La Caída de Gil-galad

Escrito Por Blas Malo Poyatos
Publicado Por Legolas Tharanduil

Amanece. Es invierno del 3441 S.E. Un invierno largo y duro se avecina para las tropas reunidas y acantonadas en torno a Barad-dûr. Han pasado ya siete años desde la victoria del Ejército de la Alianza en la Puerta Negra sobre las tropas del Señor Oscuro. Siete años desde su huida y refugio en la Torre Oscura. Siete años de espera sin esperanza. Siete años de fracasos en lograr quebrantar las defensas de la Torre y en poner fin a la larga guerra, una guerra que traerá la luz a los Pueblos Libres o someterá al mundo bajo el poder del Oscuro, del Aborrecible, Sauron el Señor de los Anillos.

En el campamento aliado, los hombres y elfos vuelven su mirada hacia el cielo. Negras nubes anuncian truenos y relámpagos, mientras que el Orodruin al Oeste retumba una vez más, tiñendo de sangre las nubes inferiores. Al Este Barad-dûr, la inconmensurable torre-prisión-horno, piedra sobre piedra, muralla sobre muralla, se hunde indemne en las alturas entre amenazas de tormenta.

Empieza a llover. Día sin luz, una vez más. Delante de las Puertas de la Torre cuatro líneas sucesivas vigilan noche y día, esperando el asalto final. Nada debe romper el cerco. El agua cae, estéril, debilitando en poco más la voluntad de los sitiadores.

“¿Podremos entrar alguna vez?”, piensan algunos. Está el Abismo, profundo, ígneo y mortal. En su fondo hierve el fuego procedente del Orodruin por profundos canales. Sólo puede ser cruzado por los Puentes. El principal, el Puente de Adamante, está férreamente vigilado desde niveles superiores de la Torre. Y por último están las Puertas de Barad-dûr. Ningún enemigo del Oscuro logró jamás aproximarse a ellas. El último asalto fue hace casi un año, cuando Anárion y su Guardia lograron cruzar tras rechazar un intento por romper el sitio. Muchos orcos murieron aquel día pero apenas Anárion rozó las Puertas pereció aplastado por bloques arrojados desde un nivel superior. Él y su Guardia, lo mejor de Gondor, cayeron al Abismo del Horror. Los fuegos del Orodruin rugieron alto aquel día.

El agua arrecia. Los hombres y elfos se envuelven más en sus capas. El frío seco ha dejado lugar a un viento glacial, húmedo y mortal. “¿Cuándo terminará la guerra?”, piensan mientras miran hacia el cuerpo principal del campamento, hacia la Tienda de Mando. Allí, Gil-galad y Elendil, y los grandes capitanes de la Alianza, llevan reunidos desde el amanecer.

Los sufridos soldados no lo saben, pero ya está en marcha el asalto final. Los Altos Reyes han decidido arriesgar a una baza desesperada, y la última: emplear los Anillos del Poder. Sólo ellos pueden tentar al Señor Oscuro a salir de la Torre. En ellos está la última esperanza de victoria, y un gran peligro, porque es lo que ha estado aguardando el Señor Oscuro durante tanto tiempo. Hace dos días al amanecer, al mando de Isildur y Celeborn, un nuevo ejército, reunido en secreto y con grandes sacrificios, inició el asalto sobre Minas Ithil, donde Cinco de los Nueve Nazgûl preparaban atacar Osgiliath una vez más. A mediodía, con la victoria pendiendo del delgado hilo del Destino, Galadriel empleó el Anillo del Agua, Nenya, obligando a los Nazgûl a permanecer retenidos en la Torre de la Ciudadela. Ahora, el nuevo ejército, a marchas forzadas, ha llegado al Campamento de la Alianza.

“- Con estos nuevos refuerzos”, dice Isildur a todos los presentes, “todo está preparado para realizar un nuevo intento para tomar Barad-dûr; y el último. Pues no hay más refuerzos en todo Gondor: tras esta batalla no habrá más lucha, si es ganada Sauron será destruido al fin, pero si es perdida no habrá lugar en la Tierra Media donde sobrevivir a la Oscuridad que se abatirá sobre toda Arda.”

Un trueno ensordecedor retumba en la tienda, a la vez que un fuerte golpe de viento abre la entrada, haciendo vacilar la hoguera central y las antorchas. Los guardias se apresuran a cerrar y asegurar la entrada. Isildur se sienta. La lluvia golpea las paredes con más fuerza.

Alrededor del fuego central, sentados en la mesa circular, todos los presentes, los grandes capitanes, guardan silencio sopesando las palabras:

Del lado de los Hombres, Euwavia, capitán de los Hombres de Rhovanion y representante de los Señores de los Caballos; Reijabar, por los Nórdicos allá en los lejanos pasos de las Montañas Nubladas; Isildur, Heredero de los Reinos en el Exilio, y su hijo Elendur, Príncipe de Ithilien.

Por los Enanos, Dárin del Pueblo de Durin, capitán curtido y tenaz.

Por los Eldar Thranduil del Bosqueverde, hijo de Oropher y nuevo Rey de los Elfos Silvanos; Inglorion y Glorfindel, capitanes del reducto de Imladris; Elrond, el Alto Capitán de Imladris, grande entre Hombres y Eldar; y Círdan, el Constructor de Barcos, Alto Capitán de los Elfos Grises en los lejanos Puertos al Oeste de Eriador.

Y por último, presidiendo el Consejo, el Heredero de los Señores de Andúnië en la hundida Númenor, Elendil El Alto, Rey de Arnor y Gondor, y, brillante la cota de malla, deslumbrante la lanza, con la fuerza y vigor de los Eldar, el más grande de las Tres Razas, Gil-galad, Alto Rey de los Noldor.
“- Que nadie se lleve a engaño”, dice Gil-galad, lentamente, “las palabras de Isildur son, ay, demasiado ciertas. Y sin embargo, aún ahora, todavía hay esperanzas de victoria, pues de momento todo marcha según lo planeado”.
“- Y sin embargo, no se nos ha dicho nada apenas de dichos planes”, habla con voz ronca Dárin. “¿Asalto definitivo? ¡Siete años!. Hasta mis enanos, robustos y tenaces, empiezan a estar abrumados”. Y con brillo malicioso en los ojos añadió escrutando al Alto Rey ,”me pregunto si en esos planes los Guardianes de los Tres no jugarán algún papel importante”.

