LA RUTA SAGRADA. JUAN G. ATIENZA

Si recapitulamos los primeros indicios de transformación que nos plantea el Camino, veremos que pueden resumirse en la siguiente estructura:
a) EL CAMINO CONSTITUYE UN ITINERARIO SAGRADO HACIA MITOS QUE NOS DAN CUENTA DE UN ARCAICO CENTRO DEL MUNDO, DONDE QUEDARON SUPUESTAMENTE IMPLANTADAS UNAS CLAVES FUNDAMENTALES DEL CONOCIMIENTO TRASCENDENTE.
b) EL CAMINO SE CONCIBIÓ COMO UNA VÍA DOLOROSA QUE SERVIRÍA EN PRIMERA INSTANCIA PARA REFORZAR LA VOLUNTAD DE SABER DEL PEREGRINO, PONIENDO A PRUEBA SU CAPACIDAD PARA SUPERAR LOS SUFRIMIENTOS Y PROPICIANDO SU VICTORIA SOBRE SUS PROPIOS CONDICIONAMIENTOS FÍSICOS, MENTALES Y ESPIRITUALES.
Paralelamente, el Camino se fue poblando de una serie indefinida de claves que surgían a modo de enigmas existenciales, como la Esfinge le surgió a Edipo, tensando constantemente el máximo de la capacidad de percepción del peregrino y preparándole para aquel encuentro que tendría lugar al final de la Ruta.
Los signos del Camino son consustanciales a la andadura del peregrino y surgen como estímulos dirigidos a las raíces mismas de su conciencia. Pero ni creo que se haya hecho nunca una aclaración sistemática de sus significados, ni pienso que sea conveniente hacerla, puesto que la misión primordial de los signos es la de llamar la atención de quienes se percaten de su presencia, y nunca la de aquellos que carezcan del propósito de encontrarlos. Se trata, pues, de una conmoción interior que ha de ser personal e intransferible, ya que el programa simbólico de la Ruta es fundamentalmente esotérico, de acción interior, de asunción singular de verdades universales, que son tales en tanto que quien las percibe se apropia de ellas. Esa asunción no tiene nada que ver con una curiosidad estética ante los monumentos del Camino, sino con la intención íntima de cada caminante, fuera el cantero que recorría la ruta en busca de enseñanzas que convirtieran su oficio en sagrado, fuera el alquimista que leía en portadas y capiteles como en los libros mudos los secretos de la transmutación de la materia, fuera el astrólogo que se pateaba el Camino de las Estrellas hasta su meta en la constelación del Can Mayor, en busca del maridaje del Sol con la Luna y la Tierra, fuera, en fin, el penitente que intuía que el perdón de sus pecados estaba en desterrar de su alma el demonio de la ignorancia.
Si creo, en cambio, que podríamos esbozar una clasificación primera en la que deberían apuntarse las distintas categorías de signos con los que el peregrino tendrá que tropezarse. Y, aunque no se trate de desvelarlos uno a uno ni de programarlos en la mente del buscador, si cabe que estas páginas puedan servir para reconocer el Camino -no conocerlo, que esa es cuestión harto banal y erudita- y para mostrarle al caminante los estantes en los que podrá indagar sus apetencias a la hora de integrarse en la última realidad de la Ruta. Sería, pues, como la labor callada de los antiguos sirvientes que, sin entrar en la intimidad del amo, ponían en los armarios y en los cajones los carteles que facilitaban la labor de encontrar las prendas que podían necesitarse en cada ocasión. Reconozco que esta clasificación que voy a proponer no es ni única ni completa. Es solamente la mía, y cualquiera puede complementarla, porque es susceptible de someterse a cambios y a apreciaciones personales, o a circunstancias que pueden ser alteradas por el tiempo.
SIGNOS DE MUERTE Y RESURRECCIÓN
Aparecen en los monumentos o en tramos contiguos del Camino, dando cuenta de unas circunstancias que propician el abandono de ciertos esquemas vitales y la asunción de otros que, al sustituir a los primeros, enriquecerán al espíritu. Suelen basarse en temas bíblicos y evangélicos, pero el mensaje inmediato se universaliza por la lectura de ciertas imágenes que se interponen entre los signos indicadores de vida y muerte. Todo el Camino resume este concepto capital, indicándole al peregrino que tendrá que morir (simbólicamente) para renacer victorioso a una nueva vida, la cual le permitirá percibir la realidad que antes le estaba vedada.
SIGNOS DE IDENTIFICACIÓN DE LOS OPUESTOS
Son los más abundantes, hasta el punto de constituir paradigmas estéticos concebidos en función de la simetría decorativa. Sin embargo, las apariciones circunstanciales de dióscuros tradicionales, como Cástor y Polux, Caín y Abel, Santiago y san Juan, Rómulo y Remo y tantos otros, son una clara llamada de atención sobre la profunda identidad de lo que sólo una percepción incorrecta del entorno hace que se nos aparezcan como contrarios o distintos.
SIGNOS DE SECRETOS ADVERTIDOS
Seres sin boca, dedos indicando silencio, rostros tapados, toponimias espinosas que llaman a la rosa, a la ortiga y a la corona de Cristo, son señales de enclaves que guardan un secreto que, de ser penetrado, debe guardarse celosamente. A menudo se trata de advertencias dirigidas a colectivos que basaban su actividad en el conocimiento esotérico: constructores, herreros, monjes de las órdenes militares. La llamada al secreto no es, sin embargo, señal de una asociación ocultista, sino advertencia de una enseñanza intransferible y estrictamente personal.
SIGNOS DE ESOTERISMO CRISTIANO
Ciertas deliberadas alteraciones cronológicas de determinados acontecimientos evangélicos en un programa claustral o en las figuras de un pórtico puede darnos una lectura distinta del mensaje. Por desgracia, restauraciones recientes trataron de ‘mejorar’ supuestos errores y destruyeron la segunda lectura de aquellos documentos, en los que no se trataba de informar, sino de comunicar. Entre los que subsisten, hay que hacer abstracción de la historia concreta que pretenden describir y buscar en sus estructuras y en los cambios resaltados la recuperación de una idea primigenia, desfigurada por la revelación ortodoxa. Eventualmente, las imágenes cristianas se combinan con otras paganas, dando testimonio de la raíz universal de un determinado mensaje.
SIGNOS DE RECONOCIMIENTO COMPAÑERIL
Se suelen designar como marcas de cantero y, por lo general, son interpretados erróneamente como testimonios de la labor diaria, aunque la naturaleza específica de muchas de estas señales y la dificultad misma del trabajo de grabarlas reafirman una intención que sólo los que la realizaban podían conocer en su integridad. Al abordar su estudio conviene tomar en cuenta su identificación iconológica, pero sobre todo la naturaleza específica del monumento en el que se grabaron y el lugar que el monumento ocupa dentro del contexto del Camino.
SIGNOS DE PRUEBAS A SUPERAR
Las pruebas iniciáticas forman parte de la integración de nuevos miembros al colectivo. Suponen, como la muerte, el abandono del estado vital anterior. Por eso las encontramos en el monasterio, en los gremios operativos y en las sociedades restringidas. Suelen reconocerse en secuencias iconológicas, descritas a menudo como martirios superados por el santo mártir de turno. Aluden muy frecuentemente a santos, ascetas, y patronos gremiales, eventualmente, la secuencia de las imágenes da cuenta cabal de los pasos requeridos para las particulares iniciaciones.
MAGNITUDES Y DISTANCIAS
Aquí interviene a menudo el esfuerzo del buscador, porque el mensaje se escamotea mediante elementos abstractos en los que interviene el número, la configuración geométrica y las operaciones matemáticas. También en estos casos, la intervención de los reconstructores actuales, al trasladar un monumento de su emplazamiento originario, puede hacer que desaparezca el mensaje tal como fue concebido cuando se construyó.
SEÑALES DE ALERTA
Son grupos de signos sin aparente importancia en si mismos, pero que han sido colocados de tal modo que, en su conjunto, advierten sobre la proximidad del espacio sagrado que, sin ellos, podría pasar inadvertido para muchos, aunque tampoco conviene que sea divulgado entre quienes no recorran lúcidamente la Ruta. A veces, estas marcas las dejan hoy mismo quienes se han planteado recuperar el sentido originario del Camino, y consisten en simples manchas de pintura que marcan una senda a seguir o el exacto lugar por donde conviene vadear el río, al margen del puente. Son signos que exigen constante atención del peregrino y revelan enclaves que, muy a menudo, no figuran en los itinerarios al uso o que exigen que se tome una determinada actitud en su presencia.
AVISOS DE RECUPERACIÓN DE SABERES
No es insólito detectar la presencia de señales que fueron objeto de anatema por parte de las autoridades ortodoxas. Sin embargo, al margen de que recordemos que indican saberes que fueron subrepticiamente estudiados, incluso en recintos monásticos, mientras eran condenados sus practicantes laicos, conviene no olvidar que conocimientos como la alquimia y el hermetismo, la profecía y la astrología, pueden enlazar con la conciencia puramente cristiana cuando se interpretan determinados mensajes según la semántica propia del esoterismo universal, es decir, cuando el mensaje se reconvierte sobre esquemas universales desde su actitud dogmática primigenia. Es entonces cuando el conocimiento esotérico adquiere todo su sentido, si se logra despojarlo de la anécdota complementaria y se potencia su sentido tradicional, basado en la enseñanza arcana.
(…)

