El exterminador

El exterminador
A. Hyatt Verrill
The exterminator, © 1931 by Teck Publishing Co.. Traducción de Hernán Sabaté, en Trasplante obligatorio, recopilación de Asimov-Greenberg-Waugh, Ediciones Martínez Roca S.A., 1986.

A. Hyatt Verrill (1871-1954) participó en los inicios de las revistas de ciencia ficción en los Estados Unidos, vendiendo relatos cortos a la revista Amazing en 1926, primer año de publicación de la misma. Fue también ilustrador de historia natural, inventor del proceso de emulsión fotográfica o autocromo, y explorador y viajero por las selvas de América central y del Sur. Latinoamérica y las Indias Occidentales le proporcionaron el ambiente donde desarrollar sus argumentos de ciencia ficción.
Hace muchísimo tiempo, en la historia de la vida, se formaron las primeras células. Todavía no sabemos con exactitud si hubo una época previa, en que la vida consistió en simples moléculas libres de ácidos nucleicos y proteínas. Si realmente fue así, la formación de una célula representó un hito importantísimo en la historia de la vida.
La célula es una porción microscópica del océano, comprimida, rodeada y protegida por una membrana semipermeable, es decir, que deja penetrar algunas substancias e impide el paso a otras. El alimento, las moléculas utilizadas por la forma de vida para contribuir a la construcción de sí misma o para ser transformadas en energía, puede penetrar y ser conservado en el interior. El material de desecho, por su lado, puede ser expulsado de la célula. Dentro de ésta existe una concentración del material que forma la vida, agrupado para una mayor facilidad de manipulación y de modificación por vía química y para una mayor seguridad y protección.
La célula tenía mucha mayor capacidad de supervivencia –había de tenerla– que. las moléculas libres, pues éstas debían, buscar sus recursos necesarios en el océano molécula a molécula, sin posibilidad de juntarlas y concentrarlas. El resultado fue que, con la aparición de la célula, el material precelular quedó anticuado y desapareció.
Hoy toda la vida, salvo una excepción, es de naturaleza celular. La excepción la constituyen los virus, e incluso éstos microorganismos son incapaces de reproducirse salvo en forma de parásitos de otras células. Más aún, los virus no deben de ser restos de la antigua vida precelular, sino que deben haber evolucionado por degeneración a partir de las células.
Una célula de gran tamaño como el paramecio es más avanzada que una célula pequeña como la bacteria. La célula de gran tamaño puede dividir su substancia en diferentes especializaciones, puede formar orgánulos, o pequeñas zonas subcelulares que digieren alimentos, producen energía, construyen proteínas, o protegen los programas de ácido nucleico que constituyen su parte más importante.
Sin embargo, existen límites para el tamaño de una célula. Ésta utiliza para su funcionamiento todo su volumen, pero sólo puede absorber alimento y expulsar los desechos a través de la membrana superficial. El volumen de una célula aumenta el cubo de la medida lineal, mientras que su superficie aumenta sólo el cuadrado. Si una célula dobla sus dimensiones, su material interno habrá aumentado en ocho veces su cantidad, mientras que la membrana sólo habrá multiplicado por cuatro su superficie. El funcionamiento de la membrana tiene entonces que doblar su eficacia. Casi siempre, la membrana no puede adecuarse a tales exigencias y las células o bien deben mantener un tamaño reducido, o bien deben volverse muy planas o muy alargadas para aumentar su superficie (volviéndose, con ello, más débiles).
¿Cómo pueden, entonces, evolucionar los grandes organismos? La respuesta es la siguiente: haciendo que las células conserven su pequeño tamaño pero agrupándolas, desarrollando especializaciones no en el interior de la célula sino entre las células y los grupos de éstas. En pocas palabras, cabe decir que en la Tierra se alcanzó, hace unos seiscientos millones de años, este estadio del organismo multicelular. Hoy existen ballenas que pesan hasta 150 toneladas y contienen unas 100.000.000.000.000.000.000 células, estando todas ellas en estrecho contacto con una compleja red de canales sanguíneos que sirven como eficaz substituto del océano. Cada una de estas células tiene una posición precisa, con un lado al menos «orientado al océano» y una membrana individual de la que hace uso para alimentarse y eliminar los desperdicios.