Un relámpago. La brillante mirada del Rey Noldo se clava en el rostro severo y curtido del enano, mientras todos notan la tensión en el aire. Se oye el silbar del viento a través de la entrada, y el crepitar del fuego, pero es el enano el que aparta antes la mirada.
“- Aunque así fuera”, dice el Alto Rey, “los nombres de los Tres Guardianes no deben ser revelados. Aún con esperanza, la guerra no está ganada todavía”. Y mirando a Elendil y fijando la vista en Isildur añade “Quién sabe qué puede ocurrir en la última batalla”.
“- Pero una cosa es cierta”, y habla por fin Elendil, el Alto Rey. El más alto de entre los Hombres, de porte noble, pelo negro como ala de cuervo y ojos grises profundos como el Mar, y fríos como el acero, se levanta y se dirige al mapa del infame país de Mordor clavado en un panel vertical. Su coraza con damasquinados de plata relumbra bajo el manto plateado.
“Ya hemos hecho nuestro primer movimiento. Pronto Minas Ithil estará en nuestras manos. Pero, mucho antes, el Enemigo realizará su jugada aquí”, y señala Barad-dûr, “debemos reforzar las cuatro líneas de contención, los hombres traídos por Isildur mi hijo se distribuirán inmediatamente entre ellas, especialmente en la primera de ellas. Aquí y aquí se dispondrán nuevos muros defensivos; de esto los enanos han sido siempre los maestros”.

“- Se hará lo que se pueda”, dice Dárin, “aunque mis enanos preferirían manejar hachas y martillos que picos y palas de nuevo”.
“- La caballería se dispondrá a lo largo de estos dos frentes, aquí y aquí; si hay algún intento de romper el cerco quiero que actúen como un martillo contra un yunque”, dice Elendil. “¿Comprendido, Euwavia?”.
“- Comprendido, Señor. Ojalá me quedaran más hombres, y más caballos. Pero nos tendremos que contentar con los que nos quedan, a mí y a Reijabar, y los que ha traído Isildur”.
“- Espero que basten”, suspira Reijabar, “son demasiado pocos. Lo único que ha aumentado desde que se inició el sitio han sido las bajas”.

“- Pues deberán bastar”, replica Isildur con el ceño fruncido, “porque no hay más disponibles en todo Gondor. Si esos malditos del Valle de Erech no nos hubieran traicionado tendríamos más.”

“- Aunque tuviéramos diez mil, no tenemos tantos jinetes”, comenta Inglorion, “y con este maldito tiempo que todo lo embarra serían más un estorbo que una ayuda.”

“- Por último” , prosigue Elendil, ” nuestros arqueros los quiero concentrados aquí y aquí , sobre todo en la retaguardia de la tercera línea. Inglorion, te ocuparás de asignar su sitio a los arqueros que han llegado con Isildur”.
“- Como desees.”, dice Inglorion. “¿No hay noticias nuevas, Thranduil?”.

Thranduil el Rey Silvano vuelve su cabeza hacia Inglorion, con los ojos grises envueltos en preocupación. “- No, no se sabe nada todavía. Envié mensajeros a reunir todos los arqueros de los que todavía pudiera prescindir en el Bosque, pero con las bandas orcas acechando cerca de Amon Lanc no sé cuánto podrán tardar”. Y dirigiéndose a Elendil dice: “Me temo que llegarán demasiado tarde”.

Elendil mira a Gil-galad y luego a los demás presentes. “- Bien, ya sabéis que hacer. Empezad los preparativos en cuanto salgáis de la tienda, porque el Enemigo puede mover sus piezas en cualquier momento”. Y añade: “Estos días serán los más duros, y los últimos. No os rindáis ahora y mantened la esperanza. Eso es todo. La Reunión ha terminado”.

Todos se levantan y empiezan a salir cuando Elendil exclama “Isildur, aguarda”, y Gil-galad dice “Elrond y Círdan, quedáos un momento. Guardias, que nadie entre en la tienda, bajo ningún pretexto, hasta que se os indique”. Los demás se paran un momento y por fin salen fuera. Los últimos en salir son Elendur, Inglorion y Glorfindel.

“- Ven, Elendur”, dice Glorfindel, “veamos qué hombres nos ha traído tu padre”, y arrebujándose en las capas por fin quedan fuera. Los soldados cierran la entrada y se apostan en ella.

Lentamente, Círdan y Elrond se sientan junto a Gil-galad, Isildur junto a Elendil.

“- El enano tiene una vista penetrante”, dice Gil-galad. “Se acerca el momento largamente temido, y no nos quedan más opciones”. Y añade dirigiéndose a Elendil e Isildur: “Círdan ha confirmado nuestras sospechas”.

Elendil, ahora severo, crispa las manos y reprime un gesto de rabia. Isildur lo mira, sorprendido. “-¿Qué ocurre, atarinya? ¿Hay algo que no se ha revelado en la reunión?”, dice dirigiéndose hacia Círdan.
“- Así es, Isildur”, dice Círdan.”Apenas horas antes de tu llegada, nuestros exploradores han confirmado que hay una gran actividad en los Puertos de Umbar”.
“-¡Esos renegados!”, exclama furioso Elendil, levántandose de pronto encendido de ira, y derribando con su ímpetu la silla. “Mientras tú, sonya, juntabas nuevas fuerzas en Gondor, han preparado una poderosa flota aquí en Umbar y en el Profundo Adrilot”, señalando en el mapa con energía.
“- Ya sabíamos que corríamos ese riesgo, atarinya, antes de enviarme a reclutar este nuevo ejército que te he traído. ¿Tan poderosa es esa flota?”, pregunta dirigiéndose a Gil-galad.
“- Así es”, dice Gil-galad.
“- Más de cincuenta grandes barcos de guerra han contado nuestros espías, sólo en los Puertos de Umbar”, dice Círdan, “y al menos otras cincuenta naves menores en las pequeñas bahías a lo largo de los Acantilados Rojos de Haradwaith, hasta Harondor.”
“- Entonces no podemos demorarnos más”, dice Elrond. “¿Con cuántos días contamos, Círdan?¿Está esa flota preparada para hacerse a la mar?”.
“- Sí, lo está. Contamos con diez días, quizás menos”.
“- Diez días”, repite Elendil mientras recoge la silla y se sienta de nuevo,” eso nos deja poco margen. Si se consideran cinco, quizás seis días para organizar el ejército y llegar desde Mordor a los feudos del sur, debemos realizar nuestro siguiente movimiento a lo sumo en un par de días”.
“- En Linhir y Pelargir y en los Puertos del Harlond hay barcos suficientes, atarinya”, dice Isildur, “pero no hombres. Nuestra preocupación debe estar en llegar a ellos a tiempo”.
“- Ojalá hubiera podido traer más barcos grises”, suspira Círdan, “pero el invierno azota con fuerza, y la ruta desde los Puertos ya no es segura”.

