Escatología y cosmogonía M.Eliade

Escatología y cosmogonía

M.Eliade

En una fórmula sumaria podría decirse que, para los primitivos, el Fin del Mundo ha tenido lugar ya, aunque deba reproducirse en un futuro más o menos alejado.

En efecto, los mitos de cataclismos cósmicos están extraordinariamente extendidos. Narran cómo el Mundo fue destruido y la humanidad aniquilada, a excepción de una pareja o de algunos supervivientes. Los mitos del Diluvio son los más numerosos y conocidos casi universalmente (aunque son sumamente raros en África). Al lado de los mitos diluvianos, otros relatan la destrucción de la humanidad por cataclismos de proporciones cósmicas: temblores de tierra, incendios, derrumbamiento de montañas, epidemias, etc. Evidentemente, este Fin del Mundo no fue radical: fue más bien el fin de una humanidad, seguido de la aparición de una humanidad nueva. Pero la inmersión total de la Tierra en las Aguas, o su destrucción por el Fuego, seguida por la emergencia de una Tierra virgen, simbolizan la regresión al Caos y la cosmogonía.

En un gran número de mitos, el Diluvio está unido a una falta ritual, que provocó la cólera del Ser Supremo; a veces resulta simplemente el deseo de un Ser divino de poner fin a la humanidad. Pero si se examinan los mitos que anuncian el próximo Diluvio, se comprueba que una de las causas principales reside en los pecados de los hombres y también en la decrepitud del Mundo. El Diluvio ha dado paso a la vez a una recreación del Mundo y a una regeneración de la humanidad. Dicho de otro modo: el Fin del Mundo en el pasado, y el que tendrá lugar en el futuro, representan la proyección gigantesca, a escala macrocósmica y con una intensidad dramática excepcional, del sistema mítico-ritual de la fiesta del Año Nuevo. Pero esta vez no se trata ya de lo que podría llamarse el «fin natural» del Mundo —«natural» porque coincide con el fin del Año y, por tanto, forma parte integrante del ciclo cósmico—, sino de una catástrofe real provocada por los Seres divinos. La simetría entre el Diluvio y la renovación anual del Mundo se ha percibido en algunos casos, muy raros (Mesopotamia, judaísmo, Mandan). Pero, por regla general, los mitos diluvianos son independientes de los escenarios mítico-rituales del Año Nuevo. Lo que se explica con facilidad si se tiene en cuenta que las fiestas periódicas de regeneración reactualizan simbólicamente la cosmogonía, la obra creadora de los dioses, y no la destrucción del viejo mundo: éste desaparecería de un modo «natural» por el simple hecho de que la distancia que le separaba de los «comienzos» había alcanzado el límite extremo.

En comparación con los mitos que narran el Fin del Mundo en el pasado, los mitos que se refieren a un Fin por venir son paradójicamente poco numerosos entre los primitivos. Como lo hace notar F. R. Lehmann, esta rareza se debe quizá al hecho de que los etnólogos no han planteado esta pregunta en sus encuestas. Es a veces difícil precisar si el mito concierne a una catástrofe pasada o por venir. Según el testimonio de E. H. Man, los andamaneses creen que después del Fin del Mundo hará su aparición una nueva humanidad, que gozará de una condición paradisíaca; no habrá ya ni enfermedades, ni vejez, ni muerte. Los muertos resucitarán después de la catástrofe. Pero, según A. Radcliffe Brown, Man habría combinado varias versiones, recogidas de informadores diferentes. En realidad, precisa Radcliffe Brown, se trata de un mito que relata el Fin y la recreación del mundo; pero el mito se refiere al pasado y no al futuro. Pero como, según la observación de Lehmann, la lengua andamanesa no posee tiempo futuro, es difícil decidir si se trata de un acontecimiento pasado o futuro.

Los más raros entre los mitos primitivos del Fin son aquellos que no presentan indicaciones precisas concernientes a la eventual recreación del Mundo. Así, en la creencia de los Kai de Nueva Guinea, el Creador, Mâlengfung, después de haber creado el Cosmos y al hombre, se retiró a las extremidades del Mundo, en el horizonte, y allí se durmió. Cada vez que en su sueño se da una vuelta, la Tierra tiembla. Pero un día se levantará de su lecho y destruirá el Cielo, que se estrellará contra la Tierra y pondrá fin a toda vida. En una de las islas Carolinas, Namolut, se registra la creencia de que el Creador arruinará un día a la humanidad a causa de sus pecados. Pero los dioses continuarán existiendo —y esto implica la posibilidad de una Nueva Creación —. En otra de las islas Carolinas, Aurepik, es el hijo del Creador el responsable de la catástrofe. Cuando se dé cuenta de que el jefe de una isla no se ocupa de sus súbditos, sumergirá la isla por medio de un ciclón. Aquí aún no es seguro que se trate de un fin definitivo: la idea de un castigo de los «pecados» implica generalmente la creación ulterior de una nueva humanidad.

Más difíciles de interpretar son las creencias de los Negritos de la península de Malaca. Estos saben que un día Karei pondrá fin al Mundo porque los humanos no respetan sus preceptos. Por ello, durante la tormenta los Negritos se esfuerzan en prevenir la catástrofe haciendo ofrendas expiatorias de sangre. La catástrofe será universal, sin distinción de pecadores y de no pecadores, y no preludiará, según parece, a una Nueva Creación. Por ello, los Negritos llaman a Karei «malo», y los Ple-Sakai ven en él al adversario que les ha «robado el Paraíso».

Un ejemplo particularmente impresionante es el de los Guaraníes del Mato Grosso. Conocedores de que la Tierra será destruida por el fuego y por el agua, partieron en busca del «país sin pecado», especie de Paraíso terrestre, situado al otro lado del Océano. Estos largos viajes, inspirados por los chamanes y efectuados bajo su dirección, comenzaron en el siglo XIX y han durado hasta 1912. Ciertas tribus creían que la catástrofe sería seguida de una renovación del Mundo y del retorno de los muertos. Otras tribus esperaban y deseaban el fin definitivo del Mundo Nimuendaju escribía en 1912: «No sólo los Guaraní, sino toda la naturaleza está vieja y fatigada de vivir. Más de una vez los medicine-men, cuando encontraban en sueños a Nanderuvuvu, oyeron a la Tierra implorarle: “He devorado demasiados cadáveres; estoy harta y agotada. ¡Padre, haz que esto acabe!” El agua, por su parte, suplica al Creador que le conceda el reposo y aleje de ella toda agitación, igual que los árboles (…) y la naturaleza entera».

Difícilmente se encontrará una expresión más conmovedora de la fatiga cósmica, del deseo de reposo absoluto y de la muerte. Pero se trata del inevitable desencanto que sigue a una larga y vana exaltación mesiánico. Desde hace un siglo, los Guaraní buscaban el Paraíso terrestre, cantando y danzando. Habían revalorizado e integrado el mito del Fin del Mundo en una mitología milenarista.

La mayoría de los mitos americanos del Fin implican, bien una teoría cíclica (como la de los aztecas); bien la creencia de que la catástrofe será seguida de una Nueva Creación; bien, finalmente (en ciertas regiones de América del Norte), la creencia en una regeneración universal efectuada sin cataclismo. (En este proceso de regeneración sólo perecerán los pecadores.) Según las tradiciones aztecas, ha habido ya tres o cuatro destrucciones del Mundo, y la cuarta (o la quinta) se espera para el futuro. Cada uno de estos Mundos está regido por un «Sol», cuya caída o desaparición marca el Fin.

Nos es imposible enumerar aquí todos los demás mitos importantes de las dos pareja que repoblará el Mundo. Así, los Choktaw creen que el Mundo será destruido por el fuego, pero los espíritus retornarán, los huesos se recubrirán de carne y los resucitados habitarán de nuevo sus antiguos territorios. Se encuentra un mito similar entre los esquimales: los hombres resucitarán de sus huesos (creencia específica en las culturas de cazadores). La creencia de que la catástrofe es la consecuencia fatal de la «vejez» y de la decrepitud del Mundo parece bastante extendida. Según los Cherokees, «cuando el Mundo esté viejo y gastado, los hombres morirán, las cuerdas se romperán y la Tierra se hundirá en el Océano» (se imaginan a la Tierra como una gran isla suspendida de la bóveda celeste por cuatro cuerdas). En un mito Maidu, el Creador de la Tierra asegura a la pareja que había creado que «cuando el mundo esté demasiado gastado, lo reharé por completo, y cuando lo haya rehecho, conoceréis un nuevo nacimiento». Uno de los principales mitos cosmogónicos de los Kato, tribu Athapasca, comienza con la creación de un nuevo cielo para reemplazar al viejo, cuyo desmoronamiento parece inminente. Como hace notar Alexander, a propósito de los mitos cosmogónicos de la costa del Pacífico, «muchos de los relatos concernientes a la creación parecen reducirse de hecho a tradiciones relativas a la recreación de la Tierra después de la gran catástrofe; algunos mitos, sin embargo, evocan ya la creación, ya la recreación».

En suma, estos mitos del Fin del Mundo, que implican más o menos claramente la recreación de un Universo nuevo, expresan la misma idea arcaica, y extraordinariamente extendida, de la «degradación» progresiva del Cosmos, que necesita su destrucción y recreación periódicas. De estos mitos de una catástrofe final, que será al mismo tiempo el signo anunciador de la inminente recreación del Mundo, es de donde han salido y se han desarrollado en nuestros días los movimientos proféticos y milenaristas de las sociedades primitivas. Volveremos sobre estos milenarismos primitivos, pues constituyen, con el quiliasmo marxista, las únicas revalorizaciones positivas modernas del mito del Fin del Mundo. Pero, ante todo, tenemos que recordar brevemente cuál era el lugar que ocupaba el mito del Fin del Mundo en las religiones más complejas.

El fin del mundo en las religiones orientales
Muy probablemente, la doctrina de la destrucción del mundo (pralaya) era ya conocida en los tiempos védicos (Atharva Veda, X, 8, 39-40). La conflagración universal (ragnarök), seguida de una nueva creación, forma parte de la mitología germánica. Estos hechos parecen indicar que los indoeuropeos no ignoraban el mito del Fin del Mundo. Recientemente, Stig Wikander ha indicado la existencia de un mito germánico sobre la batalla escatológica en todo similar a los relatos paralelos indios e iranios. Pero a partir de los Brâhmanas y, sobre todo, en los Purânas, los indios desarrollaron laboriosamente la doctrina de las cuatro yugas, las cuatro Edades del Mundo. Lo esencial de esta teoría es la creación y destrucción cíclica del Mundo —y la creencia en la «perfección de los comienzos»—. Como los budistas y los jainas comparten las mismas ideas, se puede sacar la conclusión de que la doctrina de la eterna creación y destrucción del Universo es una idea panindia.

Como hemos discutido este problema en “El mito del eterno retorno” no volveremos a tratarlo aquí. Recordemos únicamente que un «ciclo» completo termina por una «disolución», un pralaya, que se repite de una manera más radical (mahâpralaya, la «gran disolución») al fin del milésimo ciclo. Según el Mahâbharata y los Purânas, el horizonte se inflamará, siete o doce soles aparecerán en el firmamento y secarán los mares, quemarán la Tierra. El fuego Samvartaka (el Fuego del incendio cósmico) destruirá el Universo por completo. A continuación, una lluvia diluvial caerá ininterrumpidamente durante doce años, y la Tierra quedará sumergida y la humanidad aniquilada (Visnu Purâna, 24, 25). En el Océano, sentado sobre la serpiente cósmica Çesha, Visnú duerme sumergido en el sueño yoga (Visnu Purâna, VI, 4, 1-11). Y luego todo recomenzará de nuevo ad infinitum.

En cuanto al mito de la «perfección de los comienzos», se le reconoce fácilmente en la pureza, inteligencia, beatitud y longevidad de la vida humana durante el krta yuga, la primera edad. En el curso de los yugas siguientes se asiste a una deterioración progresiva tanto de la inteligencia y de la moral del hombre como de sus dimensiones corporales y de su longevidad. El jainismo expresa la perfección de los comienzos y la decadencia ulterior en términos grotescos. Según Hemacandra, al principio el hombre tenía una estatura de seis millas y su vida duraba cien mil purvas (un purva equiva a 8.400.000 años). Pero al fin del ciclo su estatura alcanza apenas siete codos y su vida no sobrepasa los cien años (Jacobi, en Ere, 1, 202). Los budistas insisten asimismo en el decrecimiento prodigioso de la duración de la existencia humana: ochenta mil años, e incluso más («inconmensurable», según ciertas tradiciones), al principio del ciclo, y diez años al final.

La doctrina india de las edades del Mundo, es decir, la eterna creación, deteriorización, destrucción y recreación del Universo, recuerda en cierta medida la concepción primitiva de la renovación anual del Mundo, pero con diferencias importantes. En la teoría india, el hombre no desempeña ningún papel en la recreación periódica del Mundo; en el fondo, el hombre no desea esa eterna recreación; persigue la evasión del ciclo cósmico. Y aún más: los propios dioses no parecen ser auténticos creadores; son más bien los instrumentos por medio de los cuales se opera el proceso cósmico. Se ve, pues, que para la India no hay, propiamente hablando, un fin radical del Mundo; no hay más que intervalos más o menos largos entre el aniquilamiento de un Universo y la aparición de otro. El «Fin» no tiene sentido más que en lo que concierne a la condición humana; el hombre puede parar el proceso de la transmigración, en el que se encuentra arrastrado ciegamente.

El mito de la perfección de los comienzos está claramente atestiguado en Mesopotamia, entre los israelitas y los griegos. Según las tradiciones babilonias, los ocho o diez reyes antediluvianos reinaron entre diez mil ochocientos y setenta y dos mil años; por el contrario, los reyes de las primeras dinastías posdiluvianas no sobrepasaron los mil doscientos años.

Añadamos que los babilonios conocían asimismo el mito de un Paraíso primordial y habían conservado el recuerdo de una serie de destrucciones y recreaciones (siete, probablemente) sucesivas de la raza humana. Los israelitas compartían ideas similares: la pérdida del Paraíso original, el decrecimiento progresivo de la longitud de la vida, el diluvio que destruyó totalmente la humanidad, a excepción de algunos privilegiados. En Egipto, el mito de la «perfección de los comienzos» no está atestiguado, pero se encuentra la tradición legendaria de la duración fabulosa de la vida de los reyes anteriores a Menes.

En Grecia encontramos dos tradiciones míticas distintas pero solidarias: en primer lugar, la teoría de las edades del Mundo, que comprendía el mito de la perfección de los comienzos, y en segundo lugar, la doctrina cíclica. Hesiodo es el primero que describe la degeneración progresiva de la humanidad en el curso de las cinco edades (Trabajos, 109-201). La primera, la Edad de Oro, bajo el remo de Cronos, era una especie de Paraíso: los hombres vivían largo tiempo, no envejecían jamás y su existencia se asemejaba a la de los dioses. La teoría cíclica hace su aparición con Heráclito (cf. 66 [22 Bywater]), que tendrá una gran influencia sobre la doctrina estoica del Eterno Retorno. Ya en Empédocles se constata la asociación de estos dos temas míticos, las edades del Mundo y el ciclo ininterrumpido de creaciones y destrucciones. No tenemos que discutir las diferentes formas que adoptaron estas teorías en Grecia, sobre todo después de las influencias orientales. Baste recordar que los estoicos tomaron de Heráclito la idea del Fin del Mundo por el fuego (ekpyrosis) y que Platón (Timeo, 22 C) conocía ya, como una alternativa, el Fin por el Diluvió. Estos dos cataclismos señalaban el ritmo en cierto modo al Gran Año (el magnus annus). Según un texto perdido de Aristóteles (Protrept.), las dos catástrofes tenían lugar en los dos solsticios: la conflagratio en el solsticio de verano, el diluvium en el solsticio de invierno.

Apocalipsis judeocristianos
Se encuentran algunas de estas imágenes apocalípticas del Fin del Mundo en las visiones escatológicas judeocristianas. Pero el judeocristianismo presenta una innovación capital. El Fin del Mundo será único, así como la cosmogonía ha sido única. El Cosmos que reaparecerá después de la catástrofe será el mismo Cosmos creado por Dios al principio del Tiempo, pero purificado, regenerado y restaurado en su gloria primordial. Este Paraíso terrestre ya no se destruirá, ya no tendrá fin. El Tiempo no es ya el Tiempo circular del Eterno Retorno, sino un tiempo lineal e irreversible. Más aún: la escatología representa asimismo el triunfo de una Historia Sagrada. Así, pues, el Fin del Mundo revelará el valor religioso de los actos humanos, y los hombres serán juzgados según sus actos. No se trata ya de una regeneración cósmica que implique asimismo la regeneración de la colectividad (o de la totalidad de la especie humana). Se trata de un Juicio, de una selección: sólo los elegidos vivirán en una eterna beatitud. Los elegidos, los buenos, se salvarán por su fidelidad a una Historia Sagrada: en pugna con los poderes y las tentaciones de este mundo, permanecieron fieles al reino celeste.

Otra diferencia con las religiones cósmicas: para el judeocristianismo, el Fin del Mundo forma parte del misterio mesiánico. Para los judíos, la llegada del Mesías anunciará el Fin del Mundo y la restauración del Paraíso. Para los cristianos, el Fin del Mundo procederá a la segunda venida de Cristo y al Juicio Final. Pero tanto para los unos como para los otros el triunfo de la Historia Sagrada —manifestado por el Fin del Mundo— implica en cierto modo la restauración del Paraíso. Los profetas proclaman que el Cosmos será renovado: habrá un Cielo nuevo y una Tierra nueva. Habrá abundancia de todo, como en el jardín del Edén. Las fieras salvajes vivirán en paz unas con otras «bajo la guía de un joven» (Isaías, XI, 6). Las enfermedades y las dolencias desaparecerán para siempre: el cojo saltará como un ciervo, los oídos de los sordos se abrirán y no habrá ya llantos ni lágrimas (Isaías, XXX, 19; XXXV, 3 ss.). El nuevo Israel se construirá en el monte Sión, porque el Paraíso se encontraba en una montaña (Isaías, XXXV, 10; Ps. XLVIII, 2). Para los cristianos también la renovación total del Cosmos y la restauración del Paraíso son los rasgos característicos del eschaton. Se dice en el Apocalipsis de San Juan (XXI, 1-5): «… puesto que veo un cielo nuevo, una tierra nueva —el primer cielo, en efecto, y la primera tierra han desaparecido— (…). Oí entonces una voz que clamaba desde el trono: No habrá ya más muerte, grito ni pena, pues el antiguo mundo se ha ido. Entonces el que se sienta sobre el trono declaró: He aquí que yo hago el universo nuevo.»

Pero esta Nueva Creación se levantará sobre las ruinas de la primera. El síndrome de la catástrofe final recuerda las descripciones indias de la destrucción del universo. Habrá sequía y hambre, y los días se acortarán. La época que precede inmediatamente al fin será dominada por el Anticristo. Pero Cristo vendrá y purificará al Mundo por medio del fuego. Como dice Efrén el sirio: «El mar rugirá y después se secará, el cielo y la tierra se disolverán, se extenderán por todas partes el humo y las tinieblas. Durante cuarenta días el Señor enviará fuego sobre la tierra para purificarla de la mancilla del vicio y del pecado». El fuego destructor está atestiguado una sola vez en el Nuevo Testamento, en la Segunda Epístola de Pedro (III, 6-14). Pero constituye un elemento importante en los oráculos sibilinos, el estoicismo y la literatura cristiana posterior. Es probablemente de origen iranio.

El reino del Anticristo equivale en cierto modo a un retorno al caos. Por una parte, el Anticristo se presenta bajo la forma de un dragón o de un demonio, y esto recuerda el viejo mito del combate entre Dios y el Dragón. El combate había tenido lugar al principio, antes de la Creación del Mundo, y tendrá lugar de nuevo al fin. Por otra parte, cuando el Anticristo sea considerado como el falso Mesías, su reino representará la total subversión de los valores sociales, morales y religiosos; dicho de otro modo: el retorno al Caos. En el curso de los siglos, el Anticristo se identificó con diferentes personajes históricos desde Nerón hasta el Papa (por Lutero). Interesa subrayar un hecho: ciertas épocas históricas, particularmente trágicas, se consideraron como dominadas por el Anticristo —pero se mantenía siempre la esperanza de que su reino anunciaría al mismo tiempo la inminente venida de Cristo—. Las catástrofes cósmicas, las plagas, el terror histórico, el triunfo aparente del mal, constituían el síndrome apocalíptico que debía preceder al retorno de Cristo y el milenio.

Milenarismos cristianos
El cristianismo, convertido en religión oficial del Imperio romano, condenó el milenarismo como herético, a pesar de que Padres ilustres lo hubieran profesado en el pasado. Pero la Iglesia había aceptado la Historia, y el eschaton no era ya el acontecimiento inminente que fue durante las persecuciones. El Mundo, este mundo de aquí, con todos sus pecados, sus injusticias y sus crueldades, continuaba. Sólo Dios conocía la hora del Fin del Mundo, y sólo una cosa parecía cierta: este fin no era inminente. Con el triunfo de la Iglesia, el Reino celeste se encontraba ya sobre la Tierra y en un cierto sentido el viejo mundo había sido ya destruido. Se reconoce en el antimilenarismo oficial de la Iglesia la primera manifestación de la doctrina del progreso. La Iglesia había aceptado el Mundo tal como era, tratando de hacer la existencia humana un poco menos desgraciada de lo que era en las grandes crisis históricas. La Iglesia había tomado esta posición contra los profetas, los visionarios, los apocalípticos de toda suerte.

Algunos siglos más tarde, después de la irrupción del Islam en el Mediterráneo, pero sobre todo después del siglo XI, los movimientos milenaristas y escatológicos reaparecieron, dirigidos esta vez contra la Iglesia o contra su jerarquía. Un cierto número de notas comunes se destacan en estos movimientos: sus inspiradores esperan y proclaman la restauración del paraíso sobre la Tierra, después de un período de prueba y de terribles cataclismos. El Fin inminente del Mundo también era esperado por Lutero.

Durante siglos encontramos, en diferentes repeticiones, la misma idea religiosa: este mundo de aquí —el Mundo de la Historia— es injusto, abominable, demoníaco; felizmente, está ya descomponiéndose, las catástrofes han comenzado, este viejo mundo se resquebraja por todos lados; en muy breve plazo, será destruido, las fuerzas de las tinieblas serán vencidas definitivamente y los «buenos» triunfarán, el Paraíso será recobrado. Todos los movimientos milenaristas y escatológicos dan prueba de optimismo. Reaccionan frente al terror de la historia con una fuerza que sólo puede suscitar la extrema desesperación.
Pero, después de siglos, las grandes confesiones cristianas no conocen ya la tensión escatológica. La espera del Fin del Mundo y la inminencia del juicio final no caracterizan ninguna de las grandes Iglesias cristianas. El milenarismo sobrevive penosamente en algunas sectas cristianas recientes.

La mitología escatológica y milenarista ha hecho su reaparición estos últimos tiempos en Europa en dos movimientos políticos totalitarios. A pesar de estar radicalmente secularizados en apariencia, el nazismo y el comunismo están cargados de elementos escatológicos, anuncian el fin de este mundo y el principio de una era de abundancia y beatitud. Norman Cohn, el autor del libro más reciente sobre el milenarismo, escribe a propósito del nacional-socialismo y del marxismo-leninismo: «Mediante la jerga seudocientífica de que uno y otro se sirven, se encuentra una visión de las cosas que recuerda especialmente las lucubraciones a las que se entregaba la gente en la Edad Media. La lucha final, decisiva, de los elegidos (ya sean “arios” o “proletarios”) contra las huestes del demonio (judíos o burgueses); la alegría de dominar el mundo, o la de vivir en la igualdad absoluta, o las dos a la vez, concedida, según un decreto de la Providencia, a los elegidos, que encontrarán así una compensación a todos sus sufrimientos; el cumplimiento de los últimos designios de la historia de un universo al fin desprovisto de mal, he aquí algunas viejas quimeras que todavía hoy nos acarician».

El milenarismo en los “primitivos”
Pero es especialmente fuera del mundo occidental donde el mito del Fin del Mundo conoce, en nuestros días, un desarrollo extraordinario. Se trata de los innumerables movimientos nativistas y milenaristas, de los cuales los más conocidos son los «cargo cults» melanesios, pero que se encuentran también en otras regiones de Oceanía y asimismo en las antiguas colonias europeas de África. Con mucha probabilidad, la mayoría de estos movimientos surgieron después de contactos más o menos prolongados con el cristianismo. Aunque sean casi siempre antiblancos y anticristianos, la mayoría de estos milenarismos aborígenes comportan elementos escatológicos cristianos. En algunos casos, los aborígenes se revelan contra los misioneros precisamente porque estos últimos no se conducen como verdaderos cristianos y no creen, por ejemplo, en la inminente venida de Cristo y en la resurrección de los muertos. En Melanesia, los «cargo cults» han asimilado los mitos y los rituales del Año Nuevo. Como hemos visto ya, las fiestas del Año Nuevo implican la recreación simbólica del Mundo. Los adictos a los «cargo cults» creen también que el Cosmos será destruido y recreado y que la tribu recobrará una especie de Paraíso: los muertos resucitarán y no habrá ni muerte ni enfermedad. Pero, como en la escatología indoirania y judeocristiana, esta Nueva Creación —de hecho, esta recuperación del Paraíso— estará precedida de una serie de catástrofes cósmicas: la Tierra temblará, habrá lluvias de llamas, las montañas se desplomarán y llenarán los valles, los blancos y los aborígenes no afectos al culto serán aniquilados, etc.

La morfología de los milenarismos primitivos es sumamente rica y compleja. Para nuestro propósito nos interesa poner de relieve algunos hechos : 1.°, los movimientos milenaristas pueden considerarse como un desarrollo del escenario míticoritual de la periódica renovación del Mundo; 2.°, la influencia, directa o indirecta, de la escatología cristiana parece estar siempre fuera de duda; 3.°, a pesar de estar atraídos por los valores occidentales y desear apropiarse tanto la religión y la educación de los blancos como sus riquezas y sus armas, los adictos a estos movimientos milenaristas son antioccidentales; 4.°, tales movimientos están siempre promovidos por fuertes personalidades religiosas de tipo profético y organizados o amplificados por políticos o con fines políticos; 5.°, para todos estos movimientos, el milenio está inminente, pero no se instaurará sin cataclismos cósmicos o catástrofes históricas.

Es inútil insistir sobre el carácter político, social y económico de tales movimientos: es evidente. Pero su fuerza, su irradiación, su creatividad no residen únicamente en estos factores socioeconómicos. Se trata de movimientos religiosos. Los afectos a ellos esperan y proclaman el Fin del Mundo para alcanzar una mejor condición económica y social —pero, sobre todo, porque esperan una recreación del Mundo y una restauración de la beatitud humana—. Tienen hambre y sed de los bienes terrestres — pero también de la inmortalidad, de la libertad y de la beatitud paradisíaca—. Para ellos, el Fin del Mundo hará posible la instauración de una existencia humana beatífica, perfecta y sin fin.

Añadamos que, incluso allí donde no se habla de un fin catastrófico, la idea de una regeneración, de una recreación del Mundo, constituye el elemento esencial del movimiento. El profeta o el fundador del culto proclama el inminente «retorno a los orígenes» y, por consiguiente, la recuperación del estado «paradisíaco» inicial. Indudablemente, en muchos casos este estado paradisíaco «original» representa la imagen idealizada de la situación cultural y económica anterior a la llegada de los blancos. No es el único ejemplo de una mitificación del «estado originario», de la «historia antigua» concebida como una Edad de Oro. Pero lo que interesa a nuestro propósito no es la realidad «histórica», que se llega a veces a aislar y a separar de esta imaginería exuberante, sino el hecho de que el Fin del Mundo —el de la colonización— y la espera de un Nuevo Mundo implican un retorno a los orígenes. El personaje mesiánico se identifica con el Héroe cultural o el Antepasado mítico cuyo retorno se esperaba. Su llegada equivale a una reactualización de los Tiempos míticos del origen y, por tanto, a una recreación del Mundo. La independencia política y la libertad cultural proclamadas por los movimientos milenaristas de los pueblos coloniales se conciben como una recuperación de un estado beatífico original. En suma: incluso sin destrucción apocalíptica visible, este mundo, el viejo mundo, se abolirá simbólicamente y el Mundo paradisíaco del origen se instauará en su lugar.

El “fin del mundo” en el arte moderno
Las sociedades occidentales no tienen nada comparable al optimismo de que da muestras la escatología comunista, de manera similar a los milenarismos primitivos. Por el contrario, existe hoy día el miedo, cada vez más amenazador, de un Fin catastrófico del Mundo producido por las armas termonucleares. En la conciencia de los occidentales, este fin será radical y definitivo; no le seguirá una Nueva Creación del Mundo. No nos es posible emprender aquí un análisis sistemático de las múltiples expresiones del miedo atómico moderno. Pero otros fenómenos culturales occidentales nos parecen significativos para nuestra investigación. Me refiero especialmente a la historia del arte occidental. Desde principios de siglo las artes plásticas, así como la literatura y la música, han conocido transformaciones tan radicales que se ha podido hablar incluso de una «destrucción del lenguaje artístico». Comenzada en la pintura, esta «destrucción del lenguaje» se ha extendido a la poesía, a la novela y, recientemente, con Ionesco, al teatro. En ciertos casos se trata de una verdadera destrucción del Universo artístico establecido. Al contemplar algunas obras recientes, se tiene la impresión de que el artista ha querido hacer tabula rasa de toda la historia de la pintura. Mas que una destrucción, es una regresión al Caos, a una especie de massa confusa primordial. Y, sin embargo, ante tales obras, se adivina que el artista está a la búsqueda de algo que no se ha expresado aún. Le era preciso reducir a la nada las ruinas y los escombros acumulados por las revoluciones plásticas precedentes; le era preciso llegar a una modalidad gremial de la materia para poder recomenzar a cero la historia del arte. En muchos artistas modernos se nota que la «destrucción del lenguaje plástico» no es sino la primera fase de un proceso más complejo y que la recreación de un nuevo Universo debe seguir necesariamente.

En el arte moderno, el nihilismo y el pesimismo de los primeros revolucionarios y demoledores representan actitudes ya pasadas. En nuestros días, ningún gran artista cree en la degeneración y desaparición inminente de su arte. Desde este punto de vista, su actitud se parece a la de los «primitivos»: han contribuido a la destrucción del Mundo —es decir, a la destrucción de su Mundo, de su Universo artístico— con el fin de crear otro. Ahora bien: este fenómeno cultural es sumamente importante, pues son principalmente los artistas los representantes de las verdaderas fuerzas creadoras de una civilización o de una sociedad. Por su creación, los artistas anticipan lo que sucederá — a veces una o dos generaciones más tarde— en los demás sectores de la vida social y cultural.

Es significativo que la destrucción de los lenguajes artísticos haya coincidido con el desarrollo del psicoanálisis. La psicología de las profundidades ha valorizado el interés por los orígenes, interés que tan bien caracteriza al hombre de las sociedades arcaicas. Sería apasionante estudiar de cerca el proceso de revalorización del mito del Fin del Mundo en el arte contemporáneo. Se constataría que los artistas, lejos de ser los neuróticos de los que se nos habla a veces, son, al contrario, mucho más sanos psíquicamente que muchos hombres modernos. Han comprendido que un verdadero recomienzo no puede tener lugar más que después de un fin verdadero. Y son los artistas los primeros de los modernos que se han dedicado a destruir realmente su Mundo para recrear un Universo artístico en el que el hombre pueda a la vez existir, contemplar y soñar.

Encuentro con C.G Jung Por Mircea Eliade

Encuentro con C.G Jung

Por

Mircea Eliade

Extracto de El Vuelo Mágico, por Mircea Eliade
1ª Edición: “Rencontre avec Jung”, en Combat, 9 de octubre de 1952

Este verano en Ascona se ha hablado mucho de Job y Yahvé; el último libro de Jung se llama, en efecto, Respuesta a Job. Como todos los años desde 1932, el profesor Jung ha pasado la segunda quincena de agosto en Ascona, a orillas del Lago Mayor, para asistir a las conferencias organizadas por el círculo Eranos. Algún día tendrá que escribirse la historia de este círculo tan difícil de definir. Fue Rudolf Otto quien le dio nombre: en griego, eranos significa «comida frugal donde cada uno aporta su parte». Eranos es la creación del entusiasmo, de la voluntad y de la perseverancia de la Sra. Olga Fröbe-Kapteyn, holandesa educada en Inglaterra pero establecida en Ascona desde hace treinta años. Interesada por el simbolismo, apasionada por las investigaciones de jung, la Sra. Olga Fröbe-Kapteyn se ha propuesto invitar todos los años a un cierto número de sabios para discutir un tema común desde la perspectiva de la especialidad de cada uno de ellos. Así, se han tratado temas tan diferentes como El Hombre y la Máscara, la Gran Diosa, la Meditación en Oriente y Occidente, el Tiempo, el Yoga, los Ritos, etc. La intención de Eranos consiste en considerar el simbolismo desde todos los ángulos posibles: psicología, historia de las religiones, teología, matemática e incluso biología. Sin dirigirlo directamente, jung es el spirítus rector de este círculo al que ha comunicado sus primeras investigaciones sobre la alquimia, el proceso de individuación y, recientemente (1951), sus hipótesis concernientes a la sincronicidad. Un editor con coraje y clarividencia, el Dr. Brody, se ha encargado de publicar los textos de estas conferencias. Hoy en día los veinte volúmenes de Eranos-Jahrbücher constituyen con sus ocho mil páginas una de las mejores colecciones científicas referidas al estudio de los simbolismos.

A sus setenta y siete años el profesor jung no ha perdido nada de su extraordinaria vitalidad, de su sorprendente juventud. Ha publicado uno tras otro tres libros nuevos: sobre el simbolismo del Aíon, sobre la sincronicidad y, finalmente, esta Respuesta a Job que ha provocado ya reacciones sensacionales, sobre todo entre los teólogos.

