pero he decidido sentirme feliz, como si me importara que preguntases, como si importara que me importara. ¡Eso es desatino controlado!

-¿Con quiénes practica usted el desatino controlado, don Juan? -pregunté tras un silencio largo.
El chasqueó la lengua.
-¡Con todos! -exclamó, sonriendo.
-Entonces, ¿cuándo decide usted practicarlo?
-Cada vez que actúo.
En ese punto sentí necesidad de recapitular, y le pregunté si desatino controlado significaba que sus actos no eran nunca sinceros, sino sólo los actos de un actor.
-Mis actos son sinceros -dijo-, pero sólo son los actos de un actor.
-¡Entonces todo lo que usted hace debe ser desatino controlado! -dije, verdaderamente sorprendido.
-Sí, todo -dijo él.
-Pero no puede ser cierto -protesté- que cada uno de sus actos sea únicamente eso.
-¿Por qué no? -replicó con una mirada misteriosa.
-Eso significaría que nada tiene caso para usted y que nada ni nadie le importan en verdad. Yo, por ejemplo. ¿Quiere usted decir que no le importa si yo me convierto o no en hombre de conocimiento, o si vivo, si muero, si hago cualquier cosa?
-¡Cierto! No me importa. Tú eres como Lucio, o como cualquier otro en mi vida, mi desatino controlado.
Experimenté una peculiar sensación de vacío. Obviamente no había en el mundo razón alguna para que yo hubiera de importarle a don Juan, pero a la vez yo tenía casi la certeza de que se preocupaba por mi en lo personal; pensaba que no podía ser de otro modo, pues siempre me había dedicado su atención completa durante cada momento que yo había pasado con él. Se me ocurrió que acaso don Juan sólo decía eso por estar molesto conmigo. Después de todo, yo abandoné sus enseñanzas.
-Siento que no estamos hablando de lo mismo -dije-. No debía haberme puesto como ejemplo. Lo que quise decir es que debe haber algo en el mundo que a usted le importe en una forma que no sea desatino controlado. No creo que sea posible seguir viviendo si nada nos importa en realidad.
-Eso se aplica a ti -dijo-. Las cosas te importan a ti. Tú me preguntaste por mi desatino controlado y yo te dije que todo cuanto hago en relación conmigo mismo y con mis semejantes es precisamente eso, porque nada importa.
-La cosa es, don Juan, que si nada le importa, ¿cómo puede usted seguir viviendo?
Rió, y tras una pausa momentánea, en la que pareció deliberar si responderme o no, se levantó y fue al traspatio de su casa. Lo seguí.
-Espere, espere, don Juan -dije-. De veras quiero saber; debe usted explicarme lo que quiere decir.
-A lo mejor no es posible explicar -dijo él-. Ciertas cosas de tu vida te importan porque son importantes; tus acciones son ciertamente importantes para ti, pero para mí, ni una sola cosa es importante ya, ni mis acciones ni las acciones de mis semejantes. Pero sigo viviendo porque tengo mi voluntad. Porque he templado mi voluntad a lo largo de toda mi vida, hasta hacerla impecable y completa, y ahora no me importa que nada importe. Mi voluntad controla el desatino de mi vida.
Se acuclilló y pasó los dedos sobre unas hierbas que había puesto a secar al sol en un gran trozo de arpillera.
Me hallaba desconcertado. Jamás habría podido anticipar la dirección que mi interrogatorio había tomado. Tras una larga pausa, pensé en un buen punto. Le dije que en mi opinión algunos actos de mis semejantes tenían importancia suprema. Señalé que una guerra nuclear era defini-tivamente el ejemplo más dramático de un acto así. Dije que, para mí, destruir la vida en toda la faz de la tierra era un acto de enormidad vertiginosa.
-Crees eso porque estás pensando. Estás pensando en la vida -dijo don Juan con un brillo en la mirada-. No estás viendo.
-¿Me sentiría distinto si pudiera ver? -pregunté.
-Una vez que un hombre aprende a ver, se halla solo en el mundo, sin nada más que desatino -dijo don Juan en tono críptico.
Hizo una pausa y me miró como queriendo juzgar el efecto de sus palabras.
-Tus acciones, así como las acciones de tus semejantes en general, te parecen importantes sólo porque has aprendido a pensar que son importantes.
Puso una inflexión tan peculiar en la palabra “aprendido” que me forzó a inquirir a qué se refería con ella.
-Aprendemos a pensar en todo -dijo-, y luego entrenamos nuestros ojos para mirar al mismo tiempo que pensamos de las cosas que miramos. Nos miramos a nosotros mismos pensando ya que somos importantes. ¡Y por supuesto tenemos que sentirnos importantes! Pero luego, cuando uno aprende a ver, se da cuenta de que ya no puede uno pensar en las cosas que mira, y si uno no puede pensar en lo que mira todo se vuelve sin importancia.
Don Juan debe haber notado mi expresión intrigada; repitió sus aseveraciones tres veces, como para hacerme comprenderlas. Lo que dijo me sonó al principio como un galimatías, pero al pensarlo cuidadosamente, sus palabras descollaron más bien como una declaración elaborada acerca de alguna faceta de la percepción.
(Una realidad aparte, C. Castaneda)