“- No es hora de lamentarse, sino de actuar”, dice Gil-galad. Un relámpago y luego un trueno ensordecedor agitan el aire. Todos miran cómo se lleva la mano a una fina cadena de mithril colgada al cuello, y en ella un anillo con un zafiro: Vilya, el Anillo del Aire. “Está cambiando”, continúa, “desde hace dos días lo noto más pesado, y tentador. Sauron ya sabe que Nenya ha sido empleado en Minas Ithil, aunque aún desconoce por quién. No puede disponer de los Nueve, pero Galadriel no podrá resistir por mucho más tiempo. Y mientras, los Númenóreanos de Umbar se disponen a llevar la ruina a todo Gondor, siguiendo sin duda las instrucciones de sus Señor y Maestro, Sauron de Mordor. Nos obliga a actuar ya. Esperar ahora será nuestra derrota. Debemos estar preparados para antes de dos días. Y entonces, usaré a Vilya, desafiaré a Sauron y cumpliré mi Destino.”

“- Y yo te acompañaré”, dice Círdan, llevando la mano a una cadena de oro colgada al cuello de donde pende un anillo y en él un rubí: Narya, el Anillo del Fuego, “y Sauron saldrá, pues no podrá resistirse a conseguir dos de los Grandes Anillos del Poder. Y así cumpliré yo también mi Destino”.

“- Y yo os seguiré”, exclama Elendil, “y le miraré cara a cara, y pagará por todo mal y ruina que ha traído a los Dúnedain, y así la sangre de Anárion será vengada”.

Un trueno, furioso, desgarra al aire, azotando las antorchas y apagando varias de ellas.

“- Está decidido entonces”, dice Gil-galad mientras Círdan y él ocultan de nuevo los Anillos. Y dirigiéndose a Isildur, Elrond y Círdan añade: “Id y organizad los preparativos. La hora final se acerca.”

Los tres salen fuera. El agua cae, embarrando el suelo y haciendo vacilar los fuegos. El negro y espeso palio de nubes apenas deja pasar una luz opaca y mortecina. El viento hace ondear con fuerza allá en lo alto de la tienda los emblemas de Gil-galad por los Eldar, y de Elendil por los Hombres.

“-Este frío no es normal. Afecta tanto a Hombres como a Elfos”, dice Elrond mientras se ciñe la capa y la capucha con fuerza.
“-Con frío o sin él, hemos de apresurarnos”, dice Círdan. “En marcha”.

Y despidiéndose de Isildur se dirigen a sus campamentos, al Norte. Isildur, tras ajustarse bien la capa y ceñirse la capucha se dirige hacia los guardias. Estos le traen su caballo, monta en él y se encamina a su campamento, al sur de Barad-dûr. El Orodruin retumba inquieto una vez más.

A lo largo del camino la lluvia no cesa. Los robustos enanos, insensibles a la lluvia, ya están empezando a montar los nuevos paramentos defensivos, mientras que compañías de hombres se afanan por llevarles bloques de piedra tallados a toda prisa. Miríadas de antorchas son visibles junto a las tiendas a lo largo de todo el campamento aliado. Los hombres de Euwavia y Reijabar se dirigen a situarse a sus nuevas posiciones, formando filas ordenadas.

Al fin llega a su destino. El nuevo ejército ya está levantando sus tiendas para guarecerse del agua que cae, inclemente. Cientos de carros se afanan por salir de la trampa del barro en que se ha convertido la tierra negra de Gorgoroth. En el centro, en su tienda, Elendur le sale al encuentro. Isildur detiene al caballo.

“-Atarinya, hemos empezado a colocar a los nuevos hombres. Inglorion y Glorfindel han dispuesto ya qué compañías se unirán a las primeras líneas”.
“- Muy bien, Elendur. Que dos compañías más se unan a los hombres de Euwavia. reúne a cincuenta hombres que sepan luchar a caballo y envíaselos a Reijabar. Voy a inspeccionar el resto del campamento.”
“-Muy bien, atarinya”.

Y espoleando al caballo, Isildur sigue avanzando. Las tiendas y establos se suceden a su paso. Todos los centinelas están en su sitio. Ya Barad-dûr, ominosa, se sitúa casi a su espalda. “Apenas treinta mil soldados”, se dice para sí Isildur, mientras frunce el ceño.”¡Malditos del Valle de Erech!. Que los Valar nos ayuden como fracasemos en nuestros planes.”

Al fin se detiene. Ha llegado al pabellón de los heridos. Dos guardias custodian la entrada. Gritos de dolor mortifican aún más la sombría mañana. Isildur, impávido ante la lluvia, descabalga. Los guardias le saludan y le permiten la entrada. Otro relámpago.

El olor a sangre y a desinfectantes golpea al que entra al pabellón. Numerosos camastros se encuentran dispuestos en filas; en un extremo las sanadoras preparan sin cesar nuevas recetas y ungüentos en unas marmitas al fuego. Un enorme armario herbolario se encuentra a un lado, casi vacío. En el otro extremo, separados del resto del pabellón por unos cortinajes, se escucha a los sanadores “no hay solución, hay que amputar”, unos gritos de desesperación, unas sombras, luego nada, y el siniestro cantar del serrucho una vez más. Hay pocos dúnedáin en el pabellón. la mayoría son hombres corrientes del Lamedón y de Belfalas de Gondor, de los lejanos valles del Norte y de Rhovanion. Muchos regresarán tullidos; otros ya no volverán.

Los enfermos, resignados, observan a Isildur cuando pasa junto a ellos. Un Sanador, de sangre dúnedáin, de rostro curtido y pelo ya encanecido, y profundos ojos grises, le ve acerarse; termina de atender a su paciente y se dirige hacia él. Su delantal está manchado de sangre.

“-Señor”, empieza el Sanador, “me alegro de teneros de vuelta sano y salvo”. Su sonrisa es breve, los ojos grises se apagan pronto.
“- Yo también me alegro de verte aún con vida, Curunir.¿Cuántos enfermos tienes a tu cargo?”.
“- En este pabellón, casi a cien”, dice Curunir, “pero hay más pabellones. No han dejado de aumentar desde que partísteis. Nuestros herbolarios están casi exhaustos y la primavera aún queda lejos”.
“-Necesito saber con cuántos hombres de los que hay aquí puedo contar en dos días”.

