SOBRE EL ANTICRISTO

Josef Pieper

Capítulo III de “El fin del tiempo”, Barcelona, Herder, 1984. Cualquier lenguaje teológico es susceptible de una interpretación metafísica, puesto que, en tanto que símbolo, se inserta en un significado ontológico cuya raíz última, siguiendo la norma de la interpretación inversa de la analogía, puede ser descifrada si se disponen de las “herramientas” adecuadas, es decir, si se hace referencia a los principios. La figura del Anticristo presenta en nuestra época un especial interés, y pueden encontrarse en el siguiente texto de Pieper -profesor de antropología filosófica en la Universidad de Münster- ciertas relaciones de continuidad con algunas de las perspectivas propias del pensamiento tradicional o de la gnosis perenne. Por otra parte, las estimaciones políticas y filosóficas del autor respecto a la “morfología” del reinado del Anticristo pueden resultar tremendamente sugestivas.

“No cabe mencionar ningún lapso de tiempo, ni pequeño ni grande, tras el cual haya que esperar el fin del mundo”. Santo Tomás de Aquino, “Contra impugnantes Dei cultum et religionem”, 3, 2, 5; nº 531.

1. En la tradición del pensamiento occidental acerca de la historia el estado final intratemporal tiene sobre todo un nombre: reinado del Anticristo. Es necesario, por tanto, interpretar con la mayor precisión posible el sentido de tal expresión.

En principio el nombre de “Anticristo” tiene un cierto eco extraño para el oído moderno. Pero lo que tal nombre connota y señala de realidades intrahistóricas sí que le es perfectamente familiar y bien conocido al hombre contemporáneo. Aunque por ese “hombre contemporáneo” no se ha de entender ciertamente toda persona que vive hoy en cualquier parte del mundo, sino más bien quien con el sentido despierto y diríamos que desde dentro ha conocido y vivido las últimas cosas ocurridas en la historia humana (los regímenes totalitarios, la “guerra total”).

En la historia espiritual de la “edad moderna” ha sucedido con la representación del Anticristo lo mismo que con la representación de un estado final intrahistórico y catastrófico. Todo ello pasaba por ser simplemente “la más tenebrosa edad media”. Veinte años después de la Historia de la humanidad de Iselin, coetánea de la Crítica de la razón pura de Kant, publicó el suizo Corrodi una Historia crítica del quiliasmo (1781-1783), en cuyo prólogo se dice que “la historia de la exaltación es útil porque preserva de recaídas”, además de que proporciona “abundante material para la diversión”. Entre tanto esa falta de presentimiento reflexiva e ilustrada ha asumido más bien un carácter patético. Lo mismo puede decirse de la teología, incluso de la teología perfectamente eclesial y ortodoxa de aquella época, que suele poner todo el empeño en suscitar una actitud marcadamente ilustrada frente a las “antiguallas” de la concepción medieval del Anticristo, para lo cual se aducen argumentos muy “modernos”. Así, un historiador de la Iglesia tan importante con Döllinger alude a la “ampliación geográfica del horizonte” para explicar lo difícilmente imaginable que resulta una persecución de la Iglesia a escala mundial; para Döllinger es “algo casi inconcebible (…) un poder mundial que pudiera acabar al mismo tiempo con todas las Iglesias en todos los continentes y en las islas todas”. Entretanto, ese “algo inconcebible” se ha convertido en algo evidente a todas luces para el hombre contemporáneo. Difícilmente habrá ninguna otra cosa con perspectivas de funcionar tan bien como esa simultaneidad de acontecimientos, debida a la técnica, en todos los puntos del planeta, incluidas las “islas”. Sobre todo hoy ha desaparecido por completo la divertida superioridad que el siglo de la Ilustración adoptó frente a las representaciones medievales sobre la crueldad del régimen del Anticristo, que se rechazaban sin más como fantasías primitivas. Sin embargo, “después de Auschwitz”, por ejemplo, el hombre sólo puede comprobar con sentimiento que de manera extraña allí hay “algo cierto”, que, según la tradición medieval, el Anticristo lleva consigo un horno de destrucción, una representación que el reportero ilustrado encuentra tan primitiva como divertida.

2. ¿Qué es, pues, lo que en concreto afirma la representación del “reinado del Anticristo”? Se ha dicho que cuanto más afecta una cuestión filosófica a la historia, tanta mayor necesidad tiene el que pregunta de volver a la teología. Y también se puede decir otra cosa, y es que cuanta mayor relación tiene un concepto teológico con las últimas cosas, con la realización de sentido de la historia, con el fin, tanto más se pone con él en juego la teología toda. Lo cual, aplicado a nuestro tema, significa que una interpretación recta del concepto “reinado del Anticristo” supone que se entienden de una manera adecuada todos los conceptos básicos de la teología o, más bien, todas las realidades fundamentales de la historia de la salvación.

Supongamos, por ejemplo, el convencimiento de que hay poderes demoníacos en la historia. Eso no se puede entender en un sentido periodístico vago. “¿ Hay quien crea realmente que existen “asuntos caballares” pero que no existen caballos, o que existen cosas “demoníacas” pero no existen demonios?”. A esa pregunta de Sócrates se podría responder que sí, que realmente hay gentes que hablan de cosas y hombres demoníacos pero que jamás admitirían que existen demonios. La expresión “poderes demoníacos en la historia” afirma que hay demonios, seres espirituales puros, ángeles caídos, que intervienen en la historia humana. Y no es precisamente que se haya de concebir al Anticristo como un ser demoníaco puramente espiritual; no es eso. Sino que con ello ese fenómeno se puede entender como perfectamente posible; para poder decir lo que es realmente el Anticristo, hay antes que aceptar la existencia de “el maligno” como puro ser espiritual, y desde luego como un ser que tiene poder en la historia, más aún como “el príncipe de este mundo”, al que con una fórmula extrema se le llama también “el dios de este mundo” (2 Cor, 4, 4). (La interpretación teológica del depósito tradicional no nos proporciona aquí representaciones suficientemente elaboradas, y menos aún por cuanto respecta al dominio de la historia por parte del “príncipe de este mundo”, acerca de cuya designación Raïsa Maritain dice con razón que difícilmente puede tratarse de una simple “ironía divina el que Cristo no haya corregido en modo alguno al tentador, cuando le muestra los reinos de la tierra con su gloria y le dice: “Todo esto me ha sido entregado y yo lo doy a quien quiero” [Lc., 4, 6], como tampoco el que, según la carta de Judas [9], ni siquiera Miguel osase pronunciar un juicio condenatorio contra Satán”). Es necesario ante todo reflexionar sobre el concepto de “espíritu puro” con todas sus consecuencias posibles, por difícil que naturalmente siga siendo para nosotros el representárnoslo. De otro modo erraríamos la categoría y la superioridad ontológica, tanto por lo que se refiere a la inteligencia como a la energía de la voluntad, que hay que atribuir a esos poderes demoníacos de la historia, y a cuyo servicio hay que imaginar al Anticristo. No es que el “príncipe de este mundo” sea el señor de la historia; pero, según la fórmula de Theodor Haecker, “él acelera su marcha, y ése es el acontecer en parte manifiesto y en parte secreto de nuestros días como de los días todos del mundo entero”. ¡Incuestionablemente eso supone una agravación inaudita de toda la filosofía de la historia! Sin embargo, y habla una vez más Theodor Haecker, “el verdadero pensador e investigador a nada tiene tanto miedo como a dejar algo del ser; …la ruina de la filosofía europea de la historia… fue el haber perdido ese miedo saludable”.

Además, no se comprende nada de la representación tradicional del Anticristo, si al mismo tiempo no se piensa que existe una culpa, ocurrida al comienzo de los tiempos y que ha actuado en el tiempo histórico, que existe un pecado original y hereditario. Aunque, por una parte, aquí se trata de un misterio en sentido estricto, que nunca se podrá dilucidar o entender, por otra parte, sin tal supuesto la historia adquiere un carácter de absurdo. Pero en ningún caso se puede refrendar la representación tradicional del Anticristo sin ese supuesto, pues que el Anticristo se concibe como la manifestación de la radicalización extrema de la “discordia” que por el pecado original ha entrado en el mundo histórico.

Asimismo la concepción cristiana del “reinado del Anticristo” no se puede comprender, si al mismo tiempo no se reconoce que el pecado original ha sido superado por el Logos hecho hombre, que también y precisamente es el vencedor del Anticristo. No se entiende nada del Anticristo si, pese a todo su poder en la historia, no se le reconoce como a alguien que en el fondo ya está vencido.

Es necesario, además, tener una concepción adecuada de lo que es un “mártir” y de lo que en el fondo significa el testimonio de sangre. Cuando, por ejemplo, E.R. Curtius en un estudio sobre la Doctrina histórica de Toynbee habla de las Iglesias cristianas y plantea la pregunta de: “¿Están reservadas para un martyrium que pueda salvarnos de la tecnocracia?”, la primera parte de dicha pregunta responde por completo a la situación interna del estado final; mientras que la parte segunda de ese interrogante -si el martirio de la Iglesia puede salvarnos (realmente ¿ a quién?) de la tecnocracia- parece indicar en su forma de oración de relativo que los factores de la situación escatológica están vistos en principio de una manera falsa, hasta el punto de que tampoco la figura teológica del Anticristo, aun en el caso de que pareciera un pretexto, no se puede entender adecuadamente como una figura especial que esos factores introducen en el juego de fuerzas históricas.

3. Y una vez más nos preguntamos: ¿qué sentido tiene la representación del reinado del Anticristo como estado final intrahistórico?

Se dice ante todo, per negationem, que el verdadero tema de la historia universal no es simplemente, en fórmula de Goethe, la fe y la incredulidad y la lucha entre ambas, sino que de una manera mucho más concreta ese tema es la lucha en torno a Cristo. Si realmente la figura que domina el escenario de la historia al final del tiempo es el Anticristo, quiere decirse que el actor principal de la época última es inequívocamente un personaje referido a Cristo. Cabe suponer que tal afirmación sonará en los oídos del hombre contemporáneo (en el sentido antes explicado) con mucho mayor sentido y verosimilitud que en los oídos de un liberal “cristiano” del siglo XIX. Con ello se dice que la historia no se desarrolla en el terreno neutral de la “cultura”, de las “realidades culturales”; más bien podría “ser la “neutralidad” del liberalismo frente a Cristo un mero estadio de transición”. En el siglo XIX tal vez pudo parecer que el cristianismo se iba olvidando sin más poco a poco, que en el mundo iba a imponerse una cultura meramente profana, entendido el “profana” en el sentido de neutralidad, hablando del cristianismo ni de un modo positivo ni tampoco negativo. Quizás esa opinión pueda prevalecer todavía hoy, por cuanto que están en tela de juicio los campos de lo “cultural” no directamente “existenciales”, medios y no obligatorios (literatura, arte, circenses, economía). Mas tan pronto como esos campos de la categoría existencial se someten al ejercicio del poder político, de inmediato se habla de forma explícita y hasta casi exclusiva del cristianismo; y desde luego como de un poder de la résistance, del “sabotaje”. Dicho en lenguaje cristiano: se habla del cristianismo como de la ecclesia martyrum.