“El mundo no tiene ‘ser’ salvo como alegoría: del principio al fin es farsa y simulación”.
Shabistari, El jardín secreto.

-Pero si nada importa, don Juan, ¿por qué va a importar que yo aprenda a ver?
-Una vez te dije que nuestra suerte como hombres es aprender, para bien o para mal -repuso-. Yo he aprendido a ver y te digo que nada importa en realidad; ahora te toca a ti; a lo mejor algún día verás y sabrás si las cosas importan o no. Para mí nada importa, pero capaz para ti importe todo. Ya deberías saber a estas alturas que un hombre de conocimiento vive de actuar, no de pensar en actuar, ni de pensar qué pensará cuando termine de actuar.
“Por eso un hombre de conocimiento elige un camino con corazón y lo sigue: y luego mira y se regocija y ríe; y luego ve y sabe. Sabe que su vida se acabará en un abrir y cerrar de ojos; sabe que él, así como todos los demás, no va a ninguna parte; sabe, porque ve, que nada es más importante que lo demás. En otras palabras, un hombre de conocimiento no tiene honor, ni dignidad, ni familia, ni nombre, ni tierra, sólo tiene vida que vivir, y en tal condición su única liga con sus semejantes es su desatino controlado. Así, un hombre de conocimiento se esfuerza, y suda, y resuella, y si uno lo mira es como cualquier hombre común, excepto que el desatino de su vida está bajo control. Como nada le importa más que nada, un hombre de conocimiento escoge cualquier acto, y lo actúa como si le importara. Su desatino controlado lo lleva a decir que lo que él hace importa y lo lleva a actuar como si importara, y sin embargo él sabe que no importa; de modo que, cuando completa sus actos se retira en paz, sin pena ni cuidado de que sus actos fueran buenos o malos, o tuvieran efecto o no.
“Por otro lado, un hombre de conocimiento puede preferir quedarse totalmente impasible y no actuar jamás, y comportarse como si el ser impasible le importara de verdad; también en eso será genuino y justo, porque eso es también su desatino controlado”.
(Una realidad aparte, C. Castaneda)

“El mundo no tiene ‘ser’ salvo como alegoría: del principio al fin es farsa y simulación”.

