Espiritus de la Naturaleza (Japon)

Espiritus de la Naturaleza (Japon)

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De entrada podríamos decir que la religión japonesa es un culto a
los kami. En nuestras lenguas occidentales no existe un equivalente
exacto de esta palabra. Como todas las voces japonesas, kami carece
de género y número, pudiendo referirse a una o varias divinidades,
femeninas o masculinas. Se utiliza tanto para designar al dios único
de los cristianos como a seres a los que más bien daríamos el nombre
de espíritus: silvestres, acuáticos, domésticos y otros muchos
espíritus colectivos.
La amplitud del concepto no nos permite precisarlo más. A lo sumo
puede darse del mismo una definición negativa: los kami no son ni
omniscientes ni todopoderosos, ni fundamentalmente buenos ni malos, y
ni siquiera puede decirse que esten siempre presentes. De hecho, el
llamar a la divinidad al comienzo de un acto de culto y él despedirla
al final de la celebración constituye una parte esencial del rito de
los templos, prueba evidente de que la presencia de las divinidades
es excepcional. El shintai (cuerpo del dios) que se conserva en los
santuarios – espejo, espada, peine, piedra o cualquier otro objeto-
es sólo un símbolo de la divinidad o el lugar donde ésta viene a
instalarse durante el culto. A veces se colocan también arbolillos,
postes, pértigas, etc., como asientos temporales de la divinidad, lo
que permite suponer que los kami vienen de lo alto, es decir del
cielo.

De todos modos, el que visita uno de esos templos se comporta allí
como si la divinidad estuviera presente. Comienza por batir palmas
para atraer su atención y luego se inclina respetuosamente ante ella.
Esto corresponde mas bien a una nueva tendencia favorecida por la
creciente afición de los japoneses a los viajes y sobre todo, desde
hace dos siglos, a las peregrinaciones religiosas. Aquí, a decir
verdad, suele pasarse por alto un importante factor del desarrollo de
concepciones religiosas más recientes, a saber, la intensa
compenetración entre las ideas autóctonas y el budismo. Los budistas
tienen siempre sus ascetas o asesores a quienes uno puede acudir en
busca de ayuda. ¿Por qué no habrían podido desempeñar ese mismo papel
los kami, que, como se creyó durante siglos, no eran sino
manifestaciones de los budistas y bodhisatvas, es decir, de los
santos y auxiliares budistas?

También, pues, para el hombre sencillo de hoy los kami son ante todo
auxiliares o intercesores, un poco como los santos católicos. Al
templo de uno peregrinarán los estudiantes antes de sus exámenes, al
de otro las futuras madres; éste curará las afecciones oculares o
dentales, aquél ayudará al casadero o la casadera a encontrar el
cónyuge ideal, etc.

Lo único que uno puede preguntarse es si los kami están o no siempre
presentes en sus respectivos templos; para venerarlos en otro lugar
tiene que efectuarse una “disociación” o transferencia, la cual es
tan invisible como los propios kami. Ahora bien, esta invisibilidad
de los kami no está reñida con la facultad que poseen de hacerse
visibles, como seres de carne y hueso, o de manifestar su presencia
en cualquier objeto.

En general, los dioses se imaginan antropomórficamente, si bien
existen algunas excepciones. En la mitología y las creencias
populares, ciertas divinidades se manifiestan también en forma de
serpiente; las de las montañas suelen presentarse como animales de
caza, y los animales que aparecen en algunas leyendas como mensajeros
de los kami constituyen quizá un indicio de la forma original de
estos últimos. En este mismo contexto conviene repetir que contemplar
directamente a la divinidad lleva en definitiva al hombre a su
perdición, por lo que debe evitarse a toda costa.

Hasta ahora hemos considerado a la palabra kami en su sentido más
amplio. Si a partir de lo dicho quisiéramos definir con más precisión
la esencia de los kami, podríamos decir que son entes espirituales
dotados de especiales fuerzas que los hacen superiores al hombre y
los capacitan para socorrer a éste en sus diversas necesidades.

(…)Los kami con nombre propio son los que en la mitología actúan
como personas; son también los antepasados o dioses-antepasados de
las diversas familias nobles que asumieron un papel importante en el
antiguo Japón. A estos mismos kami se les sigue rindiendo culto
actualmente en los templos sintoístas. Cierto que hay también otros
muchos dioses que la mitología menciona ocasionalmente por su nombre,
pero que no han dejado huella duradera y hoy están del todo olvidados.