Así como el mártir, hablando en un sentido intrahistórico, es una figura de orden político, así también el Anticristo es una manifestación del campo político. No es algo parecido a un hereje, a un disidente, que sólo tenga importancia dentro de la historia de la Iglesia mientras que el resto del mundo no necesita tener noticias de él. La potentia saecularis, el poder mundano sería -según lo afirma Tomás de Aquino- el verdadero instrumento del Anticristo, que es por esencia alguien dotado de poder. Los tiranos y gobernantes violentos, que persiguen a la Iglesia serían -y continuamos citando al Aquinatense- los representantes (quasi figura) del Anticristo. A éste, pues, no se le concibe al margen del terreno histórico, sino que más bien es una figura eminentemente histórica, toda vez que la historia es primordialmente historia política. Con ello se dice simultáneamente otra cosa, a saber: que el fin no ocurrirá en el sentido de un caos, en el que una multitud de potencias históricas se enfrentan entre sí, llegando paso a paso por ese camino a una disolución general de los entramados y estructuras, produciendo al final una especie de descomposición. Sino que al final habrá una figura soberana dotada de un poder inaudito, y que bien mirado no establece un verdadero orden. Al final de la historia se impondrá un pseudo-orden sostenido por un abuso de poder. Que el nihilismo, al que caracteriza “la relación con el orden” a diferencia del anarquismo, “más difícil de descubrir porque se camufia mejor” -siendo ésta una observación aguda del analista Ernst júnger- tiene una referencia escatológica oculta. La designación de “pseudo-orden” es también atinente en el sentido de que tiene éxito el “engaño”, siendo desde luego un elemento de la profecía sobre el fin el que la “desolación del orden” del Anticristo se considere como un verdadero y auténtico orden. La concepción de un andamiaje social puramente organizativo, en el que “funciona sin estridencias” todo “lo técnico”, desde la producción de bienes hasta la higiene, y que en el fondo sigue siendo un entramado de desorden, es una idea que no está lejos de la experiencia contemporánea. Tal vez el pseudo-orden del reinado del Anticristo después de un tiempo de “desórdenes” en grado máximo, como los que según el sentir de Toynbee suelen proceder al establecimiento de un Estado universal, será saludado como una liberación (con lo que una vez más se confirmaría precisamente el carácter del Anticristo como un Pseudo-Cristo).

LA CATEDRAL, PIEDRA VIVA

Christian Jacq y François Brunier

Cap. IX de “El mensaje de los constructores de catedrales”, Barcelona, Plaza & Janés, 1976.

Ciudad feliz, Jerusalén, tu nombre es visión de paz, tú que te elevas en los cielos, tú hecha de piedras vivas… Del cielo desciendes, prometida esposa del Señor. El cimiento, la piedra angular, es Jesucristo, enviado del Padre. ¡Oh, ciudad! Al juntar tus muros, Jesucristo unió la Ciudad santa y el creyente que lo recibe descubre en su Dios su morada.
(ANALECTA HYMNICA, LI, n.º 102).

Quiéralo o no el hombre, el mundo sigue edificándose cada día; el Universo es un lugar de perpetuas mutaciones, de transformaciones incesantes que en su mayoría se nos evaden. El tiempo que transcurre nos permite comprobarlo, en parte, en nuestra propia existencia, ya que nuestra apariencia física se modifica igual que nuestra visión personal de la vida. En el fondo de ese movimiento existe algo inmutable, un punto central: la raza “Hombre” se encuentra en cada individuo, el Universo permanece en equilibrio y nos impregna con su radiación.

Para la Edad Media es esencial conciliar el movimiento y lo inmutable. De lo contrario, el hombre permanece estático o se convierte en la presa fácil de las circunstancias y de los acontecimientos fugaces. Entonces es cuando se impone la idea de una doble ciudad: la de los dioses, segura en su eternidad que nada será capaz de corromper, y la de la tierra, que las civilizaciones van construyendo sucesivamente hasta la extinción de la Humanidad. El arte del maestro de obras consiste en armonizarlas y hacerlas coincidir con el mayor rigor.

La catedral perfecta del Universo es la ciudad de Dios. Todo está ordenado en ella de acuerdo con unos ritmos que no varían nunca. Los planetas cumplen su revolución con una tranquila constancia, el sol se levanta cada mañana por el Este y las fases de la luna se repiten cada mes. Es posible prever, por la observación y el cálculo, el desplazamiento de los astros y comprender las leyes celestes que aplica el arquitecto soberano de los mundos, sin fallar un solo instante. Si el cielo es el lugar donde se expresan magnificas verdades, la organización de la Tierra ha de hacerse a su imagen. Así, pues, los maestros de obras tienen el deber de volver a crear la morada divina en el suelo de Occidente con el fin de que todos los hombres tengan ante sus ojos una imagen de la arquitectura secreta del paraíso, una imagen que les permitirá perfeccionarse y edificar el templo en sí mismos.

Así puede reconstituirse la gestión de los creadores de catedrales. En primer lugar, reconocer la armonía del Universo y de sus leyes, seguidamente manifestarla en una construcción de piedra y, por último, ofrecerla al hombre como ejemplo a seguir. El ciclo del visitante contemporáneo es absolutamente inverso: al contemplar Saint-Sernin, de Toulouse, ve primero una iglesia, luego percibe la belleza como elemento esencial de su propia nobleza. De una manera más o menos consciente siente en él el espíritu de la catedral concreta. Seguidamente observa la perfección de las líneas y las curvas, la coherencia de los muros, la precisión de los detalles esculpidos. Adquiere conciencia de que se encuentra situado de nuevo dentro de un orden en el que los juegos de luz desempeñan el principal papel. Y de un modo completamente natural se interroga sobre la fuente de esta luz y sobre el origen de esta arquitectura, y vuelve a encontrar la comunión perdida con el Universo entero.

Para la Edad Media, el destino humano está claro: venimos de Dios y vamos hacia Dios. No hemos elegido el día de nuestro nacimiento y tampoco elegiremos el de nuestra muerte. Nuestra aventura se desarrolla entre esos dos limites, tan misterioso uno como el otro y somos responsables de la orientación que adoptemos: negarnos a aceptar el misterio, hundiéndonos en la ignorancia o aceptarlo tal como es y avanzar hacia el Conocimiento. El milagro de las catedrales es uno de los pocos que nos da el medio de progresar por esta última vía. Ellas son otros tantos hitos indicadores en el bosque de los símbolos, otras tantas brújulas que mantienen el sentido de la vida.

Además, la catedral aúna a los seres pasados, presentes y por venir. Desde el origen, el espíritu humano trata de penetrar los secretos de la Naturaleza. La gruta prehistórica, los primeros templos de madera, los vastos edificios de piedra son resultados de una misma intención y surgieron del mismo ideal. Por esto, todos los constructores de todos los tiempos se han reunido en la catedral medieval. Los justos que han ocupado un lugar en los cielos junto al Señor dirigen el pensamiento de los maestros de obras y se encuentran presentes entre nosotros al afirmarse un arte sagrado. Es frecuente en las leyendas de la Edad Media que unos personajes del más allá vuelvan a la tierra y pidan al arquitecto que erija una iglesia en un lugar designado por ellos.

En el interior de las catedrales se celebraba, a cada instante, la unión entre el hombre y el Creador. Esas mansiones sagradas, alcanzando a la vez la mayor altura y la más lejana profundidad, integran el cuerpo inmortal de la Sabiduría al cuerpo mortal del individuo y de esta alianza surge el hombre nuevo que habla todas las lenguas.

El símbolo de la ciudad celeste era ya conocido por las civilizaciones más remotas. Por ejemplo, la Babilonia terrena tenía su modelo en la Babilonia de las alturas. En Egipto, los casos son numerosos. De la inmensa ciudad de Tebas, donde hoy día se admiran los templos de Karnak y Luxor, se nos ha dicho que se llama el orbe de la Tierra entera y que sus piedras angulares están colocadas en los cuatro pilares. Están, pues, con todos los vientos y sujetan el firmamento de Aquel que está oculto. En Roma, el Panteón representaba también la esfera celeste.

En el momento en que se impone el Cristianismo, la noción de Iglesia tiene dos sentidos complementarios. Por una parte, es la comunidad local dirigida por el Antiguo, y por otra, la sociedad universal de fieles. Volvemos a encontrar estas dos dimensiones en la catedral de la Edad Media. Es, a la vez, el faro de una ciudad de características bien señaladas y el emblema de la totalidad de los peregrinos. Ciudades tan modestas como Chartres o 5aint-Bertrand-de-Comminges consagraron todos sus esfuerzos a la construcción de sus grandes iglesias, porque se consideraban como reinos completos donde debían realizarse todos los elementos de la vida espiritual magnificados por la catedral.

Al visitar el Sacré-Coeur, nos sentimos limitados por una época y por un lugar exacto. Ese monumento artificial, hecho de piedras inertes, apenas despierta nuestro interés. Por el contrario, al franquear el umbral de una catedral nos sentimos acogidos por piedras vivas. En el templo, nuestros pensamientos se entretejen con la imagen de las nervaduras, nuestros sentimientos se ennoblecen y se yerguen siguiendo la línea de los pilares y nuestra mirada se colma con el color inmaterial de las vidrieras. Para el hombre de la Edad Media, la catedral es, de una manera tangible, la Jerusalén celeste. Sabe que la palabra de las piedras le revela las virtudes que necesita y le pone en guardia contra los errores fatales; sabe que la cripta comunica directamente con nuestra Madre la Tierra y que la ventana circular de la bóveda se abre ante nuestro Padre el Cielo. En la catedral ya no es un caminante, un forastero inquieto por el mañana, sino un invitado colmado de las más valiosas riquezas, un hijo que Nuestra Señora recibe en su palacio. Sin embargo, lo que le espera es el trabajo y no el reposo. Y también sabe que ese trabajo es un don porque transforma el mundo en plegaria y el alma en luz.

Si el templo medieval representa el Universo, es el Libro el que nos permite interpretarlo. Sería vano creer en una posibilidad de lectura directa por medio de cualquier instrumento. Nuestra mirada es naturalmente imperfecta y debemos recurrir al texto sagrado que componen las piedras para comprender el lenguaje de Dios. Todo pasa como si cada uno de nosotros poseyera una letra, que sola, no es de utilidad alguna. Al unirlas en una sociedad profana, tampoco obtenemos un resultado más satisfactorio porque formamos palabras artificiales o las letras chocan entre sí carentes de toda coherencia. Por el contrario, los maestros de obras conocen la tradición y los símbolos y son capaces de redactar un libro inteligible en el que cada letra ocupa su lugar y en el que se inscriben las más altas verdades. A buen seguro, las páginas se encuentran dispersas por toda la tierra. Descubrimos una en Milly-la-Foret, otra en Bayona, una tercera en Colonia, una cuarta en Canterbury. A nosotros nos corresponde viajar y reconstituir el Libro inicial donde podremos escribir nuestra experiencia aportando la piedra nueva de nuestra conciencia.