El Camino nos plantea un HOLOGRAMA. O, si lo preferimos, no nos plantea una materia pedagógica, sino un método para asumir una manera humana y trascendente a la vez de abordar nuestra relación plena con el Universo, con la Historia, con el Tiempo y con todos nuestros semejantes.
… El Camino no deja indiferente a nadie que lo recorra, sea cual sea el fin que le guíe, las ideas que sustente o el método que utilice para seguirlo. Pero sí hay múltiples grados de impacto; y esos grados dependerán en gran medida de la disposición que adopte cada cual al dar el primer paso.
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Hablamos con Juan G. Atienza

Hablamos con Juan G. Atienza

Nacido en Valencia en 1930 y licenciado en Filología Románica. En 1977 decidió dedicarse de lleno a la investigación histórica y antropológica. Su carrera viene avalada por más de 50 libros. (Leyendas mágicas de España, Leyendas del camino de Santiago, La Ruta Sagrada, Los Santos paganos, El Legado Templario…) Juan G. Atienza es un antropólogo de lo oculto, un historiador de las voces del pueblo, un buscador de caminos, y a esta labor a dedicado más de 50 obras, con una acogida poco menos que sensata a su talento. J. G. Atienza es un hombre experto, culto, de senectud encendida, y ojos lacios y azules como de agua estancada. Atienza nos habla, con voz pausada, de su último y quizás, más comprometido libro: “El Milenio llega”, obra cumbre de este diseccionador de los monumentos caídos del milenio, que esperamos vea la luz en Marzo de este año.

J.G. Atienza, caminante apresurado de la ladera inclinada del Milenio, sintió un buen día la necesidad de pararse. Paró y recapacitó. La palabra crisis resonaba en su cabeza, y en seguida supo que obviarla no era la solución.
  “El Planeta y la Humanidad atraviesan una crisis existencial que apenas somos capaces de detectar más que en sus rasgos especialmente espectaculares y traumáticos. Nos fijamos sólo en sus manifestaciones inmediatas, en aquellas que impactan en el interés de los medios de comunicación, y pasamos por alto su repercusión callada en nuestra vida cotidiana, su función de zapa en los entresijos de una conciencia colectiva que pierde aceleradamente su capacidad de discernir entre el simulacro de progreso imparable que se nos ofrece, y la auténtica Evolución hacia la que tendríamos que tender los seres humanos si cumpliéramos con los dictados de nuestra propia naturaleza”.

El milenio ha quedado tendido en el camino como un tronco de árbol derribado y marchito. J. G. Atienza, se sienta sobre él y mira con los ojos muy abiertos al horizonte. Quizás no sea miedo, quizás tampoco intranquilidad, pero sabe que el 2000, por el bien de todos, no debe seguir la inercia de su pasado.
  “Yo no creo en el 2000 como una fecha emblemática que necesariamente tenga que significar un cambio, pero estamos en un punto de crisis tan hondo, que el 2000 puede ser un buen momento para iniciar el cambio. O, cuanto menos, para intentarlo”

Las soluciones no se compran con dinero, no están detrás de una vitrina, y ni mucho menos parecen inmediatas. El gran problema del hombre moderno, parece decir Atienza, es que le deslumbre su propia impaciencia.
  “Lo que provoca en muchos casos que no se actúe como se debería actuar ante esta situación, se debe a que la gente consciente se da cuenta de que si existe un remedio a esta crisis, no es un remedio de aquí a cinco años, sino un cambio que tendría frutos muy a largo plazo. Se necesita que desde el principio, los niños fueran educados y preparados para una vida solidaria. Y probablemente serían los hijos de esos niños los que pondrían las bases para un cambio fructífero. Por tanto, estaríamos hablando de más de 20 años de camino, y para un trayecto tan largo se necesita una responsabilización ética que no todos los adultos están dispuestos a asumir”

Estamos hablando, de un cambio silencioso, pero que necesariamente necesita ir más allá de la aportación individual, ¿no es cierto?
  “No, claro que no, la aportación individual sólo es el primer paso de una futura unión de personas convencidas, con un claro deseo de cambio, sin impaciencias, y partiendo de cero, siempre de cero . Esto es algo que yo trato de fomentar”.

De cero, de cero,.. duras palabras para el Hombre Moderno que va a ver nacer en el horizonte un nuevo milenio. ¿Qué es eso de partir de cero?
  “..Partir de cero significa renegar de todas las cosas de las que nos estamos guiando en la actualidad. La economía, la justicia, la salud, no funcionan tal como están planteadas. Y la única solución que atisbo es inculcar a la gente el sentido de la solidaridad, y es que la esencia del cambio no está en combatir, sino en buscar caminos aleatorios a través de uno mismo, y del prójimo”.

Juan G. Atienza parece mirarse con cierta tristeza las manos. El Hombre Moderno ha construido un sistema al que ahora sucumbe. Debemos reconocer que nos hemos equivocado.
  “Estamos todos demasiado pendientes de un sistema que ni siquiera está ya compuesto por personas, y que aunque fue creado por personas, ahora tiene vida propia. Podemos decir que, Las estructuras se han independizado de los hombres que las establecieron. El sistema, por tanto, está actuando con los primeros matices de lo humano, es una creación de las primeras etapas de la evolución humana. Ahora está ya obsoleto. No funciona. Se necesita un nuevo sistema para un nuevo hombre que reconoce que se ha equivocado. Estamos por tanto, ante unas estructuras que no tienen alma, y que han llegado a dominar al hombre. Si lo permitimos, no habrá solución. Yo mismo, no soy ajeno al sistema, pero conozco sus errores, y eso me hace estar absolutamente consciente de que no me estoy engañando a mí mismo. Con que la gente se de cuenta de que está en una postura errada, y que tiene posibilidad de salir de ella, aunque no salga, ya habrá dado un paso hacia delante”.

Según avanza el reloj imparable del milenio, las cadenas parecen apretar más y más fuerte las muñecas. El Hombre Moderno quiere, necesita sentirse libre.
  “El hombre libre es aquel que fuera capaz de prescindir del consumo, un hábito que nos conduce ineludiblemente hacia la desconfianza al prójimo, porque se convierte en un enemigo natural de nuestro propio progreso, entrando de lleno en el círculo vicioso de la competitividad. Este proceso desemboca en que uno termina trabajando para uno mismo, olvidando las necesidades ajenas. Por eso se muestra como necesario el comenzar por una educación global, lenta, y progresiva hasta conseguir una mayoría con iniciativa, que con su propio ejemplo pueda imponer una solución más humana a toda esta crisis”.

Las máquinas del hombre, hacen tanto ruido que ya casi no se escucha la voz de sus semejantes.
  “El hombre moderno, es un hombre que se ha quedado sin armas para crear una verdad propia. Sufrimos una falta de comunicación, y un exceso de información. Nos entregan las ideas que debemos asumir, sin permitirnos intervenir. Evitan el diálogo, creando así una verdad prefabricada, que se extiende lentamente, como un virus,… Se está perdiendo el placer de la conversación. Ya sólo nos queda la posibilidad de recibir información, y eso nos aleja de la verdad”

Pero,… donde hay espíritu hay esperanza, ¿verdad?
  ” La verdad es que queda poco tiempo, pero todavía creo en el espíritu del individuo, y sólo a través de él podremos recoger el hilo de nuestra propia esencia como seres humanos, o, mejor dicho, como personas en evolución”

El Hombre Moderno ha dicho algo que nadie ha escuchado. Porque hasta él mismo siente que esas palabras no son suyas.
  “Ahora las cosas ya no se ofrecen, porque ofrecer es algo cordial, ahora las cosas se nos ofertan, comprar, comprar, comprar. Y es que está habiendo una seria transformación del lenguaje. Los niños juegan sólo con 200 palabras. Aparte del cambio sutil que está sufriendo la significación de las palabras. Por ejemplo, parece ser que nos quieren hacer creer que vivimos en un mundo libre, donde la Libertad, en realidad, no existe, sino más bien, una libertad para, es decir, una libertad teledirigida. Por tanto, se promueve una manipulación que está implícita incluso en el propio mensaje. Si las palabras están ya viciadas, y no somos conscientes de ello, nuestras palabras nunca serán del todo propias…. La cantidad de veces que decimos lo que nunca hubiésemos querido decir, ¿verdad?”.

Las palabras de Atienza pueden parecer utópicas, pero…
  “… en realidad son utopías sólo desde el punto de vista lingüístico, porque no las puedo calificar con otra palabra, pero yo no quiero imaginarme un mundo, sino plantear los principios por los que ese mundo pueda llegar a ser posible”.

