El shinto: la espiritualidad de Japon

EL SHINTO: LA ANCESTRAL ESPIRITUALIDAD DEL JAPÓN.                                      Por Nelly Naumann

PRESENTACIÓN

En nuestra modesta aventura de apertura a las riquezas de las culturas en este número 2 de Revista Kenos, ahora nos nutriremos con las brisas antiquísimas del Japón. En el viejo Imperio del Sol Naciente, se desarrolló el culto a los kamis. Antes de la llegada del budismo a la isla, los kamis ya eran venerados como entes espirituales imbuidos de un sutil y especial poder que podía socorrer al hombre en circunstancias apremiantes. La presencia invisible de los kamis puede latir en diversos lugares de la naturaleza y también en los templos.

De hecho, en el templo se halla la residencia del dios, el shintai o “el cuerpo del dios”. Los emblemáticos torii, como el que ilustra el inicio de este momento de Kenos, señala la proximidad de un templo sintoísta.  El sintoísmo no constituye propiamente una religión en un sentido formal. Carece de dogmas, y de textos que enuncien un claro contenido doctrinario. En el sintoísmo es también decisiva la búsqueda de la pureza. De ahí su apego a una forma de purificación llamada harae (“barrido”) que es indispensable antes de toda ceremonia religiosa. Detrás de la imagen del Japón hipertecnológico y occidentalizado, aún perdura el ancestral sintoísmo en las tierras niponas. Rituales y fiestas sintoístas todavía se celebran y los torii  y el Monte Fuji Yama continúan exudando sus auras de iconos sagrados.

  El texto que presentamos a continuación, que sólo aspira a trazar una inicial apertura al shinto, pertenece a la emblemática obra colectiva “Historia de las ideas y creencias religiosas” dirigida por Mircea Eliade.

Recomendamos también la página www.japonologia.com donde hallarán una sólida introducción al shinto en el Japón actual.

De entrada podríamos decir que la religión japonesa es un culto a los kami. En nuestras lenguas occidentales no existe un equivalente exacto de esta palabra. Como todas las voces japonesas, kami carece de género y número, pudiendo referirse a una o varias divinidades, femeninas o masculinas; se utiliza para designar al dios único de los cristianos como a seres a los que más bien daríamos el nombre de espíritus: silvestres, acuáticos, domésticos y otros muchos espíritus colectivos. La amplitud del concepto no nos permite precisarlo más. A lo sumo puede darse del mismo una definición negativa: los kami no son ni omniscientes ni todopoderosos, ni fundamentalmente buenos ni malos, y ni siquiera puede decirse que están siempre presentes. De hecho, el llamar a la divinidad al comienzo de un acto de culto y él despedirla al final de la celebración constituye una parte esencial del rito de los templos, prueba evidente de que la presencia de las divinidades es excepcional. El shintai (cuerpo del dios) que se conserva en los santuarios – espejo, espada, peine, piedra o cualquier otro objeto- es sólo un símbolo de la divinidad o el lugar donde ésta viene a instalarse durante el culto. A veces se colocan también arbolillos, postes, pértigas, etc., como asientos temporales de la divinidad, lo que permite suponer que los kami vienen de lo alto, es decir del cielo.

De todos modos, el que visita uno de esos templos se comporta allí como si la divinidad estuviera presente. Comienza por batir palmas para atraer su atención y luego se inclina respetuosamente ante ella. Esto corresponde mas bien a una nueva tendencia favorecida por la creciente afición de los japoneses a los viajes y sobre todo, desde hace dos siglos, a las peregrinaciones religiosas. Aquí, a decir verdad, suele pasarse por alto un importante factor del desarrollo de concepciones religiosas más recientes, a saber, la intensa compenetración entre las ideas autóctonas y el budismo. Los budistas tienen siempre sus ascetas o asesores a quienes uno puede acudir en busca de ayuda. ¿Por qué no habrían podido desempeñar ese mismo papel los kami, que, como se creyó durante siglos, no eran sino manifestaciones de los budistas y bodhisatvas, es decir, de los santos y auxiliares budistas?

También, pues, para el hombre sencillo de hoy los kami son ante todo auxiliares o intercesores, un poco como los santos católicos. Al templo de uno peregrinarán los estudiantes antes de sus exámenes, al de otro las futuras madres; éste curará las afecciones oculares o dentales, aquél ayudará al casadero o la casadera a encontrar el cónyuge ideal, etc.

Lo único que uno puede preguntarse es si los kami están o no siempre presentes en sus respectivos templos; para venerarlos en otro lugar tiene que efectuarse una “disociación” o transferencia, la cual es tan invisible como los propios kami. Ahora bien, esta invisibilidad de los kami no está reñida con la facultad que poseen de hacerse visibles, como seres de carne y hueso, o de manifestar su presencia en cualquier objeto.