“Lo que irradia aquí dentro, os lo presagia la puerta dorada -decía el texto grabado en la fachada de la iglesia abacial de Saint-Denis-. Por la belleza sensible, el alma adormecida se eleva a la belleza verdadera y de la tierra en la que yacía sumergida resucita al cielo al ver la luz de sus esplendores”. Con ocasión de la consagración de una catedral se celebraba la bienaventurada ciudad de Jerusalén, esa visión de paz construida con piedras vivas en los cielos y rodeada de ángeles como el cortejo de una novia. Ella descendía de las alturas para que la esposa quedara unida al Señor y que cada hombre digno de Jesucristo fuera el testimonio de aquel casamiento. La iglesia desbordaba de melodías, de alabanzas y de cánticos mientras que el Dios triple y único abría las puertas. Implorando su clemencia, los elegidos que participaban en la celebración pedían “la revolución de los años hasta los tiempos más remotos”, de manera que la obra realizada fuera eterna y animada por una constante alegría.

Mundo transfigurado, la catedral contiene una luz que no existe en parte alguna fuera de ella porque es fruto de un esfuerzo libremente realizado. El maestro de obras le confía aquello que su civilización tiene de más elevado con el fin de que ella lo distribuya sin restricciones a las generaciones futuras. La ofrenda hecha al templo se multiplica hasta el infinito y se transmite por los siglos de los siglos.

Estas concepciones simbólicas no tendrían más que un valor secundario si la catedral de la Edad Media no hubiera sido, ante todo, el centro vital de la ciudad donde se había establecido una comunidad humana. Los medievales no la admiraban como un monumento agradable por sus formas, sino como una referencia esencial de la vida social. La catedral es útil porque sacraliza la vida cotidiana. Si se comparara la ciudad a un torno de alfarero del que nacen las actividades de cada día, la catedral sería el eje invisible alrededor del cual se organiza todo.

El edificio ejerce una protección mágica. Su campanario ahuyenta a los demonios y provoca la llegada de los ángeles que ayudarán a los ciudadanos con sus consejos. Las gárgolas disipan las tempestades y las flechas atraen el influjo magnético que se extenderá sobre la población y la mantendrá en resonancia con los movimientos celestes. La construcción entera en un talismán gigantesco que pone a la comunidad al abrigo de las fuerzas hostiles; una ciudad privada de templo está expuesta a las peores calamidades.

Cada ciudadano ejerce un oficio en el cual se concentra olvidando en cierto modo las funciones que ejerce su prójimo. Cuando acude a la catedral se encuentra con los que tienen otra profesión y charlan sobre sus respectivos éxitos y fracasos para que el trabajo del individuo se convierta en bien de todos. Gracias al templo, los elementos dispersos del cuerpo social conquistan de nuevo su indispensable unidad. Además, los gremios habrán confiado sus denarios a los constructores y en el transcurso de los años siguen ofreciendo objetos litúrgicos, vidrieras y esculturas. El embellecimiento y la conservación de la iglesia no quedan abandonados a un administrador, sino que dependen de la responsabilidad colectiva. En el mismo interior de la catedral, la población tomaba las decisiones determinantes para su porvenir; se daban cursos, se representaba en la nave el repertorio del teatro sacro y se acudía a cosechar informaciones relativas a los asuntos del reino. La catedral permanecía abierta a todas las horas del día y de la noche. Campesinos, artesanos, caballeros y burgueses mantienen numerosas conversaciones antes y después de la celebración de la liturgia que les da un mismo hálito, un mismo ideal sin cesar avivado.

La Edad Media intentó crear comunidades, no multitudes. A la unidad de las piedras juntas respondía la unidad de la comunidad de hombres ligados por la veneración de un mundo sagrado. El “cuerpo místico” de Jesucristo se encarnaba, precisamente, en el alma de una población unida alrededor de su iglesia.

Las reuniones y las fiestas tenían un carácter espiritual muy importante, que con frecuencia ha sido mal comprendido. Las celebraciones calificadas de “licenciosas” en las que, por ejemplo, se veía entrar en la catedral un hombre y una mujer desnudos a lomos de un asno, fueron instauradas por la propia Iglesia, especialmente en las ciudades donde existía un capítulo importante de canónigos. Los eclesiásticos de la Edad Media tenían el sentido del juego de la vida, de lo precario de las jerarquías y sabían que, de vez en cuando, había que replantear los valores adquiridos. A través de la fiesta se liberaba una energía crítica, una oleada carnavalesca donde se representaba un mundo al revés cuya visión permitía apreciar el valor auténtico del mundo ordenado.

El maestro de obras y el abad pensaban que el hombre no soporta el aburrimiento ni la monotonía y que una tensión excesiva hacia lo absoluto “rompería” su alma. Gracias a la alternación del acto y de la meditación, de la seriedad y la risa, es posible alcanzar un equilibrio que no se hunda en la uniformidad. En el siglo XIV se rechazó este ritmo de la vida comunitaria y una corriente rigorista, acompañada además por los más abyectos crímenes, condenó las fiestas. Debemos citar aquí un párrafo de una carta circular de la Facultad parisiense de Teología, fechada en marzo de 1444. Los últimos sabios de la época medieval explicaban de una manera admirable el profundo sentido de la fiesta de los Locos:

“Nuestros predecesores, que eran unos grandes personajes, permitieron esta Fiesta. Vivamos como ellos y hagamos lo que ellos hicieron. No hagamos estas cosas con seriedad, sino tan sólo por juego y para divertirnos, siguiendo la antigua costumbre, a fin de que la locura que nos es natural y que parece nacida en nosotros desaparezca y se evada por ese canal, al menos una vez al año. Los toneles de vino estallarían si de vez en cuando no se les abriera la piquera o el bitoque para que penetrara el aire en ellos. Ahora bien, nosotros somos unos viejos bajeles o unos toneles con los sellos mal colocados que el vino de la Sabiduría haría estallar si lo dejásemos hervir de esa manera con una continua devoción al servicio divino. Hay que airearlo y aflojarlo por temor a que se pierda y se desparrame sin beneficio alguno”. No se prestó oídos a la advertencia y la supresión de las fiestas privó a la sociedad de sus más cálidos colores.

El prodigio más grande llevado a cabo por la catedral fue el de reunir todas las expresiones artísticas cuya necesidad hemos señalado anteriormente. La palabra del obispo manifiesta el arte del Verbo, el pensamiento del maestro de obras el de la arquitectura, la mano del artesano el de la escultura, los Misterios el del teatro ritual y los cánticos el de la música. Con ellos se evita la dispersión tan temida que el diablo lanza en nuestro camino, y en el alma, que no es uniformidad, comulgan las aspiraciones más nobles. El templo es comparable al cáliz del Grial que contiene las respuestas a cualquier interrogante, crea los reyes y hace fructificar las mieses. El mal caballero, aquel que se aferra exclusivamente a su interés personal, no es capaz de verlo. Con el fin de evitar su fracaso, hay que operar una “conversión de la mirada” que franquea el obstáculo de los detalles materiales y nos conduce hasta el coro de la catedral.

Una de sus funciones más extraordinarias y de las menos conocidas es la de ser una central que emite y distribuye la energía cósmica. Este concepto es de origen egipcio ya que en los templos faraónicos se hacia la ofrenda a los dioses para que la creación se renueve y aporte su dinamismo a la Humanidad. No hay ninguna diferencia entre la energía espiritual y la que hace moverse la corteza celeste y agita los mares. Un número reducido de sacerdotes iniciados la acumula en el lugar santo y se ocupa de regularizarla. Como escribía Heer, nuestras antiguas iglesias son comparables a los trituradores atómicos, ya que en ellas se concentran los poderes benéficos, conservados constantemente por el recogimiento, la liturgia y los símbolos. En vez de disociar la materia y de jugar a aprendiz de brujo, el sabio medieval manejaba las fuerzas universales con respeto y lucidez. De este modo impedía la inevitable explosión que se produce cuando el hombre destruye los ciclos naturales que no llega a comprender a causa de su vanidad.

Si la catedral es el guía por excelencia de nuestra vida interior, expresa su enseñanza con la mayor severidad. Después de haber abierto nuestro corazón, exige la abertura de nuestra conciencia. “Yo soy -nos dice- el Camino, la Verdad y la Vida, pero tú habrás de luchar contigo mismo para franquear el umbral y comprender el sentido de las figuras de piedra. No basta el más ferviente sentimiento; tienes que ponerte en orden, pensar tu vida y vivir tu pensamiento. Las piedras de los muros, pulidas y cuadradas representan los santos, es decir, los hombres purificados por la mano del Maestro de Obras supremo. Han permanecido entre nosotros para indicarnos el camino”. Y Michelet escribía:

“Hombres vulgares que creéis que esas piedras sólo son piedras, que no sentís circular la savia, cristianos o no, reverenciad, besad el signo que contienen. Aquí hay algo grande, eterno”.

Pasar por delante de la catedral sin verla sería perder para siempre esa realidad humana nacida de una unión sagrada entre el espíritu y la mano y manifestada en la tierra de Occidente. Y san Bernardo puntualiza:

“Es preciso que en nosotros se cumplan espiritualmente los ritos de que han sido objeto materialmente esas murallas. Lo que los obispos han hecho en este edificio, es lo que Jesucristo, el Pontífice de los bienes futuros, opera cada día en nosotros de una manera invisible… Entraremos en la casa que no ha sido erigida por la mano del hombre, en la morada eterna de los cielos. Se construyó con piedras vivas, que son los ángeles y los hombres”.

Cuando la piedra habla, la materia se convierte en espíritu, el hombre y la catedral son una sola carne. Más allá de las edades, la piedra nos llama por nuestro verdadero nombre y podemos oír el eco de su palabra que resuena bajo las bóvedas y repercute de símbolo en símbolo

CONTEMPLACIÓN Y LITURGIA

Constantin Andronikof

Publicado en Il Dio Giano, Sear Edizioni, Scandiano, 1992.

Constantin Andronikof, nacido en 1916 en San Petersburgo (Petrograd) y fallecido en París en 1998, fue durante años profesor de teología litúrgica en el Instituto de Teología Ortodoxa Saint-Serge de París. Trabajó como intérprete en el ministerio de Asuntos Extranjeros del gobierno francés y fue miembro fundador de la AIIC (Association Internationale des Interprètes de Conférence, con sede en Genève, Suiza). Autor de numerosas obras y traducciones, de entre las que cabe destacar Des mystères sacramentels (París, Cerf, 1998) y Le sens de la liturgie (París, Cerf, 1988), fue una de las más notables personalidades de la tradición ortodoxa. Del último libro citado hay publicada una traducción castellana de Lázaro Pons Velázquez (El sentido de la liturgia. La relación entre Dios y el hombre, Valencia, Edicep, 1992, 340 pp.). El artículo aquí reproducido apareció publicado en “Cahiers de l’Université Saint Jean de Jérusalem”, nº 11: La contemplation comme action nécessaire, coloquio celebrado en París del 18 al 20 de mayo de 1984, Berg International Éditeurs (129, boulevard Saint-Michel, 75005, París), 1985. Hasta hoy mismo desconocía la existencia de la traducción castellana de Edicep; la presente conferencia aparece en ella formando el capítulo XI, aunque existen ligeras variaciones.