Curunir lo mira, estupefacto.
“-Con ninguno, mi señor. Casi todos tienen neumonía, muchos otros están tullidos o apenas pueden moverse. Nos faltan sanadores y ya casi no tenemos plantas medicinales. Muchos no sobrevivirán al invierno”.

En ese momento se oyen carretas avanzar y gritos y alaridos humanos de terror que la lluvia no logra acallar. Uno de los guardias entra precipitadamente, “¡Mi señor sanador, venid pronto!”, exclama horrorizado.

Curunir y otros sanadores y sanadoras corren a la entrada. Isildur les sigue.
“-¿Lo véis, mi señor?¡Cada día, más!¡Ioreth!¡Preparad aquellas camas del rincón, rápido!”

Afuera, el espectáculo es dantesco: sobre dos carretas, una veintena de heridos, todos hombres. Casi todos con neumonía, tiritando. Casi todos. Entre ellos, cinco destacan desoladoramente sobre los demás, que los observan horrorizados, y con profunda pena y dolor.

Porque encogidos en grotescas posturas en uno de los carros, perdido todo rastro de humanidad en los ojos, no cesan de gesticular y gritar a algún enemigo que no alcanzan a ver, más allá de toda curación.

“-Los ojos”, acierta a decir uno de los guardias, “miradles los ojos…”

Un trueno y un relámpago. El tiempo parece haberse detenido.

Porque no es la primera vez que Isildur contempla tal tragedia. Porque hace siete años ese mismo mal asoló a gran parte del ejercito. Porque también lo ha conocido en Minas Ithil.

El Soplo Negro, el Mal de los Nazgûl.

“-¡Hacía mucho tiempo que no tratábamos con este mal de nuevo, mi señor!”, dice Curunir mientras él y otros sanadores se afanan por inmovilizar a los desgraciados para poder meterlos en el pabellón. “¡Ioreth, trae más cuerdas!”

“-¡Guardias, rápido!¿Dónde los habéis recogido?”, pregunta Isildur.
“- Cerca del Puente Este, mi señor, formaban parte de la segunda línea”
“-Sentimos una horrible presencia, mi señor”, dice uno de los enfermos, “que nos miraba. Parecía que alguien se reía o burlaba, con una risa cruel que helaba hasta el alma. Estos no resistieron”.
“-¡Mala señal!¡Mi caballo, rápido!”, exige Isildur; otro de los guardias se lo trae apresuradamente.”¡Y no serán los últimos, Curunir!”, y espoleando al caballo marcha hacia el Oeste.

La lluvia empieza a debilitarse. Nuevas brumas surgen del Orodruin ocultando definitivamente la presencia del Sol. Los bramidos del Monte del Destino, largos y profundos, perturban todo Gorgoroth.
“-¡Los Espectros del Anillo van a actuar una vez más!¡He de avisar a mi padre y a Gil-galad!”, piensa Isildur mientras cabalga, con la mirada fija en el Orodruin.

Porque los minutos caen ahora inexorables. Apenas llueve ya. El aire, frío y denso, está enrarecido con un halo de muerte y oscuridad. El cono volcánico se alza a lo lejos como un monstruoso ser de las entrañas de la tierra. Los fuegos del Orodruin se vislumbran como un faro hacia la destrucción, tiñendo de rojo carmesí el nuevo palio de sombras que se alza sobre el volcán.

Dicen los Sabios que en el Orodruin está la clave del poder de Sauron. Creación remanente del Enemigo Negro, algunos eruditos piensan que conecta directamente con el interior de Endor, donde sospechan se oculta la impía Llama de Ûdun, poder de Morgoth y sostén del infame Señor de los Anillos.

Una brusca sacudida sísmica despierta a Isildur de sus cavilaciones. El caballo, aterrorizado, cae al suelo y con él su jinete. Rápidamente consigue ponerse en pie y sujetar las riendas.

Los temblores siguen y de repente una explosión. Isildur mira el Orodruin. De las profundidades de Endor, con una incontenible fuerza destructora, indómita, terrorífica en su poder, se alza hasta alcanzar el palio de nubes una columna flamígera de lava incandescente al fuego blanco, derribando parte del flanco sur del cono y acompañada de una fuerte sacudida sísmica.

Y entonces, mientras se protegía los ojos con la mano, con el caballo encabritado sujeto férreamente por las riendas, la verdad le fue revelada.

Las Puertas se habían abierto. Las Puertas se habían abierto, y Sauron había salido.

“¡El Enemigo ha salido!”, exclama por fin Gil-galad. Se levanta del suelo. El temblor ha derribado el mobiliario de la tienda de mando. Elendil se levanta lentamente. Los guardias entran apresuradamente.

-” ¡Mi señor, el enemigo ha salido!”, exclaman entrecortadamente.
-” ¡Lo sabemos!”, dice Elendil. Su mirada ahora es fría como el acero. “¡Que todo el mundo se dirija a sus posiciones! ¡Que las trompetas llamen a combate!¡El día final ha llegado!”.Y acto seguido desenvaina su espada, Narsil, que brilla con un azul encegador. “Ya no volverás a la vaina, hasta que el día acabe o yo muera”.

Los guardias marchan apresurados a cumplir órdenes. Elendil y Gil-galad salen afuera, y ven acercándose a caballo a Elrond, con un bulto bajo el brazo y una lanza enuelta en terciopelo azul.
-“¡Aquí viene mi heraldo, con mis armas!”, exclama Gil-galad.

Elrond baja del caballo. Desenvuelve el terciopelo, y entrega la lanza Aiglos, resplandeciente, a Gil-galad. Muestra el bulto, es un cofre de acero con guarniciones de mithril.Lo abre. De él saca Gil-galad una corona de hojas de laurel, de mithril con esmeraldas engarzadas: la Corona de los Puertos de Lindon. En cuanto se la coloca en la cabeza sobre los largos y rubios cabellos un halo de luz y esperanza parece irradiar del rey noldo.
-“¡Vuelve al Campamento Norte y espera nuestra llamada!¡Contened al enemigo!”
-“¡Que los Valar nos ayuden, mi rey!”, exclama Elrond, y desenvainando una espada larga de hoja brillante se aleja al galope hacia el fragor del combate.

