El Zen y la Rebelión Bóxer (budismo zen)

El Zen y la Rebelión Bóxer

Título original: Zen and the Boxer Rebellion
por el Reverendo Yin Yao Shakya, OHY
Traducido desde el inglés por Fenando Valencia [Zheng Chún], desde Bogotá, Colombia.

En China alrededor del siglo XIX, una sociedad secreta llamada ‘Los Puños de la Correcta Armonía’ comenzó un movimiento que quería arrojar a todos los extranjeros de su madre tierra. La historia conoce a estos rebeldes como los Bóxers.

Pero no nos ocuparemos de ellos. Este ensayo trata de otros bóxers (calzoncillos). Boxers enormes. Boxers Zen. Hace un tiempo, una especie de desasosiego invadió mi espíritu… así como a mis imponderables. Huecos por doquier, en cuerpo y el alma. La única solución era comprar unos deliciosos boxers blancos. Enseguida me dirigí al almacén y escogí un paquete muy bien ilustrado con dos pares de calzoncillos. Pronto sería la viva imagen del joven Adonis del empaque. Casual, se podría decir. Al llegar a casa los arroje, sin desempacar, a la gaveta de la ropa interior.

Allí permanecieron, fieles guardianes del desasosiego, hasta ayer. Era una de esas mañanas en que uno dice, “hoy es el primer día del resto de mi vida”, y decidí que si el universo iba a ser mi cóctel de ostras, lo menos que podía hacer era tomar el bar por asalto luciendo mis nuevas y relucientes prendas. Nada que levante más el espíritu que la sensación del percal ligeramente almidonado. Así que los saqué del plástico [¡Oh, qué sensación!] y los sacudí con anticipada excitación. Entonces, vi como la verdad me miraba fijamente desde cada uno de sus pliegues afilados. Había comprado sin darme cuenta UN ENORME Y BLANCO BOXER-PAPÁ.

Sí, había comprado los calzoncillos de mi papá. Eran vastos, voluminosos. Me llegaban hasta el ombligo y por abajo me cubrían hasta las rodillas. Si hubiera sido paracaidista, no necesitaría un paracaídas. Si fuera ir a acampar en las montañas, no necesitaría una tienda de campaña. Ningún marinero podría levantar una vela tan fácilmente como yo. Con vientos favorables podía llegar a Puerto Príncipe en dos días.

Evidentemente, mi deseo de niño de ser igual a mi papá se me estaba dando. Ahora no había nada que no pudiera hacer para ser igual a mi papá. Podía zapatear alrededor de la casa a las cinco de la mañana despertando a todos. Podía tirarme en el sofá y mirar el juego de football roncando a todo volumen. Podía agacharme a acariciar mi perro, ofreciendo mi trasero al mundo entero. Podía tirarme un viento más sonado que cualquier otra persona en el mundo. Todo lo que tenía que hacer para completar mi metamorfosis era ponerme una camiseta, unas chancletas, echarme mitad de la botella de Brut 33 y ¡PODÍA SER MI PAPÁ!

Ah, llegar a conocer el verdadero significado de los enormes y ondeantes boxers de mi papá. Recordé como cuando joven me quedaba observándolos, absorto en pensamientos, deseando que algún día yo también poseería los eternos misterios contenidos en la fina estampa de aquel algodón brillante. Y ahora mirándome como hombre, a medio vestir frente al espejo del baño, descubro que esta vestidura misteriosa todavía tiene un poder mágico sobre mí: la banda elástica que sostiene por igual el estómago disecado del asceta y a la barriga gigante del escritor técnico, la etiqueta que enseña el verdadero camino a la pureza y la bondad: “lavar en lavadora, usar secadora en bajo.” Y la pequeña abertura al frente sin la cual mi vida sería de hecho muy incomoda.

