TRAS LAS HUELLAS DE LA TRADICCION PERENNE

TRAS LAS HUELLAS
DE LA
RELIGION PERENNE

Frithjof Schuon
INDICE

Prefacio 3
Premisas epistemológicas 5
Dimensiones, modos y grados del Orden Divino 12
Especulación Confesional: Intenciones y Dificultades 20
Escollos del Lenguaje de la Fe 36
Notas sobre Tipología Religiosa 42
Enigma y mensaje de un Esoterismo 50
Escatología Universal 60
Síntesis y conclusión 68

PREFACIO

A lo largo de toda nuestra obra hemos tratado de la Religión perenne, explícita o im-plícitamente, y en conexión con las diversas religiones, que por una parte la velan y por otra la dejan transparentar; y creemos haber dado de esta Sophia primordial y universal una idea homogénea y suficiente, a pesar de nuestra manera discontinua y esporádica de referirnos a ella. Pero la Sophia perennis es con toda evidencia inagotable y no tiene unos limites naturales, ni siquiera en una exposición sistemática como el Vêdânta; este carácter de sistema no es, por lo demás, ni una ventaja ni una desventaja, puede ser una cosa o la otra según el contenido; la verdad es bella en todas sus formas. De hecho, no hay ninguna gran doctrina que no sea un sistema, ni ninguna que se exprese de una ma-nera exclusivamente sistemática.
Como es imposible agotar todo lo que se presta a la expresión, y como la repetición en materia metafísica no puede ser un mal —es mejor ser demasiado claro que no serlo bastante—, hemos creído poder volver a nuestras tesis de siempre, ya sea para proponer cosas que todavía no habíamos dicho, o bien para exponer de una manera útilmente nueva las que habíamos dicho. Si el número de los elementos fundamentales de una doctrina, por definición abstracta, está forzosamente más o menos limitado —ésta es la definición misma de un sistema, pues los elementos formales de un cristal regular no pueden ser innumerables—, no ocurre lo mismo con las ilustraciones o las aplicaciones, que son ilimitadas y cuya función es la de hacer captar mejor lo que a primera vista pa-rece no ser bastante concreto.
Todavía otra observación, ésta de orden más o menos personal: crecimos en una época en la que uno todavía podía decir, sin tener que sonrojarse por su ingenuidad, que dos y dos son cuatro; en la que las palabras tenían todavía un sentido y querían decir lo que quieren decir; en la que uno podía acomodarse a las leyes de la lógica elemental o del sentido común, sin tener que pasar por la psicología o la biología, o la llamada so-ciología, y así con todo; en suma, en la que aún había puntos de referencia en el arsenal intelectual de los hombres. Con esto queremos dar a entender que nuestra forma de pen-sar y nuestra dialéctica son deliberadamente anticuadas; y sabemos de antemano, pues esto es muy evidente, que el lector al que nos dirigimos nos lo agradecerá.

PREMISAS EPISTEMOLÓGICAS

El término de philosophia perennis, que apareció a partir del Renacimiento, y del que la neoescolástica ha hecho uso ampliamente, designa la ciencia de los principios ontológicos fundamentales y universales; ciencia inmutable como estos mismos princi-pios, y primordial por el hecho mismo de su universalidad y su infalibilidad. Utilizaría-mos de buen grado el término de sophia perennis para indicar que no se trata de «filoso-fía» en el sentido corriente y aproximado de la palabra —la cual sugiere simples cons-trucciones mentales, surgidas de la ignorancia, la duda y las conjeturas, e incluso del gusto por la novedad y la originalidad—, o, también, podríamos emplear el término de religio perennis, refiriéndonos entonces al lado operativo de esta sabiduría, o sea a su aspecto místico o iniciático . Y a fin de recordar este aspecto, e indicar que la sabiduría universal y primordial compromete al hombre entero, hemos elegido para nuestro libro el título de «Religión perenne», para indicar también que la quintaesencia de toda reli-gión se halla en esta religio metafísica, y que hay que conocer ésta si se quiere dar cuen-ta de ese misterio a la vez humano y divino que es el fenómeno religioso. Ahora bien, dar cuenta de este fenómeno «sobrenaturalmente natural» es sin duda una de las tareas más urgentes de nuestra época.
Cuando se habla de doctrina, se piensa en primer lugar, y con razón, en un abanico de conceptos concordantes; pero hay que tener en cuenta así mismo el aspecto epistemo-lógico del sistema considerado, y es esta dimensión, que forma parte también de la doc-trina, la que queremos examinar aquí a título introductorio. Es importante saber ante todo que hay verdades que son inherentes al espíritu humano, pero que de hecho están como sepultadas en el «fondo del corazón», es decir, contenidas a título de potenciali-dades o virtualidades en el Intelecto puro; son éstas las verdades principales y arquetípi-cas, las que prefiguran y determinan a todas las demás. Tienen acceso a ellas, intuitiva e infaliblemente, el «gnóstico», el «pneumático», el «teósofo» —en el sentido propio y original de estos términos—, y tenía acceso a ellas por consiguiente el «filósofo» según el significado todavía literal e inocente de la palabra: un Pitágoras y un Platón, y en par-te incluso un Aristóteles, a pesar de su perspectiva exteriorizante y virtualmente cientifi-cista.
Y esto es de primera importancia: si no existiera el puro Intelecto —la facultad intui-tiva e infalible del Espíritu inmanente—, tampoco existiría la razón, pues el milagro del razonamiento no se explica y no se justifica más que por el de la intelección. Los anima-les carecen de razón porque son incapaces de concebir el Absoluto; dicho de otro modo, si el hombre posee la razón, y con ella el lenguaje, es únicamente porque tiene acceso en principio a la visión suprarracional de lo Real y por consiguiente a la certidumbre meta-física. La inteligencia del animal es parcial, la del hombre es total; y esta totalidad no se explica sino por una realidad trascendente a la que la inteligencia está proporcionada.
Por eso el error decisivo del materialismo y del agnosticismo consiste en no ver que las cosas materiales y las experiencias corrientes de nuestra vida están inmensamente por debajo de la envergadura de nuestra inteligencia. Si los materialistas tuvieran razón, esta inteligencia sería un lujo inexplicable; sin el Absoluto, la capacidad de concebirlo no tendría un motivo. La verdad del Absoluto coincide con la substancia misma de nuestro espíritu; las diversas religiones actualizan objetivamente lo que contiene nuestra subjetividad más profunda. La revelación es en el macrocosmo lo que la intelección es en el microcosmo; lo Trascendente es inmanente al mundo, sin lo cual éste no podría existir, y lo Inmanente es trascendente con respecto al individuo, sin lo cual no lo sobre-pasaría.
Lo que acabamos de decir sobre la envergadura de la inteligencia humana se aplica igualmente a la voluntad, en el sentido de que el libre albedrío prueba la trascendencia de su fin esencial, para el cual el hombre ha sido creado y por el cual el hombre es hom-bre; la voluntad humana es proporcionada a Dios, y no es sino en Dios y por Él como ella es totalmente libre. Se podría decir algo análogo en lo que concierne al alma huma-na: nuestra alma prueba a Dios porque es proporcionada a la naturaleza divina, y lo es por la compasión, el amor desinteresado, la generosidad; o sea, a fin de cuentas, por la objetividad, la capacidad de salir de nuestra subjetividad y, por consiguiente, de supe-rarnos; esto es lo que caracteriza precisamente a la inteligencia y la voluntad del hom-bre. Y en estos fundamentos de la naturaleza humana —imagen de la naturaleza divi-na— es donde tiene sus raíces la religio perennis, y con ella toda religión y toda sabidu-ría.
«Discernir» es «separar»: separar entre lo Real y lo ilusorio, lo Absoluto y lo contin-gente, lo Necesario y lo posible, Atmâ y Mâyâ. Al discernimiento se junta, complemen-taria y operativamente, la «concentración», que «une»: es la toma de consciencia plena-ria —a partir de la Mâyâ terrenal y humana— del Atmâ a la vez absoluto, infinito y per-fecto; sin igual, sin limites y sin defecto. Según algunos Padres de la Iglesia, «Dios se ha hecho hombre a fin de que el hombre se haga Dios»; fórmula audaz y elíptica que para-frasearemos de forma vedántica diciendo que lo Real se ha hecho ilusorio a fin de que lo ilusorio se haga real; Atmâ se ha hecho Mâyâ a fin de que Mâyâ realice Atmâ. El Abso-luto, en su sobreabundancia, proyecta la contingencia y se refleja en ella, en un juego de reciprocidad del que saldrá vencedor, Él que es el único que es.

* * *

Hay, en el Universo, lo conocido y el que conoce; en Atmâ, los dos polos están uni-dos, uno se encuentra inseparablemente en el otro, mientras que en Mâyâ esta unidad se escinde en sujeto y objeto. Según el punto de vista, o según el aspecto, Atmâ es, bien la «Consciencia» absoluta —el «Testigo» universal o el puro «Sujeto»—, bien el «Ser» absoluto, la «Substancia», el «Objeto» puro y trascendente; es conocible como «Reali-dad», pero es también el «Conocedor» inmanente de todas sus propias posibilidades, primero hipostáticas y después existenciales y existenciadas.
Y esto es, para el hombre, de una importancia decisiva: el conocimiento de lo Total exige por parte del hombre la totalidad del conocer. Exige, más allá de nuestro pensa-miento, todo nuestro ser, pues el pensamiento es parte, no todo; y esto es lo que indica la finalidad de toda vida espiritual. El que concibe el Absoluto —o el que cree en Dios— no puede detenerse de jure en este conocimiento, o en esta creencia, realizadas tan sólo por el pensamiento; debe, por el contrario, integrar todo lo que él es en su ad-hesión a lo Real, como lo exigen precisamente la absolutidad y la infinitud de éste. El hombre debe «convertirse en lo que él es» porque debe «convenirse en lo que es»; «el alma es todo lo que ella conoce», dice Aristóteles.
Por lo demás, el hombre no es sólo un ser pensante, es también un ser queriente, es decir, que la totalidad de la inteligencia implica la libertad de la voluntad. Esta libertad no tendría razón de ser sin un fin prefigurado en el Absoluto; sin el conocimiento de Dios, y de nuestros fines últimos, no sería ni posible ni útil.
El hombre está hecho de pensamiento, de voluntad y de amor: puede pensar lo ver-dadero o lo falso, puede querer el bien o el mal, y puede amar lo bello o lo feo . Ahora bien, el pensamiento de lo verdadero —o el conocimiento de lo real— exige por una parte la voluntad del bien y por otra parte el amor a lo bello, luego a la virtud, pues ésta no es otra cosa que la belleza del alma; por eso los griegos, tan estetas como pensadores, englobaban la virtud en la filosofía. Sin belleza del alma, todo querer es estéril, es mez-quino y se cierra a la gracia; y de modo análogo: sin esfuerzo de la voluntad, todo pen-samiento espiritual permanece a fin de cuentas superficial e ineficaz y lleva a la preten-sión. La virtud coincide con una sensibilidad proporcionada —o conforme— a la Ver-dad, y por esto el alma del sabio se cierne por encima de las cosas, y, precisamente por ello, por encima de sí misma, si podemos decirlo así; de donde el desinterés, la nobleza y la generosidad de las grandes almas. Con toda evidencia, la conciencia de los princi-pios metafísicos no puede conciliarse con la pequeñez moral, como la ambición y la hipocresía; «sed perfectos como vuestro Padre en el Cielo es perfecto».
Hay algo que el hombre debe saber y pensar; y algo que debe querer y hacer; y algo que debe amar y ser. Debe saber que el Principio supremo es el Ser necesario, el cual, por consiguiente, se basta a sí mismo; que Él es lo que no puede no ser, mientras que el mundo no es sino lo posible, que puede ser o no ser; todas las demás distinciones y apreciaciones derivan de este distingo fundamental. Además, el hombre debe querer lo que lo acerca directa o indirectamente a la suprema Realidad desde los mismos puntos de vista, absteniéndose a la vez de lo que lo aleja de ella; y el principal contenido de este querer es la oración, la respuesta dada a la Divinidad; lo cual incluye la meditación me-tafísica, así como la concentración mística. Por último, el hombre debe amar «en Dios» lo que manifiesta la Belleza divina y, de modo más general, todo lo que es conforme a la Naturaleza de Dios; debe amar el Bien, es decir, la Norma, en todas sus formas posibles; y como la Norma sobrepasa forzosamente las limitaciones del ego, el hombre debe ten-der a superar sus propios límites. Hay que amar más la Norma o el Arquetipo que sus reflejos; por consiguiente, más que el ego contingente; y este conocimiento de sí y este amor desinteresado constituyen toda la nobleza del alma.

* * *

Hay una cuestión que siempre se ha planteado, con razón o sin ella: las realidades metafísicas, ¿son necesariamente explicables? o, al menos, ¿no hay situaciones miste-riosas que no pueden ser explicadas más que por la paradoja, e incluso por el absurdo? Demasiado a menudo se ha esgrimido este argumento para ocultar fisuras en doctrinas teológicas cuyas imperfecciones subjetivas se han objetivado: al no poder resolver de-terminados enigmas, se ha decretado que la «mente humana» no es capaz de hacerlo, y se ataca ante todo la lógica, «aristotélica» o no, como si ésta fuera sinónimo de raciona-lismo, de duda y de ignorancia.
En el plano de las cosas naturales, basta con disponer de las informaciones necesa-rias y luego razonar correctamente; las mismas condiciones valen para el plano de las cosas sobrenaturales, con la diferencia de que el objeto del pensamiento exige entonces la intervención de la intelección, que es una iluminación interior; pues si las cosas natu-rales pueden exigir una cierta intuición independiente del razonamiento como tal, a for-tiori las cosas sobrenaturales exigen dicha intuición, de un orden superior esta vez, puesto que no caen de su peso. La razón, lo hemos dicho más de una vez, no puede nada sin los datos sobre los cuales se ejercita, y en cuya ausencia raciocina en el vacío: estos datos los proporciona en primer lugar el mundo, que en sí es objetivo; en segundo lugar, y en combinación con el factor precedente, la experiencia, que como tal es subjetiva; en tercer lugar, la Revelación, que como el mundo es objetiva, puesto que nos viene de fuera; en cuarto lugar, la Intelección, que es subjetiva, puesto que se produce en noso-tros mismos.
De una cosa en otra, nos creemos autorizados a insertar aquí la observación siguien-te; el existencialismo, como todo relativismo, se contradice a sí mismo; gran adversario del racionalismo —al menos se lo imagina —pretende poner la experiencia en lugar del razonamiento, sin preguntarse en lo más. mínimo por qué existe el razonamiento, ni cómo se puede ensalzar la experiencia sin recurrir a la razón. Es precisamente la misma experiencia la que demuestra que el razonamiento es algo eficaz, sin lo cual nadie razo-naría; y es la existencia misma de la razón la que indica que esta facultad debe tener un objeto. Los animales tienen muchas experiencias, pero no razonan; mientras que, por el contrario, el hombre puede prescindir de muchas experiencias razonando. Querer susti-tuir el razonamiento por la experiencia en el plano práctico y de una manera relativa puede tener todavía un sentido; pero hacer otro tanto en el plano intelectual y especula-tivo, como lo quieren los empiristas y los existencialistas, es propiamente demencial. Para el hombre inferior, sólo es real lo contingente, y por su método, pretende rebajar los principios, cuando no los niega pura y simplemente, al nivel de las contingencias. Esta mentalidad de shûdra se ha infiltrado en la teología cristiana y ha causado en ella los estragos que todo el mundo conoce .
Pero volvamos, después de este paréntesis, al problema de la epistemología espiri-tual. Sin duda, la lógica tiene límites, pero ella es la primera en reconocerlo, sin lo cual no sería lógica, precisamente; no obstante, los límites de la lógica dependen de la natu-raleza de las cosas y no de un ucase confesional. La ilimitación del espacio y el tiempo parece absurda en el sentido de que la lógica no puede dar cuenta de ella de una manera concreta y exhaustiva; sin embargo, es perfectamente lógico observar que esta doble ilimitación existe, y ninguna lógica nos prohíbe saber con certeza que este fenómeno resulta del Infinito principial; misterio que nuestro pensamiento no puede explorar, y que se manifiesta precisamente en los aspectos del despliegue espacial y de la transfor-mación temporal, o también, en el de la ilimitación del número. De modo análogo, la unicidad empírica del ego —el hecho de ser determinado ego y no tal otro y de ser el único en ser este «sí mismo»— esta unicidad no puede explicarse concretamente por la lógica, y sin embargo ésta es perfectamente capaz de dar cuenta de ella de una manera abstracta con la ayuda de los principios de lo necesario y lo posible, y de escapar así al escollo del absurdo .
Indiscutiblemente, las Escrituras sagradas contienen contradicciones; los comenta-rios tradicionales dan cuenta de ellas, no discutiendo a la lógica del derecho de obser-varlas y de satisfacer nuestras necesidades de causalidad, sino buscando el vínculo sub-yacente que anula el aparente absurdo, el cual es en realidad una elipse.
Si la sabiduría de Cristo es «locura a los ojos del mundo» es porque el «mundo» está en oposición con el «reino de Dios, que está dentro de vosotros», y por ninguna otra razón; no es, ciertamente, porque reivindique un misterioso derecho al contrasentido, quod absit . La sabiduría de Cristo es «locura» porque no favorece la perversión exte-riorizante, y a la vez dispersante y endurecedora, que caracteriza al hombre de la concu-piscencia, del pecado, del error; y es esta perversión la que precisamente constituye el «mundo», esta perversión, con su insaciable curiosidad científica y filosófica, la cual perpetúa el pecado de Eva y Adán y lo reedita en formas indefinidamente diversas .
En el plano de las controversias religiosas, la reivindicación —en sentido único— de un derecho sagrado al ilogismo, y la atribución de una tara luciferina a la lógica elemen-tal del contradictor —y ello en nombre de tal o cual «peumatología» supuestamente translógica y de hecho objetivamente incontrolable—, esta reivindicación, decimos, es con toda evidencia inadmisible, pues no es más que un monólogo oscurantista al mismo tiempo que una espada de doble filo, y eso por su mismo subjetivismo; todo diálogo se hace imposible, lo que por lo demás dispensa al interlocutor de convertirse, pues el hombre no debe nada a un mensaje que pretende hurtarse a las leyes del pensamiento humano. Por otra parte, el hecho de la experiencia subjetiva nunca ofrece un argumento doctrinal válido; si la experiencia es justa siempre puede expresarse de una forma satis-factoria o al menos suficiente .
La Verdad metafísica es expresable e inexpresable a la vez: inexpresable, no es sin embargo incognoscible, pues el Intelecto desemboca en el Orden divino y por consi-guiente engloba todo lo que es; y, expresable, se cristaliza en formulaciones que son todo lo que deben ser, puesto que nos comunican todo lo que es necesario o útil para nuestro espíritu. Las formas son las puertas hacia las esencias, en el pensamiento y el lenguaje, así como en todo otro simbolismo.

FRITHJOF, Schuon, La transfiguración del hombre

FRITHJOF, Schuon, La transfiguración del hombre, José J. de Olañeta, Palma de Mallorca, 2003; 314 pp..

Alvar Camero

Nos encontramos sin duda ante una de las obras cumbres de Frithjof Schuon, cabeza del movimiento de los autores tradicionales o también llamados tradicionalistas, entre los que se incluyen otros filósofos de la talla de René Guenón, Ananda K Coomaraswamy o Titus Burckhardt. Este breve texto resume la quintaesencia del pensamiento tradicional: reafirmar la dignidad del hombre como un ser para Dios, en sus propias palabras: “ la imagen del hombre que nos presenta la psicología moderna no es sólo fragmentaria, sino que es miserable. El hombre, en realidad, está como suspendido entre la animalidad y la divinidad […] nosotros, por el contrario, corregir y completar la imagen del hombre insistiendo sobre su divinidad […] esto es lo que creemos poder llamar, en lenguaje simbolista, la transfiguración del hombre”.

El texto se nos da en una división tripartita. Una primera parte llamada pensamiento, arte y trabajo; en el cual Schuon, fiel a su modo de escribir en el cual resume gran cantidad de contenido en frases muy breves y así expone una extensa temática, tratará de la antropología tradicional, o del camino del hombre hacia la Divinidad, y eso le conducirá por senderos tan interesantes como: el lugar de la filosofía frente a la teología; la santificación del trabajo en la era maquinista, o la diferencia entre arte sagrado y arte profano, deberes y derechos del arte para el hombre; la usurpación del racionalismo, del materialismo y de la nueva era del pensamiento actual.

La segunda parte de La transfiguración del hombre también versará no solo versará sobre el ascenso del lo humano a lo divino sino que también tratará sobre el descenso de lo divino a lo humano. Por título esta parte lleva: El hombre, la verdad y la vía. Partiendo de un análisis las facultades y modalidades del hombre, de sus virtudes ( que fundamentalmente son dos: el amor a Dios por encima del mundo, y el amor al prójimo); prosigue con una preclara exposición de lo que sea la Sophia Perennis por medio de sus axiomas fundamentales, es decir, que Dios es bondadoso y cognoscible y que el alma es inmortal y tiene vocación de oración y virtud, está hecha para la salvación y para la beatitud; para continuar exponiendo el misterio de la posibilidad, o sobre el problema del mal en el mundo y si ese mal es querido o permitido por Dios; también trará sobre el ritmo ternario del Espíritu como Sat-Chit-Ananda (ser, conciencia y beatitud); para concluir con una breve exposición de la mística voluntarista, hablar sobre el principio sacrificial, y unas reflexiones sobre las dimensiones de la oración.