Sí, pero ¿dónde busco?, parece preguntar el Hombre Moderno.
  “Hay que partir de uno mismo. Buscarse en los demás, sin este paso previo, de nuevo estaríamos obrando con los demás como robots del sistema,… es necesaria la introspección, el buscar el camino de la evolución en uno mismo, para poder reconocer luego a simple vista, lo que hay de valioso en el prójimo. Sin duda es un proceso oscuro, doloroso, pero necesario”.

¿Y los maestros, dígame, dónde se encuentran?
  “Yo conozco mucha gente que es tremendamente válida, pero que es de la opinión de que antes de empezar cualquier camino, se hace imprescindible la figura de un maestro, de un guía que oriente tal o cual aprendizaje. Pero a mi entender, si como maestro entendemos aquel que nos enseña su propia teoría, me parece cuanto menos, un paso inútil. En realidad el problema es que el ser humano se siente necesitado de maestros, porque el estres de sus vidas no les deja tiempo, o les ha confundido sobre cuál es su verdadera evolución como ser humano, y les impide la única luz posible, que es internarse en sí mismo, y de obtener de dentro las bases y respuestas que cimentaron y han de cimentar su vida”

El próximo libro de J. G. Atienza, no es una profecía apocalíptica, ni una videncia mesiánica, sino que simplemente es un sentarse en los cascotes del viejo milenio, con los ojos perdidos en el horizonte, y pregonando, con los bolsillos llenos de razones, un empezar de cero. Un libro que cincela los perfiles de un nuevo hombre, de conciencia sosegada, que ha aprendido de sus errores, y que desea un borrón, o un enorme lavado de cara. Un buen libro, en definitiva, para los amantes del buen gusto, y cómo no, de la verdad sin tapujos.

© R.C.

Juan Garcia Atienza

Juan Garcia Atienza

Escritor español (Valencia, 1930-), licenciado en Filología Románica. En 1977 decidió dedicarse de lleno a la investigación histórica y antropológica. Antropólogo de lo oculto, historiador de las voces del pueblo, buscador de caminos, hombre experto, culto, de senectud encendida, y ojos lacios y azules como de agua estancada.

Autor de más de 50 libros, entre ellos:

Leyendas mágicas de España

Leyendas del camino de Santiago

La Ruta Sagrada

Los Santos paganos

El Legado Templario

La Gran Manipulación Cósmica

El Milenio llega

Para conocer sobre cómo el ser humano es usado y mentalmente influenciado por entidades del cosmos, el libro La Gran Manipulación Cósmica ofrece un tratamiento del tema muy destacado entre todo lo que al respecto ha sido publicado.

La Gran Manipulación Cósmica
10
De cómo el pez grande vino a comerse al pez chico

La escala dimensional de la evolución

Si intentásemos establecer la sucesión evolutiva de los seres del cosmos a niveles de conciencia dimensional -y tendré que pedir excusas por lo que me temo que pueda parecer una definición muy poco ortodoxa-, deberíamos partir de una conciencia- punto, que correspondería, en líneas generales, al que llamamos mundo mineral.

Una piedra o un grano de arena, un objeto natural o artificial inorgánico, está en un lugar preciso, ocupa un espacio limitado y no puede desarrollar la energía necesaria para su autodesplazamiento. Si es que existe en este ser objeto algún tipo de conciencia -y no hay nada que impida pensar que la posee- esa conciencia estará constreñida al punto exacto de su ubicación. Es, pues, una conciencia que podríamos llamar adimensional (aunque, de hecho, sabemos que ocupa un espacio que contiene las tres dimensiones, si bien no podrá tener conciencia de ello). 

El mundo vegetal crece y se desarrolla por sí mismo, nace y muere y crece, aunque tampoco tiene la capacidad de desplazarse. Su punto de referencia espacial está en su contacto con la tierra y, a partir de ella, su camino hacia arriba (tronco, ramas, hojas, flores) y hacia abajo (raíces). Su eventual conciencia sería la línea, es decir, la unidimensionalidad. 

Avancemos la sospecha que le asaltará a más de un lector: no hay, de hecho, un límite estricto que sirva de frontera definida a los seres de la naturaleza. Del mismo modo, no existiría un punto en el que se pudiera afirmar taxativamente que, antes de él, sólo hay conciencia adimensional y, al otro lado, otra unidimensional (y así sucesivamente). Tomo voluntariamente bloques enteros de conciencia y pienso que cada cual podrá representarse, por su cuenta, esas zonas de nadie en las que se produce el paso de un tipo de conciencia al siguiente.

Continuando, pues, con la escala iniciada, nos encontraremos ante los seres inferiores del reino animal, que tienen conciencia primaria de desplazamiento superficial, como podría tenerla un supuesto ser de dos dimensiones. Un gusano de seda tiene conciencia de la hoja de moral que devora y por la que se desplaza, pero ignora esencialmente los volúmenes. Sin embargo, ese mismo gusano, llegado al ápice de su evolución física, deja súbitamente de comer, se envuelve en la seda que él mismo segrega por centenares de metros, hasta formar un capullo, y muere materialmente, se pudre y se seca dentro de su caparazón para resucitar -pues se trata de una auténtica resurrección y hasta he sentido tentaciones de escribirla con letras mayúsculas- en una mariposa de vida precaria que, durante unas horas, es casi capaz de volar, de palpar los límites de una conciencia tridimensional. 

Si continuamos analizando la conducta de los animales superiores (incluyendo ya en ellos desde insectos y crustáceos capaces de saltar o de volar, hasta los simios antropoides), nos daremos cuenta de que, en ellos, como en la mariposa, hay ya una conciencia tridimensional que les permite captar instintivamente la altura, la profundidad o los contornos de su espacio vital, moverse entre ellos y mantenerlos como límite de captación. 

Por su parte, el ser humano, en tanto que grado evolutivo inmediato, se mueve, lo mismo que los animales superiores, en un espacio que sus sentidos -nuestros cinco sentidos más ese sexto sentido mental del que hablan los orientales- dictan como tridimensional y que, por lo tanto, limita su percepción inmediata. Sin embargo, un grado superior de conciencia -llamémoslo su condición de animal racional- le lleva a intuir, aunque sea de modo primario, la dimensión inmediata, de la que en cierto modo se siente -nos sentimos tú y yo, amigo racional- esclavo.

Se trata del concepto del tiempo, de la dimensionalidad temporal que domina el curso de nuestra existencia y marca la pauta, tengamos o no conciencia clara de ella, de eso que denominamos nuestra trascendencia. 

Tú mi da´ una cosa a mé, ío ti dó una cosa a té

Hace ya unos treinta años, cuando el movimiento llamado neorrealista convirtió a Italia en una potencia mundial en la industria cinematográfica, se realizó una película en color, Carrusel napolitano, tal vez la primera en aquel mundo latino de la segunda posguerra mundial, en la cual, en clave de espectáculo musical, surgían una vez más todas las lacras y los terribles avatares de un mundo que había aprendido algo -no mucho, por desgracia- de los centenares de millones de muertos que habían producido cuatro años de contienda. 

En aquella película había un número -repito que se trataba de un film musical- en el que todos los componentes jugaban al toma y daca casi cósmico que patentizaba la mutua dependencia de los seres humanos: “Tú me das una cosa a mí, yo te doy una cosa a ti”, decían, haciendo intercambio de las cosas más peregrinas que cabría imaginar en el mundo. 

Viene a cuento aquel recuerdo -que para muchos será ya prehistórico- con la interdependencia que podríamos establecer y que, de hecho, existe ya en todos los seres que pueblan el cosmos. Todo le sirve a alguien. Nada hay que, de uno u otro modo, no sea útil a otro, que lo habrá de tomar a cambio de algo que él, a su vez, puede proporcionar a un tercero. El mundo, en este sentido, es un constante intercambio de necesidades y de hartazgos entre los entes que lo pueblan. 

Los seres de conciencia unidimensional, el universo de los vegetales (dicho de modo amplio y necesariamente inexacto, sólo estructuralmente válido), se nutren del mundo adimensional de los minerales, extrayéndoles directamente las sustancias necesarias para cumplir su función vital. 

Los animales primarios, por su parte, extraen su alimento principal de las plantas, que previamente han tomado de la tierra las sustancias nutricias. A su vez, los animales más evolucionados, lo mismo que los seres humanos, se alimentan indistintamente de materias vegetales y de otros animales, en una especie de síntesis alimentaria y vital que se hace progresivamente complicada, en tanto que ha de nutrir órganos también progresivamente más evolucionados que hace que las funciones vitales exijan una mayor complejidad acorde con los estudios evolutivos de seres con necesidades de nutrición diversas, según los órganos que hayan de mantener.

El mundo exige ese escalonamiento, del mismo modo que lo exigen todos los seres que lo componen, de tal modo que aquello que toman de los estadios inferiores de la evolución supone síntesis cada vez más complejas y, a su vez, hacen entrega de elementos todavía más complicadamente sintetizados a los que forman parte del escalón evolutivo inmediato. Con escasas variantes, que creo que sólo servirían para confirmar los hechos, así se establece la armonía de la naturaleza. 