Le dije a don Juan que me preocupaba mi incapacidad de cambiar de dirección a mitad de la corriente; le expliqué que, junto con la confianza que le tenía, había aprendido también a respetar su forma de vivir y a considerarla intrínsecamente más racional, o al menos más funcional, que la mía. Dije que sus palabras me habían lanzado a un conflicto terrible porque involucraban la necesidad de cambiar mis sentimientos. Para ilustrar mi argumento, narré a don Juan la historia de un anciano de mi propia cultura: un abogado rico, conservador, que había vivido su vida convencido de sostener la verdad. En los primeros años del treinta, con el advenimiento de la política del presidente Roosevelt se vio envuelto apasionadamente en el drama político de aquella época. Poseía la seguridad categórica de que el cambio era perjudicial al país, y por devoción a su forma de vida y convicción de estar en lo justo, juró combatir lo que consideraba un mal político. Pero la marea de la época era demasiado fuerte; lo avasalló. Pugnó contra ella a lo largo de diez años, en la arena política y en el territorio de su vida personal; luego, la segunda guerra mundial selló sus esfuerzos con la derrota completa. Su caída política e ideológica dio por resultado una profunda amargura; se autoexiló durante veinticinco años. Cuando lo conocí, tenía ochenta y cuatro y había vuelto a su ciudad natal a pasar sus últimos días en un asilo de ancianos. Me parecía inconcebible que hubiese vivido tanto, teniendo en cuenta la forma en que había despilfarrado su vida en amargura y autocompasión. Por algún motivo mi compañía le resultaba amena, y solíamos conversar largamente.
La última vez que lo vi, concluyó nuestra conversación en la forma siguiente:
-He tenido tiempo de volver la cara y examinar mi vida. Los asuntos de mi tiempo no son hoy más que una historia, y ni siquiera una historia interesante. Acaso desperdicié años de mi vida persiguiendo algo que nunca existió. Últimamente he tenido el sentimiento de que creí en algo que era una farsa. No valía la pena. Creo que ahora lo sé. Y sin embargo no puedo recobrar los cuarenta años que he perdido.
Dije a don Juan que mi conflicto surgía de las dudas a que me habían arrojado sus palabras sobre el desatino controlado.
-Si nada importa en realidad -dije-, al convertirse en hombre de conocimiento uno se hallaría, forzosamente, tan vacío como mi amigo y no en mejor posición.
-No es así -dijo don Juan, cortante-. Tu amigo se siente solo porque morirá sin ver. Su vida sólo fue para hacerse viejo y ahora ha de sentirse más mal que nunca. Siente haber desperdiciado cuarenta años porque buscaba victorias y no halló sino derrotas. Jamás sabrá que ser victorioso y ser derrotado son iguales.
“Conque ahora me tienes miedo por haberte dicho que eres igual a todo lo demás. Te estás haciendo el necio. Nuestra suerte como hombres es aprender, y al conocimiento se va como a la guerra; te lo he dicho incontables veces. Al conocimiento o a la guerra se va con miedo, con respeto, sabiendo que se va a la guerra, y con absoluta confianza en sí mismo. Confía en ti, no en mí.
“Conque temes el vacío de la vida de tu amigo. Pero no hay vacío en la vida de un hombre de conocimiento: te lo digo yo. Todo está lleno hasta el borde.
Don Juan se puso en pie y extendió los brazos como palpando cosas en el aire.
-Todo está lleno hasta el borde -repitió-, y todo es igual. Yo no soy como tu amigo que nada más se hizo viejo. Cuando yo te digo que nada importa, no lo digo como él. Para él, su lucha no valió la pena porque salió derrotado; para mí no hay victoria, ni derrota, ni vacío. Todo está lleno hasta el borde y todo es igual y mi lucha valió la pena.
“Para convertirse en hombre de conocimiento hay que ser un guerrero, no un niño llorón. Hay que luchar sin entregarse, sin una queja, sin titubear, hasta que uno vea, y sólo entonces puede uno darse cuenta que nada importa.
Pregunté a don Juan si desatino controlado quería decir que un hombre de conocimiento ya no podía querer a nadie.
-Te importa demasiado querer a los otros o que te quieran a ti -dijo-. Un hombre de conocimiento quiere, eso es todo. Quiere lo que se le antoja o a quien se le antoja, pero usa su desatino controlado para andar sin pena ni cuidado. Lo contrario de lo que tú haces ahora. Que los otros lo quieren o no lo quieran a uno no es todo lo que se puede hacer como hombre.
(Una realidad aparte, C. Castaneda)