Como ultima parte, a modo de guirnalda sobre la corona de la verdad, el libro incluye extractos de la correspondencia personal de Frithjof Schuon con sus discípulos, en la cual podemos encontrar desde autenticas joyas del pensamiento filosófico y teológico a exhortaciones morales, pasando por admoniciones, cada extracto de la correspondencia con un título que corresponde a la temática para que el lector no se piedra entre los fragmentos, así hay fragmentos que tratan sobre: el amor a Dios, la gratitud, sobre la Santidad, sobre la certidumbre, etcétera.

Este breve pero intenso texto del pensador y místico de origen suizo, del cual recomendamos encarecidamente su lectura, tiene la virtud de devolver al hombre a su lugar, es decir, un lugar central entre lo animal o infrarracional y lo divino o suprarracional, tras de tanta formulación materialista o pensamiento psicologista reductivista como el caso del psicoanálisis de Freud y Jung o de las corrientes cognitivo-conductuales. Ese estado central es lo propiamente humano, donde las artes son hermosas (ya que lo Bello, lo Bueno y lo Verdadero coinciden como todos los rayos coinciden en el Sol, y eso está en la base de nuestra tradición filosófica con Platón), las personas son humanas, los fuertes cuidan de los débiles, los oficios son medios para alcanzar la santidad y el autoconocimiento, el entorno no es demolido y expoliado sistemáticamente para que se vean cumplidos los caprichos insaciables de unos pocos, y la vida merece la pena ser vivida por que pierde el tono gris metal y gris industria al que está sometida hoy en día.

No nos queda sino exhortar a su lectura y que cada uno saque sus propias conclusiones.

TEXTOS SOBRE EL CRISTIANISMO

TEXTOS SOBRE EL CRISTIANISMO

Frithjof Schuon

1-    Esquema del Mensaje Cristico  ……………………………………………………..        5
2-    Naturaleza Particular y Universal de la Tradición Cristiana  ……………..     9
3-    Padre Nuestro que estás en los Cielos   ………………………………….   23
4-    Algunas Observaciones  ……………………………………………………………….   29
5-    Sobre las Huellas del Pecado Original   ………………………………….   39
6-    Dialogo entre Helenistas y Cristianos   ………………………………….   43
7-    La Complejidad del Dogmatismo  ………………………………………………….   51
8-    Divergencias Cristianas  ……………………………………………………………….   55
9-    Claves de la Biblia  ………………………………………………………………………   67
10-  Evidencia y Misterio  ……………………………………………………………………   71
11-  Un Enigma del Evangelio  …………………………………………………………….   87
12-  La Sede de la Sabiduría  ………………………………………………………………..   91
13-  El Misterio de las dos Naturalezas  …………………………………………………   95
14-  Misterios Cristicos y Virginales  …………………………………………………… 101
15-  La Cruz … 111
16-  Al Margen de las Improvisaciones Litúrgicas ………………………………….. 115
17-  Observaciones sobre la Caridad  …………………………………………………….. 121
18-  Los dos Problemas: el Mal, la Predestinación ………………………………….. 123
19-  La Imposible Convergencia …………………………………………………………… 127
20-  Fallos en el Mundo de la Fé …………………………………………………………… 131
21-  Características de la Mística Voluntarista  ……………………………………….. 137

1

ESQUEMA DEL MENSAJE CRISTICO

Si partimos de la idea indiscutible de que la esencia de toda religión es la verdad del Absoluto con sus consecuencias humanas, tanto místicas como sociales, puede plantearse la cuestión de saber de qué manera la religión cristiana satisface esta definición; pues su contenido central parece ser, no Dios como tal, sino Cristo, es decir, no tanto la naturaleza del Ser divino como la manifestación humana de este. Por eso una voz patrística proclamó con pertinencia: «Dios se ha hecho hombre a fin de que el hombre se haga Dios»; lo cual es la manera cristiana de decir que «Brahma es real, el mundo es apariencia». El cristianismo, en vez de yuxtaponer simplemente lo Absoluto y lo contingente, lo Real y lo ilusorio, propone de entrada la reciprocidad entre uno y otro: ve el Absoluto a priori con relación al hombre, y éste –correlativamente- es definido conforme a esta reciprocidad, no metafísica solamente, sino dinámica, voluntaria, escatológica. Es cierto que el judaismo procede de un modo análogo, pero en un grado menor: no define a Dios en función del drama humano, o sea partiendo de la contingencia, pero establece, sin embargo, la relación casi absoluta entre Dios y su pueblo: Dios es «Dios de Israel», la simbiosis es inmutable. Esto no impide que Dios sea Dios, y el hombre sea el hombre; no hay ni «Dios humano» ni «hombre divino».

Sea lo que fuere, la reciprocidad planteada por el cristianismo es metafísicamente transparente, y lo es necesariamente, so pena de ser un error. Indiscutiblemente, desde el momento en que constatamos la existencia de la contingencia o de la relatividad, debemos saber que el Absoluto se interesa por ella de una manera o de otra, es decir, en primer lugar, que la contingencia debe encontrarse prefigurada en el Absoluto y que, a continuación, éste debe reflejarse en la contingencia; éste es el esquema ontológico de los misterios de la Encarnación y de la Redención. El resto es cuestión de modalidad: el cristianismo propone, por una parte, la oposición abrupta entre la «carne» y el «espíritu», y, por otra -y éste es su lado esotérico-, su opción por la «interioridad» contra la exterioridad de las prescripciones legales y contra la «letra que mata». Además, opera con ese sacramento central y profundamente característico que es la Eucaristía: Dios ya no se limita a promulgar una Ley, sino que desciende a la tierra y se hace Pan de vida y Bebida de inmortalidad.

Con respecto al judaísmo, el cristianismo posee un aspecto de esoterismo por tres elementos: la interioridad, la caridad casi incondicional y los sacramentos. El primer elemento consiste en desdeñar más o menos las prácticas exteriores y en acentuar la actitud interior: se trata de adorar a Dios «en espíritu y en verdad»; el segundo elemento corresponde al ahimsa hindú, el «no perjudicar», que puede llegar hasta renunciar a nuestro derecho, o sea a salir deliberadamente del engranaje de los intereses humanos y de la justicia social: es ofrecer la mejilla izquierda al que ha golpeado la derecha, y dar siempre más de lo que se debe. El Islam marca un retorno al «realismo» mosaico, al tiempo que integra a Jesús en su perspectiva a título de profeta de la «pobreza» sufí. Sea lo que fuere, el propio cristianismo, a fin de poder asumir la función de religión mundial, tuvo que atenuar su rigor original y presentarse como un legalismo socialmente realista, hasta cierto punto al menos.

*

Si «Dios se ha hecho hombre», o si el Absoluto se ha hecho contingencia, o si el Ser necesario se ha hecho ser posible, si esto es así, se concibe el significado de un Dios que se ha hecho pan y vino y que ha hecho de la comunión una condición sine quia non de la salvación; no la única condición, sin duda, pues la comunión exige la práctica casi permanente de la oración, que Cristo ordena en su parábola del juez inicuo y cuya importancia destaca San Pablo al exhortar a los fieles a «orar sin cesar». Se puede concebir un hombre que, impedido de comulgar, se salve solamente por la oración, pero no se puede concebir un hombre que se viera impedido de rezar y se salvara por el solo hecho de comulgar; de hecho, algunos de los mayores santos, al principio del cristianismo, vivían en soledad sin poder comulgar, al menos durante varios años. Lo que se explica por el hecho de que la oración está por encima de todo y de que contiene, pues, a su manera la comunión, y necesariamente, puesto que en principio llevamos en nosotros mismos todo lo que podemos obtener de fuera: «El reino de Dios está dentro de vosotros». Los medios son relativos; nuestra relación fundamental con el Absoluto no puede serlo.

En lo que respecta al rito eucarístico, nos parece legítima la precisión siguiente: el pan parece significar que «Dios entra en nosotros», y el vino, que «nosotros entramos en Dios»; presencia de gracia, por una parte, y extinción unitiva, por otra. Dios es el Sujeto absoluto y perfecto que, o bien entra en el sujeto contingente e imperfecto, o bien asimila a éste liberándolo de las trabas de la subjetividad objetivada, exteriorizada y por ello vuelta paradójicamente múltiple. Se podría decir también que el pan se refiere más particularmente a la salvación, y el vino a la unión, lo que evoca la distinción antigua entre los pequeños y los grandes misterios (1).

En la Eucaristía, el Absoluto -o el divino SI (2)- se ha hecho Alimento; en otros casos se ha hecho Imagen o Icono, y en otros todavía, Palabra o Fórmula: es todo el misterio de la asimilación concreta de la Divinidad mediante un símbolo propiamente sacramental, visual, auditivo o de otro tipo. Uno de estos símbolos, e incluso el más central, es el propio Nombre de Dios, quintaesencia de toda oración, ya sea un Nombre de Dios en sí o un Nombre de Dios hecho hombre (3). Los hesicastas quieren que «el corazón beba el Nombre a fin de que el Nombre beba el corazón»; o sea el corazón «licuado», que, por efecto de la «caída», estaba «endurecido», y de ahí la comparación frecuente del corazón profano con una piedra. «A causa de la dureza de vuestro corazón, él (Moisés) escribió para vosotros este precepto». Cristo quería crear un hombre nuevo, mediante su cuerpo sacrificial de Hombre-Dios y a partir de una antropología moral particular. Especifiquemos que una posibilidad de salvación no se manifiesta porque sea necesariamente mejor que otra, sino porque, siendo posible precisamente, no puede dejar de manifestarse; como dijo Platón, y después de él San Agustín, está en la naturaleza del Bien el querer comunicarse.

El misterio del Icono no carece de relación con el de la Eucaristia; también aqui se trata de una materialización de lo celestial y por lo tanto de una asimilación sensible de lo espiritual. Quintaesencialmente, el cristianismo posee dos Iconos, la Santa Faz y la Virgen con el Niño, cuyos prototipos son, para el primer icono, el Santo Sudario y, para el segundo, el retrato de María pintado por San Lucas. De estas dos fuentes brotan, simbólicamente hablando, todas las demás imágenes sagradas, para llegar a esas cristalizaciones litúrgicas que son el iconostasio bizantino y el retablo gótico. Hay que mencionar también el crucifijo -pintado o esculpido-, en el que un símbolo primordial se combina con una imagen más tardía. Añadamos que la estatuaria -ajena a la Iglesia de Oriente- está más cerca de la arquitectura que de la iconografía propiamente dicha (4).

*

«Dios hecho hombre»: es el misterio de Jesús, pero es también, y por eso mismo, el de María; pues, humanamente, Jesús no tiene nada que no haya heredado de su Madre, a la que con razón se ha llamado «Corredentora» y «la divina Maria». Por eso el Nombre de Maria es como una prolongación del de Jesús; sin duda, la realidad espiritual de Maria está contenida en Jesús -lo inverso es cierto igualmente-, pero la distinción de los dos aspectos tiene su razón de ser; la síntesis no excluye el análisis. Si Cristo es «la Vía, la Verdad y la Vida», la Virgen Santísima, que está hecha de la misma substancia, posee gracias que facilitan el acceso a estos misterios, y es a ella a quien se aplica en primer lugar esta frase de Cristo: «Mi yugo es dulce y mi fardo, ligero».

Se podría decir que el cristianismo no es a priori determinada verdad metafísica, sino Cristo, y es la participación en Cristo mediante los sacramentos y mediante la santidad. Siendo esto así, no escapamos de la Realidad divina quintaesencial: en el cristianismo, como en toda religión, hay fundamentalmente dos cosas que considerar, abstracta y concretamente: el Absoluto, o lo absolutamente Real, que es el Sumo Bien y que da sentido a todo; y nuestra consciencia del Absoluto, la cual debe convertirse para nosotros en una segunda naturaleza y la cual nos libera de los meandros, los callejones sin salida y los abismos de la contingencia. El resto es cuestión de adaptación a las necesidades de determinadas almas y determinadas sociedades; pero las formas tienen también su valor intrínseco, pues la Verdad quiere la belleza, tanto en los velos como en la última Beatitud.

*

La metafísica intrínsecamente cristiana, no helenizada, se expresa mediante las frases iniciales del Evangelio de San Juan: «Al principio era el Verbo». Se trata, con toda evidencia, no de un origen temporal, sino de una prioridad principial, la del Orden divino, al que el Intelecto universal -el Verbo- pertenece al tiempo que forma parte de la Manifestación cósmica, de la que es el centro a la vez transcendente e inmanente. «Y el Verbo estaba con Dios»: desde el punto de vista de la Manifestación, precisamente, el Logos se distingue del Principio al tiempo que, por su esencia, está «con» él. «Y el verbo era Dios»: desde el punto de vista del Orden divino, el Logos no es distinto del Principio; la distinción entre las dos naturalezas de Cristo refleja la inevitable ambigüedad de la relación Âtmâ-Mâyâ. «Todas las cosas fueron hechas por Él»: no hay nada creado que no esté concebido y prefigurado en el Intelecto divino. «La luz resplandeció en las tinieblas, y las tinieblas no la comprendieron»: está en la naturaleza de Âtmâ el penetrar en Mâyâ, y está en la naturaleza de cierta Mâyâ el resistírsele (5), sin lo cual el mundo dejaría de ser el mundo; y «es necesario que el escándalo llegue». La victoria de Cristo sobre el mundo y la muerte reproduce o anticipa la victoria en sí intemporal del Bien sobre el Mal, o de Ormuzd sobre Ahrimán, victoria ontológicamente necesaria porque resulta de la naturaleza del propio Ser, a pesar de las apariencias iniciales contrarias. Las tinieblas, incluso ganando, pierden; y la luz, incluso perdiendo, gana; Pasión, Resurrección, Redención.

NOTAS

l. En un sentido más general, diremos que los sacramentos cristianos son exotéricos para los exoteristas y esotéricos o iniciáticos para los esoteristas; en el primer caso buscan la salvación sin más, y en el segundo, la unión mística.

2. El Principio Supremo, desde el momento en que se hace interlocutor hacia el hombre, entra en la relatividad cósmica por el hecho mismo de su personificación; no por ello deja de ser el Absoluto con respecto al hombre, salvo desde el punto de vista del Intelecto puro.

3. Citemos a San Bernardino de Siena, gran promotor -hoy olvidado- de la invocación del Nombre de Jesús: «Poned el Nombre de Jesús en vuestras casas, en vuestras habitaciones y conservadlo en vuestros corazones». -«La mejor inscripción del Nombre de Jesús es la del corazón, después la de la palabra y finalmente la del símbolo pintado o esculpido». «Todo lo que Dios ha creado para la salvación del mundo está oculto en el Nombre de Jesús: toda la Biblia, desde el Génesis hasta el último Libro. La razón de ello es que el Nombre es origen sin origen… El Nombre de Jesús es tan digno de alabanza como Dios mismo».

4. El judaísmo y el Islam, que proscriben las imágenes, las sustituyen en cierto modo por la caligrafía, expresión visual del discurso divino. Una página iluminada del Corán, o un nicho de oración adornado con arabescos, son «Iconos abstractos».

5. Se trata aqul de la dimensión negativa propia de la Mâyâ infracelestial, que está hecha de oscuridad en la medida en que se aleja del Principio, y de luz en la medida en que manifiesta aspectos de Él. Es la esfera de la imperfección y la impermanencia, pero también del teomorfismo potencialmente liberador, mientras que la Mâyâ celestial es la esfera de los arquetipos y las hipóstasis.

A PROPOSITO DE FRITHJOF SCHUON

A PROPOSITO DE FRITHJOF SCHUON
(1907-1998)
JEAN-PIERRE LAURANT
Sophia, The Journal of Traditional Studies, vol. 4, Number 2, Winter 1998, Oakton (E.U.); Vers la Tradition, Nº 74, décembre 1998 ? Janv.-Fév. 1999 (Châlons-en-Champagne); Connaissance des religions, hors série, mai 1999 (Vogüé) y algunos dossiers de la Internet (en inglés y francés).
No es habitual el encontrar en Politica Hermetica artículos necrológicos y la audiencia internacional de F. Schuon no constituye la razón principal de este análisis sino la importancia de las relaciones triangulares, que su persona y su trabajo han suscitado, entre: musulmanes de origen, “esoteristas” europeos y americanos. La obra de Schuon, enraizada en la de Guénon, además de los debates con su maestro, la evolución “desde todas partes” de grupos que se le declaran afines, suscitan debates interesantes y a la vez delicados para aquellos que quieren mantenerse en la visión tradicional del mundo expuesta por Guénon, después de la Primera Guerra mundial. ¿De qué se compone esta Tradición una y universal?, ¿Cómo se transmite y por qué signos se la reconoce? A estos interrogantes se añade el de la regla de vida, es decir, ¿cómo pone uno su vida en conformidad con sus aspiraciones espirituales? ¡A fuerza de no vivir como se piensa se acaba por pensar como se vive! 
Impulsados por esta necesidad, son numerosos aquellos que se han comprometido en las vías de la “realización espiritual” y que encontrándose en un recodo del camino con la piedra con la que el pie tropieza. A partir de ahí las reacciones difieren según la herencia cultural, religiosa y el entorno cotidiano: las diferencias de apreciación de estos documentos sobre un hombre fuera de lo común lo testimonian. 

Sophia, publicada por una “Fundación para los estudios tradicionales” en Estados Unidos, está presidida por Seyyed Hossein Nasr, antiguo profesor en la Universidad de Teherán y actualmente funcionario en la Universidad George Washington: a su lado Huston Smith, igualmente universitario y uno de los guías de la corriente tradicionalista americana bajo la forma particular de la que ésta se reviste al otro lado del Atlántico, en el “perennialism”; escritores como James Cutsinger o el hijo de Ananda Coomaraswamy, Rama, de religión católica se inscriben igualmente en esta corriente. Es S. H. Nasr quien ha dirigido este número in memoriam presentando a Schuon bajo su nombre islámico de Isa Nur al-Din (Aïssa en trascripción francesa, es decir Jesús) y su título de Sheikh de la tariqah shadiliyya/alawiyya/maryamiyya, en reconocimiento de la legitimidad de su función (que es puesta en entredicho por otros) y de su vínculo con la prestigiosa cofradía shadiliyya. La mención de la maryamiyya (del nombre de la Virgen María) es aún más importante puesto que se trata de una creación del propio Schuon, como beneficiario de visiones de la Virgen María, que le otorgan una investidura directa del cielo. Como su nombre de Seyyed indica, el Sr. Nasr se inscribe en la genealogía del profeta, lo que da una cierta fuerza a sus razonamientos, fundados en la legitimidad de la transmisión. La presencia en este número de compañeros de Guénon en el Cairo, Martin Lings y Whitall N. Perry, es igualmente importante en la medida en que las dificultades que aparecieron entre Guénon y Schuon y que desembocaron en una cuasi ruptura no rompieron los vínculos con este último. Los contactos privilegiados entre Guénon y el mundo anglosajón se mantuvieron de forma natural con la inmigración de Schuon y su grupo a Bloomington en los EEUU en 1981. A los recuerdos personales de Lings, que es por otra parte el biógrafo del Sheikh Alawi, se suman los de Perry que rememora su partida del Cairo a raíz de la muerte de Guénon, perdiendo todo sentido su presencia en el nuevo contexto político egipcio. 

El papel del maestro de la Maryamiyya en América latina, en la espiritualidad hindú y en las tradiciones de los indios de América del norte es también comentado. En conjunto no se centra en una argumentación teórica; se trata más bien de un estudio hagiográfico fundado en la idea de que “se reconoce al árbol por sus frutos” y que los resultados espirituales son los que demuestran la santidad del que los dispensa. Las mezclas tradicionales son presentadas como inscribiéndose de forma natural en la tolerancia islámica, apta para integrar el conjunto de la enseñanza esotérica tradicional. Cuestión de discernimiento. 

Vers la Tradition, por el contrario, desarrolla la tesis de la ruptura, abriendo su número con una “entrevista con Khaled Bentounès, Sheikh de la tariqah alawyya” que insiste en la ausencia de vínculo entre el grupo de Schuon y la tariqah madre a partir de 1954; hay pues ruptura en la “silsilah”, la cadena de la transmisión, esencial en el universo de las cofradías. Para el Sheikh Bentounès, la obra de Schuon no es despreciable, pero lo considera un maestro de pensamiento y no un guía espiritual. Federico González, por su parte, marca las distancias entre las obras de Guénon y las de Schuon y a la vez Nikos Vardikhas subraya el carácter heterodoxo de ciertas posturas de este último sobre el cristianismo. Charles-André Gilis había abierto el número con una presentación puramente hagiográfica igualmente de la “función de René Guénon”. 

A otro nivel se sitúan las críticas formuladas en algunas direcciones de Internet a partir de 1998, especialmente las de Mark Koslow, un allegado al grupo de Bloomington, en lengua inglesa, y después por Dominique Devie en francés quienes han hecho públicas las sospechas y las acusaciones nacidas en torno al tema de la “desnudez sagrada” de las ceremonias de los Indios de las llanuras. Si por un lado la poca rigidez de fronteras entre Universidades, Iglesias y grupos religiosos minoritarios pudo ayudar a las posturas de Schuon en los EEUU, la fragilidad de estructuras y la sensibilidad de la opinión pública se volvieron contra él. Lo que en Francia habría podido derivar en sospechas sobre el carácter “sectario”, o sobre el posible uso político de sus posiciones, en América acabó todo en una cuestión de moralidad. La interrupción de la que se benefició Schuon sembró sin embargo dudas en un cierto número de sus discípulos europeos y recondujo el debate en sus vías normales. 