De algún modo, siempre volvemos la mirada a esas células. Algo en nuestro interior nos dice que son fundamentales para la vida, que somos conjuntos de células, pero nada más que células, en el fondo. Los escritores de ciencia ficción pueden dramatizar este hecho, como sucede en El Exterminador, de A. Hyatt Verrill, un relato magnífico que parece escrito ayer, y no hace setenta años.
Isaac Asimov

Era un magnífico ejemplar de su especie: translúcido, blanco, de rápidos movimientos, con una facultad casi misteriosa para descubrir a su presa e invariablemente triunfante sobre sus enemigos naturales. Pero su rasgo más sobresaliente era su insaciable apetito.
Para matar era tan cruel e indiscriminado como la comadreja o el hurón, pero a diferencia de ellos, que mataban por matar, el Exterminador jamás actuaba así. Cayese sobre lo que cayese, lo devoraba al instante. Habría sido fascinante contemplarlo en esa actividad. Se lanzaba con precipitación sobre su presa, inmóvil durante un breve instante, un aparente titubeo, un leve temblor en su cuerpo… y todo había terminado; el desafortunado ser que había estado moviéndose en su modo acostumbrado, sin sospechar el peligro, había desaparecido por completo, y el Exterminador, con avidez, se apresuraba en busca de una nueva víctima. Se movía constantemente en un flujo invariable de líquido, en absoluta oscuridad: de ahí que sus ojos no le fueran necesarios, y estuviera enteramente guiado más bien por el instinto o la naturaleza que por las facultades que conocemos.
No se hallaba solo. Otros de su especie pululaban a su alrededor, y la corriente estaba atestada por un número incalculable de otros organismos: objetos redondeados de color rojizo que se movían lentamente, culebreantes criaturas semejantes a renacuajos, cuerpos de forma estrellada, gráciles y tenues objetos dotados de vida; criaturas globulares, cosas informes cambiando constantemente de configuración al moverse o más bien nadar; seres diminutos, casi invisibles; organismos filiformes, serpentinos o semejantes a anguilas, e innumerables otras formas. El Exterminador atravesaba la atestada y cálida corriente al azar, aunque siempre con un propósito definido: matar y devorar.
Por algún misterioso e inexplicable mecanismo, reconocía a los amigos y podía distinguir inequívocamente a los enemigos. Evitaba las muchedumbres rojizas: sabía que no había que molestarlas, e incluso en las ocasiones, como a menudo sucedía, en que se veía rodeado, cercado, casi ahogado por verdaderas hordas de aquellos seres, empujado por ellos, permaneció imperturbable, sin efectuar intento alguno de devorarlos o dañarlos. Pero los demás, las criaturas serpenteantes, globulares, angulares, radiantes y semejantes a barras, los organismos rápidamente contorsionantes, parecidos a renacuajos… eran distintos. Entre ellos ejercía una rápida y terrible destrucción. Sin embargo, aun aquí ejercía una sorprendente discriminación. Pasaba ante algunos sin hacerles el menor daño, mientras que atacaba, destrozaba y devoraba a otros con indescriptible ferocidad. Y todos los de su especie hacían también lo mismo. Eran como una horda de voraces tiburones en un mar rebosante de cabaIlas. Parecían obsesionados por el consuntivo deseo de destruir, y eran a veces tan expeditivos y metódicos que durante largos períodos la corriente siempre fluyente que habitaban quedaba totalmente desierta de presas.