Otra categoría de dioses con nombre propio, venerados por todas
partes en los templos, la constituyen numerosos kami que en algún
momento se han manifestado a los hombres en sus sueños o en oráculos.
Ejemplos de esta clase se dan sobre todo en la antigua historia del
Japón, pero también los encontramos en el pasado reciente, si echamos
una ojeada a los relatos de la fundación de algunas “nuevas
religiones”. El esquema de tales revelaciones suele ser más o menos
el mismo. La divinidad, que se da a conocer en sueños o por boca de
un médium, se presenta como causante de tal o cual desgracia: muerte
repentina de un gran personaje, malas cosechas, epidemias,
catástrofes naturales o incluso únicamente el estado patológico o
desesperado del médium. La maldición cesará tan pronto como se elija
allí mismo un templo, con sus correspondientes tierras y sacerdotes,
y se le ofrezca sacrificios, o también, si la víctima es el médium,
en cuanto este se le abandone enteramente y sin reservas. Semejantes
manifestaciones pueden venir de divinidades conocidas o desconocidas,
así como de espíritus vengativos de difuntos que guardan algún
resentimiento contra los vivos. Aquí cobra la divinidad una nueva
dimensión: se muestra colérica y sedienta de venganza, capaz de hacer
daño a los hombres, pero a la vez dispuesta a reconciliarse con ellos
si siguen sus instrucciones.

Muy distintos son los dioses colectivos, dioses o espíritus de las
montañas y bosques, ríos y mares, campos, árboles, rocas, caminos,
etc. De ellos la mitología nos dice solamente que fueron engendrados
y nacieron como los demás seres de este mundo, sabemos también que
eran indómitos y violentos, hasta que los dioses y los héroes del
pueblo de Yamato acabaron por doblegarlos. Los dioses y los espíritus
anónimos desempeñan – o hasta hace poco desempeñaban – en la vida
ordinaria del hombre sencillo un papel mucho más importante que los
dioses de los grandes templos. En efecto, con estos últimos se
entraba pocas veces en contacto, por ejemplo al hacer una
peregrinación, y por lo demás la gente se contentaba con adquirir al
principio del año un amuleto de tal o cual templo, comprándoselo a
cualquier vendedor ambulante, para colocarlo en el estante de las
ofrendas adosado a la pared de su casa y olvidarse luego
probablemente de él.
En cambio, la devoción a los dioses y espíritus anónimos y las
modestas fiestas en su honor a lo largo del año y de la vida de cada
individuo tenían una importancia primordial. Estas celebraciones no
requerían ni templos ni sacerdotes. Por supuesto, los espíritus de
montes y bosques residen en plena naturaleza y allí es siempre
posible encontrarlos, sin tener que llamarlos expresamente. ¡Mas bien
sucede lo contrario!
Están allí aunque uno no lo quiera y vigilan estrechamente la
conducta del hombre que tiene algo que hacer en el bosque, por
ejemplo, para castigarlos si infringe algún tabú. En cuanto a las
ofrendas, las reciben en determinadas fechas, según la costumbre, y
en los lugares que vienen utilizándose para ello hace generaciones.
Ocurre también que el cazador que cobre una buena pieza o el leñador
que derriba un árbol de especial hermosura den excepcionalmente
gracias a la divinidad por ese regalo mediante un sacrificio. Otro
tanto hace el pescador cuando la pesca tiene éxito y el campesino
tras una buena cosecha. Para cada cosa hay un patrono o señor que
vela por ella.
El dios de los campos está presente hasta en la última gavilla; el
dios del hogar recibe las ofrendas que el ama de casa le presenta en
la etapa de la gran marmita; y al dios de los caminos, encargado de
múltiples tareas, se le honra en un altarcillo de piedra erigido en
los confines del poblado. Desde allí puede esta divinidad rechazar a
los dioses causantes de las epidemias y proteger a los viajeros; por
ser además un dios fálico, concede la fecundidad a quienes la desean.
La vida entera de los hombres depende de la benevolencia d todos esos
kami anónimos, y muchos de ellos pueden encolerizarse y causar
desgracias si no se les rinde el culto como es debido y no se
observan sus preceptos. Para esto no necesitan mediums ni sueños,
pues las antiguas tradiciones y costumbres enseñan ya a los hombres
el modo de comportarse con tales seres.