-Siempre había pensado en este libro -me confiesa el profesor jung, una tarde en la terraza de la Casa Eranos-; pero he tardado cuarenta años en escribirlo. Cuando leí por vez primera, aún niño, el Libro de Job, quedé terriblemente conmocionado. Descubrí que Yahvé era injusto, que incluso es un malhechor. Pues se deja persuadir por el diablo. Acepta torturar a Job por la sugestión de Satán. En la omnipotencia de Yahvé, ninguna consideración hacia el sufrimiento humano. Por lo demás, aún subsisten en ciertos escritos judíos rastros de la injusticia de Yahvé: en un texto tardío, Yahvé pide la bendición del gran sacerdote, como si el hombre fuera superior a Él…

-Pudiera suceder que todo esto fuera una cuestión de lenguaje. Pudiera ser que lo que usted llama «injusticia» y «crueldad» de Yahvé no fueran más que fórmulas> aproximativas, imperfectas, para expresar la total trascendencia de Dios. Yahvé es «aquel que es», por tanto está por encima del Bien y del Mal. Es imposible captarlo, comprenderlo, formularlo; por consiguiente, es a la vez «el misericordioso» y «el injusto». Eso es un modo de decir que ninguna definición puede circunscribir a Dios, ningún atributo lo agota…

-Yo hablo como psicólogo -continúa el profesor jung- y, sobre todo, hablo del antropomorfismo de Yahvé¿ y no de su realidad teológica. Como psicólogo compruebo que Yahvé es contradictorio y también creo que se puede interpretar psicológicamente esta contradicción. Para poner a prueba la fidelidad de Job, Yahvé concede a Satán una libertad casi sin límites. Ese hecho no carece de consecuencias para la humanidad: se esperan acontecimientos futuros muy importantes a causa del papel que Yahvé pensó tener que ceder a Satán. Ante la crueldad de Yahvé, Job calla. Ese silencio es la más hermosa y noble respuesta que el hombre haya podido dar a un Dios todopoderoso. El silencio de Job anuncia ya a Cristo. En efecto, Dios se hace hombre, Cristo, para redimir su injusticia con respecto a job…

El teólogo protestante Hans Schär, al que ya se debe un bello volumen sobre la psicología religiosa de Jung, se pregunta si dentro de cien años Respuesta a Job no será considerado un libro profético. Cuando Jung había publicado sus primeros estudios sobre el inconsciente colectivo y, por consiguiente, se había despegado del freudismo, parece ser que Freud decía de su antiguo colaborador: «Al principio era un gran sabio, ¡pero ahora se ha convertido en profeta!». ¡En la broma del Maestro algunos ven el mayor de los elogios: en efecto, consideran al profesor Jung como un profeta de los tiempos modernos. Pues si Freud tuvo el gran mérito de descubrir el inconsciente personal, Jung descubrió el inconsciente colectivo y sus estructuras, los arquetipos. Y con ello aportó una luz nueva a la interpretación de los mitos, las visiones y los sueños. Más aún: muy pronto Jung se liberó de los prejuicios cientifistas y positivistas del psicoanálisis freudiano: no redujo la vida espiritual y la cultura a epifenómenos de complejos sexuales de la infancia. Finalmente Jung tiene en cuenta la Historia: mira la psique como naturalista y como historiador; según él, la vida de las profundidades psíquicas es la Historia. Dicen los junguianos que sus descubrimientos cambiarán completamente el universo mental del hombre moderno. Freud no se equivocó: Jung no podía quedarse en ser un simple «sabio», tenía que ampliar cada vez más el horizonte de sus descubrimientos y trazar un camino para que el hombre moderno saliera de su crisis espiritual. Pues para Jung, como para muchos otros, el mundo moderno está en crisis, y esta crisis está provocada por un conflicto aún no resuelto en las profundidades de la psique.

-El gran problema de la psicología -continúa jung-, es la reintegración de los contrarios: eso se encuentra por todas partes y en todos los niveles. Ya en mi libro Psicología y alquimia (1944) tuve ocasión de ocuparme de la integración de Satán. Pues mientras Satán no sea integrado, el mundo no se curará y el hombre no se salvará. Pero Satán representa el Mal y ¿cómo integrar el Mal? Sólo existe una posibilidad: asimilarlo, es decir, elevarlo a la conciencia, hacerlo consciente. Eso es lo que la alquimia llama «conjunción de dos principios». Porque realmente la alquimia retorna y prolonga el cristianismo. Según los alquimistas, el cristianismo ha salvado al hombre, pero no a la naturaleza. El alquimista sueña con curar el mundo en su totalidad: la piedra filosofal es concebida como el Filíus Macrocosmi que cura el mundo. El fin último de la «obra» alquímica es la apokatastasís, la Salvación cósmica.

Jung ha comprendido muy bien que la alquimia, desde sus orígenes hasta su fin, no fue sólo una pre-química, una «ciencia experimental» embrionaria, sino una técnica espiritual. El objetivo de los alquimistas no era estudiar la Materia, sino liberar al Alma de la materia. Jung llegó a esta conclusión leyendo los textos de los alquimistas clásicos. Se sorprendió ante la semejanza entre los procesos alquímicos por los cuales se pensaba obtener la piedra filosofal y las imágenes en los sueños de algunos de sus pacientes que, sin darse cuenta, estaban trabajando en la integración de su personalidad. En estudios acerca de la alquimia asiática publicados entre 1935 y 1938, mostramos que las operaciones de los alquimistas chinos e indios perseguían igualmente la liberación del alma y la «perfección de la materia», es decir, la colaboración del hombre en la obra de la naturaleza. Esta convergencia de resultados adquiridos en ámbitos diferentes y por métodos diferentes nos parece una confirmación manifiesta de la hipótesis de jung.

-He estudiado alquimia durante quince años, pero no se lo dije nunca a nadie. No quería sugestionar ni a mis pacientes ni a mis colaboradores. Pero después de quince años de investigaciones y de observaciones, las conclusiones se impusieron con una fuerza ineluctable: las operaciones alquímicas eran reales, sólo que esa realidad no era fisica sino psicológica. La alquimia representa la proyección de un drama en términos de laboratorio que es a un tiempo cósmico y espiritual. El opus magnum tenía como finalidad tanto la liberación del alma humana como la curación del Cosmos. Lo que los alquimistas llamaban «materia» era en realidad el «sí mismo». El «alma del mundo», anima mundi, identificada por los alquimistas con el spírítus mercurius, estaba aprisionada en la materia. Por eso los alquimistas creían en la verdad de la materia: pues la materia era en efecto su propia vida psíquica. Se trataba de liberar esa materia, de «salvarla»; en una palabra, obtener la piedra filosofal, es decir, el «cuerpo glorioso», el corpus glorificationís. Pero ese trabajo es dificil y está sembrado de obstáculos: la «obra» alquímica es peligrosa. Ya en el inicio se encuentra al «Dragón», el espíritu ctónico, el «Diablo», o como lo llaman los alquimistas, el «Negro», la nigredo. Y ese encuentro produce sufrirmiento. La «materia» sufre hasta la desaparición de la «negrura»; en términos psicológicos el alma se encuentra en las ansias de la melancolía luchando con la «Sombra». El misterio de la conjunción, misterio central de la alquimia, persigue justamente la síntesis de los opuestos, la asimilación del «Negro», la integración del Diablo. Para el cristiano «despierto» eso constituye un acontecimiento psíquico muy grave, pues es la confrontación con su «Sombra»: ésta representa la «negrura» (nigredo), lo que permanece separado, es decir, lo que jamás podrá ser totalmente integrado en la persona humana. Al interpretar la confrontación del cristiano con su «Sombra» en términos psicológicos, se descubre el miedo secreto de que el Diablo sea más fuerte, de que Cristo no haya logrado vencerle completamente. De otro modo, ¿por qué se ha creído, y se continúa creyendo, en el Anticristo? ¿Por qué se ha esperado, y se espera aún, la llegada del Anticristo? Pues sólo después del reino del Anticristo y después de la segunda venida de Cristo, el Mal será vencido definitivamente en el mundo y en el alma humana. Todos estos símbolos y creencias son solidarias en el plano psicológico: siempre hay que luchar contra el Mal, con Satán, y vencerle, esto es, asimilarlo, integrarlo en la conciencia. En el lenguaje alquímico la materia sufre hasta la desaparición de la nigredo, cuando la «aurora» es anunciada por la cauda pavonis y aparece un día nuevo, la leukosis, albedo. Pero en ese estado de «blancura» no se vive en el sentido propio del término. De algún modo, es una especie de estado ideal, abstracto; para vivificarle se necesita «sangre» y hay que obtener lo que los textos alquímicos llaman la rubedo, lo rojo de la Vida. Sólo la experiencia total del ser puede transformar ese estado «ideal» de la albedo en una existencia humana integral. Sólo la sangre puede reanimar una consciencia gloriosa en la que se ha disuelto el último rastro de la «negrura» en la que el Diablo ya no tiene una existencia autónoma sino que se incorpora a la unidad profunda de la psique. Entonces la «obra», el opus magnum de los alquimistas, ha sido realizada: el alma humana está perfectamente integrada…

No voy a analizar aquí esta grandiosa reconstrucción de la alquimia emprendida por Jung. Baste con recordar que la integración del «Mal» constituye para él el gran problema de la consciencia moderna. Algunos le han reprochado su esfuerzo orientado a la Unidad Total, a costa de sacrificar las polaridades, la abolición de contradicciones, la integración de Satán. Pero jung no pretende hacer ni teología ni filosofía de la religión.

-Yo soy un psicólogo. No me ocupo de lo que trasciende el contenido psicológico de la experiencia humana. Ni siquiera me planteo el problema de saber si es posible semejante trascendencia, pues en todos los casos lo transpsicológico ya no es asunto del psicólogo. Ahora bien, en el plano psicológico, me enfrento con experiencias religiosas que poseen una estructura y un simbolismo susceptibles de ser interpretados. Yo considero que la experiencia religiosa es real, es verdadera. Compruebo que semejantes experiencias pueden «salvar» el alma, pueden acelerar su integración e instaurar el equilibrio espiritual. Como psicólogo compruebo que el estado de gracia existe: es la perfecta serenidad del alma, el equilibrio creador, fuente de energía espiritual. Sin dejar de hablar como psicólogo, corroboro que la presencia de Dios se manifiesta en la estructura profunda de la psique como una coíncidentia oppositorum. Y toda la historia de las religiones, todas las teologías están ahí para confirmar que la coincídentia opposítonim es una de las fórmulas más utilizadas y más arcaicas para expresar la realidad de Dios. Como decía Rudolf Otto, la experiencia religiosa es numinosa, y yo como psicólogo distingo esa experiencia de las otras por el hecho de que trasciende las categorías ordinarias de tiempo, espacio y causalidad. últimamente he estudiado mucho la sincronicidad (brevemente expresado: la «ruptura del tiempo») y he comprobado que está muy cerca de la experiencia numinosa: espacio, tiempo y causalidad están abolidos. No pretendo establecer ningún juicio de valor acerca de la experiencia religiosa. Compruebo que el conflicto interior es siempre fuente de crisis psicológicas profundas y peligrosas; tan peligrosas que pueden destruir la integridad humana. Psicológicamente, ese conflicto interior se manifiesta por medio de las mismas imágenes y por el mismo simbolismo atestiguados en todas las religiones del mundo y utilizados también por los alquimistas. De ese modo he llegado a ocuparme de la religión, de Yahvé, Satanás, Cristo, la Virgen. Comprendo muy bien que un creyente vea en esas imágenes algo diferente de lo que yo, como psicólogo, tengo el derecho de ver. La fe del creyente es una gran fuerza espiritual y es la garantía de su integridad psíquica. Pero yo soy médico: me ocupo de la curación de mis semejantes. Por desgracia, la fe y sólo ella ya no tiene el poder de curar a ciertos seres. El mundo moderno está desacralizado; por eso está en crisis. El hombre tiene que volver a descubrir una fuente más profunda de su propia vida espiritual. Pero para ello tiene la obligación de luchar contra el Mal, de enfrentarse con su «Sombra», de integrar al «Diablo». No hay otra salida. Por eso Yahvé, job, Satanás, representan psicológicamente situaciones ejemplares: son como los paradigmas del eterno drama humano…

En toda su obra, que es inmensa, Jung parece obsesionado con la reintegración de los opuestos. A su modo de ver, el hombre no puede alcanzar la unidad más que en la medida en que logra superar los conflictos que lo desgarran interiormente. La reintegración de los contrarios, la coincidencia opposítorum, es la piedra angular del sistema de Jung. Por eso mismo está interesado en las doctrinas y técnicas orientales. El taoísmo y el yoga le han revelado los medios utilizados por el asiático para transcender las múltiples polaridades y alcanzar la unidad espiritual. Pero este esfuerzo orientado a la unidad por la integración de los opuestos se encuentra también en Hegel aunque sea en un plano bien distinto. Uno se podría preguntar si no se debería llevar aún más lejos la comparación entre Hegel Jung. Hegel descubre la Historia y su gran esfuerzo tiene como fin la reconciliación del hombre con su propio destino histórico. Jung descubre el inconsciente colectivo, es decir, todo lo que precede a la historia personal del ser humano, y se dedica a descifrar las estructuras y la «dialéctica» con intención de facilitar la reconciliación del hombre con la parte inconsciente de su vida psíquica y conducirle a la reintegración de su personalidad. A diferencia de Freud, Jung tiene en cuenta la Historia: los arquetipos, estructuras del inconsciente colectivo, están cargados de «historia». Ya no se trata, como en Freud, de una espontaneidad «natural» del inconsciente de cada individuo, sino de una inmensa cantera de «recuerdos históricos»: la memoria colectiva donde en su esencia sobrevive la Historia de toda la humaniclad. Jung cree que el hombre debería aprovechar más esa cantera: su método analítico está dirigido justamente a elaborar los medios para utilizarla.

-El inconsciente colectivo es más peligroso que la dinamita, pero existen medios para manejarlo sin demasiados riesgos. Cuando se desencadena una crisis psíquica, se está mejor situado que cualquier otro para resolverla. Se tienen sueños y «sueños de vigilia»: hay que esforzarse por observarlos. Se podría decir que cada sueño lleva a su manera un mensaje: no sólo te dice que algo no funciona en tu ser profundo, sino que además te proporciona también la solución para salir de la crisis. Pues el inconsciente colectivo, que te envía estos sueños, posee ya la solución. En efecto, nada se ha perdido de toda la experiencia inmemorial de la humanidad. Todas las situaciones imaginables y todas las soluciones posibles parecen estar previstas por el inconsciente colectivo. No tienes más que observar con sumo cuidado el «mensaje» transmitido por el inconsciente y «descifrarlo». El análisis ayuda a leer correctamente esos mensajes…

Jung concede una importancia capital a la interpretación de los sueños, esa mitología camufiada en el hombre moderno. No deja de ser interesante recordar que el surrealismo, que representa el esfuerzo más sistemático de renovación de la experiencia poética contemporánea, había aceptado la realidad onírica. 0 mejor aún: el surrealismo ha perseguido, entre otras cosas, la integración del estado de sueño para conseguir la «situación total», más allá de la dualidad consciencia-inconsciencia. Por mucho que los freudianos le hayan acusado de ser más «teórico» que práctico, Jung no ha querido abandonar la perspectiva del psicólogo para proponernos una filosofia basada en la dialéctica de la coincidencia oppositorum. Pero es permisible esperar que sus discípulos retomen y prolonguen un día sus esfuerzos por precisar las relaciones entre la experiencia consciente del individuo y la «Historia» conservada en el inconsciente colectivo. Los sueños representan para jung un lenguaje coherente y, tanto más rico aún por cuanto está libre de las leyes del tiempo y de la causalidad. Fue a consecuencia de sus sueños, que vanamente había tratado de interpretar en términos del psicoanálisis freudiano, cuando Jung llegó a suponer la existencia del inconsciente colectivo. Eso tuvo lugar en 1909. Dos años más tarde, Jung empezaba a darse cuenta de la importancia de su descubrimiento. Finalmente, en 1914, siempre a consecuencia de una serie de sueños y de «sueños de vigilia», comprende que las manifestaciones del inconsciente colectivo son en parte independientes de las leyes del tiempo y de la causalidad. Como el profesor Jung ha tenido a bien autorizarnos a hablar de esos sueños y de esos «sueños de vigilia», que han desempeñado un papel capital en su carrera científica, ofrezco seguidamente un resumen:

En octubre de 1913, encontrándose en el tren que le llevaba de Zurich a Schaffhausen, le sucedió este extraño hecho: una vez en el túnel, pierde la conciencia de tiempo y de lugar, y despierta al cabo de una hora oyendo anunciar al conductor la llegada a Schaffhausen. Durante todo ese tiempo fue víctima de una alucinación, de un «sueño de vigilia»: veía el mapa de Europa y veía cómo el mar la iba cubriendo país por país empezando por Francia y Alemania. Poco tiempo después, todo el continente se encontraba bajo el agua, a excepción de Suiza, que era como una montaña muy alta que las olas no podían sumergir. Jung se veía sentado sobre la montaña. Y, al mirar mejor alrededor de él, se dio cuenta de que el mar era sangre: comenzó a distinguir sobre las olas los cadáveres, los tejados de las casas, vigas medio quemadas…

Tres meses más tarde, en diciembre de 1913, se repite el mismo «sueño de vigilia» a la entrada del mismo túnel. («Era como una inmersión en el inconsciente colectivo», comprendería más tarde.) El joven psiquiatra se preocupa. Se pregunta si no estará «haciendo una esquizofrenia» (según el lenguaje de la época). Finalmente, algunos meses más tarde, sueña lo siguiente: se encuentra con un amigo durante el verano en los mares del sur, cerca de Sumatra. Por los periódicos se enteran de que Europa ha sido invadida por una ola de frío terrible como jamás antes se había conocido. Jung decide partir a Batavia y embarcarse para regresar a Europa. Su amigo le dice que viajará en un velero de Sumatra hasta Hadramaout y que luego continuará su camino por Arabia y Turquía. Jung llega a Suiza. Sólo ve nieve. Una viña inmensa se eleva en algún lugar con muchos racimos. Se acerca y se pone a coger racimos distribuyéndolos entre desconocidos que le rodean pero que no puede ver…

-A su tercera repetición, el sueño llegó a inquietarme en el más alto grado. Justamente preparaba una comunicación sobre la esquizofrenia para el congreso de Aberdeen y me decía: «¡Hablaré de mí mismo! Probablemente me volveré loco después de la lectura de la comunicación … ». El congreso tenía lugar en julio de 1914: exactamente en el período en que en mis tres sueños me veía en los mares del sur. El 31 de julio, inmediatamente después de mi conferencia, me enteré por los diarios de que la guerra acababa de estallar. ¡Por fin comprendía! Y cuando al día siguiente el barco me dejó en Holanda, no había nadie más feliz que yo. Ahora estoy seguro de que no me amenazaba ninguna esquizofrenia. Había comprendido que mis sueños y visiones procedían del subsuelo del inconsciente colectivo. Sólo tenía que trabajar para profundizar y dar validez a este descubrimiento. Y es a lo que me dedico desde hace casi cuarenta años…

Poco tiempo después jung tuvo la alegría de recibir una segunda confirmación a su sueño. Los diarios no tardaron en hablar de las aventuras del capitán de barco alemán Von Mücke, que en un velero había recorrido los mares del sur desde Sumatra hasta Hadramaout y después se había refugiado en Arabia para alcanzar desde allí Turquía…

Viaje de mircea eliade por el mundo maya, fragmento de diario

(Mérida, Uxmal, Chichén Itzá, Isla Mujeres)

Mircea Eliade ha indagado sobre el simbolismo religioso desde un espectro que abarca la casi totalidad de las expresiones religiosas humanas, desde los monumentos teológicos de la India védica y la Grecia clásica hasta las formas chamánicas de los yakuts y kamtchadales. En la certeza de que ser humano es por excelencia un homo simbolicus. Eliade analiza, desde la perspectiva de la ciencia de las religiones, los infinitos meandros del símbolo y sus significados. ¿Qué revela, qué muestra el símbolo como símbolo religioso?
Ante todo, muestra que los símbolos religiosos que señalan la estructura de la vida revelan una existencia más profunda y misteriosa que la conocida a través de la experiencia diaria. Muestran el lado milagroso e inexplicable de la vida y, al mismo tiempo, las dimensiones sacramentales de la existencia humana. “Descifrada” a la luz de los símbolos religiosos, la vida humana revela un lado oculto; proviene de “otra parte”, de lejos; es “divina” en el sentido de ser obra de dioses, de seres sobrenaturales.
La asombrosa capacidad de interpretación de Eliade, su profunda erudición y vasta cultura, parecieran indicar también que existe una especie de instinto de hermeneuta en todos los grandes historiadores. Ese instinto lo lleva a concluir, a través de indagaciones que son un monumento a la investigación, en la fundamental multivalencia del simbolismo religioso; en su capacidad para expresar simultáneamente un número de significados cuya relación no es evidente en el plano de lo inmediato. Pero él conduce su análisis —su lectura del mundo ‘trascendente— más allá, y llega a subrayar el valor existencial del simbolismo religioso, es decir, el hecho de que un símbolo señala siempre una realidad o situación en la que se encuentra comprometida la existencia humana.
Mircea Eliade nació en 1907 en Bucarest y vivió en la India de 1928 a 1932. Preparó sus tesis de doctorado sobre el yoga y enseñó filosofía en la Universidad de Bucarest. Conoce profundamente el sánscrito, además de griego, latín, francés, alemán, inglés, italiano, hebreo y persa. Agregado cultural en Londres, posteriormente en Lisboa, fue profesor de L’’Ecole des Hautes Etudes y comenzó a escribir directamente en francés. Enseñó en la Sorbona y en diferentes universidades europeas y es profesor titular de la cátedra de Historia de las religiones, filósofo, ensayista, catedrático, Eliade es también un gran novelista tanto en lengua rumana como francesa. Su obra narrativa, inscrita en el dominio de lo mágico, participa de un elemento fantástico. Ésta fue de hecho la primera de sus pasiones y ciertamente no la última, ya que en sus Diarios se encuentra un gran número de anotaciones realizadas en diferentes tiempos sobre la labor literaria y sobre su deseo de ser, sobre todas las cosas, un hombre de letras. Sus temas relevantes en la ficción son, entre otros, la intemporalidad del alma y del cuerpo, la irrelevancia del espacio físico, la sobrenaturaleza. Entre sus obras novelísticas se destacan La noche bengalí, El bosque prohibido, El secreto del doctor Honigberger, Medianoche en Serampor, Naitreyi. Pero sería un error sostener que el novelista vive en conflicto con el sabio. No se debe pretender encontrar en sus novelas una ilustración de sus teorías como filósofo o historiador. Los temas propios del pensador persisten en el novelista, pero no están presentes en su obra sino para nutrir su substancia épica. Sus libros de investigación más importantes son Yoga, inmortalidad y libertad, El mito del eterno retorno, Mito y realidad, Mitos, sueños y misterios. Imágenes y símbolos, La nostalgia de los orígenes, El chamanismo, De los primitivos al Zen, Tratado de historia de las religiones, que culminan en la monumental Historia de las creencias y las ideas religiosas en cuatro tomos, empezada en 1976.
En 1965 Eliade vino por vez primera a México a impartir un curso de hinduismo; el registro de esa estancia se publicó en la Revista de la Universidad de México con el título de Diario mexicano; las siguientes páginas describen el segundo viaje al país, hecho trece años después con el exclusivo propósito de recorrer la zona maya.

– DIARIO –

16 de diciembre de 1978

Desde hace algunos días no hago otra cosa que leer pruebas de examen y escribir cartas. He escrito unas veinte y dictado otras tantas a Katherine Bell. Por otra parte, no hubiera podido hacer otra cosa, tanto pienso en mi próxima partida a Yucatán y Guatemala en compañía de Paul Ricoeur y su mujer. Como la partida está prevista para pasado mañana, no puedo emprender ningún trabajo serio, ya se trate de la revisión de la tercera parte de la Autobiografía o de mi Diario, o incluso de mi novela Las diecinueve rosas.
Este mediodía, larga conversación con J. P., que ha llegado de Montreal hace dos días. Prepara una tesis sobre mí y ha leído todo lo que ha podido encontrar, incluidas mis novelas cortas traducidas por Mary Stevenson y que aún no han sido publicadas. Sus preguntas son muy pertinentes, pero yo me pregunto si mis respuestas le serán de alguna utilidad. Por una parte, la “inspiración” me abandona cuando tengo la impresión de repetirme, sobre todo si estoy a solas con mi interlocutor. Ante toda una clase, la relación se da de otra manera, pues yo no sabría exigir de los alumnos que conozcan mis ideas sobre la materia de los cursos. Por otra lado, a medida que J. P. Me hablaba de aquello que le interesaba de manera particular (la semiótica, el psicoanálisis, etcétera), me sentía cada vez menos atañido por nuestro diálogo. He perdido demasiado tiempo, cuando era joven, y aun mucho después, en semejantes “diálogos de sordos”.

Mérida (Yucatán), 18 de diciembre

Para estar seguros de no perder nuestro avión hacia Memphis, que debía partir esta mañana a las siete cuarenta, hemos preferido pasar la noche en el Hotel Hilton, en el recinto mismo del aeropuerto. Mala sorpresa: una recámara con baño nos cuesta cuarenta dólares, con el ruido sobre nosotros de todos los despegues y aterrizajes que se efectúan durante la noche.
Desayuno en Memphis, donde esperamos durante una hora para hacer conexión con el vuelo a Nueva Orleáns. Un tercer aparato nos deposita al fin en Mérida a las dos de la tarde. Desde el instante de descender del avión el calor nos sorprende como un fuetazo: más de 32°C, mientras que esta mañana en Chicago la temperatura se avecinaba a los 0°C. Nuestras recámaras son discretas en el hotel María del Carmen. Jardín tropical, con su piscina ritual rodeada de mesas redondas sobre las cuales multicolores parasoles arrojan un poco de sombra. En el vestíbulo, un árbol de Navidad con sus lámparas eléctricas, muy como en los Estados Unidos, y valijas por docenas: un grupo de turistas norteamericanos se prepara para salir.
Hemos ido a pasear al centro de la ciudad. Magnífico jardín público, en la Plaza Mayor, donde se sitúan la catedral y el palacio de gobierno. Bajo las arcadas de estilo hispano-morisco, las tiendas, los cafés, los restaurantes, se estrechan entre sí. Paul Ricoeur, guía en mano, nos da algunos datos elementales: Mérida, capital de Yucatán, fue fundada en 1542 en el emplazamiento de Tiho, antigua metrópoli maya. Tiho fue destruida, pero los bloques de piedra, algunos de los cuales estaban adornados con finas esculturas mayas, fueron recuperados para edificar la catedral (siglo XVI, la Casa Montejo y otras mansiones aristocráticas españolas. El ejército que tomó posesión de Yucatán estaba comandado por don Francisco de Montejo y León. La Casa Montejo, nos dice Paul Ricoeur citando su guía, es hoy la más antigua casa privada en toda América ocupada por los descendientes directos de quienes la construyeron.
Regresamos a nuestro hotel en una pequeña calesa tirada por un solo caballo y cenamos allí mismo. El restaurante, vetusto, melancólico, me hizo pensar en los descritos por Eca de Queiroz a fin de siglo. Pero ¿dónde?, ¿en qué novela?

Uxmal, 19 de diciembre

Esperando conciliar el sueño, leí buena parte de mi documentación sobre las civilizaciones mesoamericanas.

Hacia el mediodía, un coche de alquiler nos llevó a Uxmal en menos de una hora. El chofer estaciona su auto a la sombra y nosotros nos dirigimos hacia las ruinas. El primer monumento que visitamos es la pirámide llamada “del Adivino”, que fue restaurada bajo la dirección de César Sáenz. Se la llama también la Casa encantada. De hecho, estamos en presencia de un conjunto de cinco templos, edificados cada uno en épocas diferentes. Trepamos penosamente los escalones de piedra y hacemos alto al cabo de una cincuentena para contemplar los edificios vecinos después de haberlos señalado en el plano. Algunos esperan aún ser explorados a fondo. De entre nosotros, sólo Paul se impuso subir los escalones hasta el fin, con el objeto de asegurarse una vez más de que los vértigos y el mal de pecho, que le hicieron pasar diez días el último mes en la clínica de la Universidad, no eran de origen cardiaco.
Vimos en seguida, justo al lado, el cuadrilátero de Las Monjas, donde deberemos asistir esta noche a un espectáculo de Luz y Sonido. Me contento con anotar al margen de la guía —pero sus márgenes son muy estrechos— algunas indicaciones que desarrollaré más tarde, cuando tenga calma. Precisamos una media hora para trepar al Palacio del Gobernador; después descendemos hasta la explanada del Juego de Pelota. Se trata de un rito que me apasiona desde hace mucho tiempo y que espero tratar con más detalle a lo largo del capítulo de Historia III consagrado a las religiones mesoamericanas. La Casa de las Palomas merece también ser vista. Está en vías de desaparición. Aunque pasamos una buena media hora contemplándola, no logré descifrar el escenario.
En el fondo, son las decoraciones en estuco de los muros exteriores las que hacen toda la belleza y el valor del sitio de Uxmal y le dan todo su sentido. No se puede sino quedar fascinado a la vista de ese bajorrelieve, por ejemplo, que ornamenta uno de los muros de la pirámide del Adivino, y que representa una cabeza de hombre emergiendo del hocico de una serpiente emplumada de quetzal (según César Sáenz, la serpiente simboliza al sol). Y por doquier imágenes de reptiles de todas dimensiones. Habría mucho qué decir sobre ese simbolismo obsesivo de la serpiente. El sentido cosmológico me parece evidente: la noche antes de la creación, la fertilidad, el nacimiento y el renacer… Escribo estas líneas a toda prisa, en el patio del restaurante Villas Arqueológicas, junto a su piscina de muros amarillos. Los niños juegan bajo los parasoles, entre inmensos floreros. Esperamos la hora de la cena. Me siento desabrido, melancólico, tanto lamento que no nos podamos quedar aquí dos o tres días más. Cada quien podría, así, a su hora preferida, amanecer o crepúsculo, volver a sus “ruinas preferidas”.

Chichén Itzá, 20 de diciembre

Ayer por la noche, bajo los haces luminosos diversamente coloreados del espectáculo de Luz y Sonido, vi la trama iconográfica del Cuadrángulo de las Monjas. Por fortuna, el comentario que acompañaba al espectáculo era claro y desprovisto de pretensión. Comprendía algunos aspectos del ritual en honor del dios Chaac, sobre un fondo de melodías extrañas y desconocidas, puntuadas de golpes de gong y aires de flauta. Después del espectáculo, volvemos por el bosque a los poderosos senderos de la selva.
Partimos esta mañana con el mismo chofer que nos llevó ayer a Uxmal. Atravesamos algunas localidades más o menos importantes. Algunas se amontonan sobre una plaza bien conservada, con árboles centenarios frente a una iglesia. Otras congregan toda suerte de casitas, cabañas perdidas entre la vegetación, las trepadoras y las buganbilias. Después de tres horas de camino llegamos a Chichén Itzá y nos instalamos en el Hotel Mayaland, situado en medio de un jardín tropical. Paul consigue un bungalow al fondo del parque; dos recámaras con terraza, a la sombra de grandes árboles en flor. Ningún vecino inmediato —el bungalow más próximo está a unos veinte metros—. De tiempo en tiempo los pájaros dejan oír su grito metálico. Ocultos entre las ramas, permanecen invisibles. Experimento una alegría intensa al pasear a lo largo de senderos que serpentean entre la vegetación y al intentar identificar las flores tropicales que brotan entre las piedras.

Hacia el mediodía, primera visita a las ruinas. El conjunto comienza a unos cientos de metros del hotel, a ambos lados de la carretera. Progresamos con lentitud, pues la circulación es densa. En las cercanías de la entrada, vendedores de souvenirs, de limonada y de coca-cola ofrecen sus mercancías a los turistas de toda edad.
A través de los libros yo me había hecho una idea de Chichén Itzá, y además me había procurado un álbum con reproducciones. Pero sólo un fotógrafo con genio podría captar el secreto de los vestigios arqueológicos, sobre todo los de la América Central. Por ejemplo esta inmensa, extraordinaria pirámide que domina el paisaje y se sitúa en medio de un plano desnudo, con excepción de un solo árbol justo al lado del monumento. La pirámide consta de nueve plataformas superpuestas. Sobre cada una de las caras, mirando los cuatro puntos cardinales, una escalera de piedra de acceso a la cima donde se encuentra el santuario del dios Kukulkán. Mientras escuchaba las explicaciones del guía, ojeaba mi libro para asegurarme y tomaba notas en mi cuaderno. Me parece inútil retranscribirlas aquí.
No olvidaré esa plataforma donde son conservados, como morrillos en un muro, los cráneos de las víctimas ofrecidas en sacrificio; ni ese esqueleto con una serpiente alrededor de las piernas, ni esa gran área rectangular para celebrar el juego de pelota, de noventa metros de largo por treinta de ancho, rodeada de muros de doce metros de altura, sobre los cuales se instalaban los espectadores. Es la más grande área ceremonial de este tipo. Son numerosas: yo he visto la de Uxmal y, en 1969, las de Monte Albán y Xochicalco. Se han encontrado en muchos centros ceremoniales y figuran en diversos manuscritos que se han podido conservar. Es muy probable que la lucha entre los dos equipos que disputaban la partida simbolizara la confrontación de fuerza antagónicas, o dicho de otro modo, la dialéctica creadora apta para asegurar la continuidad de la vida cíclica. Pero habría tanto qué decir —el simbolismo de este juego me parece tan inexpresable…
Es de señalar también la acústica excepcional: un simple murmullo en uno de los extremos del recinto se escucha a setenta metros…
El nombre dada a otra gran construcción testimonia la ingenuidad y el “provincianismo” de sus descubridores. Cuando ellos se apercibieron de este caserón de setenta metros por treinta y cinco de ancho, sus innumerables recámaras, escaleras esculpidas y puertas decoradas de jeroglíficos, los soldados de Francisco Montejo creyeron que se trataba de un monasterio de mujeres, y de allí el nombre de “Las Monjas” que le dieron y que conserva.
Recorremos algunos cientos de metros entre los árboles ralos para ir ver el pequeño lago de extraña belleza que se extiende a unos veinte metros al pie de las rocas.
Al regresar atravesamos la carretera y penetramos en otra parte del sitio arqueológico. Antes de llegar a los primeros monumentos descubiertos, es preciso atravesar el bosque durante un gran tramo. Yo continúo tomando notas en mi cuaderno, pero tengo miedo de no poder releerme, tanto he abreviado las palabras escritas a lápiz.
Desde lo alto de la plataforma de uno de los templos, vemos nuestro hotel. Nos parece muy próximo: pareciera estar a menos de un kilómetro, y decidimos regresar a través de la selva. Esperamos encontrar un sendero que nos lleve a la carretera. Pero al cabo de media hora de camino nos damos cuenta de que nos extraviamos. Después de reposar bajo un cedro gigante, desandamos el camino.
No olvidaré el fin de ese día en el patio del hotel. El silencio del parque no es turbado sino por el murmullo de la fuente. Permanecemos largo tiempo conversando en la terraza de nuestro bungalow.