-“¡Vamos!”, dice Elendil a Gil-galad mientras se coloca su yelmo alado de mithril, símbolo de la majestad de los Reyes del Oeste, “¡Lucharemos juntos y ya no nos separaremos más!”.
-“¡Trompetas!”, exclama Gil-galad, “¡A combate!”.

Y tras montar en sus caballos, suenan las trompetas. Todos los hombres les siguen hacia el fragor de la batalla, que ya se cierne ya sobre ellos como una mano asfixiante y mortal.

Todas las Puertas de Barad-dûr se habían abierto. De ellas un caudal incontenible de enemigos se había esparcido por todo el campamento aliado. A duras penas las defensas gondorianas habían resistido el primer embate cuando el Señor Oscuro apareció por la Puerta Oeste. Precedido por sus más fieles sirvientes los Nazgûl, avanzó incontenible como la Muerte a través de las cuatro líneas hacia el Orodruin sin encontrar resistencia.

A su paso sólo queda la desolación. Los poderosos muros enanos habían literalmente saltado por los aires. La mayor parte de los defensores cayeron muertos de terror. Los supervivientes perecieron bajo las cimitarras de la Guardia Negra de Barad-dûr. Miembros desgarrados, escudos y armaduras fundidos por su furia, cuerpos destrozados, sangre, caos y muerte.

Mientras prosigue su avance, los Nazgûl, dirigiendo los ataques a los flancos y a la retaguardia, se disponen a someter a una dura prueba a las fuerzas sitiadoras. Al sonido de las trompetas, elfos, enanos y hombres se apresuran a presentar batalla.

Un comentario

  • Crow

    Guiados desde el sur por los Altos Reyes, el contacto entre los dos ejércitos es mortal. Las primeras líneas de orcos y trolls que estaban rematando a los defensores caídos son aniquiladas con una furia incontenible, obligando a rectroceder al enemigo hacia el norte, donde el empuje es menor.

    Pero es sólo un avance momentáneo. Mientras el cuerpo principal del ejército del Señor Oscuro le sigue en su camino al Orodruin, los Nazgûl realizan el siguiente movimiento. Las segundas líneas, compuestas de inmensos trolls de cotas negras de metal, se enfrentan directamente a la vanguardia aliada. Y al frente del ejército luchan tres de los cuatro Nazgûl que permanecían en Barad-dûr: Adûnaphel, Hoarmûrath de Dîr, y el campeón de los Nazgûl, Khamûl el Oriental. Los estandartes, púrpura sobre negro, ondean desafiantes.

    Embozado en una cota de malla negra, con un yelmo cerrado sobre un gran caballo negro, Khamûl, con una eficiencia mortífera, arranca con su maza la vida de cuantos se atreven a ponerse a su alcance. Sus gritos de guerra, llenos de ira y odio, atraviesan a Elfos y Hombres, paralizándolos antes de recibir el golpe mortal.
    -“¡Venid a morir, perros mortales!¡Pagad el precio de vuestra osadía: vuestra vida!”
    Y bajando el brazo, la maza se cobra una nueva víctima.

    Sólo Glorfindel no duda, y, con el permiso de su Señor Gil-galad, se dirige a refrenar el ímpetu del Montaraz Negro, bajo el cual ya ha sucumbido media ala del ejército de Reijabar.
    Khamûl le observa venir, mientras aniquila a otro elfo.
    -“¡Acércate, inmortal, si es que te crees capaz de vencerme!¡Tu raza está perdida!¡Nada detendrá al Señor Oscuro!”
    Glorfindel se inflama de ira, y galopando a su encuentro desenvaina su espada, y grita:
    -“¡Hoy probarás mi espada, espectro de hombre, y te arrepentirás de tus palabras antes de regresar al Mundo de las Sombras!”
    Y diciendo esto descarga un golpe tras otro con la fuerza de aquellos que han visto el Reino Bendecido sobre las filas orcas que preceden al Nazgûl, abriéndose paso hasta el Espectro. Los enanos de Dárin son los únicos que se mantienen firmes en sus posiciones.

    Mientras, los Altos Reyes se enfrentan a los otros Nazgûl, que no pueden resistir la acometida, dispersándose ellos y sus unidades más aún hacia el Norte. La caballería de Euwavia y Reijabar carga contra ellos una vez más, seguidos de las reservas gondorianas, y concediendo un momento de respiro a los Altos Reyes y sus aliados. Cirdan y Elrond, jadeantes, han conseguido reunirse con ellos.
    -“El Enemigo se nos ha adelantado”, jadea Elendil, “ahora hemos de apresurarnos. Nos lleva a luchar a su terreno, donde él tiene la ventaja”.
    -“¡Debemos alcanzarle y derrotarle, cueste lo que cueste!”, exclama Gil-galad.”Sólo hay una opción: una carga desesperada en cuña con el cuerpo principal de nuestro ejército, aunque eso signifique dejar sin defensores el sitio. Sólo así llegaremos hasta Él”.
    -“¡Mirad!¡Llega Isildur!”, exclama Elrond.

    A todo galope se acerca Isildur. Su armadura está manchada de sangre enemiga, y sin yelmo. Llega y refrena al caballo.
    -“¡Lo presentí, atarinya, pero veo que tarde!. En las demás Puertas el enemigo está controlado, de momento. He dejado al mando a Elendur”.
    -“Entonces”, dice Gil-galad, “no esperaremos más. Los demás Capitanes deberán luchar sin nosotros”.
    -“¡Pero morirán!”, exclama Isildur, costernado.
    -“Sonya”, dice Elendil, “si no atacamos ahora que aún poseemos un ejército casi intacto y ellos están divididos, toda Arda perecerá. No dudes ahora y síguenos. Te necesitamos”.
    Tras un momento de duda, Isildur asiente apesadumbrado sin decir una palabra.
    -“¡Trompetas!”, exclama Gil-galad, “¡Tocad a repliegue y a avance en cuña!¡Venid aquí, portaestandartes!”
    Mientras suenan las trompetas, Isildur manda mensajeros a los demás capitanes para transmitirles la nueva consigna: resistir hasta el final.

    Rápidamente, el cuerpo principal se repliega y se dispone a seguir a los estandartes. Las compañias a caballo se disponen en las primeras líneas del nuevo frente. A la cabeza los Altos Reyes y Capitanes gritan “¡A la carga!”, y con ellos todo el ejército les sigue.

    Los ejércitos enemigos y demás aliados quedan asombrados. Sin perder tiempo, arremeten con furia despectiva contra los ahora disminuidos defensores, contraatacando ferozmente, obligándoles a retroceder.