Connaissance des Religions ha intentado una aproximación más equilibrada, retomando una parte de los testimonios de Sophia y atacando los problemas de fondo con Patrick Laude sobre la naturaleza del esoterismo de Schuon y S. H. Nasr en cuanto a sus relaciones con el Islam. Jean-Baptiste Aymard ofrece una larga biografía muy interesante sobre la juventud del futuro iniciado, seguida de un análisis grafológico de Mark Perry. Equilibrio entre los testimonios contradictorios: el de Swami Ramdas por un lado, hablando de “una visita a un santo sufí” y el de Ch.-A. Gilis reprochando a Schuon no haber “respetado las conveniencias” con su maestro Guénon. 

En resumen, el vigor de las reacciones demuestra la importancia creciente de lo que está en juego en torno al esoterismo. 

DIMENSIONES DE LA ORACION

DIMENSIONES DE LA ORACION

FRITHJOF SCHUON

El hombre debe encontrar a Dios con todo lo que es, pues Dios es el Ser de todo; éste es el sentido de la exhortación bíblica de amar a Dios «con todas nuestras fuerzas».

Ahora bien, una de las dimensiones que caracterizan de facto al hombre es que éste vive hacia el exterior y tiende, además, a los placeres; ahí están su exterioridad y su concupiscencia. Debe renunciar a ambas frente a Dios pues, en primer lugar, Dios está presente en nosotros mismos y, en segundo lugar, el hombre debe poder encontrar el goce dentro de sí mismo y con independencia de los fenómenos sensoriales.

Pero todo lo que acerca a Dios tiene precisamente por ello su beatitud; elevarse, al rezar, por encima de las imágenes y los ruidos del alma es una liberación a través del Vacío divino y la Infinitud; esta es la estación de la serenidad.

Es verdad que los fenómenos exteriores, por su nobleza y su simbolismo -o su participación en los arquetipos celestiales-, pueden tener una virtud interiorizadora, y todo puede ser bueno a su debido tiempo; esto no quita que el desapego deba realizarse, pues, si no, el hombre no tiene derecho a la exterioridad legítima y cae en una exterioridad seductora y en una concupiscencia mortal para el alma. Del mismo modo que el Creador por su trascendencia es independiente de la creación, al igual el hombre debe ser independiente del mundo con miras a Dios. Es esa prerrogativa del hombre que es el libre albedrío; sólo el hombre es capaz de resistir a sus instintos y deseos. Vacare Deo.

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Otro privilegio del hombre es el pensamiento racional y la palabra; esta dimensión debe por consiguiente actualizarse con ocasión de ese encuentro con Dios que es la oración. El hombre no se salva sólo por la abstención del mal, se salva también, y a fortiori, por el cumplimiento del Bien; y la mejor de las obras es la que tiene a Dios como objeto y a nuestro corazón por agente: el «recuerdo de Dios».

La esencia de la oración es la fe, la certeza por tanto; el hombre la manifiesta, precisamente, mediante el discurso, o el llamamiento dirigido al Sumo Bien. La oración, o la invocación, equipara la certeza de Dios y de nuestra vocación espiritual.

La acción vale por la intención; es evidente que no debe haber en la oración ninguna intención teñida de ningún tipo de ambición; debe estar pura de cualquier vanidad mundana, so pena de provocar la cólera del Cielo.

La oración con intención pura no aprovecha sólo al que la cumple, sino que irradia asimismo alrededor de él, y en este aspecto es un acto de caridad.

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Todo hombre va en busca de la felicidad; es otra dimensión de la naturaleza humana. Ahora bien, no hay felicidad perfecta fuera de Dios; cualquier felicidad terrenal tiene necesidad de la bendición del Cielo. La oración nos pone en presencia de Dios, que es pura Beatitud; si tenemos conciencia de ello, encontraremos en ella la Paz. Bienaventurado el hombre que tiene el sentido de lo Sagrado y que abre así su corazón a este misterio.

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Otra dimensión de la oración se deriva del hecho de que, por una parte, el hombre es mortal y, por otra, tiene un alma inmortal; debe pasar por la muerte y, sobre todo, debe preocuparse de la Eternidad, que está en las manos de Dios.

En este contexto, la oración será al mismo tiempo una llamada a la Misericordia y un acto de fe y de confianza.

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El atributo fundamental del hombre es una inteligencia capaz de conocimiento metafísico; en consecuencia, esta capacidad determina necesariamente una dimensión de la oración, que entonces coincide con la meditación; su tema es, primero, la realidad absoluta del Principio Supremo y, después, la no realidad -o la realidad relativa- del mundo que lo manifiesta.

El hombre, sin embargo, no debe utilizar intenciones que estén por encima de su naturaleza; si no es metafísico, no debe creerse obligado a serlo. Dios ama tanto a los niños como a los sabios; y Él ama la sinceridad del niño que sabe seguir siendo niño.

Es decir, hay en la oración dimensiones que se imponen a todo hombre, y otras de las que puede desentenderse, por expresarnos así; pues lo que es importante en esta confrontación no es que le hombre sea grande o pequeño sino que se mantenga sinceramente frente a Dios. Por una parte, el hombre es siempre pequeño frente a su Creador; por otra, siempre hay grandeza en el hombre cuando se dirige a Dios; y, en el fondo, cualquier cualidad y mérito pertenecen al Sumo Bien.

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Hay una dimensión de la oración meditativa, hemos dicho, cuyo tema es la realidad absoluta del Principio; y después, correlativamente, la no realidad -o la menor realidad- del mundo, que lo manifiesta.

Pero no basta con saber que «Brahma es la realidad y el mundo es la apariencia»; es necesario igualmente saber que «el alma no es sino Brahma». Esta segunda verdad nos recuerda que podemos, si nuestra naturaleza lo permite, tender hacia el Principio Supremo no sólo de modo intelectual sino también de modo existencial; lo que proviene del hecho de que no sólo poseemos la inteligencia capaz de conocimiento objetivo sino también la conciencia del yo, que es capaz en principio de unión subjetiva. Por un lado, el ego está separado de la Divinidad inmanente debido a que es manifestación y no Principio; por otro, no es sino el Principio en la medida en que éste se manifiesta, del mismo modo que el reflejo del sol en un espejo no es el sol pero, sin embargo, «no es distinto de él» en la medida en que aquél -el reflejo- es la luz solar y nada más.

Consciente de esto, el hombre no cesa de mantenerse ante Dios, que es transcendente e inmanente al mismo tiempo; y es Él, y no nosotros, quien decide la amplitud de nuestra conciencia contemplativa y el misterio de nuestro destino espiritual. Sabemos que conocer a Dios unitivamente significa que Dios mismo se conoce en nosotros; pero no podemos saber en qué medida Él quiere realizar en nosotros esta divina Conciencia de Sí; y no tiene importancia que lo sepamos o no. Somos lo que somos, y todo está en manos de la Providencia.

MISTERIOS CRÍSTICOS Y VIRGINALES

MISTERIOS CRÍSTICOS Y VIRGINALES
FRITHJOF SCHUON
En nuestro libro sobre la unidad trascendente de las religiones (1), hemos explicado la función central de la invocación del Nombre divino que consideramos como el vehículo por excelencia de la realización espiritual; y hemos mostrado que esta invocación, en el mundo cristiano, es la del divino Nombre de Jesús, así como lo atestigua la Tradición eclesiástica que, como se sabe, no tiene menos autoridad que la Escritura. Algunos podrían, en efecto, estar tentados de objetar que la invocación del Nombre de Jesús no tiene fundamento escriturario; pero la institución del sacramento de la confirmación no se encuentra tampoco en los Textos sagrados, y si bien es verdad que la confirmación se encuentra al menos mencionada en los Escritos apostólicos, la misma referencia sirve en lo que concierne a la invocación. El hecho de que esta, como la otra, se funden, no en la Escritura, sino en la Tradición indica además una relación profunda, en el sentido en que estos dos medios de gracia revelan de manera semejante los «Grandes Misterios», no obstante el hecho de que el Cristianismo, integralmente esotérico e iniciático en el origen y por definición, ha debido realizar una aplicación integralmente exotérica (2); en otros términos, el Cristianismo no comporta nada que no haya sido englobado en esta aplicación, lo que no impide de ninguna manera que todos los medios de gracia hayan guardado, en ellos mismos, su sentido y su eficacia estrictamente iniciáticas. Si es indiscutible, como lo enseñan los Sufis, que Cristo no ha aportado exoterismo (sharî’ah), sino únicamente un esoterismo (haqîqah), es por otra parte también totalmente indiscutible que el Cristianismo es una religión, es decir una institución teniendo de hecho, si no de principio, un carácter exotérico; la verdad está por lo tanto en la justa combinación de estos dos axiomas. El carácter aparentemente contradictorio del Cristianismo es necesario y providencial; desde el momento en que debía constituirse en tradición independiente, tenía necesidad de una aplicación que tuviera en cuenta todas las posibilidades humanas; pero siendo enteramente de esencia iniciática -sin lo cual se identificaría con la Ley mosaica (3)- debía extender esta aplicación a todos sus contenidos, tanto si estos se refieren a los «Grandes» como a los «Pequeños Misterios». Pero esta «traducción» a un modo más exterior -y ella constituye en cierta manera una «profanación» voluntaria a la cual condesciende la Divinidad, a título excepcional y en el sentido de un «mal menor»-, esta traducción no impide en absoluto, lo repetimos, que los medios de gracia permanezcan siendo lo que ellos son por definición; todo será cuestión de interpretación y de método (4).
El Cristianismo -al que podríamos llamar provisionalmente una «religión iniciática» (5) si no fuera una contradicción en los términos- establece muchas veces, o en toda ocasión, la distinción entre los «Grandes» y los «Pequeños Misterios»(6): por ejemplo, si está fuera de duda que el Bautismo confiere la virtualidad del estado primordial, y por tanto edénica, puesto que lava del «pecado original» que es precisamente lo que separa al hombre de este estado, el complemento de este rito será la Confirmación que, ella, confiere la virtualidad del estado crístico, y por lo tanto supremo: ella da en efecto una plenitud del Espíritu Santo y vuelve «firme» (firmus) (7) para la travesía del mundo de la muerte con vistas a la «Vida eterna», que es la «salvación», en el sentido total del termino tanto como en el sentido cósmico y relativo. Como la invocación del Nombre salvador de Jesús, -practica que en la Iglesia latina a tomado la forma del Rosario y también la de las letanías-, la Confirmación no es estrictamente indispensable, y hay ahí todavía un indicio del hecho de que estos dos medios de gracia se refieren directamente a los «Grandes Misterios».
L Eucaristía es incontestablemente el medio de gracia de alguna manera «central» del Cristianismo; ella debe por lo tanto expresar integralmente lo que caracteriza a este último, y ella lo hace recapitulando, no solamente el Misterio crístico como tal, sino también su doble aplicación a los «Grandes» y los «Pequeños Misterios»: el Vino corresponde a los primeros y el Pan a los segundos, y esto está marcado no solamente por las naturalezas respectivas de las Santas Especies, sino también por los hechos simbólicos siguientes: el milagro del pan es «cuantitativo» en el sentido de que Cristo ha multiplicado aquello que existía ya, mientras que el milagro del vino es «cualitativo», dado que Cristo ha conferido al agua una cualidad que ella no tenía, a saber, la del vino; o también: el cuerpo del Redentor crucificado debió de ser atravesado con el fin de que la sangre pudiera salir de él; la sangre representa así el aspecto interior del sacrificio, lo cual además se encuentra también subrayado por el hecho de que la sangre es líquida mientras que el cuerpo es solido; el cuerpo de Cristo tuvo que ser atravesado porque, para hablar el lenguaje de Maestro Eckhart, «si quieres la semilla, debes romper la cáscara». El agua que salió del flanco de Cristo y que prueba la muerte es como el aspecto negativo del alma transmutada: es la «extinción» que acompaña o precede, según el punto de vista, la plenitud beatífica de la sangre crística; es la «muerte» que preceda a la «Vida», y que es como la prueba extrínseca de ella (8).
La aplicación propiamente religiosa de la iniciación crística implica que los «Grandes Misterios» sean prácticamente reducidos a los «Pequeños», de ahí la confusión inevitable de las Especies eucarísticas: estas idénticas en el sentido de que el Vino contiene todo lo que contiene el Pan, de manera que el «error», que más bien es una «simplificación», solo se refiere a la consideración de los «Grandes Misterios» que el exoterismo excluye precisamente. Sea como fuere, el Misterio eucarístico es único en su esencia, como la Redención es única, y la distinción que acabamos de mencionar no concierne más que a los «grados» de un mismo conjunto de Gracias; y si, en el Cristianismo, la distinción entre las dos grandes categorías de «Misterios» se encuentra reducida a un minimum en el sentido de que no es concebida más que en función de una Gracia única -pero comportando grados, conforme a las diversas posibilidades humanas- es así porque el Cristianismo no es, ni esencialmente una vía de mérito (como el Judaísmo), ni esencialmente una vía de Conocimiento (como el Vedantismo), sino antes que nada una vía de Gracia o de Amor.
Antes de ir más lejos, diremos todavía esto: se podría definir la diferencia entre el Bautismo y la Confirmación diciendo que el primero tiene una función negativa -o «negativamente positiva»- puesto que «levanta» el estado de caída -mientras que el segundo sacramento tiene una función puramente positiva en el sentido de que «da» una luz y una potencia divinas; y subrayemos también que el Bautismo se hace con agua y puede ser conferido, en principio, por todo hombre o casi, mientras que la Confirmación se hace -aparte de la imposición de las manos- con el aceite bendito y no puede ser conferida más que por un obispo, lo cual marca todavía la distinción por todo presente entre los dos géneros de «Misterios». Por lo que respecta a la Eucaristía, o más precisamente a la Comunión, ella tiene de particular que es a la vez una iniciación y un medio de método espiritual: ella no es, hablando con propiedad, ni puramente un medio de «transmisión» (análogo al diksha hindú), ni puramente un medio de «realización» (análogo al mantra), sino que tiene algo de los dos a la vez; en la medida en que puede ser considerada como un medio de método, tiene un carácter «receptivo», y por lo tanto «pasivo», que llama, al menos desde el punto de vista estrictamente iniciático a la intervención de un medio complementario, «activo» este, a saber, la invocación del Nombre divino y salvador de Jesús.
Según san Dionisio el Areopagita, el Bautismo, la Eucaristía y la Confirmación se refieren respectivamente a las vías de «purificación», de «iluminación» y de «perfección» (9); según otros, la «iluminación» es puesta en relación con el Bautismo, lo que con toda evidencia no contradice la perspectiva precedente, puesto que toda iniciación «ilumina» por definición, y puesto que el Bautismo corresponde a la iluminación concerniente a los «Pequeños misterios»; todo sacramento o «misterio» tiene aspectos múltiples, pero estas son cuestiones sobre las cuales no podemos extendernos aquí.

2
De todo lo que acabamos de expresar, se desprende -siempre con referencia al Cristianismo- el doble principio siguiente: lo que no tiene ninguna naturaleza esotérica o iniciática no podría ser crístico; lo que no está «fijado» en virtud de una aplicación exotérica -posible por definición en este caso(11)- corre el riesgo de perderse. Es por eso que el Nombre de Jesús, cuya práctica es esencial para los «Grandes Misterios», ha sido «incrustado», por así decirlo, en el Rosario, -es la gran obra de santo Domingo- o más precisamente en el Ave que es su substancia. (12).
En el Rosario latino, -la «Oración de Jesús» de la Iglesia de Occidente,- encontramos una vez más la distinción, por todo presente en el Cristianismo, entre los «Grandes» y los «Pequeños Misterios»: a los primeros e refiere el Ave, y a los segundos la Oración dominical; o también, en el Ave misma, el Nombre de Jesús se refiere a los primeros, y el de María a los segundos. El Nombre de la Virgen es, esotéricamente hablando, un «Nombre divino», pero que tiene la particularidad de que está indisolublemente ligado al divino Nombre de Jesús y no aparece mas que en función de este, exactamente como el «Loto», en la formula búdica Om Mani Padme Om, no aparece mas que en función de la «Joya» (el Buda) (13); se puede por lo tanto decir que la excelencia del Ave reside en el Nombre del Verbo que se encuentra ahí incluido como la «Joya» en el «Loto»; y, añadiremos nosotros, esta complementariedad se explica por el hecho de que se trata, en los dos casos, de una manifestación directa del Verbo.
La Oración dominical, que abre el Rosario, es la plegaria más excelente de todas, puesto que  tiene como autor a Cristo; ella es, por consiguiente, más excelente en tanto que oración, que el Ave, y es por esto que es la primera plegaria del Rosario. Pero el Ave es más excelente que la Oración dominical en tanto que contiene el Nombre de Cristo, que se identifica misteriosamente con Cristo mismo, ya que «Dios y su Nombre son idénticos»; ahora bien Cristo es más que la Oración que él ha enseñado, el Ave, conteniendo a Cristo por su Nombre, será entonces más que esta Oración; es por esta razón que las recitaciones del Ave son mucho más numerosas que las del Pater, y que el Ave constituye, con el Nombre del Verbo que ella contiene, la substancia misma del Rosario. Lo que acabamos de enunciar viene a decir que la plegaria del «servidor» dirigida al «Señor» corresponde a los «Pequeños Misterios», -y recordamos que estos conciernen a la realización del estado edénico o primordial, y por lo tanto a la plenitud del estado humano-, mientras que el Nombre mismo de Dios corresponde a los «Grandes Misterios», cuya finalidad está más allá de todo estado individual.
Desde el punto de vista microcósmico, «María» es el alma en estado de «gracia santificante», cualificada para recibir la «Presencia real»; «Jesús» es el germen divino, la «Presencia real» que debe operar la transmutación del alma, a saber la universalización de ésta, o su reintegración en lo Divino (14). «María» -como el «Loto»- es «superficie» o también «horizontal»; «Jesús» – como la «Joya»- es «centro» y desde el punto de vista dinámico, «vertical», «Jesús» es Dios en nosotros, Dios que nos penetra, nos transfigura y nos absorbe; que nos reduce, por una parte a nuestro prototipo divino, -a saber tal «Aspecto», tal «Nombre», tal -«Emanación» o «Energía» de Dios- y por otra parte a la Esencia divina, a la Divinidad como Tal.
Finalmente todavía debemos decir esto: la «deificación» comporta tres estaciones sucesivas: la purificación, la perfección, la unión. Es a estas tres estaciones a las que se relacionan respectivamente el Pater, que pide el perdón de las «ofensas», el Ave que contiene el Nombre de María, quintaesencia de toda perfección individual, y el Nombre de Jesús, que confiere la Substancia divina; es también a estas tres estaciones que se refieren las formulas del rosario musulmán (wird): la petición de perdón (istighfâr), el Nombre del Profeta (contenido en la «oración sobre el Profeta», çalât alan-Nabi), y el Nombre de Dios (contenido en la shahâdah); el Nombre del Profeta como el de la Virgen -actualiza las perfecciones virtualmente inherentes a la individualidad humana, siendo esta hecha «a la imagen de Dios», y el Nombre de Ala -como el de Jesús, Su Verbo- actualiza la divinidad potencialmente inherente a toda criatura, y virtualizada por la Confirmación.

3
Los «Misterios gozosos» conciernen a la «Presencia real» de lo Divino en lo humano, concebida en un sentido iniciático y sacramental; los «Misterios dolorosos», describen el «aprisionamiento» redentor de lo Divino en lo humano, la profanación inevitable de la «Presencia real» por las limitaciones humanas; los «Misterios gloriosos» finalmente se relacionan con la victoria de lo Divino sobre lo humano, con la liberación del alma por el Espíritu.
la Encarnación es, iniciáticamente, la entrada de Dios en el hombre, tal como tiene lugar en los sacramentos que confieren el Espíritu Santo o a Cristo; Dios ha devenido verdadero hombre, con el fin de que el hombre devenga Dios. La Visitación es la conformidad del alma a la «Presencia real»; la consciencia que tiene el hombre de «llevaren si» a la Divinidad; la concentración devocional y gozosa de todo el ser sobre el «Germen divino». El Nacimiento es la invocación del Nombre salvador, es decir lo que actualiza la virtualidad espiritual implicada en la «Presencia». Viene a continuación la Presentación: el hombre, purificado y santificado por esta Presencia de Dios, no cesa de considerarse como un simple hombre, y permanece siempre consciente, a pesar de los arrobamientos de la Gracia, de sus límites de criatura, y también de los límites que comporta el soporte divino -el Nombre- en su «materialidad» (15). Y el Encuentro: tras la «sequedad» en la cual el Nombre divino ha dejado al alma, se revela a ella como la fuente misteriosa de toda sabiduría.
En cuanto a los «Misterios dolorosos», la Agonía (en el huerto de los Olivos) es el olvido de la «Presencia real», la negligencia del «Germen divino», la somnolencia y falta de vigilancia, subrayada además por el sueño de los discípulos. La Flagelación: son las acciones incompatibles con esta divina Presencia; es la «disipación». La Coronación de Espinas: es la vanidad humana, su tendencia a atribuirse las glorias que no pertenecen más que a Dios; es el error de extraer vanidad de la Gracia. Antes de ir más lejos, debemos responder a una objeción posible, a saber, que esta interpretación -que se impone a nosotros porque está en la naturaleza de las cosas- no hace participar al contemplativo en los sufrimientos de Cristo; pero este reproche es injustificado, puesto que los defectos enumerados llaman a las virtudes que, ellas implican por definición mortificaciones y redibujan así los sufrimientos del Verbo hecho carne; así, la corona de espinas -inflingida a Cristo en un cierto sentido por la vanidad humana- deviene para el contemplativo la abnegación, el olvido de si, la atribución de toda gloria a Dios. Es necesario entonces, por una parte realizar en si mismo la Pasión de Cristo, y por otra parte evitar infligírsela; en otras palabras, quien evita a Cristo (microcósmico, interior) la Pasión, debe tomarla sobre si (en el mismo sentido), y quien no la toma sobre si, la inflinge a Cristo. La Cruz a cuestas tiene, ella también, un sentido microcósmico: Jesús, vehículo de la Gracia redentora, se carga del peso de nuestra ignorancia, de nuestro individualismo; es el Nombre divino que absorbe y anula en Su Infinitud, las miserias humanas, y purifica así el corazón del hombre por la visión beatífica. Y la Crucifixión: es el deseo, la pasión que «crucifica » a la «Presencia real» y que inmoviliza la «vida» de esta.
En cuanto a los «Misterios gloriosos», la Resurrección es la consciencia de que solo lo Divino es real, consciencia que se expande por la virtud del Nombre de Dios. La Ascensión: el alma toma consciencia de su identidad esencial con lo Divino. Pentecostés: lo Divino penetra en los pensamientos y las acciones del hombre «deificado». La Asunción: el alma se extingue en Dios. La Coronación: el alma se despierta en Dios, en el «Aspecto divino» de la que no era más que una sombra; la Virgen -coronada por el Verbo con una corona «increada»- es así el alma reintegrada en su Infinidad esencial, en su Realidad de la que ella no estaba separada más que en sueño; y, añadiremos nosotros, es para esto que la Virgen es «creada antes de la creación»: el alma debe «llegar a ser Aquello que ella es», y Aquello es «Lo que es».