Sin embargo, ni el Exterminador ni sus congéneres parecían sufrir entonces por falta de sustento. Eran capaces de permanecer largo tiempo sin alimento y surcaban, o mejor dicho nadaban por sus dominios lentamente, tan satisfechos al parecer como cuando estaban celebrando una verdadera orgía de matanzas. y hasta cuando la corriente no arrastraba presa alguna al alcance del Exterminador o sus iguales, nunca intentaban dañar o molestar a las siempre presentes formas rojas, ni a los innumerables organismos más pequeños, a los cuales parecían considerar como amigos. De hecho, de haber sido posible interpretar sus sensaciones, se habría observado que estaban mucho más contentos, mucho más satisfechos cuando no había enemigos sobre los que lanzarse que cuando el río borboteaba con su presa natural y se presentaba el incesante impulso de matar, matar, matar…
Y de pronto, la corriente en la que se movía el Exterminador se volvía incómodamente caliente, lo cual hacía que él y sus congéneres despertaran a una renovada actividad en busca de espacio, pero que producía la muerte a muchos de aquellos salvajes seres. Y, siempre siguiendo a estas bajas, las hordas de enemigos aumentaban rápidamente, hasta que el Exterminador hallaba casi imposible el diezmarlas. A veces, también, la corriente fluía lenta y débilmente, y una especie de letargia asaltaba al Exterminador. A menudo, en tales ocasiones, flotaba más que nadaba, con sus fuerzas menguadas y casi apagada su codiciosa apetencia de matar. Pero siempre, luego, ocurría el cambio: la corriente adquiría un peculiar sabor amargo, e innumerable número de enemigos del Exterminador morían y desaparecían, mientras el propio Exterminador se veía poseído de una súbita e inusitada fuerza y caía vorazmente sobre los restantes enemigos. En tales ocasiones, el número de sus congéneres aumentaba siempre de una manera misteriosa, como lo hacía también el de los seres rojos. Parecían salir de ninguna parte, más y más, hasta que la corriente se encontraba atiborrada de ellos.
El tiempo no existía para el Exterminador. No sabía nada de distancias, ni de días, ni de noches. Únicamente era susceptible a los cambios de temperatura de la corriente donde siempre había vivido, y a la presencia o ausencia de sus enemigos y aliados. Aun cuando quizá se percatara de que la corriente llevaba un curso irregular, de que discurría a través de al parecer interminables túneles, que se retorcían y giraban y se extendían en ramales proyectados en innumerables direcciones formando un laberinto de corrientes más pequeñas, no sabía nada de por dónde circulaban sus cursos, ni de sus fuentes o límites, sino que nadaba o más bien derivaba al azar por todos los lugares. No había duda de que en alguna parte, en el interior de los cientos de túneles y ramificaciones, había otras bestias tan grandes, tan poderosas y tan insaciablemente destructoras como él mismo. Pero como él era ciego y no poseía el sentido del oído ni otros de los que permiten a formas de vida más elevadas observar y juzgar sus alrededores, no se percataba en absoluto de la proximidad de tales compañeros. Y así fue el único de su especie en sobrevivir el indeseado acontecimiento que ocurrió eventualmente, y por cuyo hecho merecía ser llamado con el nombre de Exterminador.
Durante un período desacostumbradamente dilatado, la corriente en el túnel había sido molestamente cálida, y había abundado en una incalculable cantidad de enemigos que, atacando a las formas rojas, las habían diezmado. Se había experimentado también una desastrosa disminución en los congéneres del Exterminador, y él y los pocos supervivientes se habían visto obligados a esforzarse al máximo para evitar ser dominados. Y a pesar de ello las hordas de enemigos culebreantes, danzantes, zigzagueantes, parecían aumentar con mayor rapidez de la que eran muertos y devorados. Comenzaba a parecer como si su ejército fuera a vencer, y vencidos el Exterminador y sus congéneres, destruidos, aniquilados por completo, repentinamente la lenta y cálida corriente cobró un extraño sabor acre y picante. Casi al mismo tiempo descendió la temperatura, aumentó el caudal y disminuyeron las enjambreantes huestes de innumerables formas extrañas, como si estuvieran expuestas a un ataque por gas. Y casi instantáneamente también aparecieron como de ninguna parte nuevos congéneres del Exterminador, y se lanzaron vorazmente sobre los supervivientes enemigos.