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Para emprender un discurso sobre la contemplación, la theôria, es necesario en primer lugar ser conscientes del carácter paradójico de nuestro intento. En efecto, hablar “teóricamente” de la theôria es contradictorio y, a priori, imposible, dado que se trata de un hecho de la experiencia, y no de una especulación. Ni su génesis ni su ejercicio dependen de un análisis racional, y su fruto no es lógicamente susceptible de formulación ni puede ser objeto de una exposición convincente. La contemplación consiste en suma en ver un misterio, o en oírlo (lo que es lo mismo cuando se llega a un cierto nivel de percepción espiritual). Sin embargo, disponemos de muchos testimonios dados por quienes han cultivado esta experiencia, los Padres o “atletas” espirituales. Ellos han definido su objeto, absteniéndose de explicarlo, aunque enunciando la manera y el método de enfocarlo. Así pues, es solamente en la medida reservada en la que han hablado de él que podemos aventurarnos a decir algo de segunda mano.
Dicho esto, no dejará de plantearse una pregunta natural y perentoria: ¿debemos resignarnos a no considerar más que desde el exterior, como turistas en un museo, la extraordinaria adquisición cuya existencia inaccesible para nosotros revelan los Padres, o podemos interiorizarla y participar vivamente en ella apropiándonosla en una cierta medida? La fe y la tradición cristianas nos permiten responder a la pregunta de manera afirmativa: en efecto, podemos constatar que hay una actividad humana que nos pone en contacto directo con las realidades de la visión o de la audición místicas, y que nos incita consciente e inconscientemente a asociarlas y a integrarlas: es la “obra común” de la oración de la Iglesia, que culmina en la liturgia eucarística.
Ahora bien, ¿qué nos enseñan los maestros de la contemplación (me refiero a los de la tradición ortodoxa)? En primer lugar, nos hacen comprender que tanto su preparación como su efectividad, y el estado al cual conduce, son una acción incesante y también un encarnizado combate. No separan la praxis de la theôria. Ésta es un desenlace de aquella, pero a su vez provoca una intensificación de todo el modo de vida, según un comportamiento o politeia conforme a las iluminaciones recibidas, y no sólo en el hombre interior, sino también con respecto al mundo y al prójimo. Es literalmente tras un cuerpo a cuerpo, y tras un espíritu a espíritu sin tregua con lo trascendente y con lo inmanente, positivo o negativo, bienhechor o maléfico, que han podido en particular superar una doble paradoja: describir un proceso no objetivable que se abre sobre algo que es esencialmente indecible y que al mismo tiempo constituye la suprema realidad, ya que es el ser divino en sus manifestaciones.
¿Nos bastaría, sin embargo, con escuchar sus discursos para comprender la contemplación y para adquirir el medio de acceder a ella? ¡No! Sus advertencias abundan, y son serias. “Vosotros, que lo ignoráis todo y que carecéis de la percepción y de la experiencia de la iluminación y de la contemplación divinas, ¿cómo no os espantáis por el solo hecho de escribir o de hablar de ellas? Si es cierto que debemos rendir cuentas por toda palabra ociosa (Mt. XII, 36), ¿con cuánta mayor razón no seremos juzgados por ello y castigados como habladores de nada?” (1).
Si hablar sin decir nada es condenable desde el instante en que no se trata únicamente de un juego intelectual, sino de un ejercicio que interesa a todo el organismo humano para ponerlo en relación con la esencia de las cosas y con las realidades divinas, cuánto más temible es enunciar ideas falsas, dañinas. En efecto, si el visionario está en contacto con lo alto que le ilumina, lo está también con lo bajo que intenta entenebrecerle. El espíritu del bien no está solo en la obra y a su alrededor; los espíritus del mal velan y los demonios hallan un terreno de actuación privilegiado en aquellos que se esfuerzan por percibir lo invisible. De ahí la frecuencia de las exaltaciones huecas, de los falsos éxtasis y de los desórdenes psíquicos, nutridos por una imaginación pasional y por pensamientos desviados que conducen a furores fanáticos (relativos, por ejemplo, al poder, al sexo, a la ideología…).
La única guía infalible en la materia es la doctrina recta, fundada en la Revelación, fijada en la Escritura, profundizada, desarrollada y conducida por la Tradición. Es así que la mística verdadera no es sino la visión directa de los misterios de la Iglesia, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo. Dicho de otro modo, dogma y mística van a la par, irrefutablemente indivisibles. (Por dogma entendemos aquí no solamente lo que la Iglesia ha debido formular, como en Nicea, en Calcedonia, etc., sino también los “hechos dogmáticos” mucho más numerosos que constituyen el cristianismo, comenzando con el dogma de la propia Iglesia, que jamás ha sido objeto de un decreto conciliar). La libertad del contemplativo se manifiesta precisamente por la acción ascética que le libera de la “ilusión espiritual”, de la terrible distracción, tentación bien conocida por los monjes y despreciada por los filósofos, que le hace ignorar la verdad que hace libre, la elección de Aquel que es la Verdad, gracias al Espíritu de la Verdad (2).
No es entonces sino después de haber dominado las pasiones del alma y del cuerpo, y de haber domeñado las imaginaciones y los pensamientos anárquicos del intelecto, al precio de una acción perseverante y ardua, que uno puede comenzar la acción contemplativa. El único método para ello, y los maestros son unánimes a este respecto, consiste en seguir rigurosamente lo que se ha llamado los “mandamientos” de Dios, y que más exactamente son los preceptos de la vida perfecta, que Dios lega como talentos a nuestra voluntad y a nuestra libertad. Ni que decir tiene que la condición inamisible es la fe, pues “si no creéis, no conoceréis” (Is., VI, 9). El iniciador del monaquismo egipcio, Orígenes, cita esta frase del profeta Isaías para introducir su doctrina de la contemplación gnóstica y la aclara con el precepto fundamental del Verbo encarnado: “Si os mantenéis en mi palabra… conoceréis la verdad” (Jn, VIII, 31-32). “Aquel que permanece en la verdad de la fe y que reside en el Logos haciendo las obras del Logos, éste conoce la verdad” (Coment. sobre Mt., XVI, 9, y sobre Jn., XIX, 3-18). He aquí el esquema que plantea Orígenes: el comportamiento (politeia) según los preceptos del Verbo, conforme a la fe, conduce por la virtud al conocimiento (gnôsis), luego a la sabiduría (sophia) (equivalente al estado de contemplación). La práctica de las obras de Dios, en la piedad, abre el espíritu del hombre a la energía del Espíritu Santo. La fe en acto, por el conocimiento y la sabiduría, conduce a la visión (3). Para ilustrar su idea, Orígenes recurre a la tipología bíblica; es así, dice, que Abraham, por la fe, obedece en sus obras; que Isaac obtiene el conocimiento; pero Jacob alcanza la contemplación (Prólogo al Comentario sobre el Cantar).
Desde el gran alejandrino, el vínculo indisoluble entre la contemplación y la acción está claramente establecido. Éstas se condicionan y se alimentan mutuamente. Este principio será constante en todos los maestros espirituales hasta nuestros días. Sentimientos y pensamientos deben encarnarse y manifestarse en la vida, tanto interior como exteriormente. Si la acción precede a la contemplación, ésta requiere de la práctica de las obras de Dios. Su expresión primera es la piedad (theosebeia). Tal es precisamente la virtud, según Orígenes, de la doctrina cristiana y su ventaja supereminente con respecto a la filosofía de Platón o de Plotino. Incluso aunque los griegos hubieran alcanzado una correcta concepción de Dios, “han tenido a la verdad cautiva de la injusticia”, como declara el apóstol; “no han rendido a Dios ni la gloria ni la acción de la gracia que le corresponde; por el contrario, se han extraviado en sus vanos razonamientos y su corazón insensato se ha entenebrecido”; debido a “su inteligencia sin juicio, hacen lo que no conviene” (Rom. I, 18, 21, 28). Al no haber entregado su inteligencia y su corazón, no han adecuado su vida a su conocimiento ni han realizado el culto conveniente a Dios. Orígenes utiliza en Contra Celso la argumentación paulina (4). La filosofía, en efecto, debe ser justa no solamente en el sentido de la razón, sino también en el de la religión, es decir, buena y útil. La verdadera filosofía es la que salva. Los Padres ascetas a menudo la llaman “filosofía práctica”, que, culminando en la contemplación de las realidades celestiales, deviene la verdadera theologia, es decir, la visión de las energías divinas o, en general, de los “bienes”, ta agatha, que dispensa Dios.
No hay más que aplicar estos principios, tan simples y claros. Pero aquí comienzan las dificultades. Son peligrosas en grados diversos, tanto para aquel que se compromete en la vía de la experiencia espiritual como para el observador exterior. Para el primero, se trata en efecto de comenzar ante todo un combate sin tregua contra sí mismo, a fin de vencer las pasiones que los demonios suscitan en él, y contra el mundo-prisión que oculta al cosmos de Dios; debe “crucificar al mundo para sí”, y también “crucificarse al mundo”, para alcanzar la impasibilidad, es decir, la pureza que le hará receptivo a la luz, y después transparente a ésta (5). Debe luego ejercitarse sin descanso para mantenerse en el estado de iluminación. “En el momento en que todo nuestro celo, toda nuestra fe y todo nuestro deseo consisten en esforzarnos… en observar los preceptos de Dios”, por la praxis de “la conversión (incluyendo el arrepentimiento), la compunción, la humildad, entonces se abre para nosotros como una pequeña apertura en el techo visible del cielo y se nos aparece la luz inmaterial y noética (inteligible)…”. Esto, siguiendo a los anacoretas egipcios o a los cenobitas palestinos y bizantinos, san Simeón el Nuevo Teólogo lo enseña aún en el año mil a sus hermanos del monasterio de San Mammas del que era superior; pero añade: “Todo esto no es más que un comienzo para los novicios en la empresa de la piedad, para aquellos que vienen dispuestos a los combates de la virtud…”. Sin embargo, “quien ha perseverado durante un cierto tiempo… aprende maravillas tras maravillas, misterios tras misterios, contemplaciones tras contemplaciones… y ve y comprende (noôn) y es iniciado (myoumenos)”. Incluso en este estadio, el iniciado no se halla sin embargo en una especie de arrobamiento pasivo, en el que su inteligencia y sus sentidos estarían en síncope. Por el contrario, la actividad del hombre es entonces particularmente intensa, pues “está como en la luz, o más bien con la luz, y no como en un éxtasis continuo; pero se ve a sí mismo y a aquello que le concierne, tanto, que percibe el estado en que se halla su prójimo”. Es también perfectamente consciente del hecho de que su iniciación no es sino rudimentaria, pues “sabe de antemano que… sobre todo después de la resurrección, cuando contemple tal como es esta luz insostenible… (entonces) «lo que el ojo no ha visto… lo que no ha ascendido hasta el corazón del hombre, lo que Dios tiene dispuesto para aquellos que le aman» (I Cor., II, 9), (esto) le será revelado más distintamente que esa luz que está actualmente en él mismo y por la cual es iluminado” (6). Es evidente, pues, que es preciso un conocimiento y una maestría profunda de todo el organismo humano en su relación con la energía de Dios que le ha creado e informado, y con las potencias infernales que intentan deformarle y destruirle.
Doble complejidad y doble profundidad, pues lo esencial divino es insondable. Sólo el Espíritu puede sondearlo y conferir al alma humana la energía propia para penetrar en él. Ahora bien, el Espíritu sopla donde quiere y cuando quiere, y ningún método es capaz de constreñir su libertad y su juicio. El asceta no dispone más que de la esperanza de sus oraciones para buscar humildemente el don gratuito de la gracia. Pero esta esperanza es firme, está fundada en la promesa fiel del Señor: “Pedid y se os dará”. Toda la vida humana, por lo demás, según la enseñanza experimental y mística de san Serafín de Sarov (principios del siglo XIX), ¿no depende de la “apropiación” del Espíritu Santo? La petición misma del Espíritu es ya suscitada por Él, pues sin Él el alma es incapaz de expresar y de elevar su plegaria.
Hablamos del alma. Pero, ¿qué es? Las dificultades comienzan, o, quizá mejor, continúan, tanto en el orden existencial como ontológico, para el asceta experimentador y para el observador discursivo. En efecto, en lo que atañe a la doctrina de la estructura tripartita del hombre, los Padres son muy discretos sobre el espíritu, aunque hablan abundantemente del cuerpo y del alma, sin por ello abrir todos los secretos a todo el mundo. Están obligados a expresarse con discernimiento, según lo que pueda ser ajustado al grado de madurez espiritual de las personas a quienes se dirigen. “Lo propio de la justicia es distribuir la palabra según la dignidad de cada uno, enunciando ciertas cosas oscuramente, significando otras mediante enigmas, y expresando otras claramente para el provecho de los simples” (7).
Osando ocupar un puesto en la categoría de los “simples” (tomado aquí el término sólo en su sentido psicológico inmediato), recordemos la enseñanza de los maestros espirituales sobre la naturaleza y la actividad del alma, tal como es resumida por san Máximo el Confesor (siglo VII). El alma, dice, es esencialmente dinámica; está compuesta de una “potencia intelectual”, nous, y de una “potencia vital”, la psychè propiamente dicha. La facultad contemplativa y la facultad activa pertenecen a la potencia noética. “La facultad contemplativa se llama espíritu, y la activa razón. El motor de la potencia noética es el espíritu, y el de la potencia vital (o su “providencia”) es la razón… El espíritu se llama y es sabiduría cuando mantiene firmemente sus propios movimientos vueltos hacia Dios. En cuanto a la razón, se llama y es inteligencia cuando, empleando todas sus fuerzas en unir sabiamente con el espíritu la potencia vital sobre la que rige… ella demuestra que no es diferente del espíritu. (La razón, es decir, la potencia activa) desemboca en el bien por su actividad, por medio de la fe y conforme a la virtud… Por la acción, la razón llega a la virtud, y por la virtud a la fe, que es realmente el conocimiento cierto de las cosas de Dios. La razón lo posee en principio en potencia, y luego lo revela en una actividad adecuada a la virtud por la manifestación de las obras. Pues, según lo que está escrito, «la fe sin las obras es algo muerto» (St., II, 17)”. Así, declara Máximo, es en el espíritu y en la razón, en la contemplación y en la acción unificadas, “que consiste el verdadero conocimiento de las cosas divinas y humanas… El término de toda la muy divina filosofía de los cristianos”.
Como si respondiera por anticipado al tema de esta sesión de la Universidad San Juan de Jerusalén: “La contemplación como acción necesaria”, san Máximo el Confesor precisa que esta “gnosis infalible” o “inolvidable” que se obtiene por la energía de la sabiduría y de la fe “es un movimiento perpetuo… que tiene por objeto lo conocible que supera todo conocimiento y cuyo término es la verdad”. Si “la razón es la actividad y la manifestación del espíritu… la acción lo es de la contemplación”. En fin, cuando todas estas energías se armonizan y concurren a la gnosis, el alma alcanza “la íntima concordancia con la verdad y el bien, a saber, con Dios” (8). (Es importante notar que este proceso corresponde exactamente al de la santificación o la deificación, es decir, al objetivo de la vida cristiana).
Este “movimiento perpetuo”, esta acción del alma en vistas a la theôria o la theologia, necesita naturalmente de esfuerzos ascéticos incesantes que, tornando al espíritu del hombre cada vez más transparente al Espíritu Santo, le permitan acrecentar gradualmente su conocimiento espiritual, pneumatikè gnôsis. De ahí la necesidad, ya mencionada, de conocer bien los elementos orgánicos y funcionales del recorrido para superar los obstáculos: oscurecimientos, imperfecciones, escollos, acechos; en suma, el pecado y sus servidores, que afectan a los constituyentes de la naturaleza humana. “Las faltas, dice san Simeón, provienen del cuerpo para el alma y para la inteligencia; provienen del alma para la inteligencia; y de la inteligencia y del cuerpo para el alma” (9). En efecto, es todo el conjunto pneumo-psico-somático del hombre lo que interviene, y cada una de sus partes debe concurrir a la iluminación del conjunto. En cuanto a los demonios, según la experiencia de Evagrio el Póntico, aquellos “que atacan a la parte pasional del alma (pathètikos) se oponen a la práctica; en cuanto a los que acosan a la parte racional (logistikos), se les llama enemigos de toda verdad y adversarios de la contemplación” (10). Ya habíamos advertido esta relación íntima entre la contemplación y la verdad.
Bien sabemos, sin embargo, que el hombre jamás se halla en un estado estable, ni en sentido negativo ni en sentido positivo. Por un lado, en efecto, lo propio del espíritu es ser dinámico, y su vida es movimiento, pero no sin brusquedades; por otro, su elevación hacia el Reino que divisa no es lineal ni continua, pasa por altos y bajos, por progresos y recaídas, a lo largo de su “combate invisible”, y no obstante tan concreto, para alcanzar la impasibilidad que abre los ojos del alma. De todas formas, “el Reino se conquista por la fuerza” (Mt., XI, 12), y “cada uno despliega su fuerza para entrar” (Lc., XVI, 16). Quien quiera llegar a verlo debe conocer sus propias “fluctuaciones”, como dice san Simeón, “a fin de consolidar y dejar segura la casa del alma” (o de “gobernar su nave”). O, una vez más, “lo que procura el conocimiento de todo esto es una vida (bios) conducida indefectiblemente en la exactitud (meta akribeias) y según la regla”, es decir, según los preceptos de Dios y la norma (horon) y el modelo (typon) correspondiente que uno se fija. Y, todavía otra vez, esto implica la actividad de la conciencia humana integral, pues “la inteligencia sin los sentidos no puede desarrollar sus energías, y sin la inteligencia los sentidos no pueden desarrollar las suyas” (11).