El hombre en tanto que ser que se alimenta

A medida que los seres de la naturaleza alcanzan grados superiores de conciencia, sus necesidades alimentarias se diversifican y, sobre todo, tienen que cubrir campos cada vez más amplios. Sí, por ejemplo, a una planta le basta con sintetizar alimentos que le proporciona la tierra y que toma del aire para crecer y echar hojas y ramas y frutos, a una oruga sedera le será necesario tomar de la hoja de la morera sustancias que no sólo le permitan alimentarse y crecer, sino también fabricar la seda que le dará la posibilidad de envolverse en el capullo del que habrá de salir la mariposa con toda su complejidad orgánica.

Un mamífero, por su parte, necesitará que los alimentos ingeridos le den robustez de músculos y una vitalidad sanguínea que le permita regar un cerebro relativamente desarrollado, más toda una serie de vísceras con funciones tremendamente complejas y diversificadas. 

El ser humano, por su parte, posee una capacidad de raciocinio supuestamente superior a la de cualquier animal. De hecho, el rasgo distintivo de la especie humana es precisamente la razón. Pues bien, esa capacidad debe también ser alimentada, porque todos sabemos que surgen cierto tipo de taras cerebrales que son ocasionadas por la carencia de sustancias concretas necesarias para esa particular y compleja función y para nada más.

Pensemos igualmente que, en el caso del ser humano -lo mismo que en el de muchos otros animales y hasta en el de las plantas- la alimentación no se lleva a cabo únicamente por la vía digestiva (directa, podríamos decir), sino por otros muchos caminos. Hay una alimentación producida por el sueño, por la respiración y hasta existen -aunque no siempre se practiquen- una alimentación emocional y una alimentación intelectual, cuya carencia puede también causar trastornos que afecten a la personalidad humana.

Y créase que no lo digo como metáfora, sino que esas necesidades existen realmente como tales, como energías vitales que deben cubrirse y fomentarse, precisamente porque el ser humano, aunque muy a menudo de modo inconsciente, es un sujeto tan inserto en su propia evolución como pueda serlo el gusano de seda, y no podemos pensar en modo alguno que se ha alcanzado un límite evolutivo más allá del cual no podremos pasar.

No sólo no es así, sino que esa evolución forma parte integrante de la naturaleza humana, del mismo modo -sólo que con mucha mayor complejidad- que forma parte de la naturaleza de los animales inferiores la utilización o absorción de determinados alimentos que les permitirán la conservación de la especie en su lucha continua por sobrevivir a la selección natural. En líneas generales, el ser que mejor y más razonablemente atienda a sus necesidades vitales y alimentarias será siempre el que tenga mayores probabilidades de supervivencia y, por tanto, de evolución selectiva. 

Vemos, pues, que cada especie -y el ser humano, en tanto que es especie, hace lo mismo- se alimenta de lo que le proporcionan las criaturas en su estadio evolutivo inferior, usa sus energías y su capacidad primaria de síntesis de los alimentos naturales que, en estado puro, serían ya imposibles de asimilar, y muestra su nivel evolutivo por el uso que hace de su preponderancia sobre esos otros seres.

Pero no deja de resultar curiosa esa dificultad progresiva en los procesos de asimilación; más que curiosa, significativa, puesto que se acentúa en razón directa con la complejidad orgánica de los seres a todos sus niveles y, naturalmente, al nivel mismo de su percepción o conciencia de la dimensionalidad, agudizada al máximo en el ser humano, que es el ser racional por excelencia. 

Cualidades y dimensiones

Partimos del hecho, universalmente admitido (a pesar de lo cual habría que someterlo a un análisis de certeza) de que el ser humano se distingue precisamente por su cualidad de ser racional. La razón y sus consecuencias es lo que distingue, pues, a la humanidad. Del mismo modo, cada estadio evolutivo de la naturaleza se distingue por una cualidad que, curiosamente, marcha paralela con el sentido de conciencia dimensional que antes especificábamos.

De modo que la conciencia adimensional se corresponde con la cualidad de la inercia, la unidimensional con el impulso, la bidimensional con el instinto y la tridimensional con la voluntad. El ser humano, a cuestas con su conciencia cuatridimensional -por más errada e inexacta que tenga la concepción temporal- es el de tentador de la razón.

En esquema, la pauta evolutiva sería así: 

Especie Conciencia dimensional Cualidad
Minerales 
Vegetales 
animales i. 
animales s. 
seres humanos 
… ? … adimensionalidad 
unidimensionalidad 
bidimensionalidad 
tridimensionalidad 
cuatridimensionalidad 
pentadimensionalidad  inercia 
impulso 
instinto 
voluntad 
razón 
… ? …

Partiendo, pues, del grado más evolucionado racionalmente conocido -el género humano, es decir, nosotros- cabe afirmar que cada grado sucesivo de evolución, cada especie, está en condiciones de dominar y de manipular a todas las que se encuentran en estadios inferiores. El vegetal domina al mineral (a la tierra) y se alimenta de él. Y así sucesivamente hasta el ser humano, que, provisto de su suprema arma mental (la razón en cuestión) domina, manipula, y se aprovecha a todos los niveles de los seres que evolutivamente le anteceden.

Este factor le confiere lógica (racional) conciencia de superioridad y le hace suponer, por medio de esa suprema arma que tiene consigo, que se encuentra en la cúspide del poder cósmico o, al menos, del poder planetario. 

Pensemos un poco, aunque sea, de momento, al menos, para sacar conclusiones aparentemente perogullescas. ¿Por qué cada especie es vencida y manipulada por las que poseen la conciencia dimensional un grado al menos superior? Creo que la respuesta es casi obvia: porque cada una de las cualidades inferiores ignora visceralmente a las que la siguen, aunque sepa que están ahí.

Y, en consecuencia, no puede sustraerse conscientemente a su lógica agresión. Hablando en términos dimensionales -que son precisamente los que nos van a servir para captar en lo sucesivo la manipulación de la que somos nosotros mismos objeto- hemos de admitir que cada conciencia dimensional carece de las condiciones necesarias para captar el ataque y el dominio que se ejerce sobre ella desde otro plano dimensional. 

Si imaginamos la conciencia del gusano (bidimensional) sólo capaz de entender a su manera la superficie sobre la que discurre su existencia, una agresión llegada desde arriba o desde abajo la encontrará inerme. Hagamos la prueba si queremos. Coloquemos a nuestra oruga sedera sobre su hoja de moral. Acerquémosle un palito desde el nivel de la superficie de la hoja; la oruga se moverá en dirección contraria.

Sin embargo, si ese acercamiento lo efectuamos desde arriba, la oruga será incapaz de captarla y podremos atravesarlo sin que el pobre bicho llegue a saber nunca desde dónde le ha llegado la agresión y sin haber podido hacer absolutamente nada para evitarla o para defenderse de ella. 

La razón, ¿punto final?

Hemos tomado tan a pecho nuestra supuesta cualidad de reyes del planeta que, echando mano de nuestra arma suprema -la consabida razón, esa Razón que hasta hicieron Diosa Suprema los sans-culottes de la Revolución Francesa-, y con la ayuda de todas las fuerzas de presión de que disponemos, nos hemos fabricado a nuestra imagen y semejanza toda una teoría del poder racional, de la que nos hemos constituido en cúspide, cima y corona.

Y hemos sido tan orgullosos y nos hemos sentido tan satisfechos con nuestras posibilidades que, más allá de esa cúspide sobre la que nos hemos izado, sólo admitimos -y eso no siempre- a un Supremo Hacedor sobre el que descargamos todo aquello que cae fuera de nuestro entendimiento. 

Claro que sucede también que, ocasionalmente -y por más creyentes que seamos o que nos hayan pretendido hacer a lo largo de nuestro ya prolongado proceso histórico-, surgen fenómenos que, aunque resultan incomprensibles para nosotros, resultaría también ridículo y bochornoso adjudicárselos a esa divinidad suprema que nos hemos fabricado a nuestra imagen y semejanza.

Y entonces nos encontramos, como dicen en los pueblos, con el culo al aire; totalmente desasistidos, incapaces de racionalizar los hechos que no tienen razón y sin la menor posibilidad de definirlos, es decir, de transformarlos o de dominarlos y hasta de defendernos de su agresión, cuando la hay. Por el contrario, son fenómenos que nos dominan a nosotros, que juegan a pídola con nuestra suprema razón y la enfangan y la inutilizan lo suficiente como para que empecemos a dudar de ella en tanto que cualidad suprema en la evolución natural de las especies.

La cosa viene a plantearse como un gran despropósito cósmico. ¿Creíamos que la razón, nuestra razón, lo podía absolutamente todo? ¡Pues toma irracionalidad a espuertas pudiendo con ella! ¿Nos imaginábamos la cúspide de una escala evolutiva sin más límite que nuestro Dios infantilmente infinito o nuestra no menos deificada razón?

¡Pues toma absurdos fenómenos que se ríen de nosotros y en nuestras propias barbas y nos dejan inermes frente a una realidad que, deliberadamente, por orgullo supremo, habíamos tratado de borrar! 