NOTAS ———————————
1.- «De la Unidad Transcendente de las Religiones», Capítulo IX: «Sobre la Iniciación Crística».
2.- Es por consiguiente siempre legítimo no contar a la Iglesia entre las «organizaciones iniciáticas» propiamente dichas que pueden subsistir en Occidente, tales como el Compagnonnage y la Masonería, y que no presentan evidentemente ningún carácter religioso; la degradación de estas últimas no tiene ciertamente nada que ver con una aplicación o adaptación alguna. En cuanto a los ritos cristianos, no podría ser ilegítimo el calificarlos de exotéricos, puesto que ellos lo son de hecho, y esto desde hace mucho tiempo; esta aplicación exotérica presupone de todas maneras que estos ritos se presten a ello por su naturaleza; ahora bien nosotros sabemos que es así, siendo el Cristianismo esencialmente una «vía de Gracia».
René Guénon ha expresado este carácter excepcional del Cristianismo,- pero sin querer explicarlo- diciendo que los «sacramentos» son algo que no encuentra equivalente exacto en ninguna otra parte.
3.- Según un viejo refrán; Christi doctrina revelat quae Moysi doctrina velat.
Los comentadores de la Thora comentan que la dificultad de elocución de la que sufría Moisés le era impuesta por Dios con el fin de que no pudiera divulgar los Misterios que, precisamente, la Ley del Sinaí debía velar y no desvelar; ahora bien estos Misterios no eran otros, en el fondo, que los Misterios «crísticos».
4.- Por lo que respecta al método, es importante nunca perder de vista que el Maestro espiritual (el Starets en los Rusos) representaba uno de los pilares.
5.- El sentimiento que tienen los Cristianos de poseer una religión incomparablemente más perfecta que todas las demás reposa sobre algo real, a saber, el carácter iniciático de su religión; pero lo que ellos olvidan, es que este carácter no es de ninguna manera necesario para obtener la salvación; que este carácter iniciático representa entonces, con relación a la Ley de la que la observancia es suficiente para salvar del infierno, un añadido inútil, pero de hecho inevitable en el caso del Cristianismo. Es este carácter iniciático el que confiere a la religión cristiana, a ojos de los Musulmanes, un aspecto de «abuso», de «confusión», casi de «monstruosidad», y es sobre la «precisión», la «nitidez», la «pertinencia» de sus medios espirituales que los Musulmanes, sostienen, vis a vis del Cristianismo, su convicción de tener la mejor religión. Para ganar el Paraíso de los justos, el hombre no tiene necesidad de la «plenitud del Espíritu Santo» que confiere la Confirmación: los Cristianos son los primeros en afirmarlo, puesto que el Conocimiento intelectual, en su opinión, no es necesario para la salvación, Hay entonces, en el Cristianismo, una singular desproporción entre los medios espirituales, que son transcendentes, y la doctrina, que no admite, al menos en sus formulaciones generales y sobre todo en los Latinos, más que una finalidad individual.
6.- La misma distinción, se encuentra de una cierta manera en el complementarismo de las dos Iglesias de Occidente, y de Oriente, la primera refiriéndose a la primacía de san Pedro, y la segunda a la de san Juan, netamente expresada al final del Evangelio. Si no se quisiera admitir esta manera de ver, se debería al menos reconocer que la primacía de Pedro es relativa, y que hay cosas que se sitúan fuera de su irradiación de acción, a saber, precisamente el misterio o la función del Apóstol Juan; este es a priori el igual de Pedro, habiendo recibido todos los Apóstoles  los mismos poderes, e incluso su superior en tanto que discípulo amado, hijo adoptivo de la Virgen, hermano de Cristo y Profeta del Apocalipsis. Es decir, san Juan debe ser representado, en el mundo cristiano, en virtud de una filiación, no «jurídica», sino espiritual, por una realidad de una importancia igual en la Iglesia de Roma; en este orden de ideas, es significativo que la Iglesia de Oriente se adhiera más bien a la divinidad de Cristo que a su Pasión, lo cual no quiere decir que las dos Iglesias no posean los mismos medios de gracia. En el interior de la Cristiandad de Occidente, se encuentra todavía la distinción de las dos grandes categorías de «Misterios» en las funciones respectivas del Papa y del Emperador: si Dante ha defendido la posición de este último, no era en absoluto para defender el poder temporal contra la autoridad espiritual, sino para impedir la superposición de una autoridad espiritual delimitada, sobre el terreno de otra autoridad espiritual igualmente delimitada, correspondiendo el papado a los «Grandes Misterios» y el imperio -en tanto que heredero del sacerdocio de la Roma antigua- a los «Pequeños Misterios»; todo el problema está en el hecho de que Dante considera al Emperador, no en su papel político, sino en su función espiritual heredada de la tradición romana, y sancionada por estas palabras evangélicas: «Dar al Cesar lo que es del Cesar». En cierto sentido, el complemento exotérico natural del Cristianismo sería, para Dante, no la Ley mosaica, sino el Imperio romano, la Ley romana. El Papa, puesto que él era indiscutiblemente el sucesor del Pontifex Maximus de Roma, creía poder pretender por ello la función de Emperador, bien atribuyéndose un poder temporal demasiado extenso, o bien considerando la «consagración» del Emperador como una «institución»; ahora bien, evidentemente no es de san Pedro de quien Cesar tenía su autoridad, como Dante se dedica precisamente a mostrarlo. El Emperador, puesto que era indiscutiblemente el sucesor de Cesar y de Augusto, era por ello también Pontifex Maximus, y por lo tanto detentador de los «Pequeños Misterios». La situación era insoluble en razón de la confusión de poderes. Como hemos dicho más arriba a propósito de san Pedro, añadiremos que existe una relación simbólica entre sus negaciones y las tres posiciones siguientes: primeramente el «filosofismo», que consiste en someter la Revelación a especulaciones racionales de espíritu greco-pagano; en segundo lugar el «jurismo», que consiste en introducir en todo el ámbito de la religión una mentalidad jurídica, muy característica de la mentalidad romana; en tercer lugar el «colectivismo» -quizás de inspiración germánica- que consiste en sacrificar todo a las necesidades de la colectividad y hacer de esta un criterio de valor: de ahí la tendencia a negar todo aquello que no es accesible a la media de los hombres.
7.- Signo te et confirmo te chrismate salutis, in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti.
8.- El Profeta, como también el Buda, por no citar más que estos ejemplos, presenta igualmente un aspecto de muerte: el Buda por su «extinción» y el Profeta por el hecho de que, aún siendo la «primera de las criaturas de Dios» (awnalu khalqi-Llâh), él debe morir como todas las criaturas; este aspecto se encuentra además indicado por la primera letra del nombre de Mahoma, el mim, que, siendo la primera letra de la palabra mawt, significa «muerte»; añadiremos que el Profeta es también la primera criatura en resucitar el Día del Juicio, y esta preeminencia marca su superioridad sobre los «simples mortales». El aspecto de muerte del que hemos hablado, y que se encuentra bajo una forma u otra en todo Hombre-Dios, confiere un sentido particular a las enunciaciones siguientes: «Nadie llegará al Padre, si no es por mi» (la crucifixión), y «Nadie encontrará a Alá, que no haya encontrado al Profeta» (la muerte). Es, en lenguaje sufí, el fanâ (la extinción) que debe preceder a el baqâ’ (la «permanencia»); es el aspecto negativo del Nirvana, que precede a su realidad positiva y eterna.
9.- El carácter iniciático de los ritos cristianos -y, de una manera general, el carácter esotérico del Cristianismo- resalta con una claridad cegadora de los escritos del santo Areopagita, y de otros escritos de los Padres; ahora bien ninguno de esos ritos ha sufrido una alteración afectando a su esencia y por lo tanto su validez y eficacia; solamente la doctrina, y también la ciencia del simbolismo (que comprende la de las formas del arte) -las dos estando además estrechamente solidarias- han sufrido los oscurecimientos y debilitamientos que han sido en parte la causa y en parte la consecuencia de esa desviación que es el mundo moderno. Un primer indicio de estos oscurecimientos era sin duda ya la introducción «jurista», en el Símbolo de Nicea -que había sin embargo sido definitivamente fijado bajo pena de anatema- del famoso Filioque; aprovecharemos esta ocasión para demostrar su error relativo: si bien es verdad que aquello que pertenece al Padre le pertenece también al Hijo, el Hijo no es sin embargo de ninguna manera el Padre, y esto es valido igualmente en aquello que concierne a la procesión del Espíritu Santo: Este «procede» del Padre y es «delegado» por el Hijo, lo que, metafísicamente, viene a decir que el Espíritu es una propiedad del Ser puro -el Padre- en tanto que tal, y no de los Atributos del Ser -el Hijo- como tal; el Espíritu por lo tanto no emana de los Atributos mas que en tanto en cuanto estos participan, siendo divinos, en el Ser puro, del que son como una primera cristalización. San Juan Damasceno afirma expresamente: «Nosotros decimos que el Espíritu Santo procede del Padre, y nosotros Lo llamamos Espíritu del Padre; no decimos de ninguna manera que el Espíritu procede del Hijo, sino que solamente Lo llamamos Espíritu del Hijo». El Espíritu Santo es el «Rayo» que va del Padre al Hijo y del Hijo al hombre; la afirmación de Cristo de que nada llega al Padre si no es por el Hijo implica entonces también que nada  viene del Padre si no es por el Hijo; es eso lo que el Filioque quiere sin duda subrayar, pero lo hace sacrificando un aspecto metafísico de la Verdad, y constituye así, por una parte un pleonasmo -aunque también una «precisión»- y por otra parte un empobrecimiento de la doctrina; de una manera general, este cuidado por la precisión -jurídica- ha tenido como consecuencia un «encogimiento» de la intelectualidad, marcada no solamente por la filosofía escolástica, sin también por la importancia siempre creciente de la oración litúrgica vocal que determina ampliamente la vida espiritual, incluso en las Ordenes más contemplativas como las de los Cartujos. Es curioso señalar que el Cristianismo, que por definición proscribe las oraciones vocales largas y complicadas -habiendo Cristo rechazado las que el Rabinismo había añadido a la religión mosaica- y que quiere que se vaya a Dios -«en espíritu y en verdad», se acerca fatalmente por sus métodos, al Rabinismo en la medida misma en la que se vuelve en su momento un exoterismo.
10.- La vida espiritual entera está representada como sumergida en la vida sacramental que la alimenta. Ya hemos señalado el paralelismo entre las tres vías («iluminación»,«nublado» y «tiniebla») y los tres principales sacramentos; el Bautismo corresponde a la primera vía bajo su doble aspecto de purificación y de iluminación, la Confirmación corresponde a la segunda por su doble aspecto de oscurecimiento del mundo visible y de elevación hacia el mundo invisible; finalmente la Eucaristía está en relación con la vida mística a la vez como unión y como salida fuera del mundo y de si mismo. La vida sacramental esta verdaderamente concebida como una «mistagogia» como una iniciación progresiva…. » (Jean Daniélou, Platonisme et Théologie Mystique). En cuanto a la invocación del Nombre de Jesús, ella no es evidentemente un sacramento, puesto que no es «recibida», sino «actuada»; pero es un misterio análogo a la Encarnación y a la Redención, que ella retraza, en modo activo, en el microcosmo.
11.- En el caso del Vedanta o del Taoísmo por ejemplo, una tal aplicación no sería de ninguna manera posible, ni necesaria además, vistas las constituciones respectivas de las tradiciones hindú y china; que el Taoísmo -como también el Sufismo- presente un aspecto popular no implica para nada que él vulgarice sus tesoros espirituales.
12.- «Hay devociones nuevas que la necesidad de singularizarse introduce; las hay interesadas, para cuyos autores son una fuente de codicia; finalmente las hay también supersticiosas. La devoción del Rosario no tiene ninguno de esos defectos. Es, bien mirándola, tan antigua como la Iglesia. Es propiamente la devoción de los Cristianos. Ella no tiende más que a resucitar y a conservar el espíritu y la vida del Cristianismo. La novedad del nombre no puede ofender más que aquellos que ignoran su verdadero sentido: Y santo Domingo al que se considera como el autor de esta devoción, no es, en efecto, más que su Restaurador… Este nuevo Apóstol viendo en su tiempo como el Cristianismo estaba reducido, por un lado por los extraños progresos de la herejía, y por otro, por la ignorancia y los desarreglos de los hijos mismos de la Iglesia, creyó encontrar en la devoción del Rosario, un potente dique para detener a los enemigos de la Fe y un medio seguro para recordar a los hijos a su propia creencia, y a la antigua piedad de sus Padres (La solida Devoción del Rosario, por un dominico desconocido de comienzos del siglo XV). Esto no significa en absoluto que el Nombre de Jesús no hay sido ya más invocado en esa época y que -incluso largo tiempo después todavía- lo sea aisladamente, o bien en el interior de una corta fórmula, como es el caso de las letanías; parece cierto que san Bernardo y otros espirituales posteriores a santo Domingo hayan practicado una invocación independiente del Rosario. En los monasterios griegos tanto como en los eslavos, una cuerda anudada forma parte de la investidura del Pequeño Hábito y del Gran Hábito; esta cuerda es ritualmente conferida al monje o a la monja. El Superior toma este rosario en su mano izquierda y dice: «Toma, hermano N., la espada del Espíritu que es la palabra de Dios, para orar a Jesús sin pausa ya que tu debes tener constantemente el Nombre del Señor Jesús en la mente, en el corazón y sobre los labios, diciendo: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mi, pecador» ». El empleo de la cuerda anudada (la vervitsa o lestovka de los Rusos) es una devoción típicamente monástica o ascética; no se emplea apenas por los laicos, lo que también muestra que en la Iglesia de Oriente la distinción entre los dos grandes categorías de Misterios es mantenida de una manera más directa que en le Iglesia de Occidente. El rosario, con la formula Kyrie eleison, es también de uso en los Coptos y otros Cristianos orientales. Por lo demás, cuando san Basilio, san Juan Crisóstomo, san Benito y otros Padres hablan de «letanías» a secas, ellos entienden la repetición pura y simple del Kyrie eleison, lo que también se llama «letanías menores».
13.- Es así que en ciertas invocaciones hindúes, la de Sita-Râm por ejemplo, el Nombre de la shakti del Avatar se encuentra indisolublemente ligada al Nombre de este último; y el Nombre de la Shakti precede al del Avatar, porque en el proceso iniciático, la realidad «horizontal» a la cual se refiere el Nombre de la Shakti precede a la realidad «vertical» del verbo salvador; es una vez más la distinción entre los «Pequeños» y los «Grandes Misterios».
Lo que hemos dicho del Ave y del Mani se aplica también de una forma remarcable a la segunda Shahâdah: Muhammadun Rasûlu Llâh, en la que el Nombre del Profeta no aparece mas que en función del Nombre de Dios.
14.- Prosiguiendo las ramificaciones de esta interpretación anagógica, se podrá decir que san José -el casto padre putativo y protector de la santa Familia- corresponde al Maestro espiritual, guía desinteresado; san Juan-Bautista -el Anunciador que purifica- corresponderá a la Verdad doctrinal, y santa Isabel a la inteligencia en posesión de esta Verdad. Debemos recordar en esta ocasión que «el Espíritu Santo enseña toda verdad; es verdad que hay un sentido literal que el autor tenía a la vista, pero como Dios es el Autor de la Escritura santa, todo sentido verdadero es al mismo tiempo sentido literal; porque todo lo que es verdadero proviene de la Verdad misma, es contenido en ella, deriva de ella y es querido por ella» (Maestro Eckhart). De nuevo según Maestro Eckhart, los Apóstoles simbolizan respectivamente las doce potencias del alma, a saber cinco sentidos internos, cinco externos, la razón y la voluntad; cuando por ejemplo se dice en la Escritura que los Apóstoles Pedro y Juan «corren juntos hacia la Tumba» (de Cristo) eso significa que la razón y la voluntad (o la doctrina y el método) se penetran recíprocamente en el alma espiritual con el fin de alcanzar la esencia de las cosas. Recordemos igualmente este pasaje de Dante: «Las escrituras pueden ser comprendidas y deben ser expuestas según cuatro sentidos (literal, alegórico, moral, anagógico)… El cuarto es llamado anagógico, es decir que sobrepasa los sentidos. Lo cual ocurre cuando se expone espiritualmente una Escritura que, aun siendo verdadera en el sentido literal, significa además las cosas superiores de la Gloria eterna, así como se puede ver en el Salmo del Profeta en el que se dice que cuando el pueblo de Israel salió de Egipto, Judea se volvió sana y libre. Bien que sea manifiestamente verdadero que fue así según la letra, lo que se entiende espiritualmente no es menos cierto, a saber, que cuando el alma sale del pecado, se vuelve santa y libre en su potencia» (Convivio II, I) Según Maimónides, es la oscuridad misma de los numerosos pasajes escriturarios lo que indica de una manera providencial la pluralidad de sentidos en la Escritura. «Desgracia -dice el Zohar- al hombre que pretende que la Escritura no nos enseña más que simples historias… Si así fuera, podríamos, nosotros también, hacer una escritura, que sería incluso superior a la Escritura santa dado que los libros profanos pueden encerrar ideas transcendentes». Los personajes y hechos sagrados reflejan por definición principios universales y todos los grados de estos; la anagogía es la ciencia que se funda sobre estas correspondencias.
15.- El Hombre-Dios es la Divinidad, pero la Divinidad no es el Hombre-Dios.

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El artículo «Misterios Crísticos» apareció en Julio-Agosto de 1948 en la revista Études Traditionnelles (nº 269). Nunca fue reeditado in extenso en ninguna obra. Tan solo una versión reducida se presentó en «Senderos de Gnosis». Este texto exponía por primera vez el acercamiento schuoniano del Cristianismo y fue el origen de las principales divergencias con René Guénon. En un primer momento este se enfadó sobre todo por la segunda nota que podía hacer suponer su adhesión a la presentación hecha por Schuon. Sin embargo hasta entonces Guénon no se había en realidad expresado apenas sobre la cuestión cristiana hacia la cual, dirá él, no sentía «ninguna inclinación». Después de que hubieran conversado por correo largamente, Guénon desarrollará los argumentos contrarios en su artículo «Cristianismo e Iniciación» (aparecido en Etudes Traditionnelles de septiembre-noviembre 1949 y retomado en su obra póstuma «PUNTOS DE VISTA SOBRE ESOTERISMO CRISTIANO »). Mantendrá Guénon la tesis según la cual la Iglesia cristiana era en los primeros tiempos una «organización cerrada o reservada» y afirmará que los sacramentos había perdido su carácter iniciático o esotérico «descendiendo» al ámbito exotérico en el siglo III o IV, antes del Concilio de Nicea, lo cual había afectado a «la naturaleza misma del Cristianismo». Bastantes años más tarde, Schuon desarrollará públicamente sus objeciones a las tesis guenonianas en «Quelques critiques» (Dossier H, René Guénon, L’Age d’Homme, 1948, pp 72-79).
Con todo, el cristiano tiene que saber que la iniciación es aquello que permite el acceso a los “estado superiores”, a la “deificación” o a la “iluminación en vida” (Jivan-Mukti hablando en lenguaje oriental ), sin embargo el hecho de no tener iniciación (suponiendo que Guénon tenga razón) no impide al cristiano la vida santa y el acceso a la iluminación en el momento de la muerte (Videha-Mukti), o en estados post mortem (Krama-Mukti), es decir, no impide al cristiano la “salvación” post mortem ni por supuesto la santidad en vida. Por ello la preocupación por el tema tampoco debe desembocar en angustia ni en desazón. Mucho nos tememos que occidente no está cualificado actualmente para la “iluminación en vida”, y a duras penas incluso para la salvación, visto lo visto… Además cada cual según su capacidad o sus cualificaciones recibirá lo que necesita en el momento en que lo necesite…
La polémica ha continuado con sus seguidores de primera generación, sigue ya en la segunda… y tiene visos de continuar y continuar indefinidamente… No estamos nosotros cualificados para dar la razón a unos o a otros, simplemente pensamos que estas polémicas terminan siendo tan largas como estériles, nunca acaban, y nunca se llega a ninguna conclusión… así es que nos distanciamos de tal asunto y nos centramos en la oración en vez de discutir… Dios nos dará acceso a lo que merezcamos…

GNOSIS CRISTIANA

GNOSIS CRISTIANA

FRITHJOF SCHUON

El Cristianismo consiste en que “Dios se ha hecho lo que nosotros somos, para que devengamos lo que El es” (San Ireneo); consiste en que el Cielo se ha vuelto tierra, con el fin de que la tierra se vuelva Cielo.