Relatos de un peregrino ruso

RELATOS DE UN
PEREGRINO RUSO

Y todo el que invocare el nombre del Señor se salvará
(Jl., III, 32 y Act., II, 21).

INDICE

PREFACIO 4

PRIMERA PARTE

INTRODUCCIÓN, por Jean GAUVAIN 8

Primer relato 14
Segundo relato 27
Tercer relato 58
Cuarto relato 62

SEGUNDA PARTE

PRÓLOGO, por Charles KRAFFT 91

Quinto relato 95
Sexto relato 127
Séptimo relato 151

PREFACIO

«Cuando un peregrino venga a visitaros, prosternaos ante él. No ante el hombre, si-no ante Dios.» Si esto es así, y lo es de autoridad de quien lo pronunció , lo es, yo diría, de modo eminente por lo que se refiere al protagonista, a la vez que relator, de la obra que nos ocupa.
Por la puerta que abramos para acoger a este peregrino solitario, va a penetrar de algún modo la presencia de Dios; viva presencia que va a iluminar nuestra alma en la medida de nuestras necesidades y de nuestros anhelos.
Exhortación magnífica y poderosa a la vida espiritual, a la vez que guía, estímulo y consuelo en ella, este «pequeño clásico» de la espiritualidad, pequeño por su sencillez y humildad y «clásico» por su extraordinaria difusión y acogida, es obra, sin duda, de un experto guía de almas, capaz de ordenar en una secuencia gradual, no según una orde-nación lógica o, para el caso, teológica, sino específicamente espiritual una serie de relatos que, a primera vista, pueden parecer desprovistos de una hilación e intención determinadas.
El camino que recorremos con el peregrino es tanto un itinerario espiritual en su anécdota concreta, configurada por la sucesión de sucesos exteriores, como también, y fundamentalmente, por la enseñanza específica contenida en cada uno de ellos, que nos adentra progresivamente en la vía espiritual, tal como es concebida por la tradición hesicasta en particular.
Se nos describen todas las etapas de la vía, desde la inicial inquietud del alma que despierta a la llamada de lo alto, hasta la llegada a la hesychia, el «santo silencio», pasando por las fases de purificación e iluminación previas de aquélla.
Este «testamento» del hesicasmo, como yo gustaría de calificar esta obra, constituye un testimonio inapreciable de éste, «la rama más directa y más intacta de la iniciación crística… que de los Padres del desierto hasta el peregrino ruso representa indiscuti-blemente el patrimonio más inalterado de la espiritualidad cristiana primitiva, es decir, propiamente crística, y su expresión más pura y profunda» , a la que no será segura-mente aventurado suponer extinguida ya prácticamente, por lo menos por lo que se refiere a su manifestación visible.
Los dos pilares de la vía, la doctrina y el método, son reiteradamente expuestos y comentados desde diversos ángulos. La primera, recogida en la Filocalia, «tesoro de la sabiduría espiritual», como la califica su editor, Nicodemo el Hagiorita; y el segundo, sintetizado en la «oración de Jesús», invocación del Nombre divino, acto que constituye el «recuerdo» de Dios por excelencia, satisfaciendo así al mandamiento que los englo-ba a todos, según afirma, entre otros, Gregorio el Sinaíta, figura central en el desarro-llo histórico del hesicasmo: «Por encima de los mandamientos hay el mandamiento que los contiene a todos: el recuerdo de Dios: Acuérdate del Señor tu Dios en todo momen-to (Dt., VIII, 18). Es en razón de éste por lo que los demás han sido violados, es por él por lo que se guardan. El olvido, en el. origen, destruyó el recuerdo de Dios, oscureció los mandamientos y descubrió la desnudez al hombre» .
La obra no ha de defraudar, pues, al buscador dispuesto a llegar hasta el fondo, hasta la raíz de nuestra situación actual de olvido de Dios y a repararla en la medida de sus posibilidades y de los designios de la Providencia, habida cuenta del carácter total de una vía que, como la hesicasta, tiene por meta la unión del alma con Dios, en total identificación esencial. Pero la obra puede ser abordada desde una perspectiva menos radical, pues ofrece igualmente, y yo diría necesariamente, elementos que pue-den quedar circunscritos a la sola esfera moral, ofreciendo un mosaico de virtudes ejemplares que pueden mover al alma piadosa a imitarlas y dar a la tibia estímulo sufi-ciente al fervor.
Y asimismo, en otro orden paralelo de cosas, la obra constituye, a nivel histórico, una pincelada que nos traza el perfil espiritual de la Santa Rusia en los años inmedia-tamente anteriores al zarpazo implacable de la Bestia, que la iba a convertir en la Si-niestra Rusia.
No vamos a extender estas consideraciones generales sobre la obra. Es de por sí lo bastante explícita como para no necesitar apenas presentación. De cualquier modo, por lo que se refiere al aparato erudito, la introducción y las notas de la primera parte pro-veen suficiente material, y por lo que hace referencia a su valoración espiritual, el pró-logo a la segunda hablará mejor que estas líneas.
Para esta edición, completa por incluir en su segunda parte tres relatos, inéditos en castellano, que aparecieron posteriormente pero que son indisociables de los primeros, se ha partido, para su primera parte, de la traducción francesa de Jean Gauvain (seu-dónimo de Jean Laloy), la más difundida de las versiones occidentales, de la que se han respetado la introducción y las notas salvo pequeñas alteraciones que se han estimado oportunas; y, para la segunda, de la traducción inglesa de R. M. French, que ofrece, por lo general, mayores visos de rigor y exactitud que la francesa de la Abadía de Be-llefontaine, a la que, no obstante, se ha tenido igualmente presente. Para esta segunda parte, hemos contado asimismo con la colaboración de M. Charles Krafft, gran cono-cedor de la materia, quien ha tenido la gentileza de escribir un prólogo especialmente para esta edición española.