Objetos (y conceptos) no identificados

A lo largo de nuestra historia de seres racionales y pensantes, inventores de tecnología y presuntos soberanos del planeta, han estado surgiendo constantemente ante nuestras conciencias fenómenos que la razón ha sido incapaz de explicar, aunque, siguiendo un proceso lógico del pensamiento racional, ha tratado de encajar en determinadas coordenadas de nuestra mente cuadriculada.

La necesidad de dar un cauce a los fenómenos evidentemente irracionales es la que, al fin y al cabo, ha obligado al ser humano a inventarse a Dios, pero el orgullo de sentirse propietario exclusivo de todo un planeta es lo que, por su parte, le ha inducido a establecer escalas serias de comunicación o estadios conscientes de relación con Él.

El ser humano, con toda su aureola de racionalismo, se sentía en la misma cumbre que había fabricado y todo cuanto no entraba en los límites de su entorno racional se atribuía -o se sigue atribuyendo ocasionalmente- a la divinidad abstracta. Y esa atribución dejaba al hombre siempre como dueño y señor -o como inquilino privilegiado- de su propio entorno. Dios absorberá lo que quede del ser humano después de la muerte; Dios -y sólo Él- marcará los límites del comportamiento humano; Dios habrá sido el fabricante de la pirámide evolutiva de la que constituimos la cumbre y el que habrá colocado al hombre en su puesto inamovible. 

El cuanto a todos los fenómenos que escapan a la clasificación racional y que surgen en nuestro entorno, que están ahí mismo y que no pueden negarse, identificarse ni catalogarse (y ni siquiera adjudicarse a la divinidad, porque son demasiado cotidianos, demasiado “de andar por casa” para adjudicárselo directamente), hemos optado por varios caminos, que se han sucedido a lo largo de la historia, según haya dominado en nuestra civilización racional el sentimiento de dependencia divina o la razón científica a ultranza, con todos los estadios intermedios por los que hemos atravesado. 

La primera explicación, propia de estadios deístas o de épocas dominadas por la manipulación secundaria de los grupos de presión de origen o de extracción religiosa, viene a atribuir cualquier manifestación de fenómenos no identificados a emanaciones o a enviados del dios de turno: dioses menores, sefirots, santos o ángeles que proceden de la divinidad, que son “sus hijos” como nosotros somos “su obra”, o sus enviados, que vienen como portavoces de sus advertencias y que -lógicamente- se presentan de manera prodigiosa e intangible, como corresponde a su categoría de origen divino. 

A medida que la ciencia avanza en el discurrir de la historia, muchos fenómenos que anteriormente carecían de explicación racional ya la tienen. Consecuentemente, la cotización divina baja muchos enteros e incluso, en numerosas ocasiones, se ha de declarar en quiebra o, al menos, en suspensión de pagos. Una tormenta puede ser explicada y prevista, como puede explicarse -y dicen ya que preverse- un terremoto. Se sabe que una hierba (antes milagrosa) o un agua (antes sagrada) pueden curar determinados males.

Se sabe por qué se producen fenómenos antes divinizados. Como consecuencia, surge una segunda explicación a cuanto aún continúa sin ser explicado. O debemos esperar, pues ya llegará en su día el momento de esa explicación, en cuanto la ciencia lo descubra, o se trata de alucinaciones que no son más que producto de mentes temporalmente (o perennemente) afectadas por alguna conexión defectuosa en sus circuitos racionales. 

La tercera solución viene, en cierta manera, de la transferencia del concepto divinal al mundo de la ciencia racionalista. Conociendo -mal, por supuesto- los avances científicos y presuponiendo -todavía peor- las perspectivas que aguardan a la ciencia en el futuro más o menos próximo que se nos avecina, un sector cada vez más numeroso de la humanidad se ha planteado la evidente existencia de otras humanidades en otros sistemas planetarios del Universo, suposición evidentemente lógica, que a estas alturas no admite duda ni suspicacias y que incluso los remisos del deísmo religioso a ultranza aceptan sin posibilidad de contraponer una negativa racional.

A continuación, han adjudicado a tales humanidades un grado de avance tecnológico-científico ligeramente superior al nuestro (suponiendo siglos o milenios de desfase cultural y tratándose de sólo unos grados, a los que nosotros, sin duda, llegaremos -o llegarán nuestros científicos, o nuestras multinacionales manipuladoras- el día menos pensado) y nos las han traído a nuestro mundo, dispuestas en muchos casos (demasiados) a asumir el papel de unas divinidades abstractas y moribundas que ya no cotizan lo suficiente en la bolsa de la credibilidad o de la credulidad humana. 

Cada cosa en su sitio

Todo menos admitir -porque para eso somos nosotros, la Humanidad, la cúspide de la evolución natural, o al menos eso nos hemos creído- que hay o que puede haber entidades que viven una conciencia dimensional superior a la nuestra y que, sin que nosotros tengamos la menor posibilidad de detectarlas (a menos que ellas consientan o provoquen la detección) conviven en nuestro mundo y con nosotros lo mismo que nosotros convivimos con las ovejas, los cerdos, las vacas o las orugas sederas. Y, para más exactitud, haciendo con nosotros exactamente las mismas cosas que nosotros hacemos con los animales o con los vegetales de los que nos servimos y nos nutrimos. 

He dicho nutrimos y la palabra puede parecer incluso un poco o un mucho caníbal o vampírica. Y no es que yo vaya ahora a negar que lo sea y rasgarme la túnica para afirmar que dije digo donde digo Diego. Nada de eso. He hablado de nutrición y he querido expresar precisamente eso: nutrición, canibalismo, alimento, comida, subsistencia, vitaminas y proteínas e hidratos de carbono… o la materia o la energía que puede servir de sustitutivo o de complemento nutricio a las entidades que, sin saberlo nosotros racionalmente, están ahí y nos manipulan, porque ése es su derecho dimensional y natural: el de manipularnos, exactamente lo mismo que nosotros -¡los amos del mundo no lo olvidemos!- estamos o nos consideramos en el derecho de devorar y dirigir y manipular a los seres de conciencia dimensional inferior. 

Vamos a tratar de establecer un paralelismo hipotético a modo de ejemplo. Intentemos comprender realmente nuestra situación trasladando, lo mismo que hacíamos en la escuela, una determinada figura o una concreta función al plano inmediatamente inferior. Si logramos recordar cómo, en los problemas de geometría espacial, trasladábamos las figuras y los volúmenes a las hojas de papel -bidimensionales y planas-, podremos hacernos cargo y captar el problema que ahora se nos plantea.

En el fondo, casi me parece mentira la evidencia de que todo en este mundo de conciencias y de dimensiones sea tan terriblemente simple, tan visceralmente captable. Pero lo cierto es -y esto lo supieron ya hace muchos siglos los heterodoxos matemáticos seguidores del místico de los números, Pitágoras- que el universo no es más que numerología.

¡Y pobre del científico que no sea capaz de comprenderlo y que domina lo que, en realidad, le está dominando a él e indicándole, por cifras y por líneas y superficies e incógnitas y volúmenes e integrales, lo que es realmente el Universo! 

El juego de la razón produce monstruos

Nosotros somos, para el mundo de lo suprarracional, lo mismo que el mundo de los animales superiores para nosotros. Nosotros dominamos ese mundo con la razón, que supera al entendimiento de nuestras bestias, pero a nosotros se nos está dominando y se nos manipula mediante una supra-racionalidad -o irracionalidad, porque ese mundo no tiene nada de racional ni de razonable- que jamás podríamos ser capaces de comprender. 

Si algo distingue a cualquiera de los hechos o de los fenómenos que llamamos malditos o fortianos es precisamente el que, contra todo pensamiento racional, carecen de un porqué y, sobre todo, se encuentran absolutamente ajenos a nuestro fundamental concepto del dualismo, es decir, de la perspectiva racional por excelencia. 

La razón, que nos caracteriza como seres pensantes, nos hace ver el mundo como un constante enfrentamiento de opuestos. Nos es imposible emitir juicios de valor si carecemos de la medida que nos comparará un hecho y nos lo situará en esa tabla que tenemos establecida para todos los niveles vitales. Llamaremos mala a una cosa en tanto podemos compararla con la bondad de otra. Decimos de una cosa que es luminosa en tanto que nos la representamos como contraria a la oscuridad. Algo es amable por contraposición con lo que es odioso y algo es negro si no tiene nada de blanco o de color. Si vemos un lado del rostro de una persona no vemos el otro (salvo que seamos cubistas, pero ya volveremos sobe eso), y si decimos que algo está frío es porque sentimos su ausencia de calor. 

En cambio, nos encontramos esencialmente inquietos y sin posibilidad alguna de reaccionar cuando surge algo que nos resulta imposible de catalogar en las perspectivas del dualismo. Fijémonos en el fenómeno OVNI, que es la muestra más palpable e inmediata con la que se nos presenta, cada vez con más insistencia, el universo de lo irracional. Nadie de los que se ha ocupado del fenómeno, nadie de cuantos lo han vivido o lo han juzgado, han podido zafarse de una pregunta primaria que forma parte de nuestro mundo lógico y cuadriculado de la dualidad: ¿es el fenómeno OVNI bueno o malo para el ser humano?