Cristo redibuja en el mundo exterior e histórico lo que tiene lugar, desde toda la eternidad, en el mundo interior del alma. En el hombre, el Espíritu puro se hace ego, con el fin de que el ego devenga puro Espíritu; el Espíritu o el Intelecto (Intelectus, no mens o ratio) se hace ego encarnándose en el mental bajo la forma de intelección, de verdad, y el ego deviene Espíritu o Intelecto uniéndose a este.

El Cristianismo es así una doctrina de unión, o la doctrina de la unión: el Principio se une a la manifestación, con el fin de que ésta se una al Principio; de ahí el simbolismo de amor y la predominancia de la vía “bhaktica”. Dios se vuelve hombre “a causa de su inmenso amor” (San Ireneo), y el hombre debe unirse a Dios por el “amor” igualmente, cualquiera que sea el sentido –volitivo, emotivo o intelectivo– que se le de a este termino. “Dios es Amor”: él es –en tanto que Trinidad– Unión y él quiere la Unión.

Ahora bien, ¿Cuál es el contenido del Espíritu, o dicho de otra manera: cual es el mensaje de Cristo? Porque aquello que es el mensaje de Cristo es también, en nuestro microcosmos, el eterno contenido del Intelecto. Este mensaje o contenido es: ama a Dios con todas tus facultades y, en función de este amor, ama al prójimo como a ti mismo; es decir: únete –ya que “amar” es esencialmente “unirse”– al Intelecto y, en función o como condición de esta unión, abandona todo egocentrismo y discierne el Intelecto, el Espíritu, el divino Si-mismo, en todas las cosas. “Lo que hayáis hecho a uno de estos pequeños, me lo habéis hecho a Mi”.

Este mensaje –o esta verdad innata– del Espíritu prefigura la cruz, puesto que hay dos dimensiones, una “vertical” y otra “horizontal”, a saber el amor de Dios y el del prójimo, o la Unión al Espíritu y la unión al ambiente, visto, este, como manifestación del Espíritu. Desde un punto de vista un poco diferente, estas dos dimensiones están representadas respectivamente por el conocimiento y el amor: se “conoce” a Dios y se “ama” al prójimo, o también: se ama a Dios conociéndole, y se conoce al prójimo amándole.

Pero el sentido más profundo del mensaje crístico, o de la verdad connatural al Intelecto, es que la manifestación no es otra cosa que el Principio; y es este el mensaje del Principio a la manifestación.

En la practica, toda la cuestión está en saber como unirse al Logos o al Intelecto. El medio central es la “oración”, cuya quintaesencia es el Nombre de Dios y subjetivamente la concentración, de ahí la obligación de invocar a Dios con fervor. Pero esta “oración”, esta unión de todo nuestro ser con su principio o con su fuente divina, permanecería ilusoria sin una cierta unión a nuestra totalidad, el “prójimo” universal del que nosotros somos como un fragmento o una parcela; la escisión entre el hombre y Dios no podría ser abolida sin que fuese abolida la escisión entre “yo” y “el otro”; nosotros no podemos reconocer que Dios está en nosotros, sin ver que está en los demás, y de que manera lo está. La manifestación debe unirse al Principio, y –en el plano de la manifestación y en función de esta unión “vertical”– la parte debe unirse a la totalidad.

Interiormente, si queremos comprender que el alma inteligente es “esencialmente”– no en su accidentalidad– el Intelecto o el Espíritu, debemos comprender también que el ego, comprendido aquí el cuerpo, es “esencialmente” una manifestación del Intelecto o del Si-mismo. Si queremos captar que “el mundo es falso, Brahma es verdadero”, debemos también captar que “todo es Atmâ”. Ahí está el sentido más profundo del amor al prójimo.

Los sufrimientos de Cristo son los del Intelecto en medio de las pasiones. La corona de espinas, es el individualismo, el “orgullo”; la cruz, es el olvido o el rechazo del Espíritu y, con el, el rechazo de la Verdad. La Virgen es el alma sumisa al Espíritu y unida a él.

La forma misma de la enseñanza de Cristo se explica por el hecho de que Cristo se ha dirigido a todo hombre, desde el primero hasta el último; no podía por lo tanto dar a su mensaje un modo de expresión inaccesible a ciertas inteligencias e ineficaz o incluso perjudicial para ellas. Un Shankara ha podido enseñar la pura gnosis porque él no se ha dirigido a todos y podía no hacerlo ya que existía la tradición hindú antes que él y esta tradición comportaba a priori vías adaptadas a las inteligencias modestas y a los temperamentos pasionales. Pero Cristo, en tanto que fundador de un universo espiritual y social, no podía dejar de dirigirse a todos.

Si bien es inadecuado reprochar a Cristo el que no hubiera enseñado explícitamente la pura gnosis –que él ha sin embargo enseñado por su venida misma, por su persona, su vida y su muerte y también por sus parábolas, sus gestos y sus milagros–, también es falso negar el sentido gnostico de su mensaje y negar así a los contemplativos intelectivos –es decir centrados sobre la verdad metafísica y la pura contemplación o sobre la Inteligencia pura y directa– el derecho a la existencia y no ofrecerles ninguna vía conforme a su naturaleza y su vocación. Esto es contrario a la parábola de los talentos, y a la afirmación de que “hay muchas moradas en la casa de mi Padre”.

Todo el Cristianismo se enuncia en la doctrina trinitaria, y está representa esencialmente una perspectiva de unión; la doctrina trinitaria considera la unión ya in divinis: Dios prefigura en su naturaleza misma las relaciones entre él mismo y el mundo, relaciones que, por lo demás, no son “externas” mas que en modo ilusorio.

“La Luz ha lucido en las tinieblas, y las tinieblas no la han comprendido”: ésta verdad se ha realizado, –y se realiza– en el seno mismo del Cristianismo, por el desconocimiento y el rechazo de la gnosis. Y es ésto lo que explica en parte el destino del mundo occidental.

HAGIA SOPHIA

HAGIA SOPHIA

MARIA Y EL MISTERIO MARIAL

FRITHJOF SCHUON

La Santa Virgen personifica la Substancia universal (es decir, aquello que es fundamental y que permanece a pesar de que los «accidentes» cambien; aquello que es apto a existir en sí y no en otro; cui competit esse in se et non in alio. ndr); personifica también la Virtud global e indiferenciada: el alma identificada al amor de Dios, a la Contemplatividad.

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La Santa Virgen es inseparable del Verbo encarnado, como el Loto es inseparable de Buda, y como el corazón es la sede predestinada de la sabiduría inmanente. Hay, en el Budismo, toda una mística del Loto, la cual comunica una imagen celeste de una belleza y de una elocuencia insuperables; una belleza análoga a la custodia conteniendo la Presencia real, y análoga sobretodo a esa encarnación de la Feminidad divina que es la Virgen María. La Virgen, Rosa mystica, es como la personificación del Loto celeste; en un cierto sentido, ella personifica el sentido de lo sagrado, el cual es la introducción indispensable a la recepción del sacramento.

* * *

María personifica la Esencia informal de todos los Mensajes, ella es en consecuencia la “Madre de todos los Profetas”; ella se identifica a la Sabiduría primordial y universal, la Religio Perennis.

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Una palabra presupone el silencio; no se puede escuchar en medio de un alboroto. El silencio debe de ser perfecto en la medida que la palabra es noble.

Cuando hay extinción del alma, hay virtud. El alma es virtuosa cuando ella es como Dios la ha creado; los vicios o son privaciones o son defectos superpuestos. El alma primordial, iluminada, silenciosa, es el “loto” (padma) que contiene la “joya” (mani); es este loto el que personifica la Santa Virgen. Ella es la “Paz” que vehicula la “Bendición”. O ella es el “Santo Silencio” que contiene la divina Palabra (logos).

Pero este silencio, en realidad, es vida: “Soy negra, pero hermosa”. Que el alma caída calle -vacare Deo- y las Cualidades divinas se miran en ella; estas Cualidades divinas de las cuales ella lleva las guías en su substancia misma.

La verdad y la belleza son vías hacia el santo silencio: ellas efectúan el recuerdo de nuestra substancia paradisíaca. Porque el silencio está hecho de verdad y de belleza; es un vacío que en realidad es plenitud.

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La Santidad en si, coincide con la Plenitud de Gracia (gratia plena), la cual llama a la Presencia de Dios (Dominus tecum)

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Los recipientes sagrados deben de ser nobles; por ejemplo el cáliz eucarístico debe de ser dorado en el interior para poder recibir el vino consagrado; la Virgen llevando al Niño divino no podría ser una mujer ordinaria; un templo debe de ser digno de la Presencia divina conforme a la irradiación espiritual.

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La figuración en las imágenes de los Nacimientos, del buey, animal dócil, la mula, animal obstinado, son susceptibles de la interpretación siguiente: el buey, que además era sagrado en los antiguos Semitas, está armado de cornamenta y une en él la suavidad y la fuerza; representa al «guardián del santuario»; es el espíritu de sumisión, de fidelidad, de perseverancia; la mula, animal «profano» cuyo relincho ha sido llamado «la invocación de Satán», es el espíritu de insumisión y de disipación.

En esta misma figuración, la Virgen se identifica con el alma en estado de oración; San José, padre adoptivo de Cristo, representa la presencia del maestro espiritual; los visitantes, resumidos de alguna manera en los Reyes Magos, representan lo que se podría llamar “el homenaje cósmico” que afluye hacia el hombre santificado, y del cual hablan las escrituras hindúes diciendo que «los Cielos resplandecen por la gloria de un Mukta (liberado)»; finalmente, la noche que envuelve la escena de la Natividad, pero que está iluminada por la estrella, el testimonio divino, representa la muerte iniciática o la soledad, o también la extinción de lo mental.

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La Virgen negra de Czestochowa. El color oscuro de algunas Vírgenes (por el cual la Virgen negra se asemeja, así como por su maternidad, al simbolismo hindú de Kali “la Madre”), se refiere a la No-Manifestación divina, de la cual la Virgen es el soporte en su calidad de Madre del Verbo; Este es el “descendimiento” o la encarnación, o la manifestación de eso No-manifestado.

La Virgen madre representa la condición substancial de la manifestación hipostática, es decir su base que, debiendo soportar “lo Unico”, no debe de ser manchada por “lo múltiple”, identificado simbólicamente por “la carne” que en efecto es el ámbito de la cantidad, de la diferenciación y del hecho bruto.

El alma del contemplativo que, por su acto espiritual y por el soporte ritual de este, realiza en nacimiento universal del Verbo en su corazón, debe de ser “virgen” y “pura”, o en otros términos; “pobre” y “vacía”, con el fin de poder servir de soporte al nacimiento de la “Presencia real”; el alma debe por lo tanto llevar, como la imagen sacra de la Virgen, la huella de la divina No-Manifestación, es decir la oscuridad. Esta huella es por una parte, a título transitorio y secundario, la nox profunda y el “descenso a los infiernos”, en otras palabras, la muerte iniciática en la cual se opera el fiat lux, y por otra parte, a título permanente, lo indiferenciado o la extinción con relación al mundo, de la ilusión o de la corriente de las formas; este estado de muerte es idéntico a la pobreza en el espíritu y a la humildad. El color sombrío de la Virgen negra (como el de ciertas pratîkas hindúes, la de Kâlî particularmente, o incluso como la negrura de la piedra encerrada en la Kaabah) significa así el silencio o la ausencia de manifestaciones en el alma del contemplativo, mientras que en el Niño Jesús de la misma imagen, ese color significa la Indeterminación divina.

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Como todo ser celeste, María manifiesta el Velo universal en su función de transmisión: ella es Velo porque es forma, pero es Esencia por su contenido y en consecuencia por su mensaje. María está a la vez cerrada y abierta, inviolable y generosa; ella está “vestida de sol” porque está vestida por la Belleza, “esplendor de lo Verdadero”, y ella es “negra pero hermosa” porque el Velo está a la vez cerrado y transparente, o porque, tras haber estado cerrado en virtud de la inviolabilidad, se abre en virtud de la misericordia.

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En los simbolismos tradicionales más diversos, el complemento del héroe es la Mujer celeste. La vía espiritual tiene un aspecto de heroísmo -es la mayor Guerra Santa- puesto que se trata de vencer al dragón del “alma incitando al mal” es decir el mundo y el ego.

María indica la Vía y personifica al mismo tiempo la Beatitud final, la Recompensa suprema.

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La Virgen Madre personifica la Sabiduría supra-formal, todos los Profetas han bebido de su leche; desde este punto de vista, ella es más que el Hijo, que representa entonces la sabiduría formal, es decir la revelación particular. Al lado del Jesús adulto, por el contrario, María es, no la esencia informal y primordial, sino la prolongación femenina, la shakti: ella es entonces, no el Logos bajo su aspecto femenino y maternal, sino el complemento virginal y pasivo del Logos masculino y activo, su espejo hecho de pureza y de misericordia.

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María es Virgen, Madre, Esposa: Belleza, Bondad, Amor; siendo su suma la Beatitud. María es Virgen con relación a José, el Hombre; Madre con relación a Jesús, el Hombre-Dios; Esposa con relación al Espíritu Santo, Dios. José personifica la humanidad; María encarna, o bien el Espíritu visto bajo su aspecto de feminidad, o bien el complemento femenino del Espíritu.

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El misterio de la encarnación tiene dos aspectos: el Verbo por una parte y su receptáculo humano por otra; Cristo y la Virgen-Madre. Con el fin de poder realizar en ella misma este misterio, el alma debe de ser como la Virgen, ya que por lo mismo que el sol no puede reflejarse en el agua más que cuando está en calma, por lo mismo el alma no puede recibir al Cristo más que en la pureza virginal, en la simplicidad original, y no en el pecado, que es perturbación y desequilibrio.

Por «misterio» no entendemos algo incomprensible en principio -a menos que no lo sea en el plano puramente racional- sino algo que desemboca en el Infinito, o que es visto en relación con ello, de manera que la inteligibilidad se vuelve ilimitada y humanamente inagotable. Un misterio es siempre «algo de Dios».

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Las perfecciones virginales son la pureza, la belleza, la bondad y la humildad; son estas cualidades las que debe de tener el alma en busca de Dios.

La pureza: el alma está vacía de todo deseo. Todo movimiento natural que se afirma en ella es entonces considerado con relación de su cualidad pasional, bajo su aspecto de concupiscencia, de seducción. Esta perfección es fría, dura y transparente como el diamante. Es la inmortalidad que excluye toda corrupción.

La belleza: la belleza de la Virgen expresa la divina Paz. Es en el perfecto equilibrio de sus posibilidades que la Substancia universal realiza su belleza. En esta perfección, el alma deja toda disipación para descansar en su propia perfección substancial, primordial y ontológica. Hemos dicho más arriba que el alma debe de ser como un agua perfectamente calma; todo movimiento natural del alma aparecerá entonces como una agitación, una disipación, una crispación, por lo tanto una dejadez.

La bondad: la misericordia de la Substancia cósmica consiste en aquello que, virgen con relación a sus producciones, ella conlleva una potencia inagotable de equilibrio, de rectificación, de curación, de absorción del mal y de manifestación del bien, y que, maternal hacia los seres que se dirigen a ella, ella no les niega su asistencia. Igualmente, el alma debe desviar su amor del ego endurecido, para dirigirlo hacia el prójimo y la creación entera; la distinción entre el «yo» y el «otro» es como abolida, el «yo» se vuelve «otro» y el «otro» se vuelve «yo». La distinción pasional entre el «yo» y el «tu» es una muerte, comparable a la separación entre el alma y Dios.

La humildad: la Virgen, a pesar de su santidad suprema, permanece mujer y no aspira a ningún otro papel; y el alma humilde tiene consciencia de su rango y se desdibuja ante lo que la sobrepasa. Es así que la Materia Prima del Universo permanece en su nivel y no tiende nunca a apropiarse de la transcendencia del Principio.

Los misterios gozosos, dolorosos y gloriosos de María son otros tantos aspectos de la realidad cósmica de una parte, y de la vida mística de otra.

Como María -y como la Substancia universal- el alma santificada es «virgen», «esposa» y «madre».

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La Oración dominical es la plegaria más excelente de todas, puesto que ella tiene como autor a Cristo; ella es, por consiguiente, más excelente en tanto que oración, que el Ave, y es por esto que ella es la primera plegaria del Rosario. Pero el Ave es más excelente que la Oración dominical en tanto que contiene el Nombre de Cristo, que se identifica misteriosamente con Cristo mismo, ya que «Dios y su Nombre son idénticos»; ahora bien Cristo es más que la Oración que él ha enseñado, el Ave, conteniendo a Cristo por su Nombre, será entonces más que esta Oración; es por esta razón que las recitaciones del Ave son mucho más numerosas que las del Pater, y que el Ave constituye, con el Nombre del Verbo que ella contiene, la substancia misma del Rosario. Lo que acabamos de enunciar viene a decir que la plegaria del «servidor» dirigida al «Señor» corresponde a los «Pequeños Misterios», -y recordamos que estos conciernen a la realización del estado edénico o primordial, y por lo tanto a la plenitud del estado humano,- mientras que el Nombre mismo de Dios corresponde a los «Grandes Misterios», cuya finalidad está más allá de todo estado individual.

Desde el punto de vista microcósmico, «María» es el alma en estado de «gracia santificante», cualificada para recibir la «Presencia real»; «Jesús» es el germen divino, la «Presencia real» que debe operar la transmutación del alma, a saber la universalización de ésta, o su reintegración en lo Eterno. «María» -como el «Loto»- es «superficie» o también «horizontal»; «Jesús» – como la «Joya»- es «centro» y «vertical». «Jesús» es Dios en nosotros, Dios que nos penetra y nos transfigura.

Entre las meditaciones del Rosario, los «Misterios gozosos» conciernen al punto de vista en el que nosotros nos situamos, y en conexión con las oraciones jaculatorias, la «Presencia real» de lo Divino en lo humano; en cuanto a los «Misterios dolorosos», ellos describen el «encarcelamiento» redentor de lo Divino en lo humano, la profanación inevitable de la «Presencia real» por las limitaciones humanas; los «Misterios gloriosos» finalmente se relacionan con la victoria de lo Divino sobre lo humano, con la liberación del alma por el Espíritu.

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Uno de los nombres que la letanía de Lorette atribuye a la Santa Virgen es Sedes Sapientiae, «Trono de la Sabiduría»; en efecto, como san Pedro Damian (siglo XI) lo ha señalado, la Santa Virgen «es ella misma ese Trono admirable del que trata el libro de los Reyes», a saber, el Trono de Salomon; este Rey-Profeta que según la Biblia y las tradiciones rabínicas fue el sabio por excelencia. Si María es Sedes Sapientiae, es antes que nada porque ella es la Madre de Cristo, que siendo el «Verbo» es la «Sabiduría de Dios», pero evidentemente lo es también a causa de su propia naturaleza, la cual resulta de su cualidad de «Esposa del Espíritu Santo» y de «Corredentora»; es decir que ella misma es un aspecto del Espíritu Santo, su complemento femenino si se quiere, o su aspecto de feminidad, de ahí la feminización del divino Pneuma para los gnosticos. Siendo el «Trono de la Sabiduría» -el «Trono animado del Todopoderoso» según un himno bizantino- María se identifica ipso facto con la divina Sophia, como lo atestigua la interpretación marial del elogio bíblico de la Sabiduría. (Proverbios VII 22-24 ). María no habría podido ser el lugar de la Encarnación si ella no tuviera en su naturaleza misma la Sabiduría a encarnar.

La sabiduría de Salomon -conviene recordarlo aquí- es a la vez enciclopédica, cosmológica, metafísica y simplemente práctica; bajo este último aspecto es política tanto como moral y escatológica, siendo al mismo tiempo bastante más que eso (…).

En cuanto a la sabiduría de la «Divina María», es menos diversa que la de Salomon porque no engloba ciertos ordenes contingentes: su sabiduría no podría ser ni enciclopédica ni «aristotélica», por así decirlo. La Santa Virgen no conoce, y no quiere conocer, más que aquello que concierne a la naturaleza de Dios y la condición del hombre; su ciencia es necesariamente metafísica, mística y escatológica, y por ese hecho mismo contiene virtualmente toda ciencia posible, como la luz una e incolora contiene las luces diversificadas y coloreadas del arco iris (…)

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La Santísima Virgen es por naturaleza, y no por adopción, el receptáculo humano del Espíritu Santo (de ahí “gratia plena” y “dominus tecum”). “Inmaculada Concepción”, la Santísima Virgen vehicula a priori al Espíritu Santo y de ese modo lo personifica. De ello resulta que una invocación a María, como por ejemplo el Ave, es práctica, implícita y quintaesencialmente una invocación al Espíritu Santo. La Virgen, como el Espíritu, es la “matriz” a la vez inviolable y generosa de todas las gracias.