PRIMERA PARTE

INTRODUCCION

A Pierre Pascal

Habiéndome llamado la atención una breve nota de Nicolás Berdiaev, descubrí este librito en la Biblioteca de Lenguas Orientales de París. A pesar de las preocupaciones de un período de exámenes, no lo dejé de mis manos durante toda una tarde, porque mejor que muchas novelas, estudios y ensayos, revela el misterio del pueblo ruso en lo que posee de más secreto: sus creencias y su fe.
Nadie se extrañará de la oscuridad en que quedaron los Relatos de un peregrino, si se tiene en cuenta las condiciones de su publicación. Vieron la luz por primera vez en Kazán hacia el año 1865, en forma muy primitiva, con muchas faltas. Hasta el año 1884 no se hizo una edición correcta y accesible de esta obra. Ni era posible que en pleno movimiento socialista y naturalista tuviera mucha resonancia. Sólo después del 1920 se echa en falta una nueva edición, con ocasión de que muchos corazones emigrados cono-cerán la nostalgia de la patria. El libro fue impreso de nuevo en 1930 bajo la dirección del profesor Vyscheslavtsev . La presente traducción está hecha según este texto.
Los Relatos fueron publicados sin nombre de autor. Según el prefacio de la edición de 1884, el Padre Paisius, abad del monasterio de San Miguel Arcángel de los cheremi-sos en Kazán, habría copiado su texto de un monje ruso de Athos, cuyo nombre ignora-mos. Numerosos indicios nos inclinan a creer que las narraciones fueron redactadas por un religioso después de sus conversaciones con el peregrino. Esta hipótesis no quita en modo alguno al libro su carácter de autenticidad. El peregrino, simple campesino de treinta y tres años, sólo conoce el estilo oral. La redacción de sus aventuras le habría costado grandes esfuerzos, y parecería que numerosas expresiones convencionales ha-brían reemplazado el lenguaje arcaico y sencillo que constituye el encanto de sus narra-ciones. En cambio, un confidente inteligente habría podido captar exactamente el tono del peregrino y transmitir sus palabras al lector. Muchos son los místicos que no nos han comunicado sus experiencias sino con la ayuda de un cronista que con gran arte sabe ocultarse tras los misterios que revela. Acaso sea este personaje el ermitaño de Athos, o quizá el Padre Ambrosio, el gran solitario de Optino —maestro de Iván Kireevski, ami-go de Dostoievski, de Tolstoi y de Leontiev—, entre cuyos manuscritos fueron encon-trados otros tres relatos , de tono más didáctico, y publicados en 1911.
Los relatos pertenecerían así al movimiento literario ruso del siglo XIX, en lo que tiene de más sereno y de más puro. En el tumulto de los escritos poéticos, romancescos y revolucionarios, en los que con tanta violencia se entrechocan las tendencias extremas del carácter ruso, se echaba de menos esta nota inocente y cristalina que sin duda consti-tuye su tónica secreta.
El peregrino hace que el lector penetre en el corazón mismo de la vida rusa, poco después de la guerra de Crimea y antes de la abolición de la servidumbre, o sea entre los años 1856 y 1861. Desfilan por la obra todos los personajes de la novela rusa: el prínci-pe que intenta expiar su vida disipada, el conductor de postas borracho y pendenciero, y el escribano de provincias, incrédulo y liberal. Los condenados a trabajos forzados pa-san en caravanas hacia Siberia, los correos imperiales agotan a sus caballos en las llanu-ras infinitas, los desertores rondan en las selvas apartadas; nobles, campesinos, funcio-narios, miembros de diferentes sectas, maestros y curas de pueblo, toda esta antigua Rusia resucita con sus defectos, el menor de los cuales no es la embriaguez, y con sus virtudes, entre las que brilla con mayor esplendor la caridad, el amor espiritual del pró-jimo, iluminado por el amor de Dios. Todo esto encuadrado en la tierra rusa, llanura inmensa hasta perderse de vista, selvas desiertas, ventas a la vera de los caminos, igle-sias de colores claros y campanas refulgentes y sonoras. Y no obstante, jamás se detiene el campesino a describir el rostro de estas apariencias sensibles. Cristiano ortodoxo co-mo es, su preocupación se fija en lo absoluto.
Para conducir sus pasos en este empeño, no tiene el peregrino sino dos libros, la Bi-blia y una colección de textos patrísticos, la Filocalía . Basta este nombre para definir la escuela a la cual pertenece. Ruso del siglo XIX, el peregrino es un hesicasta (de ?????? = calma, silencio, contemplación).
El hesicasmo se remonta a los primeros siglos del cristianismo. Su origen se encuen-tra en el monte Sinaí y en los desiertos de Egipto. En la Iglesia oriental aparece como la corriente mística por oposición a la tradición puramente ascética que arranca de San Basilio y que domina durante mucho tiempo como consecuencia de la condenación del origenismo en los siglos V y VI. Inspirándose en Orígenes y en Gregorio de Nisa , la mística oriental pone como fin del alma la definición. La naturaleza humana es buena, pero está deformada por el pecado. Hacerla retornar a su primera virtud, restablecer en el hombre, hecho a imagen de Dios, la semejanza divina, obra de la gracia, he aquí el camino de la salvación. Bajo la acción de la gracia, el espíritu, liberado de las pasiones por la ascesis, se eleva a la contemplación de las razones de las cosas creadas, y llega a veces hasta la «noche luminosa», la oscura contemplación de la Santísima Trinidad. Tal es el fin al que se consagran los solitarios y los grandes místicos de los diez primeros siglos cristianos. Para fijar el espíritu en las realidades invisibles, algunos de ellos adop-tarán procedimientos técnicos, tales como la repetición frecuente de una breve plegaria, el Kyrie eleison. Ningún católico se extrañará de esto que no deja de tener semejanza con el rezo del rosario. Por estar unida al dogma de la resurrección futura, la idea de una participación del cuerpo en la vida espiritual es en sí profundamente ortodoxa. Así es como poco a poco se va desarrollando lo que, un día, en medio de encarnizadas contro-versias, será llamado hesicasmo.
A partir del siglo XI, esta doctrina tiende a corromperse. Bajo la indirecta influencia de San Simeón el Nuevo Teólogo, se atribuye a las visiones y revelaciones sensibles exagerado valor. Nadie podrá ser considerado cristiano si no ha conocido y experimen-tado concretamente la gracia. Inquietante teología a la cual se oponen las palabras de Santa Juana de Arco a los doctores que le preguntaban si estaba en estado de gracia: Si no lo estoy, que Dios me ponga en él, y si lo estoy, que en él me guarde Dios. Más allá no puede ir el cristiano sin correr riesgos. La acción de Dios en el alma es esencialmente misteriosa, «transpsicológica», empleando la expresión de Stolz .
El andar tras las iluminaciones conduce, en efecto, al menosprecio de las prácticas ascéticas y a buscar medios considerados como más eficaces para llegar a las visiones. Que es el peligro del «camino breve» y del quietismo en el que el alma corre el riesgo de quedar fulminada. Por parecida evolución se concede demasiada atención a los pro-cedimientos corporales, a la posición del cuerpo y al papel del corazón en la oración. El hesicasta del siglo XIV que espera salvarse «sin trabajo y sin dolor», olvida que, en la vida espiritual, todo es gracia, y que nadie puede decir: Jesús es el Señor, si no es por gracia del Espíritu Santo (I Cor., 12, 3).
Esta doctrina es la que, a pesar de las controversias del siglo XIV, fue transmitida a Rusia por el starets Nilo Sorski (1433-1508), una de las figuras más puras del mona-quismo ruso, y el que quería que se prohibiera a los conventos poseer bienes materiales. Caída en el olvido, fue restaurada a fines del siglo XVIII por otro starets, Paisius Ve-lichkovski. Los textos hesicastas que reúne y publica en 1794 habrán de guiar a los soli-tarios y místicos rusos del siglo XIX.
Vinculado a la monótona cadena de las generaciones, el peregrino encuentra la doc-trina hesicasta deformada por largos siglos de historia. Pero su espiritualidad es pura. Si por momentos parece creer que sólo la práctica de la oración puede llevarlo a conocer «cuán bueno es el Señor», su amor de Dios es demasiado grande para no ser de origen sobrenatural. El ascetismo casi espontáneo de su vida es también una guarda para él. Viviendo siempre errante de una parte a otra, no teniendo siquiera una piedra donde reposar su cabeza, la oración perpetua es ante todo para él el medio de fijar la atención sobre el misterio de la fe, y de hacer volver al alma hacia esa misma fe. Su espíritu per-manece siempre en actividad, y su fe se ilumina por una ardiente y sincera solicitud.
La fe del peregrino no es una respetuosa emoción en presencia de poéticos misterios, sino que se nutre de enseñanzas teológicas. A quienes se dirigen a él, les ofrece consejos técnicos y explicaciones doctrinales; no generosas e imprecisas exhortaciones. Como conoce al hombre a la luz de Dios, sabe también su lugar y sus deberes en el universo.
La moral del peregrino no es un conjunto de reglas aprendidas, como tampoco es una higiene interior. Todas sus acciones van guiadas por el deseo de la perfección espi-ritual. El ascetismo es la condición de la contemplación, y no tiene sentido en sí mismo. La vida espiritual queda de este modo reducida a la unidad. De la fe proceden las obras, pero sin obras la fe no existe. Procedente del mundo de la caída, de la ignorancia y de la debilidad, el peregrino se dirige hacia la nueva Jerusalén, en la que entrará entero, en cuerpo y alma, cuando llegue la consumación de los tiempos. Reuniendo todas las fuer-zas de su espíritu para contemplar al Ser Absoluto, recibe a veces de Cristo, el nuevo Adán, alguno de los privilegios del primer Adán. Consigue llegar a ignorar al frío, el hambre y el dolor; la misma naturaleza le aparece transfigurada:

«Arboles, hierbas, tierra, aire, luz; todas estas cosas me dicen que existen para el hombre, y que para el hombre dan testimonio de Dios. Todas oraban, todas cantaban la gloria de Dios.»