Isla de las Mujeres, 20 de diciembre

Tres horas de carretera. Pasamos Valladolid, primera capital de Yucatán. Parque magnifico, y, naturalmente, una iglesia de un bellísimo estilo colonial.
Llegamos frente al océano y a tiempo apenas para tomar el barco hacia esa famosa “Isla de las mujeres”. Al frente se perciben aún las palmeras de la orilla que acabamos de dejar. Será preciso que me informe sobre esta isla para saber a qué debe su nombre. A nuestro descenso nos ofrecen diferentes paseos en canoa de motor, pero nuestro único deseo es encontrar un lugar para desayunar. Se nos indica un pequeño restaurante cercano, que da sobre el puerto. Hacemos nuestra mejor comida desde que estamos en Yucatán: las langostas son la especialidad de la isla. Rara vez hemos comido mejores y cuestan mucho menos que una comida mediocre en Mérida.
Enseguida, damos un paseo a pie por las calle vecinas al puerto. Muchos restaurantes pintorescos, infinidad de casas pintadas de colores claros, y por todas partes flores o árboles en flor. Los “artistas” abundan: talleres improvisados y tenduchos ofrecen multitud de cuadros. Aquí, la luz me parece más bella que en el continente, sobre todo más dorada, como en una Provenza legendaria…
Paseo en una lancha de motor equipada con cristal que permite ver el fondo del mar. Los peces que se ven son de todas clases y tamaños. Cuando se arrojan trozos de pan al mar. Se acercan en masa sobre el casco, los más grandes cazan a los más pequeños en un tropel irrefrenable.
Vemos, bordeado la costa, villas de estilo colonial. La carretera fue hábilmente trazada, entre la playa y la selva. Atravesamos enseguida una suerte de estrecho entre grandes rocas y el jardín de una suntuosa villa con playa privada y desembarcadero. Es para preguntarse quién podrá vivir allí.
Con frecuencia, nuestro piloto para el motor de la embarcación. Estamos sobre un banco de peces. Se presentan por miles, los unos contra los otros, y permanecen casi inmóviles. No comprendemos qué ha podido provocar tal aglomeración de peces adultos, pero se nos dice que la pesca está prohibida por los alrededores. Una vez más llegamos justo a tiempo para tomar el barco. Está repleto y debemos hacer la travesía de pie. Numerosos grupos de sudamericanos jóvenes, ruidosos, desbordantes de alegría. Las palmeras de la orilla se ven desde lejos, bañadas por la luz del atardecer.
Regresamos con delicia a nuestro hotel Mayaland. Por la noche releo mis notas y las transcribo.

El mito del eterno retorno (fragmento)

MIRCEA ELIADE
EL MITO DEL ETERNO RETORNO
ARQUETIPOS Y REPETICIÓN

Emecé Editores

Libera los Libros

El mito del eterno retorno.
1a ed. – Buenos Aires : Emecé, 2001.
Traducción de: Ricardo Anaya
ISBN 950-04-2220-4
Título original: Le mythe de I ‘éternel retour. Archétypes et répétition
Diseño de tapa: Eduardo Ruiz
En la tapa: El círculo de los lujuriosos: Paolo y Francesco
(detalle) acuarela de William Blake, 1824.
Primera reedición – 2° impresión: 4.000 ejemplares
Impreso en Verlap S.A., Comandante Spurr 653, Avellaneda, marzo de 2001
IMPRESO EN LA ARGENTINA / PRINTED IN ARGENTINA
I.S.B.N.: 950-04-2220-4

Índice

PRÓLOGO A LA EDICIÓN FRANCESA 4
CAPÍTULO PRIMERO 6
CAPÍTULO II 32
CAPÍTULO III 55
CAPÍTULO IV 84
Notas 99

A Tanzi y Brutus Coste, en recuerdo de nuestras veladas en el chalet Chaimite.

PRÓLOGO A LA EDICIÓN FRANCESA

Si no fuese por el temor a parecer demasiado ambiciosos, hubiésemos puesto a este libro como segundo subtítulo el siguiente: Introducción a una filosofía de la historia. Pues tal es, en definitiva, el sentido del presente ensayo; con la particularidad, sin embargo, de que, en lugar de proceder por el análisis especulativo del fenómeno histórico, interroga las concepciones fundamentales de las sociedades arcaicas que, pese a conocer también ciertas formas de “historia”, se esfuerzan por no tenerla en cuenta. Al estudiar esas sociedades tradicionales, un rasgo nos ha llamado principalmente la atención: su rebelión contra el tiempo concreto, histórico; su nostalgia de un retorno periódico al tiempo mítico de los orígenes, al Tiempo Magno. El sentido y la función de lo que hemos llamado “arquetipos y repetición “ sólo se nos revelaron cuando comprendimos la voluntad de sus sociedades de rechazar el tiempo concreto, su hostilidad a toda tentativa de “historia” autónoma, es decir, de historia sin regulación arquetípica. Este rechazo, esta oposición, no son simplemente, como lo prueba este libro, el efecto de las tendencias conservadoras de las sociedades primitivas. A nuestro parecer, estamos autorizados a ver en ese menosprecio de la historia, es decir, de los acontecimientos sin modelo transhistórico, y en ese rechazo del tiempo profano, continuo, cierta valoración metafísica de la existencia humana. Pero esa valoración no es, en ningún caso, la que tratan de dar ciertas corrientes filosóficas poshegelianas, principalmente el marxismo, el historicismo y el existencialismo, desde el descubrimiento del “hombre histórico”, del hombre que es en la medida en que se hace a sí mismo en el seno de la historia.
El problema de la historia, como tal, no será empero abordado en forma primordial en este ensayo. Nuestro designio fundamental ha sido señalar ciertas líneas de fuerzas maestras en el campo especulativo de las sociedades arcaicas. Nos ha parecido que una simple presentación de esto último no carece de interés, sobre todo para el filósofo acostumbrado a hallar sus problemas y los medios de resolverlos en los textos de la filosofía clásica o en los casos que le presenta la historia espiritual de Occidente. Creemos desde hace tiempo que la filosofía occidental corre el peligro de tornarse “provinciana”: primero, por aislarse celosamente en su propia tradición e ignorar, por ejemplo, los problemas y las soluciones del pensamiento oriental; luego, por obstinarse en no reconocer más que las “situaciones” del hombre de las civilizaciones históricas, sin consideración por la experiencia del hombre “primitivo”, dependiente de las sociedades tradicionales. Estimamos que la antropología filosófica tendría algo que aprender de la valoración que el hombre presocrático (dicho de otro modo, el hombre tradicional) dio a su situación en el Universo. Aun más: que los problemas cardinales de la metafísica podrían experimentar una renovación gracias al conocimiento de la antología arcaica. En varios trabajos anteriores, en particular en nuestro Tratado de Historia de las Religiones, hemos intentado presentar los principios de esa antología arcaica, sin pretender, ciertamente, haber conseguido dar una exposición siempre coherente, y menos aún exhaustiva.
Muy a pesar nuestro, el ensayo que va a leerse tampoco aportará dicha exposición exhaustiva. Como nos dirigimos tanto al filósofo como al etnólogo o al orientalista, pero sobre todo al hombre culto, al no especializado, a veces nos hemos visto obligados a resumir en fórmulas sumarias lo que, tratado con amplitud y detalladamente, hubiese exigido un imponente volumen. Toda discusión profunda acarrearía un despliegue de citas de fuentes y un lenguaje técnico que desalentarían a muchos lectores. Ahora bien: nuestra preocupación, más que comunicar a los especialistas una serie de comentarios al margen de sus propios problemas, era llamar la atención del filósofo y del hombre culto en general sobre posibilidades espirituales que, aun cuando han sido superadas en numerosas regiones del globo, son instructivas para el conocimiento y la historia del hombre. Una consideración del mismo orden ha hecho que limitemos a lo estrictamente necesario las referencias, las cuales a veces se reducen a una simple alusión. Un índice especial, al final del volumen, dará las indicaciones complementarias sobre ese punto.
Comenzado en 1945, este ensayo sólo pudo ser proseguido y acabado dos años después. La traducción del manuscrito rumano se debe a los señores Jean Gouillard y Jacques Soucasse, a quienes dirigimos la expresión de nuestra gratitud. Una vez más, nuestro sabio colega y amigo Georges Dumézil se tomó el trabajo de leer la traducción en manuscrito y así nos permitió corregir algunas inadvertencias.
M.E.

CAPÍTULO PRIMERO

ARQUETIPOS Y REPETICIÓN

EL PROBLEMA

En la mentalidad “primitiva” o arcaica, los objetos del mundo exterior, tanto, por lo demás, como los actos humanos propiamente dichos, no tienen valor intrínseco autónomo. Una piedra será sagrada por el hecho de que su forma acusa una participación en un símbolo determinado, o también porque constituye una hierofanía, posee mana, conmemora un acto mítico, etcétera. El objeto aparece entonces como un receptáculo de una fuerza extraña que lo diferencia de su medio y le confiere sentido y valor. Esa fuerza puede estar en su substancia o en su forma; transmisible por medio de hierofanía o de ritual. Esta roca se hará sagrada porque su propia existencia es una hierofanía: incomprensible, invulnerable, es lo que el hombre no es. Resiste al tiempo, su realidad se ve duplicada por la perennidad. He aquí una piedra de las más vulgares: será convertida en “preciosa”, es decir, se la impregnará de una fuerza mágica o religiosa en virtud de su sola forma simbólica o de su origen: “piedra de rayo”, que se supone caída del cielo; perla, porque viene del fondo del océano. Será sagrada porque es morada de los antepasados (India, Indonesia) o porque otrora fue el teatro de una teofanía (así, el bethel que sirvió de lecho a Jacob) o porque un sacrificio, un juramento, la consagraron.1
Pasemos ahora a los actos humanos, naturalmente a los que no dependen del puro automatismo; su significación, su valor, no están vinculados a su magnitud física bruta, sino a la calidad que les da el ser reproducción de un acto primordial, repetición de un ejemplo mítico. La nutrición no es una simple operación fisiológica; renueva una comunión. El casamiento y la orgía colectiva nos remiten a prototipos míticos; se reiteran porque fueron consagrados en el origen (“en aquellos tiempos”, ab origine) por dioses, “antepasados” o héroes.
En el detalle de su comportamiento consciente, el “primitivo”, el hombre arcaico, no conoce ningún acto que no haya sido planteado y vivido anteriormente por otro, otro que no era un hombre. Lo que él hace, ya se hizo. Su vida es la repetición ininterrumpida de gestas inauguradas por otros.
Esa repetición consciente de hazañas paradigmáticas determinadas denuncia una ontología original. El producto bruto de la Naturaleza, el objeto hecho por la industria del hombre, no hallan su realidad, su identidad, sino en la medida en que participan en una realidad trascendente. El acto no obtiene sentido, realidad, sino en la medida en que renueva una acción primordial.
Grupos de hechos tomados a través de las culturas diversas nos ayudarán a reconocer mejor la estructura de esa ontología arcaica. Los agruparemos bajo tres grandes títulos:
1°, los elementos cuya realidad es función de la repetición, de la imitación de un arquetipo celeste;
2°, los elementos: ciudades, templos, casas, cuya realidad es tributaria del simbolismo del Centro supraterrestre que los asimila a sí mismo y los transforma en “centros del mundo”;
3°, por último los rituales y los actos profanos significativos, que sólo poseen el sentido que se les da porque repiten deliberadamente tales hechos planteados ab origine por dioses, héroes o antepasados.
La revista misma de esos hechos iniciará el estudio de la concepción ontológica subyacente que luego propondremos desentrañar, y que sólo ella puede fundar.

ARQUETIPOS CELESTES DE LOS TERRITORIOS, DE LOS TEMPLOS Y DE LAS CIUDADES

Según las creencias mesopotámicas, el Tigris tiene su modelo en la estrella Anunit, y el Eufrates en la estrella de la Golondrina.2 Un texto súmero habla de la “morada de las formas de los dioses”, donde se hallan “(la divinidad) de los rebaños y las de los cereales”.3 Para los pueblos altaicos, asimismo, las montañas tienen un prototipo ideal en el cielo.4 Los nombres de los lugares y de los nomos egipcios se daban según los “campos” celestes: empezaban por conocer los “campos celestes”, y luego los identificaban en la geografía terrestre.5
En la cosmología irania de tradición zervanita, “cada fenómeno terrestre, ya abstracto, ya concreto, corresponde a un término celestial, trascendental, invisible, una ‘idea’ en el sentido platónico. Cada cosa, cada noción, se presenta en un doble aspecto: el de menok y el de getik. Hay un cielo visible.6 Nuestra tierra corresponde a una tierra celestial. Cada virtud practicada aquí abajo, en el getah, posee una contrapartida… El año, la plegaria…, en fin, todo lo que se manifiesta en el getah, es al mismo tiempo menok. La creación es simplemente desdoblada. Desde el punto de vista cosmogónico, el estadio cósmico calificado de menok es anterior al estadio getik.”7
En particular, el templo —lugar sagrado por excelencia— tenía un prototipo celeste. En el monte Sinaí, Jehová muestra a Moisés la “forma” del santuario que deberá construirle: “Y me harán un santuario, y moraré en medio de ellos: conforme en todo al diseño del tabernáculo que te mostraré, y de todas las vasijas para su servicio…”8 “Mira y hazlo según el modelo que te ha sido mostrado en el monte.”9 Y cuando David entrega a su hijo Salomón el plano de los edificios del templo, del tabernáculo y de todos los utensilios, le asegura que “todas estas cosas me vinieron a mí escritas de la mano del Señor, para que entendiese todas las obras del diseño”.10 Por consiguiente, vio el modelo celestial.
El más antiguo documento referente al arquetipo de un santuario es la inscripción de Gudea relacionada con el templo levantado por él en Lagash. El Rey ve en sueños a la diosa Nidaba que le muestra un panel en el cual se mencionan las estrellas benéficas, y a un dios que le revela el plano del templo.” También las ciudades tienen su prototipo divino. Todas las ciudades babilónicas tenían sus arquetipos en constelaciones: Sippar, en el Cáncer; Nínive, en la Osa Mayor; Azur, en Arturo, etcétera.12 Senaquerib manda edificar Nínive según el “proyecto establecido desde tiempos remotos en la configuración del cielo”. No sólo hay un modelo que precede a la arquitectura terrestre, sino que además éste se halla en una “región” ideal (celeste) de la eternidad. Es lo que proclama Salomón: “Y dijiste que yo edificaría un templo en tu santo monte y un altar en la ciudad de tu morada, a semejanza de tu santo tabernáculo, que tú preparaste desde el principio”.13
Una Jerusalén celestial fue creada por Dios antes que la ciudad de Jerusalén fuese construida por mano del hombre: a ella se refiere el profeta, en el libro de Baruch, II, 42, 2-7: “¿Crees tú que ésa es la ciudad de la cual yo dije: ‘Te he edificado en la palma de mis manos’? La construcción que actualmente se halla en medio de vosotros no es la que se reveló en Mí, la que estaba lista ya en el momento en que decidí crear el Paraíso y que mostré a Adán antes de su pecado…”14 La Jerusalén celeste enardeció la inspiración de todos los profetas hebreos: Tobías, xiii, 16: Isaías LIX, 11 y siguientes: Ezequiel, LX, etcétera. Para mostrarle la ciudad de Jerusalén, Dios transporta a Ezequiel en una visión extática, y lo lleva a una montaña muy elevada (LX, 6 y siguientes). Y los Oráculos Sibilinos conservan el recuerdo de la Nueva Jerusalén, en el centro de la cual resplandece “un templo con una torre gigante que toca las nubes y todos la ven”.15 Pero la más hermosa descripción de la Jerusalén celestial se halla en el Apocalipsis (xxi, 2 y siguientes): “Y yo, Juan, vi la ciudad santa, la Jerusalén nueva, que de parte de Dios descendía del cielo, y estaba aderezada como una novia ataviada para su esposo”.
Volvemos a encontrar la misma teoría en la India: todas las ciudades reales hindúes, aun las modernas, están construidas según el modelo mítico de la ciudad celestial en que habitaba en la Edad de Oro (in illo tempore) el Soberano Universal. Y, como éste, el rey se esfuerza por hacer revivir la Edad de Oro, por hacer actual un reino perfecto, idea que volveremos a encontrar en el curso del presente estudio. Así, por ejemplo, el palacio fortaleza de Sihagiri, en Ceilán, está edificado según el modelo de la ciudad celeste de Alakamanda, y es “de muy difícil acceso para los seres humanos”.16 Asimismo, la ciudad ideal de Platón tiene también un arquetipo celeste.17 Las “formas” platónicas no son astrales; pero la región mítica de ésta se coloca, sin embargo, en planos supraterrestres.18 Así, pues, el mundo que nos rodea, en el cual sentimos la presencia y la obra del hombre —las montañas a que éste trepa, las regiones pobladas y cultivadas, los ríos navegables, las ciudades, los santuarios—, tiene un arquetipo extraterrestre, concebido, ya como un “plano”, ya como una “forma”, ya pura y simplemente en un nivel cósmico superior. Pero todo en el “mundo que nos rodea” no tiene un prototipo de esa especie. Por ejemplo, las regiones desiertas habitadas por monstruos, los territorios incultos, los mares desconocidos donde ningún navegante osó aventurarse, etcétera, no comparten con la ciudad de Babilonia o el nomo egipcio el privilegio de un prototipo diferenciado. Corresponden a un modelo mítico, pero de otra naturaleza: todas esas regiones salvajes, incultas, etcétera, están asimiladas al Caos: participan todavía de la modalidad indiferenciada, informe, de antes de la Creación. Por eso, cuando se toma posesión de un territorio así, es decir, cuando se lo empieza a explotar, se realizan ritos que repiten simbólicamente el acto de la Creación’, la zona inculta es primeramente “cosmizada”, luego habitada. Pronto volveremos sobre el sentido de los ceremoniales de toma de posesión de las regiones de reciente descubrimiento. Por el momento, lo que queremos subrayar es que el mundo que nos rodea, civilizado por la mano del hombre, no adquiere más validez que la que debe al prototipo extraterrestre que le sirvió de modelo. El hombre construye según un arquetipo. No sólo su ciudad o su templo tienen modelos celestes, sino que así ocurre con toda la región en que mora, con los ríos que la riegan, los campos que le procuran su alimento, etcétera. El mapa de Babilonia muestra la ciudad en el centro de un vasto territorio circular orillado por el río Amargo, exactamente como los súmeros se representaban el Paraíso.19 Esa participación de las culturas urbanas en un modelo arquetípico es lo que les confiere su realidad y su validez.
El establecimiento en una región nueva, desconocida e inculta, equivale a un acto de creación. Cuando los colonos escandinavos tomaron posesión de Islandia, land-náma, y la rozaron, no consideraron ese acto ni como una obra original, ni como un trabajo humano y profano. La empresa era para ellos la repetición de un acto primordial: la transformación del caos en Cosmos por el acto divino de la Creación. Al trabajar la tierra desierta repetían de hecho el acto de los dioses, que organizaban el caos dándole formas y normas.20 Aun más: una conquista territorial sólo se convierte en real después del (más exactamente: por el) ritual de toma de posesión, el cual no es sino una copia del acto primordial de la Creación del Mundo. En la India védica, se tomaba legalmente posesión de un territorio mediante la erección de un altar dedicado a Agni.21 “Se dice que se han instalado (avasyatí) cuando han construido un gar-hapatya, y todos los que construyen el altar del fuego se han establecido (avasitáh).22 Pero la erección de un altar dedicado a Agni no es más que la imitación microcósmica de la Creación. Además, un sacrificio cualquiera es, a su vez, la repetición del acto de la Creación, como nos lo afirman explícitamente los textos hindúes.23 Los “conquistadores” españoles y portugueses tomaban posesión, en nombre de Jesucristo, de las islas y de los continentes que descubrían y conquistaban. La instalación de la Cruz equivalía a una “justificación” y a la “consagración” de la religión, a un “nuevo nacimiento”, repitiendo así el bautismo (acto de creación). A su vez, los navegantes británicos tomaban posesión de las regiones conquistadas en nombre del rey de Inglaterra, nuevo Cosmocrátor.
La importancia de los ceremoniales védicos, escandinavos o romanos, se nos presentará más claramente cuando examinemos por sí mismo el sentido de la repetición de la Creación, acto divino por excelencia. Por el momento, retengamos sólo un hecho: todo territorio que se ocupa con el fin de habilitarlo o de utilizarlo como “espacio vital” es previamente transformado de “caos” en “cosmos”; es decir, que, por efecto del ritual, se le confiere una “forma” que lo convierte en real. Evidentemente, la realidad se manifiesta, para la mentalidad arcaica, como fuerza, eficacia y duración. Por ese hecho, lo real por excelencia es lo sagrado; pues sólo lo sagrado es de un modo absoluto, obra eficazmente, crea y hace durar las cosas. Los innumerables actos de consagración —de los espacios, de los objetos, de los hombres, etcétera— revelan la obsesión de lo real, la sed del primitivo por el ser.

EL SIMBOLISMO DEL “ CENTRO”

Paralelamente a la creación arcaica en los arquetipos celestes de las ciudades y de los templos, encontramos otra serie de creencias más copiosamente atestiguadas aún por documentos, y que se refieren a la investidura del prestigio del “Centro”. Hemos examinado este problema en una obra anterior; 24 aquí nos contentaremos con recordar los resultados a que hemos llegado. El simbolismo arquitectónico del Centro puede formularse así:
a) la Montaña Sagrada —donde se reúnen el Cielo y la Tierra— se halla en el centro del Mundo;
todo templo o palacio —y, por extensión, toda ciudad sagrada o residencia real— es una “montaña sagrada”, debido a lo cual se transforma en Centro;
c) siendo un Axis mundi, la ciudad o el templo sagrado es considerado como punto de encuentro del Cielo con la Tierra y el Infierno.

Algunos ejemplos ilustrarán los símbolos precedentes:
A) En las creencias hindúes, el monte Meru se levanta en el centro del mundo, y debajo de él brilla la estrella polar.25 Los pueblos uraloaltaicos conocen también un monte central, Sumeru, en cuya cima está colgada la estrella polar.26 Según las creencias iranias, la montaña sagrada, Haraberezaiti (Elburz) se halla en medio de la Tierra y está unida al Cielo.27 Las poblaciones budistas de Laos, en el norte de (Tailandia), Siam, conocen el monte Zinnalo, en el centro del mundo.28 En el Edda, Himingbjörg es, como su nombre lo indica, una “montaña celeste”, es ahí donde el arco iris (Bifröst) alcanza la cúpula de los cielos. Análogas creencias se encuentran entre los finlandeses, los japoneses, etc. Recordemos que para los semang de la península de Malaca, en el centro del mundo se alza una enorme roca, Batu-Ribn; encima se halla el Infierno. Antaño, sobre Batu-Ribn, un tronco de árbol se elevaba hacia el cielo.29 El infierno, el centro de la tierra y la “puerta” del cielo se hallan, pues, sobre el mismo eje, y por ese eje se hacía el pasaje de una región cósmica a otra. Se vacilaría en creer en la autenticidad de esta teoría cosmológica entre los pigmeos semang si no hubiese razones para admitir que la misma teoría ya estaba esbozada en la época prehistórica.30 En las creencias mesopotámicas, una montaña central reúne el Cielo y la Tierra; es la “Montaña de los Países”, que une entre sí los territorios.31
El ziqqurat era propiamente hablando una montaña cósmica, es decir, una imagen simbólica del Cosmos; los siete pisos representaban los siete cielos planetarios (como en Borsippa) o los siete colores del mundo (como en Ur).
El monte Thabor, en Palestina, podría significar tahbür es decir, “ombligo”, omphalos.32 El monte Ge-rizim, en el centro de Palestina, estaba sin duda alguna investido del prestigio del Centro, pues se lo llama “ombligo de la tierra” (tabbúr eres; cf. Jueces, IX, 37:
“… Mira qué de gente desciende de en medio de la tierra”).* Una tradición recogida por Peter Comestor dice que, en el momento del solsticio de verano, el sol no hace sombra a la “Fuente de Jacob” (cerca de Geri-zim). En efecto, precisa Comestor, sunt qui dicunt lo-cum illum esse umbilicum terrea nostrae habitabilis.33 La Palestina, por constituir el país más elevado —puesto que estaba cerca de la cima de la montaña cósmica—, no fue sumergida por el Diluvio. Un texto rabínico dice: “La tierra de Israel no fue anegada por el diluvio”. 34 Para los cristianos, el Gólgota se hallaba en el centro del mundo, pues era la cima de la montaña cósmica y a un mismo tiempo el lugar donde Adán fue creado y enterrado. Y así, la sangre del Salvador cae encima del cráneo de Adán, inhumado al pie mismo de la Cruz, y lo rescata.” La creencia según la cual el Gólgota se encuentra en el centro del Mundo se ha conservado hasta en el folclore de los cristianos de Oriente (por ejemplo entre los de Rusia Menor).36
Los nombres de los templos y de las torres sagradas babilónicos son testimonio de su asimilación a la montaña cósmica: “Monte de la Casa”, “Casa del Monte de todas las tierras”, “Monte de las Tempestades”, “Lazos entre el Cielo y la Tierra”, etcétera.37 Un cilindro del tiempo del rey Gudea dice que “la cámara (del dios) que él (el Rey) construyó era igual al monte cósmico”.38 Cada ciudad oriental se hallaba en el centro del mundo. Babilonia era una Bab-ilani, una “puerta de los dioses”, pues ahí era donde los dioses bajaban a la tierra. En la capital del soberano chino perfecto, el gnomon no debe hacer sombra el día del solsticio de verano a mediodía. Dicha capital se halla, en efecto, en el Centro del Universo, cerca del árbol milagroso “Palo enhiesto” (kien mu), donde se entrecruzan las tres zonas cósmicas: Cielo, Tierra e Infierno.39 El templo de Barabudur es también una imagen del Cosmos, y está construido como una montaña artificial (como lo eran los ziqqurat). Al escalarlo, el peregrino se acerca al Centro del Mundo y, en la azotea superior, realiza una ruptura de nivel, trascendiendo el espacio profano, heterogéneo, y penetrando en una “región pura”. Las ciudades y los lugares santos están asimilados a las cimas de las montañas cósmicas. Por eso Jerusalén y Sión no fueron sumergidas por el Diluvio. Por otro lado, según la tradición islámica, el lugar más elevado de la tierra es la Kaaba, porque “la estrella polar testimonia que se halla frente al centro del Cielo”.40
C) En fin, como consecuencia de su situación en el centro del Cosmos, el templo o la ciudad sagrada son siempre el punto de encuentro de las tres regiones cósmicas: Cielo, Tierra e Infierno. Dur-an-ki, “lazo entre el Cielo y la Tierra”, era el nombre de los santuarios de Nippur, Larsa y sin duda Sippar.41 Babilonia tenía multitud de nombres, entre los cuales se cuentan: “Casa de la base del Cielo y de la Tierra”, “Lazo entre el Cielo y la Tierra”.42 Pero siempre era en Babilonia donde se cumplía el enlace entre la Tierra y las regiones inferiores, pues la ciudad había sido construida sobre bab-apso, la “Puerta de apsu”;” apsu designa las aguas del Caos anterior a la Creación. Encontramos esa misma tradición entre los hebreos. La roca de Jerusalén penetraba profundamente en las aguas subterráneas (tehom). En la misma se dice que el Templo se encuentra justo encima de tehom (equivalente hebraico de apsu). Y así como Babilonia tenía la “puerta de apsu”, la roca del Templo de Jerusalén cerraba la “boca de tehom”.44 Concepciones similares se encuentran en el mundo indoeuropeo. Entre los romanos, por ejemplo, el mundus —es decir, el surco que se trazaba en torno al lugar donde había de fundarse una ciudad— constituía el punto de encuentro entre las regiones inferiores y el mundo terrestre. “Cuando el mundus está abierto, es la puerta de las tristes divinidades infernales la que está abierta”, manifiesta Varrón.45 El templo itálico era la zona de intersección de los mundos superiores (divino), terrestre y subterráneo.
“El Santísimo creó el mundo como un embrión. Así como el embrión crece a partir del ombligo, así Dios empezó a crear el mundo por el ombligo y de ahí se difundió en todas direcciones.”46 Yoma afirma: “el mundo fue creado comenzando por Sión”.47 En el Rig-Veda (por ejemplo, x, 149), el Universo está concebido como si hubiera comenzado a extenderse de un punto central.48 La creación del hombre ocurre igualmente en un punto central. Según la tradición mesopotámica, el hombre fue hecho en el “ombligo de la tierra”, en UZU (carne) SAR (lazo) KI (lugar, tierra), donde se encuentra también Dur-an-ki, el “lazo entre el Cielo y la Tierra”.49 Ormuz crea el buey primordial, Evagdath, así como el hombre primordial, Gajomard, en el centro del mundo.50 El Paraíso era el “ombligo de la Tierra” y, según una tradición siria, se hallaba “en una montaña más alta que todas las demás”.51 Según el libro sirio La Caverna, de los Tesoros, Adán fue creado en el centro de la tierra, en el lugar mismo donde había de levantarse más tarde la cruz de Jesús.52 Las mismas tradiciones han sido conservadas por el judaismo.53 El apocalipsis judaico y la midrash precisan que Adán fue hecho en Jerusalén.54 Como Adán fue inhumado en el mismo lugar en que fue creado, es decir, en el centro del mundo, en el Gólgota, la sangre del Salvador —como ya lo hemos visto— lo rescatará también.

REPETICIÓN DE LA COSMOGONÍA

El “Centro” es, pues, la zona de lo sagrado por excelencia, la de la realidad absoluta. Todos los demás símbolos de la realidad absoluta (Árboles de Vida y de la Inmortalidad, Fuente de Juvencia, etcétera) se hallan igualmente en un Centro. El camino que lleva al centro es un “camino difícil” (durohana), y esto se verifica en todos los niveles de lo real: circunvoluciones dificultosas de un templo (como el de Barabu-dur); peregrinación a los lugares santos (La Meca, Hardward, Jerusalén, etcétera); peregrinaciones cargadas de peligros de las expediciones heroicas del Vellocino de Oro, de las Manzanas de Oro, de la Hierba de Vida, etcétera; extravíos en el laberinto; dificultades del que busca el camino hacia el yo, hacia el “centro” de su ser, etcétera. El camino es arduo, está sembrado de peligros, porque, de hecho, es un rito del paso de lo profano a lo sagrado; de lo efímero y lo ilusorio a la realidad y la eternidad; de la muerte a la vida; del hombre a la divinidad. El acceso al “centro” equivale a una consagración, a una iniciación; a una existencia ayer profana e ilusoria, sucede ahora una nueva existencia real, duradera y eficaz.
Si mediante el acto de la Creación se cumple el paso de lo no manifestado a lo manifestado o, hablando en términos cosmológicos, del Caos al Cosmos; si la Creación, en toda la extensión de su objeto, se efectuó a partir de un “centro”; si, en consecuencia, todas las variedades del ser, de lo inanimado a lo viviente, sólo pueden alcanzar la existencia en un área sagrada por excelencia, entonces se aclaran maravillosamente para nosotros el simbolismo de las ciudades sagradas (“centros del mundo”), las teorías geománticas que presiden la fundación de las ciudades, las concepciones que justifican los ritos de su construcción. Al estudio de esos ritos de construcción y de las teorías que ellos implican hemos consagrado una obra anterior:* a ella remitimos al lector. Sólo recordaremos dos proposiciones importantes:
1a, toda creación repite el acto cosmogónico por excelencia: la Creación del Mundo;
2a, en consecuencia, todo lo que es fundado lo es en el Centro del Mundo (puesto que, como sabemos, la Creación misma se efectuó a partir de un centro). Entre la multitud de ejemplos que tenemos a mano elegiremos uno solo, interesante también por otras razones que volverán a traerlo en nuestra exposición. En la India, “antes de colocar una sola piedra… el astrólogo indica el punto de los cimientos que se halla encima de la serpiente que sostiene al mundo. El maestro alba-ñil labra una estatua de madera de un árbol jadira, y la hunde en el suelo, golpeándola con un coco, exactamente en el punto designado, para fijar bien la cabeza de la serpiente”.55 Encima de la estaca es colocada una piedra de busepadmacila). La piedra de ángulo se halla así exactamente en el “centro del mundo”. Pero el acto de fundación repite a un mismo tiempo el acto cosmogónico, pues “fijar”, clavar la estatua en la cabeza de la serpiente, es imitar la hazaña primordial de Soma56 o de Indra, cuando este último “hirió a la Serpiente en la cueva”,57 cuando su rayo le “cortó la cabeza”.58 La serpiente simboliza el caos, lo amorfo no manifestado. Indra encuentra a Vritra59 no dividida (aparvan), no despierta (abudhyam), dormida (adudhyamánam), sumida en el sueño más profundo (suskupánam), tendida (agayanam). Fulminarla y decapitarla equivale al acto de creación, con el paso de lo no manifestado a lo manifestado, de lo amorfo a lo formal. Vritra había confiscado las Aguas y las guardaba en la cavidad de las montañas. Esto quiere decir: 1°, o que Vritra era el Señor absoluto —como lo era Tiamat o cualquier otra divinidad ofidia— de todo el caos anterior a la Creación; 2°, o bien que la gran Serpiente, al guardar las Aguas para ella sola, había dejado al mundo entero asolado por la sequía. El sentido no se altera ya sea que esa confiscación ocurriera antes del acto de la Creación o después de la formación del mundo: Vritra “impide”* que el mundo se haga, o dure. Símbolo de lo no manifestado, de lo latente o de lo amorfo, Vritra representa al Caos anterior a la Creación.
En otra obra, Commentaires a la Légende du Mai-tre Manóle, hemos intentado explicar los ritos de construcciones como imitaciones del acto cosmogónico. La teoría que esos ritos implican se resume así: nada puede durar si no está “animado”, si no está dotado, por un sacrificio, de un “alma”; el prototipo del rito de construcción es el sacrificio que se hizo al fundar el mundo. A decir verdad, en ciertas cosmogonías arcaicas el mundo nació por el sacrificio de un monstruo primordial, símbolo del Caos (Tiamat), por el de un macroántropo cósmico (Ymir, Pan’Ku, Purusha). Para asegurar la realidad y la duración de una construcción se repite el acto divino de la construcción ejemplar: la Creación de los mundos y del hombre. Previamente se obtiene la “realidad” del lugar mediante la consagración del terreno, es decir, por su transformación en un “centro”; luego, la validez del acto de construcción se confirma mediante la repetición del sacrificio divino. Naturalmente, la consagración del “centro” se hace en un espacio cualitativamente distinto del espacio profano. Por la paradoja del rito, todo espacio consagrado coincide con el Centro del Mundo, así como el tiempo de un ritual cualquiera coincide con el tiempo mítico del “principio”. Por la repetición del acto cosmológico, el tiempo concreto, en el cual se efectúa la construcción, se proyecta en el tiempo mítico, in illo tem-pore en que se produjo la fundación del mundo. Así quedan aseguradas la realidad y la duración de una construcción, no sólo por la transformación del espacio profano en un espacio trascendente (“el Centro”), sino también por la transformación del tiempo concreto en tiempo mítico. Un ritual cualquiera, como ya tendremos ocasión de ver, se desarrolla no sólo en un espacio consagrado, es decir, esencialmente distinto del espacio profano, sino además en un “tiempo sagrado”, “en aquel tiempo” (in illo tempore, ab origine), es decir, cuando el ritual fue llevado a cabo por ver primera por un dios, un antepasado o un héroe.