Pero no se podía esperar que fuera de esta forma. Era un asunto de fe de que el vasto e inescrutable mecanismo del universo siempre se asegurara que yo permaneciese el despampanante Adonis del paquete de los bóxers mientras que Papá seguía con la impropia labor de envejecer. Desde la adolescencia yo había ignorado todas esas ridículas ideas y conductas que me habían llevado al presente estado de monstruosidad avanzada. Yo había hecho todo al derecho. Todo estaba en su sitio. Él era el Papá. Yo era el Niño. Por siempre y siempre… amén.

El karma, como de costumbre, tenía otros planes.

Mi ‘crisis-sartórica’ me obligó a considerar la posibilidad de que el Niño, en efecto, estuviera llegando a su fin. Un rápido examen de conciencia reveló una llanta generosa, los ligamentos de las rodillas destrozados, reflujo, acidez y varios síntomas menos obvios de ‘PAPÁ-avanzado’. Evidentemente, mi obsesión con no ser PAPÁ era una distracción perversa, una que me impedía ver lo que cualquier necio podría ver: Yo ya había desarrollado la marca de la edad madura. En alguna parte había una lección para aprender. Y era de mí encontrarla. No tuve que buscar por mucho tiempo.

No se espera que cedamos ante la adversidad… que usemos nuestros enormes y ondeantes calzoncillos blancos de PAPÁ como la bandera de la rendición, la mortaja del entierro o algo para los arqueólogos del futuro… o para quemarlos en una protesta sin sentido. ¿Pero qué debo hacer con estos bóxers? ¿Botarlos simplemente? ¿Hacer túnicas nuevas para los Niños Cantores de Viena? ¿Empezar una colcha para las víctimas de la edad madura?… ¿QUÉ? En alguna parte de toda esa tela blanca había un mensaje, quizá el secreto de la vida revelado. Yo sentía la carga del pensamiento.

¿Qué haríamos en Zen? Reflexioné un momento en posibles respuestas religiosas a esta pregunta. ¿Declarar mi independencia de la opresión de las apariencias? ¿Pensar en todos los pobres en el mundo que no tienen ningún tipo de interiores para ponerse?

De algún modo se me ocurrió que esta ancha extensión de algodón era la verdad en grande. Mene Mene Tekel… Simplemente no era muy saludable haber conseguido estar tan grande tan rápido y, sí señor, había que morder el polvo: Apretar los dientes y comenzar a salir a trotar todas las mañanas. ¡Ponerme en una dieta Sattvica! Finalmente pronuncié las palabras que tocaba. La gaseosa tendría que pasar de la Cosa Real a la dietética. Lloriquearle a los chocolates. Los dulces desterrarlos para siempre de mi alimento matutino… y del de mediodía, y de la tarde también. Sin fórmulas mágicas. Sin píldoras. Nada menos que un cambio de forma de vida… Frutas frescas y esas cosas que llaman verduras. Tortillas sin la manteca de cerdo. El queso sin cuajo. Perros calientes y pizza de Tofú. ¡Cero nachos! (No hay fin al castigo por unos años de exceso.)

El Zen, como usted podría esperar, exige un plan de acción constructivo. Había llegado el horrendo momento de practicar lo que había predicado (Nunca imaginé ver llegar el día).

Comprendí que la verdadera libertad es posible solo a punto de disciplina… empeño… sacrificio. No nos ponemos en forma a punto de remembranzas o sugerencias, como canapé en una bandeja de posibilidades. Y tampoco es posible la buena salud. Debemos algo a cambio de esta vida… y ese algo hay que cuidarlo. Qué barbaridad, ese ya era un pensamiento bastante pesado.

Yo necesitaba un poco de apoyo. Fui a la estatua de Ho Ti – toda esa grasa y esa risa jovial – esa barriga para frotar para la buena suerte. Con gran esfuerzo lo vi sentado luciendo unos bóxers blancos… y el espectáculo era horrible. Es la única cosa que me hace seguir adelante.