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«Temor», «amor» y «conocimiento», o rigor, dulzura y substancia; por lo tanto perfecciones «activa» y «pasiva», o dinámica y estática; está ahí, lo hemos visto, el mensaje espiritual elemental del numero-principio seis. Este esquema expresa, no solamente las modalidades de la ascensión humana, sino también, e incluso antes que nada, las modalidades del Descendimiento divino: es por los seis pies del Trono que la Gracia salvadora desciende hacia el hombre, como es por estos seis pies como el hombre sube hacia la Gracia. La Sabiduría, es prácticamente el «arte» de salir de la ilusión que seduce y encadena, de salir de ahí en primer lugar por la inteligencia y a continuación por la voluntad, por vía de consecuencia, la adaptación de la voluntad a este conocimiento; las dos cosas siendo inseparables de la Gracia.

La divina Mâya -la Feminidad in divinis- no es solamente aquello que proyecta y crea, ella es también aquello que atrae y libera. La Santa Virgen en tanto que Sedes Sapientiae personifica esta Sabiduría misericordiosa que desciende sobre nosotros, y que nosotros, lo sepamos o no, llevamos en nuestra propia esencia; y es precisamente en virtud de esta potencialidad o de esta virtualidad que la Sabiduría desciende sobre nosotros. La sede inmanente de la Sabiduría es el corazón del hombre (el corazón en cuanto «centro esencial» y no como «sede de la sentimentalidad».ndr).

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Ave Maria gratia plena, dominus tecum; benedicta tu in mulieribus, et benedictus fructus venris tui, Jesus.

AVE MARIA – María es la pureza, la belleza, la bondad y la humildad de la Substancia eterna; el reflejo microcósmico de esta Substancia es el alma en estado de gracia. El alma en el estado de gracia bautismal corresponde a la Virgen María; la bendición de la Virgen se posa en aquel que purifica su alma por Dios. Esta pureza -el estado marial- es la condición esencial, no solamente para la recepción sacramental, sino también para la actualización espiritual de la Presencia real del Verbo. Por la palabra ave, el alma expresa que, adecuándose a la perfección de la Substancia Eterna, se pone al mismo tiempo en relación con ella, además lo hace implorando la ayuda de la Virgen María que personifica esta perfección.

GRATIA PLENA – La Substancia primordial, en razón de su pureza, su bondad y su belleza, está colmada de la Presencia divina. Ella es pura, porque ella no contiene otra cosa que Dios; ella es buena porque compensa y absorbe todos los desequilibrios cósmicos, ella que es la totalidad y por lo tanto el equilibrio; ella es bella, porque está totalmente sometida a Dios. Es así como el alma, su reflejo microcósmico -corrompido por la caída- debe de volverse pura, buena y bella.

DOMINUS TECUM – Esta Substancia está, no solamente colmada de la Presencia divina de una manera ontológica o existencial, en el sentido de que ella está colmada por definición, es decir por su naturaleza misma, sino que ella está también constantemente en comunicación con el Verbo en tanto que tal. Por lo tanto, si gratia plena quiere decir que el Misterio divino es inmanente a la Substancia como tal, Dominus tecum significará que Dios, en su transcendencia metacósmica, se revela a la Substancia, lo mismo que el ojo, que está lleno de luz, ve al sol como tal. El alma colmada de gracia verá a Dios.

BENEDICTA TU IN MULIERIBUS – Comparada con todas las substancias secundarias, solo la Substancia tal es perfecta, y totalmente bajo la Gracia divina. Todas las substancias derivan de ella por ruptura de equilibrio; por lo mismo, todas las almas caídas derivan del alma primordial por la caída. El alma en estado de gracia, el alma pura, buena y bella, reencuentra la perfección primordial; ella es por eso «bendita entre todas» las substancias microcósmicas.

ET BENEDICTUS FRUCTUS VENTRIS TUI – Aquello que en principio es Dominus tecum, se vuelve en la manifestación, fructus ventris tui, Jesus; es decir que el Verbo que comunica con la Substancia siempre virgen de la Creación total, se refleja en sentido inverso hacia el interior de esta Creación: él aparecerá ahí como el fruto, el resultado, no como la raíz, la causa. Y por lo mismo: el alma sumisa a Dios por su pureza, su bondad, y su belleza, parece dar nacimiento a Dios, según las apariencias; ahora bien, este Dios naciendo en ella la transmutará y la absorberá, como Cristo transmuta y absorbe su cuerpo místico, la Iglesia, que de militante y sufriente llega a ser triunfante. Pero en realidad, el Verbo no nace en la Substancia, ya que él es inmutable; es la Substancia la que muere en el Verbo. Por lo mismo, cuando Dios parece germinar en el alma, es en realidad el alma la que muere en Dios. Benedictus: el Verbo que se encarna es él mismo la Bendición, sin embargo, como él es, según las apariencias, manifestación como la Substancia, como el alma, él es llamado bendito; porque él es visto entonces, no con relación a su transcendencia -que volvería a la Substancia irreal- sino bajo su apariencia, su Encarnación: fructus.

JESUS – es el Verbo que determina la Substancia, que se revela a ella. Macrocósmicamente, es el Verbo que se manifiesta en el Universo como Espíritu divino; microcósmicamente, es la Presencia real que se afirma en el centro del alma, se extiende ahí y finalmente la transmuta y la absorbe.

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Entendemos por «Doctrina Virginal» la enseñanza de la Santa Virgen tal como aparece, no solo en el Magníficat, sino también en diversos pasajes del Corán; esto quiere decir que no consideramos aquí a María únicamente en su aspecto cristiano, sino también en cuanto Profetisa (1) de toda la descendencia abrahámica.

El Magníficat (Lucas I, 46-55) contiene las enseñanzas siguientes: el santo gozo en Dios; la humildad -la «pobreza» o la «infancia»- como condición de la Gracia; la santidad del Nombre divino; la Misericordia que no se agota y su relación con el temor; la Justicia inmanente y universal; el auxilio misericordioso concedido a Israel, nombre que se debe extender a la Iglesia puesto que, según san Pablo, ella es la prolongación supra-racial del Pueblo Elegido (2); este nombre debe extenderse igualmente, en virtud del mismo principio, a la Comunidad islámica, ya que ésta pertenece asimismo al linaje abrahamico. Pues el Magnificat habla del favor otorgado a «Abraham y a su raza», y no a Isaac y a su raza exclusivamente, luego también más allá de las razas corporales.

La relación -enunciada por el Magníficat- entre el temor y la Misericordia es de una importancia capital; esta doctrina corta de golpe la ilusión de una religiosidad superficial y fácil -muy en boga entre los «creyentes» de hoy- que confunde la Bondad divina con las flaquezas del humanismo y del psicologismo, y hasta de la democracia, lo que entra de lleno en la línea del narcisismo moderno y de la desacralización que resulta de él. Es muy significativo que en las doctrinas tradicionales que más insisten en la Misericordia -el Amidismo, por ejemplo- el punto de partida es la convicción de merecer el infierno y de ser salvado sólo por la Bondad del Cielo; la vía no consiste entonces en salvarse por los propios méritos, puesto que es algo considerado imposible, sino en conformarse moral, intelectual y ritualmente a las exigencias de una Misericordia, que desea salvarnos y a la que sólo tenemos que abrirnos. El cántico de María está todo él impregnado de elementos de Misericordia y elementos de Cólera, y ser refiere así tanto al amor como al temor; impide por siempre jamás engañarse sobre las leyes de la Bondad divina. La dulzura de la Virgen se acompaña de una pureza implacable, hay en ella algo de poderoso que recuerda los cantos triunfales de las profetisas Miryam y Débora; de hecho, el Magnificat canta una gran victoria del Cielo y un desbordamiento de «Israel» más allá de las antiguas fronteras.

Las severidades del cántico mariano con respecto a los orgullosos, los potentados y los ricos, y las consolaciones dirigidas a los humildes, los oprimidos y los pobres, se refieren -aparte de su sentido literal- al poder equilibrador del más allá; y esta insistencia en las alternancias cósmicas se explica fácilmente si recordamos que la propia Virgen personifica el Equilibrio, puesto que se identifica con la Substancia cósmica a la vez maternal y virginal, Substancia de Armonía y Belleza, pero por ello mismo opuesta a los desequilibrios. Estos desequilibrios son esencialmente, en la enseñanza mariana, el orgullo, la injusticia y el apego a las riquezas (3); podríamos precisar: el amor a sí mismo, el desprecio del prójimo, y el deseo de poseer, el cual comprende la insaciabilidad y la avaricia.

En cuanto al gozo del que habla el cántico de la Virgen, corre parejo con la humildad -la conciencia de nuestra nada ontológica frente al Absoluto- o más exactamente: con la respuesta divina a esta humildad; lo que está vacío por Dios, por ello mismo será colmado, como lo explica el Maestro Eckhart utilizando el ejemplo de la mano bajada y abierta hacia arriba. Y el mensaje virginal según el Corán, ya lo veremos, es un mensaje de generosidad divina.

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Escuchamos a veces plantear la cuestión de saber como la aparición sensible o la actividad en la tierra de un ser que posee la santidad suprema -la Santa Virgen por ejemplo- es compatible con su estado póstumo que, siendo divino, está por lo tanto más allá de toda determinación individual y por consiguiente más allá de toda forma; a esto es necesario responder ante todo que la santidad es el eclipsamiento en un Prototipo universal: la Virgen, puesto que es santa, no puede dejar de identificarse a un Modelo divino del que ella será como el reflejo en la tierra. Este Modelo divino es antes que nada un aspecto o un Nombre de Dios, y se puede decir por lo tanto que la Virgen es, en su realidad o su conocimiento supremo, este aspecto divino mismo; pero este aspecto tiene forzosamente un primer reflejo en el orden cósmico o creado: es el «Espíritu», el Metatron de la cábala, Er-Rûh o los ángeles supremos en la doctrina islámica, y también la Trimûrti hindú, o más particularmente, puesto que se trata de la Virgen, el aspecto femenino y benéfico de la Trimûrti, es decir Lakshmî que es, en la cumbre de todos los mundos, la huella inmediata de la Bondad y Belleza divinas; de esta huella derivan todas las bellezas y bondades creadas, o en otros términos, es a través de esta huella como Dios comunica al mundo su Belleza y su Bondad.

La Virgen María es por lo tanto -en lo que podríamos llamar, refiriéndonos a su existencia humana, su estado póstumo- creada e increada a la vez, cualesquiera que puedan ser las limitaciones que la teología exotérica debe imponerse a si misma aquí por razones de oportunidad, y las cuales limitaciones no podemos tener en cuenta aquí puesto que nuestro punto de vista es esotérico; sea como sea, cuando el exoterismo no puede reconocer, sin entrar en contradicciones insolubles, la realidad divina de María, -y el exoterismo la reconoce al menos implícitamente, por ejemplo cuando define a la Virgen como «Corredentora», «Madre de Dios», «Esposa del Espíritu Santo»- le es al menos posible, sin correr el riesgo de formulaciones malsonantes, reconocer que la Virgen ha sido creada antes de la Creación, lo que lleva de nuevo a identificarla al Espíritu universal visto más particularmente en su función femenina, maternal, benéfica.

Esta huella divina en la manifestación supra-formal o luminosa conlleva además, por repercusión cósmica, una huella síquica, -o más bien sico-física, puesto que lo corporal puede siempre surgir y reabsorberse en lo síquico de lo cual no es, en último análisis, más que un modo- y es esta huella síquica lo que es María en su forma humana; es por eso que los Prototipos universales, cuando se manifiestan en la parte de la humanidad para la cual María a vivido en la tierra, lo harán a través de la forma síquica (4), y por tanto individual y humana, de la Virgen; esta forma puede siempre reabsorberse en sus Prototipos (5), como el cuerpo puede reabsorberse en el alma, y como el Prototipo creado -el «Espíritu» en su función de misericordia- puede reabsorberse en el Prototipo increado, que es la infinita Belleza, Beatitud y Misericordia de Dios.

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Las Escrituras mantienen secreta la Soberanía de la Virgen; porque del Hijo solo querían loar la grandeza.

María dice: «Ya no les queda vino». Así habló el Espíritu Santo, la irradiación del Altísimo.

El espíritu, decimos, penetró en su cuerpo; ambos devinieron Uno. Y es maravilloso: de todo el Universo, Maria es la Madre. La irradiación de lo Divino que fue en el comienzo.

Vacare Deo: ella es luminosa y pura, y además colmada de la presencia de Dios. En ella se encuentra la perfección de la nieve combinada con la beatitud solar.

La Santa Virgen es el Recuerdo de Dios; es por eso que el Angel dice: «Llena de Gracia». El Nombre de Dios, que regocija el corazón: ese es el Vino que ella quiso ofrecernos; y no su palabra únicamente –que vosotros conocéis– su belleza también, sacramento irradiante.

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«Ya no tienen más vino» ¿Cómo pudo la Santa Virgen decir tal cosa, si ella no fuera favorable al vino ni al matrimonio?. Ella vio la profundidad de las cosas, maravillosa.

La naturaleza de las cosas, el divino En-Si-Mismo, no el rebajamiento humano de los placeres; es necesario vivir lo Bello en vuestro interior, es necesario evitar la vana superficialidad.

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NOTAS __________________________

(1) – Profetisa no legisladora y fundadora, sino iluminadora. Entre los musulmanes existe una divergencia de opiniones sobre la cuestión de saber si María -Sayyidatnâ Maryam- fue Profetisa (nabiyah) o simplemente santa (waliyah); la primera opinión se basa en la eminencia espiritual de la Virgen, es decir, en su categoría dentro de la jerarquía de las eminencias espirituales, mientras que la segunda opinión, nacida de una teología puntillosa y temerosa, sólo tiene en cuenta el hecho de que María no tenía función legisladora, punto de vista «administrativo» que pasa por alto la naturaleza de las cosas.

(2) – «Israel, su servidor», dice el Cántico de la Virgen, precisando así que la servidumbre sagrada entra en la definición misma de Israel, de modo que un Israel sin esta servidumbre deja de ser el Pueblo Elegido y que, inversamente, una comunidad monoteísta de espíritu abrahámico se identifica con Israel -«en espíritu y en verdad»- por el hecho de que realiza la servidumbre para con Dios.

(3) – Y no el solo hecho de ser rico, pues una situación exterior no es nada en sí misma; un monarca es forzosamente rico, y ha habido santos monarcas. El condenar a los «ricos» se justifica, no obstante, por el hecho de que el común de los poseedores se apegan a lo que poseen; inversamente solo es «pobre» el que se contenta con poco.

(4) – En otras partes de la humanidad terrestre, el mismo Prototipo -divino y angélico a la vez- tomará las formas apropiadas al ambiente respectivo; aparecerá lo más a menudo con los rasgos de una bella mujer, como es el caso de las apariciones de la Shekhînah en el Judaísmo, de Durgâ «la Madre», en el Hinduismo, de Kwan-Yin o de Tara en Extremo Oriente; de la misma manera, en las tradiciones de los Indios Siux, el Calumet -instrumento sagrado por excelencia- fue traído del Cielo por Ptesan-Win, una joven celeste maravillosamente bella, y vestida de blanco.

Pero el Principio misericordioso puede tomar también -cuando hay analogía inversa, no paralela- una forma masculina, por ejemplo la de Krishna, o la del Bodhisattwa Avalokitêshwara, –asimilado además a Kwan-Yin, «Diosa de la Gracia», en el Budismo chino– o también, en el Islam, la forma del Profeta del que uno de los Nombres es precisamente «Misericordia» (Rahmah).

No nos olvidemos de añadir que estas manifestaciones de la Misericordia tienen a veces también un aspecto terrible, conexo del de pureza.

Para volver a la Santa Virgen, podemos decir esto: ella está coeternamente en Dios, de otra manera existirían en el mundo perfecciones que faltarían al Creador; ella está aquí de dos maneras: primeramente en tanto que «Substancia existencial» o Materia Prima (la divina Prakriti de la doctrina hindú), y en segundo lugar en tanto que «Cualidad divina» (el aspecto de Purusha, principio masculino del acto creador) o de «Nombre divino»; es así la Belleza, la Pureza, la Misericordia de Dios; pero ella está también, por lo mismo y a fortiori, presente en el Espíritu divino manifestado o creado, del cual es la Belleza misericordiosa, pero también la Pureza severa; en fin, ella está encarnada en María -y en otras formas humanas, lo Unico volviéndose forzosamente múltiple desde el momento que se manifiesta en el plano formal, sin lo cual aniquilaría este plano- y puede aparecer, gracias a su forma individual y síquica, incluso en el plano corporal.

(5) – Lo ponemos en plural porque toda perfección deriva de los dos principales Prototipos, uno, cósmico o angélico, y otro, divino.

DE LA UNIDAD TRASCENDENTE DE LAS RELIGIONES

DE LA UNIDAD TRASCENDENTE
DE LAS RELIGIONES

Frithjof Schuon

Spiritus ubi vult spirat: et vocem eius audis, sed nescis unde veniat, aut quo vadat: sic est omnis, qui natus est ex spiritu.

(Ioan III, 8.)