MODELOS DIVINOS DE LOS RITUALES

Todo ritual tiene un modelo divino, un arquetipo; el hecho es suficientemente conocido para que nos baste con recordar algunos ejemplos: “Debemos hacer lo que los dioses hicieron al principio”.60 “Así hicieron los dioses; así hacen los hombres.”61 Este adagio hindú resume toda la teoría subyacente en los ritos de todos los países. Encontramos esta teoría tanto en los pueblos llamados “primitivos” como en las culturas evolucionadas. Los aborígenes del sudeste de Australia, por ejemplo, practican la circuncisión con un cuchillo de piedra, porque así se lo enseñaron sus antepasados míticos;62 los negros amazulúes hacen lo mismo, porque Unkulunkulu (héroe civilizador) decretó in illo tempore: “Los hombres deben estar circuncisos para no ser semejantes a los niños”.63 La ceremonia Hako de los indios paunis, tan admirablemente estudiada por Alice Fletcher, fue revelada a los sacerdotes por Tirawa, el Dios supremo, al principio de los tiempos. Entre los salvajes de Madagascar, “todas las costumbres y ceremonias familiares, sociales, nacionales, religiosas, deben ser observadas conforme al lilin-draza, es decir, a las costumbres establecidas y a las leyes no escritas heredadas de los antepasados…”.64 Es inútil multiplicar los ejemplos: se considera que los actos religiosos han sido fundados por los dioses, héroes civilizados o antepasados míticos.65 Dicho sea de paso, entre los “primitivos” no sólo los rituales tienen su modelo mítico, sino que cualquier acción humana adquiere su eficacia en la medida en que repite exactamente una acción llevada a cabo en el comienzo de los tiempos por un dios, un héroe o un antepasado. Al final del presente capítulo volveremos sobre esas acciones ejemplares que los hombres no hacen más que repetir sin cesar.
Decíamos, no obstante, que semejante “teoría” no justifica el ritual solamente en las culturas “primitivas”. En el Egipto de los últimos siglos, por ejemplo, el poder del rito y del verbo que poseían los sacerdotes se debía a que aquéllos eran imitación de la hazaña primordial del dios Thot, que había creado el mundo por la fuerza de su Verbo. La tradición irania sabe que las fiestas religiosas fueron instauradas por Ormuz para conmemorar los actos de la Creación del Cosmos, la cual duró un año. Al final de cada período, que representaba respectivamente la creación del cielo, de las aguas, de la tierra, de las plantas, de los animales y del hombre, Ormuz descansaba cinco días, instaurando así las principales fiestas mazdeanas.66 El hombre no hace más que repetir el acto de la Creación; su calendario religioso conmemora, en el espacio de un año, todas las fases cosmogónicas que ocurrieron ab origine. De hecho, el año sagrado repite sin cesar la Creación, el hombre es contemporáneo de la cosmogonía y de la antropogonía, porque el ritual lo proyecta a la época mítica del comienzo. Una bacante imita mediante sus ritos orgiásticos el drama patético de Dionisos: un órfico repite a través de su ceremonial de iniciación las hazañas originales de Orfeo, etcétera. El sabat judeocristiano es también una imitatio Dei. El descanso del sabat reproduce el acto primordial del Señor, pues el séptimo día de la Creación fue cuando Dios “reposó de todas las obras que había hecho”.67 El mensaje del Salvador es en primer lugar un ejemplo que debe ser imitado. Después de lavar los pies a sus apóstoles, Jesús les dice: “Porque ejemplo os he dado para que como yo he hecho a vosotros, vosotros también hagáis”.68 La humildad no es sino una virtud; pero la humildad que se ejerce siguiendo el ejemplo del Salvador es un acto religioso y un medio de salvación: “…Que os améis, los unos a los otros, así como yo os he amado…”69 Ese amor cristiano está consagrado por el ejemplo de Jesús. Su práctica actual anula el pecado de la condición humana y diviniza al hombre. El que cree en Jesús puede hacer lo que El hizo; sus límites y sus impotencias quedan abolidos. “…El que en mí cree, él también hará las obras que yo hago.”70 La liturgia es precisamente una conmemoración de la vida y de la Pasión del Salvador. Más adelante veremos que esa conmemoración es de hecho una reactualización de “aquel tiempo”.
Los ritos matrimoniales tienen también un modelo divino, y el casamiento humano reproduce la hie-rogamia, más particularmente la unión entre el Cielo y la Tierra. En el Atharva Veda (xiv, 2, 71) el casado y la casada se asimilan al Cielo y a la Tierra, mientras que en otro himno71 cada acción nupcial está justificada por un prototipo de los tiempos místicos: “Como Agni tomó la mano derecha de esta tierra, así te tomo la mano… que el dios Savitar te coja de la mano… Tvas-htar ha dispuesto su ropa, para estar hermosa, según la instrucción de Brhaspati y de los Poetas. ¡Quieran Savitar y Bhaga adornar a esta mujer de hijos, como hicieron con la Hija del Sol!”.72 Dido celebra su casamiento con Eneas en medio de una violenta tempestad;73 la unión de éstos coincide con la de los elementos; el Cielo abraza a su esposa, dispensando la lluvia fertilizante. En Grecia los ritos matrimoniales imitaban el ejemplo de Zeus que se unió secretamente con Hera.74 Diodoro de Sicilia (v, 72,4) nos asegura que la hierogamia cretense era imitada por los habitantes de la isla; en otros términos, la unión matrimonial hallaba justificación en un acontecimiento primordial que ocurrió “en aquel tiempo”.
Deméter se unió a Jasón sobre la tierra recientemente sembrada, al principio de la primavera.75 El sentido de esa unión es claro: contribuye a promover la fertilidad del suelo, el prodigioso impulso de las fuerzas de creación telúrica. Ésta era una costumbre bastante frecuente, hasta el siglo pasado, en el Norte y el Centro de Europa (testigo de ello son las costumbres de unión simbólica de las parejas en los campos).76 En China, las jóvenes parejas iban en primavera a unirse sobre el césped, para estimular la “regeneración cósmica” y la “germinación universal”. En efecto, toda unión humana encuentra su modelo y su justificación en la hierogamia, la unión cósmica de los elementos. El Yue Ling (Libro de las prescripciones mensuales) establece que las esposas deben presentarse al Emperador para cohabitar con él el primer mes de la primavera, cuando se oye el trueno. El ejemplo cósmico es seguido también por el soberano y por todo el pueblo. La unión marital es un rito incorporado al ritmo cósmico, que adquiere su validez gracias a dicha integración.
Todo el simbolismo paleooriental del casamiento puede explicarse por medio de modelos celestes. Los súmeros celebraban la unión de los elementos del día de Año Nuevo; en todo el Oriente antiguo, ese mismo día es señalado tanto por el mito de la hierogamia como por los ritos de la unión del rey con la diosa. Es en el día de Año Nuevo cuando Ishtar se acuesta en compañía de Tammuz, y cuando el rey reproduce esa hierogamia mítica cumpliendo la unión ritual con la diosa (es decir con la hieródula que la representa en la tierra)77 en una cámara secreta del templo, en la que se halla el lecho nupcial de la diosa. La unión divina asegura la fecundidad terrestre; cuando Ninlil se une con Enlil, la lluvia empieza a caer.78 Esa misma fecundidad queda asegurada por la unión ceremonial del rey, la de las parejas en la tierra, etcétera. El mundo se regenera cada vez que imita la hierogamia, es decir, cada vez que se lleva a cabo la unión matrimonial. El término alemán “Hochzeit” deriva de “Hochgezit”, fiesta del Año Nuevo. El casamiento regenera el “año” y por consiguiente confiere la fecundidad, la opulencia y la felicidad.
La asimilación del acto sexual y del trabajo de los campos es frecuentemente en numerosas culturas.* En Çatapatha Brahmana, vii, 2, 2, 5, se asimila la tierra al órgano generador femenino (yoní) y la semilla al semen virile. “Vuestras mujeres son vuestras como la tierra.”79 La mayoría de las orgías colectivas encuentra justificación ritual en la promoción de las fuerzas de la vegetación: se verifican en ciertas épocas críticas del año, cuando las simientes germinan o cuando las cosechas maduran, etcétera, y siempre tienen una hierogamia por modelo mítico. Tal es, por ejemplo, la orgía practicada por la tribu ewe (África Occidental) en el momento en que la cebada comienza a germinar; la orgía se legitima por una hierogamia (las jóvenes son ofrecidas al dios Pitón).80 Volvemos a encontrar esa misma legitimación entre los pueblos Oraon: la orgía de éstos se efectúa en mayo, en el momento de la unión del dios Sol con la diosa Tierra.81 Todos esos excesos orgiásticos hallan de uno u otro modo su justificación en un acto cósmico o biocósmico: regeneración del Año, época crítica de la cosecha, etcétera. Los mozos que desfilaban desnudos por las calles de Roma durante las Floralias (27 de abril), o tocaban a las mujeres en ocasión de las Lupercales, con el fin de conjurar la esterilidad de éstas, las libertades permitidas con motivo de la fiesta Holi en toda la India, el libertinaje que era de regla en Europa central y septentrional cuando se celebraban las fiestas de la cosecha, y que tanto dio que hacer a las autoridades eclesiásticas;82 todas esas manifestaciones tenían también un prototipo suprahumano y tendían a instaurar la fertilidad y la opulencia universales. (Para la significación cosmológica de la “orgía” véase el cap. II.)
Es indiferente, para el fin que perseguimos con el presente estudio, saber en qué medida los ritos matrimoniales y la orgía crearon los mitos que los justifican. Lo que importa es el hecho de que tanto la orgía como el casamiento constituían rituales que imitaban actos divinos o ciertos episodios del drama sagrado del Cosmos; lo que importa es dicha legitimación de los actos humanos por un modelo extrahumano. El hecho de que comprobemos que el mito ha seguido algunas veces al rito —por ejemplo, las uniones ceremoniales pre-conyugales fueron anteriores a la aparición del mito de las relaciones preconyugales entre Hera y Zeus, mito que les sirvió de justificación— no hace disminuir en nada al carácter sagrado del ritual. El mito sólo es tardío en cuanto fórmula: pero en contenido es arcaico y se refiere a sacramentos, es decir, a actos que presuponen una realidad absoluta, extrahumana.

ARQUETIPOS DE LAS ACTIVIDADES PROFANAS

Pasemos ahora a otro ejemplo, el de la danza. Todas las danzas han sido sagradas en su origen; en otros términos, han tenido un modelo extrahumano. Podemos excusarnos de discutir aquí los detalles como que ese modelo haya sido a veces un animal totémico o emblemático; que sus movimientos fueran reproducidos con el fin de conjurar por la magia su presencia concreta, de multiplicarlo en número, de obtener para el hombre la incorporación al animal; que en otros casos el modelo haya sido revelado por la divinidad (por ejemplo, la pírrica, danza armada, creada por Atenea, etcétera) o por un héroe (la danza de Teseo en el Laberinto); que la danza fuera ejecutada con el fin de adquirir alimentos, honrar a los muertos o asegurar el buen orden del Cosmos; que se realizara en el momento de las iniciaciones, de las ceremonias mágicorreligiosas, de los casamientos, etcétera. Lo que nos interesa es su origen extrahumano presupuesto (pues toda danza fue creada in illo tempore, en la época mítica, por un “antepasado”, un animal totémico, un dios o un héroe). Los ritmos coreográficos tienen su modelo fuera de la vida profana del hombre; ya reproduzcan los movimientos del animal totémico o emblemático, o los de los astros, ya constituyan rituales por sí mismos (pasos laberínticos, saltos, ademanes efectuados por medio de los instrumentos ceremoniales, etcétera), una danza imita siempre un acto arquetípico o conmemora un momento mítico. En una palabra, es una repetición, y por consiguiente una reactualización de “aquel tiempo”.
Luchas, conflictos, guerras, tienen la mayor parte de las veces una causa y una función rituales. Es una oposición estimulante entre las dos mitades del clan, o una lucha entre los representantes de dos divinidades (por ejemplo, en Egipto, el combate entre dos grupos que representaban a Osiris y a Seth), pero siempre conmemora un episodio del drama cósmico y divino. En ningún caso pueden explicarse la guerra o el duelo por motivos racionalistas. Hocart señaló muy justamente el papel ritual de las hostilidades.83 Cada vez que el conflicto se repite, hay imitación de un modelo arquetípico. En la tradición nórdica, el primer duelo ocurrió cuando Thor, provocado por el gigante Hrugner, encontró a éste en la “frontera” y lo venció en combate singular. Vuelve a encontrarse el mismo motivo en la mitología indoeuropea, y Georges Dumézil84 tiene razón al considerarlo como una versión tardía, pero sin embargo auténtica, del escenario muy antiguo de una iniciación militar. El joven guerrero había de reproducir el combate entre Thor y Hrugner; en efecto, la iniciación militar consiste en un acto de valentía cuyo prototipo mítico es dar muerte a un monstruo tricéfalo. Los frenéticos berserkires, guerreros feroces, repetían con toda exactitud el estado de furia sagrada (wut, menos, furor) del modelo primordial.
La ceremonia hindú de la consagración de un rey, el rajasuya, “no es más que la reproducción terrestre de la antigua consagración que Varuna, el primer Soberano, hizo en su provecho: los Brahmana lo repiten hasta la saciedad… A lo largo de las explicaciones rituales vuelve, fastidiosa pero instructiva, la afirmación de que, si el rey cumple tal o cual acción, es porque en el alba de los tiempos, el día de su consagración, Varuna la llevó a cabo.85 Y ese mismo mecanismo puede descubrirse en todas las demás tradiciones, en la medida en que la documentación que poseemos nos lo permite (cf. las obras clásicas de Moret sobre el carácter sagrado de la realeza egipcia, y de Labat sobre la realeza asiriobabilónica). Los rituales de construcción repiten el acto primordial de la construcción cosmogónica. El sacrificio que se ejecuta cuando se edifica una casa (una iglesia, un puente, etcétera) no es sino la imitación en el plano humano del sacrificio primordial celebrado in illo tempore para dar nacimiento al mundo (véase cap. ii).
El valor mágico y farmacéutico de ciertas hierbas se debe también a un prototipo de la planta, o al hecho de que ésta fue cogida por vez primera por un dios. Ninguna planta es preciosa en sí misma, sino solamente por su participación en un arquetipo o por la repetición de ciertos ademanes y palabras que, aislando a la planta de la especie profana, la consagra. Así, dos fórmulas de encantamiento anglosajonas del siglo xvi, que era costumbre pronunciar cuando se recogían las hierbas medicinales, precisan el origen de su virtud terapéutica: crecieron por primera vez (es decir, ab origine) en el monte sagrado del Calvario (en el “centro” de la Tierra): “Salve, oh hierba santa que crece en la tierra, primero te encontraste en el monte del Calvario, eres buena para toda clase de heridas; en el nombre del dulce Jesús, te cojo”, (1584). “Eres santa, Verbena, porque creces en la tierra, pues primero te encontraron en el monte del Calvario. Curaste a nuestro Redentor Jesucristo y cerraste sus heridas sangrantes; en el nombre (del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo) te cojo.”86 Se atribuye la eficacia de esas hierbas al hecho de que su prototipo fue descubierto en un momento cósmico decisivo (“en aquel tiempo”) en el monte Calvario. Recibieron su consagración por haber curado las heridas del Redentor. La eficacia de las hierbas recogidas sólo vale en cuanto quien las coge repite ese acto primordial de la curación. Por eso una antigua fórmula de encantamiento dice: “Vamos a coger hierbas para ponerlas sobre las heridas del Salvador”.87
Esas fórmulas de magia popular cristiana siguen una antigua tradición. En la India, por ejemplo, la hierba Kapitthaka (Feronia elephantum) cura la impotencia sexual, pues, ab origine, el Gandharva la utilizó para devolver a Varuna su virilidad. Por consiguiente, la recolección ritual de la hierba es, efectivamente, una repetición del acto del Gandharva. “A ti, hierba que el Gandharva arrancó para Varuna cuando éste perdió su virilidad, a ti te arrancamos.”88 Una larga invocación que figura en el Papiro de París89 indica el estatuto excepcional de la hierba recogida: “Has sido sembrada por Cronos, recibida por Hera, conservada por Amón, parida por Isis, alimentada por Zeus lluvioso; has crecido gracias al Sol y al rocío…”. Para los cristianos, las hierbas medicinales debían su eficiencia al hecho de haber sido halladas por vez primera en el monte Calvario. Para los antiguos, las hierbas debían su virtud a que habían sido descubiertas por primera vez por los dioses. “Betónica, tú que fuiste descubierta por primera vez por Esculapio, o por el centauro Quirón…”, tal es la invocación recomendada por un tratado de her-borística.90
Sería fastidioso —y hasta inútil para el designio de este ensayo— recordar los prototipos míticos de todas las actividades humanas. El hecho de que la justicia humana, por ejemplo, que está fundada en la idea de “ley”, tiene un modelo celeste y trascendente en las normas cósmicas (tao, artha, rta, tzedek, themis, etcétera) es demasiado conocido para que insistamos en él. También es una característica de las estéticas arcaicas el que “las obras del arte humano sean imitaciones de las del arte divino”,91 y los estudios de Anan-da K. Coomaraswamy lo han puesto en evidencia admirablemente.92 Es interesante observar que aun el estado de beatitud, la eudaimonia, es una imitación de la condición divina, para no hablar de las diversas suertes de entusiasmos creados en el alma del hombre por la repetición de ciertos actos realizados por los dioses in illo tempore (orgía dionisíaca, etcétera): “La actividad de Dios, cuya beatitud supera todo, es puramente contemplativa, y entre las actividades humanas la más venturosa de todas es la que más se acerca a la actividad divina”;93 “hacerse tan parecido a Dios como posible sea”;94 haec hominis est perfectio, similitudo Dei (Santo Tomás de Aquino).
Debemos agregar que, para la “mentalidad primitiva”, cuya estructura ha sido recientemente estudiada por Van der Leeuw con tanta penetración,95 todos los actos importantes de la vida corriente han sido revelados ab origine por dioses o héroes. Los hombres no hacen sino repetir infinitamente esos gestos ejemplares y paradigmáticos. La tribu australiana yuin sabe que Daramulun, “All Father”, inventó, especialmente para ella, todos los instrumentos y todas las armas que ella ha utilizado hasta ahora.96 Asimismo, la tribu kurnai sabe que Munganngaua, el Ser Supremo, vivió cerca de ella, en la Tierra, al principio de los tiempos, a fin de enseñarle cómo fabricar los instrumentos de trabajo, las barcas, las armas, “en una palabra, todos los oficios que conoce”.97 En Nueva Guinea, numerosos mitos hablan de largos viajes por mar, proveyendo así “modelos a los navegantes actuales”, y también modelos para todas las demás actividades, “ya se trate de amor, de guerra, de pesca, de producir la lluvia, o de cualquier otra cosa… El relato suministra precedentes para los diferentes momentos de la construcción de un barco, para los tabúes sexuales que ésta implica, etcétera”.98 Cuando un capitán se hace a la mar, personifica al héroe mítico Aori. “Lleva el traje que Aori vestía según el mito; como él, tiene la cara ennegrecida, y en los cabellos un love semejante al que Aori quitó de la cabeza de Ivi. Baila en la cubierta, y abre los brazos como Aori desplegaba sus alas… Un pescador me dice que cuando iba a cazar peces (con su arco) se consideraba el propio Kivavia. No imploraba el favor y la ayuda de ese héroe mítico: se identificaba con él.”99
Ese simbolismo de los precedentes míticos se encuentra igualmente en otras culturas primitivas. Respecto de los karuks de California, J.P. Harrington escribe: “El karuk hacía lo que hacía porque se creía que los ikxareyavs habían dado el ejemplo en los tiempos míticos. Esos ikxareyavs eran la gente que vivía en América antes de la llegada de los indios. Los karuks modernos, como no saben de qué modo explicar esa palabra, proponen traducciones como ‘los príncipes’, ‘los jefes’, ‘los ángeles’… No quedaron con ellos más que el tiempo necesario para dar a conocer y poner en ejecución todas las costumbres, diciendo cada vez a los karuks: ‘Así harán los humanos’. Sus actos y sus palabras son aún hoy referidas y citadas en las fórmulas mágicas de los karuks.”100
El potlach, ese curioso sistema de comercio ritual que se halla en el Noroeste de América, al que Marcel Mauss consagró un estudio célebre (Essai sur le don, forme archaique de l’échange), no es más que la repetición de una costumbre introducida por los antepasados en la época mítica. Los ejemplos podrían multiplicarse fácilmente.101

Mito y realidad Mircea Eliade capitulo 1 y 2

Colección Labor

NUEVA SERIE
8

MITO Y REALIDAD
Mircea Eliade

EDITORIAL LABOR. S.A.

Traducción:
Luis Gil
Diseño de cubierta:
Jordi Vives
Primera edición en Colección Labor: 1991
Título de la edición original:
ASPECTS DU MYTHE
© Harper & Row Publishers, Nueva York, 1963
© Editorial Labor, S. A., Aragó, 390. 08013 Barcelona, 1991 Grupo
Telepublicaciones

Depósito legal: B. 12.918-1991
ISBN: 84-335-3508-0

Printed in Spain – Impreso en España
Impreso en GERSA, Industria Gráfica
Tambor del Bruc, 6 – 08970 Sant Joan Despí

PREFACIO

Este librito fue escrito para la colección «World Perspective» (Ediciones Harper, Nueva York), que dirige Ruth Nanda Anshen. Bástenos decir que en principio está dirigido al gran público culto. En él hemos vuelto a tratar y a desarrollar diversas observaciones presentadas en nuestras obras anteriores. No podíamos aspirar a un análisis exhaustivo del pensamiento mítico.
Una vez más, nuestro querido y erudito amigo el doctor Jean Gouillard se ha encargado de la revisión del texto francés. Quédele patente nuestro más profundo reconocimiento.
Universidad de Chicago, abril 1962.
MIRCEA ELIADE