En un espacio de tiempo sorprendentemente breve, las vengativas criaturas blancas exterminaron prácticamente a sus multitudinarios enemigos. Un enorme número de organismos rojizos colmaban ahora la corriente, y el Exterminador seguía abalanzándose acá y allá buscando probables presas. En los remolinos y túneles menores tropezó con algunas, destrozándolas y engulléndolas casi al momento. Guiado por algún inexplicable poder o fuerza, surcó a lo largo de un angosto túnel. Se dio cuenta de pronto que tenía ante él a un grupo de tres seres filiformes, sus más mortales enemigos… y se precipitó a la caza. Alcanzaba ya a uno, estaba a punto de apresarlo, cuando ocurrió un terrible cataclismo. La pared del túnel se hundió, se produjo una gran grieta, ya través de ella se desbordó la contenida corriente.
Arrastrado desvalidamente por ella, el Exterminador remolineaba locamente en la abertura. Pero su única obsesión, una devoradora ansia de matar, superó todo su terror, todas sus demás sensaciones. Mientras el líquido elemento lo precipitaba hacia no sabía dónde, asió al culebreante enemigo y lo engulló vivo. En el mismo instante los otros dos los arrastraba la precipitada corriente. Con un esfuerzo supremo, se lanzó sobre el más próximo, y mientras aquél desaparecía en su estómago fue arrastrado desde la eterna obscuridad a la cegadora luz.
Instantáneamente, la corriente cesó de fluir. El líquido se estancó y los innumerables seres rojos que rodeaban al Exterminador se arracimaron como para prestarse mutuo apoyo. En algún lugar próximo, el Exterminador sintió la presencia del último miembro superviviente del trío que había estado persiguiendo cuando ocurrió la catástrofe. Pero en el denso líquido estancado, obstruido por los seres rojos, no podía moverse libremente. Pugnó por alcanzar a aquel enemigo restante, pero fue en vano. Se sintió sofocado, cada vez más débil. y estaba solo. De todos sus compañeros, él era el único que había sido arrastrado a través de la grieta del túnel que durante tanto tiempo había sido su morada.
De pronto se sintió alzado, arrastrado hacia arriba junto con algunos seres rojizos y una pequeña porción de su elemento nativo.
Luego fue arrojado con los demás y, al caer, sintió correr nueva vida por su interior, al percatarse de que su enemigo hereditario –aquel ser filiforme– se hallaba muy próximo, que aún podía abalanzarse sobre él y destruirlo.
En el siguiente instante, un objeto pesado cayó sobre él, y se sintió aprisionado allí, con su gran enemigo a una distancia infinitesimal de su cuerpo, pero desesperadamente fuera de su alcance. Le recorrió un demencial deseo de venganza. Estaba perdiendo fuerzas rápidamente. Los seres rojos que le rodeaban estaban inertes, sin movimiento; únicamente él y aquel ente filiforme mostraban aún señales de vida. y el líquido se estaba espesando con rapidez. Repentinamente, durante una fracción de segundo, se sintió libre. Con un espasmódico movimiento final alcanzó a su enemigo y, triunfante al fin, quedó convertido en una cosa inmóvil e inerte.
–¡Es extraño! –murmuró una voz humana al examinar su poseedor a través del microscopio la gota de sangre en la plaquita de vidrio–. Hace un momento podría haber jurado que capté el vislumbre de un bacilo, pero ahora no hay la menor huella de él.
–Esa nueva fórmula que inyectamos produjo un efecto casi milagroso –observó una segunda voz.
–Sí –convino la primera–. La crisis ha pasado, el paciente se encuentra fuera de peligro. Ni un simple bacilo en esta muestra. Jamás lo hubiera creído posible.
Ninguno de ambos doctores se daría cuenta jamás de la parte que había desempeñado el Exterminador. Para ellos era, simplemente, un blanco corpúsculo yaciendo muerto en la gota de sangre que se secaba rápidamente sobre la plaquita de vidrio.