ÍNDICE

Págs.
Prefacio 4

I. Dimensiones conceptuales 10

II. Limitaciones del exoterismo 15

III. Trascendencia y universalidad del esoterismo 34

IV. La cuestión de las formas de arte 55

V. De los límites de la expansión religiosa 68

VI. El aspecto ternario del monoteísmo 80

VII. Cristianismo e Islam 88

VIII. Naturaleza particular y universalidad de la tradición cristiana 103

IX. Ser hombre es conocer 123

PREFACIO

Las consideraciones de este libro proceden de una doctrina que no es en absoluto fi-losófica, sino propiamente metafísica. Esta distinción puede parecer ilegítima a quienes tienen la costumbre de englobar la metafísica en la filosofía, pero, si se encuentra ya una tal asimilación en Aristóteles y en sus continuadores escolásticos, esto prueba precisa-mente que toda filosofía tiene limitaciones que, inclusive en los casos más favorables, como los que acabamos de citar, excluyen una apreciación perfectamente adecuada de la metafísica. En realidad, ésta posee un carácter trascendente que la hace independiente de un pensamiento puramente humano, cualquiera que sea. Para definir bien la diferen-cia que existe entre uno y otro modo de pensamiento, diremos que la filosofía procede de la razón, facultad enteramente individual, mientras que la metafísica surge exclusi-vamente del Intelecto. Este último era definido de la siguiente manera, con pleno cono-cimiento de causa, por el maestro Eckhart: «En el alma hay algo que es increado e in-creable; si el alma entera fuese tal, ella sería increada e increable, y esto es el Intelecto.» En el esoterismo musulmán se encuentra una definición análoga, aunque más concisa aún y más rica en valor simbólico: «El Sufí (es decir, el hombre identificado con el Inte-lecto) no es creado.»
Si el conocimiento puramente intelectual sobrepasa por definición al individuo; si, por consiguiente, es de esencia supraindividual, universal o divina y procede de la Inte-ligencia pura, es decir, directa y no discursiva, no hay que decir que este conocimiento no sólo va más lejos que el razonamiento, sino inclusive más lejos que la fe en el senti-do ordinario de este término. Dicho de otro modo: el conocimiento intelectual sobrepasa igualmente el punto de vista específicamente religioso que, por su parte, es, sin embar-go, incomparablemente superior al punto de vista filosófico, o, más precisamente, ra-cionalista, puesto que, como el conocimiento metafísico, emana de Dios y no del hom-bre. Pero en tanto que la metafísica procede completamente de la intuición intelectual, la religión procede de la Revelación. Ésta, la Revelación, es la Palabra de Dios en tanto en cuanto Él se dirige a sus criaturas, mientras que la intuición intelectual es una parti-cipación directa y activa en el Conocimiento divino, y no una participación indirecta y pasiva como lo es la fe. En otros términos: en la intuición intelectual no es el individuo en tanto tal quien conoce, sino en tanto que, en su esencia profunda, él no es distinto de su Principio divino; también la certidumbre metafísica es absoluta en razón de la identi-dad entre el cognoscente y lo conocido en el Intelecto. Si está permitido poner un ejem-plo en el orden sensible para ilustrar la diferencia entre los conocimientos metafísico y teológico, podemos decir que el primero, que llamaremos «esotérico» cuando se mani-fieste mediante un simbolismo religioso, tiene conciencia de la esencia incolora de la luz y de su carácter de pura luminosidad; tal creencia religiosa, por el contrario, admitirá que la luz es roja y no verde, mientras que otra creencia afirmará lo contrario. Las dos tendrán razón en tanto ambas distinguen la luz de la oscuridad, pero no la tendrán en tanto la identifican con tal o cual color. Mediante este ejemplo tan rudimentario, quere-mos mostrar que el punto de vista teológico o dogmático, por el hecho de que se funda en el espíritu de los creyentes, sobre una revelación y no sobre un conocimiento accesi-ble a cada uno —cosa, por otro lado, irrealizable para una gran parte de la colectividad humana—, confunde necesariamente el símbolo o la forma con la Verdad desnuda y supraformal, mientras que la metafísica, que no se puede asimilar a un «punto de vista» más que de una manera enteramente provisional, podrá servirse del mismo símbolo o de la misma forma a título de medio de expresión, pero sin ignorar su relatividad. Es por esto por lo que cada una de las grandes religiones intrínsecamente ortodoxas, por sus dogmas, sus ritos y sus demás símbolos, puede servir de medio de expresión a toda ver-dad conocida directamente por el ojo del Intelecto, órgano espiritual que el esoterismo musulmán denomina «el ojo del corazón».
Acabamos de decir que la religión traduce las verdades metafísicas o universales en lenguaje dogmático, ahora bien, si el dogma no es accesible a todos en su Verdad intrín-seca que sólo el Intelecto puede alcanzar directamente, el mismo dogma no es menos accesible por la fe, único modo de participación posible, para la gran mayoría de los hombres, en las verdades divinas. En cuanto al conocimiento intelectual que, lo hemos visto, no procede de una creencia ni de un razonamiento, él sobrepasa el dogma en el sentido de que, sin contradecirlo jamás, lo penetra en su «dimensión interna», que es la verdad infinita que domina todas las formas.
A fin de ser absolutamente claros, insistiremos todavía sobre que el modo racional de conocimiento no sobrepasa. el dominio de las generalidades ni alcanza por sí solo ninguna verdad trascendente; puede, sin embargo, servir de modo de expresión a un conocimiento suprarracional —es el caso de la ontología aristotélica y escolástica—, pero esto será siempre en detrimento de la integridad intelectual
Si el conocimiento puramente intelectual sobrepasa por definición al individuo; si, por consiguiente, es de esencia supraindividual, universal o divina y procede de la Inte-ligencia pura, es decir, directa y no discursiva, no hay que decir que este conocimiento no sólo va más lejos que el razonamiento, sino inclusive más lejos que la fe en el senti-do ordinario de este término. Dicho de otro modo: el conocimiento intelectual sobrepasa igualmente el punto de vista específicamente religioso que, por su parte, es, sin embar-go, incomparablemente superior al punto de vista filosófico, o, más precisamente, ra-cionalista, puesto que, como el conocimiento metafísico, emana de Dios y no del hom-bre. Pero en tanto que la metafísica procede completamente de la intuición intelectual, la religión procede de la Revelación. Ésta, la Revelación, es la palabra de Dios en tanto en cuanto Él se dirige a sus criaturas, mientras que la intuición intelectual es una parti-cipación directa y activa en el Conocimiento divino y, no una participación indirecta y pasiva como lo es la fe. En otros términos: en la intuición intelectual no es el individuo en tanto tal quien conoce, sino en tanto que, en su esencia profunda, él no es distinto de su Principio divino; también la certidumbre metafísica es absoluta en razón de la identi-dad entre el cognoscente y lo conocido en el Intelecto. Si está permitido poner un ejem-plo en el orden sensible para ilustrar la diferencia entre los conocimientos metafísico y teológico, podemos decir que el primero, que llamaremos «esotérico» cuando se mani-fieste mediante un simbolismo religioso, tiene conciencia de la esencia incolora de la luz y de su carácter de pura luminosidad; tal creencia religiosa, por el contrario, admitirá que la luz es roja y no verde, mientras que otra creencia afirmará lo contrario. Las dos tendrán razón en tanto ambas distinguen la luz de la oscuridad, pero no la tendrán en tanto la identifican con tal o cual color. Mediante este ejemplo tan rudimentario, quere-mos mostrar que el punto de vista teológico o dogmático, por el hecho de que se funda en el espíritu de los creyentes, sobre una revelación y no sobre un conocimiento accesi-ble a cada uno —cosa, por otro lado, irrealizable para una gran parte de la colectividad humana—, confunde necesariamente el símbolo o la forma con la Verdad desnuda y supraformal, mientras que la metafísica, que no se puede asimilar a un «punto de vista» más que de una manera enteramente provisional, podrá servirse del mismo símbolo o de la misma forma a título de medio de expresión, pero sin ignorar su relatividad. Es por esto por lo que cada una de las grandes religiones intrínsecamente ortodoxas, por sus dogmas, sus ritos y sus demás símbolos, puede servir de medio de expresión a toda ver-dad conocida directamente por el ojo del Intelecto, órgano espiritual que el esoterismo musulmán denomina «el ojo del corazón».
Acabamos de decir que la religión traduce las verdades metafísicas o universales en lenguaje dogmático; ahora bien, si el dogma no es accesible a todos en su Verdad intrín-seca que sólo el Intelecto puede alcanzar directamente, el mismo dogma no es menos accesible por la fe, único modo de participación posible, para la gran mayoría de los hombres, en las verdades divinas. En cuanto al conocimiento intelectual que, lo hemos visto, no procede de una creencia ni de un razonamiento, él sobrepasa el dogma en el sentido de que, sin contradecirlo jamás, lo penetra en su «dimensión interna», que es la verdad infinita que domina todas las formas.
A fin de ser absolutamente claros, insistiremos todavía sobre que el modo racional de conocimiento no sobrepasa el dominio de las generalidades ni alcanza por sí solo ninguna verdad trascendente; puede, sin embargo, servir de modo de expresión a un conocimiento suprarracional —es el caso de la ontología aristotélica y escolástica—, pero esto será siempre en detrimento de la integridad intelectual de la doctrina. Algunos objetarán quizá que la metafísica más pura se distingue a veces muy poco de la filoso-fía; que ella utiliza, como ésta, argumentaciones y, como ésta, parece llegar a conclu-siones; pero esta semejanza se debe al hecho de que toda concepción, en cuanto se ex-presa, se reviste forzosamente de los modos del pensamiento humano, que es racional y dialéctico; lo que distingue aquí esencialmente la proposición metafísica de la proposi-ción filosófica es que la primera es simbólica y descriptiva, en el sentido de que ella se sirve de los modos racionales como de símbolos para describir o traducir conocimientos que comportan más certidumbre que cualquier conocimiento del orden sensible, mien-tras que la filosofía —que por algo ha sido llamada ancilla theologiae— nunca es más que lo que ella expresa; cuando razona para resolver una duda, esto prueba precisamente que su punto de partida es una duda que quiere llegar a remontar, en tanto que, como hemos dicho ya, el punto de partida de la enunciación metafísica es siempre esencial-mente una evidencia o una certidumbre, que se tratará de comunicar a aquéllos que sean capaces de recibirla, por medios simbólicos o dialécticos propios para actualizar en ellos el conocimiento latente que portan inconscientemente, diremos también «eternamente», en sí mismos.
Tomemos, a título de ejemplo de los tres modos de pensamiento que hemos encara-do, la idea de Dios. El punto de vista filosófico, cuando no niega a Dios pura y simple-mente —lo que no hará sino dando a esta palabra un sentido que no tiene— intenta «probar» a Dios mediante toda clase de argumentaciones; en otros términos, este punto de vista trata de «probar» ya sea la «existencia», ya la «inexistencia» de Dios, como si la razón, que no es más que un intermediario y en modo alguno una fuente de conoci-miento trascendente, no pudiera «probar» cualquier cosa; por otra parte, esta pretensión a la autonomía de la razón en dominios donde sólo la intuición intelectual, de una parte, y la revelación, por otra, pueden comunicar conocimientos, caracteriza el punto de vista filosófico y revela su insuficiencia. En cuanto al punto de vista teológico, no se preocu-pa de probar a Dios —él permite inclusive admitir que ello es imposible— pero se fun-da sobre la creencia: añadamos que la fe no se reduce en absoluto a la simple creencia, .porque, de ser así, Cristo no hubiese hablado de la «fe que mueve las montañas», pues ni que decir tiene que la creencia religiosa no posee esta virtud. Metafísicamente, en fin, no se tratará ya ni de «prueba» ni de «creencia» sino exclusivamente de evidencia dire-cta, de evidencia intelectual que implica la certidumbre absoluta, pero que, en el estado actual de la humanidad, no es accesible más que a una elite espiritual cada vez más res-tringida; ahora bien, la religión, por su naturaleza e independientemente de las veleida-des de sus representantes, que pueden no tener conciencia de ellas, contiene y transmite, bajo el velo de sus símbolos dogmáticos y rituales, el Conocimiento puramente intelec-tual, como hemos notar anteriormente.
Sin embargo, tendría uno perfecto derecho a preguntarse por qué razones humanas y cósmicas, determinadas verdades, que podemos calificar de «esotéricas» en un sentido muy general, son expuestas y explicitadas precisamente en nuestra época tan poco incli-nada a las especulaciones; hay en esto, efectivamente, algo de anormal: no en el hecho de exponer estas verdades, sino en las condiciones generales de nuestra época que, mar-cando el fin de un gran período cíclico de la humanidad terrestre —el fin de un mahâ-yuga, según la terminología hindú— debe recapitular o remanifestar de una u otra ma-nera todo lo que se encuentra incluido en el ciclo entero, de acuerdo con el adagio que dice que «los extremos se tocan», de suerte que cosas que son anormales en sí mismas pueden hacerse necesarias en razón de las condiciones apuntadas. Desde un punto de vista más individual, el de la simple oportunidad, hay que convenir que la confusión espiritual de nuestra época ha alcanzado un grado tal que los inconvenientes que, en principio, pueden resultar para algunos del contacto con las verdades de que se trata se encuentran compensados por las ventajas que otros obtendrán de dichas verdades; de otro lado, el término de «esoterismo» es muy a menudo usurpado para enmascarar ideas tan poco espirituales y tan peligrosas como es posible, y lo que se conoce de las doctri-nas esotéricas es tan a menudo plagiado y deformado —aparte de que la incompatibili-dad exterior y voluntariamente amplificada de las diferentes formas tradicionales arroja el más grande descrédito, en el espíritu de un gran número de nuestros contemporáneos, sobre toda tradición, sea religiosa o de cualquier otra índole— que no hay solamente ventaja, sino inclusive obligación de hacer entrever, de una parte lo que es el esoterismo verdadero y lo que no lo es y, de otra parte, lo que constituye la solidaridad profunda y eterna de todas las formas del espíritu.
Para volver al tema principal que nos hemos propuesto tratar en este libro, insistire-mos sobre que la unidad de las religiones no solamente no es realizable, en el plano ex-terior, el plano de las formas, sino que no debe si quiera ser realizada, suponiendo que fuese posible, sobre este plano, sin que las formas reveladas fuesen desprovistas de ra-zón suficiente; y decir que son reveladas es como decir que son queridas por el Verbo divino. Al hablar de «unidad trascendente» queremos decir que la unidad de las formas religiosas debe ser realizada de una manera puramente interior y espiritual, sin ser trai-cionada por ninguna forma particular. Los antagonismos de estas formas no perjudican más a la Verdad una y universal que los antagonismos entre los colores opuestos a la transmisión de la luz una e incolora, por utilizar la misma imagen que antes; y de la misma manera que todo color, por su, negación de la oscuridad y su afirmación de la luz, permite encontrar el rayo que la hace visible y remontar este rayo hasta su fuente luminosa, de la misma manera toda forma, todo símbolo, toda religión, todo dogma, por su negación del error y su afirmación de la Verdad, permite remontar el rayo de la Re-velación, que no es otro que el del Intelecto, hasta su Manantial divino.

I

DIMENSIONES CONCEPTUALES

La comprensión verdadera e integral de una idea sobrepasa con mucho el primer asentimiento de la inteligencia; asentimiento que es tomado la mayor parte de las veces por la propia comprensión. Ahora bien, si es cierto que la evidencia que comporta para nosotros una idea es realmente, en cierta medida, una comprensión, no se trataría aquí, sin embargo, de todo el alcance de esta o de su perfección, porque esta evidencia es, sobre todo, para nosotros, la marca de una aptitud para comprender íntegramente esa idea. Una verdad, en efecto, puede ser comprendida en diferentes grados y según di-mensiones conceptuales diferentes, o sea, según una serie indefinida de modalidades que corresponden a los aspectos, igualmente indefinidos en su número, de la verdad, es decir, a todos sus aspectos posibles. Esta manera de encarar la idea nos lleva, en suma, a la cuestión de la realización espiritual cuyas expresiones doctrinales ilustran bien la in-definidad dimensional de la concepción teórica.
La filosofía, en lo que tiene de limitativo —y esto es, por otra parte, lo que constitu-ye su carácter específico— está fundada sobre la ignorancia sistemática de lo que aca-bamos de enunciar; en otros términos, ella ignora lo que sería su propia negación. Asi-mismo, no opera más que con unas especies de esquemas mentales que tiene por absolu-tos por causa de su pretensión de universalidad, cuando lo cierto es que no son, desde el punto de vista de la realización espiritual, más que otros tantos objetos simplemente virtuales o potenciales inutilizados, al menos en la medida en que se trata de ideas ver-daderas; pero cuando no es así, como suele suceder por lo general en la filosofía moder-na, estos esquemas se reducen a artificios inutilizables desde el punto de vista especula-tivo, o sea, desprovistos de todo valor real. En cuanto a las ideas verdaderas, es decir, aquéllas que sugieren más o menos implícitamente aspectos de la Verdad total y, por consiguiente, esta Verdad misma, constituyen, por esto mismo, claves intelectuales y no tienen otra razón de ser; es lo que sólo el pensamiento metafísico es capaz de captar. En cambio, ya se trate de filosofía o de teología ordinaria, hay en estos dos modos de pen-samiento una ignorancia que no sólo concierne a la naturaleza de las ideas que se creen haber comprendido íntegramente, sino sobre todo el alcance de la teoría como tal: la comprensión teórica, en efecto, es transitoria por definición, y su delimitación será siempre, por otra parte, más o menos aproximativa.
La comprensión puramente «teorizante» de una idea, comprensión que calificamos así en razón de la tendencia limitativa que la paraliza, podría muy bien ser caracterizada por el término «dogmatismo»; el dogma religioso representa en efecto, al menos en tanto es considerado como excluyente de otras formas conceptuales, y no ciertamente en sí mismo, una idea considerada según la tendencia teorizante, y esta manera excluyente se convierte inclusive en un carácter desde el punto de vista religioso como tal. Un dogma religioso cesa, sin embargo, de ser limitado así desde el momento en que es comprendido según su verdad interna, que es de orden universal, y esto es lo que acon-tece con todo esoterismo. Por otra parte, en este esoterismo mismo, como en toda doc-trina metafísica, las ideas que son formuladas pueden a su vez ser comprendidas según la tendencia dogmatizante o teorizante, y entonces estamos en presencia de un caso completamente análogo al del dogmatismo religioso del que acabamos de hablar. Es preciso todavía insistir, a este respecto, sobre el hecho de que el dogma religioso no es en absoluto un dogma en sí mismo, sino que lo es únicamente por el hecho de ser enca-rado como tal, por una especie de confusión de la idea con la forma de que ella se ha revestido, y que, por otro lado, la dogmatización exterior de verdades universales está perfectamente justificada, dado que estas verdades o ideas, debiendo ser el fundamento de una tradición, deben ser asimilables por todos en un grado cualquiera; el dogmatis-mo, en sí, no consiste en la simple enunciación de una idea, es decir, en el hecho de dar forma a una intuición espiritual, sino en una interpretación que, en lugar de alcanzar la Verdad informal y total partiendo de una de las formas de ésta, no hace en cierto modo más que paralizar esta forma, negando sus potencialidades intelectuales y atribuyéndole un carácter absoluto que únicamente la verdad informal y total puede tener.
El dogmatismo se revela no solamente por su falta de capacidad para concebir la ilimitación interna o implícita del símbolo, es decir, su universalidad que resuelve todas las oposiciones exteriores, sino también por su incapacidad para reconocer, cuando está en presencia de dos verdades aparentemente contradictorias, el lazo interno que afirman implícitamente y que hace de ellas aspectos complementarios de una sola y la misma verdad. Se podría también expresar así: el que participa en el Conocimiento universal se enfrentará con dos verdades aparentemente contradictorias como consideraría dos pun-tos situados en el mismo círculo que los conecta por su continuidad y los reduce de esta forma a la unidad: en la medida en que estos puntos se encuentren alejados uno del otro o, lo que es lo mismo, sean opuestos uno al otro, habrá contradicción, y ésta será llevada a su máximum cuando los puntos estén situados respectivamente en las dos extremida-des de un diámetro de la circunferencia; pero esta extrema oposición o contradicción no aparece precisamente más que por el hecho de aislar los puntos considerados del círcu-lo, y de hacer abstracción de éste como si no existiera. Se puede concluir que si la afir-mación dogmatizante, es decir, aquélla que se confunde con su forma y no admite otra, es comparable a un punto que, como tal, contradecirá, por definición en cierta medida, todo otro posible punto; la enunciación especulativa, por el contrario, será comparable a un elemento del círculo que, por su misma forma, indica su propia continuidad lógica y ontológica, o sea, el círculo entero, o, por transposición analógica, la Verdad entera. Esta comparación traducirá quizá mejor la diferencia que separa la afirmación dogmati-zante de la enunciación especulativa.
La contradicción exterior e intencionada de las enunciaciones especulativas puede aparecer, por supuesto, no sólo en una sola forma lógicamente paradojal, tal como el Aham Brahmasmi («Yo soy Brahma») védico —sea la definición vedántica del Yogui— o el Anal-Haqq («Yo soy la verdad») de El-Hallâj, o inclusive las palabras de Cristo concernientes a su divinidad, pero con más razón todavía entre formulaciones diferentes de la que cada una puede ser lógicamente homogénea en sí misma; este caso se produce en todas las escrituras sagradas, y especialmente en el Corán. Recordemos solamente, a este respecto, la contradicción aparente entre las afirmaciones de la predestinación y la del libre albedrío, afirmaciones que no son contrarias más que en tanto ellas expresan respectivamente aspectos opuestos de una sola y única realidad. Pero, abstracción hecha de las formulaciones paradojales —sean tales en sí mismas o las unas respecto a las otras— hay todavía teorías que, traduciendo la más estricta ortodoxia, se contradicen, sin embargo, externamente, y esto en razón de la diversidad de sus puntos de vista res-pectivos, puntos de vista no elegidos artificial y arbitrariamente, sino adquiridos espon-táneamente gracias a una verdadera originalidad intelectual.
Volviendo a lo que decíamos de la comprensión de las ideas, podríamos comparar una noción teórica con la visión de un objeto: de la misma manera que esta visión no revela todos los aspectos posibles, es decir, la naturaleza integral del objeto, cuyo per-fecto conocimiento no sería otro que la identidad con él, igualmente una noción teórica no responde a la verdad integral de la que forzosamente no sugiere más que un aspecto, esencial o no ; el error, en este ejemplo, corresponde a una visión inadecuada del objeto, mientras que la concepción dogmatizante sería comparable a la visión exclusiva de un solo aspecto de este objeto, visión que supondría la inmovilidad del sujeto vidente. En cuanto a la concepción especulativa, o sea, intelectualmente ilimitada, sería aquí compa-rable al conjunto indefinido de las diferentes visiones del objeto considerado, visiones que presupondrían la facultad de desplazamiento o cambio de punto de vista del sujeto, por consiguiente, una cierta forma de identidad con las dimensiones del espacio que, de por sí, revelan precisamente la naturaleza integral del objeto, al menos desde el punto de vista de la forma que es la que está en causa en nuestro ejemplo. El movimiento en el espacio es, en efecto, una participación activa en las posibilidades de éste, mientras que la extensión estática en el espacio, la forma de nuestro cuerpo por ejemplo, es una parti-cipación pasiva en estas mismas posibilidades; de estas consideraciones se puede pasar fácilmente a un plano superior y hablar entonces de un «espacio intelectual», es decir, de la omniposibilidad cognoscitiva que no es otra, en el fondo, que la Omnisciencia divina, y por consiguiente también «dimensiones intelectuales» que son las modalidades «internas» de esta Omnisciencia; y el Conocimiento por el Intelecto no es otra cosa que la perfecta participación del sujeto en estas modalidades, lo que, en el mundo físico, está bien representado por el movimiento. Se puede, pues, hablando de la comprensión de las ideas, distinguir una comprensión dogmatizante, comparable a la visión que parte de un solo punto de vista, y una comprensión integral, especulativa, comparable a la serie indefinida de las visiones del objeto, visiones realizadas por cambios indefinidamente múltiples del punto de vista. Y de la misma manera que, para el ojo que se desplaza, las diferentes visiones de un objeto están ligadas por una perfecta continuidad que represen-ta de alguna manera la realidad determinante del objeto, igualmente los diferentes as-pectos de una verdad, por contradictorios que ellos puedan parecer entre sí, no hacen más que describir, conteniendo implícitamente aspectos posibles, la Verdad integral que los sobrepasa y los determina. Repetiremos lo que hemos dicho más arriba: la afirma-ción dogmatizante corresponde a un punto que, como tal, contradice por definición in-clusive todo otro punto, mientras que la enunciación especulativa, por el contrario, es siempre concebida como un elemento de un círculo que, por su misma fuerza, indica principalmente su propia continuidad y, por esto, el círculo entero, o sea, la verdad ente-ra.
De esto resulta que, en doctrina especulativa, es el punto de vista, de una parte, y el aspecto, de otra, los que determinan la forma de la afirmación; mientras que, en dogma-tismo, éste se confunde con un punto de vista y un aspecto determinados, excluyendo por esto mismo todos los demás puntos de vista y aspectos igualmente posibles .

SOMBRAS CÓSMICAS Y SERENIDAD

SOMBRAS CÓSMICAS Y SERENIDAD

FRITHJOF SCHUON

“Dios hace lo que quiere”: ello no significa que Dios, tal como un individuo, pueda tener deseos arbitrarios, sino que el Ser puro, por su misma naturaleza, comporta la Todo-Posibilidad; ahora bien, la ilimitación de ésta implica incluso las posibilidades por así decirlo absurdas, es decir, contrarias a la naturaleza del Ser, que sin embargo se espera que todo fenómeno manifieste, y que manifiesta de buen o mal grado: pues evidentemente estas posibilidades sólo pueden hacerse realidad de un modo ilusorio y limitado, pues ningún mal puede penetrar en el orden celestial. El mal, lejos de constituir la mitad de lo posible —no existe simetría entre el bien y el mal— se encuentra limitado por el espacio y el tiempo hasta el punto de reducirse a una cantidad ínfima dentro de la economía del Universo total; ello es necesariamente así puesto que “la Misericordia envuelve todo”; y vincit omnia Veritas (la Verdad todo lo vence).