CAPITULO I
LA ESTRUCTURA DE LOS MITOS
LA IMPORTANCIA DEL «MITO VIVO»
Desde hace más de medio siglo, los estudiosos occidentales han situado el estudio del mito en una perspectiva que contrastaba sensiblemente con la de, pongamos por caso, el siglo XIX. En vez de tratar, como sus predecesores, el mito en la acepción usual del término, es decir, en cuanto «fábula», «invención», «ficción», le han aceptado tal como le comprendían las sociedades arcaicas, en las que el mito designa, por el contrario, una «historia verdadera», y lo que es más, una historia de inapreciable valor, porque es sagrada, ejemplar y significativa. Pero este nuevo valor semántico acordado al vocablo «mito» hace su empleo en el lenguaje corriente harto equívoco. En efecto, esta palabra se utiliza hoy tanto en el sentido de «ficción» o de «ilusión» como en el sentido, familiar especialmente a los etnólogos, a los sociólogos y a los historiadores de las religiones, de «tradición sagrada, revelación primordial, modelo ejemplar».
Se insistirá más adelante sobre la historia de las diferentes significaciones que el término «mito» ha adoptado en el mundo antiguo y cristiano (cf. capítulos VIII-IX). Es de todos conocido que a partir de Jenófanes (hacia 565-470) —que fue el primero en criticar y rechazar las expresiones «mitológicas» de la divinidad utilizadas por Homero y Hesiodo— los griegos fueron vaciando progresivamente al mythos de todo valor religioso o metafísico. Opuesto tanto a logos como más tarde a historia, mythos terminó por significar todo «lo que no puede existir en la realidad». Por su parte, el judeocristianismo relegaba al dominio de la «mentira» y de la «ilusión» todo aquello que no estaba justificado o declarado válido por uno de los dos Testamentos.
No es en este sentido (por lo demás el más usual en el lenguaje corriente) en el que nosotros entendemos el «mito». Precisando más, no es el estadio mental o el momento histórico en que el mito ha pasado a ser una «ficción» el que nos interesa. Nuestra investigación se dirigirá, en primer lugar, hacia las sociedades en las que el mito tiene —o ha tenida hasta estos últimos tiempos— «vida», en el sentido de proporcionar modelos a la conducta humana y conferir por eso mismo significación y valor a la existencia. Comprender la estructura y la función de los mitos en las sociedades tradicionales en cuestión no estriba sólo en dilucidar una etapa en la historia del pensamiento humano, sino también en comprender mejor una categoría de nuestros contemporáneos.
Para limitarnos a un ejemplo, el de los «cargo cults» de Oceanía, sería difícil interpretar toda una serie de actuaciones insólitas sin recurrir a su justificación mítica. Estos cultos profetices y milenarios proclaman la inminencia de una era fabulosa de abundancia y de beatitud. Los indígenas serán de nuevo los señores de sus islas y no trabajarán más, pues los muertos volverán en magníficos navíos cargados de mercancías, semejantes a los cargos gigantescos que los Blancos acogen en sus puertos. Por eso la mayoría de esos «cargo cults» exige, por una parte, la destrucción de los animales domésticos y de los enseres, y por otra, la construcción de vastos almacenes donde se depositarán las provisiones traídas por los muertos. Tal movimiento profetiza la arribada de Cristo en un barco de mercancías; otro espera la llegada de «América». Una nueva era paradisíaca dará comienzo y los miembros del culto alcanzarán la inmortalidad. Ciertos cultos implican asimismo actos orgiásticos, pues las prohibiciones y las costumbres sancionadas por la tradición perderán su razón de ser y darán paso a la libertad absoluta. Ahora bien: todos estos actos y creencias se explican por el mito del aniquilamiento del Mundo seguido de una nueva Creación y de la instauración de la Edad de Oro, mito que nos ocupará más adelante.
Hechos similares se produjeron en 1960 en el Congo con ocasión de la independencia del país. En ciertos pueblos, los indígenas quitaron los techos de las chozas para dejar paso libre a las monedas de oro que harán llover los antepasados. En otros, en medio del abandono general, tan sólo se cuidaron de los caminos que conducían al cementerio, para permitir a los antepasados el acceso al pueblo. Los mismos excesos orgiásticos tenían un sentido, ya que, según el mito, el día de la Nueva Era todas las mujeres pertenecerán a todos los hombres.
Con mucha probabilidad, hechos de este género serán cada vez más raros. Se puede suponer que el «comportamiento mítico» desaparecerá con la independencia política de las antiguas colonias. Pero lo que sucederá en un porvenir más o menos lejano no nos puede ayudar a comprender lo que acaba de pasar. Lo que nos importa, ante todo, es captar el sentido de estas conductas extrañas, comprender su causa y la justificación de estos excesos. Pues comprenderlos equivale a reconocerlos en tanto que hechos humanos, hechos de cultura, creación del espíritu —y no irrupción patológica de instintos, bestialidad o infantilismo—. No hay otra alternativa: o esforzarse en negar, minimizar u olvidar, tales excesos, considerándolos como casos aislados de «salvajismo», que desaparecerán completamente cuando las tribus se civilicen, o bien molestarse en comprender los antecedentes míticos que explican los excesos de este género, los justifican y les confieren un valor religioso. Esta última actitud es, a nuestro parecer, la única que merece adoptarse. Únicamente en una perspectiva histórico-religiosa tales conductas son susceptibles de revelarse como hechos de cultura y pierden su carácter aberrante o monstruoso de juego infantil o de acto puramente instintivo.
EL INTERÉS DE LAS «MITOLOGÍAS PRIMITIVAS»
Todas las grandes religiones mediterráneas y asiáticas cuentan con mitologías. Pero es preferible no hilvanar el estudio del mito partiendo, por ejemplo, de la mitología griega, o egipcia, o india. La mayoría de los mitos griegos fueron contados, y, por tanto, modificados, articulados, sistematizados por Hesiodo y Homero, por los rapsodas y mitógrafos. Las tradiciones mitológicas del Próximo Oriente y de la India han sido cuidadosamente reinterpretadas y elaboradas por los respectivos teólogos y ritualistas. No quiere decir esto: 1.°, que estas Grandes Mitologías hayan perdido su «sustancia mítica» y no sean sino «literaturas», o 2.°, que las tradiciones mitológicas de las sociedades arcaicas no hayan sido elaboradas por sacerdotes y bardos. Al igual que las Grandes Mitologías, que han acabado por transmitirse por textos escritos, las mitologías «primitivas», que los primeros viajeros, misioneros y etnógrafos han conocido en su estadio oral, tienen su «historia»; dicho de otro modo: se han transformado y enriquecido a lo largo de los años, bajo la influencia de otras culturas superiores, o gracias al genio creador de ciertos individuos excepcionalmente dotados.
Sin embargo, es preferible comenzar por el estudio del mito en las sociedades arcaicas y tradicionales, sin perjuicio de abordar más tarde las mitologías de los pueblos que han desempeñado un papel importante en la historia. Y esto porque, a pesar de sus modificaciones en el transcurso del tiempo, los mitos de los «primitivos» reflejan aún un estado primordial. Se trata, a lo más, de sociedades en las que los mitos están aún vivos y fundamentan y justifican todo el comportamiento y la actividad del hombre. El papel y la función de los mitos son susceptibles (o lo han sido hasta estos últimos tiempos) de ser observados y descritos minuciosamente por los etnólogos. A propósito de cada mito, así como de cada ritual, de las sociedades arcaicas, ha sido posible interrogar a los indígenas y enterarse, al menos en parte, de las significaciones que les atribuyen. Evidentemente, estos «documentos vivos» registrados en el curso de encuestas hechas sobre el terreno no resuelven en modo alguno todas nuestras dificultades. Pero tienen la ventaja, considerable, de ayudarnos a plantear correctamente el problema, es decir, a situar el mito en su contexto socio-religioso original.
ENSAYO DE UNA DEFINICIÓN DEL MITO
Sería difícil encontrar una definición de mito que fuera aceptada por todos los eruditos y que al mismo tiempo fuera accesible a los no especialistas. Por lo demás, ¿acaso es posible encontrar una definición única capaz de abarcar todos los tipos y funciones de los mitos en todas las sociedades, arcaicas y tradicionales? El mito es una realidad cultural extremadamente compleja, que puede abordarse e interpretarse en perspectivas múltiples y complementarias.
Personalmente, la definición que me parece menos imperfecta, por ser la más amplia, es la siguiente: el mito cuenta una historia sagrada; relata un acontecimiento que ha tenido lugar en el tiempo primordial, el tiempo fabuloso de los «comienzos». Dicho de otro modo: el mito cuenta cómo, gracias a las hazañas de los Seres Sobrenaturales, una realidad ha venido a la existencia, sea ésta la realidad total, el Cosmos, o solamente un fragmento: una isla, una especie vegetal, un comportamiento humano, una institución. Es, pues, siempre el relato de una «creación»: se narra cómo algo ha sido producido, ha comenzado a ser. El mito no habla de lo que ha sucedido realmente, de lo que se ha manifestado plenamente. Los personajes de los mitos son Seres Sobrenaturales. Se les conoce sobre todo por lo que han hecho en el tiempo prestigioso de los «comienzos». Los mitos revelan, pues, la actividad creadora y desvelan la sacralidad (o simplemente la «sobre-naturalidad») de sus obras. En suma, los mitos describen las diversas, y a veces dramáticas, irrupciones de lo sagrado (o de lo «sobrenatural») en el Mundo. Es esta irrupción de lo sagrado la que fundamenta realmente el Mundo y la que le hace tal como es hoy día. Más aún: el hombre es lo que es hoy, un ser mortal, sexuado y cultural, a consecuencia de las intervenciones de los seres sobrenaturales.
Se tendrá ocasión más adelante de completar y de matizar estas indicaciones preliminares, pero de momento importa subrayar un hecho que nos parece esencial: el mito se considera como una historia sagrada y, por tanto, una «historia verdadera», puesto que se refiere siempre a realidades. El mito cosmogónico es «verdadero», porque la existencia del Mundo está ahí para probarlo; el mito del origen de la muerte es igualmente «verdadero», puesto que la mortalidad del hombre lo prueba, y así sucesivamente.
Por el mismo hecho de relatar el mito las gestas de los seres sobrenaturales y la manifestación de sus poderes sagrados, se convierte en el modelo ejemplar de todas las actividades humanas significativas. Cuando el misionero y etnólogo C Strehlow preguntaba a los australianos Arunta por qué celebraban ciertas ceremonias, le respondían invariablemente: «Porque los antepasados lo han prescrito así»1 . Los Kai de Nueva Guinea se negaban a modificar su manera de vivir y de trabajar, y daban como explicación: «Así lo hicieron los Nemu (los Antepasados míticos) y nosotros lo hacemos de igual manera»2 . Interrogado sobre la razón de tal o cual detalle de cierta ceremonia, el cantor Navaho contestaba: «Porque el Pueblo santo lo hizo de esta manera la primera vez»3 . Encontramos exactamente la misma justificación en la plegaria que acompaña un ritual tibetano primitivo: «Como ha sido transmitido desde el principio de la creación de la tierra, así nosotros debemos sacrificar (…). Como nuestros antepasados hicieron en los tiempos antiguos, así hacemos hoy»4 . Tal es también la justificación invocada por los teólogos y ritualistas hindúes: «Debemos hacer lo que los dioses han hecho en un principio» (Satapatha Brâhmana, VII, 2, 1, 4). «Así hicieron los dioses; así hacen los hombres» (Taittiriya Brâhmana, 1, 5, 9, 4)5 .
Como hemos señalado en otro lugar6 , incluso los modos de conducta y las actividades profanas del hombre encuentran sus modelos en las gestas de los Seres Sobrenaturales. Entre los Navaho, «las mujeres han de sentarse con las piernas debajo de sí y de lado; los hombres, con las piernas cruzadas delante de ellos, porque se dijo que en un principio la Mujer cambiante y el Matador de monstruos se sentaron en estas posturas»7 . Según las tradiciones míticas de una tribu australiana, los Karadjeri, todas sus costumbres, todos sus comportamientos se fundaron en el «tiempo del Ensueño» por dos Seres Sobrenaturales, Bagadjimbiri (por ejemplo, la manera de cocer tal o cual grano o de cazar tal animal con ayuda de un palo, la posición especial que debe adoptarse para orinar, etc.)8 .
Sería inútil multiplicar ejemplos. Como lo hemos demostrado en El mito del eterno retorno, y como se verá aún mejor por lo que sigue, la función principal del mito es revelar los modelos ejemplares de todos los ritos y actividades humanas significativas: tanto la alimentación o el matrimonio como el trabajo, la educación, el arte o la sabiduría. Esta concepción no carece de importancia para la comprensión del hombre de las sociedades arcaicas y tradicionales, y de ellas nos ocuparemos más adelante.
«HISTORIA VERDADERA»-«HISTORIA FALSA»
Debemos añadir que en las sociedades en que el mito está aún vivo, los indígenas distinguen cuidadosamente los mitos —«historias verdaderas»— de las fábulas o cuentos, que llaman «historias falsas».
Los Pawnee «hacen una distinción entre las ‘historias verdaderas’ y las ‘historias falsas’, y colocan entre las historias ‘verdaderas’, en primer lugar, todas aquellas que tratan de los orígenes del mundo; sus protagonistas son seres divinos, sobrenaturales, celestes o astrales. A continuación vienen los cuentos que narran las aventuras maravillosas del héroe nacional, un joven de humilde cuna que llegó a ser el salvador de su pueblo, al liberarle de monstruos, al librarle del hambre o de otras calamidades, o al llevar a cabo otras hazañas nobles y beneficiosas. Vienen, por último, las historias que se relacionan con los medicine-men, y explican cómo tal o cual mago adquirió sus poderes sobrehumanos o cómo nació tal o cual asociación de chamanes. Las historias ‘falsas’ son aquellas que cuentan las aventuras y hazañas en modo alguno edificantes del coyote, el lobo de la pradera. En una palabra: en las historias ‘verdaderas’ nos hallamos frente a frente de lo sagrado o de lo sobrenatural; en las ‘falsas’, por el contrario, con un contenido profano, pues el coyote es sumamente popular en esta mitología como en otras mitologías norteamericanas, donde aparece con los rasgos del astuto, del pícaro, del prestidigitador y del perfecto bribón9 .
Igualmente, los Cherokees distinguen entre mitos sagrados (cosmogonía, creación de astros, origen de la muerte) e historias profanas que explican, por ejemplo, ciertas curiosidades anatómicas o fisiológicas de los animales. Reaparece la misma distinción en África; los Herero estiman que las historias que narran los principios de los diferentes grupos de la tribu son verdaderas, porque se refieren a hechos que han tenido lugar realmente, mientras que los cuentos más o menos cómicos no tienen ninguna base. En cuanto a los indígenas de Togo, consideran sus mitos de origen «absolutamente reales»10 .
Por esta razón no se pueden contar indiferentemente los mitos. En muchas tribus no se recitan delante de las mujeres o de los niños, es decir, de los no iniciados. Generalmente, los viejos instructores comunican los mitos a los neófitos durante su período de aislamiento en la espesura, y esto forma parte de su iniciación. R. Piddington hace notar a propósito de los Karadjeri: «Los mitos sagrados que no pueden ser conocidos de las mujeres se refieren principalmente a la cosmogonía y, sobre todo, a la institución de las ceremonias de iniciación»11 .
Mientras que las «historias falsas» pueden contarse en cualquier momento y en cualquier sitio, los mitos no deben recitarse más que durante un lapso de tiempo sagrado (generalmente durante el otoño o el invierno, y únicamente de noche)12 . Esta costumbre se conserva incluso en pueblos que han sobrepasado el estadio arcaico de cultura. Entre los turco-mongoles y los tibetanos, la recitación de cantos épicos del ciclo Gesor no puede tener lugar más que de noche y en invierno. «La recitación se asimila a un poderoso encanto. Ayuda a obtener ventajas de toda índole, especialmente éxito en la caza y en la guerra (…). Antes de recitar se prepara un área espolvoreada con harina de cebada tostada. El auditorio se sienta alrededor. El bardo recita la epopeya durante varios días. En otro tiempo, se dice, se veían entonces las huellas de los cascos del caballo de César sobre esta área. La recitación provocaba, pues, la presencia real del héroe»13 .
LO QUE REVELAN LOS MITOS
La distinción hecha por los indígenas entre «historias verdaderas» e «historias falsas» es significativa. Las dos categorías de narraciones presentan «historias», es decir, relatan una serie de acontecimientos que tuvieron lugar en un pasado lejano y fabuloso. A pesar de que los personajes de los mitos son en general Dioses y Seres Sobrenaturales, y los de los cuentos héroes o animales maravillosos, todos estos personajes tienen en común esto: no pertenecen al mundo cotidiano. Y, sin embargo, los indígenas se dieron cuenta de que se trataba de «historias» radicalmente diferentes. Pues todo lo que se relata en los mitos les concierne directamente, mientras que los cuentos y las fábulas se refieren a acontecimientos que, incluso cuando han aportado cambios en el Mundo (cf. las particularidades anatómicas o fisiológicas de ciertos animales), no han modificado la condición humana en cuanto tal14 .
En efecto, los mitos relatan no sólo el origen del Mundo, de los animales, de las plantas y del hombre, sino también todos los acontecimientos primordiales a consecuencia de los cuales el hombre ha llegado a ser lo que es hoy, es decir, un ser mortal, sexuado, organizado en sociedad, obligado a trabajar para vivir, y que trabaja según ciertas reglas. Si el Mundo existe, si el hombre existe, es porque los Seres Sobrenaturales han desplegado una actividad creadora en los «comienzos». Pero otros acontecimientos han tenido lugar después de la cosmogonía y la antropogonía, y el hombre, tal como es hoy, es el resultado directo de estos acontecimientos míticos, está constituido por estos acontecimientos. Es mortal, porque algo ha pasado in illo tempore. Si eso no hubiera sucedido, el hombre no sería mortal: habría podido existir indefinidamente como las piedras, o habría podido cambiar periódicamente de piel como las serpientes y, por ende, hubiera sido capaz de renovar su vida, es decir, de recomenzarla indefinidamente. Pero el mito del origen de la muerte cuenta lo que sucedió in illo tempore, y al relatar este incidente explica por qué el hombre es mortal.
Del mismo modo, determinada tribu vive de la pesca, y esto porque en los tiempos míticos un Ser Sobrenatural enseñó a sus antepasados cómo capturar y cocer los pescados. El mito cuenta la historia de la primera pesca efectuada por el Ser Sobrenatural, y al hacer esto revela a la vez un acto sobrehumano, enseña a los humanos cómo efectuarlo a su vez y, finalmente, explica por qué esta tribu debe alimentarse de esta manera.
Se podrían multiplicar fácilmente los ejemplos. Pero los que preceden muestran ya por qué el mito es, para el hombre arcaico, un asunto de la mayor importancia, mientras que los cuentos y las fábulas no lo son. El mito le enseña las «historias» primordiales que le han constituido esencialmente, y todo lo que tiene relación con su existencia y con su propio modo de existir en el Cosmos le concierne directamente.
Inmediatamente se verán las consecuencias que esta concepción singular ha tenido para la conducta del hombre arcaico. Hagamos notar que, así como el hombre moderno se estima constituido por la Historia, el hombre de las sociedades arcaicas se declara como el resultado de cierto número de acontecimientos míticos. Ni uno ni otro se consideran «dados», «hechos» de una vez para siempre, como, por ejemplo, se hace un utensilio, de una manera definitiva. Un moderno podría razonar de la manera siguiente: soy tal como soy hoy día porque un cierto número de acontecimientos me han sucedido, pero estos acontecimientos no han sido posibles más que porque la agricultura fue descubierta hace ocho o nueve mil años y porque las civilizaciones urbanas se desarrollaron en el Oriente Próximo antiguo, porque Alejandro Magno conquistó Asia y Augusto fundó el Imperio romano, porque Galileo y Newton revolucionaron la concepción del Universo, abriendo el camino para los descubrimientos científicos y preparando el florecimiento de la civilización industrial, porque tuvo lugar la Revolución francesa y porque las ideas de libertad, democracia y justicia social trastocaron el mundo occidental después de las guerras napoleónicas, y así sucesivamente.
De igual modo, un «primitivo» podría decirse: soy tal como soy hoy porque una serie de acontecimientos tuvieron lugar antes de mí. Tan sólo debería añadir, acto seguido: esos acontecimientos sucedieron en los tiempos míticos, y, por consiguiente, constituyen una historia sagrada, porque los personajes del drama no son humanos, sino Seres Sobrenaturales. Y aún más: mientras que un hombre moderno, a pesar de considerarse el resultado del curso de la Historia universal, no se siente obligado a conocerla en su totalidad, el hombre de las sociedades arcaicas no sólo está obligado a rememorar la historia mítica de su tribu, sino que reactualiza periódicamente una gran parte de ella. Es aquí donde se nota la diferencia más importante entre el hombre de las sociedades arcaicas y el hombre moderno: la irreversibilidad de los acontecimientos, que, para este último, es la nota característica de la Historia, no constituye una evidencia para el primero.
Constantinopla fue conquistada por los turcos en 1453 y la Bastilla cayó el 14 de julio de 1789. Estos acontecimientos son irreversibles. Sin duda, al haberse convertido el 14 de julio en la fiesta nacional de la República francesa, se conmemora anualmente la toma de la Bastilla, pero no se reactualiza el acontecimiento histórico propiamente dicho15 . Para el hombre de las sociedades arcaicas, por el contrario, lo que pasó ab origine es susceptible de repetirse por la fuerza de los ritos. Lo esencial para él es, pues, conocer los mitos. No sólo porque los mitos le ofrecen una explicación del Mundo y de su propio modo de existir en el mundo, sino, sobre todo, porque al rememorarlos, al reactualizarlos, es capaz de repetir lo que los Dioses, los Héroes o los Antepasados hicieron ab origine. Conocer los mitos es aprender el secreto del origen de las cosas. En otros términos: se aprende no sólo cómo las cosas han llegado a la existencia, sino también dónde encontrarlas y cómo hacerlas reaparecer cuando desaparecen.
LO QUE QUIERE DECIR «CONOCER LOS MITOS»
Los mitos totémicos australianos consisten la mayoría de las veces en la narración bastante monótona de las peregrinaciones de los antepasados míticos o de los animales totémicos. Se cuenta cómo, en el «tiempo del sueño» (alcheringa) —es decir, en el tiempo mítico— estos Seres Sobrenaturales hicieron su aparición sobre la Tierra y emprendieron largos viajes, parándose a veces para modificar el paisaje o producir ciertos animales y plantas, y finalmente desaparecieron bajo tierra. Pero el conocimiento de estos mitos es esencial para la vida de los australianos. Los mitos les enseñan cómo repetir los gestos creadores de los Seres Sobrenaturales y, por consiguiente, cómo asegurar la multiplicación de tal animal o de tal planta.
Estos mitos se comunican a los neófitos durante su iniciación. O, más bien, se «celebran», es decir, se les reactualiza. «Cuando los jóvenes pasan por las diversas ceremonias de iniciación, se celebran ante ellos una serie de ceremonias que, a pesar de representarse exactamente como las del culto propiamente dicho —salvo ciertas particularidades características—, no tienen, sin embargo, por meta la multiplicación y crecimiento del tótem de que se trate, sino que van encaminadas a mostrar la manera de celebrar estos cultos a quienes se va a elevar, o que acaban de ser elevados, al rango de hombres»16 .
Se ve, pues, que la «historia» narrada por el mito constituye un «conocimiento» de orden esotérico no sólo porque es secreta y se transmite en el curso de una iniciación, sino también porque este «conocimiento» va acompañado de un poder mágico-religioso.
En efecto, conocer el origen de un objeto, de un animal, de una planta, etc., equivale a adquirir sobre ellos un poder mágico, gracias al cual se logra dominarlos, multiplicarlos o reproducirlos a voluntad. Erland Nordenskiöld ha referido algunos ejemplos particularmente sugestivos de los indios Cuna. Según sus creencias, el cazador afortunado es el que conoce el origen de la caza. Y si se llega a domesticar a ciertos animales, es porque los magos conocen el secreto de su creación. Igualmente se es capaz de tener en la mano un hierro al rojo o de coger serpientes venenosas a condición de conocer el origen del fuego y de las serpientes. Nordenskiöld cuenta que «en un pueblo Cuna, Tientiki, hay un muchacho de catorce años que entra impunemente en el fuego tan sólo porque conoce el encanto de la creación del fuego. Pérez vio frecuentemente a personas coger un hierro al rojo y a otras domesticar serpientes»17 .
Se trata de una creencia muy extendida y que no es propia de un cierto tipo de cultura. En Timor, por ejemplo, cuando un arrozal no medra, alguien que conoce las tradiciones míticas relativas al arroz se traslada al campo. «Allí pasa la noche en la cabaña de la plantación recitando las leyendas que explican cómo se llegó a poseer el arroz (mito de origen)… Los que hacen esto no son sacerdotes»18 . Al recitar el mito de origen, se obliga al arroz a mostrarse hermoso, vigoroso y tupido, como era cuando apareció por primera vez. No se le recuerda cómo ha sido creado, a fin de «instruirle», de enseñarle cómo debe comportarse. Se le fuerza mágicamente a retornar al origen, es decir, a reiterar su creación ejemplar.
El Kalevala cuenta cómo el viejo Väinämöinen se hirió gravemente cuando estaba ocupado en construir una barca. Entonces «se puso a urdir encantamientos a la manera de todos los curanderos mágicos. Cantó el nacimiento de la causa de su herida, pero no pudo acordarse de las palabras que narraban el comienzo del hierro, las palabras que podían precisamente curar la brecha abierta por la hoja de acero azul». Al fin, después de haber buscado la ayuda de otros magos, Väinämöinen exclamó: «¡Me acuerdo ahora del origen del hierro! Y comenzó el siguiente relato: el Aire es la primera de las madres. El Agua es la mayor de los hermanos, el Fuego es el segundo y el Hierro es el más joven de los tres. Ukko, el gran Creador, separó la Tierra del Agua e hizo aparecer el suelo en las regiones marinas, pero el hierro no había nacido aún. Entonces se frotó las palmas de las manos sobre su rodilla izquierda. Así nacieron las tres hadas que habían de ser las madres del hierro»19 . Notemos que en este ejemplo el mito del origen del hierro forma parte del mito cosmogónico y en cierto modo lo prolonga. Tenemos aquí una nota específica de los mitos de origen sumamente importante y cuyo estudio se hará en el capítulo siguiente.
La idea de que un remedio no actúa más que si se conoce su origen está muy extendida. Citemos nuevamente a Erland Nordenskiöld: «Cada canto mágico debe estar precedido de un encantamiento que habla del origen del remedio empleado, de otro modo no será eficaz (…). Para que el remedio o el canto de remedio haga efecto hay que conocer el origen de la planta, la manera cómo fue alumbrada por la primera mujer»20 . En los cantos rituales na-khi publicados por J. F. Rock se dice expresamente: «Si no se cuenta el origen del medicamento, no debe utilizarse»21 . O también: «A menos que se relate su origen, no se debe hablar de él»22 .
Veremos en el capítulo siguiente que, como en el mito de Väinämöinen citado anteriormente, el origen de los remedios está íntimamente ligado a la narración del origen del mundo. Precisemos aquí, no obstante, que se trata de una concepción general que puede formularse de esta suerte: No se puede cumplir un ritual si no se conoce el «origen», es decir, el mito que cuenta cómo ha sido efectuado la primera vez. Durante el servicio funerario, el chamán na-khi, dto-mba, canta:

«Vamos ahora a acompañar al muerto y a conocer de nuevo la
pena.
Vamos a danzar de nuevo y a derribar a los demonios.
No se debe hablar.
Si se ignora el origen de la danza,
No se puede danzar»23 .

Esto recuerda extraordinariamente las declaraciones de los Uitoto a Preuss: «Son las palabras (los mitos) de nuestro padre, sus propias palabras. Gracias a estas palabras danzamos; no habría danza si no nos las hubiera dado»24 .
En la mayoría de los casos, no basta conocer el mito de origen, hay que recitarlo; se proclama de alguna manera su conocimiento, se muestra. Pero esto no es todo; al recitar o al celebrar el mito del origen, se deja uno impregnar de la atmósfera sagrada en la que se desarrollaron esos acontecimientos milagrosos. El tiempo mítico de los orígenes es un tiempo «fuerte», porque ha sido transfigurado por la presencia activa, creadora, de los Seres Sobrenaturales. Al recitar los mitos se reintegra este tiempo fabuloso y, por consiguiente, se hace uno de alguna manera «contemporáneo» de los acontecimientos evocados, se comparte la presencia de los Dioses o de los Héroes. En una fórmula sumaria, se podría decir que, al «vivir» los mitos, se sale del tiempo profano, cronológico, y se desemboca en un tiempo cualitativamente diferente, un tiempo «sagrado», a la vez primordial e indefinidamente recuperable. Esta función del mito, sobre la cual hemos insistido en Le Mythe de l’Éternel Retour (especialmente en las páginas 35 ss), se destacará mejor aún en el curso de los análisis que seguirán.

ESTRUCTURA Y FUNCIÓN DE LOS MITOS
Estas observaciones preliminares bastan para precisar ciertas notas características del mito. De una manera general se puede decir que el mito, tal como es vivido por las sociedades arcaicas, 1.°, constituye la historia de los actos de los Seres Sobrenaturales; 2.°, que esta Historia se considera absolutamente verdadera (porque se refiere a realidades) y sagrada (porque es obra de los Seres Sobrenaturales); 3.°, que el mito se refiere siempre a una «creación», cuenta Cómo algo ha llegado a la existencia o cómo un comportamiento, una institución, una manera de trabajar, se han fundado; es ésta la razón de que los mitos constituyan los paradigmas de todo acto humano significativo; 4.°, que al conocer el mito, se conoce el «origen» de las cosas y, por consiguiente, se llega a dominarlas y manipularlas a voluntad; no se trata de un conocimiento «exterior», «abstracto», sino de un conocimiento que se «vive» ritualmente, ya al narrar ceremonialmente el mito, ya al efectuar el ritual para el que sirve de justificación; 5.°, que, de una manera o de otra, se «vive» el mito, en el sentido de que se está dominado por la potencia sagrada, que exalta los acontecimientos que se rememoran y se reactualizan.
«Vivir» los mitos implica, pues, una experiencia verdaderamente «religiosa», puesto que se distingue de la experiencia ordinaria, de la vida cotidiana. La «religiosidad» de esta experiencia se debe al hecho de que se reactualizan acontecimientos fabulosos, exaltantes, significativos; se asiste de nuevo a las obras creadoras de los Seres Sobrenaturales; se deja de existir en el mundo de todos los días y se penetra en un mundo transfigurado, auroral, impregnado de la presencia de los Seres Sobrenaturales. No se trata de una conmemoración de los acontecimientos míticos, sino de su reiteración. Las personas del mito se hacen presentes, uno se hace su contemporáneo. Esto implica también que no se vive ya en el tiempo cronológico, sino en el Tiempo primordial, el Tiempo en el que el acontecimiento tuvo lugar por primera vez. Por esta razón se puede hablar de «tiempo fuerte» del mito: es el Tiempo prodigioso, «sagrado», en el que algo nuevo, fuerte y significativo se manifestó plenamente. Revivir aquel tiempo, reintegrarlo lo más a menudo posible, asistir de nuevo al espectáculo de las obras divinas, reencontrar los seres sobrenaturales y volver a aprender su lección creadora es el deseo que puede leerse como en filigrana en todas las reiteraciones rituales de los mitos. En suma, los mitos revelan que el mundo, el hombre y la vida tienen un origen y una historia sobrenatural, y que esta historia es significativa, preciosa y ejemplar.
No podría concluirse de modo mejor que citando los pasajes clásicos en los que Bronislav Malinowski trató de desentrañar la naturaleza y función del mito en las sociedades primitivas: «Enfocado en lo que tiene de vivo, el mito no es una explicación destinada a satisfacer una curiosidad científica, sino un relato que hace revivir una realidad original y que responde a una profunda necesidad religiosa, a aspiraciones morales, a coacciones e imperativos de orden social, e incluso a exigencias prácticas. En las civilizaciones primitivas el mito desempeña una función indispensable: expresa, realza y codifica las creencias; salvaguarda los principios morales y los impone; garantiza la eficacia de las ceremonias rituales y ofrece reglas prácticas para el uso del hombre. El mito es, pues, un elemento esencial de la civilización humana; lejos de ser una vana fábula, es, por el contrario, una realidad viviente a la que no se deja de recurrir; no es en modo alguno una teoría abstracta o un desfile de imágenes, sino una verdadera codificación de la religión primitiva y de la sabiduría práctica (…). Todos estos relatos son para los indígenas la expresión de una realidad original, mayor y más llena de sentido que la actual, y que determina la vida inmediata, las actividades y los destinos de la humanidad. El conocimiento que el hombre tiene de esta realidad le revela el sentido de los ritos y de los preceptos de orden moral, al mismo tiempo que el modo de cumplirlos»25 .

CAPITULO II
PRESTIGIO MÁGICO DE LOS «ORIGENES»
MITOS DE ORIGEN Y MITOS COSMOGÓNICOS
Toda historia mítica que relata el origen de algo presupone y prolonga la cosmogonía. Desde el punto de vista de la estructura, los mitos de origen son equiparables al mito cosmogónico. Al ser la creación del Mundo la creación por excelencia, la cosmogonía pasa a ser el modelo ejemplar para toda especie de creación. Esto no quiere decir que el mito de origen imite o copie el modelo cosmogónico, pues no se trata de una reflexión coherente y sistemática. Pero toda nueva aparición —un animal, una planta, una institución— implica la existencia de un Mundo. Incluso cuando se trata de explicar cómo, a partir de un estado diferente de cosas, se ha llegado a la situación actual (por ejemplo, cómo el cielo se ha alejado de la Tierra, o cómo el hombre se ha hecho mortal), el «Mundo» estaba ya allí, a pesar de que su estructura fuera diferente y de que no fuera aún nuestro Mundo. Todo mito de origen narra y justifica una «situación nueva» —nueva en el sentido de que no estaba desde el principio del Mundo—. Los mitos de origen prolongan y completan el mito cosmogónico: cuentan cómo el Mundo ha sido modificado, enriquecido o empobrecido.
Esta es la razón por la cual ciertos mitos de origen comienzan por el esquema de una cosmogonía. La historia de las grandes familias y de las dinastías tibetanas comienza por recordar cómo el Cosmos ha nacido de un Huevo. «De la esencia de los cinco elementos primordiales salió un gran huevo (…). Dieciocho huevos salieron de la yema de este huevo. El huevo de en medio de esos dieciocho, un huevo de concha marina, se separó de los demás. A este huevo de concha le crecieron miembros, después los cinco sentidos, y ya perfecto, se convirtió en un joven de una belleza tan extraordinaria que parecía la concesión de un voto (yid la smon). También se le llamó el rey Ye-smon. La reina Tchu-lchag, su esposa, parió un hijo capaz de transformarse por magia, Dbang Idan»1 . La genealogía prosigue contando el origen y la historia de los diversos clanes y dinastías.
Los cantos genealógicos polinesios comienzan de la misma manera. El texto ritual hawaiano, conocido bajo el nombre de Kumulipo, es «un himno genealógico que vincula la familia real, a quien pertenece, no solo a los dioses del pueblo entero, adorados en común, con los grupos polinesios aliados; no sólo a los jefes divinizados nacidos en el mundo vivo, los Ao, en la línea familiar, sino también con los astros del cielo, las plantas y los animales de uso cotidiano en la vida terrestre…»2 . En efecto, el canto comienza por evocar:

«E/ tiempo en que se hizo cambiar violentamente a la tierra,
el tiempo en que los cielos cambiaron por separado,
el tiempo en que el sol salía
para dar luz a la luna»3 , etc.