En general, los dioses se imaginan antropomórficamente, si bien existen algunas excepciones. En la mitología y las creencias populares, ciertas divinidades se manifiestan también en forma de serpiente; las de las montañas suelen presentarse como animales de caza, y los animales que aparecen en algunas leyendas como mensajeros de los kami constituyen quizá un indicio de la forma original de estos últimos. En este mismo contexto conviene repetir que contemplar directamente a la divinidad lleva en definitiva al hombre a su perdición, por lo que debe evitarse a toda costa.

Hasta ahora hamos considerado a la palabra kami en su sentido más amplio. Si a partir de lo dicho quisiéramos definir con más precisión la esencia de los kami, podríamos decir que son entes espirituales dotados de especiales fuerzas que los hacen superiores al hombre y los capacitan para socorrer a éste en sus diversas necesidades.

Pese a esta característica común, debemos distinguir entre las divinidades con un nombre propio e individual y las divinidades o espíritus cuyo nombre se refiere meramente a la función que desempeñan. Esta división aparece ya sugerida en la mitología y no cuesta ningún trabajo mantenerla hasta hoy.

Los kami con nombre propio son los que en la mitología actúan como personas; son también los antepasados o dioses-antepasados de las diversas familias nobles que asumieron un papel importante en el antiguo Japón. A estos mismos kami se les sigue rindiendo culto actualmente en los templos sintoístas. Cierto que hay también otros muchos dioses que la mitología menciona ocasionalmente por su nombre, pero que no han dejado huella duradera y hoy están del todo olvidados.

Otra categoría de dioses con nombre propio, venerados por todas partes en los templos, la constituyen numerosos kami que en algún momento se han manifestado a los hombres en sus sueños o en oráculos. Ejemplos de esta clase se dan sobre todo en la antigua historia del Japón, pero también los encontramos en el pasado reciente, si echamos una ojeada a los relatos de la fundación de algunas “nuevas religiones”. El esquema de tales revelaciones suele ser más o menos el mismo. La divinidad, que se da a conocer en sueños o por boca de un médium, se presenta como causante de tal o cual desgracia: muerte repentina de un gran personaje, malas cosechas, epidemias, catástrofes naturales o incluso únicamente el estado patológico o desesperado del médium. La maldición cesará tan pronto como se elija allí mismo un templo, con sus correspondientes tierras y sacerdotes, y se le ofrezca sacrificios, o también, si la víctima es el médium, en cuanto este se le abandone enteramente y sin reservas. Semejantes manifestaciones pueden venir de divinidades conocidas o desconocidas, así como de espíritus vengativos de difuntos que guardan algún resentimiento contra los vivos. Aquí cobra la divinidad una nueva dimensión: se muestra colérica y sedienta de venganza, capaz de hacer daño a los hombres, pero a la vez dispuesta a reconciliarse con ellos si siguen sus instrucciones.

Muy distintos son los dioses colectivos, dioses o espíritus de las montañas y bosques, ríos y mares, campos, árboles, rocas, caminos, etc. De ellos la mitología nos dice solamente que fueron engendrados y nacieron como los demás seres de este mundo, sabemos también que eran indómitos y violentos, hasta que los dioses y los héroes del pueblo de Yamato acabaron por doblegarlos. Los dioses y los espíritus anónimos desempeñan – o hasta hace poco desempeñaban – en la vida ordinaria del hombre sencillo un papel mucho más importante que los dioses de los grandes templos. En efecto, con estos últimos se entraba pocas veces en contacto, por ejemplo al hacer una peregrinación, y por lo demás la gente se contentaba con adquirir al principio del año un amuleto de tal o cual templo, comprándoselo a cualquier vendedor ambulante, para colocarlo en el estante de las ofrendas adosado a la pared de su casa y olvidarse luego probablemente de él. En cambio, la devoción a los dioses y espíritus anónimos y la s modestas fiestas en su honor a lo largo del año y de la vida de cada individuo tenían una importancia primordial. Estas celebraciones no requerían ni templos ni sacerdotes. Por supuesto, los espíritus de montes y bosques residen en plena naturaleza y allí es siempre posible encontrarlos, sin tener que llamarlos expresamente. ¡mas bien sucede lo contrario! Están allí aunque uno no lo quiera y vigilan estrechamente la conducta del hombre que tiene algo que hacer en el bosque, por ejemplo, para castigarlos si infringe algún tabú. En cuanto a las ofrendas, las reciben en determinadas fechas, según la costumbre, y en los lugares que vienen utilizándose para ello hace generaciones. Ocurre también que el cazador que cobre una buena pieza o el leñador que derriba un árbol de especial hermosura den excepcionalmente gracias a la divinidad por ese regalo mediante un sacrificio. Otro tanto hace el pescador cuando la pesca tiene éxito y el campesino tras una buena cosecha. Para cada cosa hay un patrono o señor que vela por ella. El dios de los campos está presente hasta en le última gavilla; el dios del hogar recibe las ofrendas que el ama de casa le presenta en la etapa de la gran marmita; y al dios de los caminos, encargado de múltiples tareas, se le honra en un altarcillo de piedra erigido en los confines del poblado. Desde allí puede esta divinidad rechazar a los dioses causantes de las epidemias y proteger a los viajeros; por ser además un dios fálico, concede la fecundidad a quienes la desean. La vida entera de los hombres depende de la benevolencia d todos esos kami anónimos, y muchos de ellos pueden encolerizarse y causar desgracias si no se les rinde el culto como es debido y no se observan sus preceptos. Para esto no necesitan mediums ni sueños, pues las antiguas tradiciones y costumbres enseñan ya a los hombres el modo de comportarse con tales seres.