En otros términos: la Infinitud divina implica que el Principio supremo consiente, no sólo en limitarse ontológicamente —por grados y con respecto a la Manifestación universal—, sino también en dejarse contradecir en el seno de ésta; todo metafísico lo admite intelectualmente, pero falta mucho para que cada uno se encuentre en condiciones de aceptarlo moralmente, es decir, resignarse a las consecuencias concretas del principio del absurdo necesario.

Con el objeto de resolver el espinoso problema del mal, algunos han afirmado que nada es malo pues todo lo que sucede es “voluntad de Dios”, o que el mal sólo existe “desde el punto de vista de la Ley”; pero ello es inaceptable, en primer lugar porque es Dios quien promulga la Ley, y luego porque la Ley existe a causa del mal y no inversamente. Lo que hay que decir es que el mal se integra dentro del Bien universal, no como mal sino como necesidad ontológica; esta necesidad es subyacente al mal, le es metafísicamente inherente, pero no lo transforma en un bien.

Por lo tanto, no hay que decir que Dios “quiere” el mal —más bien digamos que lo “permite”— ni que el mal es un bien porque Dios no se opone a su existencia; por el contrario, se puede decir que debemos aceptar la “voluntad de Dios” cuando el mal entra en nuestro destino y no nos es posible escapar de él, o durante todo el tiempo que o somos capaces de lograrlo. Por lo demás, no perdamos de vista que el complemento de la resignación es la confianza, cuya quintaesencia es la certeza a la vez metafísica y escatológica incondicional de aquello que es, y certeza condicional de aquello que podemos ser.

***

El mal forma parte del bien de diversas maneras; en primer lugar por su existencia en tanto que ésta manifiesta al Ser y por lo tanto al Bien soberano; en segundo término, por el contrario, a causa de su desaparición, pues la victoria sobre el mal es un bien y sólo es posible gracias a la presencia del mal; en tercer lugar porque el mal puede participar en el bien a título de instrumento, pues a veces sucede que un mal colabora en la elaboración de un bien; y en cuarto lugar porque esta participación puede consistir en la acentuación de un bien por contraste entre él y su contrario. Por último, los fenómenos negativos o privativos manifiestan la “capacidad” de Dios de contradecirse en cierto modo, y es la perfección misma del Ser la que exige esta capacidad; pero, como decía el Maestro Eckhart, “cuanto más blasfema más alaba a Dios”. Asimismo sucede que el bien y el mal se mezclan, lo cual origina la posibilidad de que exista un “mal menor”, o un “bien menor”; y ello coincide con la noción misma de la relatividad. Con respecto a la cuestión que plantea por qué una posibilidad es posible, ésta no tiene respuesta o bien se resuelve de antemano por el axioma de la Todo-Posibilidad inmanente al Ser, la cual por definición no tiene límites; paradójicamente, se puede decir que la Todo-Posibilidad no sería lo que es si no hiciera realidad en cierto modo a la imposibilidad.

La Realidad absoluta —el Sobre-Ser, Paramatma— no tiene opuesto; pero el Ser, el Dios personal, comporta un opuesto a causa de que se encuentra comprendido dentro de la Relatividad universal, Maya, de la cual es la cima. Sin embargo ese opuesto, Satán, no puede situarse en el mismo plano que Dios, de modo que éste también se puede considerar “sin opuesto”, al menos desde cierto punto de vista que sin embargo es esencial; es decir que Dios está “en los cielos”, mientras que el diablo, y con él el infierno, pertenece al mundo infracelestial. Sea como sea, la posibilidad de la existencia de Satán está dada, ontológicamente hablando, por la relatividad misma, la cual exige no sólo gradaciones sino también oposiciones; la relatividad es al fin y al cabo el movimiento hacia la nada, la cual sólo tiene apenas una sombra de realidad gracias a ese movimiento; y todo ello, repetimos, en virtud de la infinitud del Ser.

Una distinción análoga a la que acabamos de mencionar es la oposición entre el espíritu y la materia, con la diferencia de que ésta es neutra y no maléfica; ello no impide que la distinción entre el “espíritu” y la “carne” identifique a esta última prácticamente con el mal —por razones de oportunidad moral y mística— perdiendo de vista la transparencia metafísica de los fenómenos en general y de las sensaciones en particular, y por lo tanto de su ambigüedad y su neutralidad de principio (1). En otros términos, y para ser más precisos: si bien la materia en sí misma es neutra —nada más puro que un cristal—, existe sin embargo un defecto en su combinación con la vida, y de allí surgen la impureza, la enfermedad y la muerte; se trata de un defecto relativo que no impide las interferencias de lo celestial en la vida terrenal. Geométrica y analógicamente hablando, puede haber hundimiento dentro de los círculos concéntricos, pero los rayos que parten del centro y los atraviesan permanecen incorruptibles; este principio concierne no sólo a la ambigüedad de la materia sino también al exceso de contingencias en el cual nos vemos obligados a vivir, y que solamente nuestra relación con el Cielo logra compensar y vencer.

Pero no sólo existe el imperio de la materia sobre el espíritu, de la exterioridad sobre la interioridad y de la dispersión sobre la concentración, sino que también está el predominio del psiquismo sobre la inteligencia, y esta tara —que una racionalidad superficial no sería capaz de corregir— llega incluso a comprometer las victorias sobre la materia; a pesar de que el Cielo igualmente logra utilizar esta debilidad humana para sus fines y quitarle en ese caso su nocividad moral; pues una de las generosidades de la Misericordia es la de tomar a los hombres como son, en la medida de lo posible (2).

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Más arriba hemos dicho que hay que aceptar la “voluntad de Dios” cuanto el mal entra en el destino y no es posible escapar de él; en efecto, la naturaleza parcialmente paradójica de la Todo-Posibilidad exige de parte del hombre una actitud adecuada a esta situación, que es la cualidad de la serenidad, de la cual el cielo que está arriba de nosotros es el signo visible. La serenidad se podría caracterizar como la capacidad de mantenerse por encima de las nubes, en la calma y la frescura del vacío y lejos de todas las disonancias de este mundo inferior; consiste en no permitir jamás que el alma se hunda en pozos de problemas, de amargura, de rebelión no confesada, pues hay que cuidarse de acusar implícitamente a Ser al acusar tal fenómeno. No decimos que no haya que acusar al mal con toda justicia, sino que no hay que acusarlo con una actitud de desesperación, perdiendo de vista al Bien Soberano presente en todas partes y, bajo otro aspecto, a los imperativos del equilibrio universal; el mundo es lo que debe ser.

La serenidad es la resignación a la vez intelectual y moral a la naturaleza de las cosas: es la paciencia frente a la Todo-Posibilidad en tanto que ésta exige, por su misma limitación, la existencia de posibilidades negativas, negadoras del Ser y de las cualidades que lo manifiestan, tal como hemos señalado antes. Asimismo cabe decir, con el objeto de provee una clave más, que la serenidad consiste en resignarse a ese destino a la vez único y permanente que es el momento presente, a ese “ahora” itinerante al cual nadie puede escapar y que, en su sustancia, pertenece a lo Eterno. El hombre consciente de la naturaleza del Ser puro permanece de buena gana dentro del instante que el Cielo le ha asignado; no tiende febrilmente hacia el porvenir y no se inclina amorosa o tristemente sobre el pasado. El presente puro es el momento de lo Absoluto: es ahora —ni ayer ni mañana— cuando estamos ante Dios.

La cualidad de la serenidad evoca la de la dignidad: lejos de ser solamente un asunto de actitud exterior, la dignidad natural y sincera tiene una base espiritual que es la conciencia cuasi existencial del “motor inmóvil”; el hombre concretamente consciente de las grandezas que lo superan no puede renegar de ellas en su comportamiento, y por otra parte ello es lo que exige su deiformidad; de hecho, no hay piedad sin dignidad. La razón de ser del hombre es situarse más allá del plano de existencia sobre el cual ha sido proyectado, o sobre el cual —desde cierto punto de vista— se ha proyectado a sí mismo; y ello siempre adaptándose a la naturaleza de ese plano. La misión cósmica del hombre es ser pontifex, “edificador del puente”, del camino que une al mundo sensible y en movimiento con la inmutable Ribera divina.

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Por lo tanto, la serenidad es la victoria moral casi incondicional sobre las sombras naturales, o sea sobre las disonancias absurdas del mundo y de la vida; en caso de encuentro con el mal —y le debemos a Dios y a nosotros mismos mantenernos en la Paz— podemos utilizar los argumentos siguientes. En primer lugar, ningún mal puede debilitar al Bien Soberano ni debe perturbar nuestra relación con Dios; jamás debemos perder de vista, al entrar en contacto con lo absurdo, los valores absolutos. En segundo término, debemos tener conciencia de la necesidad metafísica de que exista el mal; “el escándalo debe llegar”. En tercer lugar, no perdamos de vista los límites del mal y su relatividad; pues Dios tendrá la última palabra. En cuarto lugar, es evidente que hay que resignarse a la voluntad de Dios, es decir a nuestro destino; por definición, el destino es lo que no podemos dejar de encontrar, y de ese modo es un aspecto de nosotros mismos. En quinto término —y ello surge del argumento anterior— Dios quiere probar nuestra fe y por lo tanto también nuestra sinceridad y nuestra paciencia, sin olvidar nuestra gratitud; es por ello que se habla de “las pruebas de la vida”. En sexto lugar, Dios no nos pediría que rindamos cuenta de lo que hacen los demás, ni de lo que nos sucede sin que seamos directamente responsables; nos hará rendir cuenta solamente de lo que hagamos nosotros mismos. Por último, en séptimo término, la felicidad pura no es para esta vida sino que es para la otra; la perfección no es de este mundo, pero este mundo no es todo, y la última palabra está en la Beatitud.

VIRTUD Y CAMINO

La primera de las virtudes es la veracidad, pues sin la verdad no podemos hacer nada. La segunda virtud es la sinceridad, que consiste en extraer las consecuencias de lo que sabemos que es verdad, y que implica a todas las otras virtudes; puesto que no basta reconocer la verdad objetivamente, en el pensamiento, sino que también hay que asumirla subjetivamente, en los actos, ya sean exteriores o interiores. La verdad excluye a las despreocupación y a la hipocresía tanto como al error y a la mentira.

La sinceridad implica directamente dos actitudes concretas: la abstención de lo que es contrario a la verdad, y el cumplimiento de lo que está de acuerdo con ella; dicho de otro modo, hay que abstenerse de aquello que aleja al Bien Soberano —el cual coincide con lo Real— y realizar lo que acerca a él. De este modo a las virtudes de la veracidad y de la sinceridad se agregan la de la temperancia y la del fervor, o la de la pureza y de la vigilancia, así como, incluso más fundamentalmente, las de la humildad y la caridad.

Sin virtud no hay camino, cualquiera que pueda ser el valor de nuestros medios espirituales; la virtud es directamente la sinceridad, e indirectamente la veracidad. La virtud no es un mérito en sí misma, sino que es un don; pero sin embargo es un mérito en la medida en que nos esforzamos hacia ella.

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Yo y los demás: las cualidades morales que corresponden respectivamente a estas dos dimensiones de nuestra existencia son la sencillez y la generosidad; o dicho de otro modo la humildad y la caridad, no como actitudes a priori sentimentales sino como adaptaciones morales y espirituales a la naturaleza de las cosas.

El fundamento quintaesencial de la virtud de la sencillez o de la humildad es que el hombre no es Dios, o que el “yo” humano no es el “Sí-mismo” divino; y el fundamento de la virtud de la generosidad, la compasión o la caridad es que nuestro prójimo también está “hecho a imagen de Dios”, o que el Sí-mismo divino es inmanente a todo sujeto humano. Es esta deiformidad la que explica también la cualidad de la dignidad, la cual resulta por añadidura de nuestra capacidad —también deiforme— de participar en la divina Majestad gracias a la conciencia que de ella tenemos.

Sencillez y generosidad: por un lado hay que ser sencillo con dignidad; por otro lado hay que ser generoso con medida, pues los intereses ajenos no suprimen nuestros propios intereses, y además todos los hombres no tienen derecho a las mismas deferencias, excepto desde el punto de vista general de la condición humana. Por otra parte, la caridad no ofrece necesariamente lo que es agradable de inmediato, pues en ese caso no habría remedio amargo; castigar con justicia a un niño es más caritativo que consentirlo. Además pensar de otra manera equivaldría a suprimir toda justicia y toda salud moral y social.

La cuestión del equilibrio entre la sencillez y la dignidad nos conduce a señalar la siguiente precisión: al reconocer que la criatura es una nada frente a Dios, no debemos perder de vista que Dios quiso la existencia de la criatura y que bajo ese aspecto ella puede tener cierta grandeza en su propio mundo; esta grandeza no la tiene solamente en su ambiente cósmico sino que también la posee, y a priori, en el Intelecto divino mismo, puesto que al crear a ese Dios quiso crear es grandeza. Lo mismo sucede con la libertad, por agregar sólo este ejemplo, ya especialmente controvertido: ante el argumento de que sólo Dios es libre y que todo el resto está predestinado, responderemos que sin embargo, al crear seres libres, Dios quería manifestar la libertad y no otra cosa, y que en consecuencia los seres son realmente libres bajo el aspecto de esta intención divina. El modo o el grado de manifestación cósmica implica limitaciones —el solo hecho de la manifestación ya las implica—, pero el contenido de esta proyección no deja por ello de ser idéntico a lo que constituye su razón de ser.

Para la piadosa sentimentalidad, la humildad significa que el hombre no es consciente de su valor, como si la inteligencia no fuera capaz de objetividad frente a este orden fenomenológico que es el alma humana; es precisamente esta objetividad la que implica que el hombre plenamente inteligente tiene conciencia también de la relatividad de sus dones, sus cualidades y sus méritos.

Evidentemente, la quintaesencia de la humildad, insistimos, es la conciencia de que no somos nada frente a lo Absoluto; dentro del mismo orden de ideas, la quintaesencia de la caridad es nuestro amor por el Bien Soberano, el cual da a nuestra compasión social su sentido más profundo. En efecto, no amar a Dios es negarlo, y negarlo es ipso facto negar la inmortalidad del alma y en consecuencia el valor de la vida, lo cual quita a nuestra beneficiencia si bien no todo su sentido al menos la mayor parte de su significado; pues la caridad hacia el hombre estrictamente terrenal —el animal humano si se quiere— debe estar acompañada po la caridad hacia el hombre virtualmente celestial, así como la caridad puramente “horizontal” puede corresponderse con el asesinato de un alma, mientras que un sufrimiento del cual nadie se compadece puede ser un bien para el alma inmortal (3). Por supuesto, no decimos esto para desalentar las intenciones de caridad, sino con el objeto de recordar que para el hombre todo valor debe referirse al Bien Soberano, so pena de seguir siendo una espada de doble filo.

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Toda virtud tiene su aspecto de belleza, que la hace inmediatamente digna de amor, independientemente del aspecto de utilidad o de oportunidad. La combinación de la sencillez y la generosidad, o de la humildad y la caridad, o de la modestia y la compasión, esta combinación, a decir verdad consustancial, constituye la virtud en sí misma y por ello mismo la calificación espiritual sine qua non. Tal vez se nos objete que, si ello es así, nadie está plenamente cualificado para la espiritualidad; ahora bien, la intención de hacer realidad la virtud forma parte de ella, de modo que la virtud esencial es a la vez una condición y un resultado. Dios no nos pide directamente la perfección, sino que requiere de nosotros la intención, que si es sincera implica la ausencia de imperfecciones graves; es sumamente evidente que el orgulloso no puede aspirar sinceramente a la humildad. Dios nos pide lo que nos dio, es decir las cualidades que llevamos en el fondo de nosotros mismos, dentro de nuestra sustancia deiforme; el hombre debe “convertirse en lo que es”; todo ser es fundamentalmente el Ser en sí mismo.

DEL AMOR

El amor de Dios se impone por la lógica de las cosas: amar los accidentes es amar la Sustancia, inconsciente o conscientemente. El hombre espiritual puede amar cosas o criaturas que en sí mismas no son Dios, pero no puede amarlas sin Dios ni fuera de Él; de modo que ellas lo conducen de un modo casi sacramental hacia el Bien Soberano simplemente siendo lo que son. “No es por amor al esposo que se quiere al esposo, sino por amor a Atma que está en él”: al amar directamente a una criatura amamos indirectamente al Creador, necesariamente puesto que “todas las cosas son Atma”. La nobleza del amor, de parte del sujeto, consiste en elegir el objeto que es digno de amor y amar sin avidez ni tiranía, teniendo consciencia —casi existencialmente— del arquetipo celestial y de la sustancia divina; con respecto al objeto digno de amor, éste ennoblece a aquel que lo ama, en la medida en que es amado en Dios. El ser humano puro, primordial y por lo tanto normativo, tiene sus raíces en el orden divino y tiende ipso facto hacia su Origen.

Quien dice amor dice belleza; el aspecto de la belleza, en Dios, es de primordial importancia dentro del contexto del amor espiritual. El amor implica el deseo de posesión y de unión; en este sentido directo, amar a Dios es, si bien no querer poseerlo, al menos querer vivir su Presencia y su Gracia, y al fin y al cabo desear unirse a él en la medida en que lo permiten nuestra potencialidad espiritual y nuestro destino.

El amor apunta a la belleza, hemos dicho; ahora bien, la Belleza de Dios surge de su Infinitud, la cual coincide con su Felicidad y su tendencia a comunicarla, es decir a irradiarla; éste es el “desbordamiento” del Bien Soberano, que a la vez proyecta sus bellezas y atrae a las almas. El Infinito se hace presente ante nosotros y al mismo tiempo nos libera de nosotros mismos; no destruyéndonos sino por el contrario conduciéndonos a lo que somos en nuestra esencia inmortal.

Sólo se puede hablar de la belleza con la condición de saber que es una realidad perfectamente objetiva, la cual es independientemente de ese factor subjetivo que es la afinidad o el gusto; la apreciación de lo bello es en primer término asunto de comprehensión y luego asunto de sensibilidad. Es bello aquello que, en el mundo de las expresiones, está de acuerdo con su esencia celestial, que es su razón de ser; en Dios mismo, la expresión hipostática de la Esencia es la Beatitud, Ananda; es ésta la que en última instancia constituye la base de toda belleza. Y la Beatitud coincide con la “dimensión” divina de Infinitud, en virtud de la cual Dios se presenta como el Bien Soberano, fuente de toda armonía y de toda dicha.

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Existe un amor de Dios que constituye un método y cuyo punto de partida es una teología, y hay otro amor de Dios cuyo punto de partida es el conocimiento de la naturaleza divina y en consecuencia el sentido de la divina Belleza, la cual nos libera de las estrecheces y de los alborotos del mundo terrenal. El camino del amor —la bakthi metódica—presupone que no podemos ir hacia Dios si no es por él; el amor en sí mismo —la batkhi intrínseca— por el contrario, acompaña al camino del conocimiento, el jnana, y se basa esencialmente en nuestra sensibilidad a la Belleza divina. Es de esta perspectiva —casi platónica— de donde surge por otra parte el arte sagrado, y es por ello que este arte se encuentra intrínsecamente dentro del campo del esoterismo; ars sine scientia nihil.

Por consiguiente, es importante comprender que los aspectos metafísicos y por así decirlo abstractos de Dios también sugieren bellezas y razones para amar: el alma contemplativa puede ser sensible a la inmensa serenidad propia del Ser puro o a la cristalinidad refulgente de lo Absoluto; o se puede —aparte de otros aspectos— amar a Dios por lo que su inmutabilidad tiene de diamantino, o por lo que su infinitud tiene de cálido y de liberador. En nuestro mundo terrenal hay bellezas sensibles: la del cielo ilimitado, la del sol brillante, la del relámpago, la del cristal; todas estas bellezas morales son del mismo orden; se puede amar a las virtudes por su participación por así decirlo estética en las bellezas del Ser divino, así como se puede y se debe amarlas por sus valores específicos e inmediatos.

Belleza, amor, felicidad: el hombre aspira a la felicidad porque la Beatitud, que está hecha de belleza y amor, es su sustancia misma. “Todos mis pensamientos hablan de amor”, dice Dante con un sentido a la vez terrenal y celestial.

Tutti i miei pensier parlan d’amore.

NOTAS  ____________________________________________________

No es necesario señalar que la teología, que admite los “consuelos sensibles”, no es estrictamente maniquea, es decir que no olvida el origen divino de la sustancia corporal; Cristo y la Virgen Santa tenían cuerpos, y estos cuerpos ascendieron al Cielo, sin duda transfigurándose, pero sin perder su corporeidad.
En este punto pensamos no sólo en las religiones monoteístas semíticas sino también en ciertos sectores dentro del hinduismo y del budismo.
También existe, obligatoriamente, la caridad hacia los animales, pero en este caso la cuestión del deber espiritual con respecto a un alma inmortal no se plantea. No se puede dar al animal más de lo que puede recibir, pero se le da lo que puede recibir porque, en su nivel, es nuestro prójimo; todo ello independientemente del hecho de que un animal pueda estar penetrado por una barakah, es decir que pueda servir de vehículo de una influencia espiritual.
Capítulo III de la obra “Raíces de la condición humana” (Frithjof Schuon, Grupo Libro, colección “Paraísos perdidos”)

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