Tales cantos rituales los componen los bardos cuando la princesa está encinta, y se comunica a los danzarines hula para que los aprendan de memoria. Estos últimos, hombres y mujeres, danzan y recitan el canto sin interrupción, hasta el nacimiento del niño. Como si el desarrollo embrionario del futuro jefe estuviera acompañado de la recapitulación de la cosmogonía, de la historia del mundo y de la historia de la tribu. Con ocasión de la gestación de un jefe, se «rehace» simbólicamente el Mundo. La recapitulación es a la vez una rememoración y una reactualización ritual, por medio de los cantos y la danza, de los acontecimientos míticos esenciales que han tenido lugar desde la Creación.
Se encuentran también concepciones y rituales análogos entre las poblaciones primitivas de la India. Entre los Santali, por ejemplo, el guru recita el mito cosmogónico en beneficio de cada individuo, pero solamente dos veces: la primera vez «cuando se reconoce al Santal los plenos derechos de la sociedad (…). En esta ocasión, el guru recita la historia de la humanidad desde la creación del Mundo, termina contando el nacimiento de la persona en cuyo favor se ha cumplido el rito. La misma ceremonia se repite durante el servicio funerario, pero esta vez el guru transfiere ritualmente el alma del difunto al otro Mundo4 . Entre los Gonds y los Baigas, con ocasión de los rituales en honor de Dharti Mata y de Thakur Deo, el sacerdote recita el mito cosmogónico y recuerda al auditorio el importante papel que su tribu ha desempeñado en la creación del Mundo5 . Cuando los magos Munda expulsan los malos espíritus, recitan las canciones mitológicas de los Assur, pues éstos inauguraron una nueva época tanto para los dioses y los espíritus como para los humanos, y por esta razón la historia de sus hazañas puede considerarse como formando parte de un mito cosmogónico6 .
Entre los Bhils, la situación no difiere mucho. Tan sólo uno de los cantos mágicos de fin medicinal ofrece carácter de mito cosmogónico; es El canto del Señor. Pero la mayoría de estos cantos son en realidad mitos de origen. El Canto de Kasumor Dâmor, por ejemplo, considerado como curativo de todas las enfermedades, narra las migraciones del grupo Bhil Dâmor desde el Gujerat hacia el sur de la India central7 . Es, pues, el mito de la instalación territorial del grupo; en otros términos: la historia de un nuevo comienzo, réplica de la creación del Mundo. Otros cantos mágicos revelan el origen de las enfermedades8 . Se trata de mitos ricos en aventuras en los que terminamos por aprender las circunstancias de la aparición de las enfermedades, acontecimiento que, de hecho, ha cambiado la estructura del Mundo.
EL PAPEL DE LOS MITOS EN LAS CURACIONES
En el ritual curativo de los Bhils hay un detalle particularmente interesante. El hechicero «purifica» el lugar que queda junto a la cama del enfermo y, con la harina de maíz, dibuja un mandol. En el interior del dibujo inserta la casa de Isvor y de Bhagwân y traza asimismo sus figuras. La imagen así dibujada se conserva hasta la completa curación del enfermo9 . El término mismo de mandol delata su origen indio. Se trata, bien entendido, del mandala, dibujo complicado que desempeña un importante papel en los ritos tántricos indo-tibetanos. Pero el mandala es ante todo imago mundi: representa a la vez el Cosmos en miniatura y el panteón. Su construcción equivale a una recreación mágica del mundo. Por consiguiente, el mago Bhil, al dibujar el mandol al pie del lecho del enfermo, repite la cosmogonía, incluso si los cantos rituales que entona no hacen alusión expresamente al rito cosmogónico. La operación tiene ciertamente un fin terapéutico. Al quedar hecho, de un modo simbólico, contemporáneo de la Creación del Mundo, el enfermo se sumerge en la plenitud primordial; se deja penetrar por las fuerzas gigantescas que, in illo tempore, han hecho posible la Creación. No carece de interés el recordar, a este propósito, que, entre los Navaho, el mito cosmogónico seguido del rito de la emersión de los primeros humanos del seno de la Tierra se recita sobre todo con ocasión de las curaciones o durante la iniciación de un chamán. «Todas las ceremonias se concentran alrededor de un paciente, Hatrali (aquel sobre el que se canta), que puede ser un enfermo o simplemente un enfermo mental, por ejemplo, una persona asustada por un sueño o que no tiene necesidad más que de una ceremonia con el fin de aprenderla en el curso de su iniciación con el fin de poder oficiar en este canto, pues un medicine-man no puede proceder a una ceremonia sin haber sufrido él mismo la ceremonia»10 . La ceremonia comporta igualmente la ejecución de complejos dibujos sobre la arena, que simbolizan las diferentes etapas de la Creación y la historia mítica de los dioses, de los antepasados y de la humanidad. Estos dibujos (que recuerdan extraordinariamente los mandala indo-tibetanos) reactualizan uno tras otro los acontecimientos que tuvieron lugar en los tiempos míticos. Al escuchar el relato del mito cosmogónico (seguido de la recitación de los mitos de origen) y al contemplar los dibujos sobre la arena, se proyecta al enfermo fuera del tiempo profano y se le inserta en la plenitud del Tiempo primordial: es llevado «hacia atrás» hasta el origen del Mundo y asiste de este modo a la cosmogonía.
La solidaridad entre el mito cosmogónico, el mito del origen y de la enfermedad y del remedio y el ritual de la curación mágica se puede apreciar admirablemente entre los Na-khi, población perteneciente a la familia tibetana, pero que habita desde hace siglos en la China del Sudoeste y especialmente en la provincia Yün-nan. Según sus tradiciones, en un principio el Universo estaba cuerdamente dividido entre los Nâgas y los hombres, pero una enemistad les separó más tarde. Furiosos, los Nâgas esparcieron por el mundo las enfermedades, la esterilidad y toda suerte de calamidades. Los Nâgas pueden igualmente robar las almas de los hombres, poniéndoles enfermos. Si no se gana su benevolencia ritualmente, la víctima fallece. Pero el sacerdote-chamán (dto-mba), por el poder de sus encantos mágicos, es capaz de forzar a los Nâgas a liberar a las almas robadas y apresadas11 . El propio chamán es capaz de luchar contra los Nâgas sólo porque el chamán primordial, Dto-mba, con el concurso de Garuda, emprendió esta lucha en el tiempo mítico. Así, pues, el ritual de curación consiste propiamente hablando en la recitación solemne de este acontecimiento primordial. Como dice expresamente un texto traducido por Rock12 , «si no se cuenta el origen de Garuda, no se debe hablar de él». El chamán recita, pues, el mito del origen de Garuda: narra cómo unos huevos fueron creados por magia en el monte Kailasa y cómo de estos huevos nacieron los Garudas, que a continuación descendieron a la llanura para defender a los humanos de las enfermedades provocadas por los Nâgas. Pero, antes de narrar el nacimiento de los Garudas, el canto ritual relata brevemente la creación del mundo. «En el tiempo en que apareció el cielo se esparcieron el sol, la luna, los astros, las plantas y la tierra; cuando aparecieron las montañas, los valles, los árboles y las rocas, en ese momento aparecieron los Nâgas y los dragones, etc.»13 .
La mayoría de esos cantos rituales con fin medicinal comienzan por evocar la cosmogonía. He aquí un ejemplo: «En el comienzo, cuando los cielos, el sol, la luna, los astros, los planetas y la tierra no habían aparecido todavía, cuando nada había aparecido aún, etc.»14 . Y se cuenta la creación del mundo, el nacimiento de los demonios y la aparición de las enfermedades, y, finalmente, la epifanía del chamán primordial Dto-mba, que aportó los medicamentos necesarios. Otro texto15 comienza por la evocación del tiempo mítico: «En un principio, cuando todo era indistinto, etc.», para narrar el nacimiento de los Nâgas y de los Garudas. Se cuenta a continuación el origen de las enfermedades (pues, como hemos visto anteriormente, «si no se cuenta el origen del medicamento, no se debe utilizar»), por qué medios se propagó de una generación a otra y, finalmente, la lucha entre los demonios y el chamán: «El espíritu produce la enfermedad en los dientes y en la boca disparando su flecha; el dto-mba arranca la flecha, etc.; el demonio produce la enfermedad en el cuerpo disparando la flecha sobre el cuerpo; el dto-mba la arranca, etc.»16 .
Otro canto ritual comienza de la manera siguiente: «Hay que contar el origen del remedio, si no, no se puede hablar de él. En el tiempo en que aparecieron el cielo, las estrellas, el sol, la luna y los planetas, y cuando apareció la tierra», etc., «en aquel tiempo nació Ts’o-dze-p’er-ddu»17 . Sigue un mito larguísimo que explica el origen de los medicamentos: ausente durante tres días de la casa, Ts’o-dze-p’er-ddu encuentra a su vuelta a sus padres muertos. Decide entonces partir en busca de un medicamento que impida la muerte y marcha al país del Jefe de los Espíritus. Después de múltiples aventuras, roba los medicamentos milagrosos; pero, perseguido por el espíritu, cae por tierra y los medicamentos se dispersan, originando las plantas medicinales.
REITERACIÓN DE LA COSMOGONÍA
Ciertos textos publicados por Hermanns son aún más elocuentes. En el curso del ritual curativo, el chamán no sólo resume la cosmogonía, sino que invoca a Dios y le suplica que cree de nuevo el Mundo. Una de estas plegarias comienza por recordar que «la tierra fue creada, el agua fue creada, el universo entero fue creado. Igualmente fueron creados la cerveza ritual chi y la ofrenda de arroz so», y acaba por una evocación: «¡Acudid, oh Espíritus!»18 . Otro texto presenta «la génesis del chi y la de la bebida alcohólica dyö. Según una antigua tradición, su lugar de origen es el mismo del árbol Sang li y del árbol Sang log. En interés del mundo entero y por nuestro bien, acude, oh mensajero de Dios. Tak bo Thing, dios de poderes sobrenaturales, descendió antaño para crear el Mundo. Vuelve a descender ahora para crearlo de nuevo»19 . Está claro que, para preparar las bebidas rituales chi y dyö, se debe conocer el mito de su origen, que está íntimamente ligado con el mito cosmogónico. Pero, lo que es aún más interesante, se invita al Creador a descender de nuevo para una nueva creación del Mundo, en provecho del enfermo.
Se ve que, en estos cantos mágicos con fin medicinal, el mito del origen de los medicamentos está siempre integrado en el mito cosmogónico. Hemos citado en el capítulo precedente algunos ejemplos de los que se deduce que, en las terapéuticas primitivas, un remedio no llega a ser eficaz más que si se recuerda ritualmente su origen ante un enfermo. Un gran número de encantamientos del Oriente Próximo y de Europa contienen la historia de la enfermedad o del demonio que la ha provocado, evocando a la vez el momento mítico en que una divinidad o un santo ha logrado vencer el mal. Un encantamiento asirio contra los dolores de muelas recuerda que «después que Anu hubo hecho los cielos, los cielos hicieron la tierra, la tierra hizo los ríos, los ríos hicieron los canales, los canales hicieron los estanques, los estanques hicieron el Gusano». Y el Gusano se deshace «en lágrimas» ante Shamash y Ea, y les pregunta lo que se le dará de comer para destruirlo. Los dioses le ofrecen frutos, pero el Gusano les pide dientes humanos. «Ya que tú has hablado así, oh Gusano, que Ea te rompa con su mano poderosa»20 . Asistimos aquí: 1.°, a la creación del Mundo; 2.°, al nacimiento del Gusano y de la enfermedad; 3.°, al gesto curativo primordial y paradigmático (destrucción del Gusano por Ea). La eficacia terapéutica del encantamiento reside en el hecho de que, pronunciado ritualmente, reactualiza el tiempo mítico del «origen», tanto origen del mundo como origen de los dolores de muelas y de su tratamiento.
Sucede a veces que la recitación solemne del mito cosmogónico no es más que una entre otras varias. En cuanto modelo ejemplar de toda «creación», el mito cosmogónico es susceptible de ayudar al enfermo a «recomenzar» su vida. Gracias al retorno al origen se espera nacer de nuevo. Ahora bien: todos los rituales médicos que acabamos de ver hacen alusión a un retorno al origen. Se tiene la impresión de que, para las sociedades arcaicas, la vida no puede ser reparada, sino solamente recreada por un retorno a las fuentes. Y la fuente por excelencia es el brote prodigioso de energía, de vida y de fertilidad que tuvo lugar durante la Creación del Mundo.
Todo esto se deduce bastante claramente de múltiples aplicaciones rituales del mito cosmogónico polinesio. Según este mito, no existía en los comienzos más que las Aguas y las Tinieblas. Io, el Dios supremo, separó las Aguas con la fuerza del pensamiento y de sus palabras, y creó el Cielo y la Tierra. Dijo: «Que las Aguas se separen, que los Cielos se formen, que la Tierra se haga.» Estas palabras cosmogónicas de Io, gracias a las cuales el mundo entra en la existencia, son palabras creadoras, cargadas de poder sagrado. También los hombres las pronuncian en cuantas circunstancias hay algo que hacer, que crear. Se repiten en el rito de la fecundación de una matriz estéril, en el rito de la curación del cuerpo y del espíritu, y también con ocasión de la muerte, de la guerra y de los relatos genealógicos. He aquí cómo se expresa un polinesio de nuestros días, Hare Hongi: «Las palabras gracias a las cuales lo modeló el Universo —es decir, gracias a las cuales fue éste producido y llevado a engendrar un mundo de luz—, estas mismas palabras se emplean en el rito de la fecundación de una matriz estéril. Las palabras gracias a las cuales Io hizo brillar la luz en las tinieblas se utilizan en los ritos destinados a alegrar un corazón sombrío y abatido, la impotencia y la senilidad, a esparcir la claridad sobre cosas y lugares escondidos, a inspirar a los que componen cantos y lo mismo en los reveses de la guerra que en muchas otras circunstancias que empujan al hombre a la desesperación. Para todos los casos parecidos, este rito, que tiene por objeto esparcir la luz y la alegría, reproduce las palabras de las que lo se sirvió para vencer y disipar las tinieblas»21 .
Este texto es notable. Constituye un testimonio directo y de primer orden sobre la función del mito cosmogónico en una sociedad tradicional. Como acabamos de ver, este mito sirve de modelo para toda clase de «creación»; tanto para la procreación de un mito como para el restablecimiento de una situación militar comprometida o de un equilibrio psíquico amenazado por la melancolía o la desesperación. Esta capacidad del mito cosmogónico de aplicarse a diferentes planos de referencia nos parece esencialmente significativa. El hombre de las sociedades tradicionales siente la unidad fundamental de todas las especies de «obras» o de «formas», ya sean de orden biológico, psicológico o histórico. Una guerra desafortunada es equiparable a una enfermedad, a un corazón abatido y sombrío, a una mujer estéril, a la ausencia de inspiración en un poeta o a cualquier otra situación existencial crítica en que el hombre se ve impulsado a la desesperación. En todas estas situaciones negativas y desesperadas, aparentemente sin salida, puede cambiarse la situación por la recitación del mito cosmogónico, especialmente por la repetición de las palabras gracias a las cuales Io engendró el Universo e hizo brillar la luz en las tinieblas. Dicho de otro modo: la cosmogonía constituye el modelo ejemplar de toda situación creadora; todo lo que hace el hombre, repite en cierta manera el «hecho» por excelencia, el gesto arquetípico del Dios creador: la Creación del Mundo.
Como hemos visto, el mito cosmogónico se recita también con motivo de la muerte; pues la muerte, también, constituye una situación nueva que interesa asumir bien para hacerla creadora. Se puede «desbaratar» una muerte como se pierde una batalla o como se pierde el equilibrio psíquico y la alegría de vivir. Es igualmente significativo que Hare Hongi coloque entre las situaciones desastrosas y negativas no sólo la impotencia, la enfermedad y la senilidad, sino también la falta de inspiración de los poetas, su incapacidad de crear o de recitar convenientemente los poemas y relatos genealógicos. Se sigue de aquí, en primer lugar, que los polinesios equiparan la creación poética a todas las demás creaciones importantes, pero también —ya que Hare Hongi hace alusión a los relatos genealógicos— que la memoria de los cantores constituye en sí misma una «obra» y que el cumplimiento de esta «obra» puede asegurarse con la recitación solemne del mito cosmogónico.
Se comprende por qué este mito goza de tanto prestigio entre los polinesios. La cosmogonía es el modelo ejemplar de toda especie de «hacer»: no sólo porque el Cosmos es el arquetipo ideal a la vez de toda situación creadora y de toda creación, sino también porque el Cosmos es una obra divina; está, pues, santificado en su propia estructura. Por extensión, todo lo que es perfecto, «pleno», armonioso, fértil; en una palabra: todo lo que está «cosmificado», todo lo que se parece a un Cosmos, es sagrado. Hacer bien algo, obrar, construir, crear, estructurar, dar forma, informar, formar, todo esto viene a decir que se lleva algo a la existencia, que se le da «vida»; en última instancia, que se le confiere un parecido al organismo armonioso por excelencia: el Cosmos. Pues el Cosmos, volveremos a decir, es la obra ejemplar de los Dioses, es su obra maestra.
Que el mito cosmogónico sea considerado el modelo ejemplar de toda «creación» lo ilustra admirablemente la siguiente costumbre de una tribu norteamericana, los Osage. Cuando nace un niño, se llama a «un hombre que ha hablado con los dioses». Al llegar a la casa de la parturienta recita ante el recién nacido la historia de la creación del Universo y de los animales terrestres. A partir de este momento el recién nacido puede ser amamantado. Más tarde, cuando el niño desea beber agua, se llama de nuevo al mismo hombre, o a otro. Este recita otra vez la Creación, completándola con la historia del origen del Agua. Cuando el niño alcanza la edad de tomar alimentos sólidos, el hombre «que ha hablado con los dioses» vuelve a recitar de nuevo la Creación, esta vez relatando también el origen de los cereales y de otros alimentos22 .
Sería muy difícil encontrar un ejemplo más elocuente de la creencia de que cada nuevo nacimiento representa una recapitulación simbólica de la cosmogonía y de la historia mítica de la tribu. Esta recapitulación tiene por objeto introducir ritualmente al recién nacido en la realidad sacramental del mundo y de la cultura, y, al hacer eso, dar validez a su existencia, proclamándola conforme a los paradigmas míticos. Pero hay algo más: al niño que acaba de nacer se le pone frente a una serie de «comienzos». Y no se puede «comenzar» nada más que si se conoce el «origen», si se sabe cómo tal cosa ha venido por primera vez a la existencia. Al «comenzar» a mamar, a beber agua o a comer alimentos sólidos, al niño se le proyecta ritualmente al «origen», cuando la leche, el agua y los cereales aparecieron por primera vez.
EL «RETORNO AL ORIGEN»
La idea implícita de esta creencia es que es la primera manifestación de una cosa la que es significativa y válida, y no sus sucesivas epifanías. De un modo parecido, no es lo que han hecho el padre o el abuelo lo que se enseña al niño, sino lo que hicieron por primera vez los Antepasados, en los tiempos míticos. Cierto es que el padre y el abuelo no han hecho otra cosa sino imitar a los Antepasados; se podría, pues, pensar que al imitar al padre se podrían obtener los mismos resultados. Pero al pensar de esta manera se desvirtuaría el papel esencial del Tiempo de origen, que, como hemos visto, se considera un tiempo «fuerte» precisamente porque ha sido en cierto modo el «receptáculo» de una nueva creación. El tiempo transcurrido entre el origen y el momento presente no es «fuerte» ni «significativo» (salvo, bien entendido, los intervalos en que se reactualizaba el tiempo primordial), y por esta razón se le menosprecia o se le trata de abolir23 .
En este ejemplo se trata de un ritual en que los mitos cosmogónicos y de origen se recitan en beneficio de un solo individuo, como en el caso de los curanderos. Pero el «retorno al origen», que permite revivir el tiempo en que las cosas se manifestaron por primera vez, constituye una experiencia de importancia capital para las sociedades arcaicas. Discutiremos esta experiencia en diversos momentos en las páginas que siguen. Pero citemos aquí un ejemplo de recitación solemne de los mitos cosmogónicos y de origen en las festividades colectivas de la isla Sumba. Con motivo de acontecimientos importantes para la comunidad —una cosecha abundante, el fallecimiento de un miembro importante, etc.— se construye una casa ceremonial (marapu), y con este motivo los narradores cuentan la historia de la Creación y de los Antepasados. «Con ocasión de todos estos acontecimientos, los narradores evocan con veneración los ‘comienzos’, es decir, el momento en que se formaron los principios de la cultura misma que se trata de preservar como el más preciado de los bienes. Uno de los aspectos más destacados de la ceremonia es esta recitación, que se presenta en realidad como un intercambio de preguntas y respuestas entre dos individuos en cierto modo homólogos, puesto que se les escoge en dos clanes unidos por lazos de parentesco exogámico. También, en ese instante capital, los dos recitadores representan a todos los miembros del grupo, comprendidos también los muertos, lo que hace que la recitación del mito de la tribu (que debe al mismo tiempo representarse como un mito cosmogónico) beneficiará al conjunto del grupo»24 .
En suma, se trata de rituales colectivos de periodicidad irregular, que comportan la construcción de una casa cultual y la recitación solemne de los mitos de origen de estructura cosmogónica. El beneficiario es la totalidad de la comunidad, tanto los vivos como los muertos. Con ocasión de la reactualización de los mitos, la comunidad se renueva en su totalidad; recobra sus «fuentes», revive sus «orígenes». La idea de una renovación universal operada por la reactualización cultual de un mito cosmogónico está atestiguada en muchas sociedades tradicionales. Nosotros la hemos tratado en El mito del eterno retorno, y volveremos sobre ella en el capítulo siguiente. En efecto, el escenario mítico-ritual de la renovación periódica del Mundo es susceptible de revelarnos una de las funciones principales del mito, tanto en las culturas arcaicas como en las primeras civilizaciones del Oriente.
PRESTIGIO DE LOS «COMIENZOS»
El puñado de ejemplos citados permite captar mejor las relaciones entre el mito cosmogónico y los mitos de origen. Está, ante todo, el hecho de que el mito de origen comienza, en numerosos casos, por un, bosquejo cosmogónico: el mito rememora brevemente los momentos esenciales de la Creación del Mundo, para pasar a narrar a continuación la genealogía de la familia real, o la historia tribal, o la historia del origen de las enfermedades y de sus remedios, y así sucesivamente25 . En todos estos casos, los mitos de origen prolongan y completan el mito cosmogónico. Cuando se trata de la función ritual de ciertos mitos de origen (por ejemplo, en las curaciones, o, como entre los Osage, mitos destinados a introducir al recién nacido en la sacralidad del Mundo y de la sociedad), se tiene la impresión de que su «potencia» les viene, en parte, del hecho de que contienen los rudimentos de una cosmogonía. Esta impresión la confirma el hecho de que, en ciertas culturas (por ejemplo, en Polinesia), el mito cosmogónico es no sólo susceptible de tener un valor terapéutico intrínseco, sino que constituye también el modelo ejemplar de toda clase de «creación» y de «hacer».
Se comprende mejor esta dependencia de los mitos de origen del mito cosmogónico si se tiene en cuenta que, en un caso como en otro, se trata de un «comienzo». Ahora bien: el «comienzo» absoluto es la Creación del Mundo. No se trata, ciertamente, de una simple curiosidad teórica. No basta conocer el «origen», hay que reintegrar el momento de la creación de tal o cual cosa. Ahora bien: esto se traduce en un «retorno hacia atrás», hasta la recuperación del Tiempo original, fuerte, sagrado. Y, como ya hemos visto y lo veremos aún mejor en lo que sigue, la recuperación del Tiempo primordial, que es lo único capaz de asegurar la renovación total del Cosmos, de la vida y de la sociedad, se obtiene ante todo por la reactualización del «comienzo absoluto», es decir, la Creación del Mundo.
Recientemente, Rafaele Petazzoni ha propuesto considerar al mito cosmogónico como una variante del mito de origen. «Se sigue que el mito de creación participa de la misma naturaleza que el mito de origen (…). Nuestro análisis nos ha permitido arrancar al mito de creación de su espléndido aislamiento; deja por ello de ser un hapax genomenon y pasa a formar parte de la numerosa clase de hechos análogos, los mitos de origen»26 . Por las razones que acabamos de recordar, nos parece difícil compartir este punto de vista. Un nuevo estado de cosas implica siempre un estado precedente, y éste, en última instancia, es el Mundo. Es a partir de esta «totalidad» inicial como se desarrollan las modificaciones ulteriores. El medio cósmico donde se vive, por limitado que sea, constituye el «Mundo»; su «origen» y su «historia» preceden a toda otra historia particular. La idea mítica del «origen» está imbricada en el misterio de la «creación». Una cosa tiene un «origen» porque ha sido creada, es decir, porque una potencia se ha manifestado claramente en el Mundo, un acontecimiento ha tenido lugar. En suma, el origen de una cosa da cuenta de la creación de esta cosa.
La prueba de que el mito cosmogónico no es una simple variante de la especie constituida por el mito de origen es que las cosmogonías, como acabamos de ver, sirven de modelo a toda clase de «creaciones». Los ejemp

C.G. JUNG & MIRCEA ELIADE:, ‘PRIESTS WITHOUT SURPLICES’?