Si leemos a los investigadores o preguntamos a los testigos, seguro que todos, de un modo o de otro, tienen formada su idea y la defienden a capa y espada. Pero sucede que esa idea nunca es única; que las opiniones se dividen en un cincuenta por ciento. La mitad responde: es bueno; y la otra mitad jura que es algo malo, perverso, negativo y peligroso para la humanidad. 

Los que afirman la bondad del fenómeno son quienes, de alguna manera, lo han deificado y le han transferido la fe religiosa perdida o apagada. Para ellos, el fenómeno OVNI es un sustituto de ese Dios que ha muerto a manos de la tecnología científica y, como tal, resume todo cuanto de bueno y deseable queda en las mentes respecto a ese concepto del Paraíso Perdido que fue el cielo, convertido por la astronomía en simple y puro cosmos. Los OVNIS y quienes parecen ir dentro de ellos son criaturas enviadas desde un mundo esencialmente mejor y han llegado hasta nosotros para redimirnos de nuestros pecados, de nuestra incredulidad, de nuestra ciencia equivocada y de los peligros que nosotros mismos estamos provocando. 

Los que se aferren a la maldad intrínseca del fenómeno, juzgan a través de animales extrañamente desangrados, de testimonios -ciertos- de mentes que se han dislocado definitivamente después de un contacto, de familias rotas tras una supuesta llamada extraterrestre.

Pero, fundamentalmente, suponen malo el fenómeno precisamente a causa de su impenetrabilidad, de su constante juego con los parámetros racionales, de su negativa a ser explicado, catalogado, analizado y, en consecuencia, vencido. 

Ni bueno ni malo, sino todo lo contrario

Fijémonos en un hecho que, a mi modo de ver, podría arrojar un poco de luz -aunque no fuera mucha- a la hora de enfrentarnos con la creencia de un encaje dualista de los hechos fortianos y, como resumen y ejemplo de todos ellos, del fenómeno OVNI en todas sus fases. ¿Nos hemos detenido alguna vez a pensar que nuestro concepto del bien y del mal, del amor y del odio, de lo izquierdoso y de lo derechista, está referido siempre a nosotros y jamás a la naturaleza y al resto de las especies que la componen?

Cuando damos muerte a una res para comerla, o cuando arrancamos una lechuga para hacernos con ella una ensalada, no nos planteamos en modo alguno si somos buenos o malos con el cordero o con la hortaliza, sino que esas cosas son buenas para nosotros. 

Siguiendo la misma vía de pensamiento, planteémonos el caso del rebaño de vacas o de cabras que cuidan nuestros pastores, tratando de llevarlo a los mejores pastos, haciendo que coman la mejor hierba y engorden. ¿Lo hacen acaso por altruismo? Si lo hiciera por eso el pastor -es decir, si confesase que su único afán era proporcionar felicidad a sus animales-, todos nosotros le tildaríamos de loco, de absurdo, de irracional, porque -diríamos- los seres inferiores a nosotros, en su totalidad, están ahí precisamente para servirnos o para que nosotros nos sirvamos de ellos.

Lo tonto e ilógico sería detenernos a pensar en si obra mal el leñador con el árbol que abate a golpe de hacha, o el fabricante de seda con las mariposas que no dejará nacer, o el pescador dominguero que vuelve de su jornada con media docena de truchas en la cesta.

Sólo pensamos en una eventual mala acción hacia los demás seres de la naturaleza cuando esa acción no reporta provecho alguno para quien la lleva a cabo. Sutil juicio de valor, porque estamos comprobando ya, día a día -y hoy ha llegado ya a constituir uno de los problemas fundamentales de nuestra supervivencia- que muchos de los actos que ha cometido y sigue cometiendo el ser humano en su supuesto beneficio y siguiendo sus necesidades inmediatas, están comprometiendo seriamente nuestro futuro y nuestra subsistencia. Pero no se trata de eso aquí y ahora, sino de que hemos conformado nuestra razón y nuestra moral (igualmente racional) a nuestro exclusivo beneficio. 

Vamos ahora de nuevo con el fenómeno irracional, con la presencia entre nosotros de lo esencialmente falto de lógica y carente de razón. Ese fenómeno OVNI, ¿es bueno o malo, al margen de lo que opinen los testigos y los investigadores, los contactados y los curiosos? 

Analicemos su comportamiento, al margen de juicios y al margen también de su radical inexplicabilidad. Ante todo, trasponiendo cuanto acabamos de apuntar respecto a nuestro propio concepto moral, tendríamos que prescindir de que se trate de un fenómeno bueno o malo para nosotros, del mismo modo que no nos planteamos si nosotros somos buenos o malos con respecto a las demás especies de la naturaleza.

En todo caso (pero me imagino que sería demasiado pedir) tendríamos que preguntarnos o tratar de saber, dentro de lo posible y prescindiendo del pensamiento racional demasiado consciente, si se trata de un fenómeno o de un conjunto de fenómenos que llega desde planos dimensionales distintos y si, desde ellos, actúa sobre nuestra especie y sobre todas las demás y nos las manipula en su propio provecho, en la única manipulación ante la cual el ser humano tendría que conformarse irremisiblemente a ser sujeto pasivo. 

La cosa que viene de ninguna parte

Vamos a recordar de nuevo lo que comentaba anteriormente respecto a nuestra acción sobre la conciencia presuntamente bidimensional de la oruga. Decía que, si nos aproximamos a ella desde su propio plano de conciencia -la superficie de la hoja sobre la que vive- advertirá la presencia de un elemento extraño y presuntamente agresor, mientras que si la aproximamos desde arriba, sólo nos advertirá cuando estemos en su propio plano dimensional.

Supongo, siguiendo con la misma experiencia, que si nos aproximamos a la oruga desde abajo y atravesamos la hoja sobre la que se encuentra, sólo captará nuestra presencia (o la presencia del objeto que hayamos empleado, rama, aguja o bisturí) cuando atravesemos ese plano ¡y el ningún otro instante distinto! E incluso entonces, sólo se dará cuenta de que allí hay algo e ignorará qué es y de dónde procede. Y, todavía más allá, ese agujero que eventualmente habremos perforado en su hoja no será tal agujero para la oruga, sino un espacio de nada, puesto que, presuntamente, carece de la capacidad de advertir los planos dimensionales, mientras que un agujero (para nosotros) supone que hay algo, al menos, debajo de él. 

Observemos ahora el otro paralelismo que vamos a intentar dilucidar. Un OVNI o una formación entera de OVNIs surge de nadie-sabe-dónde, incluso muchas veces -a los testigos me remito- de esa superficie del mar que ha hecho plantearse a tanta gente (incluso a gobiernos concretos, aunque nunca lo hayan hecho público oficialmente) que existen “bases submarinas” de esos presuntos ejércitos galáctico. Si recordamos el que fue en su día célebre caso del seminarista de Logroño, la entidad ufológica -o lo que fuera aquello- se presentó súbitamente en su cuarto, sin venir de parte alguna, y comenzó a manipular todos los aparatos -radio, tocadiscos y no recuerdo qué más, supongo que hasta el reloj- como siguiendo un juego del absurdo más sorprendente e inexplicable. 

El fenómeno, pues, exactamente lo mismo que los fantasmas de la tradición de la novela gótica inglesa o las almas del Purgatorio del mito de don Juan, se filtran a través de la solidez de los muros materiales y hasta parecen formarse en el cielo -podríamos decir, parecen materializarse a partir de la nada, del ningún-lugar- y, de la misma manera, se desintegran en la nada, después de haber realizado acciones que -confesión de sabios científicos que a veces parecen convertirse en locos alucinados- no podrían jamás haberse realizado técnicamente, científicamente.

O sea racional y lógicamente. O sea, también, que los OVNIs son capaces de romper todas las leyes establecidas a partir del comportamiento de los cuerpos físicos, de los cuerpos tridimensionales, que son los que estamos en disposición de apreciar, calibrar, juzgar, dominar y entender. 

El fenómeno OVNI ha de plantearse, pues, contra todos los intentos que se han hecho y que se sigan haciendo, como una manifestación radicalmente incomprensible e inaprehensible, al menos desde una perspectiva física, corporal. Ni siquiera se ha podido establecer si tales objetos están compuestos por algún tipo de materia.

Aparentan tenerla muchas veces, surgen a nuestra percepción como naves metálicas -o plásticas, vaya usted a saber-, brillantes, con luces muy determinadas, de colores, con unos movimientos precisos, aunque desafían las leyes físicas de la materia. Incluso han dejado y siguen dejando huellas en la tierra, precisas y concretas -huellas que, por otro lado, serían paralelas a las que nosotros dejaríamos sobre la hoja de la morera sobre la que discurre la vida de la oruga sedera, pero falta siempre la prueba de su materialidad concreta.

Y, al decir prueba, me estoy refiriendo al objeto concretísimo, al fragmento preciso, al pedazo o esquirla o resto material de cualquier tipo, a no ser las señales de combustión que surgen, tan a menudo y que sólo afectan a la materialidad del objeto -plantas o tierra- consumido, quemado y destrozado. 