Este optimismo liberador no es privativo del Oriente cristiano, sino que es la profun-da tendencia del cristianismo. Que la creación sea buena y que después de la caída deba ser conducida en su totalidad por el camino de la salvación, es cosa que la enseña San Agustín y después de él los grandes doctores medievales, lo mismo que San Gregorio de Nisa. Si la Edad Media occidental se inclina sobre todo al misterio del pecado y de la Cruz, es porque las maravillosas implicaciones de la Encarnación han sido ya reveladas a la conciencia cristiana por los Padres. Sólo las crisis y el desquiciamiento del mundo moderno han hecho que se oscurezca este sentido «cósmico» de la teología patrística, sin el cual el pensamiento de los grandes doctores occidentales no puede ser verdadera-mente comprendido.
Ante estas inmensas perspectivas, puede el peregrino conducir a los que le escuchan con sinceridad. ¿Es esto privarle de su carácter ruso? Al contrario, pues es el tipo per-fecto de la piedad rusa. Esta no ha llegado a formar una escuela de pensamiento, una doctrina propia. Pero de la misma manera que un icono de Novgorod con sus colores frescos y vigorosos ha renovado los modelos recibidos de Bizancio, así también esa piedad ha dado a las doctrinas del Oriente cristiano un tono nuevo y original.
El innato sentido del misterio en el hombre —la compasión y la piedad ante el dolor y el pecado—, la simplicidad de corazón, que espontáneamente purifica las exaltadas doctrinas de la Edad Media bizantina —la imitación directa y casi la mímica de la vida de Cristo y de las verdades evangélicas—, tales son los fundamentos de la piedad rusa. De modo que en Rusia existe un inmenso potencial religioso, una pujante fuerza popular que no ha llegado a expresarse en una doctrina propia. Hasta el siglo XIX, la teología rusa no existe; todo es traducido, calcado del griego o secundariamente del latín. Excep-tuando quizá la Edad Media rusa, la fusión, la síntesis entre el pensamiento religioso y la corriente de la piedad popular no ha sido una realidad sino en algunos casos indivi-duales, de los que el peregrino es un ejemplo. En la vida de la Iglesia, esta ausencia de unidad da a la idea religiosa rusa su trágico carácter, fuente de crisis espantosas. Aban-donada a sí misma, la Iglesia rusa conoció muy pronto la injerencia del Estado. Privada de apoyo sucumbió, el cisma vino a desgarrarla y ha ido quedando agotada y esquilma-da poco a poco. En los bosques donde Nilo Sorski realizaba su meditación solitaria, es dado ver en el siglo XVII las trágicas hogueras de los «viejos creyentes». El vigor espi-ritual se refugia en los eremitorios, en los monasterios; de cuando en cuando irradia so-bre el pueblo, pero la unidad orgánica está rota. Los grandiosos esfuerzos de los laicos por crear en el siglo XVIII una doctrina religiosa rusa se apoyan únicamente en una di-fusa realidad, carecen de sostén y quedan aislados. Indudablemente, el alma rusa sigue siendo ante todo religiosa. Pero a la fe sucede la religiosidad; y basadas en ésta, nacen las terribles excrecencias del oscuro fanatismo, del nihilismo total y del ateísmo militan-te, que es el poder de las tinieblas.
Enamorado de lo absoluto, por una misteriosa vocación, el pueblo ruso, como todos los pueblos de Europa, ha hecho traición a su misión histórica, que es la de una civiliza-ción progresivamente impregnada de la Verdad, en un activo equilibrio entre los abis-mos del pecado y la infinitud de la divina luz. La visión de una Rusia reconciliadora del Oriente con el Occidente, que Soloviev entrevió un instante, parece desvanecerse defini-tivamente. Pero de un mal radical puede nacer un bien infinito. En el temor y el temblor es donde se prepara la resurrección.
«Llora, llora, pueblo miserable, canta el Inocente de Mussorgsky, ese hermano del peregrino; gime, gime, pueblo hambriento, que Dios tendrá piedad de ti. »