    Glorfindel observa impotente cómo el cuerpo principal se aleja hacia el Oeste, con los estandartes de Gondor y de los Noldor ya a lo lejos. Luchando ya desmontado cuerpo a cuerpo contra Khamûl siente que es posible que su destino esté cerca. Khamûl ríe, complacido.
    -“¡Tus débiles gondorianos se retiran!¿Hombres del Oeste, decían?¡Ahora huyen como ratas!”, y golpea de pronto con su maza, pero esta vez falla. Glorfindel esquiva el golpe, y se prepara de nuevo a atacar.
    -“¡Insensato!¡La Alianza no perecerá jamás!”, exclama, y con un rápido mandoble alcanza al Espectro de flanco. Por primera vez en mucho tiempo, quizás siglos, Khamûl grita de dolor.

    El avance de la Alianza es incontenible. En la oscuridad se observa a la luz del Orodruin las sombras del ejército enemigo a las faldas del lado este. Sobre un gran caballo, el Rey Brujo, Capitán de los Nazgûl, aguarda. Más arriba aún, se ve la entrada a los Recintos del Fuego, donde espera Sauron, Señor de los Anillos.

    El Rey Brujo ríe para sí, satisfecho. Los gondorianos en torno a la Torre no aguantarán mucho. Pronto los Grandes Anillos se pondrán en juego, como Él había planeado. Sólo debe permitir pasar a los Altos Reyes, y contener el ejército principal. Pronto descubrirán porqué Sauron se ha proclamado Heredero de Morgoth y Señor de Toda Arda. Y sonríe, seguro de sí. De momento, todo transcurre como Él había previsto.

    Al fin desenvaina, y de pie sobre los estribos de su cabalgadura, ordena el ataque. La batalla final ha comenzado.

    Pero los orcos y trolls no son enemigo para los Elfos y los Altos Hombres del Oeste, inflamados en la cólera, arrojados ya a una decisión suicida, y mientras golpean una y otra vez ríen y cantan canciones de guerra y sangre, aniquilando a la vanguardia enemiga y poniendo en fuga a las líneas posteriores. La cuña, encabezada por Gil-galad y Elendil, penetra decididamente en el ejército enemigo, dividiéndolo en dos. El propio Rey Brujo debe apartarse, sorprendido e iracundo, de su trayectoria y se enfrenta con una rabia mortal a los Elfos y Hombres que ya destrozan los flancos.

    Incontenibles, los Altos Reyes y Capitanes prosiguen su avance. El ejército aliado sigue tras ellos subiendo por el flanco del volcán, cada vez más rodeado del ejército enemigo, hasta que por fin se detiene, enfrentados a la élite, la Guardia Negra de Barad-dûr. Thranduil asume el mando de la última resistencia, mientras que la vanguardia formada por Gil-galad, Elendil, Isildur, Elrond y Cirdan consiguen adelantarse y superar el último tramo hacia la entrada a los Sammath Naur, los Recintos del Fuego.

    Ya por temor, ya por órdenes, ningún enemigo ha atacado ni ha seguido a la Vanguardia de la Alianza. Abajo, el ejército aliado ha quedado completamente rodeado. Más allá prosigue la lucha en torno a Barad-dûr. Ahora, enfrente muy cerca, se halla el Destino. Pero antes de entrar por el Portal, Gil-galad entrega a Elrond su anillo, Vilya.
    -“Guárdalo”, le dice a un sorprendido Elrond, “porque por fin he comprendido mi Destino. He de enfrentarme a Sauron sin él”.
    -“¿Cómo?”, exclama Cirdan, estupefacto.
    -“Aquí, en el foco de su poder, y con el Anillo Unico en sus manos, nuestros anillos son inútiles. No tardaríamos en ser controlados con ellos. El lo sabe, lo supo siempre. Por eso nos ha atraído hasta aquí. Pero aquí está nuestra última esperanza: no emplearlos contra él, sino luchar mano a mano, sabiendo que nuestra muerte será segura.”
    Lentamente Elrond recoge el anillo. Cirdan le mira, pensativo.
    -“Entonces, Elrond y yo permaneceremos aquí fuera, ocultos. Y usaremos los anillos: así creerá que están siendo utilizados”. Elrond asiente, aprobando el plan.
    Elendil e Isildur les miran, pesarosos.
    -“Entonces éste será el fin de los miembros de la Alianza”, dice Elendil. “Que los Valar os ayuden. Que los Valar nos ayuden a todos”.
    -“Si el fin ocurre, es el Destino que ya estaba fijado. Entrad y no os demoréis más”, dice Elrond.

    Con un último vistazo atrás, Gil-galad, Elendil e Isildur observan cómo Cirdan y Elrond descienden entre las rocas, se ocultan, y con un grito de dolor desaparecen. Y entran en el Portal.

    Con oscuras inscripciones a lo largo del arco de entrada, el Portal, de unos veinte pies de ancho por otros veinte de alto, se adentra en el flanco del volcán unos cien pies, más allá de los cuales sólo Sauron conoce qué salas, qué oscuras estancias se ocultan en sus subterráneos.

    Los tres avanzan lentamente con las armas preparadas. Dentro, la oscuridad es sofocante y total. Incluso Narsil y Aeglos, antes resplandencientes, apenas presentan ahora un brillo mortecino y apagado, casi insuficiente. El calor es asfixiante. El aire está cargado de gases del volcán, y la atmósfera, densa, casi puede ser cortada.

    Un halo de maldad y odio, mayor según van penetrando, envuelven las sombras del túnel. Jadeando profundamente, siguen avanzando en busca del Enemigo, Sauron el Señor de los Anillos.
    -“¡Muéstrate, Sauron Gorthaur, el Aborrecido!¡Largo tiempo hemos esperado este encuentro, tú y yo!”, exclama Gil-galad,”¡Tú o yo!¡Uno de los dos perecerá hoy!”. Elendil e Isildur escrutan la oscuridad, expectantes.