C.G. JUNG & MIRCEA ELIADE:
‘PRIESTS WITHOUT SURPLICES’?
Reflections on the Place of Myth, Religion and Science in
Their Work *
Harry Oldmeadow
The decisive question for man is: Is he related to something infinite or not? That is the telling question of his life.
Carl Jung 1 .the history of religions reaches down and makes contact with that which is essentially human: the relation of man to the sacred. The history of religions can play an extremely important role in the crisis we are living through. The crises of modern man are to a large extent religious ones, insofar as they are an awakening of his awareness to an absence of meaning.
Mircea Eliade 2
…the scientific pursuit of religion puts the saddle on the wrong horse, since it is the domain of religion to evaluate science, and not vice verse.
Whitall Perry 3
1. The Life and Work of Mircea Eliade
The academic study of religion over the last half-century has been massively influenced by the work of Mircea Eliade. His scholarly oeuvre is formidable indeed, ranging from highly specialized monographs to his encyclopedic and magisterial A History of Religious Ideas, written in three volumes over the last decade of his life.4 He was recognized throughout the world, elected to many different Academies, showered with honours. Eliade’s erudition was imposing: his own library ran to something over 100,000 volumes and he was certainly not one to buy books for decorative purposes. (I’m told that it is possible in America to buy books by the yard and by colour!) Looking back we get a sense, as we do with Carl Jung, of a life of intellectual heroism, of indefatigable labours and prodigious output. Both Jung and Eliade were pioneers who changed, respectively, the theoretical landscapes of psychology and comparative religion.
Eliade’s attitude to autobiography was much less ambivalent than Jung’s and we have to hand four volumes of personal journals and a two-volumed autobiography. With the journals particularly, one sometimes shares the sentiments of the schoolboy who opened his review of a book on elephants with the words, ‘This book told me more than I wanted to know about elephants.’ Eliade was born in Roma-nia in 1907 and died in Chicago in 1986. His Romanian nationality was a decisive factor in his life and work; from an early age he felt he had one foot in the Occident, the other in the Orient, reflected in the title of the first volume of his autobiography Journey East, Journey West. He developed an early interest in folklore, mythology and religion, and learnt English in order to read Max Muller and J.G. Frazer. At university he mastered Hebrew, Persian and Italian and embarked on a postgraduate study of the influence of Hermeticism and the Kabbalah on Italian Renaissance philosophy. Whilst visiting Italy he read Dasgupta’s famous work The History of Indian Philosophy. So deeply affected was he by this work that he soon left for Calcutta to study Indian philosophy and spirituality under Dasgupta. In Calcutta he immersed himself in Sanskrit and classical Indian philosophy, and developed an interest in the psycho-spiritual disciplines of yoga and tantra. He spent six months at the holy city of Rishikesh, at the foot of the Himalayas, under the guidance of Swami Shivananda. After more than three years in the sub-continent he returned to Romania where he took up teaching and writing. Apart from a shadowy interlude during the war when he carried out diplomatic work in Lisbon, Eliade devoted the rest of his life to writing and teaching about religious phenomena. After the Soviet seizure of Romania he settled in Paris and over the next decade moved from one temporary post to another, living a rather hand-to-mouth existence. The Communist takeover of Romania left him in an exile that was to be permanent. His work was denounced in Romania itself as being ‘obscurantist’, ‘mystic‘ and ‘fascist’.5 (Decoded these words might signify an interest in the past and in religion, and a hostility to Communist totalitarianism.) In the late 40s and early 50s he produced several works which quickly established his international reputation: Patterns in Comparative Religion, The Myth of the Eternal Return, Shamanism: Archaic Techniques of Ecstasy and Yoga: Immortality and Freedom. In 1956 Eliade was invited to the University of Chicago as a visiting professor. He was to remain there for the rest of his life. When he took up a chair in the History of Religions at Chicago it was one of very few such chairs; within 15 years there were at least 25 chairs in the major American universities, nearly all of them occupied by his former students.6 Like Jung, Eliade seems to have understood his own role in somewhat prophetic terms. From his Journal: ‘I feel as though I am a precursor; I am aware of being somewhere in the avant-garde of the humanity of tomorrow or after.’7
2. Eliade, Jung and ERANOS
Eliade was first invited to the annual ERANOS Conferences in 1950 and attended annually until 1962, the year of Olga Froebe’s death, delivering lectures at most conferences. Over the years met figures like Gershon Scholem, Louis Massignon, Raffael Pettazoni, Joachim Wach, D.T. Suzuki, Guiseppe Tucci and many others in the ERANOS constellation. In his journal Eliade recounts his first meeting with Jung at a dinner in an Ascona restaurant:
…he is a captivating old gentleman, utterly without conceit, who is as happy to talk as he is to listen. What could I write down here first of this long conversation? Perhaps his bitter reproaches of ‘official science’? In university circles he is not taken seriously. ‘Scholars have no curiosity,’ he says with Anatole France. ‘Professors are satisfied with recapitulating what they learned in their youth and what does not cause any trouble…’8
In an interview late in his life he again recalled his first
meeting with Jung:
After half an hour’s conversation I felt I was listening to a
Chinese sage or an east European peasant, still rooted in the Earth Mother yet close to Heaven at the same time. I was enthralled by the wonderful simplicity of his presence…9
In 1952 Eliade conducted a lengthy interview with Jung for the Parisian magazine Combat, at a time when Jung’s recently published Answer to Job was provoking a stormy controversy.10 (We remember Gershon Scholem’s only half-jesting remark that Jung had tried to psychoanalyze Yahweh.11) In the same year, Jung read Eliade’s massive work on shamanism and the two had a long and intense conversation about it. They met several times over the next few years, the last occasion being at Kusnacht in 1959 where they had a lengthy conversation in the garden, primarily about the nature of mystical experience. Eliade’s rather fragmentary remarks about this last encounter are not without interest. He tells us that Jung no longer had any interest in therapies and case studies, nor in contemporary theology, but that he retained his appetite for patristic theology. He also notes again Jung’s disenchantment with the scientific establishment:
… now and then it seemed to me that I detected a trace of bitterness. Speaking about the structures of mystical experiences, he declared the medical doctors and psychologists are ‘too stupid or too uncultivated’ to understand such phenomena.12
Eliade’s connections with the Jungian establishment were institutional as well as personal. In the early 50s he was awarded a special grant by the Bollingen Foundation which enabled him and his wife to escape ‘the nightmare of poverty’.13 Several of Eliade’s major works appeared in the Bollingen Series. In 1953 Eliade gave five two-hour lectures at the Jung Institute in Zurich.
There are a great many subjects which commanded the attention of both Jung and Eliade: mythological symbolisms; esoteric spiritual disciplines such as alchemy; the mystical literature of the East; dreams and the structures of the unconscious; the pathologies of modern civilisation, to name a few. One is constantly struck by parallels. For instance, Jung’s work on alchemy and Eliade’s on shamanism both provided a unified view of reality in which physical and psychic energy are two aspects, or dimensions, of a single reality (hence the possibility of para-normal powers and the like).14 In their approach to these subjects both showed a sympathetic receptivity to the spiritual messages of the documents they were studying.
There are also obvious parallels in their biographies: academic resistance to their discoveries; the hostility of particular disciplinary coteries (the Freudians in Jung’s case, the anthropologists in Eliade’s); the importance of ERANOS as a forum where ideas could be ventilated and hypotheses tested amongst kindred spirits; the trips to India, Africa and America; the intrepid exploration of what Eliade calls ‘foreign spiritual universes’. Consider this passage from Eliade’s journal, written in 1959:
These thirty years, and more, that I’ve spent among exotic, barbaric, indomitable gods and goddesses, nourished on myths, obsessed by symbols, nursed and bewitched by so many images which have come down to me from those submerged worlds, today seem to me to be the stages of a long initiation. Each one of these divine figures, each of these myths or symbols, is connected to a danger that was confronted and overcome. How many times I was almost lost, gone astray in this labyrinth where I risked being killed…These were not only bits of knowledge acquired slowly and leisurely in books, but so many encounters, confrontations, and temptations. I realize perfectly well now all the dangers I skirted during this long quest, and, in the first place, the risk of forgetting that I had a goal…that I wanted to reach a ‘center’.15
With a few words changed how easily this could have come from Jung! Let me now turn briefly to one of Eliade’s main tasks, what he called the ‘deprovincialization’ of Western culture by a ‘creative hermeneutics’ which would bring ‘foreign spiritual universes’ within our purview.
3. ‘Deprovincializing’ European Culture in a ‘Crepuscular Era’
In his autobiography Eliade says this:
…the re-entry of Asia into history and the discovery of the spirituality of archaic societies cannot be without consequence…The camouflage or even occultation of the sacred and of spiritual meanings in general characterizes all crepuscular eras. It is a matter of the larval survival of the original meaning, which in this way becomes unrecognizable. Hence the importance I ascribe to images, symbols and narratives, or more precisely to the hermeneutical analysis which describes their meanings and identifies their original functions.16
In his ERANOS Lectures in 1953, which were on earth
symbolism in various cultures, Eliade tells us that he
…tried to show the necessity, or rather the obligation, to study and understand the spiritual creations of ‘primitives’ with the same zeal and hermeneutical rigor used by Western elites with respect to their own cultural traditions. I was convinced that the documents and method of the history of religions lead, more surely than any other historical discipline, to the deprovincialisation of Western cultures.17
There are many parallels here with Jung’s work. For the moment, however, I would like to point out an interesting divergence in their work. For all his sympathetic inquiries into primal mythologies and Eastern spirituality, and despite the importance of his excursions into other cultures, Jung remained resolutely European in his orientation: his intellectual anchorage, so to speak, was always in Europe. This is nicely illustrated by two episodes from his visit to India: the first is his extraordinary reluctance to visit the great saint and sage of Arunacala, Ramana Maharshi, as if he were either skeptical about the status of Ramana, or more likely, that he felt somewhat threatened by the spiritual force to which such a visit would expose him.18 Recall also this passage from Jung:
I had felt the impact of the dreamlike world of India…My own world of European consciousness had become peculiarly thin, like a network of telegraph wires high above the ground, stretching in straight lines all over the surface of an earth looking treacherously like a geographic globe.
He was profoundly disturbed by the thought that the world of Indian spirituality might be the real world and that the
European lived in a ‘madhouse of abstractions’.19 One cannot help but feel that Jung did not fully confront or
assimilate this experience, that he turned his back on India in a self-defensive reflex, so to speak.20 One senses no such inhibition in Eliade’s immersion in Indian spirituality: his
work ratifies his claim that his three years in India were ‘the essential ones in my life. India was my education’.21 Let me say a few words about what Eliade defined as his
‘essential problems: sacred space and time, the structure and function of myth, and the morphology of divine figures’.22 In Jung’s writings, the most common meaning ascribed to ‘myth’ refers to a personal, inner life, a kind of allegorical narrative embedded deep in the psyche. Nevertheless, Jung is sometimes prepared to go beyond purely psychic understandings of myth. One remembers the vivid account in his autobiography of his encounter with the Taos Pueblo Indians in 1925, and in particular, the meeting with an Indian elder named Ochwiay Biano. The elder was bewildered by the attempts of the American authorities to curtail Indian ritual life. The Indians, he claimed, performed an indispensable service for all Americans, and indeed all peoples:
After all, we are a people who live on the roof of the world; we are the sons of Father Sun, and with our religion we daily help our father to go across the sky. We do this not only for ourselves, but for the whole world. If we were to cease practicing our religion, in ten years the sun would no longer rise. Then it would be night forever.23
Jung’s commentary on this:
If for a moment we put away all European rationalism and transport ourselves into the clear mountain air of that solitary plateau…if we also set aside our intimate knowledge of the world and exchange it for a horizon which seems immeasurable …we will begin to achieve an inner comprehension of the Pueblo Indian’s point of view…That man feels capable of formulating valid replies to the overpowering influence of God, and that he can render back something which is essential even to God, induces pride, for it raises the human individual to the dignity of a metaphysical factor.24
Jung also remarks on the way in which our scientific knowledge impoverishes rather than enriches us by cutting us from the mythic world. This anticipates in striking fashion one of the most persistent motifs in Eliade’s work on archaic cultures: the theme of archaic ontology and cosmic responsibility. Jung’s insight into the ‘cosmic meaning of consciousness’ was reinforced during his visit to the Athi Plains near Nairobi, where he more clearly understood man’s responsibility as a ‘second creator’, again a theme which Eliade has pursued indefatigably.25 Jung’s insights into archaic mythologies and cosmologies was undoubtedly of decisive importance in Eliade’s intellectual development. Clearly Eliade, like Joseph Campbell, was influenced by Jung’s work which disclosed what he called a ‘universal parallelism’ of analogous symbolisms and motifs in mythologies from all over the world.26 Eliade repeatedly acknowledges the debt. At points Jung concedes the metaphysical status of myths:
No science will ever replace myth, and a myth cannot be made out of any science. For it is not that ‘God’ is a myth, but that myth is the revelation of a divine life in man. It is not we who invent myth, rather it speaks to us as a Word of God.27
But one finds in Jung the more or less constant attempt to bring archaic cosmology and metaphysics back into the psychic domain while Eliade is prepared to go beyond it. This can be seen in the different senses in which Jung and Eliade use the term ‘archetypes’: for Jung the archetypes are ‘structures of the collective unconscious’ while Eliade uses the term in its neoplatonic sense of exemplary and ‘transhistorical’ paradigms.28 Jung also tended to homologize dreams and myths. In this context, Eliade’s differentiation of the two is suggestive:
The resemblances between dreams and myths are obvious, but the difference between them is an essential one: there is the same gulf between the two as between an act of adultery and Madame Bovary; that is, between a simple experience and a creation of the human spirit.29
Likewise Jung’s interest in the qualitative determinations of time, most notably in his ideas about synchronicity and psychosynthesis,30 remains within the psychic arena while for Eliade sacred time is itself an irreducible category and one altogether indispensable to an understanding of the archaic and mythological modes.31 Jung evinced much less interest in the question of sacred space which has been pivotal in Eliade’s work.
The bringing of other spiritual universes within the ambit of the West was an important but subsidiary task in Jung’s lifework. It has been the motive force in Eliade’s work. The following passage from Myths, Dreams and Mysteries might well stand as a epigraph for Eliade’s work over half a century:
…the ‘exotic’ and ‘primitive’ peoples have now come within the orbit of history, so that Western man is obliged to enquire into their systems of values if he is to be able to establish and maintain communication with them…We have to approach the symbols, myths and rites of the Oceanians or the Africans…with the same respect and the same desire to learn that we have devoted to Western cultural creations, even when those rites and myths reveal ‘strange’, terrible or aberrant aspects.32
Clearly, for Eliade this was not simply a grandiose academic project but one driven by certain existential imperatives, as was the case with Jung’s studies. Consider this, for instance, from Eliade’s Journal:
…it is not some kind of infatuation with the past that makes me want to go back to the world of the Australian aborigines or the Eskimos. I want to recognize myself—in the philosophical sense—in my fellow men.33
Eliade discerns a great divide in the human past, cutting off archaic and historical man from modern man. Archaic man lives in a world whose meaning and value is articulated symbolically, through a mythology which is enacted and re-actualized in ritual and ceremonial life. Historical man is more conscious of himself in time but his world view remains profoundly religious and spiritual. Modern man, by contrast, lives not in an ordered and meaningful cosmos but a chaotic, opaque and mute universe in which he has lost the capacity for religious experience: ‘the desacralized cosmos is a recent discovery of the human spirit.’34 Such is the legacy of a materialistic scientism. These differences are thrown into sharp relief in Eliade’s work by his treatment of archaic and modern ways of understanding time and space.
For the traditional mentality space is not homogeneous, as it is for modern science, but is qualitatively determined. Sacred space, both natural and man-made, is ordered, meaningful and centered, while profane space is chaotic, meaningless and threatening. Sacred space is ‘organized’ round a centre, a point at which hierophanies occur, at which the barriers between the physical, psychic and spiritual dimensions of reality become permeable and transparent. Time too is qualitatively determined, and is cyclical and repeatable, or ‘recoverable’. Space and time are sanctified by their relationship to that which is sacred, which is to say that which is immutable, beyond the world of flux, beyond time and space. Modern conceptions of time and space, on the other hand, are mechanistic, materialistic and one-dimensional. Furthermore, says Eliade, our encounters with other spiritual universes are urgently necessary for our own spiritual health. We must no longer regard them ‘as immature episodes or as aberrations from some exemplary history of man—a history conceived, of course, only as that of
Western man.’35
4. Science, Religion and Personal Faith
I move now to the most problematic part of this paper, a consideration of the place of science, religion and personal faith in the work of Jung and Eliade. Shortly before their falling-out, Freud made the following plea to Jung:
My dear Jung, promise me never to abandon the sexual theory. That is the most essential thing of all. You see, we must make of it an unshakeable bulwark.
To Jung’s somewhat astonished query as to what this bulwark must stand against, Freud replied, ‘Against the black tide of the mud…of occultism.’ In Memories, Dreams, Reflections Jung makes this comment:
Freud, who had always made much of his irreligiosity, had constructed a dogma; or rather, in the place of a jealous God whom he had lost, he had substituted another compelling image, that of sexuality…the ‘sexual libido’ took over the role of a deus absconditus, a hidden or concealed god…The advantage of this transformation for Freud was, apparently, that he was able to regard the new numinous principle as scientifically irreproachable and free from all religious taint. At bottom, however, the numinosity, that is, the psychological qualities of the two rationally incommensurable opposites—Yahweh and sexuality—remained the same…the lost god now had to be sought below, not above.36
Soon after the breakdown of their relationship Freud spoke disparagingly of Jung’s ‘disregard for scientific logic’37 to which Jung might well have replied with the maxim we find in Memories: ‘Overvalued reason has this in common with political absolutism: under its dominion the individual is pauperised.’38 The episode raises several interesting questions about the way Freud, Jung and Eliade positioned themselves in relation to the ideology of modern science and to religion.
For Freud psychoanalysis was a rigorously scientific discipline which must remain uncontaminated by all those modes of understanding which he herded together under the pejorative label of ‘occultism’. Freud’s views on religion are well known and need not be rehearsed here; as Jung noted in Memories Freud saw any expression of spirituality as a function of repressed sexuality.39 Suffice it to say that Freud surrendered to a severely reductionist view altogether characteristic of the late nineteenth intellectual alienated from religious tradition.40 For Jung the problem was much more complex. He rejected the narrow dogmatism and stifling moralism which characterized his father’s faith but affirmed the richness, potency and psychologically liberating elements within Christianity and in esoteric Western traditions such as gnosticism, hermeticism and alchemy.
…all religions [wrote Jung], down to the forms of magical religion of primitives, are psychotherapies, which treat and heal the sufferings of the soul, and those of the body that come from the soul.41
On the other side, Jung rejected the rampant materialism of a profane science whilst retaining his faith in an empirical mode of inquiry. The appeal of psychiatry, he tells us, was precisely that it was a meeting ground for the biological and the spiritual:
Here was the empirical field common to biological and spiritual facts, which I had everywhere sought and nowhere found. Here at last was the place where the collision of nature and spirit became a reality.42
This, of course, anticipates the great Jungian theme of the
reconciliation of opposites.
In Eliade’s work, the opposites present themselves not as the ‘biological’ and the ‘spiritual’ but rather in terms of a set of dichotomies which structure the whole of his agenda: the sacred and the profane; the archaic and the modern; the mythological and the historical; the poetic and the scientific. Eliade’s work as a whole can be seen as a project to recuperate the former mode from each of these pairings. For Eliade the problem of scientific materialism exerted itself largely through the reductionist models of the anthropologists. Eliade’s task was to ‘revalorize’ manifestations of the sacred, to restore to them their experiential and ontological meanings and to resist the ‘audacious and irrelevant interpretations’ of reductionists of every ilk—Marxist, Freudian, Durkheimian, or whatever.43
Such a demystifying attitude [he wrote] ought to be arraigned in its turn, on charges of ethnocentrism, of Western
‘provincialism’, and so, ultimately, be demystified itself.44
Eliade also challenged his own colleagues:
…the majority of the historians of religion defend themselves against the messages with which their documents are filled. This caution is understandable. One does not live with impunity in intimacy with ‘foreign’ religious forms…But many historians of religion end by no longer taking seriously the spiritual worlds they study; they fall back on their personal religious faith, or they take refuge in a materialism or behaviourism impervious to every spiritual shock.45
One of Eliade’s most important contributions to the discipline of religious studies was his insistence on explanatory categories which are sui generis, peculiar to religious phenomena, which are autonomous, so to speak. Here Eliade is much closer to the great German theologian, Rudolf Otto:
…a religious phenomenon will only be recognized as such if it is grasped at its own level, that is to say, if it is studied as something religious. To try to grasp the essence of such a phenomenon by means of physiology, psychology, sociology, economics, linguistics, art or any other study is false; it misses the one unique and irreducible element in it – the element of the sacred. Obviously there are no purely religious phenomena…But it would be hopeless to try and explain religion in terms of any one of these basic functions…It would be as futile as thinking you could explain Madame Bovary by a list of social, economic and political facts; however true, they do not effect it as a work of literature.46
*
One cannot help noticing in the autobiographical writings of both Jung and Eliade a certain reticence about their own religious beliefs and affiliations. Eliade remarked, in an interview late in his life, ‘I made the decision long ago to maintain a kind of discreet silence as to what I personally believe or don’t believe.’47 One obvious possibility is that both felt that too open an affirmation of such beliefs might compromise their academic standing in a milieu which privileged the ideal of a scientific objectivity and detachment, to such an extent, indeed, that one can speak here of a kind of pseudo-cult. Professional pressures and expectations sometimes ‘diluted [Jung’s] most potent observations in deference to a more conventional audience.’48 As Jung himself observed in a frequently cited passage, ‘Today the voice of one crying in the wilderness must necessarily strike a scientific tone if the ear of the multitude is to be reached.’49 Another possibility is that both struggled with the problems of religious faith without ever resolving the many difficult questions which were latent in Nietzsche’s famous pronouncement of ‘the death of God’. We remember the inscription over the doorway at Kusnacht, the maxim which Jung found in the writings of Erasmus: ‘Invoked or not, the god will be present.’ Jung himself said of this inscription:
It is a Delphic oracle though. It says: yes, the god will be on the spot, but in what form and to what purpose? I have put the inscription there to remind my patients and myself: timor dei initium sapientiae (‘The fear of the Lord is the beginning of wisdom.’ Psalm 11.10) 50
Remember also remember Jung’s famous remark, in an
interview in 1955, that
All that I have learned has led me step by step to an unshakable conviction of the existence of God. I only believe in what I know. And that eliminates believing. Therefore I do not take His existence on belief—I know that He exists.51
There seems no doubt that Jung underwent an experience of a transcendent reality: in later life, he tells us, he became almost exclusively concerned with those events and happenings where the ‘imperishable world irrupted into the transitory one’.52 The problem remained: how to describe, define, conceptualize this experience and what place to give it in his professional work? The problem for us is how, precisely, we are to understand Jung’s somewhat contradictory writings about the exact nature and status of the realities he understood to be signalled by terms like ‘archetype’, ‘collective unconscious’ and, perhaps most vexingly, ‘God’. Gerhard Wehr, one of Jung’s several biographers, claims that
In Jung, as in no other psychologist of his time, the superin-dividual was paramount. A decisive role was played by the transpersonal, not only as a biologically and instinctually grounded driving force, but as an ‘archetype’, a physical, mental and spiritual motive power that points beyond man precisely by engaging him in a lifelong process of maturation.53
This kind of formulation, it seems to me, wants to have it
every which way: the ‘superindividual’ is subsumed in the term ‘archetype’ which then becomes, simultaneously, ‘a physical, mental and spiritual motive force’. This amounts to hedging one’s bets.
5. The Traditionalist Critique of Jung and Eliade
Jung’s work was attacked from the scientific side as being ‘symbolistic’, ‘mystical’, ‘occultist’ and the like, just as Eliade’s work in turn has been attacked as ‘Jungian’ and ‘Catholic’, lacking in ‘objectivity’, and motivated by ‘unscientific zeal’.54 These kinds of criticisms are of no interest in the present context. Much more disturbing, from my point of view, are the charges that have been pressed by exponents of the traditional religious outlook. The most incisive of these critics are traditionalists such as René Guénon, Ananda Coomaraswamy, Frithjof Schuon and Titus Burckhardt. I do not have time here to rehearse the premises from which such thinkers start—we may turn to this in the discussion later. Let us look briefly at a few of the criticisms that have been made. There are, it seems to me, four kinds of criticisms which deserve our attention. I shall flag these criticisms by identifying their targets: pan-psychism; the denial of metaphysics; the tyranny of the ego; the repudiation of traditional religion.
From a traditionalist perspective the first problem is that Jung’s writings often seem to confound the psychic and the spiritual. In Jung’s case it is a matter at times of reducing the spiritual to the level of the psychic (a form of psychologism), and at others of elevating the psychic to the level of the spiritual, or, to put the same point differently, of deifying the unconscious.55 In Memories Jung states that
All comprehension and all that is comprehended is in itself psychic, and to that extent we are hopelessly cooped up in an exclusively psychic world.56
It is difficult to find in Jung’s writings a completely unequivocal affirmation of the objective and supra-psychic reality of the numen, to borrow a term from Otto, a figure who significantly influenced both Jung and Eliade.57 In the interview conducted by Eliade for Combat, Jung does say this:
Religious experience is numinous, as Rudolf Otto calls it, and for me, as a psychologist, this experience differs from all others in the way it transcends the ordinary categories of time, space and causality.58
However, many of his formulations on this subject are ambivalent. It is also undoubtedly true that a great many people, including Christian theologians, have used Jung’s sometimes confusing ruminations as a theoretical platform for a wholesale psychologizing of religion—Don Cuppitt, to name but one popular exponent of the view that religion needs no metaphysical underpinnings.59 This is to be guilty of what Frithjof Schuon has called the ‘psychological imposture’, which he castigates in these terms:
… the tendency to reduce everything to psychological factors and to call into question not only what is intellectual and spiritual…but also the human spirit as such, and therewith its capacity of adequation and still more evidently, its inward illimitation and transcendence…Psychoanalysis is at once an endpoint and a cause, as is always the case with profane ideologies, like materialism and evolutionism, of which it is really a logical and fateful ramification and a natural ally.60
Schuon’s reference to materialism and evolutionism alert us to these two 19thC bugbears (still very much with us, alas!) which occasionally raise their ugly heads in Jung’s writings. Even in the autobiography written near the end of his life, Jung is capable of a kind of scientistic gobbledygook which betrays a failure to break free from the stultifying effects of these prejudices. Two examples: ‘Consciousness is phylogenetically and ontogenetically a secondary phenomenon’.61 (This is a variant on the preposterous evolutionist inversion whereby the ‘flesh’ becomes ‘word’.) Likewise in his Introduction to The Secret of the Golden Flower, Jung descends into Darwinian hocus-pocus when he suggests that the analogical relationships of symbolic vocabularies and mythological motifs across many different cultures derives from ‘the identity of cerebral structures beyond all racial differences’.62 Here the psychic domain seems to have itself been reduced to nothing more than an epiphenomenon of a material substrate. This is Jung at his worst, surrendering to a materialistic scientism which he elsewhere excoriates.
In Psychology and Religion Jung staked out his most
characteristic position on metaphysics:
Psychology treats… all metaphysical… assertions as mental phenomena, and regards them as statements about the mind and its structure that derive ultimately from certain unconscious dispositions. It does not consider them to be absolutely valid or even capable of establishing metaphysical truth…Psychology therefore holds that the mind cannot establish or assert anything beyond itself.63
In similar vein, this:
I am and remain a psychologist. I am not interested in anything that transcends the psychological content of human experience. I do not even ask myself whether such transcendence is possible…64
Jung, to his credit, was not always able to hold fast to this position. In 1946, for example, he was prepared to write that ‘archetypes…have a nature that cannot with certainty be designated as psychic’, and that the archetype is a ‘metaphysical’ entity not susceptible to any unequivocal (ie. ‘scientific’) definition.65 The ‘status’ of archetypes is a critical issue, particularly if we take the following kind of claim seriously: ‘The basis of analytical psychology’s significance for the psychology of religion…lies in C.G. Jung’s discovery of how archetypal images, events and experiences, individually and in groups, are the essential determinants of the religious life in history and in the present.’66 From a traditionalist point of view there are two problems: the first is the suggestion, not hard to find in Jung’s writings, that the psychic domain contains and exhausts all of supra-material reality, a view we have already designated pan-psychism. But even when Jung retreats from this position (as in the passage just cited), he still insists that the psychic is the only supra-material reality that we can explore and know. From the viewpoint of traditional metaphysics this amounts to nothing less than a denial of the Intellect, that faculty by which Absolute Reality can be apprehended, and to which all traditional wisdoms testify.67 What of ‘God’? Jung’s position, at least as Aniela Jaffé recalls it, is subtle but clear: ‘God’ and ‘the unconscious’ are inseparable from the point of view of the subject but not identical. One of Jung’s most careful formulations on the subject goes like this:
This is certainly not to say that what we call the unconscious is identical with God or set up in his place. It is simply the medium from which religious experience seems to flow.
So far so good. The problem arises in what follows: ‘As to what the further cause of such experience may be, the answer to this lies beyond the range of human knowledge.’68 Elsewhere he affirmed that, ‘the transcendental reality…[beyond] the world inside and outside ourselves…is as certain as our own existence.’69 Nevertheless, it necessarily remains an unfathomable mystery. In denying the possibility of intellection and of absolute certitude concerning metaphysical realities Jung again falls foul of the traditional-ists. Compare Jung’s notion that we ‘are hopelessly cooped up in an exclusively psychic world’ and that the cause of religious experience ‘lies beyond human knowledge’ with
this kind of claim from Frithjof Schuon:
The distinctive mark of man is total intelligence, that is to say an intelligence which is objective and capable of conceiving the absolute…This objectivity…would lack any sufficient reason did it not have the capacity to conceive the absolute or infinite…70
Or, even more succinctly,
The prerogative of the human state is objectivity, the essential content of which is the Absolute. There is no knowledge without objectivity of the intelligence…71
Furthermore,
This capacity for objectivity and absoluteness is an anticipated and existential refutation of all the ideologies of doubt: if man is able to doubt, this is because certitude exists; likewise the very notion of illusion proves that man has access to reality.72
Another stumbling block for traditionalists concerns the relationship of the empirical ego and consciousness. Ananda Coomaraswamy signals the problem when he writes,
The health envisaged by empirical psychotherapy is a freedom from particular pathogenic conditions; that envisaged by sacred or traditional psychology is freedom from all conditions and predicaments.73
In other words, Jung sought to rehabilitate the empirical ego
rather than to dismantle it. From a traditionalist point of view Jung hoists himself on his own petard when he writes ‘To us consciousness is inconceivable without an ego…I cannot imagine a conscious mental state that does not relate to the ego…’74 Daniel Goleman elaborates the cardinal point:
The models of contemporary psychology… foreclose the acknowledgement or investigation of a mode of being which is the central premise and summum bonum of virtually every Eastern psycho-spiritual system. Called variously Enlightenment, Buddhahood…and so on, there is simply no fully equivalent category in contemporary psychology.75
Fourthly, several traditionalists, most notably Phillip Sherrard, have argued that Jung’s covert and perhaps not fully conscious agenda was nothing less than the dethronement of Christianity in all of its traditional and institutional forms, and its replacement by a kind of quasi-religious psychology for which Jung himself was a ‘prophetic’ voice. A variant of this particular kind of argument has been elaborated by Philip Rieff and is adumbrated in the following passage:
After the failure of the Reformation, and the further fragmentation of Christianity, the search was on for those more purely symbolical authorities to which an educated Christian could transfer his loyalty from the Church. Biblicism gave way to erudition, erudition to historical liberalism, and the latter to a variety of psychological conservatisms, of which Jung’s is potentially the most attractive for those not entirely unchurched.76
This kind of argument would seem to have some cogency when we recall some of Jung’s many explanations of his own relationship to religion. Take this, for example, from a letter written in 1946:
I practice science, not apologetics and not philosophy…My interest is a scientific one…I proceed from a positive Christianity that is as much Catholic as Protestant, and my concern is to point out in a scientifically responsible way those empirically tangible facts which would at least make plausible the legitimacy of Christian and especially Catholic dogma.77
The traditionalist response to this kind of claim is quite
implacable. Thus Schuon:
Modern science…can neither add nor subtract anything in respect of the total truth or of mythological or other symbolism or in respect of the principles and experiences of the spiritual life…We cannot be too wary of all these attempts to reduce the values vehicled by tradition to the level of phenomena supposed to be scientifically controllable. The spirit escapes the hold of profane science in an absolute fashion.78
In the light of these kinds of criticisms it is not hard to see why one traditionalist has suggested that ‘In the final analysis, what Jung has to offer is a religion for atheists…’,79 or why Rieff claims that Jung’s thought amounts to ‘a religion for heretics’.80 In a wonderfully ambiguous phrase, a Do-minican admirer of Jung called him ‘a priest without a surplice’.81 It was meant as a compliment but if we take the lack of a surplice as signifying Jung’s detachment from any religious tradition then the epithet carries a different freight.
(To make the same point differently, ‘a priest without a surplice’ is no priest at all.) On theological questions Mircea Eliade often retreats into a post-Nietzschean kind of credo. In 1965, for example, he wrote this;
In a ‘world’ composed of billions of galaxies…all the classical arguments for or against the existence of God seem to me naive and even childish. I do not think that, for the moment, we have the right to argue philosophically. The problem itself should be left in suspension as it is. We must content ourselves with personal certitudes, with wagers based on dreams, with divinations, ecstasies, aesthetic emotion. That also is a mode of knowing, but without arguments…82
Eliade only reveals something of his personal religious beliefs in informal mode in his autobiographical writings, almost, one feels, when he is caught off guard. Like Jung he was often prepared to state things more directly face to face than he was in more professional contexts. In an interview with Claude-Henri Rocquet, Eliade put the matter quite unequivocally:
If God doesn’t exist, then everything is dust and ashes. If there is no absolute to give meaning and value to our existence, then that means that existence has no meaning. I know there are philosophers who do think precisely that; but for me, that would be not just pure despair but also a kind of betrayal. Because it isn’t true, and I know that it isn’t true.83
However, Eliade’s apparent lack of any personal commit-
ment to a religious tradition and his failure to understand the full implications of the many scriptures and sacred writings in which he immersed himself have been trenchantly criticized by traditionalists. David Lake thus: ‘One has the impression of an uprooted and genial academic busily drifting from article to article, without inward centre or the intellectual discrimination to master his prodigious mental fertility.’84 Rama Coomaraswamy is even harsher: ‘The man is a dilettante, a mere scholar, and in outlook, a totally profane person. When I say he is a dilettante, I refer to the spiritual realm.’85 Both reviewers accuse Eliade of a kind of psychologism but take no account of Eliade’s own exposure of psychological relativism. In No Souvenirs, for instance (the book under review by both Coomaraswamy and Lake) Eliade has this to say:
Psychoanalysis justifies its importance by asserting that it forces you to look to and accept reality. But what sort of reality? A reality conditioned by the materialistic and scientific ideology of psychoanalysis, that is, a historical product…86
6. Jung and Eliade in Perspective
Where does all this leave us? Considered from the traditionalist perspective both Jung and Eliade can be accused of a kind of ‘humanism’ with quasi-religious trappings; from this point of view they are implicated in the destruction of religion begun by the materialistic and humanistic sciences of the Renaissance and more or less completed by Darwinian evolutionism and Freudian psychoanalysis. As Ananda Coomaraswamy so neatly put it, ‘While nineteenth century materialism closed the mind of man to what is above him, twentieth century psychology opened it to what is below him.’87 Certainly I cannot accept either Jung or Eliade as sages or prophets: they both, it seems to me, exemplify some of the confusions of the age in their life and work. I am not much impressed by the ‘prophetic’ tone which each sometimes strikes in writing of their own work. Our age has not been much blessed by either sages or prophets, and it is perhaps not surprising that both Jung and Eliade have sometimes been mistaken for such. The fact that they cannot live up to the claims of their more extravagant admirers is no reason to dismiss or ignore their work which has a richness and depth not often found amongst the self-styled savants of our times. Both Jung and Eliade were profoundly concerned with man’s position in a world in which science had stripped the cosmos of meaning, apparently eroded the pillars of religious faith, and robbed man of his spiritual dignity. Whatever our views on some of the questions I have been canvassing, we should be grateful to both Jung and Eliade for rescuing their respective disciplines from the clutches of the materialists and their accomplices, and for their attempts to bridge the apparent chasm between traditional religion and modern science. They each have a great deal to say to us. Nevertheless, if we are to draw what is valuable from their work we need to maintain a sense of proportion and to apply a discernment which, I believe, can only be drawn from the treasuries of metaphysical and spiritual teachings found within each of the integral religious traditions. As for Jung, I cannot improve on Philip Novak’s carefully considered judgement:
Of Jung’s enduring value, however, there can be no doubt. For modern psychotherapy and the religious quest alike, he dug a seed-bed from which much life-giving and soul-invigorating insight has sprung…But Jung yearned for absoluteness and for Truth—he so wanted to bring a saving message to man—and the clash of this yearning with his avowed vocation, that of empirical scientist and physician, created a lifelong battle of forces within his breast. These tensions spilled over to the printed page, not least when Jung had there to confront the Asian systems which adumbrated the spiritual completion of psychological man that he sought, but with doctrines and methods he could not accept.88
The more crucial general point towards which Novak’s assessment points is one which the twentieth century is determined to ignore. It has been precisely stated by Frithjof Schuon:
Outside tradition there can assuredly be found some relative truths or views of partial realities, but outside tradition there does not exist a doctrine that catalyzes absolute truth and transmits liberating notions concerning total reality.89
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EL SONIDO MÍSTICO DEL MANTRA

EL SONIDO MÍSTICO DEL MANTRA

                                                                              Por Mircea Eliade

    Mircea Eliade es uno de los máximos historiadores de las religiones. Una de sus obras más trascendentes es El yoga. Inmortalidad y libertad; allí Mircea Eliade recorre los poderes de los sonidos místicos, que en la Antigua India o el Tibet se asocian con el término mantra. Aquí, en este nuevo momento de Temakel,  presentamos un fragmento de esa obra que nos estimulará a meditar en la naturaleza del sonido mántrico y su vínculo con la intuición de lo sagrado. 

EL SONIDO MÍSTICO DEL MANTRA

                                                                              Por Mircea Eliade

    El valor de los “sonidos místicos” se conocía desde los tiempos védicos. Desde el Yajurveda, OM, el mantra por excelencia, goza de un prestigio universal: se le ha identificado con brahman, con el veda, con todos los grandes dioses; Patañjalu consideraba que expresaba a Isvara. Y es inútil recordar las especulaciones sobre Vak (la palabra), sobre el valor creador de las formas rituales. Apuntemos solamente que en los Brahmana se encuentran ya algunos mantras tántricos. Pero es sobre todo el tantrismo, tanto budista como sivaista, el que elevó los mantras y los  dharani a la dignidad de un vehículo de salvación (mantrayana).

  Es importante distinguir varios aspectos de esta moda universal de la formula sagrada, moda que culminó por una parte, en las más altas  especulaciones sobre los “sonidos místicos” y, por otra parte, al molino de plegarias lamaístas. Ante todo debe considerarse el inevitable “éxito popular” de dicho método, la aparente facilidad de obtener la salvación o al, menos, de lograr merito, repitiendo mantra y dharani. No insistiremos en este fenómeno de vulgarización y degradación de una técnica espiritual; es bien conocido en la historia de las religiones y, en todo caso, no es un “éxito popular” el que puede brindarnos el secreto del mantrayana. El valor practico y la importancia filosófica de los mantra obedecen a dos tipos de hechos: en primer lugar, la función yóguica de los fenómenos, utilizados como “soportes” para la concentración; y, en seguida, la aportación tántrica: la elaboración de un sistema gnóstico y de una liturgia interiorizada al revalorizar las tradiciones arcaicas sobre “el sonido místico”.

  La dharani, literalmente, “la que sostiene o encierra”, servía ya en los tiempos védicos como soporte y defensa para la concentración (dhatrana); de ahí los otros nombres que recibe: kavaca y taksa, “protección”, “coraza”. Par los profanos, las dharani son talismanes: protegen contra los demonios, las enfermedades y los maleficios. En cambio para los ascetas, los yoguines, los contemplativos, las dharani se vuelven instrumentos de concentración, sea que acuerden al ritmo del pranayama, o sea que las repita mentalmente durante las fases de la respiración. A veces se adivina el sentido de alguna palabras mutiladas (amale, vimale, home, vame kale,eytc.) que expresan los conceptos de pureza, nieve, etc,  que sugiere el acto de desgarrar, de tallar, etc) pero en la mayoría de las casos se trata de fonemas extraños e ininteligibles: hrim, hram, hrum, phat, etc. Como es probable que las dharani se hayan utilizado durante meditaciones regidas por el pranayama, la invención fonética, forzosamente limitada a cierto número de sílabas, se compensaba con la profunda resonancia interior de esos  “sonidos místicos”. Sin importar cuál sea el origen histórico de las dharani, estas tenían ciertamente el valor de un lenguaje secreto, iniciatico. En efecto, esos sonidos solo revelaban su mensaje durante la meditación. Para el profano, las dharani permanecían inútiles: su “sentido” no pertenecía al lenguaje racional, aquel que sirve a la comunicación de las seculares. Una dharani, un mantra solo revelaban  su significación si se pronunciaban de acuerdo con las reglas y se asimilaban, es decir, se descubrían, “despertaban”. Este proceso se entenderá mejor cuando abordemos la metafísica que subyace al mantrayana.

  Los fonemas descubiertos durante la meditación expresa quizá estados de conciencia de estructura “cósmica”, difíciles de formular por medio de una terminología profana. En la época védica se conocía ya experiencias de este tipo, aunque los escasos documentos que nos las hayan transmitido se contentaban más bien con alusiones, en forma de imágenes y símbolos sobre todo. Nos encontramos ante una técnica espiritual netamente arcaica: ciertos “éxtasis cósmicos” de los chamanes se expresan mediante invenciones fonéticas ininteligibles que culminan a veces en la creación de un “lenguaje secreto”. Se trata, pues, de experiencias solidarias en cierto modo del descubrimiento del lenguaje y que, con ese regreso extático a una situación primordial, provocan el estallido de la conciencia diurna. Todo el esfuerzo del yoguin tántrico se emplea para “despertar” esa conciencia primordial y redescubrir la plenitud que precedió al lenguaje y la conciencia del tiempo. La tendencia hacia “un redescubrimiento del lenguaje” para revalorizar íntegramente la experiencia profana, se traduce en el tantrismo sobre todo por la utilización de los “léxicos secretos”.

  Las dharani, como los mantras, se aprenden  “de boca del maestro” (guruvaktratah); no se trata, pues, de fonemas pertenecientes al lenguaje profano o que puedan aprenderse de los libros: uno debe “recibirlos”. Pero una vez recibidos de la boca del maestro, los mantra tienen poderes ilimitados. Un texto tántrico de primer orden, como es el Saghanamala no vacila en afirmar: “¿Hay algo que no pueda realizarse con los mantra si se los aplica conforme a las reglas?”. Se puede incluso adquirir la condición de Buda. El mantra lokanatha, por ejemplo, puede absolver los mas grandes pecados y el mantra ekajata es tan poderoso que, en el momento mismo en que se pronuncia, el iniciado está a salvo de cualquier peligro y alcanza la santidad de Buda. Todos los siddhi sin excepción-desde el éxito en el amor hasta la realización de la salvación -se obtienen con esas fórmulas místicas. Aun la ciencia suprema puede obtenerse directamente, sin estudios, mediante la pronunciación adecuada de ciertos mantras. Sin embargo, la técnica no es fácil: la pronunciación está precedida por una purificación del pensamiento; el practicante debe concentrarse en cada una de las letras que componen el mantra, evitar la fatiga, etc.

  La eficiencia ilimitada de los mantras se debe al hecho de que son (o al menos pueden convertirse, mediante una recitación correcta) los “objetos” que representan. Cada dios, por ejemplo, y cada grado de santidad poseen un bijamantra, un “sonido-místico”, que su “semilla”, su “soporte”, es decir, su ser mismo. Al repetir, conforme a las reglas, ese bija-mantra el practicante se apropia de su esencia ontológica, se asimila de manera concreta e inmediata al dios, el estado de santidad, etc. Sucede incluso que una metafísica completa se concentre en un mantra. …Podía dominarse toda la metafísica prajnaparamita murmurando la sílaba pram.

  Empero, no se trata de un “resumen”  de la prajnaparamita, sino de la asimilación directa y global de la “Verdad del Vacío Universal” (sunyata) bajo la forma de una “Diosa”. Porque el Cosmos entero, con todos sus dioses, sus planes y sus modos de ser, se manifiesta en cierto número de mantra; el Universo es sonoro, de la misma forma en que es cromático, formal, sustancial, etc. Un mantra es un “símbolo” en el sentido arcaico del término: es al mismo tiempo la “realidad” simbolizada y el “signo” que simboliza. Existe una “correspondencia” oculta entre, por una parte, las letras y las sílabas  “místicas” (las matrka, “las madres”, y los bija, las semillas”) y los órganos sutiles del cuerpo humano, y por otra parte entre estos órganos y las fuerzas divinas latentes o manifiestas en el Cosmos. Al trabajar sobre un “símbolo” se “despiertan” todas las fuerzas que le corresponden a todos los niveles del ser, entre el mantrayana y la iconografía, por ejemplo, hay una perfecta correspondencia; porque a cada plano y a cada grado de santidad corresponden una imagen, un color y una letras especiales. Al meditar en el color o el sonido “místico” que lo representa, se penetra en cierta modalidad del ser, uno absorbe o se incorpora un estado yóguico, un dios, etc. Los “soportes” son homologables; se puede partir de cualquier soporte, empleando cualquier “vehículo (imágenes, mantrayana,etc.) para asimilarse la modalidad ontológica o la manifestación divina que se desea adquirir. Entre sus planos múltiples hay continuidad, pero una continuidad mística, es decir, que solo puede realizarse en algunos “centros”.  El Cosmos, tal como se revela en la concepción tántrica, es una vasto tejido de las fuerzas mágicas y las mismas fuerzas pueden despertarse u organizarse en el cuerpo humano mediante las técnicas de la fisiología mísitca.

  Cuando Vasubandhu decía, en su tratado Bodhisattvabhumi que el verdadero sentido de los mantras reside en su falta de significación y que, al meditar en esas no-significación, se llega a comprender la irrealidad ontológica del Universo, traducía en función de su propia filosofía una experiencia cuyo valor profundo se le escapaba o le interesaba mucho. Porque, si bien es cierto que la repetición de los mantra anulaba la “realidad” del mundo profano, no es más que un primer paso del espíritu, indispensable para desembocar en una realidad más profunda. Toda repetición indefinida conduce a la destrucción del lenguaje; en algunas tradiciones místicas, esa destrucción parece ser las condición para las experiencias posteriores. (*)

(*) Fuente: Mircea Eliade, El yoga. Inmortalidad y libertad, México, Fondo de Cultura económica, pp.160-163.

Ashoka contra la intolerancia religiosa,

(edicto rupestre XII)
MIRCEA ELIADE
Historia de las creencias y las ideas religiosas, IV, pág.581
Cristiandad, Madrid 1980 Ashoka (c.a. 274-232) fue un rey filósofo que tras una guerra se arrepintió de la violencia desatada y se dedicó a la educación moral propia y de su pueblo, publicando sus “edictos rupestres” por todas las fronteras. Su doctrina es el Dharma o sentido de piedad y rectitud de vida.

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El rey Priyadarshi honra por igual a todos los hombres de todas las religiones, miembros de órdenes religiosas y laicos, con dones y muestras varias de estima. Pero no estima tanto los dones o los honores como el crecimiento en las cualidades esenciales a la religión en los hombres de todas las creencias.
Este crecimiento puede adoptar muchas formas, pero su raíz consiste en evitar que la forma de expresarse venga a ensalzar la propia creencia y a desacreditar indebidamente la creencia de otros o, cuando la ocasión es adecuada, inmoderadamente.

Las creencias de los demás merecen siempre ser respetadas por un motivo o por otro. Al rendirles honor, se exalta la propia creencia y se rinde al mismo tiempo un servicio a la creencia de los demás. Actuando de otro modo, se hace injuria a la propia creencia y se causa menoscabo a la de los demás. Porque si un hombre ensalza su propia creencia y desacredita las demás por devoción a la suya y porque quiere glorificarla, causa serio daño a su propia creencia.

En consecuencia, sólo la concordia es recomendable, pues mediante la concordia pueden los hombre aprender y respetar la concepción del Dharma aceptada por los demás.

El rey Priyadarshi quiere que los hombres de todas las creencias conozcan las doctrinas de los demás y adquieran así doctrinas coherentes. Los que están apegados a sus propias creencias han de saber que el rey Pridayarshi no valora tanto los dones o los honores como el crecimiento de las cualidades esenciales a la religión de los hombres en todas las creencias.

El objeto de estas medidas es la promoción de la creencia particular de cada hombre y la glorificación del Dharma.

Citas-3873

Por suerte, mi esposa es rumana y desempeña el papel, si se quiere, de la patria porque entre nosotros hablamos en rumano. Así pues, la patria para mí es la lengua que hablo con ella y con mis amigos, pero ante todo con ella; la lengua en la que sueño y en la que escribo mi Diario.

(La prueba del laberinto)

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Permítame confesarle, con toda sinceridad, el motivo principal por el que no puedo aceptar la invitación: el silencio sistemático al que está sometida mi obra literaria, histórica y filosófica en Rumania. He publicado más de cincuenta libros, traducidos a catorce idiomas, entre ellos el polaco, el serbocroata y el húngaro. Sólo en ediciones de bolsillo se han imprimido 1.500.000 ejemplares. La mayoría de estos libros son inaccesibles en Rumania. Además han aparecido tres monografías y más de veinte tesis doctorales acerca de los diversos aspectos de mi obra y otros cinco libros aparecerán este año en los EE. UU., Francia, Holanda e Italia. Respecto a los estudios y artículos que me han dedicado, hace mucho que ya no llevo la cuenta; los recopila un diligente bibliógrafo americano.

En Rumania, por el contrario, mis escritos nuevos y antiguos se desconocen. Una vez cada dos o tres años aparece algún breve artículo, por regla general, en revistas de provincias. Sé que este silencio sistemático no se debe a la falta de interés de los críticos por mis libros. Hasta mí han llegado muchos estudios críticos firmados por autores de renombre que no han podido ver la luz de la imprenta.