No puedo evitar el recuerdo de algo que me decía una vez mi buen amigo Juanjo Benítez, investigador incansable y pateante empedernido del fenómeno, cuando un día me confesaba:

“Mi mayor ilusión sería lanzarle un cantazo a un OVNI y escuchar el ¡clong! de la piedra sobre su superficie metálica. No necesitaría más pruebas de su existencia”. 

Creer, no creo, pero haberlos, háyalos

Las palabras -no sé si las ha escrito alguna vez- de Juanjo Benítez son reveladoras de la radical inseguridad que provoca, en todos nosotros, la presencia sentida y nunca probada de los fenómenos supradimensionales. Porque va todo un mundo desde la seguridad que estos fenómenos “están ahí” a la prueba -imposible- de su presencia. 

En este sentido, sin embargo, yo me atrevería a sugerir una causa -tan irracional como el fenómeno mismo- que, en cierto modo, lo justifica, si no lo puede demostrar. Para mí, y en la mayoría de sus manifestaciones -y no sé si atreverme a decir que en todas sus manifestaciones-, el fenómeno es paralelo, al menos en síntesis o estructuralmente, a todos los demás fenómenos de tipo paranormal que se plantean en nuestro mundo de comprensiones parciales.

Por supuesto, la presencia de OVNIs es equivalente a la de las apariciones que analizábamos en páginas anteriores, con la diferencia de que, mientras éstas son asumidas por los grupos de presión religiosos que manipulan las creencias -y ese hecho de asumir el fenómeno puede tomarse (dualísticamente) en sentido positivo o negativo, según acepten o nieguen su eventual sacralidad-, el fenómeno OVNI está siendo acaparado por grupos de neocreyentes, que cifran su existencia en el hecho de aceptar la presencia de supuestos extraterrestres semidivinales -o totalmente divinizados- que llegan a la tierra con la misión específica de salvarnos de nosotros mismos y de nuestros evidentes y peligrosísimos errores, que pueden dar al traste con la ecología galáctica o con un equilibrio (supuestamente racional) establecido por las eventuales conciencias extraterrestres, mucho más avanzadas -tecnológicamente, claro- que nosotros. 

Lo más curioso de este enredo es cómo, en un mundo dominado por la tecnología, que cifra el progreso -confundiéndolo por desgracia con la evolución- en los logros mecánicos de las grandes compañías multinacionales, que son la pauta de nuestra medida presuntamente evolutiva, y en sus equipos de investigación (recordemos y tengamos en cuenta las esperanzas absurdas de la informática, puestas como meta de nuestros próximos años), la mente de muchísimos seres humanos se desvía peligrosamente, asociando la presencia y hasta los presuntos mensajes del mundo supradimensional a humanoides tecnólogos que vienen de otros planetas a contarnos (y, naturalmente, a convencernos) de una superioridad mental y científica que nosotros tendríamos la obligación de deificar e incluso de adorar y convertir prácticamente en rito religioso, en acto mágico, en materialísima manipulación salvífica proporcionada por quienes, supuestamente, llegan a este mundo para sacarnos de nuestros errores integrales y enseñarnos el camino de nuestra redención.

Un camino que, en esencia, no difiere un ápice de aquel otro que les trazara un día Yavé a los israelitas mosaicos, cuando les lanzó a tumba abierta por el desierto del Sinaí para sufrir todas las penalidades posibles que el hombre-piara-ganado puede resistir a mayor gloria de su presunto dueño y salvador. 

Pastores y ovejas

Por mi parte, estoy absolutamente convencido de que no es gratuito, ni mucho menos, el paralelismo, simbólico en el Evangelio, del pastor y de las ovejas, del mismo modo que no es casual ni arbitrario el que yo mismo, líneas más arriba, haya colocado a los pastores como ejemplo de nuestra condición de “ganado” apto para servir a las supuestas o sospechadas necesidades de determinadas entidades supradimensionales que nos utilizan de un modo que a nosotros nos ha de resultar, esencial y visceralmente, inaprensible, al menos mientras nos empeñemos en aferrarnos a nuestro racionalismo a ultranza y no seamos capaces, en tanto que especie, de reconocer nuestro puesto exacto en el orden establecido en el cosmos.

(Naturalmente, me estoy refiriendo estrictamente a un puesto que nosotros no hemos elegido, sino que, en cierto modo, nos ha sido asignado. Y del mismo modo que la cabra o la oveja no han elegido libremente su inserción en el contexto del rebaño, pero tienen que aceptarla, porque hay una entidad -el pastor- que las manipula irremisiblemente y al que tienen que obedecer, en persona o a través de sus ayudantes los perros, así nosotros hemos de asumir nuestro papel de ganado alimentario de conciencias situadas dimensionalmente por encima de nosotros). 

Atención, porque creo que es importante señalar que todas estas apreciaciones son meramente objetivas. Quiero decir que atañen a la humanidad como masa y sólo en tanto que tal humanidad no adquiera conciencia clara y definida de que existe efectivamente una auténtica -y no meramente supuesta- evolución, a la que cósmicamente tiene todo el derecho de acceder.

Pensemos que el ser humano, desde el hombre de Pekín o el australopiteco de hace dos o tres millones de años, ha pasado efectivamente del estadio evolutivo que hoy adjudicamos, con muy pocas variantes, a los animales superiores -con una conciencia dimensional caracterizada únicamente por el predominio de la voluntad- y que llegó a la conciencia racional definida como propia de la humanidad tras una síntesis de la evolución natural de la especie: de todas las especies. Hoy, ese mismo hombre se cree señor absoluto del planeta.

Pues bien, pensemos que esa evolución existe, que es un hecho y que tenemos derecho a ella, en tanto que seres naturales que formamos parte de un Universo en expansión (o sea, en evolución). Sólo fuerzas muy determinadas, que nosotros mismos podríamos alcanzar si no nos vence la manipulación cósmica, pueden oponerse a que esos estadios evolutivos sean una realidad alcanzable. 

¿Por qué? 

Por un motivo que podríamos comprender claramente si fuéramos capaces de transferir, una vez más, el problema planteado sobre la conciencia bidimensional. Pensemos en el pastor una vez más: ¿consentiría en que sus ovejas, sus cabras, sus vacas o sus cerdos comenzasen a expresar su deseo de libertad y de independencia, y se negasen a obedecer sus órdenes o las órdenes secundarias de los perros? ¿Comprendería acaso que esos seres tienen derecho (cósmico derecho, si queremos) a elegir el momento, la circunstancia y el lugar de su propia evolución hacia estados de conciencia superiores? 

Supongo yo que en todo el universo existe una ley de estabilización (digo si será dimensional), que induce a sus entidades a intentar en su momento la propia superación, pero sin consentir que las entidades inmediatamente inferiores tengan acceso al estadio que lógicamente, con su paso, quedaría vacío. Supongo también -y la experiencia humana viene a demostrarlo en cierto modo- que ese paso evolutivo no se produce de modo total, ni siquiera masivo. Y que es absolutamente necesario que una minoría abra lentamente el camino, antes de que, poco a poco, a lo largo posiblemente de unos cuantos miles de años, el resto de los componentes de la familia con conciencia dimensional común alcance el siguiente escalón evolutivo. 

¿Cómo se comporta la entidad llamada OVNI o, en general, el fenómeno paranormal en su más amplio sentido, con respecto a la posible evolución humana y a los intentos más o menos conscientes del hombre por alcanzarla? 

Conciencia evolutiva y avance cultural

Distingamos, ante todo, la evidente diferencia que existe entre el concepto que tenemos de avance cultural y el auténtico sentido de lo que llamamos evolución, y esto aunque ambos términos hayan sido demasiado a menudo confundidos y, consecuentemente, tergiversados. El avance cultural, en términos generales, es una radical y constante afirmación de las coordenadas científicas, por las que el ser humano se mueve en tanto que conciencia racional y razonante. La cultura es sólo afirmación teórica de un racionalismo que confirma al ente humano en sus esquemas lógicos y en la sublimación -nunca negativa- del mundo sensorial sobre el que se basan los parámetros de la conciencia racionalista. 

La evolución supone, de hecho, el salto del ser humano hacia estratos más reales del entendimiento integral; hacia la superación, en fin, de ese racionalismo que caracteriza al hombre como especie, para el que ni siguiera nos hemos preocupado de buscar un nombre apropiado, pero que supone la liberación de las percepciones sensoriales y la comprensión del universo a partir de otras fuentes superiores de conciencia. 

Quiero decir con estas distinciones que, en su raíz, nada tiene que ver (o, al menos, no tiene por qué tener la menor relación) la altura cultural con el grado de evolución real que pueda alcanzar un individuo o un grupo humano determinado. Un gran científico racionalista puede encontrarse en un estadio evolutivo infinitamente inferior, como ente consciente, al de un bonzo de un monasterio japonés o un anacoreta copto, que tal vez ni siquiera sepan escribir su propio nombre. Lo cual no impide que, en términos generales, una conciencia culturalmente desarrollada esté en mejores condiciones para emprender el camino hacia el siguiente peldaño evolutivo que un cerebro obtuso o insuficientemente preparado en las lides intelectuales. 

