Brujería de Cocina

Brujería de Cocina

“Estos dioses, alojados en el corazón de los bosques, en las aguas profundas, no podían ser expulsados (…) ¿Dónde están? ¿En el desierto, en la landa, en el bosque? Sí, pero  especialmente en el hogar. Se mantienen en lo más íntimo de las costumbres domésticas. La mujer los cuida y esconde en el armario e incluso en la cama, y aquí tienen lo mejor del mundo (mejor que el templo): el hogar.”

J.Michelet. La bruja. Un estudio sobre las supersticiones en la Edad Media.

Desconozco ciertamente si existe, o ha existido alguna vez en realidad una tradición que recibiera ese nombre. Lo que sí se es que hoy día evoca títulos como “Magia Casera Superfácil”; lo cual, además de incierto pudiera ser ofensivo, en el caso en que la bruja se aburriera y decidiera dejar ofenderse por algo así… La brujería “de cocina”, a mi entender, posee dos clases muy diferentes de detractores; por un lado, aquellas que la consideran algo “bajo”, por su sencillo instrumental y ritual y su resistente capacidad de adaptación a diferentes credos y doctrinas, incluso su posibilidad de permanecer independiente a éstos. Por otro, la caterva de nuevas generaciones afines a la “magia”, que ven en esta sencillez e independencia un modo rápido y fácil de conseguir sus objetivos. 

Pero la brujería puede ser muchas cosas, excepto algo rápido y fácil y simple… como a primera vista resulta atractivo creer. Hemos hecho un repaso rápido a sus principales características; no hay dogmas ni cuerpo teórico tras sus prácticas de estructura sencilla, sus objetivos se caracterizan por ser mundanos ( “nada de elevarse a la divinidad sino es para que nos eche una mano”) y el conjunto de herramientas e ingredientes puede recogerse del propio hogar y sus entornos ( aunque hoy día vivamos en un entorno hiperindustrializado con el ascenso de la New Age, entre otros fenómenos, nuestras calles están plagadas de herboristerías).

Sin embargo, tras estos aspectos formales, subyace otro tipo de contenidos más sutiles, de insondable profundidad, que siguen filtrándose de generación en generación, tal cómo decía Rilke, como si de un sobre cerrado se tratara, que, por ello, no han podido perderse aún completamente.

Tal vez, remontándonos hasta la época subactual en nuestra maltrecha cultura occidental, podamos vislumbrar algo del genuino valor de esta “brujería de cocina”. Retrocedamos, entonces, hasta el momento en que las mujeres y los hombres aún eran conscientes de su dependencia del fruto de la tierra y el mar, y de la fragilidad de sus vidas. Pensemos sin idealizaciones en una sociedad, no tan lejana en el tiempo, y encontraremos una población fustigada cíclicamente por la amenaza de hambre y enfermedades. Lo cierto es que la frase “cualquier tiempo pasado fue mejor” es otra de esas reticentes fantasías contemporáneas.      No se trata tan sólo de que una variación climática pudiera dar al traste con la cosecha, provocando malnutrición, lo cual desembocaba en una deficiencia inmunológica que dejaba a las puertas de la muerte, a quienes no había empujado a cruzarlas. Factores como las guerras públicas y privadas, la inapropiada gestión de las tierras, la mengua o el incremento excesivos en el núcleo familiar podían traer las mismas consecuencias. Esto, por hablar de lo más dramático del contexto, en el que florecía la brujería como lo ha venido haciendo desde el origen de los tiempos. Cuando el ser humano es tan consciente de estar situado en la frontera entre la vida y la muerte, nada de lo que pueda permitirse hacer, creer o sentir, puede considerarse una frivolidad. Incluso los momentos de evasión constituyen una necesidad fundamental para soportar la presión de este entorno.

El núcleo de la existencia era la familia, una familia sempiternamente condicionada por el seno de la comunidad. Entenderemos, entonces, no sólo la importancia de la buena marcha de las cosechas y el ganado, no sólo la importancia de los medios adoptados, en tan precaria sanidad, para proteger a los seres queridos de la enfermedad; sino también del buen funcionamiento social; la concertación de matrimonios, el cuidado de las relaciones vecinales. Más allá de la visión romántica de la unión conyugal, debemos ver su función social. Nadie quiere entregar a sus hijos a una unión desdichada, luego, cuando no queda más opción que saltar sobre la que hubiera sido su elección, cabe intentar que se intente suavizar las consecuencias… Un buen ejemplo de esta magia matrimonial y familiar  lo encontramos en el compendio de R.Buckland “Magia Gitana Amorosa” -por más que, por no mudar en la costumbre, el título siga siendo terriblemente desafortunado-.