Culto y lugares de culto

  A pesar de cuanto acabamos de decir, la imagen de la divinidad en la religión autóctona del Japón sigue siendo vago. Por otra parte, en una religión sin dogmas ni preceptos claros no nos parece posible formular un contenido doctrinal. Lo que quizá podría considerarse la base de todo ello, a saber, la mitología, no guarda relación alguna con la práctica religiosa. Solo, pues, el culto y sus lugares nos brindan un terreno concreto de estudio. El templo es, según la creencia general, el hogar de la divinidad. En su parte íntima, el santuario, se conserva el shintai o cuerpo del dios. Delante se extienden dos grandes salas, una para las ofrendas y otra para la oración. A esto se añade todo una serie de edificaciones complementarias: templetes para divinidades de segundo orden, una tarima para danzar, un tesoro, un despacho, etc. Más recientemente suele erigirse también un pabellón para celebrar bodas según el rito sintoísta, sin duda por influjo de los usos cristianos, que en este punto gozan de gran aceptación. Una valla rodea todo el conjunto, a menudo situado en medio de un bosque de viejos árboles. En el exterior, más allá de la puerta, los típicos torii indican al viandante la proximidad de un templo sintoísta. Nadie conoce exactamente el significado de esos torii.

A la entrada misma del recinto del templo hay una fuentecilla o pozo; unos pequeños cuencos de madera que sirven para extraer el agua invitan a lavarse allí la boca y las manos, purificación necesaria antes de poner los pies en el santuario. La pureza en efecto, es una exigencia primordial del Shinto. No obstante, cuando uno ha visitado varios de esos santuarios, no tarde en descubrir el desface que existe entre exigencia y realidad. La mayoría de los visitantes pasan de largo sin acercarse a la fuente, y apenas si hay alguno que eche un poco de agua sobre la punta de los dedos, menos todavía que se humedezca la boca. Ya en el siglo VIII se expresaban las mismas quejas sobre la falta de limpieza corporal y espiritual de quienes acudían a los templos de los dioses, y desde entonces nunca han cesado. Sin embargo, esa negligencia queda compensada por las rigurosas purificaciones impuestas a todos aquellos, sacerdotes o no, que toman parte activa en un acto de culto.

¿Qué ha de entenderse por pureza en el contexto de la religiosidad japonesa? El lavarse manos y boca es, desde luego, una purificación simbólica, como también el baño que toman los sacerdotes y laicos que van a participar en el culto: ¡Práctica bien rigurosa, cuando ese baño se toma en el mar o bajo una cascada en pleno invierno! Este tipo de purificación por agua se designa por el nombre de misogi y tiene por objeto dejar al individuo limpio de toda mancha de cuerpo y espíritu.

Lo mismo se pretende con otra forma de purificación llamada harae (barrido), obligatoria antes de toda ceremonia religiosa. El sacerdote recita una oración agitando a la vez una especia de escobilla formada por una vara de la que cuelgan tiras de papel o tela; de esa manera “barre” todas las impurezas. En las ocasiones en que debe purificarse a sí mismo, se pasa suavemente por todo el cuerpo un muñeco de papel y luego lo arroja al agua, dejándolo flotar a la deriva. Este método de purificación individual no es sino un ejemplo entre otros mundos.