Jean GAUVAIN

PRIMER RELATO

Por la gracia de Dios soy hombre y soy cristiano; por mis actos, gran pecador; por estado, peregrino de la más baja condición, andando siempre errante de un lugar a otro. Mis bienes son: a la espalda, una alforja con pan duro, la santa Biblia en el bolsillo y basta de contar. El domingo vigesimocuarto después de la Trinidad entré en la Iglesia para orar durante el oficio; estaban leyendo la epístola de San Pablo a los Tesalonicen-ses, en el pasaje  en que está escrito: Orad sin cesar. Estas palabras penetraron profun-damente en mi espíritu, y me pregunté cómo es posible orar sin cesar, siendo así que todos debemos ocuparnos en diversos trabajos a fin de proveer a la propia subsistencia. Busqué en la Biblia y leí con mis propios ojos exactamente lo mismo que había oído: Orad sin cesar ; orad en todo momento en espíritu ; orad en todo lugar levantando unas manos puras . Inútil reflexionar; yo no sabía qué partido tomar.
¿Qué hacer?, pensé. ¿Dónde encontrar una persona capaz de explicarme estas pala-bras? Iré por las iglesias donde predican oradores famosos y acaso en ellas encontraré lo que busco. Y sin más, me puse en camino. Escuché muchos y excelentes sermones so-bre la oración, pero todos eran instrucciones sobre la oración en general: qué es la ora-ción, por qué se ha de orar, cuáles son los frutos de la oración. Pero cómo llegar a orar de verdad, de esto nadie hablaba. Oí un sermón sobre la oración de espíritu y sobre la oración continua; pero nada dijo el predicador del modo de alcanzar esta oración. De manera que la asistencia a los sermones no me había resuelto lo que yo buscaba. Por eso dejé de asistir a ellos, y determiné buscar con la ayuda de Dios un hombre sabio y expe-rimentado que me explicara este misterio, ya que tan atraído me sentía hacia él.
Así anduve mucho tiempo; leía la Biblia y me preguntaba si no habría en alguna par-te un maestro del espíritu o un guía sabio y lleno de experiencia. Una vez me dijeron que en un pueblecito vivía hacía mucho tiempo un señor  que sólo se ocupaba de su salvación: tiene en su casa una capilla, nunca sale fuera y siempre está rezando o leyen-do libros espirituales. Al oír estas palabras, me puse sin tardar en camino hacia aquel pueblo; llegué y me dirigí a mi hombre.
—¿Qué es lo que buscas en mi casa? —me preguntó.
—Me han contado que sois un hombre piadoso y prudente; por eso os pido en nom-bre de Dios que me expliquéis qué quiere decir esta frase del Apóstol: Orad sin cesar, y cómo es posible orar de esta manera. Esto es lo que deseo comprender sin poderlo con-seguir.
El hombre permaneció un rato en silencio, me miró con atención y dijo:
—La oración interior continua es el esfuerzo incesante del espíritu humano por al-canzar a Dios. Para conseguir este saludable ejercicio, hay que pedir a menudo al Señor que nos enseñe a orar sin cesar. Ora más y con más celo y fervor, y la oración te hará comprender por sí misma cómo puede llegar a ser continua; pero para esto hace falta mucho tiempo.
Dichas estas palabras, me dio de comer, me puso algunas cosas para el camino y se retiró. Pero no me había explicado nada.
Me puse en marcha. Mientras caminaba, iba yo pensando, leía, reflexionaba como podía en lo que me había dicho aquel hombre, pero no podía comprender nada; pero eran tales mis deseos de llegar a interpretarle que pasaba las noches sin conciliar el sue-ño. Después de haber recorrido doscientas verstas , llegué a una ciudad cabeza de parti-do. En ella vi un monasterio. En la posada me dijeron que en él vivía un superior piado-so, caritativo y hospitalario. Me presenté a él, y me recibió con bondad, me hizo tomar asiento y me invitó a comer.
—Santísimo Padre —le dije—, yo no tengo necesidad de comida, sino que quisiera que me dieseis una lección espiritual: ¿Cómo he de obtener la salvación? .
—¿Que cómo has de obtener la salvación? Vive según los mandamientos, ruega a Dios y serás salvo.
—Me han enseñado que hay que orar sin cesar, pero no sé cómo hacerlo, y ni siquie-ra puedo comprender qué significa oración continua. Os ruego, Padre, que me queráis explicar estas cosas.
—No sé, hermano mío, de qué manera explicártelo mejor. Pero espera: aquí tengo un librito que trata de esta cuestión. —Y sacó la Instrucción espiritual del hombre inter-ior  de San Demetrio—. Toma, lee en esta página.
Y comencé a leer lo que sigue: «Estas palabras del Apóstol: Orad sin cesar, se apli-can a la oración hecha por la inteligencia; la inteligencia puede, en efecto, estar siempre sumergida en Dios y orar a Él sin cesar.»
—Explicadme cómo puede la inteligencia estar siempre sumergida en Dios sin dis-tracciones y orar siempre a Él.
—Esto es cosa difícil, si el mismo Dios no concede esta gracia —respondió el supe-rior.
Pero no me había explicado nada. Pasé la noche en su casa y, por la mañana, ha-biéndole dado las gracias por su amable hospitalidad, me puse de nuevo en camino sin saber de modo preciso a dónde dirigirme. Estaba muy triste por no haber comprendido nada, y para consolarme leía la santa Biblia. Así fui adelante por el camino real, hasta que una tarde encontré a un anciano que tenía traza de ser un religioso.
A mi pregunta, respondió que era monje y que la soledad en que vivía con algunos hermanos estaba a diez verstas del camino, y me invitó a detenerme con ellos.
—En nuestra casa —me dijo— se recibe a los peregrinos, se los cuida y se les da de comer en la hospedería.
Yo no tenía ningún deseo de ir allí, y le dije:
—Mi descanso no depende del hospedaje, sino de una enseñanza espiritual; no bus-co comida, pues llevo mucho pan seco en mi alforja.
—¿Qué clase de enseñanza es la que buscas y qué es lo que quieres comprender me-jor? Ven, ven a nuestra casa, querido hermano; en ella tenemos startsi  experimentados que pueden darte una dirección espiritual y ponerte en el camino verdadero que lleva a la luz de la Palabra de Dios y de las enseñanzas de los Padres.
—Mirad, Padre, hace alrededor de un año que, estando en un oficio, oí este manda-miento del Apóstol: Orad sin cesar. No sabiendo cómo interpretar estas palabras, me puse a leer la Biblia, y también en ella, y en múltiples pasajes, he encontrado el manda-miento de Dios: hay que orar sin cesar, siempre, en toda ocasión, en todo lugar, no sólo durante las ocupaciones del día, no sólo en estado de vigilia, sino también durante el sueño: Yo duermo, pero mi corazón vela . Esto me admiró sobremanera y no puedo comprender cómo es posible cumplir tal cosa ni cuáles son los medios de conseguirlo; un gran deseo y una gran curiosidad se despertaron en mí: ni de día ni de noche se han apartado estas palabras de mi espíritu. Me puse también a visitar las iglesias y a oír ser-mones sobre la oración, pero en vano: nunca he podido saber cómo orar sin cesar; ha-blaban siempre en ellos de la preparación a la oración o de sus frutos, sin enseñar cómo orar sin cesar, ni qué significa tal oración. A menudo he leído la Biblia y en ella he vuel-to a encontrar lo mismo que había oído; pero no he podido comprender lo que tanto an-sío. Así que durante todo este tiempo ando lleno de incertidumbre e inquietud. El starets hizo la señal de la cruz y tomó la palabra:
—Da gracias a Dios, hermano muy amado, por haberte Él revelado esa invencible atracción que existe en ti hacia la oración interior continua. Reconoce en eso el llama-miento de Dios y tranquilízate pensando que así ha sido debidamente probado el acuer-do de tu voluntad con la palabra divina; te ha sido dado comprender que no es ni la sa-biduría de este mundo ni un vano deseo de conocimiento lo que conduce a la luz celes-tial —la continua oración interior—, sino al contrario, la pobreza de espíritu y la expe-riencia activa en la simplicidad del corazón.
Por eso no es de maravillar que no hayas oído ninguna cosa profunda acerca del acto de orar y que nada hayas podido aprender acerca del modo de llegar a esta perpetua ac-tividad. En verdad, se predica mucho acerca de la oración y sobre esta materia existen no pocas obras recientes, pero todos los juicios de sus autores están fundados en la es-peculación intelectual, en los conceptos de la razón natural, y no en la experiencia que resulta de la acción; hablan más de lo que a la oración es accesorio que de la esencia de la oración. El uno explica muy bien por qué hay que orar; el otro trata de los efectos bienhechores de la oración; un tercero, de las condiciones necesarias para orar bien, es decir, del celo, de la atención, del fervor del corazón, de la pureza de la mente, de la humildad, del arrepentimiento que hay que tener para ponerse a orar. Pero qué es la ora-ción y cómo se aprende a orar, cosas tan esenciales y fundamentales en la oración, muy poco lo tratan los predicadores de nuestro tiempo; porque son más difíciles que todas sus explicaciones y exigen no un saber escolar, sino un conocimiento místico. Y lo que es más triste aún, esta elemental y vana sabiduría conduce a medir a Dios con una medi-da humana. Muchos cometen un gran error al pensar que los medios preparatorios y las buenas acciones engendran la oración, cuando la verdad es que la oración es la fuente de las obras y de las virtudes. Gran yerro cometen al tomar los frutos y las consecuencias de la oración como medios de llegar a ella, disminuyendo así su fuerza. Es este un punto de vista completamente opuesto a la Escritura, pues el Apóstol San Pablo habla así de la oración: Ruego, pues, ante todo, que se hagan oraciones .
Así el Apóstol pone la oración por encima de todo lo demás. Muchas buenas obras se piden al cristiano, pero la obra de la oración está sobre todas las demás, porque nada es posible hacer si ella falta. Sin la oración frecuente no es posible dar con el camino que conduce al Señor, ni conocer la Verdad, ni ser iluminados en el corazón por la luz de Cristo, ni unirse a él en la salvación. Digo frecuente, porque la perfección y la co-rrección de nuestra oración no depende de nosotros, como asimismo lo dice el Apóstol Pablo: Nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene . Sólo su frecuencia ha sido puesta en nuestras manos, como medio de alcanzar la pureza de oración que es la madre de todo bien espiritual. Hazte con la madre y tendrás descendencia, dice San Isaac el Sirio , queriéndonos dar a entender que primero hay que adquirir la oración para luego poner en práctica todas las virtudes. Pero conocen mal estas cuestiones y hablan poco de ellas quienes no están familiarizados con la práctica y las enseñanzas de los Padres.
Conversando de esta suerte, habíamos llegado, sin darnos cuenta a la soledad. Para no separarme de este sabio anciano y satisfacer cuanto antes mis deseos, me apresuré a preguntarle:
—Os ruego, venerable Padre, que me expliquéis qué es la oración interior y continua y cómo podría yo aprenderla; pues veo que de ella tenéis muy profunda y segura expe-riencia.
El starets escuchó mi petición con bondad y me llevó a su cuarto:
—Ven conmigo y te daré un libro de los Padres que te permitirá comprender clara-mente en qué consiste la oración y aprenderla con la gracia de Dios.
Entramos en su celda y el starets me dijo las siguientes palabras:
—La oración de Jesús interior y constante es la invocación continua e ininterrumpi-da del nombre de Jesús con los labios, el corazón y la inteligencia, en el sentimiento de su presencia, en todo lugar y en todo tiempo, aun durante el sueño. Esa oración se ex-presa por estas palabras: ¡Señor Jesucristo, tened piedad de mí!  Todo el que se acos-tumbra a esta invocación siente muy grande consolación y necesidad de decir siempre esta oración; al cabo de algún tiempo, no puede ya pasar sin ella y se le hace como su misma sangre y carne. ¿Comprendes ahora qué es la oración continua?
—Lo comprendo perfectamente, Padre mío. En el nombre de Dios, enseñadme ahora cómo llegar a ella —le supliqué lleno de gozo.
—Cómo se aprende la oración, lo veremos en este libro que se llama Filocalía . En él está contenida la ciencia completa y detallada de la oración interior continua, expues-ta por veinticinco Padres. Es tan útil y perfecto, que se le considera como la guía esen-cial de la vida contemplativa, y, como dice el bienaventurado Nicéforo , «conduce a la salvación sin trabajo ni dolor».
—¿Entonces, es más alto que la santa Biblia? —le pregunté.
—No, ni es más alto ni más santo que la santa Biblia, pero contiene las luminosas explicaciones de todo lo que hay de misterioso en la Biblia en razón de la debilidad de nuestro espíritu, cuya vista no alcanza a tales alturas. Te lo haré ver con una imagen: el sol es un astro majestuoso, brillante y muy excelso, al que no es posible mirar de frente. Para contemplar a este rey de los astros y soportar sus encendidos rayos, hay que echar mano de un vidrio ahumado, infinitamente más pequeño y más oscuro que el sol. Pues bien, la Escritura es este sol resplandeciente y la Filocalía es el cristal ahumado. Escu-cha ahora, que quiero leerte cómo se ejercita la oración interior continua.
Abrió el starets la Filocalía, eligió un pasaje de San Simeón el Nuevo Teólogo  y comenzó: «Permanece sentado en el silencio y la soledad, inclina la cabeza y cierra los ojos; respira suavemente, mira por la imaginación en el interior de tu corazón, recoge tu inteligencia, es decir tu pensamiento, de tu cabeza a tu corazón. Di, al ritmo de la respi-ración: “Señor Jesucristo, ten piedad de mí”, en voz baja, o simplemente en espíritu. Esfuérzate en echar fuera todos los demás pensamientos, sé paciente y repite a menudo este ejercicio.»
Después el starets me explicó todo esto con ejemplos, y aún leímos en la Filocalía las palabras de San Gregorio el Sinaíta  y de los bienaventurados Calixto e Ignacio . Todo lo que íbamos leyendo, el starets me lo iba explicando a su manera. Yo escuchaba con atención y gran embeleso y me esforzaba por fijar todas sus palabras en la memoria con la mayor exactitud. Así pasamos toda la noche y fuimos a Maitines sin haber dor-mido nada.
El starets, al despedirme, me bendijo y me dijo que volviera a su celda durante mi estudio de la oración, para confesarme con franqueza y sencillez de corazón, porque es cosa vana dedicarse sin guía a la vida espiritual.
En la iglesia sentí en mi interior un ardiente celo que me inclinaba a estudiar cuida-dosamente la oración interior continua, y pedí a Dios que me quisiera ayudar. Después pensé que me sería difícil ir a ver al starets para confesarme o pedirle consejo; en la hospedería nadie puede permanecer más de tres días, y junto a la soledad no hay lugar donde alojarse… Por suerte, pude enterarme de que a cuatro verstas había una aldea. Me encaminé a ella a fin de encontrar posada, y por suerte Dios me favoreció. Allí pude colocarme como guardián en casa de un campesino, a condición de pasar el verano, so-lo, en una pequeña cabaña que había en un rincón de la huerta. Gracias a Dios, había dado con un lugar tranquilo. De esta manera me puse a estudiar la oración interior según los medios indicados, yendo a menudo a visitar al starets.
Durante una semana, en la soledad de mi jardín me ejercité en el estudio de la ora-ción interior, siguiendo exactamente los consejos de mi maestro. Al principio, todo pa-recía ir muy bien. Más tarde, sentí gran pesadez, pereza, tedio, un sueño que no podía vencer, y los pensamientos cayeron sobre mí como las nubes. Busqué al starets lleno de tristeza y le manifesté mi estado. Me recibió con bondad y me dijo:
—Hermano muy amado, todo cuanto te sucede no es sino la guerra que te declara el mundo oscuro, porque no hay cosa que tema tanto como la oración del corazón. Por eso trata de entorpecerte y de hacer que aborrezcas la oración. Mas el enemigo sólo obra según la voluntad y el permiso de Dios, y en la medida en que esto nos es necesario. Sin duda es imprescindible que tu humildad sea sometida a prueba; es demasiado pronto para llegar, con un celo excesivo, hasta las puertas del corazón, pues correrías el riesgo de caer en la avaricia espiritual. Voy a leerte lo que dice la Filocalía a este propósito. —Buscó el starets en las enseñanzas del monje Nicéforo y leyó: «Si, no obstante tus es-fuerzos, hermano mío, no te es posible entrar en la región del corazón, como te lo tengo recomendado, haz lo que te digo y con la ayuda de Dios hallarás lo que andas buscando. Tú sabes bien que la razón de todo hombre está en su pecho… Quítale, pues, a esta ra-zón todo pensamiento (esto puedes hacerlo si quieres) y pon en su lugar el “Señor Jesu-cristo, ten piedad de mí”. Esfuérzate en reemplazar por esta invocación interior cual-quier otro pensamiento, y a la larga ella te abrirá la entrada del corazón, como lo enseña la experiencia» .
—Ya ves lo que enseñan los Padres en tal caso —me dijo el starets—. Por eso tú de-bes aceptar este mandamiento con confianza y repetir cuanto te sea posible la oración de Jesús. Aquí tienes un rosario con el que podrás hacer, para comenzar, tres mil oraciones al día. De pie, sentado, acostado o caminando, repite sin cesar: «¡Señor Jesucristo, ten piedad de mí!», suavemente y sin precipitación. Y recita exactamente tres mil oraciones al día sin añadir ni quitar una sola. Por este camino llegarás a la actividad continua del corazón.

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