    De repente, la atmósfera se vuelve más opresiva. Un calor infernal envuelve a los Altos Reyes y a la vez un frío glacial les impacta, atenazando los corazones. Una voz, profunda, burlona y cruel que parece surgir del mismo ambiente que les rodea les responde, riéndose despectivamente.
    -“¡Sauron!”, susurra Isildur, expectante.
    -“¡No seré yo el que caiga hoy!”, exclama Sauron. El aliento del Enemigo resuena en el aire. “Los Grandes Anillos os han vuelto presuntuosos, e imprudentes. Ni tú, el último Noldo de una casa arruinada, ni esos tan Altos Reyes del Oeste como ellos se creen, tan débiles, sois enemigo para mí”. La voz se vuelve más cruel aún ahora. “Rendíos y juradme fidelidad, y os haré partícipes de mi victoria sobre Arda. Negáos, y seréis destruidos. ¿Os negáis?”, y estas últimas palabras llegan como dardos emponzoñados, llenos de maldad y corrupción.

    Pero es Gil-galad quien responde, con una voz clara y orgullosa:
    -“¡Nos negamos!¡Hemos venido a luchar, no a pactar una paz!¡Y no habrá paz hasta que no seas vencido!”, y por un instante la oscuridad cede a la luz que irradia el Rey Noldo.
    -“Que así sea entonces: hoy perecerá la Alianza”, dice Sauron, e inmediatamente se hace el silencio absoluto. Ni siquiera se oyen los ruidos de batalla, afuera. Sólo el lento gemir del Orodruin retumba en las paredes.

    Muy lentamente siguieron avanzando, Gil-galad primero y Elendil e Isildur detrás, con todos los sentidos alerta, sabiendo que en cualquier momento se produciría el encuentro definitivo. De pronto, en la misma sustancia del ambiente algo cambió. Todo sucedió muy rápido. La propia Oscuridad tomó Forma justo al lado de Elendil. Los segundos se tornaron eternos. Gil-galad fue el primero en percibirlo y reaccionar. Elendil supo entonces que la suerte estaba echada, mientras Isildur contemplaba horrorizado cómo de la Nada surgía Sauron, Señor de los Anillos. Ante él, el Oscuro se materializó como un guerrero de pesadilla, la Muerte, con un yelmo cerrado negro con visor, una coraza oscura de placas de piel de dragón negro y de metal, con una gran espada ancha de galvorn negro, llena de inscripciones y maleficios en la diestra, y en la otra mano oscura y cruel un guantelete de guerra de metal, y en uno de los dedos sobre el guantelete, un aro de fuego deslumbrante cruel e inmisericorde: el Anillo Unico. “¡Cuidado, Elendil!”, el aviso llegó tarde, cuando la espada oscura ya se dirigía a golpear al Alto Rey. No obstante, ya por pericia, ya por fortuna, consiguió girarse a tiempo de evitar el impacto completo, y el golpe sólo acertó al brazo derecho tangencialmente. Los brazales saltaron por los aires, hechos añicos, pero la herida no era demasiado profunda. Aún podría golpear.

    Pero no así Isildur. El había visto surgir de las sombras al Oscuro, pero había visto más…Al observarle, se fijó en la armadura, se fijó en el yelmo, y atrayéndole con una fuerza irresistible, escrutó la mirilla del visor, y más allá, y fue entonces cuando lo vió, dentro, ardiendo con una furia sobrenatural, el Ojo de Sauron, y en su pupila se habría el Vacío, la Oscuridad, la Nada, y fue entonces cuando Sauron le miró y le vió. Isildur cayó fulminado al suelo, como muerto, rígido y pálido, y la luz de la locura estaba en sus ojos, mientras su padre recibía el golpe.

    Gil-galad fue más rápido. Con su lanza Aiglos consiguió repeler el segundo ataque, rápido como una centella, que ya se precipitaba sobre Elendil, aturdido. Sauron derribó a Elendil de un empujón brutal, y se enfrentó directamente al Rey Noldo. Elendil cayó al suelo al otro lado del túnel, y su coraza númenóreana, forjada para él en la hundida ciudad de Armenelos, se marchitó y se quebró: el contacto con el guantelete del Enemigo la había destruido. Pero Elendil seguía vivo, aunque aturdido por el golpe.

    Más alto que Gil-galad, Sauron se aproximó a él, decidido, mientras Gil-galad, prudente, observaba cuidadosamente los movimientos del Enemigo, irradiando una luz blanca, desafiante, fría como el Mar, mientras que el Oscuro empezaba a arder de furia y se había cubierto de llamas. El Anillo Unico estaba al fuego blanco.

    Y entonces sucedió. Rápido como la luz, el Rey Noldo se adelantó al oscuro. Aquél alzó su espada, listo para golpear, pero Gil-galad fue más rápido, con ambas manos paró el golpe con Aiglos y, girando rápidamente a la derecha, acertó con la punta al flanco del Enemigo. Ágil como una serpiente, Sauron se revolvió, pero no pudo evitar que antes Aiglos penetrara en la coraza y llegara más allá, y gritó de furia, de odio, y de dolor. El Orodruin rugió con su Amo, y la tierra tembló. En el campo de batalla se abrieron fisuras en el terreno.
    ¿Qué era una herida para el Maestro de las Formas, sino nada?. La herida se abrió, la herida se cerró, y la sangre negra del Enemigo, humeante, siseó mientras dejaba de manar antes de caer y quemar el suelo. El golpe había sido bueno, pero inútil.

    Y Sauron, inflamado de ira, contratacó. Las llamas que le envolvían crecieron hasta ocupar toda la altura del corredor. El tiempo se detuvo. Mientras Gil-galad retrocedía para prepararse, Sauron golpeó y su espada alcanzó al Rey Noldo. Gil-galad intentó esquivarla, pero el Enemigo fue más rápido, y con un grito mortal lleno de odio, acertó, quebrando la lanza Aiglos por la mitad, atravesando la cota blanca élfica y desgarrando todo el flanco izquierdo del adversario, que cayó malherido al suelo. Su luz se apagó, entre gritos de dolor.

    Pero mientras Sauron reía satisfecho, mientras miraba cómo Gil-galad se retorcía de dolor aún con la lanza rota en las manos y su sangre fluía, Elendil se preparó para golpearle por la espalda. Porque él era el Rey de los Hombres del Oeste, y curtido en el combate, se recuperó rápidamente y se levantó, y mientras Sauron daba aquel golpe fatal Elendil miró a su hijo, y lleno de rabia y dolor, hirviendo de furia, ya no deseaba vivir sino perecer en combate, pues todo estaba perdido. La Alianza estaba destruida. El fin era inevitable. Pero aún estaba vivo, y era el Rey, y aún podía luchar. El odio y la desesperación le dieron una fuerza que no creía poseer, y mientras Gil-galad caía, rápido y sigiloso se apresuró a asestar su último golpe, y quizás el definitivo.