Culto y lugares de culto

A pesar de cuanto acabamos de decir, la imagen de la divinidad en
la religión autóctona del Japón sigue siendo vago. Por otra parte, en
una religión sin dogmas ni preceptos claros no nos parece posible
formular un contenido doctrinal.

(…)El templo es, según la creencia general, el hogar de la
divinidad. En su parte íntima, el santuario, se conserva el shintai o
cuerpo del dios. Delante se extienden dos grandes salas, una para las
ofrendas y otra para la oración. A esto se añade todo una serie de
edificaciones complementarias: templetes para divinidades de segundo
orden, una tarima para danzar, un tesoro, un despacho, etc. Más
recientemente suele erigirse también un pabellón para celebrar bodas
según el rito sintoísta, sin duda por influjo de los usos cristianos,
que en este punto gozan de gran aceptación. Una valla rodea todo el
conjunto, a menudo situado en medio de un bosque de viejos árboles.
En el exterior, más allá de la puerta, los típicos torii indican al
viandante la proximidad de un templo sintoísta. Nadie conoce
exactamente el significado de esos torii.

A la entrada misma del recinto del templo hay una fuentecilla o pozo;
unos pequeños cuencos de madera que sirven para extraer el agua
invitan a lavarse allí la boca y las manos, purificación necesaria
antes de poner los pies en el santuario. La pureza en efecto, es una
exigencia primordial del Shinto. No obstante, cuando uno ha visitado
varios de esos santuarios, no tarda en descubrir el desfase que
existe entre exigencia y realidad. La mayoría de los visitantes pasan
de largo sin acercarse a la fuente, y apenas si hay alguno que eche
un poco de agua sobre la punta de los dedos, menos todavía que se
humedezca la boca. Ya en el siglo VIII se expresaban las mismas
quejas sobre la falta de limpieza corporal y espiritual de quienes
acudían a los templos de los dioses, y desde entonces nunca han
cesado. Sin embargo, esa negligencia queda compensada por las
rigurosas purificaciones impuestas a todos aquellos, sacerdotes o no,
que toman parte activa en un acto de culto.

¿Qué ha de entenderse por pureza en el contexto de la religiosidad
japonesa? El lavarse manos y boca es, desde luego, una purificación
simbólica, como también el baño que toman los sacerdotes y laicos que
van a participar en el culto: ¡Práctica bien rigurosa, cuando ese
baño se toma en el mar o bajo una cascada en pleno invierno! Este
tipo de purificación por agua se designa por el nombre de misogi y
tiene por objeto dejar al individuo limpio de toda mancha de cuerpo y
espíritu.

Lo mismo se pretende con otra forma de purificación llamada harae
(barrido), obligatoria antes de toda ceremonia religiosa. El
sacerdote recita una oración agitando a la vez una especia de
escobilla formada por una vara de la que cuelgan tiras de papel o
tela; de esa manera “barre” todas las impurezas. En las ocasiones en
que debe purificarse a sí mismo, se pasa suavemente por todo el
cuerpo un muñeco de papel y luego lo arroja al agua, dejándolo flotar
a la deriva. Este método de purificación individual no es sino un
ejemplo entre otros mundos.

Para participar activamente en los actos de culto hay que observar
todavía otras prescripciones que persiguen idéntico fin, desde la
simple abstinencia de carne, alcohol, relaciones sexuales, etc.,
hasta el total aislamiento durante algún tiempo entregándose a la
oración y a la meditación, purificándose con abluciones y no tomando
más alimentos que los preparados por uno mismo, para asegurarse de
que no hay en ellos “mancha” alguna. Aquí es donde se ve con mayor
claridad que los conceptos japoneses de pureza e impureza no
coinciden forzosamente con los nuestros.

(*) Fuente: Nelly Naumann, Shinto y religión popular. La
religiosidad japonesa en su contexto histórico, en Historia de las
creencias y de las ideas religiosas (obra colectiva dirigida por
Mircea Eliade), Barcelona, Herder.