La brujería, presente a cada instante de estas existencias, se debe llevar a cabo de forma cada vez más discreta a medida que nos alejamos de los primeros siglos de la Edad Media (que no es ni mucho menos tan oscura como se nos ha querido presentar). Aquellos practicantes no tienen oportunidad de levantar templos de piedra o consagrar el muestrario oficial de herramientas. Y tampoco les hace falta; son conscientes de lo trascendental de su trabajo, de la absoluta necesidad de sus peticiones u objetivos. Y si no hay Dios que los asista, buscarán la colaboración de entes menores, o cualquier mediador benéfico. El credo de cada uno es lo de menos; algunas costumbres y maneras de hacer paganos sobrevivieron de este modo a través de los siglos, de un modo seguramente más honesto del que se le quiere atribuir al actual “neo-paganismo”, en el que si bien se recupera cierta estética, se olvida el fondo… en el supuesto renacimiento de un culto a la Tierra y a la Vida, éstas se dejan de lado para evocar de un modo insaciable más y más idealizaciones. 

La brujería, capaz de sobrevivir de un modo adaptable y cambiante, permanece fiel a su esencia y sus practicantes son, ante todo, conscientes de su realidad física, y sensatos. Y es que la brujería no es sólo magia, sino, como diría Ceravieja, “Cabezología”; esto es, entender los hilos que mueven el mundo y las personas, y lograr los objetivos con el menor gasto de energía posible, hacer las cosas “como si no hiciéramos nada”, evitar los problemas, saberlos ver antes de que se produzcan y ahorrar nuestros esfuerzos para cuando sean necesarios, en lugar de desgastarlos buscando explosiones de fuegos multicolor y demás grandes proezas.

Curioso, tal vez, que esta magia “baja” y popular comparta, en ciertos aspectos, la filosofía expuesta por el maestro Sun Tzu en “El Arte de la Guerra”.

La brujería no es un atajo – en la Magia no hay atajos! – y sería absurdo considerar que en ella no existe la conciencia de que toda acción tiene un precio, lo cual ha venido a adornarse con la famosa “ley del retorno”. Sucede, sin embargo, que las mujeres y los hombres dignos de recibir ese nombre, esos seres de tierra y agua, animados por el fuego del espíritu y el aliento vital, sobreviven a las parálisis de actuación, arriesgan por aquello que creen de valor, y sacrifican parte de sí en la consecución de sus voluntades.

Por esto mismo, por más que ningún practicante de brujería tome en serio cantinelas como el tristemente célebre “no hagas daño a nadie” tampoco andará coleccionando muñequitas claveteadas con alfileres en el sótano de su casa. No es práctico, no vale la pena. Tan simple como eso, ante el temor infantil del castigo divino, la brujería evalúa los pros y los contras, y saca su conclusión.  Evidentemente puede haber casos de personas enfermas, o víctimas de su emoción, pero eso no puede ser atribuido a la rama de Magia que elijan, sino al modo de actuar de cada individuo.

¿Desterramos, entonces, la sacralizad del ámbito de la brujería? Esa tampoco es una opción demasiado acertada. El templo de la brujería está en su naturaleza, en el hogar, en las cocinas… ¿Y qué es, en última instancia, la cocina? Es el lugar dónde los alimentos son transmutados para hacerse aptos al consumo, la lumbre que reúne a las familias; en su luz y protección se halla el origen del hogar, desde que el ser humano puede considerarse como tal… Entonces, ¿qué tiene que envidiar a un laboratorio alquímico, a una de las hogueras de la celebración del Equinoccio, a un imponente santuario?

De igual modo, el que la brujería no conlleve un credo específico no tiene nada que ver con que sus practicantes no lleven en sí una ardiente espiritualidad. Sería difícil, teniendo en cuenta las condiciones en las que se desarrolla la brujería, que sus gentes no se interroguen mirando las estrellas en lo alto de los cielos. A pesar de los libros de texto que nos hablan de una población subyugada al poder de la iglesia cristiana, no debemos olvidar que la espiritualidad es, en última instancia, algo individual. Por ejemplo, para ser justos deberíamos decir que, durante el proceso de cristianización,  el resultado fue una paganización del cristianismo…

Así, la brujería de todos los tiempos, aquella que ha llegado a nuestros días sin pretensiones narcisistas, ha ido formado en cada época y persona su espiritualidad, fuerte y sabia; tan variada en elementos como coherente en su combinación; como un hermoso y útil edredón de patchwork.

La brujería de cocina es probablemente el legado más valioso que el paganismo actual pueda conservar, pues cuando cambian los nombres y se derrumban los templos, ella sigue allí, impertérrita, generosa en su numen y dispuesta, como Sophía, a alimentar a todos sus hijos.

No, la brujería de cocina no es hacer conjuros con el congelador y el microondas, por más que Ravenwolf y compañía quisieran hacérnoslo creer así para… ¿incrementar sus ventas?

Vaelia Bjalfi, Mayo 2003
www.perroaullador.org