Madre de agua

Cuentan los ribereños, los pescadores, los bogas y vecinos de los grandes ríos, quebradas y lagunas, que los niños predispuestos al embrujo de la Madre de Agua, siempre sueñan o deliran con una niña bella y rubia que los llama y los invita a un paraje tapizado de flores y un palacio con muchas escalinatas, adornando con oro y piedras preciosas.
La Leyenda

En la época de la Conquista, en que la ambición de los colonizadores consistía no sólo en fundar poblaciones sino descubrir y so¬meter tribus indígenas para apoderarse de sus riquezas, salió de Bogotá (Santa Fé) una expedición rumbo al río Magdalena.

Los indios guías descubrieron un poblado, cuyo cacique era un joven fornido, hermoso, arrogante y valiente, a quien la soldadesca capturó con malos tratos y luego fue conducido ante el conquistador. Este lo abrumó a preguntas que el indio se negó a contestar no sólo, por no entender el español, sino por la ira que lo devoraba. El capitán en actitud altiva y soberbia, para castigar el comportamiento del nativo ordenó amarrarlo y azotarlo hasta que confesara dónde guardaba las riquezas de su tribu, mientras tanto iría a preparar una correría por los alrededores de aquel sector.

La hija del avaro castellano estaba observando desde la ventana de sus habitaciones y con ojos de admiración y amor contemplaba a aquel coloso, prototipo de una raza fuerte, valerosa y noble.

Tan pronto salió su padre, fue a rogar enternecida al verdugo para que cesara el cruel tormento y lo pusiera en libertad. Esa súplica, que no era una orden, no podía aceptarla el vil soldado porque conocía perfectamente el carácter enérgico, intransigente e irascible de su superior… pero… ¿qué hacer? Era un ruego dulce y lastimero de una niña encantadora. Sí. Tenía que ceder… no debla ser tan despiadado. Al fin y al cabo era su hija… y al el padre lo llegase a reprender, él se disculparía diciendo que habla sido orden de su querida hija.

La joven española de unos quince anos, de ojos azules, ostentaba una larga cabellera dorada, que más parecía una capa de artiseda amarilla por la finura de su pelo.

La bella dama miraba ansiosamente al joven cacique, fascinada por la estructura hercúlea de aquel ejemplar semisalvaje.

Cuando quedó libre, ella se acercó. Con dulzura de mujer en morada lo atrajo y se fue a acompañarlo por el sendero, internándose entre la espesura del boscaje. El aturdido indio no entendía aquel trato… ¿Cómo podía tener aquel ogro una hija de sentimientos diferentes? ¿Seria otra trampa? pensaba Indeciso el hombre. Al verla tan cerca… él se miró en sus ojos… azules como el cielo que los cobijaba… tranquilos como el agua de sus pocetas… puro como las florecillas de su huerta.

Ya lejos de las miradas de los esbirros de su padre lo detuvo, Y… allí besó sus carnes acardenaladas… ¡aquellas heridas le laceraban el alma…!
Conmovida y animosa le manifestó su afecto diciéndole: ¡huyamos…! ¡Llévame contigo…!
¡Quiero ser tuya…!

El lastimado mancebo atraído por la belleza angelical, rara entre su raza, accedió… la alzó intrépido, corrió… cruzó el río con su amorosa carga y se refugió en el bohío de otro indio amigo suyo, quien lo acogió fraternalmente, le suministró materiales para la construcción de su choza y les proporcionó alimentos. Allí vivieron felices y tranquilos. La llegada del primogénito les ocasionó más alegría.

Una india vecina, conocedora del secreto de la joven pareja y sintiéndose desdeñada por el indio, optó por vengarse: escapó a la fortaleza a informar al conquistador el paradero de su hija.

Excitado y violento el capitán, corrió al sitio indicado por la envidiosa mujer a desfogar su ira y veneno mortal.

Ordenó a los soldados amarrarlos al tronco de un caracolí de orilla del río. Entretanto, el niño le era arrebatado brutalmente de los brazos de su tierna madre.

El abuelo le decía al pequeñín: “Morirás, indio inmundo… ¡No quiero descendientes que manchen mi nobleza! ¡Tú no eres de mi estirpe…! ¡Tu tumba será el río…! Furioso se lo entregó a un soldado para que lo arrojase a la corriente, ante las miradas desorbitadas de sus martirizados padres, quienes hacían esfuerzos sobrehumanos de soltarse las ligaduras y lanzarse al caudal inmenso a rescatar a su hijo… pero todo fue inútil.

Vino luego el martirio del cacique para atormentar a su hija, humillarla y llevarla sumisa a la fortaleza.

El indio fue decapitado ante su joven consorte quien gritaba lastimeramente… Por último la libertaron a ella… pero… enloquecida y desesperada por la perdida de sus dos amores, llamando a su hijo, se lanzó a la corriente y se ahogo.

Por eso, en noches tranquilas y estrelladas se oye una canción de arrullo tierna y delicada, tal parece que surgiera de las aguas, o se deslizara el aura cantarina sobre las espumas del cristal.