Para participar activamente en los actos de culto hay que observar todavía otras prescripciones que persiguen idéntico fin, desde la simple abstinencia de carne, alcohol, relaciones sexuales, etc., hasta el total aislamiento durante algún tiempo entregándose a la oración y a la meditación, purificándose con abluciones y no tomando más alimentos que los preparados por uno mismo, para asegurarse de que no hay en ellos “mancha” alguna. Aquí es donde se ve con mayor claridad que los conceptos japoneses de pureza e impureza no coinciden forzosamente con los nuestros. Los teólogos modernos del shinto afirman que la máxima exigencia de su religión se resume en la rectitud personal y un corazón limpio y que los ritos de purificación tienen por objeto restablecer el estado de inocencia necesario para poder unirse con la divinidad. No obstante, si nos fijamos en los testimonios de tiempos pasados y en muchas realidades que aún hoy mismo saltan a la vista – por ejemplo el proceder de las gentes del campo que siguen las antiguas costumbres – comprobaremos que esa noción de pureza es relativamente nueva y se debe en gran parte a la influencia de otras religiones. En efecto, los dioses mismos son los primeros en reclamar la pureza, lo cual significa que a nadie a quien haya manchado la muerte o la sangre le es lícito acercarse a ellos, o sea tomar parte en el culto. No se habla aquí de un corazón limpio, sino de la impureza contraída, por ejemplo a raíz de la muerte de un pariente o de haberse dejado acompañar por alguien que haya comido un alimento preparado en un fuego “impuro”. De la impureza indirecta era bastante fácil deshacerse, pero en caso de la muerte de la propia familia debía pasar no poco tiempo para que eso sucediera y verse de nuevo autorizado a participar en el culto o incluso entrar en el recinto del templo. Lo mismo ocurría con el nacimiento de un niño. Por supuesto, la mujer embarazada no podía visitar ningún templo, debía como mínimo guisar su comida en un fogón aparte, ya que el fuego además de atraer hacia sí toda impureza, extiende su acción a los alimentos en él preparados.

Siendo tan importante la impureza externa, no podemos ahora menos que preguntarnos por la interna, el pecado. Ya hemos dicho que de la religiosidad japonesa no se desprende ninguna ética. Esto se explica ante todo por la historia, pues ya antes que los modestos principios de la religión autóctona hubieran podido dar lugar a una doctrina moral, los mandamientos budistas y la ética confucianista vinieron a ocupar el vacío existente.

Tales principios, sin embargo no carecen de interés. Para nosotros el pecado es un acto voluntariamente malo, una transgresión consciente de preceptos divinos. Del pecado cometido nos liberamos por el arrepentimiento, haciendo tal o cual tipo de penitencia y esperando así el perdón. La moderna teología sintoísta, que por un lado no puede prescindir de las ideas y problemas actuales y por otro, debe partir de los antiguos textos que el shintó contemporáneo reivindica con insistencia, explica, en cambio que la causa de una mala acción no reside en el interior del hombre, sino en influjos exteriores. Por ello es posible “barrer” de uno mismo el mal con un simple harae. Ninguna acción puede ser de por sí buena o mala; su valor en este sentido depende enteramente de las circunstancias.

Ahora bien, ¿cómo parecen en realidad las nociones tradicionales? Los textos más antiguos conocen ya la palabra tsumi, que a menudo se traduce por “pecado”, pero no hay identidad entre ambos conceptos, aunque es cierto que tsumi ha llegado a cobrar ese significado en el lenguaje moderno, por influjo del budismo y del pensamiento actual. Etimológicamente tsumi es algo que s le achaca a alguien, a modo de una carga que estaría llevando. De esa carga personal el sujeto se libera por medio de un harae que es como una multa o compensación exigida por el propio interesado. El harae forma, pues, parte de una especie de orden jurídico y, como se ve por los ejemplos, la culpa, que representa una carga para el individuo, no está ligada a una moral.

A mediados del siglo VII, con el nuevo derecho inspirado en el modelo chino, se abolió el harae como práctica legal. Jurídicamente caduco, siguió empero utilizándose por varias décadas con un nuevo espíritu y en forma oficial. De todas partes debían llegar determinados dones expiatorios como si se tratara de un “impuesto”, y luego, al final del sexto y duodécimo mes, se celebraba la ceremonia de la gran purificación, a raíz de la cual quedaban colectivamente absueltos todos los tsumi del país. El sacerdote que presidía el acto agitaba en público un haz de fibras de cáñamo como representación visual del barrido.

(*) Fuente:  Nelly Naumann, Shinto y religión popular. La religiosidad japonesa en su contexto histórico, en Historia de las creencias  y de las ideas religiosas (obra colectiva dirigida por Mircea Eliade), Barcelona, Herder.