    Pero su enemigo no era inferior a él, era Sauron el Maia Caído, de grandes poderes, y llevaba el Anillo Unico, y supo que Elendil se levantaba y le odiaba, y supo también que el Alto Rey creyó de nuevo en la victoria mientras alzaba a Narsil a sus espaldas, y siguió riendo.

    En una fracción de segundo, Sauron se volvió, todavía riendo, y con el guantelete detuvo la hoja deslumbrante de Narsil en el aire, con una fuerza férrea y monstruosa. Elendil, angustiado, no pudo con todas sus fuerzas mover la espada inmovilizada por la mano del Enemigo ni una sola pulgada. Y Sauron ya no reía. Invocando a la Llama de Udûn, la tierra tembló mientras el Orodruin se agitaba furioso y Sauron gritó lleno de odio y poder, revelando toda su Fuerza. El guantelete, al rojo vivo, acabó con la luz de Narsil, que quedó gris y muerta mientras Elendil comprendió que era el fin, y mientras desde el fondo del corredor, desde los Recintos del Fuego, una enorme bola de gas ardiente surgió por el Portal de las Sammath Naur, expulsando a todos fuera menos a Sauron, que reía de nuevo.

    Así salió Sauron, riendo. Su risa cruel resonó estentórea por todo Gorgoroth. Los aliados se prepararon para morir mientras orcos y trolls atacaron rugiendo con un ímpetu renovado. Cerca del Portal yacían Gil-galad, Isildur y Elendil. El Alto Rey, bocabajo, ya había muerto antes de que le alcanzaran las llamas. A su lado había ido a parar Isildur, vivo pero malherido y aún inmóvil y miraba a su padre. Sus ojos estaban llenos de lágrimas. Gil-galad, agonizante y atrozmente quemado, había ido a parar más abajo. Aún en la derecha agarraba una parte de la quebrada Aiglos, y sabía qué pasaría ahora.

    Sauron envainó su espada y se dirigió hacia Gil-galad. Por fin recuperaría los Grandes Anillos. A Isildur no le prestó más atención que a un gusano en el fango.

    Y fue entonces cuando algo cambió en Isildur. Una voz clara y límpida penetró en la oscuridad de su locura, trayéndole la luz de nuevo y la consciencia. “¡Apresúrate, antes de que sea demasiado tarde!”. Aun con las quemaduras sintió cómo una fuerza se apoderaba de él y le devolvía la esperanza y el deseo de luchar. Aún no podía morir. Aún no habían vencido. “Y Sauron debe ser derrotado. Hoy o nunca. Por Gil-galad. Por Anárion. Por mi padre.” En ese momento se despertó en él el antiguo linaje y la sangre de Lúthien, por la que la sangre del Reino Bendecido había llegado a los Hombres. Y Sauron seguía acercándose a Gil-galad.

    Angustiado, buscó pero no tenía arma. Miró a su padre. Con profundo dolor buscó, y encontró a Narsil bajo él, pero estaba quebrada en dos. No había donde elegir. Tomó la parte con la empuñadura y se dirigió rápida y sigilosamente hacia el Enemigo, dispuesto a matar, o a morir.

    Sauron llegó donde yacía Gil-galad. Este le miró, con los ojos nublados y el rostro desencajado por el dolor, dispuesto para el sacrifico final. Sentía que tenía el cuerpo destrozado más allá de toda curación, pero que aún podría hacer un último golpe con el brazo derecho. No soltó la lanza quebrada. Sauron dejó de arder y se agachó. Se quitó el yelmo, mostrando el Ojo ardiente. Gil-galad soportó la mirada a duras penas.
    “- Sólo ahora, al final, es cuando lo entiendes. La Alianza ha fracasado y yo, sólo yo, soy el Señor de Toda Arda”. Y buscó entonces a Vilya, y el Destino le alcanzó. ¡No llevaba ningún Anillo puesto!. La sorpresa hizo que bajara la guardia. Y entonces Isildur atacó.

    Recorriendo los últimos metros a toda velocidad, con la quebrada Narsil en sus manos y lleno de odio y dolor “¡POR ELENDIL!”, Isildur se dispuso a golpear. Y cuando Sauron se volvía hacia aquel a quien había menospreciado, Gil-galad hizo el esfuerzo supremo y cumplió su destino. Y mientras Sauron se giraba de nuevo hacia Gil-galad, aún arrodillado, Aiglos le atravesó de lado a lado y gritando de dolor y furia, se inflamó en llamas, y el Orodruin retumbó indómito, alzando a las alturas lava incandescente, y la tierra tembló y se abrió en fisuras, y entonces fue cuando mientras aún Sauron gritaba, Narsil golpeó al Enemigo. Como guiada por el Destino, la hoja muerta acertó a cortar el dedo del Anillo Regente y, angustiado, gritó por último Sauron una vez más, mientras su Forma se convertía en cenizas ardientes sobre el Rey Noldo y su espíritu desaparecía. Y así pereció también Gil-galad, el último de la Casa de Fingolfin.

    Isildur cayó al suelo vencido y extenuado por el dolor mientras observaba llorando cómo el cuerpo del último Rey de los Noldor se reducía a cenizas y la lanza Aiglos quedaba fundida.

    Mientras los tumultos de la batalla indicaban que la victoria se inclinaba ahora hacia los aliados, Elrond y Cirdan, liberados de las cadenas del Anillo Unico, se quitaron los Anillos y se dirigieron hacia Isildur. Habían estado contemplando impotentes la batalla final, ocultos en las sombras con el poder de los Anillos. Los ojos estaban llenos de lágrimas de pesar y dolor.
    -“Ahora debes cumplir el Destino y arrojar el Unico al Orodruin, para que quede consumido por siempre y Sauron sea derrotado totalmente”, le dijo Cirdan a Isildur.

    Pero Isildur contemplaba el Anillo, aún en el dedo ardiente cortado al Enemigo, brillante y refulgente. Atractivo.
    “- No puedes conservarlo. Recuerda a Gil-galad y a Elendil. ¡Debes destruirlo!”, exclamó Elrond.
    Pero Isilidur, tomando el Anillo aún caliente, lo contempló una vez más, y se levantó, contemplándoles, desafiante:
    “- No”, dijo Isildur. “Lo guardaré, como prenda de reparación por mi padre y mi hermano”, y sin más se dirigió hacia la batalla ya decidida.

    Así terminó la Guerra de la Alianza y así Isildur quedó atado al Destino del Anillo. Pero, eso es otra historia…