A partir de esta afirmación, en cualquier caso, tendremos que sacar la conclusión de que, no teniendo nada específico en común la vía evolutiva del ser humano con la altura cultural alcanzada a niveles personales, del grupo o área económica, social o étnica, esas áreas serán tratadas a distintos niveles de manipulación por las entidades que en esa manipulación dimensional adopta según los sujetos culturales sobre los que haya de actuar o los grupos sociológicos en los que tenga que influir. 

Estructura manipuladora del fenómeno de las apariciones

Las llamadas apariciones constituyen, seguramente, el nivel más inmediato de manipulación dimensional que se ejerce sobre el individuo humano a niveles culturales. Y no me refiero únicamente a las que, con plácemes o rechazos de los poderes religiosos establecidos, se manifiestan como contactos divinales de raíz cristiana o de cualquier otro credo, sino a aquellas otras que surgen como presencia de entidades supuestamente extraterrestres que vienen, lo mismo que las vírgenes y los arcángeles, como aparentes portadoras de mensajes de salvación. 

En todos los casos se da, por parte de los sujetos receptores, un grado precario de cultura. Suele tratarse de analfabetos, jóvenes pueblerinos de escuela primaria o parroquial -catecismo, palo y tentetieso- o seres con escaso grado de formación que, curiosamente, parecen adquirir un baño de cultura después del contacto. En todos estos seres se da igualmente una enorme dosis de credulidad, que se manifiesta inmediatamente, sin dudas y sin ningún tipo de planteamiento crítico.

La aparición es asumida en su aparente realidad desde el primer instante y sus mensajes son transmitidos en cuanto comienzan a revelarse. Las órdenes -porque siempre hay órdenes e incluso, en muchos casos, órdenes que no admiten réplica- se aceptan sin rechistar y sin poner en duda su autenticidad, y del mismo modo se reemiten a todos cuantos quieran oírlas, presuntamente el mundo entero, aunque su influencia sea generalmente restringida. 

Por parte de la entidad contactante, hay diversos niveles de acercamiento, que suelen darse de modo sucesivo y en un orden perfectamente establecido de antemano. Surge, en primer lugar, una presentación de credenciales: yo soy Tal. La tarjeta de identidad está avalada por el mismo modo de presentarse y por el grado de manipulación secundaria del receptor. Al creyente se presentará como celestial, al no creyente -racionalista ateo, a su modo- como entidad extraterrestre. Y hasta el disfraz irá acorde con el show representado. 

El segundo paso vendrá dado por una manifiesta preocupación ante el estado en que se encuentra el planeta. Y, en general, esa preocupación vendrá a responder a la preocupación presente en el inconsciente colectivo de los individuos. Ahí entra de lleno el mensaje antibolchevique de Fátima o la profunda preocupación por el avance del peligro nuclear en los extraterrestres. 

Tercer paso: la entidad viene a resolver este caos político, bélico, prebélico, o simplemente tecnológico, que puede terminar con la vida del hombre sobre la tierra (o con la fe ciega en los valores religiosos reconocidos, que viene a ser lo mismo: muerte del cuerpo, muerte del alma). Mas para que la misión obtenga resultados satisfactorios, los seres humanos tienen que colaborar intensamente.

¿Cómo? Volviendo a las costumbres buenas, a las creencias convenientes, a la oración positiva, al sacrificio redentor, rechazando de plano al mismo tiempo los malos sistemas políticos, las nefastas teorías racionalistas y los negativos pensamientos que apartan de las viejas y sanas creencias.

Es decir, que se trata de meter en los seres humanos la idea del moralismo dualista a todos los niveles, hacerles ver que existe algo muy malo que se contrapone a lo esencialmente bueno, que es lo que se debe mantener a toda costa. Hay que promover amor frente al odio, hay que aprender a distinguir (o hay que mantener, cueste lo que cueste) el valor de los contrarios; sostener, fomentar, conservar y defender unos principios esencialmente dualistas que son, no lo olvidemos, la base misma de la realidad sensorial propia del grado evolutivo que hemos recalcado al principio como propio e inherente a la conciencia tridimensional del ser humano. 

Sólo entonces se emprende el cuarto paso: llevar a la práctica la supuesta redención del género humano. Las órdenes son entonces tajantes. Hay que sufrir por los demás, hay que sacrificarse, hay que lanzar plegarias a coro (y mejor cuanto más numeroso y heterogéneo sea ese coro), hay que convertir el lugar preciso de la aparición en un auténtico ombligo del mundo, en el que se concentren al máximo las energías de toda una humanidad que clame al unísono por la salvación redentora (espiritual y física). Unos prodigios sabiamente dosificados y ciertos, como los que ya comentábamos, bastarán para mantener, durante el tiempo que haga falta, la concentración masiva de un conjunto humano que se dará cita allí del mismo modo -y no es metáfora gratuita- que las ovejas se concentran a su hora y bajo las órdenes del pastor, en el redil o en el aprisco. 

Hay, pues, en este asunto de las apariciones, una doble vertiente que no debemos pasar por alto. Por un lado, se condiciona a los fieles -y doy a la palabra su sentido más amplio- para el mantenimiento a ultranza de los principios del dualismo propios de la conciencia dimensional del género humano, es decir, para el mantenimiento a ultranza del status de dependencia frente a cualquier deseo o cualquier intención de evolución.

Por otro lado, se provoca una fortísima corriente de energía colectiva -enfermos, penitentes, disciplinantes y corifeos- en un centro presuntamente divinizado que parece apto, a juzgar por su secular implantación mágica, para canalizar esa energía hacia un destino que no podemos en modo alguno adivinar, pero que, sin duda alguna, resulta útil para alguien o para algo. 

Casos, modos y maneras del contacto personal

Hace unos años se dio en Gran Canaria un caso que no es seguramente único, pero que tuvo un resultado que resume, por su carácter violento, otros muchos que tienen consecuencias menos espectaculares. Fue la historia de dos muchachos de poco más de quince años que, desde tiempo atrás, aseguraban mantener contactos con entidades extraterrestres mentoras por medio de la ouijá. En el verano de 1979, los mensajes se hicieron progresivamente esperanzadores para ambos, porque anunciaban la inmediatez de un posible contacto personal con los presuntos maestros.

Un día, la ouijá concretó una cita en uno de los parajes más solitarios y desolados del noroeste de la isla. Allí acudieron los dos chicos en un día tórrido de agosto, recorrieron bajo el sol kilómetros de tierra calcinada sin que llegara a producirse el esperado contacto, hasta que uno de ellos, ya entrada la tarde, comenzó a sentir serios trastornos que, ya anochecido, le obligaron a pedir a su compañero que fuera a buscar ayuda, porque él no podía siquiera moverse.

El pueblo más cercano, San Nicolás, quedaba a unos quince kilómetros, lo cual supuso tres horas largas de camino hasta llegar a él. Ya de madrugada, el chico regresó con un médico y algunos vecinos donde se encontraba su compañero. No encontraron de él más que un montón de despojos carbonizados, que la guardia civil tuvo que recoger con palas, porque se deshacían al menor contacto. El forense dictaminó muerte por insolación aguda y el muchacho superviviente pasó, al poco tiempo, a un hospital psiquiátrico. 

He dado cuenta de un caso límite, en el que lo trágico sustituyó a toda una serie de características dramáticas que, rozando alternativamente lo mágico y lo -aparentemente- lógico, lo serio y el chiste, el sainete y el teatro del absurdo, conforman todo un mundo de contactos en el que se dan visitas a planetas desconocidos, aparición de cualidades paranormales, invitaciones a tortitas de maíz, curaciones inexplicables e ilógicas, redención de alcohólicos y de drogadictos, profecías que nunca o muy pocas veces se cumplen, nombramiento de representantes galácticos en la tierra (que se convierten automáticamente en mesías creadores de nuevas sectas), rupturas de vínculos familiares, coitos intergalácticos, traslaciones prodigiosas, actos de vampirismo con bestias y personas, suicidios rituales y un montón de variantes que harían la lista interminable e inútil para cuantos siguen, más o menos de cerca, el proceso o la investigación de estos fenómenos. 

¿Qué hay de común en todos estos contactos? Aparentemente, nada. En realidad, el absurdo esencial del hecho en sí mismo, la dependencia aparentemente voluntaria del contactado para el resto de sus días, como propagandista directo o indirecto de unas entidades que han surgido precisamente para que él las proclame y sirva de testigo de su existencia y de emisor de energías, que, como en las concentraciones masivas de fieles creyentes, pueden resultar útiles.

Porque, sea cual sea la variante del contacto, existe fundamentalmente una emisión de emociones por parte del contactado, aunque sean mínimas y, en muchos casos, inconscientes. Pero hay, sobre todo, una creación o un intento de creación de cierto ambiente general, que tiende a implantar en las conciencias que lo captan el convencimiento -o eventualmente la prueba- de que hay algo o alguien muy por encima de ellos, algo que deben tener en cuenta para siempre, como entidad superior que domina irremisiblemente al ser humano, física y psíquicamente, más allá de su voluntad.