Habría mucho más que decir, pero me detengo aquí…

(Carta al embajador rumano en los EE. UU., 28-4-77)

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Todo lugar de nacimiento constituye una geografia sacra. Para quienes lo abandonaron, la ciudad de la infancia y la adolescencia se convierte siempre en una ciudad mítica. Para mí, Bucarest es el centro de una mitología inagotable. A través de esa mitología he llegado a conocer su auténtica historia y, quizá, la mía propia.

(La prueba del laberinto)

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        En estos últimos veinte años se me han roto muchas veces las gafas de lejos pero nunca las de leer. Los cristales estaban un tanto gastados, ahumados en el borde, pero no me decidía a cambiarlas. Y ahora, de pronto, comprendo el porqué. Estas gafas son el último objeto que tengo todavía de mi país. Ya no me queda nada más, ni siquiera un «recuerdo», ni una fotografía de mi familia ni mía. Por supuesto que tengo algunos libros de mi biblioteca de Bucarest y casi todos los libros que publiqué allí, pero no los tengo a mi lado, no puedo llevarlos conmigo.

Eliade y Maitreyi en Chicago, 1973.

(Diario, 28-10-59)

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Me atrevo a contradecirle hablándole de tantos grandes poetas de nuestros países del Este, como Eminescu, Blaga, Petofi, etc., condenados al anonimato o, en el mejor de los casos, a ser un simple nombre en el Larousse solamente por haber escrito en lenguas provincianas, sin circulación. Y él, que tiene la suerte de poder expresarse en una lengua universal como es el francés, le vuelve la espalda y escribe en occitano… Le recuerdo a Bernard Shaw, a Yeats, a Joyce. ¿Habrían llegado a ser escritores de renombre universal si hubiesen escrito en irlandés?

(Diario, 10-8-50)

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Cuando hace cinco años comencé a escribir La noche de San Juan, no sabía casi nada salvo el final. Sabía que, a los doce años, Stefan volvería a encontrar a Ileana, en otro bosque y que reconocería el coche que (según creía él) había desaparecido o que tenía que desaparecer en el bosque de Baneasa, la noche de San Juan de 1936. Los doce años constituían, en mi mente, un ciclo perfecto, cerrado, homologable a los ciclos cósmicos (el Gran  Año, etc.) El encuentro de 1948 habría de redimir todas las pruebas y sufrimientos de ambos. Hasta el último momento, incluso después de haber empezado a escribir el capítulo final y cuando me acercaba al encuentro del bosque de Royaumont, creí que ese encuentro significaría, para uno y otro, el principio de una «vida nueva» (renovatio). Había homologado «la búsqueda» de Stefan con una búsqueda iniciática. El encuentro de Ileana equivalía al cumplimiento de la iniciación (afrontar victoriosamente todas las «pruebas y experiencias» iniciáticas). Pues bien, hoy he comprendido que se trata de otra cosa. Stefan estaba obsesionado por «el coche que tenía que desaparecer a media noche», el coche con el cual «tenía que haber ido Ileana» en 1936 a Baneasa. Más que el incomprensible amor por Ileana (incomprensible porque él seguía estando enamorado de Ioana), lo extraño del enuentro de Baneasa es la obsesión por el coche. Pero todo se explica si el coche de Ileana (coche real en Royaumont, 12 años más tarde) es la cuna de la muerte de ambos. Ileana, según creo yo ahora, no lo ama. «La búsqueda» (The Quest) de Stefan era, por tanto, la búsqueda de la Muerte. Ileana se muestra lo que era desde el principio: un ángel de la Muerte (solo que, al principio, sin el coche real, su auténtico destino no podía ser perceptible). Los coches tienen una función arquetípica en la novela y el lector perspicaz observará en seguida que siempre que aparece la imagen de un coche, hay «una ruptura de nivel» y los destinos se deciden o se vuelven perceptibles. El simbolismo de la muerte se me impone al escribir el último capítulo. Todavía no sé si morirán los dos en un accidente, esa noche, aunque ese final es el único plausible. ?tefan «ha resuelto todos los misterios» (la señora Zissu, Partenie, etc.); en el plano anecdótico, esa «comprensión» corresponde a la «última comprensión» del sabio, que siempre es su losa sepulcral (en cierto sentido, la vida ya no tiene sorpresas para él; es un «muerto en vida»). La existencia histórica de Stefan dejaría de tener sentido sin Ileana, una vez que ha logrado encontrarla. Pero si cree que Ileana ya no lo quiere, no le queda ya  nada que hacer aquí, en el mundo.

Pero puede ser que, en el último momento, se me imponga otra solución, ni yo mismo sé cuál. Porque el simbolismo de la Muerte lo permite todo: extinción o regeneración, un verdadero incipit vita nova. Ya veré.

(Diario, 26-6-54)

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La legión ha destruido a toda la generación y ha llevado al fracaso a todos los que tuvieron contacto con ella, siquiera fuera esporádicamente.

(Diario, 18-9-45)

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            Los comunistas que incendian iglesias son unos bárbaros, lo mismo que los fascistas que persiguen a los judíos. Miren a la derecha: en Alemania hombres decapitados, en Italia pensadores acosados, sacerdotes cristianos torturados; en Alemania judíos expulsados.

Miren a la izquierda: en Rusia los sacerdotes cristianos son llevados ante el pelotón de ejecución, la libertad de expresión penada con la muerte; en París los comunistas lo arrasan todo.

(14-2-34, Credinta)

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-Si esperamos a liberarnos por la muerte, no habremos ganado nada. El problema es liberarnos del vientre de la ballena en vida en el Tiempo, en la Historia…

          -¿Pero por qué hablas del vientre de la ballena? -le preguntó Ileana volviendo a la realidad.

          Stefan se levantó de la silla y se echó a reír; su risa era tranquila e infantil.

          -Es una imagen que utilizo a veces, cuando me enfrasco en los problemas de la economía política. Entonces tengo la impresión de encontrarme en el estómago de un gigantesco cetáceo que cubriera toda la superficie de la tierra. Desde el vientre de la ballena, asisto a la ingestión de los materiales alimenticios, a su digestión y a su evacuación, incluso transformados en productos de uso secundario… Y, perdido en el vientre de la ballena, le rezo a Dios para que mantenga vivo, intacto, para no ser digerido por los problemas de la economía política hasta el momento en que escape y vuelva a ver la luz del día, afuera…

          -Si dices que tu ballena cubre toda la tierra, ¿cómo puedes tener esperanzas de escapar vivo de su vientre? -se detuvo un instante, bajó los ojos y añadió rápidamente-: Por la muerte, sí, lo entiendo… Por la muerte puede que nos liberemos…

          Stefan se paró delante de ella y se quedó mirándola.

          -Precisamente eso era lo que te preguntaba hace un momento, si de verdad crees que sólo mediante la muerte podemos liberarnos del Tiempo y de la Historia. De ser así, la existencia humana perdería su sentido. En ese caso, nos encontraríamos aquí en la vida, en la historia, por error. Si sólo la muerte nos permite salir del Tiempo y de la Historia, la realidad es que no salimos a ninguna parte. Lo único que hacemos es volver a la nada…

(La noche de San Juan)

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    En realidad, la tragedia de mi vida puede reducirse a la siguiente fórmula: soy un pagano, un perfecto pagano clásico que intenta cristianizarse. Para mí, los ritmos cósmicos, los símbolos, los signos, la magia y el erotismo existen más y de forma más inmediata que el problema de la redención. Pero he dedicado lo mejor de mí a este problema sin poder dar un solo paso adelante.

(5 de septiembre de 1942)

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Mi religiosidad: Muy raras veces siento necesidad de la presencia de Dios. No rezo ni tampoco sé rezar. Cuando entro en una iglesia hago esfuerzos por rezar. Pero no sé si lo consigo. Pero con frecuencia tengo crisis religiosas: el deseo de aislamiento, de contemplación lejos del mundo. Desesperación. El deseo (y esperanza) de ascetismo. Lo permanente es la pasión por las formas objetivas y eternas de la religión, por el símbolo, el rito y el mito.

(26 de septiembre de 1942)

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Soy rumano. Eso es algo de lo que ahora no puedo abjurar. Y según yo veo las cosas, «los tiempos espléndidos» de Churchill, si se cumplen según los deseos de su corazón, implican la destrucción de la nación y del estado rumanos. Si yo fuese portugués, sueco o brasileño, tal vez esos acontecimientos me pareciesen insignificantes ante la grandiosidad del mundo que se organizaría tras la victoria anglobolchevique. (Aunque yo creo que un mundo tal no puede ser grandioso, desde ningún punto de vista). Agonizo solo de pensar que Churchill pudiese tener razón. Y es que, en lo que a mí respecta, no podría aceptar la historia sin la Rumania que he conocido yo. Se me quedaría abierta la vía del misticismo, de la retirada del mundo, de la anarquía y del distanciamiento total de él. Jamás ha sido más violenta la lucha en mi espíritu y en mi carne entre la desesperanza y la esperanza como ahora. Por eso, mi labor creadora está paralizada. Todo acto de creación está suspendido ante el curso de las operaciones en el frente ruso.

(25 de diciembre de 1942)

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          De España me gusta todo, incluso el olor a aceite quemado.

(Diario portugués, nov. 1942)

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…Me atrevo a contradecirle hablándole de tantos grandes poetas de nuestros países del Este, como Eminescu, Blaga, Petöfi, etc., condenados al anonimato o, en el mejor de los casos, a ser un simple nombre en el Larousse solo por haber escrito en lenguas provincianas, sin circulación. Y él, que tiene la suerte de poder expresarse en una lengua universal como es el francés, le vuelve la espalda y escribe en occitano… Le recuerdo a Bernard Shaw, a Yeats, a Joyce. ¿Habrían llegado a ser escritores de renombre universal si hubiesen escrito en irlandés?

(Diario, 7-8-50)

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¿Cómo habría transcurrido mi vida sin la experiencia de la India en los albores de mi juventud? Y la seguridad que guardo desde entonces de que, pase lo que pase, siempre habrá una gruta en el Himalaya esperándome…

(Diario, 18-11-48) 

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CARTA A GERSHOM SCHOLEM

(Traducción del francés por Teresa Sánchez)

París, 3 de julio de 1972

Mihail Sebastian

                                            Querido colega:

                Lamento comprobar que la estima y la amistad que usted me ha demostrado le provocan hoy sinsabores, y quisiera, ante todo, expresarle mi pesar. La lectura de los fragmentos del Diario de Mihail Sebastian me ha apenado profundamente, ya que Sebastian era uno de mis mejores amigos, y la “frialdad” que dominó los últimos años de nuestra amistad fue consecuencia de un penoso malentendido. Y yo soy en parte responsable de él. Por eso la trágica muerte de Sebastian, en la primavera de 1945, constituyó para mí un choque casi traumático, ya que la última posibilidad de esclarecer la desavenencia había desaparecido. Estoy demasiado fatigado (usted sabe que he tenido una crisis de pericarditis) para contarle con detalle las circunstancias que progresivamente minaron nuestra amistad, amistad de la que se encontrarán ecos en el Diario íntegro de Sebastian, al igual que en el mío, cuando sea publicado. Voy a señalar brevemente los elementos esenciales.

 

 

    1)  De entrada, hay que rectificar ciertos hechos erróneos. En el artículo que usted me ha transmitido, se dice (p. 25, col. 2) que fui nombrado, bajo el régimen legionario, agregado cultural en Lisboa y transferido a Madrid en la primavera de 1941. En realidad, en abril de 1940 fui nombrado agregado cultural en Londres, por uno de los últimos gobiernos del rey Carlos, enemigo de la Guardia de Hierro, y después trasladado a Lisboa en febrero de 1941 por el gobierno del general Antonescu, que había liquidado a los legionarios. Permanecí en Portugal hasta septiembre de 1945, fecha en la cual me instalé en París. No he tenido jamás ningún cargo oficial en Madrid, donde, en febrero de 1941, el agregado de prensa era el poeta Aron Cotrus y el consejero cultural, el profesor Al. Busuioceanu.

2)    Durante mi estancia en Inglaterra y Portugal (por tanto, entre 1940 y 1945) no publiqué ningún artículo en la prensa rumana.

3)    Entre 1942 y 1944, se editaron en Bucarest un volumen de ensayos (Insula lui Euthanasius), dos monografías de historia de las religiones y de tradiciones populares (Mitul Reintegrarii: Comentarii la Legenda Mesterului Manole) y un libro sobre Salazar. Publiqué igualmente, en Lisboa, un pequeño trabajo sobre la historia de los rumanos (Os Romenos, latinos do Oriente). Este último, al igual que el libro sobre Salazar, tenía como objetivo el acercamiento de los dos países latinos más alejados entre sí, Rumania y Portugal. Esto formaba parte de la política “pan-latina” de aquellos años. No la juzgo. Pertenece a la historia, y será juzgada por los historiadores.

4)    No recuerdo haber escrito una sola página de doctrina o propaganda legionaria. Pero Sebastian cita (p. 24, col. I) algunas líneas de un texto aparecido en el diario de la Guardia de Hierro, Buna Vestire (14 de diciembre de 1937) y titulado: “Por qué creo en la victoria del movimiento legionario”. No he colaborado jamás en dicho periódico. Sin embargo, ese texto existe, puesto que Sebastian lo cita. Probablemente, sería la respuesta oral a una encuesta, respuesta “editada” por el redactor. Me es imposible precisar más. Pero, en esa época, yo colaboraba en varios semanarios importantes donde habría podido exponer a gusto tales ideas. ¿Por qué no lo hice?

5)    Con todo, desde hace tiempo, se viene dando crédito a la leyenda de que yo era uno de los “doctrinarios” de la Guardia de Hierro. Si esta historia no fuera tan penosa, habría podido recalcar la extravagancia de mi caso: ¡el único “doctrinario” del que no se conoce ningún libro, ningún folleto, ningún artículo ni ningún discurso relacionados con el partido político del que se le considera ideólogo! Algunos hechos han contribuido a construir esta leyenda: a) entre los amigos comunes que teníamos Sebastian y yo, había algunos que eran legionarios; b) el diario Cuvântul, del que Sebastian fue redactor hasta su prohibición por el rey Carlos en 1934, se había convertido en un órgano prolegionario, y tras su reaparición en septiembre de 1941, incluso se le consideraba el boletín de la Guardia de Hierro. Durante esta época, yo me encontraba en Londres, y no remití  ningún artículo; c) Finalmente, y sobre todo, Sebastian y yo eramos discípulos y admiradores fieles del profesor Nae Ionescu, director de Cuvântul. Necesitaría páginas y páginas para presentarle la compleja figura de ese filósofo apasionado por los problemas religiosos, pero también por los problemas políticos, y que fue sucesivamente el más eficaz “sostén” de Iuliu Maniu y de su partido nacional-campesino, a continuación amigo y consejero íntimo del rey Carlos, y al fin temible crítico suyo, lo que le aproximó a Alemania y a la Guardia de Hierro. Nae Ionescu era adorado y vilipendiado con igual fervor, e incluso hoy, 32 años después de su muerte, su nombre provoca siempre una tempestad de odio o exaltación. Como yo y como muchos otros amigos y discípulos, Sebastian no se alejó de N. I. cuando se convirtió en el ideólogo de la Guardia de Hierro. Esta fidelidad le causó muchos disgustos, sobre todo después de haber publicado su novela, Depuis deux mille ans… con un prefacio de N. I. En este largo prefacio se vio una justificación del antisemitismo, y Sebastian fue violentamente atacado por la prensa de centro y de izquierda, hasta el punto que debió escribir, para defenderse, un pequeño libro titulado Comment je suis devenu hooligan. Yo fui uno los escasos escritores que, en dos largos artículos publicados en la revista Vremea, no solamente tomaron la defensa de Sebastian, sino que criticaron ese prefacio, demostrando que los argumentos de N. I. no podían justificarse teológicamente, como él pensaba. Por mi parte, fui atacado salvajemente por la prensa de derecha. En la emocionante dedicatoria que Sebastian escribió en mi ejemplar de Comment je suis devenu hooligan, me llamaba su “único punto de apoyo durante la tempestad”. Cuando el Diario de Sebastian sea publicado de manera íntegra, se encontrará probablemente una página fechada el 15 de mayo del 1940 que nos describe, a ambos, llorando, a la cabecera de un N. I. que acababa de morir.

6)    Me he detenido en las relaciones entre Sebastian y N. I. para explicar mi fidelidad hacia nuestro profesor. Siendo asistente suyo en la Universidad, su colaborador en el diario Cuvântul y el “editor” de uno de sus volúmenes de ensayos (Roza Vânturilor) me convertí de alguna manera en su “doble”; por tanto, para algunos, igualmente en doctrinario de la Guardia de Hierro. Por otra parte, numerosos amigos comunes eran legionarios o “simpatizantes”. Y cuando el gobierno de Armand Calinescu desencadenó la ofensiva contra la Guardia de Hierro, fui enviado yo también a un campo de concentración, con Nae Ionescu y algunos cientos de intelectuales y activistas. Hubo una serie de procesos y los inculpados fueron condenados a entre 5 y 10 años de prisión; algún tiempo después, la mayoría de ellos fueron fusilados. Imagino que se examinaría así mismo mi “dossier” y que no se encontraría nada, puesto que no me implicaron en ningún proceso, y, tres meses más tarde, fui puesto en libertad -el único, por otra parte, que obtuvo ese “privilegio”.

No obstante, como era de prever, esas desventuras no han logrado aclarar mi posición frente a cierta parte de la opinión pública. El malentendido -“doctrinario de la Guardia de Hierro”- se prolongaba. El hecho de que en abril de 1940, fuera enviado como agregado cultural a Londres, que desde febrero de 1941 me encontrara en Lisboa o que no hubiera publicado ningún artículo en la prensa rumana durante el periodo más dramático (1940-1945) -todo eso no contaba.

7)    Es cierto que entre los años 1938 y 1940, varias veces constatamos, Sebastian y yo, cuánto diferían nuestras orientaciones políticas, porque yo era de “derechas”, yo me situaba en la tradición “nacionalista” de Eminescu, Maiorescu o Iorga. Sin embargo, nuestra amistad continuó. Sólo ahora, leyendo los fragmentos de su Diario, me doy cuenta de cuánto sufría él tras ciertas discusiones. Es cierto también, que, durante algunos días pasados en Bucarest, en agosto de 1942, no hice nada por verle -pero por otras razones que las invocadas en la página, 26, col. 2., es decir, que “siendo diplomático, yo conocía la suerte que se preparaba para los judíos”. Jamás hubiera intentado responder a este insulto si no fuera porque usted, querido colega, lo ha leído. El hecho es que había regresado a Bucarest a continuación de una larga entrevista con Salazar sobre la cual no puedo aún dar detalles – pero que se leerá en mi Diario. Había pedido una audiencia al jefe del Partido Nacional Campesino, Iuliu Maniu (entonces en la oposición), pero, yendo hacia su casa, percibí que era seguido por un agente de la policía secreta, y tuve que dar varios rodeos; por lo que llegué con retraso y, habiéndose marchado Maniu, no pude hablar más que con su secretario particular. Durante los pocos días pasados en Bucarest estuve continuamente vigilado, y esa es la razón por la que no busqué ni a Sebastian ni a Rosetti, ni a otros amigos y colegas, pues tenía miedo de comprometerlos. (La policía secreta, informada por la SS, sabía que los “prolegómenos” para un armisticio habían tenido lugar, o se estaban preparando en Lisboa, Estocolmo y Ankara.)

8)    No me perdonaré jamás mi exagerada prudencia, dictada por el temor a la todopoderosa policía secreta. Era la última vez que podía conversar con amigos, casi todos muertos después: la última vez en que habría podido hablar con Sebastian, y explicarle mi “posición”. Pero esperaba que, una vez terminada la guerra, reanudaríamos nuestras relaciones. Desgraciadamente un absurdo accidente puso fin a su vida, en la primavera de 1945, la víspera de su partida a París, adonde acababa de ser nombrado consejero cultural y en el momento en que yo mismo me preparaba para acudir allí. Desde su muerte, no he cesado de sentirme culpable a causa de mi torpeza, trágicamente agrandada por la desgracia.     

Al optar por el exilio, sabía que los malentendidos creados por mi fidelidad hacia Nae Ionescu serían interpretados con malevolencia. Tanto más cuanto que yo colaboraba en numerosas publicaciones de la emigración rumana -aunque nunca en las de los legionarios (Tara si exilul, Stindardul, etc.) donde, además, he sido siempre atacado e insultado. La mayoría de los artículos publicados desde 1947 en la prensa del exilio se refiere a problemas culturales e insisten en la necesidad de la libertad de la cultura. Los escasos textos “políticos” expresan mis convicciones y esperanzas actuales, en primer lugar la necesidad de una federación de estados de Europa Oriental.

Querido colega, ignoro si he conseguido despejar sus dudas pero espero, al menos, que comprenda ahora el origen de los numerosos malentendidos que me han hecho sufrir. Sé también que la verdad completa no será  conocida sino después de la publicación íntegra de mi Diario y de mi autobiografía, es decir, después de mi muerte. Esta certeza me ayuda a vivir en paz y con serenidad los últimos años de vida que me han sido concedidos. No me hago ninguna ilusión respecto a mi obra de sabio y de escritor. Pero no dudo que los libros y artículos publicados antes y después de 1940 expresan el pensamiento y experiencias de un hombre que se parece más al que usted cree conocer que al presentado en el texto que me ha transmitido.

      Con mis sentimientos más sinceros.

            Mircea Eliade.

LA OBRA LITERARIA DE MIRCEA ELIADE

LA OBRA LITERARIA DE MIRCEA ELIADE

Por Mircea Handoca, biógrafo de Mircea Eliade
  Brillante escritor rumano, Mircea Eliade es al mismo tiempo uno de los más conocidos historiadores de las religiones y orientalistas del mundo. Ya en 1950, su nombre figuraba en todos diccionarios y enciclopedias. Su obra literaria llega casi a las ocho mil páginas. Sus primeros trabajos literarios pertenecen al campo de la literatura fantástica. Al relato con el que debuta, Cómo encontré la piedra filosofal, le siguen algunos de corte «realista», donde la primacía corresponde al análisis psicológico. En los últimos tres decenios de su vida, vuelve a predominar el género fantástico. Su producción de juventud revela, en mayor o menor medida, elementos autobiográficos. Pero no hay que identificar la vida del protagonista narrador con la del autor. Domina la introspección y no se narran acontecimientos sino que se analizan minuciosamente los recovecos más ocultos del alma. El joven autor, empapado de sensualidad, dota en ocasiones a sus personajes con sus propias vivencias, dominadas por la obsesión de la carne. Desazón, miedo, perturbaciones físicas o alucinaciones se diseccionan con lucidez y naturalidad.

    A esa actividad febril de los comienzos, se le añade el empeño por crear personajes auténticos y viables. A ese periodo pertenece La novela del adolescente miope, de publicación póstuma (1989), que en realidad es un diario disfrazado de novela.

    Novela de aventuras espirituales, Isabel y las aguas del diablo (1930) es un análisis psicológico donde mezcla sueños y realidad, desbordante de vitalidad y sensualidad.

    Su celebridad como escritor en Rumania se debe a Maitreyi, traducida hasta el presente a diez idiomas. Ese inquietante poema de amor ha sido asimilado a obras maestras de la literatura universal, como Dafnis y Cloe, Tristán e Isolda, Manon Lescaut o Pablo y Virginia. Allan, joven ingeniero europeo alter ego del autor sucumbe al hechizo de una joven bengalí de 16 años, Maitreyi, hija del ingeniero Narendra Sen. Los prejuicios de casta de la familia rompen ese amor único.

    La novela nos introduce en un marco exótico: una pensión de Calcuta, el ambiente de la ciudad, la magia y el misterio de la India bañada por el Ganges y atravesada por el Himalaya. No puede pasarse por alto el estremecedor juramento que la protagonista hace a la tierra, que por toda la eternidad pertenecerá a su amado. Para penetrar en esa concepción arcaica india, sería necesario leer el capítulo dedicado a la Tierra y a sus dioses del Tratado de historia de las religiones.

    Escrita en primera persona, Maitreyi reproduce íntegramente pasajes del diario eliadiano sin ningún retoque. A menudo se entremezclan apostillas posteriores donde el protagonista narrador censura sus excesos al analizar los hechos con más lucidez. Por supuesto, estamos ante una novela autobiográfica pues Allan es un trasunto del autor..

    Del ciclo de las novelas realistas de Eliade forman parte Retorno del paraíso (1934), en la que predomina la técnica del monólogo interior, y Los jóvenes bárbaros (1935), amplio retablo social. La primera presenta a los jóvenes de la generación del propio Eliade, sin ideales ni certidumbres, en el meollo de los acontecimientos de los años 1932-33. La mayor parte de la acción transcurre en Bucarest, en los cafés, en la redacción de un periódico y en una fábrica durante las grandes huelgas que sacudieron a la capital rumana. Pavel Anicet, el personaje principal, es un joven rubio, de complexión atlética, guapo y fascinante. De gran inteligencia, prometía un futuro brillante en el periodismo y en la cultura. Pero sorprendentemente, dejó de leer y de escribir. Este donjuán, deseado y codiciado, está enamorado a la vez de dos mujeres, y no es capaz de centrar su amor en una sola. Angustiado y deseando la soledad, no ve más salida que el suicidio. La muerte serena y sin dolor le asegura la libertad. Es el verdadero estado de placidez. El suicidio de Pavel expresa la tragedia de su propia generación.

    Continuación aparente de la anterior, Los jóvenes bárbaros tiene su propia autonomía. Los personajes son, en su inmensa mayoría, jóvenes entre 18 y 25 años, y portan consigo el nihilismo de los personajes de Dostoyevski. Inconformistas, con un gran fe en sí mismos, creen que el mundo empieza con ellos, un mundo que centran, sobre todo, en el sexo. Seres contradictorios a quienes poco importan los amigos o la familia, no respetan la palabra dada, son despiadados y carecen de escrúpulos. No hay moral para ellos. De la galería de «bárbaros» se desprende, en primer término, Petru Anicet (hermano de Pavel). Para él la música lo es todo. Frío y brutal, sueña con llegar a ser alguien y a conquistar un lugar preeminente en la música rumana. El dinero y la celebridad podían conseguirse mediante una mujer o mediante el robo. Anisoara, su alumna de piano, de 16 años, de familia rica, se le entrega con frenesí. No vacila en obligarla a robar para él las joyas de la familia. La señora Anicet, al enterarse, se ahorca de vergüenza. La escena final, el entierro de la madre de Petru, está escrita con mano maestra.

    Cuando el autor releyó el libro en 1964, le pareció interesante y atractivo aunque la crudeza de algunas de escenas me ha exasperado. Al propio tiempo, quizá con razón, el salvajismo y bestialidad de estos bárbaros de 20 y 25 años, conservan en la novela toda su actualidad y sentido. Pues estos personajes cínicos, crueles y salvajes se han hecho familiares en Europa Occidental en los últimos años.

    Considerado en su conjunto (por la composición, tipología e ideas), este libro plantea el conflicto generacional y la descomposición de la familia. Contiene pasajes antológicos como la descripción de la extraña atmósfera reinante en casa de la familia Lecca, la fiesta de Felicia o la muerte y entierro de la madre de Anicet. Los personajes, verosímiles y llenos de vida, se comportan y discuten con desenvoltura en un ambiente social pintado con fervor y autenticidad y que constituye uno de los méritos fundamentales del libro.

  Boda en el cielo (1939) es una fascinante historia de amor. Una noche, un joven escritor (Mavrodin) y un ingeniero maduro (Hasnas) se cuentan mutuamente ese gran amor que solo puede tener lugar una vez en la vida. En distintas épocas, los dos conocieron a la misma mujer «única». Ileana y Lena son la misma persona, la encarnación magistral del eterno femenino: candor y sensualidad, delicadeza y gracia, celestial y terrenal. Los retratos de personas y hechos narrados se ensamblan en una sólida construcción arquitectónica. Es una novela impregnada de la poesía del Bucarest de antaño. Un detalle concreto revela la autenticidad del decorado. Durante un largo y hermoso otoño, los enamorados callejean juntos por la ciudad solazándose con los aromas y abundancia de las frutas en la puerta de las tiendas y admirando la variedad cromática del paisaje, verdadero canto lírico a su querida ciudad. Su trazo maestro para el retrato, su penetración psicológica y el poder evocador del autor movieron a un jurado de críticos literarios a considerar a Boda en el cielo, casi medio siglo después de haber sido escrita, como la mejor novela extranjera publicada en Italia en 1984.

    El elemento fantástico es otra dimensión fundamental de la literatura eliadiana. A este respecto cabe mencionar en el periodo de entreguerras La señorita Cristina (1936), La serpiente (1937), El secreto del Dr. Honigberger y Medianoche en Serampor (1940). Las dos primeras están estrechamente ligadas a las tradiciones populares rumanas mientras las otras dos descubren los «misterios» de la India y nos introducen en el «mundo invisible».

    También los primeros relatos publicados después de la guerra pertenecen al género fantástico, Un hombre grande (1952), La hija del capitán (1955), El adivinador de piedras (1959), El burdel de las gitanas (1959) y El viejo y el funcionario (1967). Las dos últimas son consideradas obras maestras.

  El burdel de las gitanas tiene como marco el Bucarest de los años treinta. Estamos en una ciudad agobiada por un calor tórrido, cuando «todo el mundo» se ha ido de veraneo. El autor, que aspira a las esencias, crea arquetipos. El relato nos presenta los temas que se encuentran en otros de los libros eliadianos como la salida del tiempo, lo sagrado camuflado en lo profano y el laberinto. En los ocho episodios hay una continua interpenetración entre lo real y lo fantástico. El camino de la vida a la muerte del personaje principal, de lo profano a lo sagrado, se presenta con sencillez y naturalidad. Gavrilescu «pasa al otro mundo» de modo natural, junto a Hildegard, su mujer amada. Idéntica salida del tiempo y del espacio nos encontramos también en La noche de San Juan cuando Stefan encuentra finalmente a Ileana, la mujer que el destino le había predestinado. Se han hecho muchas analogías entre los personajes de El burdel de las gitanas y los mitológicos. Las tres muchachas han sido comparadas con las Magas, seres imaginarios que, en la creencia popular rumana, deciden la suerte de los hombres al nacer, la vieja con Cerbero y el cochero con Caronte, el barquero que atraviesa la laguna Estigia. Pero no busquemos insistentemente «claves», por más que Mircea Eliade considere a su literatura como hija de la mitología.

    Como se deja dicho, el paisaje bucarestino es fundamental en la obra eliadiana, sobre todo el de entreguerras. La vida literaria de los viejos cafés Corso y Cap?a, el ajetreo de Calea Victoriei y los bulevares, los jardines de Cismigiu, los parques y mansiones de la aristocrática Carretera, la descripción de las viejas casonas señoriales (sirva como paradigma la que hace en El secreto del doctor Honigberger, de la misteriosa y patriarcal casa de la señora Zerlendi) son un canto lírico a su querida ciudad que en sus libros tiene una sustatividad propia, una vida tan propia como la de los personajes. Nadie en la literatura rumana ha descrito con tanto amor y realismo a Bucarest, un Bucarest que, en buena medida, ya no existe.

    En un mundo de violencia, a finales del siglo y del milenio, la obra literaria de Mircea Eliade desprende serenidad, armonía, clemencia y amor (por más que a veces se describan formas nocivas de agresividad y brutalidad). ¿Cuál es el «secreto» por el que Eliade atrae en igual medida a sutiles exégetas y a millares de lectores? Es difícil decirlo. En primer lugar, un talento innato y no «hecho».  Nadie podrá explicar la causa del embrujo y del encanto que le subyuga al leer Maitreyi o El viejo y el funcionario. Utilizando distintas modalidades literarias (novela realista, exótica, mágica, fantástica o el retablo social), todo es natural y encaja a la perfección impregnado de fervor. La autenticidad y la sinceridad no solo se hallan en los libros narrados en primera persona.

    Con independencia del tema y de los procedimientos artísticos, nunca encontramos vulgares mistificaciones. La verosimilitud es su rasgo característico básico, incluso en la literatura fantástica el paso de lo real a lo irreal se presenta de forma verídica. Véase, por ejemplo, en El tiempo de un centenario, donde trata de «justificar» mediante una teoría científica algo que el lector sabe que no es real, que una corriente de dos millones de voltios puede regenerar el tejido humano, para así meterlo dentro de la historia. Ahí reside además la diferencia de lo fantástico en Eliade con la ciencia ficción. Mientras en este último género la acción tiene lugar en un mundo, por lo general, futuro y en un medio absolutamente irreal y científicamente distinto al actual, los relatos eliadianos se sitúan en un plano contemporáneo y donde todo parece normal y, de pronto, dentro de esa normalidad sucede lo extraordinario a un personaje, sale del tiempo, cambia de plano, pasa de lo profano a lo sacro, sin que nadie lo advierta, incluso a veces ese personaje es incapaz de ver esa irrealidad en la que vive, como el caso de Gavrilescu el de las gitanas que busca toda clase de explicaciones «lógicas» a su anormal situación de salida del tiempo. Otro ejemplo es el de Dominic Matei, el viejo protagonista de El tiempo de un centenario ya citado, que en la noche de Resurrección recibe la descarga de un rayo y, en vez de morir, rejuvenece y adquiere una memoria prodigiosa; en parte, recuerda al cuento de Borges Funes el memorioso.

    Creador impresionante de tipos humanos, sobre todo del encanto, frescura y atracción magnética de la mujer. Todos los exégetas coinciden en que sus retratos literarios de mujer son insuperables, la Ileana de Boda en el cielo o los personajes femeninos de La noche de San Juan (por no hablar de Maitreyi, personaje al fin y al cabo real) revelan un profundo conocimiento del alma femenina y rayan a gran altura, tanto que pueden codearse con los mejores de la literatura actual.

    Cuentista de la estirpe de los que dieron lugar a Las 1001 noches (¿qué es el viejo Farama, de El viejo y el funcionario, sino un trasunto de Scherezade?), paisajista sin par que sabe captar los detalles, la variedad cromática de las estaciones e incluso los olores, Mircea Elide es un demiurgo, un creador de vida. Su obra literaria es un convincente llamamiento al bien, a la verdad y a la belleza, todo ello arropado con una emoción que llega al más alto grado de tensión.

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